Capítulo VI

Alfredo yacía arrebujado en mantas de lana, recostado en un enorme almohadón. Osferth estaba sentado en la cama, y con una mano su padre sostenía la suya, mientras la otra reposaba sobre un libro con incrustaciones de piedras preciosas; unos Evangelios, me figuré. Fuera de la estancia, en un corredor alargado, el hermano John y cuatro de sus monjes cantores entonaban una melodía lastimera. La habitación apestaba, a pesar de las hierbas aromáticas esparcidas por el suelo y de los velones que, impávidos, ardían en altos candeleras de madera; algunos de aquellos cirios eran los apreciados relojes de cera de Alfredo, cuyas muescas registraban el paso de las horas mientras la vida del rey se consumía. De pie, dos curas permanecían de guardia contra una de las paredes del aposento; en la pared de enfrente, una crucifixión pintada sobre un enorme lienzo de cuero.

Steapa me obligó a entrar en la estancia y cerró la puerta a mis espaldas.

Alfredo parecía muerto y, sin duda, habría pensado que lo estaba si en ese momento no hubiera soltado la mano de Osferth, que lloraba a lágrima viva. Con los ojos y las mejillas hundidos bajo unas profundas ojeras, la cara alargada del rey parecía tan pálida como la cera. Había perdido pelo, y el poco que le quedaba era blanco. Las encías se le habían retirado de los dientes que aún le quedaban, unas babas le caían sobre el mentón sin afeitar y la mano que reposaba en el libro no era sino un saco de huesos recubiertos de piel en los que refulgía un enorme rubí engastado en un anillo demasiado grande para un dedo tan esquelético. Respiraba con fatiga, aunque su voz resonó vigorosa.

—¡Mirad quién ha venido! La espada de los sajones —me dijo a modo de saludo.

—Por lo visto, vuestro hijo se ha ido de la lengua, mi rey —dije, al tiempo que hincaba una rodilla en el suelo.

Con gesto débil, me indicó que me pusiera en pie.

Me miró desde las honduras de aquel almohadón y le devolví la mirada. Los monjes cantaban al otro lado de la puerta y una vela dejó caer algo de cera y expelió un espeso remolino de humo.

—Me muero, lord Uhtred —dijo Alfredo.

—Así es, mi señor.

—Y vos, tan fuerte como un roble —añadió haciendo una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Siempre se os dio bien eso de sacarme de quicio, ¿verdad que sí? No es muy respetuoso presentarse con un aspecto tan saludable ante un rey que está en las últimas, pero me alegro por vos. —Mientras, dejaba caer la mano izquierda sobre el libro de los Evangelios—. Decidme qué va a pasar, según vos, cuando haya muerto —me exigió.

—Que vuestro hijo Eduardo se sentará en el trono, mi señor.

Se me quedó mirando y reparé en la chispa de inteligencia que aún alumbraba aquellos ojos hundidos.

—No me digáis aquello que pensáis que me gustaría oír —me dijo, en un tono que me trajo a la memoria su proverbial aspereza—, sino aquello que, según vos, va a pasar.

—Que vuestro hijo Eduardo se sentará en el trono, mi señor —repetí.

Asintió de forma queda, como si creyera lo que le decía.

—Es un buen hijo —añadió, tratando de convencerse a sí mismo de que lo era.

—Peleó como un valiente en Beamfleot. Si hubierais estado allí, os habríais sentido orgulloso de él, mi señor.

Alfredo asintió de nuevo, con un gesto de cansancio.

—¡Qué menos puede esperarse de un rey —comentó—, sino que sea bravo en la batalla, que actúe con prudencia y que sea justo en sus decisiones!

—Igual que lo fuisteis vos, mi señor —repuse, no por halagarle los oídos, sino porque era lo que pensaba.

—Lo intenté —dijo—, bien sabe Dios cómo lo intenté —cerró los ojos y se quedó callado durante un rato tan largo que no estaba seguro de que no se hubiera quedado dormido y si no sería mejor que abandonase la estancia cuando, de repente, los abrió de nuevo y se quedó mirando al techo, ennegrecido por el humo. En alguna estancia del palacio, un podenco ladró con todas sus fuerzas. De pronto, volvió el silencio. Pensativo, Alfredo arrugó la frente, volvió la cabeza y me miró de nuevo—. El verano pasado estuvisteis al lado de Eduardo —añadió.

—Así es, mi señor.

—¿Es prudente?

—Es listo, mi señor —contesté.

—Muchos hombres son despiertos, lord Uhtred, pero pocos son prudentes.

—Con la ayuda de la experiencia, los hombres aprenden a serlo, mi señor —insistí.

—Así es en algunos casos —aseguró Alfredo, desabrido—, pero ¿llegará a serlo Eduardo? —Me encogí de hombros; no tenía respuesta para semejante pregunta—. Me preocupa —añadió— que se deje llevar por las pasiones.

Desvié la vista a Osferth.

—Lo mismo que os pasó a vos, mi señor, en cierta ocasión.

Omnes enim peccaverunt —musitó el rey.

—«Por cuanto todos pecaron» —me tradujo Osferth, lo que le valió una sonrisa por parte de su padre.

—Me preocupa su testarudez —continuó Alfredo, a propósito de Eduardo de nuevo.

Me sorprendió que hablara con tanta claridad de su heredero pero, como es natural, era lo único que lo tenía en vilo en aquellos sus últimos días. Se había pasado la vida defendiendo Wessex, y quería morir con la tranquilidad de saber que su sucesor no arrojaría semejante legado por la borda. Era tanta su preocupación que no pensaba en otra cosa. Quería estar seguro de que así sería.

—Le habéis dejado buenos mentores, mi señor —opiné, no porque así lo creyera, sino porque eso era lo que él quería oír. Muchos de los miembros del witan eran consejeros leales, pero había también muchos eclesiásticos, como Plegmund, por los que jamás habría puesto la mano en el fuego.

—Un rey bien puede no escuchar a sus asesores —añadió Alfredo—, porque, al final, siempre se trata de una decisión suya: ésa es la responsabilidad que recae sobre un rey, por la que siempre será juzgado como prudente o como temerario. Y si el rey es un necio, ¿qué será del reino?

—Estáis preocupado, mi señor —comenté—, porque Eduardo se ha comportado como cualquier muchacho de su edad.

—Es que no es como ellos —insistió el rey, testarudo—; vino al mundo cargado de privilegios para cumplir con su deber.

—Y con más prontitud que una llama derrite la escarcha, basta la sonrisa de una joven para que se olvide de ese deber.

Se me quedó mirando.

—¿O sea, que estáis al tanto? —dijo al cabo de un buen rato.

—Así es, mi señor, lo estoy.

Alfredo emitió un suspiro.

—Aduce que era pasión, que era amor, pero los reyes no se casan por amor, lord Uhtred, se casan para preservar su reino. Y no era la adecuada —añadió, con firmeza—, ¡tan sólo una descarada, una desvergonzada, eso es lo que era!

—En ese caso, ojalá el gusto hubiera sido mío, mi señor —repuse, y Alfredo se echó a reír. Se resintió del esfuerzo, y la risa se tornó en gemido. Osferth no entendía de qué estábamos hablando y, con un leve movimiento de cabeza, le di a entender que más le valía no preguntar. Luego, sopesé las palabras que llevarían al ánimo de Alfredo el sosiego que andaba buscando—: En Beamfleot, mi señor, estuve a su lado en un muro de escudos; de sobra sabéis que, en tales circunstancias, un hombre se muestra tal como es. En ese momento, me di cuenta de que vuestro hijo es todo un hombre. Tenéis mi palabra: podéis estar tan orgulloso de él —dudé un momento, antes de volverme a Osferth— como de todos vuestros hijos.

