Aparte de mi verdadero nombre, ¿qué más habría contado a Ælfadell? ¿Le habría hablado de las ideas que se me habían pasado por la cabeza para vengarme de Sigurd? ¿Por qué me habría ido de la lengua? Mientras cabalgábamos hacia el sur, Ludda me dio la respuesta.
—Hay cosas, mi señor, hierbas y setas, por ejemplo, incluso el tizón que anida en las espigas de centeno, que hacen que los hombres tengan sueños. Mi madre recurría a ellas con frecuencia.
—¿Era hechicera?
Se encogió de hombros.
—Un poco bruja, en todo caso. Decía la buenaventura y preparaba pócimas.
—¿Crees que el filtro que me dio a beber fuera la razón de que le dijera cómo me llamaba en realidad?
—¿Sería una poción de tizón del centeno? Si fue eso, tenéis la suerte de contarlo. Una equivocación en las proporciones y adiós al soñador. Pero si sabía lo que se traía entre manos, seguro que cotorreasteis más que una vieja, mi señor.
¿Quién podría decir qué otras cosas no habría revelado a la aglœcwif? Menuda tomadura de pelo.
—¿Y qué hay de eso de que habla con los dioses?
Había contado a Ludda lo de Ælfadell, pero nada le había dicho sobre Erce. No quería que nadie estuviera al tanto del asunto; era un recuerdo que sólo para mí quería conservar.
—Hay gente que asegura que puede hacerlo —respondió Ludda, con un deje de duda.
—¿Y en cuanto al futuro?
El chico se revolvió en la silla. No estaba acostumbrado a montar a caballo y, de resultas del viaje, le dolían las posaderas y tenía los muslos entumecidos.
—Si de verdad estuviese al tanto de lo que fuera a pasar en el futuro, ¿viviría en una gruta? Lo más normal, mi señor, es que viviera en un palacio y que todos los reyes acudieran a rendirle pleitesía.
—A lo mejor es el lugar que los dioses han elegido para ponerse en contacto con ella —aventuré.
Ludda se percató de que algo me preocupaba.
—Mi señor —me dijo muy serio—, si se arrojan los dados las veces que haga falta, siempre acabarán por salir los números que se van buscando. Si yo os digo que mañana será un día soleado, y que lloverá, y que nevará y que las nubes cubrirán el cielo y que el viento soplará y que será un día tranquilo y que habrá truenos que nos dejarán sordos, seguro que algunos de esos fenómenos acaba por hacerse realidad y olvidaréis todos los demás porque queréis creer que soy capaz de predecir el futuro —sonrió fugazmente—: La gente no me compra clavos herrumbrosos porque mi labia los haya convencido, sino porque necesitan creer como sea que se convertirán en plata.
Igual que yo quería hacer míos sus recelos en cuanto a Ælfadell. Había dicho que Wessex caería en el olvido, que siete reyes morirían. ¿A cuento de qué venía eso? Además, ¿qué reyes? ¿Alfredo de Wessex, Eduardo de Cent, Eohric de Anglia Oriental? ¿Quiénes eran los otros reyes? ¿Quién era el Sajón?
—Descubrió quién era yo en realidad —comenté a Ludda.
—Porque habíais tomado la pócima, mi señor, y como si estuvierais beodo, decíais todo lo que se os pasaba por la cabeza.
—Y también me maniató —continué—, pero no acabó conmigo.
—¡Alabado sea Dios! —contestó el chico con unción. Tenía mis dudas en cuanto a que fuera cristiano, al menos cristiano de corazón, pero me imaginaba que era demasiado listo para ponerse a malas con los curas; sin ocultar su sorpresa, arrugó la frente—. Me pregunto por qué no lo haría.
—Porque le daba miedo —repliqué—, como al abad.
—Si os maniató, mi señor —añadió el joven—, es porque alguien le había dicho que ibais a por el jarl Cnut, nada más. Pero, como no tenía ni idea de lo que el danés tuviera pensado para vos, avisó a los monjes para enterarse. También ellos debieron de asustarse ante la idea de daros muerte. Matar a un señor de la guerra, sobre todo si los suyos andan cerca, no es moco de pavo.
—Pues uno de ellos no parecía muy asustado.
—Y bien que lo lamenta en este momento —añadió Ludda, sin ocultar su satisfacción—, pero es raro, mi señor, muy raro.
—¿Qué es lo que te parece tan raro?
—Que pueda ponerse en contacto con los dioses, y que los dioses no le dijesen que acabara con vos.
—Entiendo —repliqué, viendo por dónde iba y sin saber qué decir.
—Los dioses habrían sabido qué hacer con vos y se lo habrían hecho saber, pero el caso es que no lo hicieron. Lo que me da que pensar que no recibe órdenes de los dioses, mi señor, sino del jarl Cnut, y que quienes van a verla escuchan lo que el jefe danés quiere que oigan. —Se revolvió de nuevo en la silla, tratando de aliviar el dolor de las posaderas—. Ahí está la calzada, mi señor —señaló un punto indeterminado. Nos había llevado hacia el sudeste en busca de una calzada romana que atravesaba aquellas colinas—. Llega hasta unas antiguas minas de plomo —me había dicho—, pero no va más allá.
Había pedido a Ludda que nos llevase a Cytringan, donde estaba la casa de celebración de Sigurd, pero nada le había dicho acerca de lo que había pensado hacer en aquellos contornos.
