Capítulo V

Cazando y merodeando, pasamos el verano. Nunca es deseable que los hombres estén mucho tiempo mano sobre mano, de modo que, con la plata que me habían prestado, compré unos caballos y nos fuimos al norte hasta los límites de las propiedades de Sigurd. Aunque no íbamos buscando pelea, si el danés se enteró de que andábamos cerca, no hizo nada, por miedo quizá de otra encerrona que acabara en un vano enfrentamiento con galeses aguerridos. No disponía de hombres para plantar cara a Sigurd. Desplegué el pendón y todo, pero sólo por fanfarronear.

Haesten seguía en Ceaster aunque, desde la primavera, las tropas que estaban a sus órdenes se habían quintuplicado. Los refuerzos no eran hombres leales a su persona, sino vasallos de Sigurd y de su aliado Cnut el Espadón, y habían llegado en número suficiente para vigilar el perímetro de las murallas de la antigua fortaleza. Los escudos colgaban en la empalizada; en la puerta sur del fortín, ondeaban los pendones. El estandarte del cuervo volador de Sigurd se desplegaba junto al de Cnut, un hacha y una cruz hecha pedazos. No vi el estandarte de Haesten, de lo que deduje que había prestado juramento de lealtad a uno de los dos señores de la guerra.

Merewalh estimaba que habría unos mil hombres tras los muros de la fortaleza.

—Salen para provocarnos —me informó—. Está claro que buscan el enfrentamiento.

—¿Y no les habéis dado ni siquiera una oportunidad?

Negó con la cabeza. Sólo disponía de ciento cincuenta guerreros, de modo que, cada vez que la guarnición de Ceaster hacía una salida, ellos se retiraban.

—No sé cuánto tiempo podremos aguantar así —admitió.

—¿Habéis solicitado refuerzos a lord Etelredo?

—Claro —contestó, con un gesto de desesperación.

—¿Y cuál ha sido su respuesta?

—Que nos limitemos a vigilar sus movimientos —repuso Merewalh, enojado.

Etelredo disponía de hombres como para iniciar una guerra. Podía haber tomado Ceaster cuando hubiese querido. Aun así, no hizo nada.

Como en la ocasión anterior, desplegué mi estandarte con la cabeza del lobo para hacerles saber que había vuelto a las andadas. Y como la vez anterior, Haesten se sintió picado por la curiosidad. A solas, aunque seguido de una docena de hombres cuando menos, con las manos vacías y una sonrisa en los labios, se acercó a mí.

—Magnífico engaño, amigo mío —me felicitó.

—¿Eso pensáis?

—Al jarl Sigurd no le hizo ninguna gracia. Había venido para echarme una mano, ¡y no se os ocurre nada mejor que quemarle la flota! No está muy contento, no.

—No era ésa mi intención.

—Ha jurado que acabará con vos.

—Igual que vos en cierta ocasión.

—Siempre cumplo mi palabra —replicó.

—La quebrantáis con la misma tranquilidad con que un niño atolondrado rompe huevos —respondí, tratando de enojarlo—. Decidme, ¿ante cuál de los dos os habéis arrodillado? ¿Ante Sigurd, quizá?

—Así es —me confirmó—. A cambio, me ha enviado a su hijo y a setecientos guerreros —añadió, señalando a los hombres que venían con él, entre quienes descubrí la mirada torva de Sigurd Sigurdson, que no me quitaba los ojos de encima.

—Vamos a ver: ¿quién manda aquí, vos o el muchacho? —le pregunté.

—Por supuesto que yo —repuso—. Mi cometido consiste en inculcarle un poco de sentido común.

—¿Y Sigurd se fía de vos para tal encargo? —me extrañé. Haesten tuvo la genial ocurrencia de reírme la gracia aunque, por encima de mis espaldas, no perdía de vista la arboleda, tratando de saber cuántos hombres venían conmigo para echar una mano a Merewalh—. En número suficiente para dar buena cuenta de vos —añadí como respuesta a su muda pregunta.

—No lo creo —replicó muy convencido—. De ser así, ya os habríais enzarzado en una pelea, y no estaríais aquí hablando.

No le faltaba razón.

—¿Qué os ha prometido Sigurd a cambio de vuestra lealtad? —le pregunté.

—Mercia —me contestó.

Entonces fui yo quien le rio la gracia.

—¿Mercia? ¿Qué será de Wessex?

—Eso es cosa de Sigurd y Cnut —me contestó, altivo, antes de añadir con una sonrisa—: ¿Quién sabe? ¿Vos quizá? Creo que si os arrastráis ante él, lord Uhtred, el jarl Sigurd tendrá a bien perdonaros. Creo que prefiere que estéis de su lado a teneros en frente.

—Decidle que yo prefiero matarlo —repuse, al tiempo que me hacía con las riendas del caballo—. Por cierto, ¿cómo está vuestra esposa?

—Brunna está muy bien —contestó, sorprendido al escuchar semejante pregunta.

—¿Sigue siendo cristiana? —le pregunté.

Brunna había recibido el bautismo, aunque mucho me temía que aquella comedia no había sido sino un ejercicio de cinismo por parte de Haesten para ahuyentar las dudas que pudiera albergar Alfredo en cuanto a él.

—Cree en el dios de los cristianos —repuso Haesten, molesto—. Todo el día le está pidiendo cosas.

—Confío en que le depare una buena viudedad —le dije, antes de darme media vuelta, momento en el que un hombre me gritó algo. Me volví, y vi que Sigurd Sigurdson espoleaba su montura para llegarse hasta mí.

—¡Uhtred! —me llamaba a voces.

Obligué al caballo a detenerse, me giré y esperé.

—¡Enfrentaos conmigo! —gritó, saltando de la silla y empuñando la espada.

—¡Sigurd! —le advirtió Haesten.

—¡Soy Sigurd Sigurdson! —clamó el mocoso, espada en mano, lanzándome una mirada aviesa.

—No es el momento —intervino Haesten.

—Haced caso a vuestra niñera —recomendé al muchacho, que me embistió con la espada. Esquivé el envite con el pie derecho, de modo que la hoja fue a estrellarse contra el estribo.

—¡No! —gritó Haesten.

Sigurd me lanzó un escupitajo.

—Sois viejo y estáis muerto de miedo —volvió a escupirme, y alzó la voz—. ¡Que todo el mundo sepa que Uhtred salió con el rabo entre las piernas por no tener que vérselas con Sigurd Sigurdson!

Estaba ansioso; era joven, con la misma cabeza que un chorlito. Era un muchachote fornido, que manejaba bien la espada, pero tanto arrebato mermaba su destreza. Quería la fama a cualquier precio, y recordé cómo la había deseado yo cuando tenía su edad y cómo los dioses habían velado por mí. ¿Mirarían tanto por Sigurd Sigurdson? No dije ni media palabra, pero retiré los pies de los estribos y me bajé de la silla de mi montura. Sin prisas, me hice con Hálito-de-serpiente, al tiempo que dedicaba una sonrisa al muchacho y veía cómo la primera sombra de una duda recorría su rostro belicoso.

—¡Basta, os lo ruego! —gritó Haesten.

Al igual que los míos, también los hombres que lo acompañaban se habían acercado.