Vi cómo la mano del rey apretaba los dedos de Osferth.

—Osferth es un buen chico —dijo Alfredo—, y me siento orgulloso de él —dio unas palmaditas a la mano de su hijo bastardo sin dejar de mirarme—. ¿Y qué más habrá de pasar? —me preguntó.

—Que Etelwoldo intentará apoderarse del trono —le respondí.

—El jura que no.

—Es de lengua suelta, mi señor. Hace veinte años que deberíais haberlo degollado.

—Tanta gente me ha recomendado lo mismo en cuanto a vos, lord Uhtred…

—Quizá deberíais seguir su consejo, mi señor.

En su boca se dibujó una sonrisa espectral.

—Etelwoldo es un hombre que inspira lástima —añadió—; nada sabe de disciplina ni de sentido común. Más que un peligro, es un recordatorio de que todos somos falibles.

—Está en contacto con Sigurd —le aclaré—, y se ha ganado aliados entre personas que estaban de nuestro lado, tanto en Cent como en Mercia. Esa es la razón de que viniese a Wintanceaster, para que vos estuvierais al corriente.

Alfredo clavó sus ojos en mí durante un buen rato y, al cabo, admitió con un suspiro:

—Siempre soñó con que llegaría a ser rey algún día.

—Creo que ha llegado el momento de acabar con él y con ese sueño, mi señor —dije sin dudarlo—. Una sola palabra vuestra y os veréis libre de él.

El rey negó con la cabeza.

—Es el hijo de mi hermano —se explicó Alfredo—, un hombre débil, y no quiero presentarme ante el juicio de Dios con las manos manchadas de la sangre de uno de los míos.

—¿Preferís, pues, que siga con vida?

—Cuenta con muy poco respaldo para que represente un peligro. En Wessex, nadie se pondría de su parte.

—Pocos lo harán, mi señor —repuse—, por eso pedirá ayuda a Sigurd y a Cnut. Primero, invadirán Mercia; Wessex vendrá después. Y habrá guerra, mi señor —continué con voz insegura—, y Cnut, Sigurd y Etelwoldo perderán la vida, en tanto que Eduardo y Wessex saldrán bien librados.

Reflexionó un momento sobre tan simple razonamiento y, en un suspiro, dijo:

—¿Qué será de Mercia? No todos ven con buenos ojos las imposiciones de Wessex.

—Los señores de Mercia tendrán que elegir, mi señor —contesté—. Habrá quienes se pongan de parte de Wessex, y ésos saldrán vencedores; los otros perderán la vida en el intento, y Eduardo regirá los destinos de ese territorio.

Le había dicho, no sólo aquello que quería oír, sino algo en lo que yo creía a pies juntillas. ¡Qué raro se me antojaba todo! Las predicciones de Ælfadell me habían dejado hecho un lío. Sin embargo, en ese instante en que se me preguntaba cómo serían las cosas en el futuro, no tenía ninguna duda.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —me preguntó Alfredo—. ¿Acaso fue eso lo que os dijo la hechicera?

—No, mi señor. Me dijo lo contrario: sólo aquello que el jarl Cnut quería que oyese.

—Jamás se le concedería a un pagano el don de la profecía —aseveró el rey, muy seguro de lo que decía.

—¿Por eso me habéis pedido que os dé cuenta del futuro, mi señor? —le pregunté con malicia, que se vio recompensada con otra mueca que pretendía ser una sonrisa.

—¿Cómo podéis estar tan seguro? —se interesó Alfredo.

—Hemos aprendido a vérnoslas con los hombres del norte, mi señor, no así ellos. Habéis erigido fortines, cuyos defensores llevan todas las de ganar. Nos atacarán, nos defenderemos; ellos morderán el polvo, nosotros seguiremos adelante.

—Dicho así, parece fácil —comentó el rey.

—La guerra es un juego de niños, mi señor. A lo mejor ésa es la razón de que no se me dé mal.

—Os he juzgado mal, lord Uhtred.

—No, mi señor.

—¿No?

—Mi corazón está del lado de los daneses, mi señor.

—Pero sois la espada de los sajones.

Wyrd bio ful ãrœd, mi señor —repuse.

Cerró los ojos cosa de un momento y se quedó tan callado que temí que ése fuera el final, pero los abrió de nuevo y los fijó en los cabrios ennegrecidos por el humo. Trató de atenuar un quejido, pero se le escapó y observé el gesto de dolor que se dibujó en su rostro.

—Es un trance tan duro —dijo.

—Hay pócimas que os aliviarían el dolor, mi señor —se me ocurrió.

Negó despacio con la cabeza.

—No se trata del dolor, lord Uhtred. Hemos venido a este mundo para sufrir. No, lo difícil es saber qué va a pasar. ¿Estamos predestinados? Saber las cosas con antelación poco tiene que ver con el destino: siempre podemos seguir por otros derroteros, pero el destino nos advierte de que, a lo peor, no nos queda otro camino. Si todos tenemos un destino, ¿podemos elegir? —no dije nada, y reparé en cómo daba vueltas a aquella cuestión para la que no había respuesta. Me miró después y me preguntó—: ¿Cuál habría de ser, según vos, vuestro destino?

—Recuperar Bebbanburg, mi señor, y que, en mi lecho de muerte, ésta me saliera al encuentro bajo los altos techos del salón principal de la fortaleza, mientras el bramido del mar aturdiera mis oídos.

—Los míos, sin embargo, los inundan los cantos del hermano John —replicó Alfredo, con sorna—. Les dice que deben abrir la boca como los polluelos hambrientos en el nido, y lo malo es que escuchan sus recomendaciones —dejó caer la mano derecha encima de la mano de Osferth—. Pretenden que sea como un pajarillo hambriento y me atiborran de gachas claritas, lord Uhtred, e insisten en que me las tome, pero no me apetece —añadió con un suspiro—. Mi hijo —se refería a Osferth— me dice que estáis en la miseria. ¿Cómo es posible? ¿Acaso no conseguisteis un suculento botín en Dunholm?

—Así fue, mi señor.

—¿Y ya lo habéis dilapidado?

—A vuestro servicio, mi señor, en hombres, cotas de malla y armas, para vigilar la frontera de Mercia, reunir un ejército y derrotar a Haesten.

Nervi bellorum pecuniae —citó Alfredo.

—¿Otra frase de las Escrituras, mi señor?

—No, ésta se la debemos a un romano prudente, lord Uhtred, que nos enseñó que el dinero es el nervio de la guerra.

—Al parecer, no era ningún lego en la materia, mi señor.

Alfredo cerró los ojos y observé el gesto de dolor que, de nuevo, le cruzó la cara. Apretó los labios, para no emitir un gemido. El olor que había en la estancia era cada vez más insoportable.

—Tengo un bulto en la barriga —dijo—, del tamaño de una piedra —calló un momento y trató de ahogar otro gemido. Tan sólo se le escapó una lágrima—. Miro los relojes de cera —continuó— y me pregunto cuántas muescas habrán de quemarse antes de que esto acabe —dijo con esfuerzo—. Mi vida se mide por pulgadas. Volved mañana, lord Uhtred.

—Como ordenéis, mi señor.

—Le he pedido algo a mi… —pareció dudar un momento antes de acariciar la mano de Osferth—… a mi hijo —abrió los ojos y se me quedó mirando—. Le he dicho que pongo en sus manos que abracéis la fe verdadera.

