Capítulo VII

Etelredo se echó a reír. A lo mejor sólo fue una reacción nerviosa pero, en aquella vieja iglesia de muros de piedra, sus carcajadas retumbaron como una burla. Cuando el eco se extinguió, sólo escuché las gotas de agua que caían al suelo de la nave desde la techumbre empapada por la lluvia.

Eduardo se me quedó mirando. Luego, volvió los ojos a Etelredo y, por fin, dirigió una mirada a Etelhelmo. Parecía perplejo.

—¿Adónde tenía pensado ir lord Etelwoldo? —preguntó Steapa, con sentido común.

—Las monjas aseguraban que le oyeron decir que iba a Tweoxnam —contestó el mensajero.

—¡Pero si acaba de prestarme juramento de fidelidad! —se revolvió Eduardo.

—Siempre fue un mentiroso, un malnacido —estallé, sin dejar de mirar al hombre que nos había dado la noticia—. ¿Y dijo a las monjas que iba a Tweoxnam?

—Así es, mi señor.

—Lo mismo que me dijo a mí.

Eduardo reflexionó un momento.

—Que todos los hombres tengan sus armas y sus caballos a punto, y que se preparen para dirigirse a Tweoxnam —ordenó a Steapa.

—¿Es ésa la única hacienda que es de su propiedad, mi rey? —pregunté.

—Es dueño también de Wimburnan —dijo Eduardo—, ¿por qué lo preguntáis?

—¿No es en Wimburnan donde está enterrado su padre? —Sí.

—En tal caso, es allí adonde se dirige —repuse—. Ha hablado de Tweoxnam para confundirnos. Cuando uno rapta a alguien, no va diciendo a sus perseguidores a dónde piensa llevarlo.

—Pero, ¿por qué raptar a Etelfleda? —se preguntó Eduardo, sin entender la razón.

—Porque quiere que Mercia se ponga de su parte —repliqué—. ¿Vuestra hermana se lleva bien con él?

—¿Que si se lleva bien con él? Todos tratamos de llevarnos lo mejor posible —dijo Eduardo—. Es primo nuestro.

—Piensa que puede convencerla y que Mercia se ponga de su lado —aventuré, aunque me callé que Mercia no sería su único objetivo. Si Etelfleda se ponía de parte de su primo, muchos de los hombres de Wessex se aprestarían a brindarle su apoyo.

—¿Vamos, pues, a Tweoxnam? —preguntó Steapa, impacientándose.

Eduardo dudó, meneó la cabeza y me miró.

—Las dos haciendas están muy cerca —añadió vacilante, hasta que cayó en la cuenta de que era el rey y tomó una decisión—, vamos a Wimburnan —ordenó.

—Y yo voy con vos, mi rey —añadí.

—¿Por qué? —se descolgó Etelredo, sin tener ni siquiera la cabeza de pensar antes de hablar ni disponer del tiempo necesario para darse cuenta de la barbaridad que acababa de preguntar. El rey y los ealdormen parecían apurados.

Dejé la pregunta sin respuesta hasta que el eco de sus palabras se perdió y, con una sonrisa, respondí:

—Para defender el honor de la hermana del rey, como es natural.

Cuando salíamos hacia allí, todavía seguía riéndome para mis adentros.

* * *

Los preparativos nos llevaron un buen rato, como siempre. Había que ensillar los caballos, distribuir las cotas de malla, recoger los estandartes. Mientras las tropas del rey se aprestaban a la tarea, Osferth y yo nos acercamos a Santa Eudivigis, donde la abadesa Hildegyth estaba hecha un mar de lágrimas.

—Nos dijo que reclamaban su presencia en la iglesia —me explicó—, que se había reunido toda la familia para rezar por el alma de su padre.

—Hicisteis lo correcto —repuse.

—¡Pero se la ha llevado!

—No le hará daño —procuré tranquilizarla.

—Pero… —y no pudo continuar. Me di cuenta de que se acordaba de la vergüenza que había pasado cuando, muchos años atrás, unos daneses la habían violado.

—Es la hija de Alfredo, y quiere tenerla de su parte —le dije—, no ponerla en contra suya. Si ella lo apoya, su legitimidad se verá reforzada.

—Pero sigue siendo una rehén —replicó Hild.

—Lo sé, pero nosotros la traeremos de vuelta.

—¿Cómo?

Toqué la empuñadura de Hálito-de-serpiente y le mostré el pomo con la cruz de plata incrustada, que ella me había regalado hacía mucho tiempo.

—Gracias a esto —refiriéndome a la espada, por supuesto, que no a la cruz.

—No deberíais llevarla en un convento de monjas —me dijo, con severidad simulada.

—Son tantas las cosas que no debería hacer en un recinto como éste —repuse—, pero a lo hecho, pecho.

La abadesa suspiró.

—¿Qué piensa sacar en limpio Etelwoldo de todo este asunto?

Fue Osferth quien le dio la respuesta.

—Piensa que podrá convencerla de que es él quien ha de ser rey, igual que espera ganarse a lord Uhtred y ponerlo de su parte —dijo, encarándose conmigo. En ese instante, me recordó muchísimo a su padre—. No me cabe duda —continuó, tajante— de que les prometerá cualquier cosa, como que les permitirá contraer matrimonio, incluso les ofrecerá el trono de Mercia como señuelo. No sólo quiere el apoyo de la dama Etelfleda, quiere que también lord Uhtred esté de su lado.

La verdad es que ni lo había pensado y su observación me pilló desprevenido. Etelwoldo y yo habíamos sido amigos, pero de eso hacía ya mucho tiempo, cuando ambos éramos jóvenes y estábamos unidos por la inquina que Alfredo nos inspiraba. El resentimiento de Etelwoldo había ido a más hasta convertirse en odio, mientras que yo, aun a regañadientes, había llegado a admirar al rey. Por esa razón, nuestra amistad se había enfriado.

—Es un necio —comenté—, siempre lo ha sido.

—Pero un necio que va a por todas —añadió Osferth—, un necio que sabe que ésta es su última oportunidad de hacerse con el trono.

—No me pondré de su parte —prometí a Hild.

—Basta con que la traigáis de vuelta —repuso la abadesa y, a lomos de nuestras monturas, nos pusimos en camino para dar cumplida satisfacción a sus deseos.

Así fue cómo un pequeño ejército se dirigió hacia el oeste. En el centro, Steapa y los hombres de la guardia del rey, a quienes se unieron todos los hombres de armas de Wintanceaster que disponían de un caballo. Hacía un día radiante; las nubes que tanta lluvia nos habían dejado daban paso a un cielo luminoso. Nos adentramos en las tierras agrestes del sur de Wessex, donde ciervos y potros salvajes corrían por bosques y brezales, y donde, gracias al suelo, tan húmedo, era fácil seguir las huellas de las caballerías de la partida de Etelwoldo. Eduardo cabalgaba un poco por detrás de quienes iban en cabeza; a su lado, el portaestandarte enarbolaba el pendón del dragón blanco. El cura que velaba por él, el padre Coenwulf, con los negros faldones de la sotana recogidos en la grupa de la montura, se mantenía a la altura del rey, igual que los dos ealdormen, Etelnoth y Etelhelmo. Etelredo también se unió a la partida. Puesto que de rescatar a su esposa se trataba, no le había quedado otra salida. Con todo, tanto él como los suyos marchaban en la retaguardia, lejos de la posición que ocupábamos Eduardo y yo. Y recuerdo que pensé si no seríamos demasiados, que media docena de hombres habrían bastado para reducir a un botarate como Etelwoldo.

