Capítulo VIII

Los restos mortales de Alfredo reposaron en la tierra.

La ceremonia se prolongó durante cinco horas, en las que no faltaron, desde luego, plegarias y cánticos, lágrimas y sermones. Habían colocado el cuerpo del otrora rey en un ataúd de madera de olmo con escenas de vidas de santos pintadas a los lados; en la tapa, un Cristo que, con ojos de asombro, ascendía a los cielos. Sujeta entre las manos, el rey muerto llevaba una astilla de la vera cruz; a modo de almohadón, la cabeza reposaba sobre unos evangelios. Habían introducido el ataúd de madera de olmo en un cofre de plomo que, a su vez, iba dentro de un tercer féretro, de cedro en esta ocasión, tallado con imágenes de santos que, con gesto desafiante, plantaban cara a la muerte: a una de las santas la estaban quemando viva sin que las llamas llegasen a tocarla; mientras lo torturaban, otro de los bienaventurados dirigía una sonrisa piadosa a los sajones que le aplicaban el tormento; un tercer elegido, aun con el cuerpo traspasado por un puñado de lanzas, seguía predicando. Bajaron el descomunal ataúd a la cripta de la iglesia vieja y lo depositaron en una cámara de piedra que quedó sellada, donde sus restos habrían de permanecer hasta que concluyesen las obras de la iglesia nueva, a cuya cripta fueron trasladados y donde reposan cuando esto escribo. Recuerdo a Steapa, llorando como un niño, y a Beocca, hecho un mar de lágrimas; hasta Plegmund, el arzobispo de gesto adusto, rompió a llorar durante el sermón. En su prédica se refirió a la escala de Jacob, algo que, al parecer, se refería a un sueño de ese patriarca que se recoge en las Escrituras cristianas: tras haberse recostado bajo la escalera apoyando la cabeza en una de las piedras del lugar, oyó la voz de Dios, que, desde lo alto, le decía: «La tierra en que estás acostado te la doy para ti y tu descendencia —a Plegmund se le quebraba la voz mientras leía estas palabras—, y tu descendencia será como el polvo de la tierra y te extenderás al poniente y al oriente, al norte y al mediodía, y por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra, y por tu descendencia».

—El sueño de Jacob era el sueño de Alfredo —señaló Plegmund con la voz rota al llegar a ese punto de su interminable sermón—. Hoy, aquí, ante nosotros, yace Alfredo, ¡y esta tierra será de sus hijos y de los hijos de sus hijos hasta el día del Juicio Final! Pero no sólo estos parajes. El sueño de Alfredo era que los sajones llevásemos la luz del Evangelio a todos los rincones del mundo, no sólo de Britania, hasta que las voces de todos los hombres no sean sino un único clamor que entona las alabanzas del Dios todopoderoso.

Recuerdo cómo sonreía para mis adentros. Me había quedado en la parte de atrás de la vieja iglesia, contemplando las volutas de humo que, de los incensarios, ascendían a las vigas doradas del techo, y me hizo gracia aquello que Plegmund afirmaba: que los sajones seríamos como el polvo de la tierra, que nos extenderíamos al poniente y al oriente, al norte y al mediodía. Tal como estaban las cosas, si conservábamos las tierras que teníamos, bien podíamos darnos con un canto en los dientes, no digamos ya hablar de diseminarse. Sin embargo, a los fieles allí congregados aquellas palabras parecieron llegarles muy adentro.

—¡Los paganos no dejan de hostigarnos y perseguirnos! —aseguraba un Plegmund enardecido—. Aun así, predicaremos el Evangelio y seguiremos rezando por ellos hasta que den su brazo a torcer ante el Dios todopoderoso, porque, cuando el sueño de Alfredo se haga realidad, ¡habrá júbilo en el cielo! ¡Que Dios nos ayude!

Debería haber prestado más atención a aquel sermón, pero lo cierto es que ni Etelfleda ni Fagranforda se me iban de la cabeza. Había solicitado el permiso de Eduardo para desplazarme a Mercia, y su respuesta no había sido otra que enviar a Beocca a Las Dos Grullas. Sentado junto al hogar, mi viejo amigo no dejaba de echarme en cara que no velara por mi hijo mayor como era mi obligación.

—No es que no me preocupe por él —contesté—. Me gustaría que viniera conmigo a Fagranforda.

—¿Qué iba a hacer allí?

—Cumplir con su deber —repuse—: prepararse para ser un guerrero.

—Pero si el chico quiere ser cura —insistió Beocca.

—En ese caso, no lo reconozco como hijo mío.

El cura suspiró.

—¡Si es un buen chico! ¡Un chaval estupendo!

—Decidle que se vaya buscando otro nombre —repliqué—. Si se hace cura, no merece llevar el nombre de Uhtred.

—¡Cuánto os parecéis a vuestro padre! —me dijo, lo que me sorprendió no poco, puesto que mi padre, con su presencia, me metía el miedo en el cuerpo—. ¡Y no sabéis cómo se os parece vuestro hijo! —continuó—. No sólo en cuanto al físico, también en lo testarudo, ¡es tan cabezota como lo erais vos de niño! —añadió riendo entre dientes.

Por más que las personas que más he querido y admirado en mi vida hayan sido cristianas, no pocas veces me han tildado de Uhtredærwe, es decir, de pérfido enemigo de la cristiandad. Son buena prueba de lo que digo Beocca, en primer lugar, y su mujer, Thyra; pero también Hild, Etelfleda, el bueno del padre Pyrlig, Osferth, Willibald y hasta el propio Alfredo. La lista sería interminable. Y quiero pensar que todos fueron buenas personas porque su religión les dice cómo deben obrar, cosa que la mía no hace. Aparte del respeto debido y de ofrecerles algunos sacrificios de vez en cuando, nada exigen de mí ni Thor ni Odín y, desde luego, nunca serían tan estúpidos como para decirme que ame a mis enemigos y que ponga la otra mejilla. Pero sí sé que los mejores cristianos de todos, como Beocca, hacen a diario cuanto está en su mano con tal de llevar una vida recta. Nunca he intentado ser bueno como ellos, pero no soy un bellaco. Yo soy yo, Uhtred de Bebbanburg.

—Cuando yo falte —dije a Beocca—, Uhtred será el señor de Bebbanburg, y no podrá defender la ciudadela sólo a fuerza de oraciones. Tiene que aprender a pelear.

Absorto, Beocca estaba mirando el fuego.

—Siempre confié en que algún día volvería a ver Bebbanburg —confesó con voz melancólica—, pero a estas alturas dudo que eso vaya a ocurrir. El rey accede a que os trasladéis a Fagranforda.

—Eso quería oír —repuse.

—Alfredo fue generoso con vos —insistió el cura, con gesto severo.

—No seré yo quien lo niegue.

—Algo tuve que ver en el asunto —dijo con una pizca de orgullo.

—Os lo agradezco.

—¿Os imagináis por qué se avino a hacerlo?