—Sí, mi señor —acerté a decir, sin que se me ocurriera qué añadir.

Vi lágrimas en el rostro de Osferth.

Alfredo volvió luego los ojos al gran lienzo de cuero que representaba la crucifixión.

—¿No advertís nada que os llame la atención en esa pintura? —me preguntó.

La miré: Jesús colgado en la cruz, con el cuerpo ensangrentado y los nervios de los brazos en tensión contra un cielo sombrío a sus espaldas.

—No, mi señor —contesté.

—Se está muriendo —me aclaró Alfredo, algo tan evidente que por eso no había dicho nada—. En otras pinturas que reproducen la muerte de Nuestro Señor —continuó el rey—, aun crucificado, está sonriente. No así en ésta. Aquí tiene la cabeza reclinada, sufre.

—Eso parece, mi señor.

—Fue algo que el arzobispo Plegmund le echó en cara al pintor —añadió—, porque cree que Nuestro Señor dominó el dolor y sonrió hasta el final. Pero a mí me gusta esa pintura. Me recuerda que, comparado con el suyo, mi dolor no es nada.

—Ojalá no tuvierais ningún dolor, mi señor —farfullé torpemente.

Pasó por alto tan absurdo comentario y continuó mirando al Cristo agonizante. Luego, hizo una mueca.

—Llevaba una corona de espinas —dijo con admiración—. Todos los hombres aspiran a ser reyes —siguió diciendo—, sin darse cuenta de que cada corona tiene sus propias espinas. Instruí a Eduardo sobre lo difícil, lo ingrato que es llevar una corona. Hay una última cosa que quiero pediros —apartó los ojos de la pintura y levantó la mano izquierda. Reparé en el esfuerzo que hubo de realizar para apartar aquella mano patética del libro de los Evangelios—. Quiero pediros que prestéis juramento de lealtad a Eduardo, para que pueda morir tranquilo, sabiendo que vos estaréis de nuestra parte.

—Lucharé por Wessex —repuse.

—El juramento —insistió, muy serio.

—Y prestaré juramento —añadí, sin evitar la mirada de aquellos ojos sagaces.

—¿A quién? ¿A mi hija? —preguntó.

Osferth se puso tenso.

—Así es, mi señor, a vuestra hija —concedí.

Pareció sentir una especie de escalofrío.

—Según mis leyes, lord Uhtred, el adulterio no es sólo un pecado, sino un delito también.

—Según vuestro punto de vista, mi señor, nadie del género humano se vería libre de culpa.

Esbozó una inedia sonrisa.

—Quiero a Etelfleda —dijo—, siempre fue la más vivaracha de mis hijos, aunque nunca la más obediente —dejó caer la mano de nuevo sobre los Evangelios—, dejadme ahora, lord Uhtred. Volved mañana.

«Si aún sigue con vida», pensé para mis adentros. Me arrodillé ante él, lo mismo que Osferth, y abandoné la estancia. Caminamos en silencio por un claustro que daba a un patio donde, en la hierba mojada, aún estaban esparcidos los pétalos de las últimas rosas del verano. Nos sentamos en un banco de piedra y escuché los cantos lastimeros que nos llegaban del corredor.

—El arzobispo quería verme muerto —le dije.

—Lo sé —repuso Osferth—, por eso acudí a mi padre.

—Me sorprende que os dejaran verlo.

—Tuve unas palabras con los curas que lo acompañan —me dijo con una especie de sonrisa—, y mi padre oyó la discusión.

—¿Y os pidió que entrarais a verlo?

—Ordenó a uno de los curas que fuera en mi busca.

—¿Y le contasteis lo que me estaba pasando?

—Así es, mi señor.

—Os lo agradezco —le dije—. ¿Habéis hecho las paces con Alfredo?

Con la mirada perdida, Osferth atisbo en la oscuridad.

—Me dijo que lo sentía, mi señor, pero que soy lo que soy, que la culpa era suya y que intercederá por mí en el cielo.

—Me alegro —repuse, sin saber qué otra cosa podía decir ante tamaña estupidez.

—Y yo le dije, mi señor, que si Eduardo ocupaba el trono, necesitaría de vuestros servicios.

—Eduardo será rey —repliqué, y le conté todo lo que sabía de la joven dama Ecgwynn y los gemelos ocultos en el convento de las monjas—. Eduardo no hizo nada que su padre no hubiera hecho antes —añadí—, pero este asunto tendrá consecuencias.

—¿Por qué lo decís?

—Vamos a ver: ¿son hijos legítimos o no? —le pregunté—. Alfredo mantiene que no, pero, una vez muerto, su hijo Eduardo bien podría decidir otra cosa.

—¡Dios mío! —exclamó Osferth, dándose cuenta del calado del asunto de cara al futuro.

—Lo que habría que hacer —concluí— es estrangular a esos dos pequeños bastardos.

—¡Mi señor! —exclamó Osferth, estremecido.

—Pero no lo harán. Vuestra familia nunca fue lo bastante despiadada.

Había empezado a llover con ganas. Las gotas repiqueteaban contras las tejas y techumbres de los tejados del palacio. No había luna ni estrellas, sólo nubes en la oscuridad, llovía a cántaros y el viento se abatía sobre los andamiajes que aún rodeaban la torre de la nueva y colosal iglesia de Alfredo. Decidí darme una vuelta por el monasterio de Santa Eudivigis. Ya no había guardias; el callejón estaba oscuro. Llamé a la puerta del convento hasta que me abrieron.

* * *

Al día siguiente, al rey, sin moverlo del lecho, lo habían trasladado a una estancia de mayores dimensiones, la misma donde Plegmund y sus acólitos habían tratado de acabar conmigo. Encima de la cama, la corona; en sus relucientes esmeraldas refulgía el fuego que llenaba de humo y calor el salón. Atestado, aparte del hedor que desprendía el rey, aquel lugar apestaba a humanidad. Allí estaban el obispo Asser, lo mismo que Erkenwald. El arzobispo, al parecer, había encontrado algún buen motivo para no dejarse ver. Unos cuantos señores sajones había acudido al llamamiento. Entre ellos, Etelhelmo, cuya hija iba a desposarse con Eduardo. Me caía bien el ealdorman, que no se apartaba de Ælswith, la esposa de Alfredo, que no sabía qué le dolía más: si el hecho de que yo siguiera con vida o aceptar la amarga verdad de que Wessex jamás la reconocería como reina. Rodeada de sus hijos, me dirigió una mirada torva. Allí estaban Etelfleda, la mayor, veintinueve años a la sazón, al lado de su hermano Eduardo; a continuación, Etelgifu y, por fin, Etelbardo, que sólo tenía dieciséis. Faltaba Elfrida, tercera de las hijas de Alfredo, casada con un rey del otro lado del mar, en Frankia. También estaba Steapa, imponente junto a mi querido y viejo amigo, el padre Beocca, encorvado y con los cabellos blancos. El hermano John y sus monjes cantaban a media voz. No todos los componentes del coro eran monjes: había también niños de corta edad con túnicas blancas. Cuando reconocí a mi hijo Uhtred entre ellos, sentí un escalofrío.

He de confesar que no había sido un buen padre. Quería a mis dos hijos pequeños, pero mi primogénito, aquel que, siguiendo la tradición familiar, llevaba mi nombre era un enigma. En lugar de aprender a desenvolverse con la espada y con la lanza, me había salido cristiano. ¡Cristiano! Allí estaba, con los chicos del coro de la catedral, cantando como un polluelo más. Me lo quedé mirando, pero él prefirió ignorarme.