¿Por qué había ido a ver a Ælfadell? Para saber qué camino tomar, eso está claro. Al pie de Yggdrasil, las tres hilanderas tejen nuestros destinos hasta que, en un momento dado, se hacen con las tijeras y cortan la hebra que es nuestra vida. Y todos ansiamos saber cuánto dará de sí el hilo en cuestión. Queremos saber qué nos deparará el futuro. Queremos saber, como Beornnoth me había dicho, cómo acababa esta gesta. Por eso había ido a ver a la hechicera. Alfredo no tardaría en morir, a lo peor ya no estaba entre los vivos, y todo habría de cambiar, y no era tan necio como para pensar que poco pintaba yo en lo tocante a esos cambios. Porque yo soy Uhtred de Bebbanburg, y los hombres me temen. En aquella época, no era un gran señor, no al menos en cuanto a tierras, riquezas y hombres se refiere, pero Alfredo se había dado cuenta de que, si quería alcanzar la victoria, tenía que proporcionarme hombres; así fue cómo derrotamos a Haesten en Beamfleot. Eduardo, el hijo del rey, también parecía confiar en mí, y sabía que Alfredo quería que le jurase lealtad; aun así, había ido a ver a Ælfadell para atisbar algo del futuro que nos esperaba. ¿Por qué habría de fiarlo todo a un hombre condenado al fracaso? ¿Sería Eduardo el hombre al que la bruja se refería como el Sajón, aquel que estaba condenado a destruir Wessex? ¿Cómo acertar con el camino correcto? Si traicionase a su hermano Eduardo, Etelfleda nunca me lo perdonaría, pero, a lo peor, también la maldición la alcanzaba. Porque todas mis mujeres morirían también. No me había desvelado nada nuevo en realidad, puesto que todos hemos de morir, pero ¿por qué habría dicho eso la hechicera? ¿Habría sido una advertencia acerca de los hijos de Alfredo, acerca de Etelfleda y Eduardo? Vivimos en un mundo que se sume en tinieblas, y yo había ido en busca de una luz que me mostrase un camino seguro, pero no había sacado nada en limpio, excepto aquel atisbo de Erce, una visión que no olvidaría nunca, una aparición que nunca podría apartar de mi mente.
—Wyrd bio ful ãrœd —dije en voz alta.
El destino es inexorable.
Si, gracias a la pócima amarga, a Ælfadell le había revelado mi verdadero nombre, ¿qué más no le habría contado? Con ninguno de los míos había hablado acerca de los planes que había urdido, pero ¿qué más no le habría dicho a aquella bruja que vivía en tierras de Cnut y gozaba de su favor? La hechicera me había asegurado que Wessex desaparecería y que los daneses se erigirían en dueños y señores de todo. Claro que, si eso decía, era porque Cnut el Espadón había decidido que eso oyeran quienes fueran a verla. El jarl Cnut quería que los señores daneses que pasaran por la gruta salieran convencidos de que acabarían por alzarse con la victoria, porque los hombres que, de antemano, saben que han de alcanzarla luchan con tanto ardor que acaban por conseguirla. Cuando los hombres de Sigurd me atacaron en el puente, estaban convencidos de que se saldrían con la suya. Por eso habían caído en la trampa.
Al frente de un puñado de hombres, me dirigía al lugar donde podríamos encontrar la muerte. ¿Habría dicho a Ælfadell que tenía pensado atacar Cytringan? Porque si así hubiera sido, la hechicera ya habría enviado un mensaje a Cnut, y el danés ya se habría puesto manos a la obra para acudir en ayuda de su amigo Sigurd. Había pensado en volver a mi hacienda pasando por Cytringan, donde se hallaba la casa de celebración de Sigurd, con la esperanza de que estuviera vacía y desprotegida, arrasarla hasta los cimientos y volver cuanto antes a Buccingahamm. Sigurd había tratado de liquidarme, y quería que lo lamentase. Por eso me había dirigido a Ceaster, para tenderle una celada y obligarle a salir de su territorio y, si mi ardid había surtido el efecto que esperaba, Sigurd se habría puesto en camino hacia esa localidad para atraparme y acabar conmigo, cuando en realidad me disponía a incendiar su casa del hidromiel. Pero su amigo Cnut podría haber enviado a los suyos a Cytringan y convertido aquella casa en una trampa mortal para mí y los míos.
Tenía que pensar otra solución.
—Olvídate de Cytringan —comuniqué a Ludda— y llévanos hasta el valle del río Trente, a Snotengaham.
Nos dirigimos, pues, hacia el sur, bajo un cielo que, veloces, surcaban las nubes y, al cabo de dos días con sus correspondientes noches, llegamos a aquel valle tan cargado de recuerdos para mí. Fue en aquellos parajes donde, por primera vez en mi vida, a golpe de remo y a bordo de un barco guerrero, río Humbre arriba antes de embocar el Trente, había visto a Alfredo. Entonces, yo no era más que un niño que espiaba las idas y venidas de un joven atormentado por aquel pecado que había traído a Osferth a este mundo. En aquellas mismas riberas había conocido a Ubba, más conocido como Ubba el Terrible, quien, de verdad, había llegado a asustarme, a aterrorizarme incluso, el mismo con quien acabaría más tarde en un mar lejano. Desde niño, pues, no había vuelto a poner los pies en aquellos parajes, pero en aquel momento ya era un hombre que inspiraba tanto temor como el que, en su día, me infundiese Ubba. Uhtredærwe, me llamaban algunos, es decir, Uhtred el Pérfido, porque no era cristiano, un apelativo que no me disgustaba, porque llegaría el día en que la perfidia habría de llevarme tan lejos que muchos serían los hombres que, por mi insania, habrían de morir.
Quizá fueran aquéllos el lugar y el momento en que tales cosas ocurrirían porque, tras desechar la idea de arrasar la casa de celebración de Sigurd en Cytringan, me disponía a intentar una locura, una idea descabellada que llevaría mi nombre a todos los rincones de Britania. Renombre, eso es lo que buscamos, incluso con más afán que el oro, de modo que acomodé a los míos en una alquería y, con Osferth como única compañía, cabalgamos hasta la ribera sur del río. No cruzamos ni media palabra hasta que llegamos a las lindes de un soto desde donde se veía la ciudad, al otro lado de los enormes remolinos que formaba el río.
—Snotenganham —dije—, el sitio donde, por vez primera, vi a vuestro padre.