Otros hombres se nos unieron por el camino: dejaban sus haciendas y seguían el estandarte del rey. Para cuando dejamos atrás los brezales, debíamos de ser unos trescientos jinetes. Steapa había enviado exploradores por delante; a su regreso, nos informaron de que no habían visto a nadie, lo que nos llevó a pensar que Etelwoldo nos esperaba tras la empalizada que defendía su casona. En un momento dado, espoleé el caballo y me aparté a un lado del sendero para llegarme a lo alto de una suave colina y otear el horizonte. Al cabo de un rato, separándose de los hombres de su guardia, Eduardo se presentó a mi lado.

—Mi padre me dijo que confiara en vos —comenzó.

—¿Y dudáis de su palabra, mi rey? —repuse.

—Pero mi madre me dice que no debo fiarme de vos.

Me eché a reír. Y Ælswith, la que había sido la mujer de Alfredo, nunca había podido verme; lo mismo me pasaba a mí.

—Nunca he contado con la aprobación de vuestra madre —repliqué, con tacto.

—Y Beocca me asegura que queréis acabar con mis hijos —prosiguió, sin ocultar el malestar que sentía.

—No es una decisión que a mí me corresponda tomar, mi rey —le dije. Se quedó sorprendido—. Hace veinte años que vuestro padre —le expliqué— debería haber cortado el cuello a Etelwoldo, pero no lo hizo. Vuestros peores enemigos, mi rey, no son los daneses, sino los hombres más cercanos a vos, aquellos que sueñan con ceñirse esa corona. Vuestros hijos ilegítimos serán un problema para vuestros vástagos legítimos. No se trata de un asunto que a mí me concierna. Pero sí que es cosa vuestra.

Movió la cabeza haciendo un gesto afirmativo. Era la primera vez que estábamos a solas desde la muerte de su padre. Sabía que yo le caía bien, pero también que conmigo se sentía cohibido. Sólo me había conocido como guerrero y, al revés que su hermana, de niños no habíamos sido compañeros de juego. Se quedó callado durante un rato, mientras observaba el pequeño ejército que, a nuestros pies, en columna y con los pendones refulgiendo al sol, se dirigía hacia el oeste. Tras la lluvia, el campo parecía resplandecer.

—No son ilegítimos —dijo, por fin, en voz baja—. Me casé con Ecgwynn, en una iglesia y como Dios manda.

—A vuestro padre no le pareció bien —comenté.

Eduardo se estremeció.

—Montó en cólera, igual que mi madre.

—¿Y qué hay del ealdorman Etelhelmo, mi rey? —insistí—. Porque no se va a poner muy contento cuando se entere de que los hijos de su hija no son los mayores.

Apretó las mandíbulas.

—Se le dijo que no me había casado —apuntó, altivo.

De modo que, al percatarse de la cólera de sus padres, Eduardo había dado su brazo a torcer. De cara a la galería, había accedido a la pretensión de que los hijos que había tenido con la dama Ecgwynn eran bastardos y, a la vista estaba, semejante decisión lo entristecía.

—Mi señor —le dije—, ahora sois el rey. Podéis declarar a los gemelos como hijos legítimos vuestros. No en vano sois el rey.

—Si ofendo a Etelhelmo —se preguntó angustiado—, ¿cuánto tiempo lo seguiría siendo?

Su futuro suegro era el más poderoso de los nobles de Wessex, el hombre que manejaba los hilos del witan, sin contar con la estima de que gozaba en el reino.

—Mi padre siempre me insistía en que el witan puede poner o quitar a un rey —añadió Eduardo—, y mi madre insiste en que tenga en cuenta sus recomendaciones.

—Sois el mayor de los hijos varones, por eso sois el rey.

—Dejaré de serlo si pierdo el apoyo de Etelhelmo y Plegmund —dijo.

—Cierto —añadí a regañadientes.

—De modo que los gemelos han de ser tratados como hijos ilegítimos —continuó con honda tristeza—, y seguirán siendo bastardos hasta que tenga el poder de cambiar tal condición. Mientras llega ese momento, he de mantenerlos a salvo. Por eso los dejé al cuidado de mi hermana.

—Es decir, a mi cuidado —repuse sin dudarlo.

—Eso es —añadió, mirándome a la cara—, siempre y cuando me prometáis que no vais a matarlos.

—No suelo matar niños, mi rey. Por lo general, espero a que crezcan —repliqué, con una risotada.

—Así ha de ser —convino, antes de ponerse muy serio—. ¿No vais a restregarme mi pecado, no es así?

—¿Yo? Soy un pagano a vuestro servicio, mi señor —le dije—, ¿qué se me da a mí el pecado?

—En ese caso, cuidaréis de mis hijos —concluyó.

—Lo haré, mi señor —le prometí.

—Y ahora, decidme qué he de hacer con Etelredo —continuó.

Me quedé mirando a las tropas de mi primo, que marchaban en la retaguardia.

—Quiere ser el rey de Mercia —contesté—, pero sabe que necesita el apoyo de Wessex si quiere mantenerse, de modo que no se hará con el trono sin contar con vuestra aprobación, y vos no se la daréis.

—No lo haré —aseguró Eduardo—, pero mi madre insiste en que lo necesitamos como aliado.

«Mujer mezquina y miserable», pensé para mis adentros. Siempre le había gustado Etelredo, igual que siempre había desaprobado la conducta de su hija. Pero aquello que con tanto ahínco defendía sólo en parte era verdad. Cierto que Etelredo podía aportar mil hombres al campo de batalla en un momento dado, y que, si en algún momento, Wessex tomase la decisión de atacar a los poderosos señores daneses del norte, tales refuerzos serían indispensables, pero como en no menos de cien ocasiones había hecho ver a Alfredo, nunca debería pasar por alto que Etelredo esgrimiría mil excusas con tal de que los suyos no se movieran de su lado.

—¿Qué os ha pedido Etelredo en esta ocasión?

No me respondió de forma directa; se limitó a mirar al cielo y, luego, al oeste de nuevo.

—Os odia.

—Igual que a vuestra hermana —repuse sin andarme con zarandajas.

Asintió.

—Quiere que Etelfleda vuelva al… —comenzó a decir, pero se detuvo al oír el bramido de un cuerno.

—Quiere que Etelfleda vuelva a su lado o recluirla en un convento —concluí.

—Sí, eso es lo que quiere —convino Eduardo, antes de quedarse mirando al sendero, de donde llegó un segundo mugido de cuerno—. Pero soy yo a quien van buscando —dijo, mientras miraba al padre Coenwulf que agitaba las manos para reclamar nuestra atención.

Vi cómo un par de los hombres de Steapa se acercaban a todo galope a la cabecera de la columna. Eduardo espoleó su montura y enfilamos ladera abajo para ponernos a su lado, cuando descubrimos que los dos exploradores ayudaban a un cura que apenas podía sostenerse en la silla de su montura y pretendía arrodillarse ante el rey.

—¡Mi señor, mi rey y señor! —acertó a decir el cura, con la respiración entrecortada.

—¿Quién sois? —le preguntó Eduardo.

—Soy el padre Edmund, mi señor.

Venía de Wimburnan, donde ejercía su magisterio, y nos contó cómo Etelwoldo había ordenado que en la ciudad ondease su estandarte y se había autoproclamado rey de Wessex.

—¿Qué estáis diciendo?

—Yo mismo leí la proclama, mi señor, a las puertas de Santa Cuthberga.

—¿Que se ha autoproclamado rey?

—Asegura que él es el rey de Wessex, mi señor. Y reclama que todos se dispongan a prestarle juramento de lealtad.

—¿Con cuántos hombres cuenta? —le pregunté.

—No lo sé, mi señor —contestó el padre Edmund.

—¿Visteis a alguna mujer? —insistió Eduardo—. ¿A mi hermana, por casualidad?

—¿Os referís a la dama Etelfleda? Claro, mi señor, estaba a su lado.

—¿De cuántos hombres dispone, de veinte o de doscientos? —volví a preguntarle.