Me acerqué a los ealdormen, reunidos a un lado del salón. Junto con los clérigos de mayor rango, todos eran miembros del consejo del rey, el witan, y, aunque había asuntos pendientes, ninguno mostró demasiado entusiasmo a la hora de abordarlos. Se aprobó la donación de un terreno a un monasterio y se autorizaron diversos pagos a los albañiles que trabajaban en la nueva iglesia de Alfredo. Habida cuenta de los buenos servicios que había prestado con las tropas de Weohstan en Beamfleot, un hombre, condenado a satisfacer una multa por haber degollado a otro, quedó exonerado de tal carga. Algunos se fijaron en mí al referirse a aquella victoria, pero ninguno tuvo a bien preguntarme si me acordaba de ella. El rey apenas participaba en las deliberaciones, limitándose a levantar una mano cansada a la hora de manifestar su aprobación.

Durante toda la sesión, un cura no se separaba de un pupitre donde copiaba un manuscrito. Al principio, pensé que estaba apuntando todo lo que allí se decía, pero reparé en que eso era, precisamente, lo que hacían otros dos curas, mientras que aquel hombre sólo se dedicaba a copiar otro documento. Al ver que todo el mundo lo observaba, pareció ruborizarse, aunque el arrebol quizá sólo se debiera al calor que desprendía la enorme hoguera de la estancia. El obispo Asser tenía el ceño fruncido; Ælswith, irritada, parecía dispuesta a taladrarme con aquellos ojos llenos de odio; mientras, el padre Beocca sonreía como un bendito. Me hizo un gesto con la cabeza y yo le hice un guiño. Etelfleda se dio cuenta y sonrió con tanto descaro que confié en que su padre no se hubiera fijado. Su marido no andaba lejos de ella y, al igual que mi hijo mayor, evitó el contacto visual por todos los medios. Entonces, y para mayor sorpresa por mi parte, reparé en que Etelwoldo estaba de pie al fondo de la estancia. Me miró con ojos desafiantes, pero no pudo mantenerme la mirada y se inclinó para hablar con alguien a quien no conocía.

Un hombre se quejaba de que el ealdorman Etelnoth se había apropiado de unos terrenos que no eran de su propiedad. El rey interrumpió su alegato y susurró algo al obispo Asser, que fue el encargado de comunicar la decisión de Alfredo.

—¿Aceptaríais la mediación del abad Osburh? —le preguntó.

—Por supuesto.

—¿Y vos, lord Etelnoth?

—De buen grado.

—En tal caso, será el abad quien establezca las lindes según determinen los preceptivos títulos de propiedad —concluyó Asser.

Los curas garrapatearon sus palabras y el consejo pasó a dirimir otros asuntos, mientras Alfredo, extenuado, no dejaba de mirar al cura que copiaba el documento en el pupitre. Por lo visto había concluido su tarea, porque esparció un poco de arena por encima del pergamino, esperó unos segundos y lo sopló de cara a la fogata. Lo dobló y escribió algo más encima; un poco más de arena para secar la tinta y sopló de nuevo. Otro cura acercó una vela, cera y un sello. Una vez concluido el documento, lo llevaron al lecho del rey y Alfredo, haciendo un gran esfuerzo, lo firmó con su nombre. Luego, hizo una seña al obispo Erkenwald y al padre Beocca para que se acercasen y añadiesen sus firmas como testigos de aquello que acababa de rubricar.

Durante todo el tiempo que llevó el asunto, el consejo guardó silencio. Supuse que aquel documento era el testamento del rey, pero, una vez que hubo estampado el gran sello sobre la cera aún caliente, el rey, con un gesto, me pidió que me acercase.

Me llegué al lecho y me postré de rodillas.

—He ordenado algunas pequeñas donaciones, regalos de escasa importancia, simples recuerdos —dijo.

—Siempre fuisteis generoso, mi rey y señor —mentí, pero ¿qué otra cosa podía hacer en presencia de un hombre que estaba en las últimas?

—Esto es para vos —dijo, y escuché el hondo suspiro que emitió Ælswith cuando, de las endebles manos de su marido, me hice con el pergamino que aquel cura acababa de escribir—. Leedlo —me dijo—. No se os habrá olvidado, ¿verdad?

—Tuve un buen maestro: el padre Beocca.

—Como todo lo que sale de las manos del padre Beocca —dijo el rey, quejándose de dolor.

Un monje se acercó al lecho y le acercó una copa. El rey tomó un sorbo, y yo leí. Era una escritura de propiedad. El cura se había limitado a copiar la mayor parte del texto porque esos legajos son todos muy parecidos, pero, cuando lo hube leído, me quedé atónito: me entregaba unas tierras, y era una donación sin contrapartidas, no como aquella por la que, tiempo atrás, Alfredo me cediera una propiedad en Fifhiden. A diferencia de entonces, me cedía aquellas tierras sin pedirme nada a cambio, me las otorgaba a mí, a mis herederos o a quien yo tuviese a bien transmitirlas en el futuro. En la escritura, se describían con todo detalle los límites de la propiedad y, por la extensión de la descripción, supuse que se trataba de una hacienda enorme. Había un río, y huertos y prados y aldeas y un caserío, y todo en un lugar llamado Fagranforda, en Mercia.

—Tierras que, en su día, fueron de mi padre —me aclaró Alfredo.

Sin saber qué decir, sólo acerté a farfullar unas palabras de agradecimiento.

Alargó su mano exánime, la tomé entre las mías y besé el rubí.

—Sabéis lo que quiero —dijo Alfredo, cuando aún tenía la cabeza inclinada sobre su mano—. Os cedo esa propiedad por voluntad propia —añadió— y, gracias a ella, os haréis rico, muy rico.

—Mi rey —musité, casi sin palabras.

Sus dedos, tan frágiles, se cerraron sobre mi mano.

—Dadme algo a cambio, Uhtred —me pidió—, dadme la satisfacción de que pueda morir tranquilo.

Hice, pues, lo que me pedía, aquello que no quería hacer, pero se estaba muriendo y, al final de su vida, se había mostrado generoso. ¿Cómo negar algo a un hombre en los últimos momentos de su vida? Me acerqué a Eduardo, me arrodillé ante él, coloqué mis manos entre las suyas y pronuncié el juramento de lealtad. Algunos de los presentes aplaudieron; otros mantuvieron un mutismo obstinado. Etelhelmo, el hombre que presidía el consejo regio, sonrió al pensar que estaría del lado de Wessex. Mi primo Etelredo se estremeció al darse cuenta de que, si me ponía a las órdenes de Eduardo, nunca podría proclamarse rey de Mercia; mientras, Etelwoldo debía de estar preguntándose si llegaría el día en que —si para conseguirlo tenía que pasar por encima de Hálito-de-serpiente—, recuperaría el trono que ocupara su tío Alfredo. Eduardo me obligó a ponerme en pie y me dio un abrazo.

—Os lo agradezco —susurró.

Era un miércoles, día de Odín o Woden, de octubre, octavo mes del año 899.

El día siguiente era el día dedicado a Thor. No dejó de llover en todo el día, enormes mantas de agua se abatieron sobre Wintanceaster.

—Hasta el cielo está llorando —me comentó Beocca, con los ojos arrasados en lágrimas—. El rey me pidió que le administrara los últimos sacramentos —añadió—, y así lo hice, pero me temblaban las manos.