Farfulló algo. La ciudad se extendía por la orilla norte del río; había crecido desde la última vez que la había visto. Había casas fuera de las murallas; el humo que arrojaban las fogatas de los hogares tiznaba el aire que planeaba sobre las techumbres.
—¿Estamos en territorio de Sigurd? —me preguntó Osferth.
Asentí, mientras recordaba lo que Beornnoth me había dicho: que Sigurd había dejado sus barcos de guerra en Snotengaham. Recordé también las palabras que, de niño, Ragnar el Viejo me dijera, a saber, que aquella ciudad siempre sería danesa, lo que no impedía que la mayoría de sus habitantes fueran sajones. Se alzaba en territorio de Mercia, en la frontera norte de aquel reino. Hasta donde alcanzaban mis recuerdos, siempre había sido una ciudad danesa, de forma que mercaderes y clérigos, putas y taberneros, pagaban en plata su sojuzgamiento a Sigurd, quien se había construido una mansión en lo alto de un promontorio que se alzaba en el centro de la localidad. No era su lugar de residencia habitual, situado mucho más al sur, pero sí una de las plazas fuertes del danés, un lugar donde se sentía a salvo.
Para llegar a la ciudad desde el mar, los barcos debían adentrarse río Humbre arriba e internarse, más tarde, en el Trente. Tal era el trayecto que, de niño, había realizado en el Víbora del Viento, de Ragnar. Desde la arboleda donde estábamos en la orilla sur del río, conté no menos de cuarenta o cincuenta naves encalladas en la otra orilla. Eran los barcos que Sigurd había llevado al sur de Wessex un año antes, aunque el resultado de tamaño esfuerzo no fuera más allá de arrasar unas cuantas granjas en los alrededores de Exanceaster. Al verlos, supuse que no estaba pensando en realizar otra incursión desde el mar. Su próxima campaña sería en tierra firme: atacaría Mercia y, a renglón seguido, Wessex para apoderarse del reino sajón.
El poder de un hombre no se mide sólo por las tierras que constituyen sus dominios, sino que reside en el número de tripulaciones que tiene a sus órdenes, y aquellos barcos apuntaban a que Sigurd estaba al frente de una horda, en tanto que yo sólo contaba con una tripulación. Aun esquilmado en lo tocante a riquezas, me atrevería a decir que en cuanto a renombre no le iba a la zaga. Aunque mejor sería que se me conociera como Uhtred el Necio porque, tras haber servido a Alfredo durante tantos años, sólo disponía de una finca, que me habían cedido, una tripulación y, eso sí, cierto renombre, en tanto que Sigurd disponía de ciudades, poseía enormes extensiones de terreno y estaba al frente de un ejército.
Había llegado el momento de sacarle los colores.
* * *
Hablé con todos y cada uno de mis hombres. Les hice ver que, si me traicionaban, podrían hacerse ricos, pero que si cualquiera de ellos cometía la indiscreción de decir a alguna de las putas de la ciudad que yo era Uhtred, probablemente ni yo ni la mayoría de los que venían conmigo saldríamos de allí con vida. No me hizo falta recordarles el juramento de lealtad que me habían prestado porque todos lo tenían muy presente, igual que tampoco pensaba que ninguno fuera a traicionarme. Entre los hombres, había cuatro daneses y tres frisios, pero, unidos a mí como estaban tanto por lazos de amistad como de lealtad, tenía plena confianza en ellos.
—En toda Britania se hablará de lo que nos disponemos a hacer —les aseguré—. No nos haremos ricos, pero vuestro nombre se escuchará en todas partes.
Les dije que se dirigieran a mí como Kjartan, el nombre con que me había presentado a Ælfadell, un nombre que no me gustaba porque me traía malos recuerdos, el nombre del perverso padre de Sihtric, pero que pensaba utilizar durante unos días, los que habría de seguir con vida si ninguno de los míos revelaba mi verdadera identidad y ninguno de los habitantes de la ciudad me reconocía. Sólo había visto a Sigurd dos veces en mi vida, siempre de forma fugaz, pero alguno de los hombres que lo hubieran acompañado en tales ocasiones podía estar en Snotengaham. Era un riesgo que tenía que correr. En cualquier caso, me había dejado crecer la barba y llevaba una cota de malla herrumbrosa que daba lástima, de modo que mi aspecto casaba bien con la impresión que quería dar: la de un hombre venido a menos.
Me llegué hasta una taberna a las afueras de la ciudad, un antro miserable que, por no tener, ni nombre tenía, donde servían cerveza amarga, mendrugos mohosos y un queso carcomido de gusanos, pero que disponía de un sitio cubierto de paja inmunda donde mis hombres podían echar una cabezada. El dueño del lugar, un sajón de gesto hosco, se dio por satisfecho con la poca plata que le ofrecí.
—¿A qué habéis venido? —se interesó.
—A comprar un barco —le dije. Luego, le conté que habíamos estado a las órdenes de Haesten, pero que, hartos de morirnos de hambre en Ceaster, queríamos volver a nuestra tierra—. Tenemos pensado volver a Frisia —añadí.
Eso fue lo que le conté, y a ninguno de los habitantes de Snotengaham le extrañó. Los daneses siguen a aquellos caudillos que pueden proporcionarles riquezas, pero cuando uno de esos señores se hunde, sus tripulaciones desaparecen como la escarcha al calor del sol. A nadie le extrañó tampoco que un frisio estuviera al frente de sajones porque, en las tripulaciones de los barcos vikingos, abundan los daneses, los nórdicos, los frisios y los sajones. Cualquier hombre que no esté al servicio de nadie puede hacerse vikingo, pues no habrá jefe de barco a quien le importe qué lengua hable, con tal de que sepa empuñar una espada, arrojar una lanza o mover un remo.
Nadie puso en duda, pues, lo que iba contando y, al día siguiente de nuestra llegada, vino a verme un danés barrigón, al que le faltaba el brazo izquierdo desde el codo. Dijo llamarse Frithof.