Extendí los brazos, como si invitase a Sigurd a que me atacara. Dudó un momento, pero era él quien me había desafiado y, si no se enfrentaba conmigo, todos lo tendrían por un cobarde, algo que no le cabía en la cabeza, de modo que se abalanzó contra mí. Movió la hoja con rapidez inusitada, y paré el golpe, aunque me sorprendió lo rápido que era. Le di un empellón con la mano que tenía libre y el chico retrocedió. Embistió de nuevo, con mayor ferocidad si cabe, y también paré el golpe. Limitándome a defenderme, dejé que siguiese atacándome, y tanta pasividad por mi parte lo sacó de quicio. Había sido instruido en el manejo de la espada, pero había olvidado lo referente a cómo dominar los impulsos. Embestía a ciegas, lanzando golpes fáciles de parar. Oí a los hombres de Haesten que le aconsejaban:

—¡Id de frente!

—Pelead conmigo —gritaba el chico, y atacaba de nuevo.

—¡Cachorrito! —le dije, al ver que estaba a punto de echarse a llorar ante tamaña frustración.

Entonces me dirigió una cuchillada a la cabeza. Escuché cómo la hoja cortaba el aire estival, me eché hacia atrás y la punta de la espada me pasó por delante de los ojos. Di un paso adelante, lo empujé de nuevo con la mano que tenía libre, pero, en esta ocasión, le puse la zancadilla por detrás de su pie izquierdo y se fue al suelo como un buey desjarretado. Le planté entonces la punta de Hálito-de-serpiente en el cuello.

—Haceos un hombre antes de enfrentaros conmigo —le advertí. No dejaba de retorcerse, pero se quedó muy quieto al notar cómo le hundía la punta de la espada en el cuello—. Hoy no es el día en que hayáis de morir, Sigurd Sigurdson —le dije—. Soltad la espada.

Emitió una especie de graznido.

—Soltad la espada —repetí en mal tono, y entonces me hizo caso—. ¿Era el regalo que habíais pensado para vuestro padre? —le pregunté. No respondió—. No es el día en que hayáis de morir —le insistí—, pero sí un día que me gustaría que no olvidaseis nunca: el día en que os atrevisteis a desafiar a Uhtred de Bebbanburg —le aguanté la mirada durante unos segundos y, a continuación, recurrí a Hálito-de-serpiente, utilicé sólo la muñeca, ni siquiera el brazo, de forma que, con la punta de la espada, le hice un tajo en la mano con que empuñaba la espada. Al ver la sangre que brotaba, se acobardó. Luego, di un paso atrás, me agaché y me hice con la espada—. Contad a su padre que hoy he perdonado la vida a su cachorro —me dirigí a Haesten. Limpié la punta de Hálito-de-serpiente en el borde de mi capa, arrojé la espada de aquel mocoso a Oswi, mi criado, y de un salto, volví a acomodarme en la silla de mi montura, mientras Sigurd Sigurdson se acariciaba la mano herida—. Transmitid mis saludos a vuestro padre —me despedí, y espoleé mi caballo, mientras me parecía oír un suspiro de alivio por parte de Haesten al ver que el chico seguía con vida.

¿Que por qué lo dejé vivir? Porque no merecía la pena matarlo. Buscaba la forma de provocar a su padre, y la muerte del muchacho habría sido una razón de peso, pero no disponía de hombres suficientes como para sostener una contienda con Sigurd. Para eso, antes tenía que contar con las tropas de los sajones del oeste, tenía que esperar a estar preparado, que Wessex y Mercia unieran sus fuerzas. Tal fue la razón de que Sigurd Sigurdson siguiera con vida aquel día.

Tampoco nos quedamos en Ceaster. No contábamos con los guerreros necesarios para tomar la antigua fortaleza y, cuanto más tiempo nos quedáramos allí, más probabilidades había de que Sigurd apareciese con sus hordas, así que dejamos a Merewalh dedicado a sus labores de vigilancia y regresamos a la hacienda de Etelfleda en el valle del Temes, desde donde envié un mensaje a Alfredo para advertirle de que Haesten había prestado lealtad a Sigurd y de que Ceaster estaba bien defendida. Sabía que Alfredo estaría tan enfermo que poco habría de importarle la noticia, pero supuse que a Eduardo o al consejo del rey, el witan, les gustaría estar al tanto del asunto. No obtuve respuesta. El verano dejó paso al otoño, y el silencio de Wintanceaster empezaba a preocuparme. Por algunos viajeros, supimos que el rey estaba al límite de sus fuerzas, que apenas si se levantaba de la cama y que estaba atendido por su familia. Tampoco sabía nada de Etelfleda.

—Por lo menos, podía daros las gracias por haber desenmascarado a Eohric —se lamentó Finan una noche. Se refería a Alfredo, claro.

—Seguro que no le hizo ninguna gracia —repuse.

—¿Qué, que siguierais con vida?

Esbocé una sonrisa.

—Que el tratado no se concluyese.

Enfurruñado, Finan se quedó mirando el suelo de la estancia. No habíamos encendido el fuego del hogar porque hacía calor. Sentados, los hombres guardaban silencio; los perros estaban tumbados en los juncos.

—Necesitamos plata —prosiguió Finan, de malhumor.

—Lo sé.

¿Cómo había llegado a andar tan corto de recursos? Había gastado casi todo el dinero que tenía en aquella expedición al norte en busca de Ælfadell y en la encerrona de Snotengahamm. Todavía me quedaba algo de plata, pero poca en realidad para satisfacer mi ambición, que no era otra que recuperar Bebbanburg, la gran fortaleza a orillas del mar, y para eso necesitaba hombres, barcos, armas, víveres y tiempo, una fortuna en realidad, cuando lo cierto era que estaba viviendo de prestado en un astroso caserío al sur de Mercia. Vivía de la caridad de Etelfleda y, al no recibir ni una carta de ella, se me antojaba que las cosas no iban bien. Me imaginaba que todo se debía a la funesta influencia de su familia y de esos curas entrometidos, siempre dispuestos a decirnos cómo debemos comportarnos.

—Alfredo no se merece a alguien como vos —sentenció Finan.

—Tiene otras cosas en la cabeza —repliqué—, como que se muere, por ejemplo.

—De no haber sido por vos, no estaría vivo a estas alturas.

—Por nosotros —le corregí.

—¿Y qué ha hecho por nosotros? —insistió el irlandés—. ¡Por todos los santos! Acabamos con los enemigos del rey y nos trata como si fuéramos mierdas de perro.

No dije nada. En un rincón de la estancia, un arpista tocaba, pero sus notas eran tan lánguidas y melancólicas que no me levantaban el ánimo precisamente. Fuera oscurecía; dos criadas dejaron unas velas encima de la mesa. Observé cómo Ludda deslizaba una mano por debajo de las faldas de una de las mujeres, y me asombré de que todavía siguiera a mi lado, y de que, cuando se lo había planteado, me dijera que, si bien a veces la fortuna nos sonríe, en ocasiones, nos da la espalda, y que tenía la impresión de que mi suerte estaba a punto de cambiar. Ojalá estuviese en lo cierto.

—¿Qué fue de la galesa, Ludda? —le pregunté a voces—, ¿cómo se llamaba?

—Teg, mi señor. Pasó que se convirtió en murciélago y echó a volar —me dijo con una sonrisa burlona.

Reparé en que muchos de los hombres se santiguaban.

—A lo peor, acabamos todos convertidos en murciélagos —comenté, hundido.

Taciturno, Finan presidía la mesa.

—Si Alfredo no quiere saber nada de vos —apuntó, incómodo—, deberíais uniros a sus enemigos.

—Hice un juramento a Etelfleda.

—¡Como el que ella hizo a su esposo! —replicó, con rabia.

—No pelearé contra ella —le aseguré.

—Y yo no me iré de vuestro lado —dijo Finan, y era sincero—, pero no todos los hombres que ahí veis están dispuestos a pasar hambre en invierno.