Tan empeñado estaba en morir adecuadamente que, por lo visto, Alfredo había recibido los últimos consuelos de su religión a intervalos distintos, mientras curas y obispos se disputaban a quién correspondería el honor de ungir al rey y de ponerle un trozo de pan duro en la boca.

—El obispo Asser ya estaba preparado para darle el viaticum —me informó—, pero Alfredo pidió que fuera yo quien lo hiciera.

—Os tiene en gran aprecio —le dije—, siempre le habéis servido bien.

—He servido a Dios y al rey —dijo Beocca, mientras lo llevaba hasta un asiento cerca de la fogata que ardía en el espacioso recinto de Las Dos Grullas—. Esta mañana, ha tomado un poco de cuajada —continuó el cura con un gesto de satisfacción—. No mucho, tan sólo un par de cucharadas.

—No quiere comer —le dije.

—Pero tiene que hacerlo —me replicó mi viejo y querido amigo.

Había sido el cura y escribano de mi padre, aparte de mi tutor cuando era niño, pero, cuando mi tío usurpó los títulos del señorío, decidió alejarse de Bebbanburg. De origen humilde, había venido al mundo con graves defectos físicos: bizco hasta la exageración, una nariz deforme, la mano izquierda paralizada y un pie zopo. Fue mi abuelo quien se dio cuenta de lo inteligente que era el chaval y lo puso en manos de los monjes de Lindisfarena para que lo instruyesen. Beocca se hizo cura y, tras la traición de mi tío, eligió el exilio. Alfredo reparó en aquel cura inteligente y piadoso y, desde entonces, Beocca se dedicó en cuerpo y alma a servir al rey. Entonces ya era viejo, casi tanto como el rey, y sus cabellos rojos y alborotados se le habían vuelto blancos y andaba encorvado, pero seguía siendo un hombre de inteligencia preclara y voluntad encomiable. Estaba casado con una danesa, una hermosura de mujer, la hermana de mi querido amigo Ragnar.

—¿Cómo está Thyra? —le pregunté.

—¡Bien, gracias a Dios, igual que los chicos! ¡Todo son bendiciones!

—Seréis un bendito muerto si seguís andando por la calle con la que está cayendo —le recomendé—. Cuanto más viejo, más pellejo.

Se rio entre dientes, y esbozó un leve gesto de protesta cuando insistí en que se quitase la capa empapada que llevaba y se echase una que estuviese en condiciones por encima de los hombros.

—El rey me ha pedido que viniera a veros —dijo.

—En todo caso, el rey debería haberme ordenado que yo fuera a veros —repuse.

—¡Vaya tiempo tan húmedo! —añadió—. No había visto llover así desde el año en que falleció el arzobispo Etelredo. El rey, sin embargo, ni se da cuenta de que llueve. Pobre hombre. No va a durar mucho entre nosotros.

—Pero os dijo que vinierais —le recordé.

—Porque quiere pediros un favor —continuó Beocca, con un ademán que me recordó su severidad de antaño.

—Decidme de qué se trata.

—Fagranforda es una gran hacienda —dijo el cura—. El rey ha sido generoso.

—También yo lo he sido para con él —repliqué.

Beocca agitó su mano lisiada, la izquierda, como si quisiera pasar por alto el comentario.

—En esas tierras hay cuatro iglesias y un monasterio —añadió, con viveza—, y el rey quiere que las conservéis como es debido, tal y como se recoge en sus escrituras fundacionales, y que no dejéis de cumplir vuestro deber.

—¿Y si me niego? —repuse con una sonrisa.

—Os lo suplico, Uhtred —pidió con un gesto de cansancio—, ¡toda la vida peleándome con vos!

—Mandaré al intendente que se haga cargo de todo —le prometí.

Me miró con su ojo bueno, como si quisiera sopesar hasta qué punto decía la verdad, y pareció satisfecho con lo que vio.

—El rey os lo agradecerá —concluyó.

—Pensaba que ibais a pedirme que dejase a Etelfleda —dije con picardía.

Con pocas personas me atrevería a hablar de la hija del rey, pero Beocca, que me conocía desde mozo, era una de ellas.

Al oírlo, se estremeció.

—El adulterio es un pecado mortal —me aleccionó, aunque sin demasiada insistencia.

—Y un delito también —comenté con sorna—. ¿Se lo habéis dicho a Eduardo?

Dudó un instante.

—Una locura de juventud —dictaminó—. Dios castigó a la muchacha y se la llevó al otro mundo.

—Hay que ver qué considerado es vuestro dios —dije con sarcasmo—, ¿cómo no se le ocurriría llevarse de paso a los regios bastardos?

—Están apartados de todos.

—Ya, con Etelfleda.

Asintió.

—Quieren mantenerla alejada de vos, ¿lo sabéis?

—Estoy al tanto, sí.

—La tienen recluida en Santa Eudivigis —continuó.

—Pero he dado con la llave —repuse.

—¡Líbrenos Dios de todo mal! —exclamó Beocca, a la vez que se santiguaba.

—Al contrario que su marido, Etelfleda es una mujer querida en Mercia —apostillé.

—Nadie lo ignora —comentó con indiferencia.

—Cuando Eduardo sea rey —añadí—, tendrá que ocuparse de Mercia.

—¿Por qué lo decís?

—Porque vendrán los daneses, padre —le expliqué—, y empezarán por Mercia. ¿Queréis que los señores de Mercia se pongan del lado de Wessex? ¿Queréis que las tropas del fyrd reclutadas en Mercia luchen en favor de Wessex? Etelfleda es la única que puede persuadirlos.

—Igual que vos —dijo con confianza.

Me mofé de tal comentario con el desdén que merecía.

—Tanto vos como yo venimos de Northumbria, padre, y esta gente piensa que somos unos bárbaros que nos comemos a nuestros hijos para desayunar. Pero adoran a Etelfleda.

—Lo sé.

—Si gracias a eso Wessex es un lugar más seguro, dejadla que peque cuanto quiera.

—¿Queréis que transmita eso al rey?

—Creo que deberíais decírselo a Eduardo —propuse riéndome—. Y decidle algo más de mi parte. Decidle que mate a Etelwoldo. Que no tenga piedad, que no se deje llevar por sentimentalismos familiares ni por ese sentimiento de culpa tan propio de los cristianos. Que me dé la orden, que ya me encargaré yo de zanjar el asunto.

Beocca negó con la cabeza.

—Etelwoldo es un necio —dijo, convencido—, y la mayor parte del tiempo un botarate que está borracho. Ha cortejado a los daneses, no os lo vamos a negar, pero ha reconocido sus pecados al rey y éste le ha perdonado.

—¿Perdonado?

—Anoche mismo —continuó Beocca—. Sus lágrimas anegaron el lecho del rey y juró lealtad a su heredero.

No pude por menos que echarme a reír. La respuesta de Alfredo a mi advertencia había sido llamar a Etelwoldo a su presencia y creerse todas las idioteces que se le hubieran ocurrido a semejante majadero.

—Etelwoldo tratará de hacerse con el trono —aseveré.

—Juró todo lo contrario —replicó Beocca, con firmeza—. Nada menos que sobre la pluma de Noé y el guante de san Ceda.

La pluma era, al parecer, la de una paloma que Noé había soltado del arca en aquellos tiempos remotos en que había llovido tanto como el diluvio que, en aquel momento, se abatía sobre la techumbre de Las Dos Grullas. Aquella pluma y el guante del santo eran dos de las reliquias más preciadas de Alfredo, quien, sin duda, daría por buena cualquier cosa que, con ellas por testigo, se jurase.