—Por todo lo que me debía —contesté—, porque de no haber tenido a Hálito-de-serpiente de su lado, no habría podido mantenerse veintiocho años en el trono.

—No, porque Wessex necesita un hombre fuerte al frente de Mercia —repuso, pasando por alto mi jactancia.

—¿Etelredo? —aventuré, poniendo cara de incredulidad.

—Es un buen hombre, y vos lo habéis ofendido gravemente —dijo Beocca, muy serio.

—Quizá sea como decís —repliqué para no entrar en disputas.

—Etelredo es el señor de Mercia —añadió el cura—, y el hombre que más derecho tiene a reclamar el trono de ese territorio. Sin embargo, jamás ha intentado hacerse con la corona.

—Porque tiene miedo de Wessex —argumenté.

—Al contrario, ha sido leal a Wessex —me corrigió Beocca—. Sin embargo, si no quiere que los señores de Mercia que sueñan con restaurar el antiguo reino se vuelvan contra él, no puede presentarse como vasallo de los sajones.

—Si Etelredo ejerce el poder en Mercia —le aclaré— es porque es el hombre más rico de la región, y cuando cualquiera de esos señores ve cómo los daneses le arrebatan su ganado, sus esclavos y su hacienda, Etelredo se apresura a resarcirlos. Paga, pues, a cambio de seguir llevando las riendas, cuando lo que debería hacer es aplastar a los daneses.

—También vigila la frontera con Gales —siguió Beocca, como si tener a raya a los galeses fuese una excusa plausible para quedarse mano sobre mano en cuanto a los daneses—. También nos hemos dado cuenta —vaciló al exponer tal opinión, como si quisiera medir sus palabras con exactitud—, nos hemos dado cuenta, os decía, de que no es un guerrero. Es un magnífico gobernante —añadió con premura para acallar cualquier mofa por mi parte— y un administrador eficiente, pero carece de dotes para la guerra.

—Algo de lo que yo no ando escaso, ¿verdad, padre?

Beocca esbozó una sonrisa.

—Sí, así es, Uhtred. Pero carecéis de tacto para tratar a los demás con el respeto debido. El rey espera que tratéis a lord Etelredo con consideración.

—Con toda la que se merece —le prometí.

—Y su esposa podrá volver a Mercia —continuó el cura—, en el bien entendido de que lo hará con una dote considerable que le permitirá fundar un convento de monjas.

—¿Habrá de hacerse monja? —me revolví, disgustado.

—¡Recibirá una dote y fundará un convento! —repuso Beocca—. Y será libre de elegir dónde quiera emplear la dote y erigir el monasterio.

No pude por menos que echarme a reír.

—¿De modo que tendré por vecinas a las monjas de un convento?

—No sabemos qué lugar elegirá —replicó Beocca, frunciendo el ceño.

—No, claro que no —contesté.

De modo que los cristianos habían aligerado el concepto de pecado. Me imaginé que, a la fuerza, Eduardo había aprendido a ser más tolerante con ese tipo de faltas, lo que no era poco, ya que suponía que Etelfleda era más o menos libre de vivir como quisiera y, de paso, el convento sería una buena excusa para que Etelredo dijese que su esposa había elegido la vida contemplativa cuando lo que ocurría en realidad era que Eduardo y el consejo necesitaban de la presencia de la hermana del rey en Mercia y, de paso, asegurarse la mía. Éramos una vez más el escudo de Wessex, algo que poco tenía que ver con mi sueño de convertirme en espada de los sajones, asunto este sobre el que, muy en serio, Beocca me lanzó una advertencia antes de abandonar la taberna.

—El rey desea que se deje en paz a los daneses. ¡No debemos provocarlos! Tales son sus órdenes.

—¿Y si nos atacan? —me interesé, enojado.

—Por supuesto que podéis defenderos, pero el rey no desea desencadenar una guerra, no al menos antes de la coronación.

Ceremonia que, habida cuenta de que había que dar tiempo a que los invitados ilustres hicieran los consabidos preparativos para el viaje, no tendría lugar hasta el año siguiente. Así que, cuando las brumas otoñales se tornaron más frías y los días empezaron a acortarse, me dirigí por fin a Fagranforda.

Suaves colinas redondeadas, ríos de aguas pausadas, tierra generosa, una hacienda colmada de bendiciones. Un gesto de largueza por parte de Alfredo. El intendente era un natural de Mercia, con cara de malas pulgas, que respondía al nombre de Fulk, y a quien nada le apetecía menos que la presencia de un nuevo amo, por la sencilla razón de que, con la inestimable ayuda del cura que llevaba las cuentas, había vivido a sus anchas gracias a aquellas tierras. El cura en cuestión, un tal padre Cynric, trató de convencerme de que las últimas cosechas habían sido una calamidad y de que los claros que veía en las arboledas eran de árboles que se habían secado o se habían echado a perder, en lugar de decirme que los habían talado para quedarse con el pingüe beneficio de la venta de la madera. Me enseñó los documentos donde figuraban las cuentas, que casaban con los que me habían entregado en las dependencias del tesoro de Wintanceaster y, al comprobar que todo coincidía, el padre Cynric sonrió satisfecho.

—Tal y como os había dicho, mi señor —se ufanó—. Hemos administrado la heredad que nos confiara el rey Alfredo con, por así decirlo, piadoso desvelo —añadió con gesto risueño, aquel hombre rollizo, de cara redonda y sonrisa fácil.

—¿Y en todo este tiempo, no ha venido nadie de Wessex para comprobar vuestras cuentas?

—¿Qué falta hacía? —me preguntó, entre sorprendido y amoscado ante tamaña ocurrencia—. La Iglesia nos enseña a ser honrados obreros en la viña del Señor.

Me hice con aquellos documentos y los arrojé a la fogata que ardía en la estancia. Sin palabras, tanto el padre Cynric como Fulk vieron cómo los pergaminos se iban ennegreciendo, se retorcían, crujían y acababan por arder.

—Ambos habéis esquilmado lo que no era vuestro —les dije—, y eso se acabó —el cura fue a decir algo, pero lo pensó mejor y calló la boca—. A no ser que prefiráis que cuelgue a uno de los dos, incluso a ambos llegado el caso —añadí.

Finan registró las casas del administrador y del cura y recuperó parte de la plata que habían escamoteado, de la que me serví para comprar madera y devolver el dinero que en su día me prestara el intendente de Etelfleda. Siempre me había gustado construir, y Fagranforda pedía a gritos una nueva mansión, nuevos graneros y una empalizada defensiva, proyectos muy propios del invierno. Ordené a Finan que se dirigiera al norte y echase un vistazo a las tierras que marcaban las lindes entre sajones y daneses, y partió con hombres de refresco, hombres que habían acudido a mí porque se habían enterado de que era rico y pagaba en plata. Cada pocos días, me enviaba correos: en todos me aseguraba que, en contra de lo habitual, los daneses estaban muy tranquilos. Habría estado dispuesto a jurar que la muerte de Alfredo sería el desencadenante de un ataque, pero no fue así. Al parecer, Sigurd estaba enfermo, y a Cnut no le apetecía iniciar la invasión del sur sin tener a su amigo al lado. Pensé que la ocasión era propicia para que nosotros iniciásemos una ofensiva contra las tierras del norte, incluso envié un correo a Eduardo con tal recomendación, pero nunca obtuve respuesta. Nos llegaron rumores de que Etelwoldo había recalado en Eoferwic.