—Un cabrón de sajón me privó de él —dijo, como si no le importara—, pero yo le rebané la cabeza; creo que salí mejor parado. —En Snotengaham, Frithof ostentaba un cargo parecido al que, entre los sajones, desempeña el caudillo, es decir, era el responsable de mantener la paz en la ciudad, sin descuidar los intereses de su señor—. Velo por los intereses del jarl Sigurd —me dijo—, igual que él vela por los míos.
—¿Es un buen amo?
—El mejor —replicó Frithof, con entusiasmo—, generoso y leal. ¿Por qué no le prestáis lealtad?
—Porque sólo sueño con volver a mi tierra.
—¿A Frisia? —se extrañó—. Tenéis acento danés, no frisio.
—Estuve a las órdenes de Skirnir Thorson —expliqué.
Skirnir había sido un pirata de aquellas costas, a cuyo servicio había fingido estar hasta darle muerte.
—¡Valiente hijo de puta! —aseveró Frithof—, aunque tengo entendido que tenía una mujer guapísima. ¿Cómo se llamaba aquella isla que decía que era suya?
No me pareció que la pregunta fuera con segunda intención; Frithof era un hombre de trato fácil y amable.
—Zegge —contesté.
—¡Eso es! ¡Un montón de arena y de mierda de peces! ¿Y decís que dejasteis a Skirnir para seguir los pasos de Haesten? —me preguntó muerto de risa, dando a entender qué mal ojo tenía a la hora de elegir los señores a quienes servir—. Más os valdría poneros a las órdenes del jarl Sigurd —me recomendó—: mira por los suyos y, a no mucho tardar, habrá tierra y plata para todos.
—¿Tan pronto?
—En cuanto Alfredo muera —me aseguró—, Wessex saltará hecho añicos. Sólo habrá que esperar un poco antes de recogerlos.
—Tengo tierras en Frisia, y también esposa —me excusé.
Frithof esbozó una media sonrisa.
—Esto está lleno de mujeres —me dijo—, pero si soñáis con volver al terruño de donde salisteis…
—Ni más ni menos.
—En tal caso, necesitaréis un barco —respondió—, a menos que prefiráis ir a nado. Vamos a dar un paseo.
Había cuarenta y siete barcos fuera del río, apuntalados sobre unos pilotes en un prado cercano a una ensenada recogida que permitía llevarlos a tierra para proceder a su reparación y devolverlos al agua sin dificultad. Otras seis embarcaciones seguían en el agua. Cuatro eran simples naves de carga, aunque también había dos barcos de guerra, largos y de preciosa factura, con sus proas y popas elevadas como bien cabe imaginar.
—El Aventurero intrépido —me dijo Frithof, señalando uno de los dos barcos de guerra anclados en el río—. Esa es la nave del jarl Sigurd.
Una preciosidad, de poco calado, alargada, coronada con galanura a proa y a popa. En el embarcadero, un hombre en cuclillas pintaba de blanco el borde del trancanil, acentuando si cabe su silueta sinuosa y amenazante. Frithof me llevó al muelle de madera y, de un salto, se subió al barco. Fui tras él, notando el leve estremecimiento del Aventurero intrépido bajo nuestros pies, como respuesta a la carga que recibía. Reparé en que, a bordo, no había mástil alguno, como tampoco vi remos o escálamos. Al ver un par de serruchos, una azuela y unos escoplos, me imaginé que la estaban poniendo a punto. Se mantenía a flote, pero no estaba en condiciones de emprender una travesía.
—Yo mismo la traje de Dinamarca —comentó Frithof, con un deje de melancolía.
—¿Erais jefe de embarcación? —le pregunté.
—Lo era, y quién sabe si no volveré a ejercer el oficio —contestó, pasando la mano por la madera pulida de la hilada—. No me diréis que no es una maravilla.
—Lo es —le aseguré.
—El jarl Sigurd me la encargó —me dijo—; tratándose de él, ¡todo de la mejor calidad! —añadió dando unos golpecitos en el casco—. Roble verde de Frisia. Demasiado para vos, me imagino.
—¿Está en venta?
—¡Claro que no! El jarl Sigurd vendería a su hijo como esclavo antes que desprenderse de semejante belleza. Además, ¿cuántos remos necesitáis? ¿Veinte?
—Como mucho —repuse.
—Esta nave necesita no menos de cincuenta —replicó, volviendo a dar unos golpecitos en los tablones, al tiempo que suspiraba, como si recordase el día que la había botado.
Me quedé mirando las herramientas de carpintero.
—¿La estáis poniendo a punto para que vuelva a hacerse a la mar? —le pregunté.
—El jarl no me ha dicho nada, pero no me gusta que los barcos pasen mucho tiempo fuera del agua. La madera se reseca y se encoge. Ésa es la próxima que tengo previsto probar —señalaba hacia la orilla de la ensenada, donde otra belleza permanecía apuntalada sobre unos recios pilotes de roble—. Ahí la tenéis, el Matarife marino —me aclaró Frithof—, la nave del jarl Cnut.
—¿Ha traído también los barcos aquí?
—Sólo dos, el Matarife marino y el Hostigador de nubes.
Vi que unos hombres calafateaban el primero de los barcos, rellenando las juntas de los tablones con una mezcla de lana y brea de pino. Unos niños les echaban una mano; otros jugaban a la orilla del río. Los braseros donde calentaban la brea echaban un humo que esparcía su olor penetrante por encima del curso lento del río en aquel lugar. Frithof se acercó al embarcadero y dio una palmadita en la cabeza al hombre que pintaba la baranda. El danés era un hombre apreciado. Los hombres le sonreían y le dedicaban saludos afectuosos, a los que él, complacido, no dudaba en corresponder. Colgada de la cintura, llevaba una bolsa con trozos de vaca ahumada que daba a los niños; los conocía a todos por su nombre.