—Lo sé —repuse.

—Robemos un barco —me propuso—, y hagámonos vikingos.

—El año va muy avanzado para tales aventuras —le disuadí.

—Sólo Dios sabe cómo pasaremos el invierno —rezongó—. Tenemos que hacer algo. Habrá que liquidar a un ricachón.

En ese instante, los hombres que estaban de guardia en la puerta cerraron el paso a alguien que, con cota de malla, yelmo y una espada envainada ceñida a la cintura, acababa de llegar. Tras él, envueltos en la oscuridad que ya se nos echaba encima, una mujer y dos niños.

—¡Permiso para entrar! —gritó el recién llegado.

—¡Como que hay Dios! —exclamó Finan, tras reconocer la voz de Sihtric.

Uno de los guardias intentó que le entregase la espada; de un manotazo, Sihtric lo apartó de su lado.

—Que ese cabrón se quede con la espada —ordené, poniéndome en pie—, y que entre de una vez.

La mujer de Sihtric y los dos pequeños venían tras él, pero no traspasaron el umbral. Mientras, Sihtric se adentraba en la estancia. Todo el mundo se quedó callado.

Finan se puso en pie, dispuesto a plantarle cara, pero obligué al irlandés a sentarse.

—Cosa mía —le dije en voz baja. Rodeé la mesa que presidía la reunión y salté al suelo de la estancia, cubierto de juncos. Al verme, Sihtric se detuvo. Yo iba desarmado, dejábamos las armas a la entrada porque no conviene mezclar armas con cerveza. Escuché un grito entrecortado cuando Sihtric desenvainó su larga hoja. Algunos de los hombres se pusieron en pie, dispuestos a intervenir, pero yo les hice una seña para indicarles que permanecieran sentados, y seguí andando al encuentro del acero desnudo. Me detuve a dos pasos de él.

—¿Y bien? —le pregunté, en tono áspero.

Sihtric sonrió, y yo me eché a reír. Extendí los brazos y él me devolvió el abrazo. Luego, me alargó la empuñadura de la espada.

—A vuestro servicio, mi señor, como siempre lo ha estado —me dijo.

—¡Cerveza! —reclamé a gritos al intendente—. ¡Cerveza y comida!

Al ver cómo acompañaba a Sihtric al estrado, pasándole un brazo por encima del hombro, Finan no salía de su asombro. Los hombres estaban contentos: Sihtric les caía bien y no habían entendido la forma en que se había comportado, pero el caso es que todo lo habíamos tramado entre los dos, hasta habíamos ensayado las frases injuriosas. Quería que Beortsig lo incluyera entre los suyos, y el de Mercia, como un ave rapaz, no había dudado en abalanzarse sobre el polluelo. Había encargado a Sihtric que entrase al servicio de Beortsig hasta que se enterase de lo que a mí me interesaba y, por fin, estaba de vuelta.

—No sabía cómo dar con vos, mi señor, de modo que me encaminé a Lundene, y Weohstan me dijo dónde podía encontraros.

Me contó que Beornnoth había muerto: el anciano había fallecido a principios del verano, antes de que los hombres de Sigurd pasasen por sus tierras con la intención de arrasar Buccingahamm.

—Aquella noche durmieron en la hacienda, mi señor —me informó.

—¿Los hombres de Sigurd?

—Y el propio Sigurd. Beortsig los agasajó a todos.

—¿Está al servicio, pues, del danés?

—Así es —me confirmó, lo que no era una sorpresa—, pero no sólo él, mi señor. Había también un sajón, un hombre al que Sigurd trataba con respeto. Un hombre de cabellos largos a quien llamaban Sigebriht.

—¿Sigebriht?

El nombre me resultaba familiar, pero, por más vueltas que le daba, no conseguía acordarme de quién era, aunque recordaba que la viuda que nos había dado alojamiento en Buchestanes había dicho algo a propósito de un sajón de cabellos largos que había ido a ver a Ælfadell.

—Sigebriht de Cent, mi señor —añadió Sihtric.

—¡Ya caigo! —Le serví cerveza—. El padre del tal Sigebriht es el ealdorman de Cent, ¿no es así?

—Así es, mi señor: el ealdorman Sigelf.

—¿Y a Sigebriht no le ha hecho ninguna gracia la designación de Eduardo como rey de Cent, verdad?

—Sigebriht no puede ver a Eduardo, mi señor —me confirmó Sihtric, con una sonrisa, encantado con la labor que había llevado a cabo. Le había pedido que entrase al servicio de Beortsig para espiar al de Mercia y había cumplido su cometido a la perfección—, pero no sólo porque haya sido nombrado rey de Cent, mi señor, sino por causa de una joven dama, Ecgwynn.

—¿El mismo os lo contó? —le pregunté, boquiabierto.

—A mí, no, mi señor. Se lo contó a una esclava. Se la estaba tirando y, por lo visto, metido en faena, es de los lenguaraces, así que se lo contó y, a su vez, la chica se lo cotorreó a Ealhswith.

Ealhswith era la mujer de Sihtric que, en aquel momento, sentada entre los míos, comía junto a sus dos hijos. Había sido puta y había aconsejado a Sihtric que no se casase con ella. Pero me había equivocado: el tiempo había demostrado que era una buena esposa.

—A ver, explícate: ¿quién es esa joven dama? —le pregunté.

—Es la hija del obispo Swithwulf, mi señor —me aclaró Sihtric. Sólo sabía que era obispo de Hrofeceastre, en Cent, pero nunca los había visto, ni a él ni a su hija—. Y le gustaba más Eduardo que Sigebriht —añadió.

¿De modo que la hija de aquel obispo era la muchacha con la que Eduardo había querido casarse, aquella a la que había tenido que renunciar porque no contaba con el beneplácito del rey?

—Me han contado que a Eduardo le dijeron que se olvidara de la joven —dejé caer.

—Pero ella se fugó con él —continuó—, o eso decía Sigebriht.

—¿Que se fugaron? —me sorprendí sin poder contener una sonrisa—. ¿Y dónde anda ahora?

—Nadie sabe su paradero.

—Pero si Eduardo acaba de pedir la mano de Elfleda —exclamé mientras, para mis adentros, pensaba en lo duras que habían debido de ser las palabras que padre e hijo se cruzaran en aquella ocasión. Había bastado la sonrisa de la hija de un obispo para que Eduardo, del que siempre se había dicho que era el heredero mejor que podía imaginar Alfredo, el hijo que se había criado lejos del pecado, el príncipe educado y preparado para ser el nuevo rey de Wessex, echase por tierra los sermones que le habían endilgado los curas de su padre—. De modo que Sigebriht no puede ni ver a Eduardo —concluí.

—No, mi señor.

—Porque raptó a la hija de un obispo. No me parece una razón de peso para que haya prestado juramento de lealtad a Sigurd.

—No, mi señor —confirmó Sihtric, muerto de risa. Se había guardado lo mejor para el final—. No ha jurado lealtad a Sigurd, mi señor, sino a Etelwoldo.

Por eso Sihtric había pensado que era hora de volver a casa, porque había descubierto quién era el Sajón, el Sajón del que Ælfadell me había dicho que destruiría Wessex, y me pregunté cómo no se me habría ocurrido antes. Había sospechado que Beortsig tramaba algo porque aspiraba a ser rey de Mercia, pero era un hombre insignificante, igual que Sigebriht no le hacía ascos a la idea de ser rey de Cent algún día, aunque no me lo imaginaba capaz de arrasar Wessex. Y hete aquí que ésa era la respuesta que andaba buscando. La había tenido delante todo el tiempo, pero ni me había detenido a considerarla, porque Etelwoldo era un pobre majadero, pero también los mentecatos son ambiciosos, astutos y saben qué es lo que más les conviene.