—No creáis ni una palabra. Matadlo, o nos veremos en un buen lío.

—Lo ha jurado —dijo Beocca—, y el rey estaba delante.

—Etelwoldo es un mierda y un traidor —rezongué.

—Es sólo un idiota —rectificó Beocca, en tono desdeñoso.

—Pero un idiota con ambiciones, un necio que tiene todo el derecho del mundo a sentarse en el trono. Y quienes lo apoyen esgrimirán ese derecho.

—Ha dado su brazo a torcer, ha confesado, ha sido perdonado y habrá de cumplir la penitencia que se le imponga.

* * *

Qué tontos somos. Veo cómo una y otra vez, generación tras generación, tropezamos en la misma piedra, y aun así sólo nos atenemos a aquello que queremos oír. Aquella noche, en medio de una oscuridad cargada de humedad, repetí en voz alta lo mismo que me había dicho Beocca:

—«Que ha dado su brazo a torcer, que ha confesado, que ha sido perdonado y que habrá de cumplir la penitencia que se le imponga».

—¿Y se lo han creído? —me preguntó Etelfleda, con una mirada ausente.

—Los cristianos son unos cretinos —repuse—: se creen cualquier cosa.

Me dio un codazo en las costillas, y me reí para mis adentros. La lluvia no dejaba de caer sobre la techumbre de Santa Eudivigis. No debería estar allí, como es natural, pero la abadesa, mi querida Hild, simulaba no darse por enterada. No estaba en la parte del monasterio reservada a las monjas de clausura, claro está, sino en una serie de edificios, la hospedería, que daban al exterior del convento y donde podían acceder los laicos. Allí estaban las cocinas donde se preparaba la comida para los pobres, un hospital donde iban a morir quienes carecían de techo y también aquella buhardilla donde habían recluido a Etelfleda. Aunque no muy espacioso, no era un aposento desdeñable. La acompañaban sus doncellas, pero aquella noche les había dicho que bajasen a dormir a las despensas.

—Me contaron que andabas en tratos con los daneses —me dijo.

—Y así era. Con Hálito-de-serpiente como moneda de cambio.

—¿También trataste con Sigunn?

—Sí, pero ella se encuentra estupendamente.

—Sólo Dios sabrá por qué te sigo queriendo.

—A Dios no se le escapa nada.

No dijo nada. Se estiró a mi lado y se cubrió la cabeza y los hombros con la manta de piel. La lluvia seguía cayendo. Sus cabellos rubios me rozaban la cara. Era la mayor de los hijos de Alfredo, la había visto crecer hasta hacerse mujer, había visto cómo la felicidad que irradiaba su rostro se había tornado en un gesto de amargura cuando la obligaron a desposarse con mi primo, y había visto cómo había recuperado la alegría. Unas motitas marrones salpicaban aquellos ojos azules, en lo alto de una nariz pequeña y respingona. Tenía una cara encantadora, pero en aquel momento unas arrugas de preocupación cruzaban tan lindo rostro.

—Deberías hablar con tu hijo —me dijo en voz queda, desde debajo de la manta.

—Uhtred sólo me dice una sarta de beaterías que no entiendo —repuse—. Prefiero hablar con mi hija.

—Está bien, al igual que tu otro hijo. Los dos están en Cippanhamm.

—¿Por qué está Uhtred aquí?

—Porque el rey quería que estuviese aquí.

—Quieren que sea cura —dije, irritado.

—Igual que pretenden que me haga monja —replicó, no menos enfadada.

—¿Lo dices en serio?

—El obispo Erkenwald me leyó la fórmula de la profesión religiosa, y le escupí.

La obligué a sacar la cabeza de debajo de la manta.

—¿Es eso cierto?

—El obispo Erkenwald y mi madre, en realidad.

—Cuéntame lo que pasó.

—Pues que se presentaron aquí —me dijo con voz cansina— e insistieron en que fuera a la capilla, donde el obispo Erkenwald me leyó durante un buen rato en su áspero latín. Luego, me plantó un libro delante, me dijo que pusiera la mano encima y que jurase que cumpliría los votos que él acababa de recitar.

—¿Lo hiciste?

—Te lo acabo de decir: le escupí.

Callé durante un momento.

—Esto es cosa de Etelredo, ha debido de convencerlos.

—Que quiere repudiarme, de eso no me cabe duda, pero mi madre dijo que era voluntad de mi padre que abrazase los votos.

—Mira que me extraña —le dije.

—Así que regresaron a palacio y dijeron que había profesado los votos.

—Y pusieron guardias en la puerta —añadí.

—Creo que era para que no te acercaras por aquí —conjeturó—, pero acabas de decirme que ya no están.

—Así es, se han ido.

—¿De modo que puedo marcharme?

—Ya lo hiciste ayer.

—Los hombres de Steapa me llevaron a palacio —repuso—, y me trajeron de vuelta.

—Ahora no hay guardias.

—Ojalá hubiera nacido hombre —dijo frunciendo el ceño.

—Me encanta que no fuera así.

—Ahora sería rey —añadió.

—Eduardo será un buen rey.

—Sin duda —convino—, aunque indeciso a veces. Yo lo habría hecho mejor.

—Estoy seguro.

—Pobre Eduardo —se lamentó.

—¿Pobre? Pronto será rey.

—Pero ha perdido a su amada.

—Pero los pequeños viven.

—Así es —reconoció.

Creo que, de todas las mujeres que han pasado por mi vida, Gisela fue a quien más quise. De todas ellas, sin embargo, Etelfleda era la más parecida a mí. Me leía el pensamiento. A veces, empezaba a decir algo y ella concluía la frase. Hubo un tiempo en que nos bastaba una mirada para saber lo que pensábamos cada uno. De todos los amigos que he tenido, ninguno me ha sido tan querido como Etelfleda.

En algún momento, en medio de aquella noche lienta, el día de Thor dejó paso al día de Freya, esposa de Odín o Woden, diosa del amor, y, durante todo el día, siguió lloviendo. Por la tarde, se levantó viento, un viento racheado que parecía que fuera a llevarse por delante las techumbres de Wintanceaster, arrastrando aquella lluvia implacable. Aquella misma noche, el rey Alfredo, que había regido los destinos de Wessex durante veintiocho años, falleció a la edad de cincuenta años.

* * *

Al día siguiente por la mañana ya no llovía; el viento había amainado. Aparte de los cerdos que hozaban por la calle, el canto estridente de los gallos, aullidos o ladridos de perros y el ruido sordo de las botas de los centinelas contra los tablones empapados de los adarves de las murallas, en Wintanceaster reinaba el silencio. La gente andaba como aturdida. A media mañana, una campana comenzó a tocar a muerto, un tañido solitario, incesante, un sonido que se apagaba entre los prados anegados del valle del río sólo para retornar con brutal intensidad. El rey ha muerto. Larga vida al rey.

Etelfleda dijo que quería ir a rezar a la capilla de las monjas. La dejé en Santa Eudivigis y, caminando, me fui por las calles silenciosas hasta el palacio. Entregué mi espada en la garita del cuerpo de guardia en la puerta, y vi a Steapa, solo, sentado en la explanada de la entrada. Unas lágrimas rodaban por aquel rostro ceñudo, de piel curtida, que tanto terror había inspirado a los enemigos de Alfredo. Me senté a su lado en el banco, sin decir ni media palabra. Una mujer pasó por delante a toda prisa, cargada con un montón de sábanas dobladas. Aunque el rey hubiera muerto, había sábanas que lavar, estancias que barrer, cenizas que retirar, leña que acarrear, grano que moler. Una veintena de caballos ensillados esperaban en un extremo del patio. Me imaginé que serían para los correos que se disponían a llevar la noticia de la muerte del rey a todos los rincones del reino. En su lugar, de un pasadizo, salió un puñado de hombres con cotas de malla y yelmos, que se encaramaron a las caballerías.