—No sabría deciros, mi señor. De muchos.

—¿Ha enviado correos a los otros señores? —volví a la carga.

—A sus grandes aparceros, a sus thegns, mi señor. Tal fue el cometido que me encargó, que regresase con hombres.

—Y hete aquí que os habéis encontrado conmigo —repuso Eduardo, con voz afable.

—Está reuniendo un ejército —dije.

—La milicia popular de la comarca, el fyrd —comentó Steapa, con desdén.

Según los planes que se había forjado en la cabeza, Etelwoldo trataba de actuar con prudencia, virtud de la que carecía. Había recibido enormes heredades de su padre, Alfredo había cometido la ligereza de dejarlas en sus manos y ahora Etelwoldo exigía de sus aparceros que, con las armas que tuvieran a mano, formasen un ejército con el que, por lo visto, se disponía a marchar sobre Wintanceaster. Tales tropas no podían ser otras que las del fyrd, es decir, un ejército popular formado por campesinos, carpinteros, techadores y peones, que habrían de hacer frente a los hombres de la guardia real de Eduardo, guerreros bien adiestrados. El fyrd era una fuerza a tener en consideración a la hora de defender un fortín o de impresionar al enemigo con un despliegue numeroso de tropas, pero a la hora de luchar, de tener que hacer frente a la espada de un danés o a un hombre del norte cegado por la ambición, hacían falta guerreros de verdad. Más le hubiera valido quedarse en Wintanceaster, asesinar a todos los hijos de Alfredo y luego enarbolar su estandarte. Pero como el necio que era había vuelto a sus tierras, y allí nos dirigíamos, pero con guerreros de verdad.

El día tocaba ya a su fin cuando llegamos cerca de Wimburnan. El sol, bajo por el oeste, alargaba las sombras sobre las fértiles laderas que daban cobijo a los prados donde pacían las ovejas y el ganado de Etelwoldo. Aparecimos por el este, y nadie trató de impedirnos que llegáramos a la pequeña población, construida entre dos ríos que confluían cerca de una iglesia de piedra que sobresalía por encima de unos oscuros techos de paja. Allí, en aquella iglesia, estaba enterrado el rey Etelredo, hermano de Alfredo y padre de Etelwoldo; un poco más allá, y rodeada por una alta empalizada, la mansión de Etelwoldo, donde ondeaba el enorme estandarte de su casa: un ciervo blanco encabritado de mirada feroz, con dos cruces a modo de cuernas. El sol bajo alcanzaba el lienzo agitado por una suave brisa, de forma que el campo carmesí del estandarte parecía un restallido apagado de sangre ardiente a la última luz del día.

Cabalgamos hacia el norte rodeando la ciudad. Tras vadear el pequeño río, enfilamos una suave pendiente que ascendía hasta uno de esos baluartes que, en tiempos, nuestros antepasados erigieran por toda Britania. El fortín despuntaba en el altozano de una colina de creta; el padre Edmund me contó que, en aquellos parajes, era conocido como Baddan Byrig, y que los aldeanos de por allí estaban convencidos que el diablo bailaba en aquel recinto durante las noches de invierno. Tenía tres muros de bloques de creta amontonados y cubiertos de verdín, y dos entradas de difícil acceso donde triscaban unas ovejas. Se cernía sobre el camino que, por fuerza, Etelwoldo habría de seguir si trataba de dirigirse al norte para encontrarse con sus amigos daneses. Lo primero que se le ocurrió a Eduardo fue asegurar el camino que conducía a Wintanceaster, pero la ciudad disponía de murallas defensivas y de una guarnición, así que le convencí de que el mayor peligro pasaba por que Etelwoldo escapase de Wessex.

Bajo los estandartes regios que portábamos, nuestro ejército se desplegó a lo largo de la línea del horizonte. Wimburnan estaba a unas dos millas hacia el sudeste de donde nos encontrábamos; a los ojos de los habitantes de la ciudad, observadas desde allí, nuestras fuerzas debían de resultar imponentes. Los rayos bajos del sol nos daban de lleno y arrancaban destellos de las cotas de malla y de las armas que portábamos, contra el fondo de piedras de creta sin desbastar de Baddan Byrig que, de puro blancas, refulgían. El sol, tan bajo, no nos permitía ver con claridad lo que ocurría en el poblado, pero atisbé hombres y caballos alrededor de la residencia de Etelwoldo, y gente arremolinada en las calles. No vi, sin embargo, ningún muro de escudos que defendiera el sendero que llevaba a la casona.

—¿De cuántos hombres dispone? —insistió Eduardo, la misma pregunta que había repetido no menos de una docena de veces desde que nos habíamos encontrado con el padre Edmund, tantas como le habíamos dicho que no sabíamos, que nadie lo sabía con exactitud, que lo mismo podían ser cuarenta que cuatrocientos.

—No los suficientes para nosotros, mi señor —le dije.

—¿Y qué…? —acertó a decir, antes de quedarse callado de repente.

Había estado a punto de preguntar qué íbamos a hacer, y debió de darse cuenta de que el rey era él y que sólo de él cabía esperar la respuesta.

—¿Cómo lo queréis, vivo o muerto? —le pregunté.

Se me quedó mirando. Sabía que la decisión era suya, pero no sabía qué decir. El padre Coenwulf, que había sido su tutor, comenzó a hacerle algunas consideraciones. Sin embargo, Eduardo hizo un gesto con la mano y el cura se calló.

—Quiero que sea sometido a juicio —declaró.

—Recordad lo que os acabo de decir —apunté—. Si vuestro padre hubiera acabado con Etelwoldo, nos habría ahorrado muchos problemas. ¿Por qué no consentís en que vaya yo y os libre de ese bastardo?

—O, si así lo preferís, lo haré yo —se ofreció Steapa.

—Ha de ser sometido ajuicio ante el witan —repuso Eduardo con firmeza—. No quiero iniciar mi reinado con una matanza.

—Sea. ¡Alabado sea Dios! —exclamó el padre Coenwulf.

Eché una ojeada al valle. Nada parecía indicar que Etelwoldo hubiera conseguido reunir un ejército. Lo único que vi fue un puñado de caballos y una chusma agitada.

—Permitidme que os lo quite de en medio, mi señor —insistí—, y el asunto quedará resuelto antes de que el sol se ponga.

—Dejad que vaya yo y hable con él —propuso el padre Coenwulf.

—Habréis de hacerle entrar en razón —advirtió Eduardo al cura.

—¿Cómo vais a razonar con una rata acorralada? —insistí.

El rey pasó por alto el comentario.

—Decidle que habrá de acatar nuestra decisión y que seremos clementes —instruyó al padre Coenwulf.

—Supongamos por un momento que no se le ocurre nada mejor que matar al cura. ¿Qué vamos a hacer entonces? —recalqué.

—Mi vida está en manos de Dios —dijo Coenwulf.

—Más os valdría dejarla en manos de lord Uhtred —rezongó Steapa.

Como una esfera roja y resplandeciente, suspendida en mitad del cielo otoñal, el sol llegaba a la línea del horizonte. Eduardo no acababa de decidirse, pero zanjó el asunto e impuso su voluntad.

—Iréis los tres —anunció con voz firme—. El padre Coenwulf será quien lleve el peso de la negociación.

Mientras cabalgábamos ladera abajo, el padre Coenwulf me expuso una retahíla de recomendaciones. No tenía que amenazar a nadie, no podía hablar a menos que antes se hubieran dirigido a mí, no debía echar mano de mi espada y, en cuanto a la dama Etelfleda —en esto hizo mucho hincapié—, debía volver al lado de su marido, quien se encargaría de velar por ella. El padre Coenwulf era un hombre de tez pálida y gesto adusto, uno de esos intransigentes por los que Alfredo tenía debilidad a la hora de elegir tutores y consejeros. Era inteligente, por supuesto, no en vano todos los curas que en su día gozaran del favor de Alfredo eran hombres de penetración sutil, pero, por desgracia también, no menos predispuestos a condenar el pecado o, en su defecto, a señalar aquello que consideraban como tal. En consecuencia, no veía con buenos ojos la relación que manteníamos Etelfleda y yo.