—¡Etelwoldo! —repetí, asombrado.

—Sigebriht le ha jurado lealtad, mi señor, y es quien lleva los mensajes de Etelwoldo a Sigurd. Hay algo más que tengo que deciros: el cura que no se separa de Beortsig es tuerto, enjuto como un junco y calvo.

Estaba pensando en Etelwoldo, pero no tardé en acordarme de aquel día lejano en que unos insensatos habían tratado de acabar conmigo, y que había salido con bien de aquel brote gracias a la honda y al rebaño de un pastor.

—Beortsig ordenó mi muerte —concluí.

—O quizá su padre —aventuró Sihtric.

—Porque Sigurd se lo había pedido —adiviné—, o quizás Etelwoldo.

Y entonces lo vi todo claro. Ya sabía lo que tenía que hacer, aunque no quisiera. Tiempo atrás había jurado que nunca volvería a poner los pies en la corte de Alfredo, pero al día siguiente ya iba camino de Wintanceaster.

A ver al rey.

* * *

Etelwoldo. Tenía que habérmelo imaginado. Lo conocía de toda la vida y siempre me había parecido un ser despreciable. Era sobrino de Alfredo y se sentía vejado. Hacía años, por supuesto, que Alfredo tendría que habérselo quitado de en medio, pero una suerte de aprecio, de afecto quizá por aquel que era hijo de su hermano o, lo que es más probable, una consecuencia de ese sentimiento de culpa en que se recrean los cristianos fanáticos, se lo había impedido.

El padre de Etelwoldo había sido el rey Etelredo, hermano de Alfredo. Como primogénito de Etelredo, Etelwoldo estaba llamado a ser rey de Wessex, pero su padre había fallecido cuando él era todavía niño, y el witan, el consejo de notables del reino, había sentado en el trono a su tío Alfredo, algo que éste siempre había ambicionado y por lo que había intrigado, de modo que no faltaban quienes lo tenían por usurpador. Desde entonces, tal había sido la idea que de su tío tenía Etelwoldo, pero Alfredo, en lugar de asesinar a su sobrino, como tantas veces yo le aconsejara, había preferido colmarlo de atenciones. Consintió en que siguiese administrando algunas de las propiedades de su padre, le perdonó sus repetidas traiciones y, a no dudarlo, rezaba por él, algo de lo que Etelwoldo andaba más que necesitado. Era un infeliz, borracho la mayor parte del tiempo, y quizás ésa fuera la razón de que Alfredo le permitiese tanto. A nadie en su sano juicio se le ocurriría pensar que un necio beodo pudiera representar una amenaza para el reino.

Pero Etelwoldo andaba en tratos con Sigurd. Aspiraba al trono que a Eduardo le estaba reservado y, con el propósito de ser rey, había sugerido una posible alianza con Sigurd, y al danés, como es natural, nada podía convenirle más que un sajón que se plegase a sus deseos, sobre todo si sus pretensiones eran tan legítimas como las de Eduardo, si no más fundadas, lo que le permitiría invadir Wessex con sus huestes amparándose en una pretendida restauración de la línea dinástica interrumpida.

Seis jinetes, pues, nos pusimos en camino hacia el sur, atravesando Wessex. Conmigo venían Osferth, Sihtric, Rypere, Eadric y Ludda. Dejé a Finan al frente de los hombres, aunque no sin prometerle algo a cambio:

—Si en Wintanceaster no se nos recompensa con largueza —le dije—, nos iremos al norte.

—Algo habrá que hacer —contestó el irlandés.

—Os lo prometo —repetí—. Nos haremos vikingos y medraremos. Pero creo que al rey he de darle una última oportunidad.

Con tal de que sacáramos provecho, a Finan poco le importaba la bandería que defendiésemos, y me hacía cargo de cómo se sentía. Si mi ambición era la de recuperar Bebbanburg algún día, la suya era volver a Irlanda y vengarse del hombre que le había arrebatado todo, llevándose por delante a su familia, y, para eso, necesitaba tanto la plata como yo. Como buen irlandés, era cristiano, aunque nunca consintió que sus creencias le impidiesen disfrutar de los placeres, y no habría dudado en poner su espada al servicio de los enemigos de Wessex si, como recompensa, recibía dinero suficiente para preparar una expedición que lo llevase de vuelta a su país. Sabía que, desde su punto de vista, aquel viaje a Wintanceaster era una pérdida de tiempo. A Alfredo, yo no le caía bien, y las cosas con Etelfleda parecían haberse enfriado. En palabras de Finan: me disponía a arrastrarme como un mendigo ante personas que deberían haber dado muestras de gratitud desde el principio.

Más de una vez, durante el viaje, pensé que Finan tenía razón. Tantos años luchando para que Wessex fuera lo que era, tantos de sus enemigos yacían bajo tierra por mi mano y, como pago por mis servicios, sólo tenía una bolsa vacía. Es verdad que había sido un vasallo reticente, que había quebrantado juramentos, que había cambiado de bando, que me había rebelado contra las aristas que impone la lealtad, en todo eso pensaba cuando había dicho a Osferth que antes prefería ser espada de los sajones que escudo de Mercia. Por eso quería ir por última vez al corazón de la Britania sajona, para saber si querían mi espada a su servicio o no. ¿Y si me decían que no? Tenía amigos en el norte. Allí vivía Ragnar, mucho más que un amigo, un hombre al que quería como a un hermano, que no dejaría de echarme una mano. Y si el precio que se me exigiera a cambio pasaba por convertirme en enemigo perdurable de Wessex, con gusto lo satisfaría. Cabalgaba, pues, no como el vagabundo que Finan imaginaba, sino con ánimo de tomarme cumplida venganza.

Llovía cuando nos acercamos a Wintanceaster, una lluvia suave para una tierra mullida, campos de tierra acogedora, pueblos que, gracias a sus nuevas iglesias, sus sólidos techados de paja y la ausencia de esqueletos macilentos de vigas calcinadas, proclamaban su prosperidad a los cuatro vientos. Las casas solariegas eran cada vez más grandes; sus dueños querían estar cerca del poder.

Pero el caso es que dos eran los poderes presentes en Wessex, el rey y la Iglesia, y los templos, como las casas, eran más grandes a medida que nos acercábamos a la ciudad. ¿Quién podría albergar dudas sobre las intenciones de los hombres del norte? ¿Cómo no acariciar la idea de hacerse con aquellas tierras? Ganado bien alimentado, graneros a rebosar, muchachas preciosas.

—Va siendo hora de que penséis en casaros —dije a Osferth, mientras dejábamos atrás las puertas abiertas de par en par de un establo donde dos muchachas de cabellos rubios aventaban el grano en una era.

—Eso mismo he pensado yo —respondió, apesadumbrado.

—¿Sólo pensado?

En su rostro se dibujó una media sonrisa.

—Vos creéis en el destino, mi señor —añadió.

—¿Acaso vos no? —le pregunté. El muchacho y yo íbamos un poco por delante de los otros—. Además, ¿qué tiene que ver el destino con que metáis a una chica en la cama?

Non ingredietur mamzer hoc est de scorto natus in ecclesiam Domini —citó, al tiempo que me dirigía una mirada funesta— usque ad decimam generationem.