—¿Son de los vuestros? —pregunté a Steapa, que les dirigió una mirada desabrida.

—No, no son de los míos.

Eran hombres de Etelwoldo. El fue, precisamente, el último en aparecer; como los otros, dispuesto para el combate, con cota de malla y yelmo. Tres criados les llevaron las espadas que habían dejado en la garita de la entrada. Los hombres se entretuvieron un rato en buscar cada uno la suya y se ciñeron tahalíes y espadas a la cintura. Etelwoldo se hizo con su espada de guerra, un criado le aseguró el tahalí y, luego, lo ayudó a subirse a su montura, un imponente caballo de guerra de color azabache. Se percató de mi presencia, espoleó al animal, se acercó a donde yo estaba y sacó la espada de la vaina. No me moví del sitio, y detuvo el caballo a unos pocos pasos de mí. El animal pateó el empedrado con los cascos, arrancando chispas del suelo.

—Un día triste, lord Uhtred —me dijo, con la espada desenvainada y apuntando al suelo. Ardía en deseos de emprenderla conmigo, pero no se atrevió. Era un ambicioso, sí, pero también un pusilánime.

—¡Cuánta razón tenéis, príncipe! —repuse, contemplando aquel rostro alargado, tiempo atrás tan apuesto, devastado por la bebida, la ira y el resentimiento, cuyas sienes empezaban a blanquear.

Estaba midiendo qué posibilidades tendría contra mí, estudiando la distancia que habría de recorrer con la espada, calculando cuánto tardaría en llegar al arco de la puerta tras la embestida. Echó un vistazo por el patio para hacerse una idea de cuántos hombres de la guardia real andaban por allí: sólo había dos. En un abrir y cerrar de ojos, podría haber arremetido contra mí, dejar que los suyos se ocuparan de los otros dos y haber escapado. Pero pareció dudar. Uno de los suyos espoleó su montura y se le acercó. El hombre en cuestión se cubría con un yelmo; las carrilleras sólo me permitían verle los ojos. Llevaba un escudo a la espalda, con la cabeza pintada de un toro con los cuernos ensangrentados. El caballo que montaba estaba nervioso y le propinó un buen pescozón. Vi las cicatrices en las ijadas del animal, allí donde le había clavado las espuelas con saña. Se inclinó a Etelwoldo y le susurró algo al oído hasta que Steapa, puesto en pie, interrumpió lo que le estuviera diciendo. Era un hombre imponente, aterrador de tan alto y fornido como era, y, como comandante de la guardia personal del rey, podía andar por las dependencias del palacio sin desprenderse de la espada. Echó mano a la empuñadura y, de inmediato, Etelwoldo trató de envainar como pudo la espada que blandía.

—Me preocupaba que, con este tiempo tan húmedo, se me fuera a herrumbrar, pero parece ser que no.

—¿La untáis con grasa de oveja? —le pregunté.

—Eso se lo dejo a mi criado —replicó irritado, antes de envainar la espada.

El hombre que llevaba el escudo con el toro de cuernos ensangrentados se me quedó mirando desde la penumbra de su yelmo.

—¿Os veré para las exequias? —pregunté a Etelwoldo.

—Y para la coronación —repuso, taimado—. Antes he de atender algunos asuntos en Tweoxnam —añadió con una sonrisa, cargada de negros presagios—. Mi hacienda no es tan grande como la de Fagranforda, lord Uhtred, pero sí lo bastante como para que no la deje desatendida aun en días tan tristes —dijo, haciéndose con las riendas y clavándole las espuelas a su caballo de guerra, que se puso en marcha.

Los suyos se fueron tras él; los cascos de sus monturas resonaron contra el pavimento de piedra.

—¿Quién es ese que lleva una cabeza de toro pintada en el escudo? —pregunté a Steapa.

—Sigebriht de Cent —contestó, sin perder de vista a los hombres que pasaban bajo el arco—. Un imbécil, joven y rico.

—¿Y los otros? ¿Eran de los suyos o eran hombres de Etelwoldo?

—Etelwoldo cuenta con gente armada —repuso Steapa—. Se lo puede permitir. Disfruta de las propiedades de su padre en Tweoxnam y Wimburnan. Es rico, pues.

—Debería estar muerto.

—Se trata de un asunto de familia —replicó—. Nada que tenga que ver con vos o conmigo.

—Pero seremos vos y yo quienes hayamos de resolver el asunto por el bien de la familia —predije.

—Estoy muy mayor para esas cosas —rezongó.

—¿Qué edad tenéis?

—¡No tengo ni idea! —contestó—. ¿Cuarenta, quizá?

A través de una puerta disimulada en la muralla del palacio, por un sendero cubierto de hierba empapada, me condujo hasta la antigua iglesia de Alfredo, al pie de la nueva catedral. Como telas de araña, unos andamios se alzaban hasta lo alto de la gran torre de piedra, inconclusa. Unos cuantos ciudadanos se apiñaban a la puerta de la vieja iglesia. No se oía una voz; estaban de pie y parecían ajenos a cuanto pasaba a su alrededor, echándose a un lado con lentitud al ver que Steapa y yo nos acercábamos. Algunos tenían la cabeza gacha. La puerta estaba custodiada por seis de los hombres de Steapa que, al vernos, retiraron las lanzas que cerraban el paso.

Al entrar en la vieja iglesia, Steapa se santiguó. Hacía frío allí dentro. Los muros de piedra estaban pintados con escenas de las Escrituras cristianas; oro, plata y cristal resplandecían en los altares. El sueño de cualquier danés, pensé: tesoros suficientes como para comprar una flota repleta de hombres armados.

—Decía que era una iglesia muy pequeña —comentó Steapa con asombro mientras contemplaba las vigas que, en lo alto, sostenían el techo; unos pájaros cruzaron el aire—. El año pasado anidó un halcón allí arriba —añadió.

Al pie del altar mayor, los restos mortales del rey ya estaban en la iglesia. Un arpista interpretaba una melodía, acompañada en la penumbra por las voces del coro del hermano John. Me pregunté si mi hijo andaría entre ellos, pero me dio la impresión de que no era así. Unos curas musitaban sus plegarias en los altares laterales o permanecían de rodillas junto al ataúd del rey. Alfredo tenía los ojos cerrados, con un lienzo blanco alrededor del rostro para cerrarle la boca, donde asomaba una corteza, presumiblemente dispensada por algún cura que le había introducido un trozo del pan sagrado de los cristianos entre los labios. Estaba revestido con la túnica blanca de los penitentes, la misma que en cierta ocasión, años antes, cuando Etelwoldo y yo recibimos la orden de postrarnos ante un altar, me hubiera obligado a vestir. A mí, no me había quedado más remedio que aguantar la humillación, pero Etelwoldo había convertido aquella ceremonia indigna en una farsa, fingiendo que la culpa lo consumía y proclamando su remordimiento a los cuatro vientos: «¡No más tetas, Señor, no más tetas! ¡Apártame de las tetas!». Recordé cómo Alfredo, sin ocultar su disgusto, se había dado media vuelta.