El hermano de Gisela había muerto y, con el beneplácito de Cnut, quien, por la razón que fuera, no aspiraba a ceñirse una corona y prefería que uno de los suyos ejerciera el poder en su nombre, un danés ocupaba el trono de Northumbria. Tal era la razón de que hubieran instalado a Etelwoldo en Eoferwic, un lugar tranquilo, alejado de Wessex, en lo más profundo de las tierras que ellos dominaban. Cnut debía de haber pensado que Eduardo enviaría tropas para acabar con su primo y, por eso, había puesto su preciada posesión a buen recaudo tras las formidables murallas romanas de Eoferwic.

De modo que en ésas andábamos: Etelwoldo, con el rabo entre las piernas; Cnut, al acecho, y yo, al frente de unas obras. Con sólidas vigas, construí una mansión tan alta como una iglesia, y una empalizada alrededor. Clavé unas calaveras de lobo en el hastial que miraba al sol naciente, y contraté a unos ebanistas que me hicieran bancos y mesas. Busqué un nuevo intendente, y di con Herric, un guerrero que había resultado herido en la cadera en Beamfleot y que, si bien ya no estaba en condiciones de pelear, conservaba toda su energía y era honrado a carta cabal. A él fue a quien se le ocurrió la magnífica idea de construir un molino en el arroyo, una iniciativa encomiable.

Cuando estaba buscando el sitio más adecuado para el molino en cuestión, apareció aquel cura. Era un día frío, tanto como aquel en que el padre Willibald me saliera al encuentro en Buccingahamm; una fina capa de hielo comenzaba a cuajar en las orillas del arroyo. En contraste con el aire frío que nos llegaba del norte, del sur nos llegaba un cura. Iba a lomos de una mula, pero saltó de la silla en cuanto estuvo lo bastante cerca. Era joven, e incluso más alto que yo. Tan delgado como un silbido, llevaba una sucia sotana negra, con los bordes de los faldones manchados de barro seco. De cara alargada, nariz aguileña, ojos chispeantes de un color verde intenso, cabellos rubios y enmarañados, carecía de barbilla. A modo de barba, lucía un patético manojito de vello, que se quedaba a medio camino de un cuello también largo y escuálido del que colgaba una enorme cruz de plata, a la que le faltaba uno de los brazos.

—¿Sois el aguerrido lord Uhtred? —me preguntó, en tono muy formal.

—El mismo —contesté.

—Soy el padre Cuthberto —se presentó—. Un placer saludaros. ¿Debo hacer una reverencia?

—Por mí, como si queréis postraros.

Y para mi sorpresa, se puso de rodillas en el suelo y agachó la cabeza hasta casi tocar la hierba cubierta de escarcha. Se incorporó de nuevo, y se puso en pie.

—Ya está —dijo—, ya me he postrado. Os presento mis respetos, mi señor, soy vuestro nuevo capellán.

—¿Mi qué?

—Vuestro capellán, vuestro cura —añadió encantado—. Esa es la penitencia que me han impuesto.

—No me hace falta ningún capellán.

—No lo pongo en duda, mi señor. Soy prescindible, lo sé. Nadie me necesita, no soy sino un añublo que le ha salido a la Iglesia perdurable. Ya está: Cuthberto el Prescindible —continuó con una sonrisa, como si se le hubiera ocurrido una idea genial—. ¡Si llego a santo, seré san Cuthberto el Prescindible! Además, así no me confundirán con el otro santo, el de mi nombre. ¿Qué os parece? ¡No me digáis que no es una buena idea! —exclamó al tiempo que ensayaba unas cabriolas que más se asemejaban al baile de un zancudo—, ¡San Cuthberto el Prescindible! —proclamó—, ¡santo patrono de todo lo superfluo! En cualquier caso, mi señor —continuó, recuperando la seriedad y la compostura—, soy vuestro capellán, una carga más con la que debéis de contar, porque necesitaré comida, plata, cerveza y, por encima de todo, queso.

Me encanta el queso. Decís que no me necesitáis, mi señor, pero mirad por donde aquí me tenéis, vuestro humilde servidor —esbozó otra reverencia—. ¿Queréis que os escuche en confesión? ¿Deseáis que os reciba en el seno de nuestra madre la Iglesia?

—¿Quién os ha dicho que vais a ser mi capellán? —le pregunté.

—El rey Eduardo. Soy el regalo que tiene a bien enviaros —repuso con una sonrisa beatífica, al tiempo que me impartía una bendición—, ¡que Dios os bendiga, mi señor!

—Pero ¿para qué os envía Eduardo? —insistí.

—Me imagino que es una humorada, mi señor, o —añadió pensativo, frunciendo el ceño—, a lo peor, es que no le caigo bien. Aunque no creo que sea así porque lo cierto es que parece que no le caigo mal, que me tiene en alto aprecio. Lo que no quita que piense que debo aprender a ser discreto.

—¿Acaso sois indiscreto?

—Soy tantas cosas, mi señor: estudioso, cura, devorador insaciable de queso y, ahora, ¡albricias!, capellán de lord Uhtred, ese pagano que degüella curas sin parar. Al menos, es lo que me han dicho. No obstante, os quedaría eternamente agradecido si no llegarais a tal extremo. A propósito, ¿podría disponer de una criada?

—¿Cómo que una criada?

—Sí, para que limpie, haga las cosas de casa y cuide de mí. Una joven sería una bendición, y si tiene bonitos pechos, miel sobre hojuelas.

Para entonces ya estaba muerto de risa para mis adentros. Era imposible que san Cuthberto el Prescindible pudiera caerle mal a alguien.

—¿Bonitos pechos, decís? —insistí, muy serio.

—Si no os importa, mi señor. Tantas veces me han dicho que acabaríais por degollarme, que sólo me esperaba el martirio, que me he visto en la tesitura de deciros que prefiero unos hermosos pechos, ¡dónde va a parar!

—¿De verdad sois cura? —le pregunté.

—Claro que sí, mi señor. ¡Preguntádselo al obispo Swithwulf! El fue quien me ordenó: me impuso las manos y recitó las plegarias correspondientes.

—¿Swithwulf, el obispo de Hrofeceastre?

—El mismo, mi señor. Es mi padre, ¡y no puede ni verme!

—¿Que es vuestro padre?

—Mi padre espiritual, claro está, no mi padre según la carne. Mi padre, el de verdad, era cantero, ¡que Dios tenga a bien bendecir su pico!, pero fue el obispo Swithwulf quien me educó y me sacó adelante, que Dios lo bendiga también, y ahora resulta que no puede ni verme.