—Olvidáis que el padre Beocca y el padre Willibald trataron de enseñarme latín, y se dieron por vencidos —le comenté.

—Es una frase de las Escrituras, mi señor, un mandato del libro del Deuteronomio que estipula que ningún bastardo puede acceder a la asamblea de los fieles, al tiempo que establece que la maldición persistirá a lo largo de diez generaciones.

Me lo quedé mirando; no podía creerme lo que acababa de oír.

—¡Pero si ibais para cura cuando os conocí!

—¡Por eso lo dejé! —contestó—. No me quedaba otra. ¿Cómo iba a ser cura si el propio Dios me había excluido de los elegidos?

—O sea, que no podéis ser cura —convine—, pero eso no os impide casaros.

Usque ad decimam generationem —replicó—. Mis hijos serían malditos, igual que los hijos de sus hijos y, así, hasta diez generaciones.

—¿Me estáis diciendo que todos los hijos bastardos están malditos?

—Eso nos dice Dios, mi señor.

—Un dios sanguinario, desde luego —repuse sin dudarlo, hasta que reparé en que no había afectación alguna en la angustia que sentía—. ¿Qué parte de culpa os corresponde si a vuestro padre le gustaba tocarle el culo a una criada?

—No os falta razón, mi señor.

—En tal caso, ¿cómo es posible que su pecado recaiga sobre vos?

—Dios no es siempre justo, mi señor, pero nunca contraviene las normas que El mismo ha dictado.

—¿Y llamáis a eso justicia? O sea, que si no consigo atrapar a un ladrón y me dedico a azotar a sus hijos, ¿os parecería justo?

—Dios abomina del pecado, mi señor, ¿y qué mejor modo de evitar que se propague que imponer el peor de los castigos? —repuso, mientras apartaba su montura a la izquierda del camino para dejar paso a una recua de caballerías que, cargadas de pieles de cordero, se dirigían al norte—. Si no fuera ése el castigo —continuó Osferth—, ¿quién pondría coto al pecado?

—Me encanta eso de pecar —repliqué, mientras hacía un gesto al jinete cuyos criados guiaban las bestias de carga—. Y Alfredo, ¿aún con vida? —le pregunté.

—A duras penas —me contestó, santiguándose y dirigiéndome un saludo de gratitud cuando le deseé que tuviera buen viaje.

Osferth se me quedó mirando con gesto ceñudo.

—¿Por qué me habéis pedido que os acompañe, mi señor? —me preguntó.

—¿Hay algo acaso que lo impida?

—Podíais habérselo pedido a Finan, pero me elegisteis a mí.

—¿No queréis ver a vuestro padre?

Se quedó callado un momento. Luego se volvió y me miró con los ojos llenos de lágrimas.

—Sí, mi señor.

—Por eso os pedí que vinierais —le dije, en el momento en que salíamos de una revuelta del camino y, a la sombra de la nueva y flamante iglesia que se alzaba por encima de los tejados apretados, vimos Wintanceaster a nuestros pies.

Wintanceaster era, en realidad, el más imponente de los burhs erigidos por Alfredo, ciudadelas levantadas para hacer frente a los daneses: un foso profundo, sólo en parte inundado, al que seguía un empinado terraplén de tierra que culminaba una empalizada de troncos de roble, rodeaba la ciudad. Pocas cosas eran tan terribles como asaltar uno de esos baluartes. Los defensores del lugar como, pongamos por caso, los hombres de Haesten en Beamfleot, llevan todas las de ganar porque pueden lanzar armas y piedras contra los asaltantes, que, además de salvar tales obstáculos, tienen que trepar por escalas que los defensores, a golpes de hacha, tratan de derribar. Si Wessex era un territorio seguro, lo era gracias a aquellos fortines que construyera Alfredo. Los daneses podían arrasar los campos, pero todo lo que tuviera algún valor estaba a buen recaudo tras los muros de una ciudadela, murallas que los daneses, amenazantes, podían hartarse de rodear a lomos de sus monturas, porque la única forma de someter uno de esos fortines era matar de hambre a la guarnición que los defendía, situación que podía prolongarse durante semanas, meses incluso, tiempo en que los asaltantes quedaban a merced de tropas procedentes de otras ciudadelas. La única alternativa era mandar a los hombres a atacar las murallas y ver cómo morían mientras trataban de salvar el foso, y de todos es sabido que los daneses eran muy mirados en lo que al desperdicio de vidas se refiere. Los burhs eran auténticas fortalezas, inexpugnables para los daneses y, mientras así discurría, me dio por pensar que Bebbanburg disponía de mejores defensas si cabe.

Guardada por una docena de hombres que cerraban el paso bajo el arco, la puerta norte de acceso a Wintanceaster era de piedra. Al frente del destacamento había un hombre menudo, de cabellos grises y mirada feroz que, al verme, hizo un gesto para que los suyos se apartasen.

—Soy Grimric, mi señor —me saludó, confiando en que me acordase de él.

—Nos vimos en Beamfleot —aventuré.

—Así es, mi señor —encantado de que aún lo recordara.

—Donde llevasteis a cabo una buena carnicería —añadí, con la esperanza de no meter la pata.

—No estuvo mal la lección que, como buenos sajones, dimos a esos hijos de puta —repuso, con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡No hago más que decir a estos tiernos infantes que sólo vos sabéis cómo pelea un hombre con lo que hay que tener! —Hizo una seña con el pulgar hacia sus hombres, muchachos arrancados de sus granjas o de sus colmados para cumplir el cupo de semanas que les correspondía en la guarnición del burh— Ya veis, mi señor, ¡recién destetados! —se lamentó Grimric.

Le di una moneda, dispendio que ni siquiera podía permitirme, pero es la clase de gesto que un señor ha de tener.

—Invitadlos a cerveza —le dije.

—Faltaría más, mi señor —repuso Grimric—. ¡Sabía que vendríais! Tengo que dar aviso de que estáis aquí como bien podéis suponer —me dijo—, pero estaba seguro de que las cosas volverían a su cauce.

—¿A su cauce? —le pregunté, sorprendido al oír tales palabras.

—¡Sabía que así habría de ser, mi señor! —me dijo con una sonrisa franca antes de despedirse de nosotros.

Me fui derecho a Las Dos Grullas; el propietario del local era un viejo conocido. A voces, avisó a los criados para que se hicieran cargo de los caballos, nos trajo cerveza y nos acomodó en una amplia estancia de la parte de atrás de la taberna, con paja limpia esparcida por el suelo.

El dueño del establecimiento era manco, con una barba tan larga que su extremo inferior concluía en un ancho cinturón de cuero. Se llamaba Cynric. Había perdido el antebrazo izquierdo luchando en las filas de Alfredo, y era el dueño del local desde hacía más de veinte años. Estaba al tanto de todo lo que pasaba en Wintanceaster.

—Los curas son los que mandan —me dijo.

—¿Y Alfredo?

—Ese pobre cabrón anda más perdido que un perro borracho. Es un milagro que aún siga con vida.

—¿Y Eduardo? ¿También él está sometido a la tiranía de los curas?

—De los curas, de su madre y del witan —me explicó—, pero no es tan santito como se piensan. ¿Acaso no os han hablado de una joven, la dama Ecgwynn?

—¿La hija del obispo?

—La misma. Era una muchacha preciosa, bien lo sabe Dios, menudita, pero muy hermosa.

—¿Ha muerto?

—Murió tras dar a luz.

Me lo quedé mirando, mientras un revoltijo de ideas se me agolpaba en la cabeza.

—¿Estáis seguro?