—Exanceaster —dijo Steapa.

—Ambos estábamos pensando en el mismo día —comenté.

—Llovía, y tuvisteis que ir de rodillas por el campo hasta el altar. Lo recuerdo como si fuera hoy.

Aquélla había sido la primera vez que, entre asustado y aterrado, había visto a Steapa en mi vida. Más tarde, habíamos peleado juntos y nos habíamos hecho amigos, pero todo se me antojaba tan lejano, mientras permanecía de pie junto al ataúd que contenía los restos de Alfredo, y pensaba en cómo se pasaba la vida y cómo, a lo largo de casi toda la mía, el rey había sido para mí como un indicador en el camino. Nunca me había caído bien. Había luchado contra él y también de su parte; había echado pestes de él y le había agradecido lo que había hecho por mí; lo había detestado y admirado a partes iguales. Abominaba de su religión y de su gélida mirada de censura, de aquella astucia que tan bien sabía cómo envolver en una benevolencia que se me antojaba fingida; de su fidelidad a un dios que privaría al mundo, calificándolo de pecado, de todo atisbo de alegría. Pero, gracias a su religión, también había sido un buen hombre y un buen rey.

Tampoco olvidaba que el alma acongojada de Alfredo había sido como una roca contra la que nada habían podido los daneses. Una y otra vez habían atacado y, otras tantas, Alfredo los había derrotado, y Wessex se había hecho más fuerte y más próspero, todo gracias a Alfredo. Pensamos que los reyes son seres privilegiados que deciden sobre nuestras vidas y tienen libertad para hacer, deshacer y echar mano de las leyes cuando les viene en gana, pero Alfredo nunca se colocó por encima de aquellas leyes que tanto le gustaba dictar. Entendía la vida como un deber que tenía para con su dios y para con el pueblo de Wessex. Nunca he conocido un rey mejor, y dudo que mis hijos, mis nietos o mis tataranietos lleguen a conocer a alguno que lo supere. Nunca me gustó, pero nunca dejé de admirarlo. Era mi rey y todo lo que tengo se lo debo: la comida que paladeo, la casa donde vivo y las espadas que llevan mis hombres, todo eso comenzó con Alfredo, que, a veces, me odiaba, y otras, me recompensaba con largueza. Era un dispensador de riquezas.

Lágrimas rodaban por las mejillas de Steapa. Algunos de los curas que estaban arrodillados junto al féretro lloraban a lágrima viva.

—Esta noche cavarán una fosa para el rey —dijo Steapa, señalando al altar mayor, rebosante de los rutilantes relicarios que Alfredo en tan gran estima tenía.

—¿Lo van a enterrar ahí? —le pregunté.

—Hay una cripta —me dijo—, pero hay que abrirla. Una vez que la nueva iglesia esté concluida, trasladarán allí sus restos.

—¿Y las exequias? ¿Se celebrarán mañana?

—Dentro de una semana, quizá. Hay que dar tiempo para que la gente pueda acercarse hasta aquí.

Nos quedamos durante un buen rato en la iglesia, saludando a algunos de los hombres que acudían al velatorio. A eso del mediodía, acompañado por un grupo de nobles, se presentó el nuevo rey. Eduardo era alto, de cara alargada, labios finos y unos cabellos muy negros que se peinaba hacia atrás. Me pareció tan joven… Llevaba una túnica azul, ceñida con un cinturón de cuero con incrustaciones de oro, y se cubría con una capa de color negro que llegaba hasta el suelo. No ceñía corona alguna, porque aún no había sido coronado, pero sí portaba una diadema de bronce en la cabeza.

Reconocí a la mayor parte de los ealdormen que venían con él, Etelnoth, Wilfrith y, como es natural, Etelhelmo, su futuro suegro, que no se apartaba del padre Coenwulf, confesor y director espiritual de Eduardo. Con él, venía además media docena de hombres más jóvenes a quienes no conocía. Entonces fue cuando vi a mi primo, Etelredo, quien, al reparar en mí, se detuvo. Al acercarse al féretro con los restos de su padre, Eduardo le hizo una seña para que se le uniese. Steapa y yo doblamos una rodilla y así nos quedamos, mientras Eduardo permanecía arrodillado a los pies del ataúd de su padre, rezando con las manos juntas. Los guardias que lo acompañaban se arrodillaron también. No se oía un murmullo. El coro no dejaba de cantar, mientras el humo del incienso impregnaba el aire que surcaban unos rayos de sol.

Etelredo tenía los ojos cerrados, como si estuviera rezando. En su rostro se dibujaba la ira y parecía mayor de lo que era, quizá porque había estado enfermo y, al igual que quien había sido su suegro, Alfredo, era propenso a sufrir ataques repentinos. Sin dejar de hacerme algunas preguntas para mis adentros, me dediqué a observarlo. Debía de haber confiado en que la muerte de Alfredo bastaría para aflojar los lazos que unían su señorío, el de Mercia, a Wessex. Debía de haber esperado que se celebraran dos coronaciones, una en Wessex y otra en Mercia, y debía de haberse enterado de que Eduardo estaba al tanto de tales planes. Su mujer, tan querida en Mercia, a quien había tratado de apartar de todo recluyéndola en el convento de Santa Eudivigis, se interponía en su camino; el otro obstáculo era, por supuesto, el amante de su esposa.

—Lord Uhtred —dijo Eduardo, abriendo los ojos, pero sin separar las manos, como si aún estuviera rezando.

—¿Mi señor?

—¿Os quedaréis para las exequias?

—Sí, si tal es vuestro deseo, mi señor.

—Así es —repuso—. Luego, no sería mala cosa que os dierais una vuelta por vuestra hacienda de Fagranforda —añadió—. Estoy seguro de que tenéis tarea por delante.

—Como digáis, mi señor.

—Pediré a lord Etelredo —continuó Eduardo con voz alta y resoluta— que se quede a mi lado durante unas cuantas semanas para aconsejarme. Habré de actuar con prudencia, y no se me ocurre nadie mejor para procurarme juiciosas recomendaciones.

Monsergas, como es de suponer. Cualquier charlatán le daría mejores consejos que los que pudieran salir de boca de Etelredo. No eran las recomendaciones de mi primo lo que Eduardo andaba buscando. Quería tener a Etelredo a su alcance, allí donde no pudiera suscitar desórdenes, al tiempo que me enviaba a mí a Mercia para reforzar los lazos de aquel territorio con el reino de los sajones del oeste. Y porque sabía que si yo iba a Mercia, su hermana me seguiría. No se me movió ni un músculo de la cara.

Un gorrión pasó volando en lo alto de la iglesia, y sus heces, húmedas y blanquecinas, fueron a caer en el rostro sin vida de Alfredo, salpicándole desde la nariz hasta la mejilla izquierda.

Un presagio tan funesto, tan terrible, que todos los que estábamos alrededor del féretro contuvimos la respiración.

En ese momento, uno de los guardias que estaban a las órdenes de Steapa irrumpió en la iglesia y, a toda prisa, recorrió la larga nave, sin arrodillarse siquiera. Se quedó mirando a Eduardo, luego se volvió a Etelredo y, por fin, reparó en mí. Parecía no saber qué decir hasta que Steapa, con un bufido, le instó a hablar.

—Se trata de la dama Etelfleda —informó el soldado.

—¿Qué le ocurre? —se inquietó Eduardo.

—Que lord Etelwoldo se la ha llevado por la fuerza del convento, mi señor. La han raptado y se han marchado.

La pelea por Wessex acababa de comenzar.