—¿Me habéis entendido bien? —me preguntó cuando llegamos al camino, que no era sino un sendero tortuoso que serpenteaba entre la maleza.

Bandadas de lavanderas picoteaban en los campos y, a lo lejos, más allá del poblado, una colosal nube de estorninos levantó el vuelo y se perdió en el cielo.

—No debo amenazar a nadie, no debo hablar con nadie y no debo echar mano de mi espada —repetí, como un alumno aplicado—. ¿No os parece que sería más sencillo que dejase de respirar?

—Y devolver a la dama Etelfleda al sitio que le corresponde —insistió Coenwulf, con firmeza.

—¿Dónde está ese sitio? —pregunté.

—Eso es cosa de su marido.

—Pero si pretende recluirla en un convento —apunté.

—Si tal es la voluntad de su marido, lord Uhtred —respondió Coenwulf—, ése será su destino.

—Creo que no tardaréis en daros cuenta de que la dama en cuestión es capaz de pensar por sí misma —me limité a aclararle—, que no es de ésas que hacen lo que le venga en gana al primero que se cruza en su camino.

—Obedecerá a su marido —insistió Coenwulf.

Yo me eché a reír y el cura se enojó. El pobre Steapa no entendía nada.

Media docena de hombres armados guardaban la entrada de la ciudad, pero no hicieron nada por detenernos. No había muralla ni empalizada, y nos adentramos en una calle que olía a estiércol y a leña quemada. La gente parecía preocupada y guardaba silencio. Se quedaban mirándonos; algunos se santiguaban al vernos pasar. El sol ya se había puesto; comenzaba a anochecer. Al pie de una acogedora taberna, un hombre alzó el cuerno de cerveza que estaba tomando. Me fijé en que eran pocos los hombres que iban armados. Si Etelwoldo no era capaz de reunir siquiera al fyrd en su feudo, ¿cómo podía esperar que sus tierras fueran a levantarse contra Eduardo? Cuando nos acercábamos, oí un crujido en las puertas del convento de monjas de Santa Cuthberga y llegué a ver a una mujer que asomaba la cabeza a ver qué pasaba; luego, la puerta se cerró de golpe. Había más guardias en la puerta de la iglesia, pero ninguno hizo ademán alguno de detenernos. Nos miraron con gesto hosco cuando pasamos a su lado.

—Está perdido —dije.

—Del todo —remachó Steapa.

—¿Cómo que perdido? —se sorprendió el padre Coenwulf.

—Estamos en su feudo —contesté—, y nadie se atreve a plantarnos cara.

Al menos, nadie se había atrevido a hacerlo hasta que llegamos a la entrada de la mansión de Etelwoldo. En lo alto de la puerta ondeaba su estandarte; al pie de una miserable barricada de toneles con dos troncos encima, siete hombres pertrechados con lanzas montaban guardia. Uno de los lanceros colocó su arma en posición y ordenó:

—No deis un paso más.

—Quita esos toneles y abre la puerta, anda —le dije.

—Vuestros nombres —insistió.

Era un hombre de mediana edad, fornido, de barba gris y respetuoso.

—Pues mira, éste es Mateo —respondí, señalando al padre Coenwulf—, yo soy Marcos y este otro es Lucas; el cuarto ha bebido un poco más de la cuenta y se ha quedado rezagado. Sabes de sobra quiénes somos, maldita sea, así que abre de una vez la condenada puerta.

—Dejadnos pasar —intervino el padre Coenwulf, con gesto severo, al tiempo que me fulminaba con la mirada.

—Nada de armas —dijo el hombre.

Miré a Steapa, que llevaba la espada de guerra a la izquierda, la espada corta a la derecha y un hacha atada a la espalda.

—Steapa —le pregunté—, ¿cuántos hombres habréis matado en el campo de batalla?

Atónito se quedó al escuchar semejante pregunta. No obstante, se puso a reflexionar hasta que, al cabo de un rato, negó con la cabeza.

—He perdido la cuenta —dijo.

—Lo mismo que yo —repliqué, volviendo a mirar al hombre que teníamos delante—. Puedes quedarte con nuestras armas —le dije—, o seguir con vida y dejarnos entrar por esa puerta.

Por lo visto decidió que prefería seguir con vida, y ordenó a sus hombres que retirasen los toneles y los troncos, abrió las dos hojas de par en par y, sin desmontar, accedimos a un patio donde acababan de encender las antorchas: la viveza de las llamas proyectaba las sombras ondulantes de unos caballos ensillados a la espera de sus jinetes. Calculé que habría unos treinta hombres, todos con cotas de malla y armados junto a las monturas, pero ninguno se enfrentó a nosotros. Sólo se los veía intranquilos.

—Está preparando la huida —dije.

—No debéis hablar aquí —insistió el padre Coenwulf, picajoso.

—¡Callad la boca, cura desabrido! —repliqué.

Unos criados se hicieron cargo de nuestras monturas y, como me temía, un intendente exigió que Steapa y yo dejáramos nuestras armas antes de entrar en el gran salón.

—No —dije yo.

—Mi espada viene conmigo —repuso Steapa, amenazante.

El intendente no daba crédito a lo que acababa de oír, pero el padre Coenwulf siguió adelante y nosotros tras él. Entramos en una vasta estancia iluminada por una imponente hoguera y velas que engalanaban dos mesas entre las que sobresalía un trono. No se me ocurriría otra palabra para describir aquella colosal silla que, al fondo del salón, se alzaba por encima de las mesas atestadas de velas y en la que estaba sentado Etelwoldo. En cuanto nos vio, se puso en pie de un salto y se acercó al borde del estrado donde el trono ocupaba el lugar de honor. A un lado, había una segunda silla en la tarima, aunque mucho más pequeña, que ocupaba Etelfleda, flanqueada por dos hombres pertrechados con lanzas. Al verme, me dirigió una sonrisa forzada y alzó una mano para darme a entender que no le habían hecho nada.

Habría más de cincuenta hombres en la estancia. A pesar del celo del intendente, la mayoría iban armados, pero de nuevo ninguno hizo ademán de amenazarnos. Nuestra presencia inesperada los había dejado sin palabras: no se oía ni una mosca. Al igual que los del patio, se notaba que los allí presentes tampoco estaban tranquilos. Conocía a algunos de ellos, y me dio la sensación de que la concurrencia estaba dividida en dos bandos. Los más jóvenes, también los más cercanos al estrado, eran quienes apoyaban las pretensiones de Etelwoldo; los hombres de más edad eran sus aparceros, y también quienes parecían más cabizbajos ante lo que estaba pasando. Hasta los perros que merodeaban por la estancia andaban con el rabo entre las piernas. Uno de ellos aulló apesadumbrado cuando entramos y huyó hacia uno de los extremos del salón, donde se tumbó tiritando. Con los brazos cruzados, tratando de adoptar una actitud regia, Etelwoldo seguía en pie al borde del estrado, pero me dio la sensación de que estaba tan asustado como los perros, a pesar de la insistencia de un joven vigoroso y de cabellos rubios que no se apartaba de su lado.

—Hacedlos prisioneros, mi señor.