—Os presento a Kjartan —dijo a los hombres que calafateaban el Matarife marino—. Quiere comprarnos un barco para volver a Frisia, donde está su mujer.
—¡Que se la traiga aquí! —me gritó uno.
—¡Ha pensado, y con razón, que mejor evitarle tu sucia lascivia! —lo acalló Frithof, antes de seguir andando por la orilla hasta que dejamos atrás un montón de piedras de lastre.
Frithof contaba con el beneplácito de Sigurd para comprar o vender barcos, pero sólo había media docena a la venta y, de ellos, sólo dos se acomodaban a lo que yo iba buscando. Uno era una nave de carga, ancha de manga y de buena factura, pero demasiado corta, sólo unas cuatro veces más larga que el bao, demasiado lenta. La otra era una embarcación mucho más vieja y en peor estado, pero no menos de siete veces más larga de eslora que el ancho de manga. Sus líneas gráciles me llamaron la atención.
—Perteneció a un nórdico —me explicó Frithof—; perdió la vida en Wessex.
—¿De pino? —pregunté, tocando el casco.
—No, de pícea, una especie de abeto —me aclaró Frithof.
—Me gusta más el roble —dije, de mala gana.
—Traedme oro, y construiré para vos un barco del mejor roble de Frisia —se ofreció—, pero si lo que deseáis es llegar al otro lado del mar este verano, podéis hacerlo en éste, hecho de lo que habéis tomado por pino. Es un buen barco, con mástil, vela y aparejos.
—¿Y los remos?
—Tenemos un montón de magníficos remos de fresno —dijo, mientras pasaba la mano a lo largo de la popa—. Necesita algún arreglo, claro está —admitió—, pero, en su día, era una maravilla. Hija de Tyr, así se llama.
—¿De verdad?
Frithof sonrió.
—Así es —su sonrisa se debía a que Tyr es el dios de los guerreros que se enfrentan en singular combate y, como el caudillo, sólo posee la mano izquierda, tras haber perdido la derecha por el mordisco que le propinara Fenrir, el lobo rabioso, con sus colmillos afilados—. Su dueño veneraba a Tyr —concluyó Frithof, sin dejar de tocar la arrufadura de popa.
—¿Tenéis una cabeza de animal para la proa?
—Puedo encontraros algo que os convenga.
Aunque en tono afable, regateamos en cuanto al precio, como era de esperar. Además de nuestros caballos, sillas y bridas, le ofrecí la poca plata que me quedaba. Aunque, al principio, me había pedido el doble del valor de todas aquellas cosas juntas, lo cierto es que estaba encantado de desprenderse de la Hija de Tyr, un buen barco en su día, sin duda, pero viejo y demasiado pequeño. Un barco en condiciones necesita no menos de cincuenta o sesenta hombres y en aquella nave treinta hubieran estado incómodos, pero era perfecta para lo que me proponía. De no haberla comprado, me temo que hubiera acabado hecha astillas y, a fuer de sincero, se la saqué a buen precio.
—Os llevará a Frisia —me aseguró Frithof.
Escupimos en las palmas de las manos y, a continuación, nos las estrechamos. La Hija de Tyr ya era mía. Tuve que comprar brea para calafatearla y, a orillas del río, pasamos dos días removiendo un espeso engrudo de brea, crines de caballo, musgo y lana para recubrir las junturas. Desde el almacén habían traído y colocado en el prado, donde los barcos estaban apuntalados, el mástil, la vela y las jarcias de cáñamo que necesitábamos. Pedí a los míos que dijeran adiós a aquella taberna inmunda y pernoctaran junto al barco. Lo cubrimos con la vela y, como en una tienda de campaña, pasamos la noche, unos, en el barco; otros, bajo el casco.
A Frithof le habíamos caído en gracia o, quizá, sólo estuviera ilusionado con la idea de que uno de sus barcos volviese a navegar. El caso es que nos llevaba cerveza al prado, que se encontraba a no menos de cuatrocientos o quinientos pasos del lienzo más próximo de la muralla de la ciudad, y se quedaba a tomarla con nosotros, relatándonos viejas proezas de combates largo tiempo olvidados. En contrapartida, yo le refería mis andanzas.
—Echo de menos el mar —dijo, tras quedarse pensativo un momento.
—Siempre podéis venir con nosotros —le animé.
Con gesto apesadumbrado, negó con la cabeza.
—El jarl Sigurd es un buen amo: vela por mí.
—¿Tendré ocasión de verlo antes de zarpar? —le pregunté.
—Lo dudo —dijo el danés—. Su hijo y él han partido para echar una mano a un viejo conocido vuestro.
—¿No estaréis hablando de Haesten?
Frithof asintió.
—¿Habéis pasado el invierno a su lado, no es así?
—No dejaba de decirnos que vendrían hombres en su ayuda —se me ocurrió en aquel momento—, de Irlanda aseguraba, pero no apareció nadie.
—Lo del verano pasado no estuvo nada mal —apuntó Frithof.
—Hasta que los sajones lo dejaron sin barcos —dije, sin ocultar la rabia que sentía.
—Uhtred de Bebbanburg —aseveró el danés con ira no menor, antes de llevarse la mano al martillo que llevaba colgado al cuello—, el mismo que ahora lo está acosando. ¿Fue ésa la razón que os llevó a salir de allí?
—No quiero que la muerte me salga al encuentro en estas tierras, y sí, por eso nos fuimos de su lado.
El danés me dedicó una sonrisa.
—Uhtred acabará sus días en Britania, amigo mío. Para eso ha ido el jarl Sigurd, para darle su merecido a ese hijo de mala madre.
También yo me llevé la mano al martillo.
—Que los dioses tengan a bien ayudarlo —dije, con unción.
—Muerto Uhtred —aseguró Frithof—, Mercia caerá en nuestras manos y, cuando Alfredo muera, también Wessex —añadió, sin dejar de sonreír—: ¿Cómo es posible que alguien quiera irse a Frisia cuando tales cosas están a punto de suceder?