—¡Pongo a Dios por testigo! Conozco a la mujer que la asistió. Ecgwynn parió gemelos. Un chico, al que pusieron por nombre Etelstano, y una niña a la que llamaron Eadgyth. La madre falleció aquella misma noche.

—¿Y Eduardo dijo que era el padre de las criaturas? —me interesé. Cynric asintió—. Dos bastardos reales y gemelos —dije en voz baja.

El tabernero asintió con la cabeza.

—En cuanto a lo de bastardos —continuó con voz no menos queda—, Eduardo asegura que se había casado con ella, pero su padre afirma que no fue un matrimonio legítimo y, en tales situaciones, su padre siempre lleva las de ganar. ¡Han procurado que nadie se entere del asunto! Pues anda que no pagaron con creces a la partera.

—¿Y los niños? ¿Siguen vivos?

—En el convento de Santa Eduvigis, al cuidado de la dama Etelfleda.

Me quedé mirando el fuego. De modo que el heredero perfecto era tan pecador como cualquier hijo de vecino. Y Alfredo hurtaba a ojos de todo el mundo el fruto de aquel pecado: los ocultaba en un convento para que nadie supiera de ellos.

—¡Pobre Eduardo! —exclamé.

—Tal y como quería Alfredo, ahora se dispone a casarse con Elfleda —comentó Cynric.

—Y ya tiene dos hijos —repuse, sin salir de mi asombro—. ¡Bonito lío de familia real! ¿Y decís que Etelfleda está en Santa Eduvigis?

—La han recluido en el convento —me confirmó el tabernero.

Sabía de los lazos que me unían a Etelfleda y, por la forma en que lo dijo, deduje que la habían encerrado para mantenerla apartada de mí.

—¿Dónde anda su marido?

—En el palacio de Alfredo. Todos están aquí, hasta Etelwoldo.

—¡No me lo creo!

—Apareció hará cosa de dos semanas, llorando y lamentándose de la suerte de su tío.

Nunca le habría supuesto semejante coraje: había establecido una alianza con los daneses y, con todo y con eso, tenía el descaro de presentarse en la corte de su tío moribundo.

—¿Sigue emborrachándose?

—No, que yo sepa. Al menos, por aquí no ha venido. Dicen por ahí que se pasa el día rezando —añadió, con tanto desdén que no pude por menos que echarme a reír—. Aunque, a fuer de sincero, he de deciros que todos estamos rezando —concluyó, taciturno, dando a entender que la gente estaba preocupada por lo que fuera a pasar cuando Alfredo muriera.

—¿Sigue siendo Hildegyth la abadesa de Santa Eduvigis? —le pregunté.

—Una santa, mi señor; allí la encontraréis.

Pedí a Osferth que me acompañara al convento de Santa Eduvigis. Seguía chispeando, y las calles eran un lodazal. El convento estaba en el extremo norte de la ciudad, rodeado de un terraplén con su empalizada correspondiente. La única puerta de acceso al monasterio se alzaba al final de un largo y embarrado sendero que, al igual que la última vez que había pasado por allí, estaba atestado de mendigos que se mantenían a la espera de las limosnas y la comida que las monjas repartían por la mañana y al anochecer. Nerviosos al ver que Osferth y yo llevábamos cotas de malla y espadas, los pedigüeños se quitaron de en medio. Algunos alargaban las manos o agitaban escudillas de madera. Sin prestarles atención, seguí adelante, sorprendido al comprobar que tres soldados guardaban la puerta del convento. Los tres iban pertrechados de yelmos y lanzas, espadas y escudos. Al ver que nos acercábamos, se alejaron de la puerta y nos cerraron el paso.

—No podéis entrar, mi señor —me dijo uno de ellos.

—¿Sabéis quién soy?

—Sois lord Uhtred, y no se os permite acceder al convento.

—Vengo a ver a la abadesa, una vieja amiga mía —repuse, sin faltar a la verdad. Hild era una buena amiga, una santa y también una mujer a la que había amado, pero, por razones que no se me alcanzaban, no podía verla. El jefe del destacamento era un hombre fornido, de edad mediana, espaldas anchas y cara de buena gente. Llevaba la espada en la vaina, pero ni por un momento dudé que echaría mano de ella si trataba de seguir adelante, como tampoco dudé de lo poco que me costaría que se revolcase en el fango. Pero eran tres, y estaba seguro de que Osferth no se enfrentaría con soldados sajones que defendían las puertas de un convento. Me encogí de hombros y le dije:

—¿Le llevaríais un mensaje a la abadesa de mi parte?

—Por supuesto, mi señor.

—Decidle que Uhtred pasó por aquí para verla.

Asintió con la cabeza. En ese momento, oí el murmullo de los mendigos que se encontraban a mis espaldas; me volví y vi que había más soldados que ocupaban el camino. Reconocí a aquel que estaba al mando, un hombre llamado Godric, que había servido a las órdenes de Weohstan. Iba al frente de siete hombres con yelmo que, al igual que los que guardaban las puertas del convento, portaban escudos y lanzas. Estaban listos para la pelea.

—Me han ordenado que os acompañe a palacio, mi señor —dijo Godric, a modo de saludo.

—¿Y necesitáis lanzas para tal cometido?

Godric no respondió a mi pregunta y se limitó a indicarme con un gesto el camino por el que habíamos llegado.

—¿Vendréis con nosotros?

—Será un placer —le respondí, y lo seguimos hasta adentrarnos en la ciudad.

Al pasar por las calles, la gente se nos quedaba mirando en silencio. Cierto que Osferth y yo llevábamos nuestras espadas, pero, visto desde fuera, parecíamos prisioneros. Cuando llegamos a la puerta del palacio, un intendente nos pidió que le entregáramos las armas. Nada fuera de lo normal: en el recinto palaciego, sólo los hombres de la guardia personal del rey podían llevar armas, de modo que allí dejé a Hálito-de-serpiente y me fui tras Godric, que nos condujo a un pequeño edificio con techumbre de paja, más allá de la capilla privada de Alfredo.

—Os ruego que tengáis a bien esperar ahí dentro, mi señor —me dijo, señalando la puerta.

Y eso hicimos: esperar en una estancia carente de ventanas, donde sólo había dos bancos, un pupitre de lectura y un crucifijo. Los hombres de Godric se quedaron fuera y, cuando traté de salir de allí, unas lanzas me cerraron el paso.

—Queremos algo de comer y cerveza —les dije—. Y también un balde para hacer nuestras necesidades.

—¿Estamos detenidos? —me preguntó Osferth, una vez que nos llevaron la comida y el balde.

—Tiene toda la pinta.

—¿Por qué?

—No lo sé —le confesé.

Di buena cuenta del pan y del queso duro que nos habían llevado y, después, a pesar de lo húmedo que estaba el suelo de aquel lugar, me tumbé y traté de dar una cabezada.

Godric no regresó hasta el anochecer. Su trato seguía siendo respetuoso.

—Os ruego que tengáis la bondad de seguirme, mi señor —dijo, y así lo hicimos Osferth y yo, pasando por patios que nos eran de sobra conocidos, hasta llegar a una sala pequeña donde ardía una buena fogata en el hogar.