—¿Por qué? —le pregunté, aunque me imaginaba la respuesta.

—No puedo decíroslo, mi señor.

—Claro que podéis decírmelo. Al fin y al cabo, sois indiscreto.

—Porque yo casé al rey Eduardo con la hija del obispo, mi señor.

O sea, que los gemelos que estaban al cuidado de Etelfleda eran hijos legítimos, algo que podía incomodar y mucho al ealdorman Etelhelmo. De ahí que Eduardo negase que las cosas fueran así, por miedo de que el witan de Wessex eligiera a otro para ocupar el trono. Así que habían dejado en mis manos la prueba viviente de ese primer matrimonio.

—¡Por Dios que creo que sois un estúpido! —le dije.

—Eso me dice el obispo cada dos por tres. ¿Qué tal quedaría san Cuthberto el Necio? El caso es que era amigo de Eduardo, el chico me lo suplicó, y ella era una muchachita preciosa —repuso con un suspiro.

—¿Bonitos pechos? —le pregunté, sarcástico.

—Como dos crías de gacela, mi señor —me contestó muy seguro de lo que decía.

Boquiabierto, le pregunté:

—¿Como dos crías de gacela decís?

—Eso dicen las Sagradas Escrituras al referirse a unos pechos perfectos: como dos crías de gacela, mi señor. ¡Y he de aseguraros que he investigado el asunto a fondo —calló un momento, como si reflexionase acerca de lo que acababa de decir, para añadir—, pero que muy a fondo! Aunque lo cierto es que nunca he entendido muy bien la comparación. Por lo demás, ¿quién soy yo para poner en duda lo que dicen las Sagradas Escrituras?

—Pero si todo el mundo asegura que ese matrimonio no se celebró.

—Por eso no podía decíroslo —me explicó Cuthberto.

—Pero sí que tuvo lugar —el cura asintió—. O sea, que los gemelos son hijos legítimos —añadí, y el cura asintió de nuevo—. ¿Acaso no sabíais que Alfredo no lo vería con buenos ojos?

—Pero Eduardo quería casarse —replicó lisa y llanamente.

—Y vos habéis jurado mantener la boca cerrada.

—Me amenazaron con enviarme a Frankia y recluirme en un monasterio —añadió—, pero el rey Eduardo tuvo a bien que me quedase a vuestro lado.

—¿Con la esperanza de que os matase?

—Al contrario, mi señor, con la esperanza de que me protegierais.

—En ese caso, por el amor de Dios, no vayáis por ahí diciéndole a todo el mundo que Eduardo contrajo matrimonio.

—Guardaré silencio —prometió—. Seré san Cuthberto el Callado.

* * *

Los gemelos estaban al cuidado de Etelfleda, ocupada en levantar un convento en Cirrenceastre, no muy lejos de mi hacienda. Cuando los romanos se establecieron en Britania, Cirrenceastre había sido una ciudad de renombre. Etelfleda se había instalado en una de las antiguas villas, un precioso edificio de aposentos espaciosos que daban a un patio rodeado de una columnata. En su día, la casa había pertenecido al padre de Etelredo, ealdorman de Mercia, casado con la hermana de mi padre. Allí había ido a parar yo de niño cuando no me había quedado otro remedio que huir al sur para escapar de las garras de mi otro tío, aquel que me había arrebatado el señorío de Bebbanburg. El viejo Etelredo había ampliado la mansión, de forma que las techumbres sajonas convivían con las tejas romanas. Era una residencia acogedora, a buen resguardo tras las murallas de Cirrenceastre. Etelfleda había contratado a unos albañiles para que echasen abajo unas casas romanas en ruinas y aprovechaba las piedras para la construcción del convento.

—¿Por qué tantas molestias? —le pregunté.

—Porque era lo que quería mi padre —repuso—, y porque le prometí que lo haría. Voy a dedicárselo a santa Werburga.

—¿La mujer que ahuyentó a los gansos?

—La misma.

Todo eran voces de niños en casa de Etelfleda. Aparte de su hija, Ælfwynn, allí estaban mis dos pequeños, Stiorra y Osberth. El mayor, Uhtred, iba a la escuela en Wintanceaster, de donde me mandaba unas cartas muy relamidas, repletas de beaterías empalagosas que ni me molestaba en leer. Los más pequeños eran los gemelos de Eduardo, todavía lactantes. Recuerdo que, en cierta ocasión, me quedé mirando a Etelstano en pañales y pensé en cuántos inconvenientes nos evitaría un tajo a tiempo de Hálito-de-serpiente. No me faltaba razón y, sin embargo, estaba equivocado: con el tiempo, el pequeño Etelstano llegaría a ser un joven al que tomaría gran afecto.

—¿Sabes que es legítimo? —le pregunté a Etelfleda.

—No es eso lo que dice Eduardo —replicó con aspereza.

—Tengo a mi servicio al cura que los casó —le comenté.

—Pues dile que procure mantener la boca cerrada —repuso—, si no quiere acabar bajo tierra por abrirla demasiado.

Estábamos en Cirrenceastre, no muy lejos de Gleawecestre, donde Etelredo había establecido su residencia. No podía ni ver a Etelfleda, y a mí me preocupaba que enviara a algunos de los suyos para raptarla y, después, matarla o recluirla en un convento de monjas. Ya no estaba su padre para protegerla, y mucho me temía que Eduardo no le infundiera tanto pavor como su padre, Alfredo. Etelfleda despachó mis temores.

—Quizá no le tenga miedo a Eduardo —me dijo—, pero tú lo aterrorizas.

—¿Aspirará a ser rey de Mercia? —le pregunté.

Estaba contemplando a un albañil que restauraba una escultura romana que representaba un águila. Como podía, el pobre hombre trataba de que se asemejase a un ganso pero, de momento, lo más que había conseguido era que se pareciese a una gallina enojada.

—No lo creo —dijo Etelfleda.

—¿Por qué no?

—Porque hay muchos y muy poderosos señores establecidos al sur de Mercia que reclaman la protección de Wessex. Además, a Etelredo, el poder no le interesa.

—¿Estás segura?

—En este momento, quiero decir. Hubo un tiempo en que sí. Pero ahora, que se pone enfermo cada poco, le asusta la idea de la muerte, y prefiere pasar los días con mujeres —me echó una mirada cargada de intención—. En ese aspecto, se parece mucho a ti.

—No digas tonterías, mujer: Sigunn se ocupa de la casa.

—¿A cargo de la casa, eh? —comentó con desdén.

—Además, la tienes aterrada.

El comentario le hizo gracia y rompió a reír, antes de emitir un hondo suspiro al ver que, de un golpe de mazo poco atinado, el albañil había privado de pico a la pobre gallina.

—Lo único que quería era una estatua de Werburga con un ganso al lado.

—Pides demasiado —le dije, con guasa.

—Aspiro a aquello con lo que soñaba mi padre —repuso, serena—: Inglaterra.