—Echo de menos mi tierra —contesté.
—¡Levantad aquí vuestra casa! —replicó, tratando de disuadirme—. Uníos al jarl Sigurd y, en Wessex, dispondréis de tierras para dar y tomar, por no hablar de una docena de mujeres sajonas. ¡Viviríais como un rey!
—Pero antes tendría que acabar con Uhtred, ¿no es así? —pregunté, como si nada tuviera que ver conmigo.
Frithof echó mano a su amuleto de nuevo.
—Morirá —repuso, y no dudó al decirlo.
—Muchos han tratado de acabar con él —repliqué—, ¡hasta Ubba lo intentó!
—Ya, pero Uhtred nunca se ha enfrentado cara a cara con el jarl Sigurd —insistió—, ni tampoco con el jarl Cnut: su espada es tan rápida como la lengua de una serpiente. Os aseguro que Uhtred no saldrá bien parado.
—Todos hemos de morir algún día.
—Su muerte está cantada —me aclaró Frithof, quien, al ver el interés con que abordaba el asunto, se llevó la mano al martillo de nuevo—. Una bruja —me dijo— ha pronosticado su muerte.
—¿Dónde? ¿Cómo?
—Nadie lo sabe, salvo ella, me imagino, y así se lo dijo al jarl.
Sentí un súbito ataque de celos. ¿Acaso Erce había montado a Sigurd en plena noche como me había cabalgado a mí? Luego, me dio por pensar que lo mismo que Ælfadell había pronosticado mi muerte a Sigurd, a mí me había dicho que no había visto nada. O sea, que, o bien nos había mentido a uno de los dos, o Erce, por hermosa que fuera, poco tenía de diosa.
—El jarl Sigurd y el jarl Cnut plantarán cara a Uhtred —añadió Frithof— y, según dice la profecía, prevalecerán, Uhtred perderá la vida y Wessex caerá con él. Así que vais a perderos una ocasión magnífica, amigo mío.
—A lo mejor vuelvo por aquí dentro de un tiempo —contesté, pensando que quizás hubiera de regresar a Snotengaham algún día porque, si el sueño de Alfredo de unir todas las tierras donde se hablara inglés había de hacerse realidad, habría que expulsar a los daneses de aquella y de cualesquiera otras ciudades que ocupasen de allí a las lindes que nos separaban de los fieros escoceses.
Por la noche, cuando por fin cesaban las melopeas en las tabernas de la ciudad y los perros dejaban de ladrar, los encargados de vigilar los barcos se sentaban con nosotros junto a las hogueras y, de buen grado, aceptaban la comida y la cerveza que les ofrecíamos. Así pasamos tres noches, hasta que, al amanecer del cuarto día, eran los míos quienes cantaban mientras arrastraban a la Hija de Tyr por una rampa de leños hasta el río Trente.
Y flotó. Nos llevó un día lastrarla y otra media jornada más hasta que distribuimos las piedras de forma que bogase en condiciones, es decir, con la popa un poco hundida. Sabía que, como todo barco que se precie, haría agua pero, al caer la noche del segundo día en el río, no vimos ni rastro de humedad en las piedras que habíamos colocado como lastre. Frithof cumplió su palabra y se presentó con unos remos, y mis hombres lo llevaron río arriba unas cuantas millas antes de dar media vuelta y regresar, siempre a golpe de remo, al embarcadero. Arrumamos el mástil en un par de horquillas, trincamos la vela arrollada al mástil y amontonamos las pocas pertenencias que llevábamos en el estrecho altillo de popa. Gasté las contadas monedas de plata que me quedaban en comprar una barrica de cerveza, dos barriles de pescado seco, pan tostado, un buen trozo de tocino y un enorme queso bien curado envuelto en cañamazo. Al atardecer, Frithof se presentó con una cabeza de pigargo, tallada en roble, para realzar la proa.
—Un detalle —me dijo.
—Sois una buena persona —reconocí, y lo decía de corazón.
Se quedó a ver cómo sus esclavos subían a bordo la cabeza esculpida.
—Que la Hija de Tyr os lleve a donde queréis —añadió, tocando el martillo que llevaba al cuello—, que los vientos os sean favorables y que la travesía os devuelva sano y salvo a vuestra tierra.
Dije a los esclavos que llevasen la cabeza a proa.
—Me habéis sido de gran ayuda —confesé a Frithof, con afecto sincero—, y me gustaría agradecéroslo como corresponde —añadí, ofreciéndole un brazalete de plata, pero negó con la cabeza.
—No lo necesito —me dijo— y, sin duda, vos necesitaréis plata cuando lleguéis a Frisia. ¿Zarparéis por la mañana?
—Antes de mediodía —contesté.
—Me pasaré por aquí para deciros adiós —prometió.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a mar abierto? —le pregunté.
—Dos días —repuso—; una vez que dejéis atrás el Humbre, virad un poco hacia el norte para, así, evitar las costas de Anglia Oriental.
—¿No andan bien las cosas por esas latitudes?
Se limitó a encogerse de hombros.
—Barcos en busca de presas fáciles. Eohric les da alas. Salid a mar abierto y seguid el rumbo que os he señalado —alzó la cabeza al cielo, donde no se veía ni una nube—. Si sigue el buen tiempo, llegaréis a casa dentro de cuatro días, cinco a lo sumo.
—¿Alguna noticia de Ceaster? —me interesé.
Me preocupaba que Sigurd se hubiera enterado de la celada que le había tendido y que ya estuviera de vuelta, pero Frithof me dijo que no sabía nada, de lo que deduje que Finan seguía dando esquinazo al jarl por los bosques y colinas que se extendían al sur de la antigua fortaleza romana.