Unas pinturas sobre cuero, cada una con la imagen de un santo sajón, recubrían las paredes; en el extremo de la estancia, cinco clérigos se sentaban a una mesa en lo alto de un estrado, cubierta con una tela de color azul. A tres de aquellos curas no los había visto en mi vida; en cuanto a los otros dos, los reconocí al instante, y no eran de nuestra cuerda. Uno de ellos era el obispo Asser, un retorcido cura galés, hombre de confianza de Alfredo. El otro era el obispo Erkenwald. Ambos flanqueaban a un hombre de hombros estrechos y pelo blanco que, a pesar de la tonsura, le caía sobre un rostro tan enjuto como el de una comadreja muerta de hambre. Tenía una nariz del tamaño de una espada, una mirada penetrante y fría, y unos labios finos que a duras penas ocultaban unos dientes podridos. Los otros dos curas, los que estaban sentados a ambos lados de la mesa, eran mucho más jóvenes, y tenían delante una pluma, un tintero y un pergamino. Parecían escribanos.

—Obispo Erkenwald —le saludé, mientras dirigía una mirada a Asser—. En cuanto a vos, creo que no tengo el placer.

—Quitadle el martillo que lleva al cuello —ordenó Asser a Godric.

—Ni se os ocurra tocarlo —le advertí—, a no ser que queráis que vuestro culo acabe en esa hoguera.

—¡Basta! —gritó la comadreja famélica, dando un puñetazo en la mesa que hizo saltar los tinteros. Los dos curas jóvenes no dejaban de garrapatear—. Soy Plegmund —me informó.

—¿El gran hechicero de Contwaraburg? —me interesé.

Se me quedó mirando con desprecio, y colocó un pergamino a su alcance.

—Creo que nos debéis algunas explicaciones —me comentó.

—¡Y nada de mentiras esta vez! —se revolvió Asser.

Años antes, en aquella misma estancia, había comparecido ante el witan para responder de unas injurias de las que, no lo voy a ocultar, sólo yo era responsable. Asser había sido el testigo principal en mi contra, pero yo les había ofrecido una versión amañada de los hechos y él se había dado cuenta de que mentía. Desde entonces, no podía ni verme.

Le dirigí una mirada furibunda.

—¿Cómo os llamáis? —le pregunté—. El caso es que me recordáis a alguien, a una cagarruta galesa, a una mierdecilla de rata, pero acabé con aquel sujeto, o sea que no, no debéis de ser la misma persona.

—Lord Uhtred —intervino el obispo Erkenwald, con gesto de fastidio—, ¿podemos pasar por alto los insultos?

Erkenwald y yo tampoco nos llevábamos bien pero, durante el tiempo que había sido obispo de Lundene, había demostrado que era un gobernante eficaz y no se había interpuesto en mi camino antes de lo de Beamfleot. Es más, las medidas que adoptó fueron decisivas para que nos alzáramos con la victoria en aquella ocasión.

—¿Sobre qué he de daros explicaciones? —pregunté.

El arzobispo Plegmund acercó una vela para ver mejor el pergamino.

—Estamos al tanto de las actividades que habéis realizado este verano —comenzó.

—Y supongo que querréis manifestarme vuestra gratitud —repuse.

Clavó en mí una mirada gélida y penetrante. Plegmund había alcanzado notoriedad por ser hombre que no se permitía ningún placer, ni gula, ni mujeres, ni gastos suntuosos. Había recurrido a la austeridad para servir a su dios, al que rezaba en lugares solitarios. Era un cura eremita. No entiendo la razón por la que a la gente le pareciera admirable, pero los cristianos lo adoraban, y todos se alegraron mucho cuando decidió abandonar su retiro para convertirse en arzobispo.

—En primavera —añadió con una vocecita clara y atiplada—, fuisteis a ver a un hombre que se hace llamar jarl Haesten. Más tarde, os dirigisteis al norte, a las tierras de Cnut Ranulfson, donde mantuvisteis un encuentro con Ælfadell, una bruja. De allí, fuisteis a Snotengaham, territorio ocupado en la actualidad por Sigurd Thorrson y, después, volvisteis a ver al jarl Haesten.

—Todo eso es verdad —respondí, con tranquilidad—, si no fuera porque habéis omitido algunos detalles.

—Ahora vienen las mentiras —rezongó Asser.

—¿Acaso vuestra madre estaba defecando cuando os parió? —le solté al tiempo que le lanzaba una mirada fulminante.

De nuevo, Plegmund dio un puñetazo en la mesa.

—¿Qué se nos ha pasado por alto?

—Un detalle sin importancia, como que quemé la flota de Sigurd.

Cada vez más asustado, Osferth había sido testigo del feroz enfrentamiento y, sin decirme ni media palabra ni dar explicación alguna a los curas de la mesa revestida de azul, se había retirado hasta la puerta. Y lo dejaron irse. Era a mí a quien querían.

—La flota ardió, es cierto —dijo Plegmund—, pero sabemos cuál fue la razón.

—Os escucho.

—Era una señal para advertir a los daneses de que no había vuelta atrás. Sigurd Thorrson no deja de repetir a los suyos que su destino pasa por apoderarse de Wessex y, para demostrar que no está equivocado, no ha dudado en quemar sus naves, para convencerlos de que no hay otra salida.

—¿Y vos os lo creéis? —me asombré.

—Porque es la verdad —aseveró Asser.

—No sabríais distinguir qué es la verdad ni aunque os obligaran a tragárosla con el mango de un hacha —repliqué—. Ningún señor del norte quemaría unos barcos que le han costado una fortuna. Fui yo quien les prendí fuego, y los hombres de Sigurd trataron de acabar conmigo cuando lo hice.

—Nadie pone en duda que andabais por aquellos parajes cuando ardieron —convino Erkenwald.

—¿No negáis que fuisteis a ver a la bruja Ælfadell? —volvió a la carga Plegmund.

—No —repuse—, igual que no niego que fui yo quien desbarató los ejércitos daneses en Fearnhamme y en Beamfleot el año pasado.

—Nadie deja de reconocer los servicios que habéis prestado en el pasado —aclaró el arzobispo.

—Siempre y cuando así os convenía —remachó Asser, con acritud.

—¿Negáis que degollasteis al abad Deorlaf de Buchestanes? —preguntó Plegmund.

—Lo destripé como a un pez bien cebado —confirmé.

—¿No lo negáis? —insistió Asser, atónito.

—Estoy muy orgulloso —contesté— de haber acabado con él y con los dos monjes que lo acompañaban.

—¡Apuntadlo todo! —instaba Asser a los dos curas escribanos, que no necesitaban de tal aliento, pues garabateaban sin parar.

—El año pasado —sacó a colación el obispo Erkenwald—, os negasteis a prestar juramento de lealtad a Eduardo el Heredero.

—Cierto.

—¿Por qué?

—Porque estoy harto de Wessex —repuse—, cansado de curas que no dejan de repetirme que tal es la voluntad de vuestro dios, harto de que me digan que soy un pecador, aburrido de vuestras insensatas locuras, ahíto de ese tirano crucificado al que llamáis dios, cuyo único propósito es amargarnos la vida. Y si me negué a prestar el juramento es porque no me anima otra ambición que volver al norte, a Bebbanburg, y acabar con los hombres que me la han arrebatado, algo que no podría hacer si estuviera sometido a Eduardo y él necesitara otra cosa de mí.

No fue una explicación agradable para sus oídos, lo sé, pero estaba hasta la coronilla de tantas majaderías. Alguien, suponía que Etelredo, se había dedicado a arrastrar mi nombre por el fango y había recurrido al poder de la Iglesia para culminar su propósito, y yo me sentía con ánimos para enfrentarme a aquellos miserables malnacidos. En lo tocante a su bajeza, parecía que lo iba consiguiendo: Plegmund gesticuló, Asser se santiguó y Erkenwald cerró los ojos. Los dos curas jóvenes escribían a toda prisa.