En aquellos años, no dejaba de sorprenderme al oír aquel nombre. Conocía Mercia y Wessex, había estado en Anglia Oriental y daba por sentado que Northumbria era mi terruño. Pero, ¿Inglaterra? Era un sueño que había quedado atrás, un sueño de Alfredo. Una vez muerto, el sueño se me antojaba tan inalcanzable y fantasioso como antaño me lo pareciera. En el caso poco probable de que los cuatro reinos llegaran a unirse para formar uno solo, antes se llamaría «Daneterra» que «Inglaterra». Aun así, Etelfleda y yo compartíamos el sueño de Alfredo.

—¿Somos ingleses? —le pregunté.

—¿Qué, si no?

—Yo soy de Northumbria.

—Eres inglés —replicó sin dudarlo—, sólo que tienes a una danesa que te calienta la cama —me propinó un buen codazo en las costillas—. Dile a Sigunn que le deseo una feliz Navidad.

* * *

La fiesta de Yule la celebramos con un banquete por todo lo alto en Fagranforda. Construimos una enorme rueda de madera de no menos de diez pasos de ancho, la recubrimos de paja, la encajamos en un poste de roble que habíamos plantado en el suelo y embadurnamos las dos piezas con grasa de oveja para que la rueda girase. Por la noche, le prendimos fuego. Con ayuda de rastrillos o lanzas, los hombres daban vueltas a la rueda que, al voltear, desprendía un torrente de chispas. Mis dos hijos pequeños estaban a mi lado. Stiorra me tomó de la mano mientras, boquiabierta, contemplaba la enorme rueda en llamas.

—¿Por qué le habéis prendido fuego? —me preguntó.

—Es un mensaje a los dioses —le dije—. Así sabrán que nos acordamos de ellos, al tiempo que les pedimos que se dignen renovar la vida en el año que ahora empieza.

—¿Un mensaje a Jesús? —volvió a preguntarme, un tanto confusa.

—Así es, a él y a los demás dioses —repuse.

Hubo un estallido de gritos de júbilo cuando, por fin, la rueda se vino al suelo, mientras hombres y mujeres competían por saltar sobre las llamas. Con mis dos hijos en los brazos, en medio de un remolino de humo y de brasas, también yo salté. Mientras contemplaba las centellas que echaban a volar en aquella gélida noche, me pregunté cuántas otras ruedas no estarían ardiendo en el norte, en las tierras donde los daneses soñaban con Wessex.

Si tales eran sus sueños, nada hacían para llevarlos a la práctica, algo que no dejaba de sorprenderme. En mi opinión, la muerte de Alfredo hubiera sido el momento oportuno, pero los daneses carecían de un caudillo que fuera capaz de unirlos. Sigurd seguía enfermo. Hasta donde sabíamos, bastante tenía Cnut con tratar de someter a los escoceses. Mientras, Eohric seguía dudando entre ofrecer su lealtad al sur cristiano o a los daneses del norte y, en consecuencia, no movía un dedo. Haesten se mantenía al acecho en Ceaster, pero contaba con pocos hombres. En cuanto a Etelwoldo, seguía en Eoferwic, pero no podía atacar Wessex hasta que Cnut se decidiese a hacerlo. De modo que estábamos en paz, una situación que, desde mi punto de vista, no habría de durar mucho tiempo.

Tentado estuve, tentadísimo incluso, de volver al norte y consultarlo con Ælfadell, pero, tras recapacitar y darme cuenta de que no era la hechicera a quien quería volver a ver, sino a Erce, aquella hermosa y silenciosa muchacha, no tardé en descartar semejante idea como un desvarío. No me moví, pues, de mi hacienda, pero sí que me enteré de algunas cosas cuando Offa pasó por Fagranforda y, no sin antes avivar el fuego en condiciones para que sus viejos huesos entrasen en calor, mantuvimos una conversación cara a cara en la estancia principal de mi nueva mansión.

Offa era un hombre nacido en Mercia, que había sido cura hasta que la fe comenzara a flaquearle. Tras haber colgado los hábitos, se dedicaba a recorrer Britania de punta a punta con unos pequeños terriers amaestrados que caminaban sobre las patas traseras y bailaban, un simpático espectáculo que encantaba a los aldeanos que acudían a las ferias. Nunca le habrían bastado las pocas monedas que recogía gracias a los perros para disfrutar de la magnífica mansión que tenía en Liccelfeld, porque su verdadero talento, su auténtica genialidad, residía en su capacidad para enterarse de las aspiraciones, los sueños y las intenciones de sus semejantes. Sus remilgados perritos le abrían las puertas de todas las casas de importancia, y Offa, que no carecía de olfato ni de inteligencia, escuchaba, preguntaba y, más tarde, vendía aquello de lo que se había enterado. En su día, Alfredo había tratado de sonsacarle, igual que Sigurd y Cnut en aquellos momentos. Así que, gracias a Offa, me hice una idea de cómo andaban las cosas por el norte.

—Los males de Sigurd no parecen fatales —me dijo—, pero sí que lo han dejado mermado. Tiene fiebres, se recupera, vuelven las fiebres…

—¿Y Cnut?

—Sin Sigurd a su lado, no se atreverá a invadir el sur.

—¿Eohric?

—Cagado de miedo, como siempre.

—¿Etelwoldo?

—Bebiendo y tirándose a todas las criadas que tiene al alcance de la mano.

—¿Haesten?

—Os odia, pone a mal tiempo buena cara, y sueña con tomarse la venganza.

—¿Y Ælfadell?

—¡Ah, ése es otro cantar! —dijo con una sonrisa. Offa era un hombre lúgubre, que rara vez sonreía. Su cara larga y arrugada se tornó cautelosa y taimada. Cortó un trozo del queso que cuajábamos en la vaquería—. Tengo entendido que pensáis levantar un molino.

—Así es.

—Muy sensato, sí, señor. Un lugar espléndido para erigir un molino. ¿Por qué pagar a un molinero si podéis moler vuestro propio trigo?

—¿Qué hay de Ælfadell? —le pregunté de nuevo, depositando una moneda de plata en la mesa.

—Creo que fuisteis a verla.

—No tenéis mal oído, no —repuse.

—Menos cumplidos —dijo Offa, guardándose la moneda—, ¿llegasteis a conocer a su nieta?

—¿Erce?

—Así la llama esa bruja —me confirmó—. No sabéis cómo os envidio.

—Pensaba que vuestra esposa era una mujer joven.

—Y lo es —replicó—. No debería estar permitido que los viejos tomasen esposas tan jóvenes.

Me eché a reír.

—¿Ya os ha agotado?

—Lo que pasa es que ya estoy muy viejo para andar rodando por los caminos de Britania.

—En ese caso, quedaos en vuestra mansión de Liccelfeld —repuse—. Por plata no será.

—Mi mujer es tan joven —comentó, amoscado— que necesito el sosiego que me proporciona el ir de un lado para otro sin parar.

—¿Y qué me decís de Ælfadell? —volví a preguntarle.