Había luna llena aquella noche y los hombres que vigilaban los barcos se acercaron una vez más al embarcadero donde la Hija de Tyr permanecía amarrada al Aventurero intrépido con unas sogas de cáñamo. El astro se reflejaba en los remolinos del río. Ofrecimos cerveza a los guardianes, los entretuvimos con canciones y les contamos proezas diversas y esperamos. Con unas alas tan blancas como el humo, una lechuza nos pasó por encima; el rápido vuelo del ave nocturna me pareció un buen presagio.
Bien entrada la noche, cuando los perros ya habían dejado de ladrar, ordené a Osferth que, con doce de los nuestros, se acercara a un almiar que se alzaba a medio camino de la ciudad.
—Traed tanto heno como podáis —le dije.
—¿Heno? —se sorprendió uno de los vigilantes.
—Para dormir —le aclaré, al tiempo que mandaba a Ludda que le rellenara el cuerno de cerveza.
Los vigilantes del lugar no parecían darse cuenta de que los míos no probaban la cerveza ni de lo intranquilos que estaban. Los dejé bebiendo y trepé a bordo del Aventurero intrépido para, de un salto, llegarme a nuestra nave, la Hija de Tyr, donde me pasé por la cabeza la cota de malla y me ceñí a Hálito-de-serpiente a la cintura. De uno en uno, mis hombres pasaron al barco y se dispusieron para la pelea, mientras Osferth y los suyos volvían con grandes brazadas de heno. Fue entonces cuando a uno de los cuatro vigilantes le dio por pensar que actuábamos de un modo singular.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó.
—Quemar vuestros barcos —le respondí, con una sonrisa de oreja a oreja.
Sin salir de su asombro, se me quedó mirando.
—¿Cómo?
Me hice con Hálito-de-serpiente y le pasé la punta de la hoja por debajo de la nariz.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —le aclaré, mientras ponía unos ojos como platos—. Tu señor intentó acabar conmigo —añadí—; sólo pretendo que no olvide que no consiguió su propósito.
Ordené a tres de los míos que se quedaran en el embarcadero sin perder de vista a los vigilantes, mientras los demás nos dedicábamos a lo nuestro en los barcos varados. Con las hachas, redujimos a astillas las bancadas de los remeros, y repartimos montones de heno y yesca en el interior de las naves panzudas. Yo mismo me encargué de colocar el montón más grande en el Matarife marino, el barco preferido de Cnut, que era el que estaba en el centro de aquella flota inmovilizada en tierra. Osferth y los seis que lo acompañaban no perdían de vista la ciudad, pero no observaron alboroto alguno en las puertas, de lo que deduje que debían de estar bien atrancadas por dentro. Aun cuando utilizamos maromas para retirar los pilotes que apuntalaban algunos de los barcos más alejados, que se vinieron al suelo con estrépito, en Snotengaham ni siquiera se enteraron del estruendo.
Rodeada de extensas propiedades que la separaban de Mercia, la ciudad se alzaba al norte de los territorios de Sigurd, protegida, más al norte, por las tierras amigas de Cnut. Quizá en toda Britania no hubiera una ciudad más segura frente a un posible ataque, razón por la que habían encallado los barcos en aquella localidad y por que Frithof sólo hubiera destinado a cuatro viejos medio lisiados para vigilarlos, ya que su misión no consistía en repeler un ataque —nadie pensaba que Snotengaham llegara a verse en tal situación—, sino para disuadir a los ladronzuelos de la madera o del carbón que se utilizaban en los braseros. Esparcimos los rescoldos entre los barcos varados, y arrojé uno de aquellos braseros aún humeantes en la panza del Matarife marino.
Prendimos fuego a los otros barcos y regresamos al embarcadero.
Las llamas se elevaron con fuerza, decayeron en intensidad y volvieron a arder. No tardó en formarse un humo espeso. Hasta entonces, sólo se habían quemado el carbón y la yesca. Los tablones de roble de los barcos tardaron más en prender, hasta que, por fin, vi cómo se alzaban y se propagaban unas llamas vigorosas. Soplaba una brisa suave y caprichosa que, a veces, ahogaba el humo en el fuego donde, tras arremolinarse, volvía al aire nocturno. En medio de un calor abrasador, las llamas se afianzaron y fueron a más, licuando la brea, que caía a gotas. Las chispas saltaban por el aire. Más que crepitar, el fuego parecía trepidar.
Por entre las llamas del prado y el río, donde rielaba el fuego, Osferth llegó corriendo hasta la orilla al frente de los suyos. Una de las naves se precipitó al suelo; allí fueron a parar unos tablones en ascuas, que se avivaron bajo los cascos de los barcos apuntalados a sus costados.
—¡Ya están aquí! —me gritó.
—¿Cuántos?
—Seis o siete.
Me fui orilla arriba con diez de los míos, mientras Osferth prendía fuego a los barcos que aún estaban en el río. Acompasado por los chasquidos de los tablones que se quebraban, el crepitar de las llamas era ya un bramido. El Matarife marino ardía por los cuatro costados: su casco bien parecía una caldera. Cuando pasábamos a su lado, su larga quilla se partió en dos y se vino abajo con estruendo; las chispas saltaron por los aires; las llamas, que habían alcanzado una altura considerable, me permitieron atisbar a un grupo de desarrapados que llegaban a todo correr de la ciudad. No eran muchos, quizá no más de ocho o nueve; ni siquiera estaban vestidos en condiciones: sólo unas capas por encima de los jubones. Ninguno iba armado. Al verme, se detuvieron. Con razón, porque yo vestía cota de malla, yelmo y empuñaba a Hálito-de-serpiente. Su hoja era un puro espejo de las llamas. No dije ni media palabra. Permanecía de espaldas al fuego, que seguía rugiendo en mitad de la noche, de forma que no podían saber quién era. A la luz de las llamas, lo único que llegaron a atisbar fueron las siluetas de unos guerreros dispuestos para el combate, y se dieron media vuelta con intención de volver a la ciudad en busca de ayuda. Los refuerzos no tardaron en aparecer. Hombres armados se acercaban por el prado. A la luz vivida del fuego, vi los destellos de las espadas.