No hay causa por perdida que parezca, ni doctrina por absurda que resulte, ni idea por descabellada que suene, que no prenda en algunos seguidores, y el mozo de cabellos rubios había adoptado como propia la causa de Etelwoldo. Era un mocetón apuesto, de mirada viva, mandíbula cuadrada y complexión recia, de pelo largo y sujeto por detrás, a la altura de la nuca, con una tira de cuero. Llevaba otra cinta alrededor del cuello, una especie de pañuelo finamente enrollado que resultaba chocante por femenino, no sólo por el color, rosa, sino porque era de esa preciosa y delicada seda que traen a Britania mercaderes de lugares remotos. Las puntas de la cinta de seda colgaban por encima de su cota de malla, trabajada con esmero, probablemente obra de alguno de esos caros herreros de Frankia. Unas incrustaciones de oro en forma de cuadrados tachonaban su tahalí; un pomo de cristal remataba la empuñadura de su espada. Era rico, seguro de sí mismo y nos recibió con cara de pocos amigos.

—¿Quién sois? —preguntó el padre Coenwulf.

—Mi nombre es Sigebriht —respondió el mozo, altanero—, lord Sigebriht para vos, cura —de modo que aquél era el joven que hacía de correo entre Etelwoldo y los daneses, Sigebriht de Cent, el mismo que había estado enamorado de la dama Ecgwynn, el joven amante despechado cuando la muchacha se había decidido por Eduardo—. ¡No permitáis que digan una palabra! —instaba a su caudillo—. ¡Matadlos!

Etelwoldo no sabía qué hacer.

—¡Lord Uhtred! —me saludó, por decir algo para ganar tiempo.

Debería haber ordenado a los suyos que nos descuartizaran allí mismo y, a continuación, ponerse al frente de sus tropas y atacar a Eduardo. No obstante, era hombre de poco carácter, y es probable que también se hubiera dado cuenta de que sólo un puñado de los presentes lo seguiría.

—Lord Etelwoldo —se alzó, severa, la voz del padre Coenwulf—, estamos aquí para pediros que nos acompañéis y comparezcáis ante el tribunal del rey Eduardo.

—Ese rey no existe —se desgañitó Sigebriht.

—Seréis tratado con la dignidad que os corresponde —continuó el cura, como si no hubiera oído los gritos de Sigebriht y dirigiéndose directamente a Etelwoldo—. Habéis perturbado la paz del reino, y habréis de responder por ello ante el rey y su witan.

—Aquí no hay más rey que yo —repuso Etelwoldo, aún más erguido si cabe para inspirar un respeto a su altura—. ¡Aquí soy el rey, y viviré o moriré aquí, en mi reino!

Aunque sólo de manera fugaz, llegó incluso a inspirarme lástima. Le habían escamoteado el trono de Wessex, que había ido a parar a manos de su tío, y había contemplado cómo Alfredo había convertido Wessex en el reino más temido de Britania. En las buenas migas que hacía con la cerveza, el hidromiel o el vino, Etelwoldo había encontrado consuelo para sus cuitas, pero nunca había renunciado a reclamar ese derecho que, desde su punto de vista, le habían arrebatado cuando era niño. Tanto ahínco ponía en mostrarse como rey que, aparte de algunos jóvenes alocados como Sigebriht, ni sus guerreros parecían dispuestos a seguir sus pasos.

—No sois rey, señor —dijo el padre Coenwulf, lisa y llanamente.

—Claro que es el rey —insistió Sigebriht, al tiempo que daba un paso en dirección al padre Coenwulf como si quisiera obligarlo a humillarse; Steapa hizo lo propio.

De todos los hombres imponentes que he visto en mi vida, ninguno era tan aterrador como Steapa. Para no faltar a la verdad, he de añadir que fue siempre una persona cariñosa, afable y considerada hasta decir basta, pero también que sacaba la cabeza a la mayoría de sus congéneres, y que la naturaleza lo había bendecido con un rostro anguloso revestido de una piel de tal forma tensada y un gesto tan desabrido que parecía animado de una ferocidad despiadada. Hubo un tiempo en que sus compañeros se mofaban de él y lo llamaban Steapa Snotor, es decir, Steapa el Tonto, pero llevaba años sin escuchar esa infamia. Nacido esclavo, Steapa se había abierto camino en la vida hasta convertirse en el comandante de la guardia real y, si bien no estaba dotado de una gran inteligencia, era un hombre leal, meticuloso y cabal, y también el guerrero más temido de Wessex. En aquel momento, cuando se llevó la mano a la empuñadura de su espada larga, Sigebriht se detuvo y un gesto de terror se dibujó en aquel rostro juvenil y arrogante.

Observé, de refilón, la sonrisa de Etelfleda.

Aun dándose cuenta del mal paso que había dado, Etelwoldo trató de salvar su dignidad.

—¿Así que sois el padre Coenwulf, si no he entendido mal? —le preguntó.

—Eso es, mi señor.

—Prudentes han de ser, pues, vuestros consejos. ¿Tendríais la bondad de exponerme vuestras consideraciones?

—Para eso estoy aquí —dijo Coenwulf.

—¿Me acompañaríais a rezar en mi capilla privada? —señaló una puerta que se abría a sus espaldas.

—Será un honor —contestó el cura.

—Venid también vos, querida —pidió Etelwoldo a Etelfleda.

Parecía decidido a aceptar su destino. Hizo una seña a seis de los suyos, entre los que se encontraba un Sigebriht avergonzado, y todos se dirigieron hacia una puerta pequeña que se abría en la parte de atrás del estrado. Etelfleda me dirigió una mirada burlona; convencido de que estaría a su lado en aquella capilla, asentí con la cabeza. Siguió, pues, a Sigebriht. Cuando nos disponíamos a subir al estrado, Etelwoldo alzó una mano.

—Sólo el padre Coenwulf —ordenó.

—Donde él vaya, iremos nosotros —contesté.

—¿Os apetece rezar? —se interesó el padre Coenwulf, con un deje de sarcasmo.

—Sólo miro por vos —repuse—, y sólo vuestro dios podría explicaros la razón.

Coenwulf miró a Etelwoldo.

—¿Me dais vuestra palabra de que nada ha de ocurrirme en vuestra capilla, mi señor?

—Sois mi única garantía, padre —replicó Etelwoldo, con una humildad poco habitual en él—. Necesito de vuestro consejo y de vuestras oraciones, y sí, tenéis mi palabra de que nada habrá de pasaros.

—En ese caso, esperad aquí —me espetó el cura—; los dos.

—¿Os fiáis de ese malnacido? —pregunté alzando la voz lo suficiente como para que Etelwoldo me oyera.

—Confío en Dios todopoderoso —aseveró el cura, ampuloso, antes de encaramarse con ligereza al estrado y seguir a Etelwoldo al otro extremo del salón.

Steapa me sujetó del brazo.

—Dejad que se vaya —me dijo, y él y yo nos quedamos esperando.

Dos de los hombres de más edad se acercaron a nosotros, y nos explicaron que nada tenían que ver con todo aquello, que habían creído lo que les había contado Etelwoldo, que el witan de Wessex había accedido a su pretensión de ocupar el trono vacante. Les dije que nada tenían que temer, por cuanto no se habían alzado en armas contra su rey legítimo, que estaba a la espera, igual que nosotros, de lo que pudiera pasar, en el antiguo fortín de piedra de creta que se alzaba al norte del poblado, donde debía de seguir a esas horas en que se hacía de noche y asomaban las primeras estrellas.

—¿Cuánto dura esto de las plegarias? —se me ocurrió preguntar.

—Algunas hasta dos horas —dijo Steapa, cabizbajo—; hay sermones que pueden ser incluso más largos.

Me dirigí al intendente que había pretendido quedarse con nuestras armas y le pregunté:

—¿Dónde está la capilla?

Muerto de miedo, el hombre acertó a balbucir:

—No hay ninguna capilla, mi señor.

Solté una sarta de maldiciones, corrí hacia la puerta que había al fondo del salón, la abrí de un empellón y me encontré en un dormitorio, con alfombras de piel, mantas de lana, un barreño de madera y una vela alargada y sin encender en un candelero de plata. Más allá, había una segunda puerta que daba a un patio pequeño, donde no había nadie en aquel momento; vi una puerta abierta al otro lado del patio, custodiada por un hombre que portaba una lanza.