—Hace años, era puta en Eoferwic —me dijo—. Allí la conoció Cnut. Aventuraba el porvenir y ejercía el oficio. Algo debió de decir a Cnut que, más adelante, se hizo realidad, y éste la tomó bajo su tutela.

—Y puso a su disposición la gruta de Buchestanes.

—Supongo que sí, puesto que está en sus tierras.

—Y a quienes van a verla sólo les dice lo que Cnut quiere que oigan.

Offa vaciló un instante, señal de que para responder a esa pregunta necesitaba algo más de dinero. Con un suspiro, puse otra moneda encima de la mesa.

—Cnut habla por su boca —me confirmó.

—¿Y qué va diciendo ahora? —pregunté. Al ver que parecía dudar de nuevo, perdí la paciencia—: Escuchadme con atención, cagarruta de cabra apergaminada, ya os he pagado bastante. Así que desembuchad.

—Dice que habrá un nuevo rey en el sur que llegará del norte.

—¿Etelwoldo?

—Echarán mano de él —dijo Offa, con gesto apesadumbrado—. Después de todo, es el legítimo rey de Wessex.

—Y un borrachuzo sin cabeza.

—¿Desde cuándo tal circunstancia ha sido un obstáculo para llegar a ser rey?

—De modo que los daneses lo utilizarán para tranquilizar a los sajones y, después, se desharán de él.

—Claro.

—En tal caso, ¿por qué esperar?

—Porque Sigurd está enfermo, porque los escoceses suponen una amenaza para las tierras de Cnut y porque las estrellas no presentan una alineación propicia.

—¿Así que Ælfadell sólo dice a quienes van a verla que se dediquen a mirar las estrellas?

—No, les dice además que Echric será el rey del mar, que Etelwoldo será rey de Wessex y que las espléndidas tierras del sur caerán en manos de los daneses.

—¿Rey del mar?

—Es sólo una forma ocurrente de decirles que Sigurd y Cnut no le arrebatarán el trono. Les preocupa que establezca una alianza con Wessex.

—¿Y qué me decís de Erce?

—¿Es tan hermosa como dicen? —se interesó.

—¿Acaso no la habéis visto?

—No en la gruta.

—Donde se exhibe desnuda —le dije, lo cual hizo a Offa suspirar—. Es más que hermosa —le aseguré.

—Eso tengo entendido. Pero es muda. Está privada del don del habla. También tiene la cabeza un poco averiada. No sé si está loca, pero sí sé que es como una niña pequeña. Una belleza muda, una niña medio loca, que enloquece a los hombres.

Me quedé pensando en lo que me acababa de decir. De fuera, llegaba el estruendo del entrechocar de espadas, de los golpes del acero contra los escudos de madera de tilo. Los hombres se ejercitaban. A diario y durante todo el día, los hombres se preparaban para la guerra, con espada y escudo, hacha y escudo, lanza y escudo, practicando para el día en que hubieran de hacer frente a los daneses, que se entrenaban de igual modo. Un combate que, después de lo que acababa de enterarme, tendría que esperar por culpa de la salud renqueante de Sigurd. Me pareció que había llegado nuestro turno de atacar, pero, para invadir el norte de Mercia, necesitaba las tropas de Wessex, y el witan había sugerido a Eduardo que hiciese cuanto estuviese en su mano para mantener la frágil paz que disfrutábamos en Britania.

—Ælfadell es un peligro —dijo Offa, sacándome de mis cavilaciones.

—¿Una vieja que se limita a farfullar la voz de su amo?

—Una voz que dan por buena quienes van a verla —añadió—. Los hombres que saben el destino que los aguarda no retroceden ante nada.

Recordé entonces el insensato ataque que había lanzado Sigurd en el puente de Eanulfsbirig, y hube de reconocer que Offa tenía razón. Los daneses habrían de esperar antes de lanzarse al ataque, pero, durante todo ese tiempo, estarían escuchando mágicas profecías que les anunciaban que saldrían bien librados. Igual que, entre los sajones, comenzaban a circular rumores sobre tales augurios. Wyrd bio ful ãrœd. En ese instante, una idea se me pasó por la cabeza y abrí la boca dispuesto a exponerla, pero lo pensé dos veces y no dije nada. Si uno quiere guardarse un secreto para sí, mejor no decir nada a Offa, que se ganaba la vida revelando los secretos de los demás.

—¿Ibais a decirme algo, mi señor? —me preguntó.

—¿Habéis oído hablar de la dama Ecgwynn? —le pregunté a mi vez.

Me miró con cara de sorpresa.

—Me imaginaba que vos sabríais más sobre ella de lo que yo pueda contaros.

—Sé que está muerta —repuse.

—Era una muchacha frívola —concluyó Offa, con un gesto de desaprobación—, pero muy bonita. Una duendecilla.

—¿Y se llegó a casar?

Se encogió de hombros.

—Al parecer, un cura ofició una ceremonia —dijo—, pero no había un contrato firmado entre Eduardo y el padre de la joven, y el obispo Swithwulf, que no es ningún necio, no otorgó el consentimiento. ¿Se podría considerar, pues, como un matrimonio legítimo?

—Si un cura lo bendijo…

—El matrimonio exige un contrato —repuso Offa, empecinado—. No eran dos labriegos follando como cerdos en el suelo enfangado de una cabaña, sino un rey y la hija de un obispo. ¡Por supuesto que tenía que haberse firmado un contrato, y haberse aportado una dote por la novia! A falta de eso, ¡no es sino un calentón regio!

—O sea, que los hijos son ilegítimos.

—Eso aseguran los miembros del witan de Wessex, de modo que debe de ser cierto.

Sonreí.

—Son unas criaturas enfermizas —mentí—, no creo que salgan adelante.

Offa no podía ocultar su interés.

—¿Estáis seguro?

—Ni Etelfleda es capaz de engatusar al chico para que se cuelgue del pecho de su ama de cría —mentí de nuevo—, y la niña es de salud quebradiza. Además, ¿qué más da si no medran, puesto que son ilegítimos?

—Su desaparición evitaría muchos inconvenientes —aseguró Offa.

Difundiendo un rumor que sería muy del agrado de su suegro, Etelhelmo, acababa de hacerle a Eduardo un pequeño favor. Lo cierto es que los gemelos eran unos niños sanos y dotados de buenos pulmones, aunque representaban un problema que habría que resolver más adelante. Pero cada cosa a su tiempo, igual que Cnut había tomado la decisión de aplazar la invasión de Mercia y Wessex.

Hay épocas en la vida de cada cual en que parece que no pasa nada: no hay humo advirtiendo de que una ciudad o un caserío están en llamas, y son pocas las lágrimas derramadas por los seres queridos que mueren. Con los años, he aprendido a no fiarme de esas temporadas porque, cuando parece que la paz reina en el mundo, es que alguien está preparando una guerra.