—«Tirano crucificado» —repitió uno de ellos, sin soltar la pluma con que asaeteaba el pergamino.

—¿Y a quién se le ocurrió la feliz idea de enviarme a Anglia Oriental para que Sigurd acabase conmigo? —pregunté.

—El rey Eohric nos asegura que Sigurd se presentó sin que nadie se lo hubiera pedido y que, de haberlo sabido, habría ordenado un ataque contra los intrusos —dijo Plegmund.

—Eohric es una cagarruta —repuse— y, caso de que no conozcáis el vocablo, os diré que es lo más parecido al obispo Asser, a quien parieron por el culo.

—¡Guardad la compostura! —masculló Plegmund, mirándome a los ojos.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Parpadeó, sin creerse lo que acababa de oír. Asser le susurraba algo al oído, algo que sonaba como la demanda sibilante y apremiante de que me hiciera callar la boca, mientras que el obispo Erkenwald trataba de dar con algo que pudiera ayudarme a salir del paso.

—¿Qué os dijo la bruja Ælfadell? —me preguntó.

—Que el Sajón destruiría Wessex —repuse—, que los daneses conseguirían lo que iban buscando y que Wessex desaparecería.

Ninguno de los tres pudo ocultar su sorpresa. Podían ser cristianos, incluso de alto rango entre los suyos, ya puestos, pero no eran indiferentes a los dioses verdaderos y sus embrujos. Se los veía asustados, aunque ninguno hizo la señal de la cruz: habría sido como admitir que la profetisa pagana disponía de otros medios para alcanzar la verdad y habrían tenido que negarlo.

—¿Y quién es ese Sajón, si puede saberse? —siseó Asser.

—Para eso he venido a Wintanceaster, para decírselo al rey.

—Podéis decírnoslo a nosotros —me indicó Plegmund.

—Sólo al rey —contesté.

—¡Vos, serpiente, ladrón en la noche! —se revolvió Asser—, ¡vos sois el Sajón que destruirá Wessex!

Lancé un escupitajo para mofarme de él, pero mi saliva no llegó a la mesa.

—Habéis venido en busca de una mujer —intervino Erkenwald, con cansancio.

—¡Adúltero, por si fuera poco! —se escandalizó Asser.

—No veo otra razón que explique vuestra presencia en la ciudad —continuó Erkenwald. Luego miró al arzobispo y recitó—: Sicut canis qui revertitur ad vomitum suum.

Sic inprudens qui iterat stultitiam suarn —concluyó el arzobispo.

Por un momento, pensé que me estaban lanzando una maldición hasta que al enano del obispo Asser no se le ocurrió nada mejor que, en un alarde de erudición, ofrecerme una traducción: «Como el perro que vuelve sobre su vómito, así el insensato reincide en su necedad».

—Palabra de Dios —repuso Erkenwald.

—Tenemos que tomar una decisión en cuanto a vos —añadió Plegmund. Cuando oyeron aquellas palabras, los hombres de Godric me rodearon. Podía sentir sus lanzas a mis espaldas. Un leño cayó en el fuego; saltaron chispas sobre los juncos del suelo, que comenzaron a echar humo. En condiciones normales, un criado o alguno de los soldados se habrían precipitado para sofocar aquel pequeño incendio, pero nadie se movió de donde estaba. Era mi muerte lo que iban buscando.

—Ha quedado fehacientemente probado —empezó a decir Plegmund— que os habéis conjurado con los enemigos de nuestro rey, que habéis conspirado con ellos, que habéis aceptado su pan y su sal. Y lo que es peor: habéis admitido que habéis degollado al venerable abad Deorlaf y a dos de sus hermanos de religión…

—Vuestro venerable abad Deorlaf —le interrumpí— estaba conchabado con la bruja Ælfadell, y el venerable abad deseaba mi muerte. ¿Qué queríais que hiciera? ¿Que pusiera la otra mejilla?

—¡Silencio! —exigió Plegmund.

Di dos pasos adelante y, con mis botas, pisoteé los juncos ardientes del suelo. Pensando que me disponía a abalanzarme sobre los curas, uno de los soldados de Godric había dado un paso atrás dispuesto a arrojarme la lanza. Me volví y lo miré, no hice nada más. Se sonrojó y, muy despacio, bajó la lanza.

—He peleado contra los enemigos de vuestro rey —declaré, sin quitarle los ojos de encima a aquel lancero, antes de encararme con Plegmund—, como bien puede dar fe de ello el obispo Erkenwald, aquí presente. Mientras otros se agazapaban tras las empalizadas, yo conducía las tropas de vuestro rey, participaba en muros de escudos, despachaba a esos malnacidos, enrojecía la tierra con la sangre de vuestros enemigos, quemaba sus barcos, tomaba la fortaleza de Beamfleot.

—¡Pero aún lleváis ese martillo! —se alzó la voz áspera y desagradable de Asser, quien, con dedo tembloroso, no dejaba de señalar el amuleto que llevaba al cuello—. Es el símbolo de nuestros enemigos, el signo de aquellos que torturan a Cristo de nuevo, ¡y os atrevéis a lucirlo en la corte de nuestro rey!

—¿Qué hizo vuestra madre? —le respondí—, ¿tirarse un pedo como una yegua? ¿Fue así como vinisteis al mundo?

—¡Basta! —gritó Plegmund, harto.

No era difícil de imaginar quién los había envenenado: mi primo Etelredo. Él era el titular del señorío de Mercia, lo más parecido a un rey en aquel territorio, pero todo el mundo sabía que era una marioneta que bailaba al son que le marcaban los sajones del oeste. Por supuesto, quería verse libre de tales ataduras y, en cuanto Alfredo muriera, probaría a hacerse con la corona de aquellas tierras. Y con una nueva esposa también, porque la suya, Etelfleda, había adornado con cuernos aquellas ataduras sajonas. Una marioneta, pues, cornuda y sumisa, que buscaba la forma de tomarse la revancha, y que quería acabar conmigo, porque de sobra sabía que muchos de los hombres de Mercia se pondrían de mi lado y no del suyo.

—Hemos de tomar una decisión sobre vuestro destino —concluyó Plegmund.

—De eso ya se encargan las hilanderas —repliqué—, al pie de Yggdrasil.

—¡Pagano! —susurró Asser.

—Hemos de velar por el reino —continuó el arzobispo, como si no nos hubiera oído—, escudo de la fe verdadera y espada justiciera, y en el reino de Dios no hay sitio para un descreído, que podría volverse contra nosotros en cualquier momento. En consecuencia, Uhtred de Bebbanburg, he de comunicaros…

No pudo continuar con lo que iba a decir porque, en ese preciso instante, se abrieron de par en par las puertas del otro extremo de la estancia.

—El rey ordena que vaya a verlo —dijo una voz conocida.

Me volví y vi a Steapa, el bueno de Steapa, comandante de la guardia personal de Alfredo, un esclavo nacido en el campo que había llegado a ser un gran guerrero, un hombre tan pesado como un barril de marga, tan fuerte como un buey, un amigo, el hombre más recto que jamás haya conocido.

—El rey —añadió, imperturbable.

—Pero… —acertó a decir Plegmund.

—El rey desea verme, especie de malnacido desdentado —le repetí. Entonces me volví al lancero que se había atrevido a amenazarme—: En cuanto a ti, si alguna vez se te ocurre volver a apuntarme con algo puntiagudo —le prometí—, te rajaré la barriga y arrojaré tus entrañas a mis perros.

Seguramente, las hilanderas estaban muertas de risa. Y me fui a ver al rey.