—¿Por dónde se han ido? —pregunté a gritos al centinela, que se limitó a señalar hacia el lado oeste de la calle que pasaba por delante de la puerta.

A toda prisa, volvimos al patio grande, donde habíamos dejado los caballos mientras estábamos dentro.

—Corred a avisar a Eduardo —indiqué a Steapa—. Decidle que ese cabrón se nos ha escapado.

—¿Y vos? —me preguntó, mientras se encaramaba a la silla de su montura.

—Me voy hacia el oeste.

—Ni se os ocurra ir solo —me dijo, con tono monitorio.

—Vos, a lo vuestro —respondí.

No le faltaba razón, como bien cabe imaginar. Cabalgar solo en mitad de la noche no tenía mucho sentido, pero no quería volver a las empinadas laderas de creta de Baddan Byrig, donde lo más probable era que perdiéramos las dos próximas horas en fútiles discusiones sobre lo que habría que hacer. Me pregunté qué habría sido del padre Coenwulf y confié en que siguiera con vida. Luego, crucé el portón y, obligando a apartarse a la gente que andaba por la calle iluminada con antorchas encendidas, piqué espuelas y me adentré en un callejón que llevaba al oeste.

Que le hubiera salido mal aquel lamentable intento por que se lo reconociese como rey de Wessex no significaba que Etelwoldo hubiera renunciado a sus pretensiones. Al ver que no lo apoyaban ni siquiera las gentes de su propia comarca, con la única ayuda de un puñado de secuaces, había emprendido la huida hacia el único lugar donde podía encontrar las espadas, los escudos y las lanzas que tanto necesitaba. Se disponía, pues, a ir al norte y solicitar ayuda a los daneses. A mi manera de ver, sólo había dos maneras de que lograra su propósito: ir a caballo tierra adentro, dando un rodeo para evitar un encontronazo con el pequeño ejército que Eduardo había llevado a Wimburnan o, por el contrario, cabalgar hacia el sur y que hubiera un barco esperándolo. Enseguida deseché tal posibilidad. Los daneses no sabían cuándo moriría Alfredo, y ningún barco danés se habría atrevido a merodear en aguas sajonas, de modo que era poco probable que hubiera una nave esperándole. Sin nadie a quien recurrir en aquel momento, supuse que iría campo a través.

Me fui tras él o, más bien, a tientas traté de seguir sus pasos en plena oscuridad. Había luna aquella noche, pero las sombras que proyectaba oscurecían aún más el camino, de modo que ni caballo ni jinete veíamos por donde íbamos y avanzábamos muy despacio. En algunos sitios, me pareció atisbar huellas recientes de cascos de caballerías, pero no estaba seguro. Aunque ancho, entre maleza y árboles de altura considerable, el camino, una senda de boyeros en realidad, que seguía el curso del río por el valle en dirección norte, estaba enfangado y cubierto de hierba. En un momento dado, en plena noche, llegué a una aldea donde vi luz en una herrería. Un chaval avivaba la fragua. En eso consistía su tarea: en mantener el fuego encendido toda la noche. Al reparar en mi espléndido atavío de señor de la guerra, mientras las llamas arrancaban vivos destellos del yelmo, la cota de malla y la vaina de la espada, que relampagueaban en la calle embarrada, el chico se quedó cohibido.

Obligué al caballo a detenerse y me lo quedé mirando.

—Cuando yo tenía tu edad —le dije, por detrás de las carrilleras del yelmo—, mi obligación no era otra que vigilar una hoguera de carbón vegetal. Tenía que taponar con musgo y tierra húmeda cualquier agujero por donde pudiera escapar el humo. Así me pasaba las noches, más solo que la una.

Aterrorizado como estaba, el chaval asintió sin decir ni media palabra.

—Pero había una chica que casi siempre venía a hacerme compañía —añadí, recordando a Brida en plena oscuridad—, ¿no tendrás alguna por ahí?

—No, mi señor —respondió, ya puesto de rodillas.

—Aunque siempre hablan más de la cuenta —continué—, nada como tener una chica al lado en las noches solitarias. Mírame, chaval —porque, aterrado quizá, había bajado la cabeza—, y dime: ¿han pasado por aquí unos hombres a caballo? Es un suponer, pero casi seguro que una mujer iba con ellos —el chico se limitó a mirarme sin decir nada. Noté que al caballo no le gustaba el calor que salía de la fragua o quizás el olor acre que desprendía, y le acaricié el pescuezo para tranquilizarlo—. Esos hombres te dijeron que no abrieras la boca, ¿no es así? —le insistí—, que les guardaras el secreto. ¿Te amenazaron?

—Me dijo que era el rey, mi señor —se justificó el chico en un susurro.

—El verdadero rey anda cerca —le dije—. ¿Cómo se llama este sitio?

—Blaneford, mi señor.

—No parece un mal sitio para vivir. ¿Iban hacia el norte?

—Así es, mi señor.

—¿Cuánto hace de esto?

—No mucho, mi señor.

—¿Éste es el camino que va a Sceaftesburi, verdad? —le insistí, tratando de recordar y orientarme en lo más profundo del próspero Wessex.

—Así es, mi señor.

—¿Cuántos eran? —le pregunté.

—Una decena y una mitad, mi señor.

Caí en la cuenta de que contaba de forma diferente a aquella a la que yo estaba acostumbrado, pero el chaval, despierto, debió de pensar lo mismo, porque levantó una vez las dos manos y, a continuación, sólo una. Quince, en total.

—¿Iba un cura con ellos?

—No, mi señor.

—Buen chico —le dije, y lo era, porque se le había ocurrido la forma de ayudarme a entender su forma de contar. Le arrojé un trozo de plata—. Mañana, dile a tu padre que Uhtred de Bebbanburg pasó por aquí, y que cumpliste con tu deber con el nuevo rey como es menester.

Se me quedó mirando con unos ojos abiertos como platos, mientras me daba media vuelta, camino del vado. Dejé que el caballo bebiera sólo un poco y nos fuimos colina arriba.

Cuántas veces no habré pensado en que podrían haberme matado aquella misma noche. Sin contar a Etelfleda, con Etelwoldo iban catorce de los suyos y, sin duda, se habría imaginado que les seguiríamos los pasos. Supongo que pensaría que, aun en plena noche, el ejército de Eduardo habría salido en su busca. De haber sabido que sólo un jinete iba tras ellos, me habrían tendido una emboscada y, superiores en número como eran, habrían arremetido con sus espadas contra mí y me habrían dado muerte a la luz de aquella luna. Una muerte mejor que la que sufriera Alfredo en cualquier caso, al menos desde mi punto de vista. Mejor eso, desde luego, que morir en una estancia hedionda, mientras el dolor te consume, con un bulto en la barriga del tamaño de una piedra, babeando y llorando, rodeado del hedor de tu propia inmundicia, por mucho que nos consuele el pensar que volveremos a ser felices en la otra vida. Los cristianos lo llaman «cielo» y, con tal de atraernos a sus moradas marmóreas, tratan de meternos el miedo en el cuerpo y nos hablan de un infierno más ardiente que la fragua del herrero de Blaneford, mientras que yo, como en un fogonazo, en brazos de una valkiria, arribaré al gran salón del Valhalla, donde mis amigos me estarán esperando; no sólo ellos, también mis enemigos, los hombres que maté en el campo de batalla, y, juntos, lo celebraremos, beberemos, pelearemos y disfrutaremos de mujeres. Porque tal es nuestro destino, a no ser que muramos de mala manera, en cuyo caso habremos de vivir para siempre en los gélidos dominios de la diosa Hel.