* * *

Llegó la primavera y, con ella, la coronación de Eduardo en Cyninges Tun, un real sitio próximo a Lundene, hacia el oeste. Me pareció extraña la elección del lugar. Wintanceaster era la capital de Wessex, la ciudad donde Alfredo había erigido su monumental iglesia nueva y donde se alzaba la más impresionante de las residencias reales. Sin embargo, a Eduardo se le había metido en la cabeza que la coronación había de celebrarse en Cyninges Tun. Cierto que se asentaba en una espléndida hacienda propiedad de la Corona, pero, tan cerca de Lundene como estaba, había caído en desuso y, antes de que yo les arrebatase la ciudad, había sido un territorio que los daneses habían esquilmado sin mesura.

—El arzobispo me asegura que hay allí una piedra donde fueron coronados algunos de los antiguos monarcas —me explicó Eduardo.

—¿En una piedra, mi señor?

Asintió.

—Por lo visto, se trata de una piedra que tiene que ver con la realeza, aunque no estoy muy seguro de si los reyes se encaramaban a ella o la utilizaban como asiento —añadió, encogiéndose de hombros, sin explicarse muy bien cuál era la razón de la insistencia en aquella piedra—. En cualquier caso, Plegmund afirma que es un detalle no desdeñable.

Una semana antes de que tuviera lugar la ceremonia de la coronación, reclamaron mi presencia en la propiedad con el mandato expreso de ir acompañado de todos los guerreros a mis órdenes que pudiera reunir. Todos a caballo y bien pertrechados, me presenté con setenta y cuatro de los míos, a los que se sumaron otros cien de la guardia personal de Eduardo, quien nos encareció que defendiésemos aquellos contornos durante la coronación, porque se temía un ataque por parte de los daneses. Yo acepté de buen grado el encargo. Con tal de no pasarme horas y horas, de pie o sentado, presenciando una ceremonia cristiana, estaba encantado de cabalgar a lomos de mi montura al aire libre, de modo que recorrí aquellas tierras saqueadas, mientras a Eduardo, sentado o de pie en la piedra regia, lo ungían con el óleo sagrado y le ceñían la corona de esmeraldas incrustadas que portara su padre.

En contra de lo que tantas veces me había imaginado, que el fallecimiento de Alfredo sería el desencadenante de una guerra, los daneses no atacaron. Muy al contrario, disfrutábamos de uno de esos contados períodos en que las espadas reposaban en sus vainas, y la coronación de Eduardo transcurrió sin percances. Al concluir la ceremonia, partió para Lundene y me rogó que asistiera a un gran consejo que había convocado. Para celebrar la coronación de Eduardo, las calles de la antigua ciudad romana se habían engalanado con estandartes; un enjambre de tropas recorría sus formidables murallas. Nada de eso me llamó la atención. Lo que me sorprendió, y mucho, fue ver a Eohric por allí.

El rey de Anglia Oriental, el mismo Eohric que había conspirado para acabar conmigo, estaba en Lundene atendiendo a una invitación del arzobispo Plegmund, quien, como garantía de que al rey no le pasaría nada, había entregado a dos de sus sobrinos en calidad de rehenes. Eohric y su séquito habían llegado siguiendo el curso del Temes, río arriba, en tres barcos que exhibían la cabeza de un león en la proa, y se alojaba en el imponente palacio de Mercia que coronaba la colina que se alzaba en el centro de la antigua ciudad romana. Eohric era un hombre descomunal, de ojos pequeños y mirada recelosa, con una panza tal que parecía una cerda preñada, tan fuerte como un buey. La primera vez que lo vi fue en lo alto de las murallas, mientras recorría con algunos de los suyos las antiguas fortificaciones defensivas. Llevaba tres lebreles atraillados, cuya presencia bastaba para que los perros de la ciudad que quedaba a sus pies se pusieran a aullar. Acatando órdenes de Eduardo, que le habría dicho que lo acompañara a donde quisiera ir, Weohstan, el comandante de la guarnición, hacía las veces de guía del rey de Anglia Oriental.

Finan venía conmigo. Trepamos por una escalera romana que ascendía por el interior de uno de los torreones que custodian ese acceso a la ciudad que los lugareños han dado en llamar la Puerta del Obispo. Era de buena mañana, y el sol calentaba las viejas piedras. Olía mal, porque el foso que circundaba la parte externa de la muralla rebosaba de porquería y despojos. Unos críos rebuscaban en la inmundicia.

Una docena de soldados sajones del oeste abrían paso al séquito de Eohric, aunque, al vernos, siguieron adelante sin decirnos nada. Finan y yo esperamos a que los de Anglia Oriental llegasen donde estábamos: Weohstan se intranquilizó no poco al ver que tanto Finan como yo llevábamos espadas, aunque se serenó en parte al comprobar que no llevábamos cotas de malla, ni yelmos, ni escudos. Me incliné ante el rey.

—¿Conocéis a lord Uhtred? —se adelantó Weohstan, solícito.

Aquellos ojillos se me quedaron mirando. Uno de los lebreles gruñó; lo hicieron callar.

—El hombre que quema barcos —repuso Eohric, claramente divertido.

—Y también ciudades —se le escapó a Finan sin poderlo evitar, recordándole cómo había arrasado su espléndido puerto de Dumnoc.

Eohric apretó las mandíbulas, pero no respondió a semejante provocación. En lugar de eso, se limitó a contemplar la parte sur de la ciudad.

—Bonito lugar, lord Uhtred.

—¿Puedo preguntaros qué os trae por aquí, mi rey? —me interesé con respeto.

—Soy cristiano —retumbó su voz grave y profunda—, y el Santo Padre de Roma afirma que Plegmund es mi padre espiritual. Como el arzobispo ha tenido a bien invitarme, aquí me tenéis.

—Es un honor, mi señor —repuse, porque ¿qué otra cosa se le puede decir a un rey?

—Weohstan me asegura que fuisteis vos quien se apoderó de la ciudad —continuó Eohric con voz cansina, como de hombre habituado a entablar conversación, aunque nada le importe el contenido de la misma.

—Así fue, mi señor.

—Por aquella puerta, según tengo entendido —dijo, señalando al oeste, a la Puerta de Ludd.

—Os han informado bien.

—Ocasión tendréis de contármelo —concluyó guardando las formas.

Manteníamos un trato exquisito. Ambos sabíamos que él era el hombre que había tratado de quitarme de en medio, pero conversábamos como si no hubiera pasado nada. Me di cuenta, sin embargo, de lo que estaba pensando. Pensaba que el muro que se alzaba junto a la puerta del Obispo era el enclave más vulnerable de las tres millas largas que recorrían las murallas romanas. Aunque el foso nauseabundo y rebosante de porquería suponía un obstáculo formidable, al este de la puerta, las piedras desgastadas de aquella parte de la muralla se estaban desmoronando, si bien una empalizada de troncos de roble defendía los boquetes donde las piedras se habían venido abajo. El lienzo entre la Puerta del Obispo y la Puerta Antigua era el que estaba en peores condiciones. Cuando había estado al frente de la guarnición de la ciudad, yo mismo había ordenado que se construyese aquella empalizada, que ya necesitaba un buen repaso. Si alguien trataba de apoderarse de la ciudad, aquél sería el mejor lugar para lanzar un ataque. En eso estaba pensando Eohric en aquel momento. Con un gesto señaló al hombre que iba a su lado.