Aquella noche, mientras perseguía a Etelwoldo, me dio por pensar en qué raro era todo. Los cristianos nos aseguran que el infierno será nuestro castigo, mientras que los daneses sostienen que, si no morimos como es debido, acabaremos en brazos de la diosa Hel, señora de las regiones heladas. Aunque puedan parecer suplicios semejantes, no lo son en absoluto. Hel no abrasa a nadie, sino que quienes van a parar a sus manos se limitan a llevar una vida miserable. Pero si morimos con la espada en la mano, nunca llegaremos a ver el cuerpo decrépito de Hel, ni pasaremos hambre en sus frías y vastas cavernas, porque nada tiene de castigo el mundo en que Hel hace y deshace a voluntad, que es como la vida diaria, pero para siempre jamás. En cambio, los cristianos, como si fuéramos niños pequeños, nos prometen premio o castigo cuando, en realidad, lo que venga después será como lo que hayamos vivido. Porque todo cambiará, como Ælfadell me había dicho, y todo seguirá igual, como siempre ha sido y siempre será. Y al acordarme de la hechicera, me dio por pensar en Erce, en aquel cuerpo delicado que se arqueaba sobre el mío, en los gemidos guturales que emitía, en el recuerdo del placer vivido.

Con el amanecer, llegó la berrea de los ciervos. Estábamos en época de celo, cuando los estorninos oscurecen el cielo y las hojas comienzan a caer. Obligué a detenerse al caballo exhausto en un altozano del camino, y eché una ojeada alrededor, pero no vi a nadie. Parecía que fuera el único ser humano en medio de aquel amanecer brumoso, suspendido sobre un mundo dorado y amarillo donde sólo se escuchaba el bramido de los ciervos, que se atenuaba cuando dirigía la vista al este o al sur, tratando de atisbar algo que me indicara la presencia de Eduardo, pero no vislumbré nada. Espoleé el caballo y continué hacia el norte, guiándome por una mancha de humo que ensuciaba el cielo, señal de que, más allá de las colinas, se alzaba la ciudad de Sceaftesburi.

Era una de las fortalezas construidas por Alfredo, una ciudadela que acogía una ceca real y un convento de monjas, establecimientos ambos que el rey había tenido en gran estima. A Etelwoldo nunca se le habría ocurrido buscar asilo en la ciudadela, ni se habría atrevido a esperar que le franqueasen las puertas para acceder a sus calles porque, fuere quien fuere el comandante de la guarnición, habría querido saber las razones que lo asistían. Me imaginé, pues, que habría dado un rodeo para evitar Sceaftesburi. Pero ¿por dónde se habría ido? Busqué huellas, pero no encontré nada que me diera una pista fiable. En aquel momento, tuve la tentación de echarlo todo a rodar, de olvidarme de persecuciones y no seguir adelante con aquella locura. Lo único que quería era encontrar una taberna, comer algo, un lugar donde dormir y una puta que me lo calentase. En ese momento, dando un salto del este al oeste, una liebre se cruzó en mi camino. Era, sin duda, una señal de los dioses. Me aparté del camino, y me dirigí al oeste.

Al cabo de un rato, la bruma se había disipado, y atisbé unos caballos en lo alto de una colina de creta. Aunque me di cuenta de que habían advertido mi presencia, espoleé mi montura y me adentré en un intrincado y anchuroso valle arbolado que se alzaba entre aquella loma y yo. Era un grupo de jinetes que no me perdía de vista, hasta el punto de que uno de ellos me señaló con el dedo. Después, volvieron grupas, y se fueron en dirección norte. Había contado hasta nueve caballeros. Seguro que eran de la partida de Etelwoldo, pero, una vez que me interné en la arboleda, ya no alcancé a ver jinete alguno: la bruma allí era más espesa y las ramas tan bajas que me vi obligado a agacharme y avanzar más despacio de lo que me hubiera gustado. Los helechos me ocultaban el terreno. Un pequeño torrente tumultuoso se cruzó en mi camino. Un árbol seco, cubierto de setas y musgo, estaba caído en el suelo. Zarzas, hiedra y acebos crecían entre la maleza a ambos lados de un sendero trasegado por huellas recientes de cascos de caballerías. No se oía un ruido entre los árboles, y tanto silencio me dio mala espina, una especie de pálpito, esa sensación que sólo se adquiere con la experiencia de quien sabe que el peligro acecha.

Eché el pie a tierra y anudé las riendas del caballo a un roble. Mientras lo hacía, pensé que lo más sensato sería montar de nuevo, volver a Sceaftesburi y dar la voz de alarma. Me habrían dado un caballo de refresco y, al frente de los hombres de la guarnición, habríamos ido en pos de Etelwoldo, pero eso hubiera sido como no plantar cara al peligro desconocido que me acechaba. Me hice con Hálito-de-serpiente y me sentí más tranquilo al sentir el tacto de su empuñadura.

Seguí adelante, sin prisa.

¿Podría darse el caso de que los hombres que estaban en lo alto de la colina me hubieran visto antes de que yo reparase en ellos? Me pareció lo más probable. Metido en mis cosas, en mis pensamientos, había seguido adelante, a lo mío, sin prestar demasiada atención. ¿Y si me hubieran visto? Sabrían que iba solo, y casi seguro que estaban al tanto de quién era yo. Sólo había llegado a ver a nueve, lo que me llevó a pensar que los otros andarían por el bosque, viendo la manera de tenderme una emboscada. «Da media vuelta —pensé para mis adentros—, vuelve y da la voz de alerta en la guarnición», pero, en el momento en que llegaba a esa conclusión, la más sensata si de cumplir con mi deber se trataba, dos jinetes aparecieron a unos cincuenta pasos de donde yo estaba y vinieron a por mí. Uno portaba una lanza; el otro blandía una espada. Los dos iban protegidos con yelmos con carrilleras, los dos llevaban cotas de malla y los dos se protegían con escudos, y los dos eran un par de necios.

Un hombre a caballo no puede pelear en un intrincado bosque de árboles añejos. Demasiados obstáculos que salvar. No podían avanzar los dos de frente y a un tiempo: el sendero era angosto y no menos frondosa la maleza que crecía a ambos lados. El lancero, diestro como su compañero, tomó la delantera, lo que significaba que la lanza quedaba al lado derecho de su cansada montura, apuntando al lado izquierdo de mi cuerpo. Me pregunté por qué sólo dos de ellos se decidían a atacarme, pero dejé de lado tales consideraciones para mejor ocasión al ver que ya los tenía encima, tanto que, a través de la visera del yelmo, llegué a ver los ojos de aquel hombre. Me bastó con apartarme a la derecha y agazaparme entre unos zarzales tras el tronco de un roble, y el lancero siguió adelante, como no podía ser de otra manera. Volví entonces al sendero y descerrajé la espada con tal ímpetu que le acerté de lleno en la boca a la montura del segundo de los jinetes, partiéndole los dientes y haciéndole una matadura que comenzó a sangrar; el animal relinchó de dolor, hizo un viraje brusco y, enredado entre las riendas y los estribos, el hombre se fue al suelo, mientras su compañero trataba de volver grupas.

—¡No! —gritó alguien en las profundidades del bosque—. ¡No!

¿Se dirigía a mí aquella voz? Ni me paré a pensarlo. El espadachín estaba tumbado en el suelo, tratando de ponerse en pie, mientras el lancero hacía lo que podía para que su caballo volviera al sendero estrecho. Con el escudo trabado en el antebrazo izquierdo, el hombre estaba de espaldas en el suelo, de manera que, simplemente, puse un pie en el borde del redondel de madera de sauce, impidiéndole cualquier movimiento, y le hundí a Hálito-de-serpiente hasta el fondo, con todas mis fuerzas, sólo una vez.