—Os presento al jarl Oscytel —dijo.

Oscytel era el comandante en jefe de las tropas de Eohric y, tal como me imaginaba, era un hombretón de aspecto feroz. Le dirigí una inclinación de cabeza, y el danés me devolvió un gesto similar.

—¿Qué, habéis venido a rezar un rato? —le pregunté.

—Estoy aquí porque mi rey me ha ordenado que viniera —contestó.

Irritado para mis adentros, me preguntaba cómo era posible que Eduardo hubiera consentido en tamaño desvarío. Eohric y Oscytel podían convertirse en enemigos de Wessex en cualquier momento y, sin embargo, allí estaban, agasajados en Lundene y tratados como huéspedes distinguidos. Aquella noche se celebró un gran banquete, y uno de los arpistas de Eduardo desgranó un ampuloso romance donde se alababan las hazañas de Eohric, celebrando su heroísmo, aunque, en realidad, Eohric nunca se había distinguido en el campo de batalla. Era un hombre taimado y despierto, que sólo desplegaba su poder si las circunstancias así lo exigían, evitando cualquier enfrentamiento. Se había mantenido en el trono porque su reino se encontraba en uno de los extremos de Britania y ningún ejército tenía necesidad de pasar por sus tierras para ir al encuentro de sus enemigos.

Pero también era un hombre que debía tenerse en cuenta. Podía contribuir con no menos de dos mil guerreros bien pertrechados en caso de guerra, y si los daneses desencadenasen un ataque en toda regla contra Wessex, los hombres de Eohric les aportarían un refuerzo considerable. Del mismo modo, si los cristianos tomasen la decisión de dirigir un ataque contra los paganos del norte, tampoco harían ascos a los dos mil guerreros que pudieran acudir en su ayuda. Ambos bandos trataban, pues, de que Eohric se pusiera de su parte, mientras éste recibía regalos de ambos lados, hacía vagas promesas y no movía un dedo.

Aunque así fuera, él era la piedra angular para alcanzar el gran sueño de Plegmund: unir a todos los reinos de Britania. El arzobispo aseguraba que la idea se le había pasado por la cabeza en un sueño que había tenido tras el funeral de Alfredo, y había convencido a Eduardo de que se trataba de un sueño que Dios le había enviado. Sólo la fe en Cristo, que no las espadas, uniría todos los reinos de Britania, y ningún momento era tan propicio como aquel año en curso, el año de gracia de 900. Plegmund creía firmemente, y persuadió a Eduardo de ello, que la vuelta de Cristo a la tierra tendría lugar en el año 1000, y que los designios divinos no eran otros que emplear aquellos últimos cien años del milenio de la era cristiana en convertir a los daneses y prepararlos para la segunda venida de Cristo al mundo.

—La guerra ha revelado ser un fracaso —tronaba Plegmund desde el púlpito—, así que hemos de asentar nuestra fe en la paz.

Pensaba que había llegado la hora de convertir a los paganos, y propugnaba que los daneses convertidos al cristianismo del reino de Eohric ejerciesen como misioneros ante Sigurd y Cnut.

—¿Que pretende hacer qué? —pregunté a Eduardo, que me había mandado llamar al día siguiente del gran banquete, tras haber escuchado las explicaciones que el propio rey me había dado sobre las aspiraciones de Plegmund.

—Quiere convertir a los paganos —dijo Eduardo, cortante.

—Y ellos quieren apoderarse de Wessex, mi señor.

—Un cristiano jamás pelearía contra otro que profese su misma fe.

—Explicádselo a los galeses, mi rey.

—Por lo general, respetan la paz —argumentó.

Para entonces, ya se había casado. Su esposa, Elfleda, casi una niña todavía —de trece o catorce años como mucho—, estaba encinta, y allí estaba jugando con sus acompañantes y un gatito, en el minúsculo jardín donde tantas veces me había visto con Etelfleda. Al ver a donde estaba mirando, con un suspiro, Eduardo añadió:

—El witan considera que Eohric será un aliado fiel.

—¿Eso dice vuestro suegro?

Eduardo asintió.

—Durante tres generaciones, hemos guerreado sin cesar —explicó, muy serio—, y la paz está lejos de vislumbrarse. Plegmund sostiene que debemos apoyarnos en la oración y predicar. Mi madre es de la misma opinión.

No pude por menos que echarme a reír. Así que íbamos a derrotar a nuestros enemigos a fuerza de plegarias. Cnut y Sigurd estarían encantados con esa táctica.

—¿Y qué nos ha pedido Eohric a cambio? —me interesé.

—¡Nada! —repuso Eduardo, sorprendido al oír la pregunta.

—¿Que no ha pedido nada, mi señor?

—Sólo la bendición del arzobispo.

Durante los primeros años de su reinado, Eduardo se dejó llevar por los consejos que le daban su madre, su suegro y el arzobispo. A ninguno de los tres les hacían gracia los costes que la guerra representaba para sus haciendas. Para levantar fortines y dotar de los pertrechos necesarios a los hombres del fyrd, se habían destinado cantidades ingentes de plata. Poner un ejército en pie de guerra costaba mucho más, riquezas que se detraían de los beneficios de la Iglesia y de los ealdormen, que querían guardárselas para ellos. Guerrear era caro; rezar salía gratis. Me mofé de semejante idea, pero Eduardo hizo un gesto de impaciencia y me obligó a callar.

—Contadme cosas de los gemelos —me rogó.

—Crecen —le dije.

—Mi hermana me refirió lo mismo, pero me han llegado rumores de que Etelstano no quiere tomar el pecho —añadió, angustiado.

—Etelstano mama como un ternero —repliqué—. Difundí el rumor de que era un niño enfermizo, porque es lo que vuestra madre y vuestro suegro quieren oír.

—¡Menuda sorpresa! —exclamó Eduardo, con una sonrisa—. Estoy obligado a decir que no son hijos legítimos —continuó—, pero los llevo en el corazón.

—Están sanos y salvos, mi señor —le aseguré.

Me puso una mano en el antebrazo.

—¡Que sigan así! Y, lord Uhtred —me cogió el brazo para que tuviese en cuenta lo que me iba a decir—, ¡no provoquéis a los daneses! ¿Os ha quedado claro?

—Sí, mi rey.

De pronto se dio cuenta de que me estaba apretando el brazo, y retiró la mano. Me imaginé que estaría apurado por haberme encomendado que ejerciera de niñera con sus regios bastardos, o quizá porque fuera el amante de su hermana, o incluso por haberme ordenado que mantuviese la paz, cuando de sobra sabía lo que yo pensaba: que era una paz ficticia. De modo que no había que molestar a los daneses, y yo había jurado obediencia a Eduardo.

Así que me fui con la intención de enfurecerlos.