Y la sangre se desparramó por el musgo, y oí un chasquido y vi un cuerpo que se agitaba a mis pies y el brazo carente de vida que empuñaba la espada, mientras el lancero espoleaba de nuevo su montura dispuesto a embestirme. Arremetió con la lanza, pero me eché a un lado y lo esquivé con facilidad, al tiempo que echaba mano al asta de fresno, tirando con fuerza, de modo que el jinete hubo de soltarla para no salir despedido de la silla. En tanto que el caballo se encabritaba, trató de desenvainar la espada, momento en que, por debajo de la cota de malla, le clavé a Hálito-de-serpiente, muslo arriba, rasgando piel y carne con la punta y el filo de mi espada hasta la cadera, hendiéndola con ahínco, mientras gritaba a pleno pulmón para infundirle pavor y arremetiendo con más fuerza si cabe. La espada había entrado en su cuerpo, y yo seguía adelante, clavándola con fuerza, retorciéndola, hundiéndola cada vez más, y aquella voz, que parecía llegar de las profundidades del bosque, gritó de nuevo:

—¡No!

Pero obtuvo un sí como respuesta. El hombre había medio desenvainado la espada; la sangre goteaba sin parar por la bota y el estribo. Adelanté la mano izquierda, le tiré del codo del brazo derecho y se fue al suelo.

—¡Idiota! —refunfuñé, encarándome con él, y lo maté, igual que antes había matado a su compañero.

Me volví de inmediato hacia el lugar de donde había salido aquella voz.

Nada.

Lejos, en alguna parte, se oyó el bramido de un cuerno, respondido por un mugido similar. Las llamadas venían del sur, de lo que deduje que las tropas de Eduardo andaban cerca. Se escuchó el tañido de una campana, probablemente la de alguno de los conventos o iglesias de Sceaftesburi. El caballo malherido relinchaba sin cesar. Una vez muerto, retiré la punta de Hálito-de-serpiente de la garganta del segundo de los hombres. La sangre recién derramada oscurecía mis botas. Estaba cansado. Sólo soñaba con comer algo, con una cama y una puta, pero, en vez de eso, me fui caminando por el sendero hasta el lugar de donde habían salido aquel par de necios.

Oculto tras el follaje, el sendero describía un recodo que desembocaba en un claro del bosque a orillas de un arroyo caudaloso. Las primeras luces de la mañana se colaban entre las hojas realzando el verdor de la hierba de unos prados moteados de margaritas. Todos a caballo, allí estaban Sigebriht, tres de los suyos y Etelfleda. Uno de aquellos hombres tenía que haber proferido los gritos que había escuchado mientras mataba a sus dos compañeros, pero no sabría decir cuál de ellos ni por qué.

Con las carrilleras del yelmo cerradas, la cota de malla y las botas salpicadas de sangre, enrojecida Hálito-de-serpiente, dejé atrás la espesura.

—¿Quién va a ser el siguiente? —pregunté.

Etelfleda se echó a reír. Con su resplandeciente plumaje rojo y azul, un martín pescador se abalanzó sobre el arroyo que corría a sus espaldas y desapareció entre los árboles.

—¡Lord Uhtred! —me saludó, espoleando su montura para llegarse hasta donde yo estaba.

—¿No os han hecho nada? —me interesé.

—Han observado un comportamiento exquisito —contestó, al tiempo que dirigía una sonrisa burlona a Sigebriht.

—Sólo son cuatro —repuse—. ¿Por cuál de ellos queréis que empiece?

Sigebriht desenvainó su espada, la del pomo de cristal, y yo me dispuse a volver entre los árboles cuyos troncos me proporcionarían algo de ventaja frente a un espadachín a caballo. Para mi sorpresa, arrojó la espada lejos de sí, de manera que, tan larga como era, fue a caer sobre la hierba cubierta de rocío a unos pocos pasos de donde yo estaba.

—Me rindo y os imploro vuestra clemencia —declaró.

Los tres que iban con él hicieron lo mismo: arrojaron las espadas al suelo.

—Desmontad los cuatro —les ordené, y aguardé a que echasen el pie a tierra—. ¡De rodillas! —Se postraron, obedientes.

—Decidme por qué no he de mataros —les dije, acercándome a ellos.

—Nos hemos rendido a vos, mi señor —repuso Sigebriht, con la cabeza gacha.

—Os habéis rendido —repliqué—, porque esos dos necios que enviasteis a por mí no fueron capaces de acabar conmigo.

—No eran de los míos, mi señor —dijo Sigebriht con humildad—, eran hombres de Etelwoldo. Estos que veis son mis hombres.

—¿Fue él quien les dio la orden a ese par de idiotas de que vinieran a por mí? —pregunté a Etelfleda.

—No —respondió.

—Buscaban la gloria, mi señor —añadió Sigebriht—, querían que todo el mundo supiese que habían acabado con Uhtred.

Le pasé la punta ensangrentada de Hálito-de-serpiente por la mejilla.

—¿Y a qué aspiráis vos, Sigebriht de Cent?

—A hacer las paces con el rey, mi señor.

—¿Con qué rey?

—Sólo hay un rey de Wessex, mi señor, el rey Eduardo.

Dejé que la punta de mi espada ascendiera hasta aquellos cabellos rubios recogidos con una tira de cuero a la altura del cuello. Hubiera sido tan fácil cortarle la cabeza…

—¿Por qué queréis hacer las paces con Eduardo?

—Porque estaba equivocado, mi señor —contestó humildemente.

—¡Señora! —grité, sin quitarle los ojos de encima.

—Se dieron cuenta de que nos seguíais —me dijo Etelfleda—, y ese hombre —señalando a Sigebriht— se ofreció a traerme a tu lado. A Etelwoldo le dijo que yo os convencería para que os pusieseis de su parte.

—¿Y se lo creyó?

—Le dije que trataría de hacéroslo entender —contestó—, y a mí sí me creyó.

—¡Será idiota! —exploté.

—En lugar de eso, propuse a Sigebriht que hiciera las paces —continuó Etelfleda—, y que si quería seguir con vida antes de que concluyese el día, debía olvidarse de Etelwoldo y prestar juramento de fidelidad a Eduardo.

Coloqué la punta de la espada bajo el mentón barbilampiño de Sigebriht y le obligué a alzar la cabeza. Con aquella mirada tan limpia y tan carente de malicia, que sólo revelaba lo asustado que estaba, era un joven de buen ver.

—Dadme una razón de peso para que no os corte vuestra miserable garganta —le pregunté.

—Que me he rendido a vos, mi señor, y he implorado vuestra clemencia.

—¿Qué representa esa cinta? —le pregunté, rasgando la seda rosa con la punta de la espada y dejando una mancha de sangre.

—Es un regalo que me hizo una muchacha —contestó.

—¿La dama Ecgwynn?

Alzó los ojos y me miró.

—Era tan bonita —dijo con expresión melancólica—, tan preciosa como un ángel. Volvía locos a los hombres.

—Pero eligió a Eduardo —le dije.

—Y ahora está muerta, mi señor —contestó—, y mucho me temo que el rey Eduardo lo lamenta tanto como yo.

—Pelead por alguien que esté vivo, y dejad en paz a los muertos —apuntó Etelfleda.

—Me equivoqué del todo, mi señor —se excusó Sigebriht, y yo no sabía si creerlo o no, de modo que apreté la espada contra su cuello y vi el terror que se reflejaba en aquellos ojos tan azules.

—Aceptadlo como si fuera una decisión de mi hermano —añadió Etelfleda, con dulzura, al darse cuenta de lo que estaba pensando.

Y permití que siguiera con vida.

Más tarde, aquella misma noche, nos enteramos de que Etelwoldo había cruzado la frontera con Mercia y seguido adelante hasta ponerse a salvo en la hacienda de Sigurd. Se nos había escapado.