—¡Al embarcadero! —grité a los míos.
Volvimos, pues, al embarcadero, chamuscado por las llamas que lo cercaban.
—Osferth, ¿habéis prendido fuego a todos? —quise saber, interesándome por los barcos que estaban en el río, por todos menos la Hija de Tyr y el Aventurero intrépido, claro está.
—Todos están ardiendo —contestó.
—¡A bordo! —ordené.
Llevé a los míos a bordo de la Hija de Tyr, mientras que los vigilantes se escabullían del embarcadero, y, con un hacha, corté las maromas que mantenían amarrado al Aventurero intrépido. Los hombres de la ciudad pensaron que trataba de robar el barco de Sigurd, y aquellos que blandían un arma trataron de impedirlo. De un salto, me planté en la nave del danés y descargué el hacha para cortar la última soga que, por la proa, la mantenía amarrada al embarcadero. Sujeta por una sola maroma, la embarcación se balanceaba y, del primer hachazo, sólo a medias cercené la cuerda de cáñamo. De un salto, uno de los hombres fue a parar a las bancadas de los remeros. Me lanzó un tajo con la espada que llevaba, pero la hoja chocó contra la cota de malla y le di una patada en la cara, mientras otros dos hombres saltaban ya desde el embarcadero. Uno de ellos calculó mal la jugada y fue a parar al río, entre el barco y la orilla, pero se las arregló para echar mano al borde superior del trancanil y allí se quedó colgando, mientras el otro cayó a mi lado, blandiendo una espada corta con la que me apuntaba a la barriga. Osferth había saltado desde nuestro barco para echarme una mano; mientras, con el hacha, yo desviaba la espada. El primero de los hombres que había saltado vino a por mí de nuevo, blandiendo la espada contra mis piernas, pero las tiras de hierro que reforzaban las botas de cuero que calzaba bastaron para parar el golpe. Al saltar, aquel hombre debía de haberse hecho daño, quizá se hubiera roto un tobillo, porque trastabillaba y le costaba lo suyo mantenerse en pie. Se giró para plantar cara a Osferth, que desvió el golpe antes de asestarle un tajo con su espada. Al segundo de los hombres que habían subido le entró miedo, ocasión que aproveché para obligarlo a retroceder y acabar arrojándolo por la borda. Descargué otro hachazo sobre la maroma tensada que, por fin, cedió. Cuando la nave se apartó de la orilla, casi perdí el equilibrio. El hombre que seguía colgado de la baranda se soltó. El que se había enfrentado con Osferth estaba en las últimas: se desangraba sobre las piedras de lastre.
—Os lo agradezco —dije a Osferth.
La corriente del río arrastraba nuestros dos barcos lejos del fuego, cada vez más intenso y reluciente, mientras el humo llegaba hasta el cielo y ocultaba las estrellas. Habíamos llevado yesca, carbón y la última brazada de heno al barco de Sigurd. Arrojé entonces el brasero y aguardé hasta ver cómo los rescoldos de carbón se convertían en llamas. Salté entonces al Hija de Tyr. Cortamos la soga que nos mantenía amarrados al Aventurero intrépido. Doce de los míos ya estaban a los remos y separaron nuestro barco, más pequeño, del grande. Salté entonces a popa hasta la barra del timón y la llevé a un extremo con todas mis fuerzas para situar nuestra nave en el centro del río. En ese instante, desde la orilla, un hacha, en cuya hoja se reflejaba el resplandor de las llamas, voló por los aires y cayó al agua, inofensiva, a nuestras espaldas.
—¡Colocad la cabeza de pigargo en la proa! —ordené a los míos.
—¡Kjartan! —oí que gritaba Frithof, a lomos de un enorme caballo de guerra negro que, a medio galope, cabalgaba por la orilla del río a nuestra altura. Uno de sus hombres había lanzado el hacha; en aquel momento, otro arrojó una lanza que acabó en el río—. ¡Kjartan!
—Mi nombre es Uhtred —repliqué—, ¡Uhtred de Bebbanburg!
—¿Cómo? —se sorprendió.
—¡Uhtred de Bebbanburg! ¡Saludad en mi nombre al jarl Sigurd!
—¡Seréis cabrón!
—¡Y decid a ese baboso a quien llamáis señor que no trate de matarme de nuevo!
Frithof y los suyos tuvieron que refrenar sus monturas: un afluente del Trente les cortaba el paso. Siguieron maldiciendo contra mí, pero, a cada golpe de remo, sus voces se fueron haciendo cada vez más débiles.
A nuestras espaldas, el cielo resplandecía a causa de las llamas que destruían la flota de Sigurd. No habíamos llegado a prender fuego a todos los barcos, y estaba seguro de que los hombres de Frithof librarían a un par de ellos, si no más, de aquel infierno que iluminaba la noche. Tratarían de venir a por nosotros, de ahí que detrás de nosotros hubiera prendido fuego también al Aventurero intrépido, que ardía a la deriva. Seguía el curso de la corriente mientras en la panza de su hermoso casco alargado se oía el crepitar de las llamas. Acabaría por hundirse y el humo que echaba se convertiría en vapor, y confiaba en que el pecio del barco bastase para atorar el canal. Dediqué un saludo de despedida a Frithof y me eché a reír. Cuando se enterara de la treta que le había gastado, Sigurd se pondría fuera de sí. Aunque bien mirado, con su preciosa flota reducida a cenizas, no se trataba sólo de un ardid, sino que había quedado como un necio.
A nuestras espaldas, el río resplandecía con trémulos tonos rojizos mientras, ante nosotros, la luz de la luna rielaba sobre el agua. La corriente nos arrastraba con rapidez, y sólo hube de recurrir a media docena de remeros para mantener el rumbo. Bordeé las riberas de los recodos del río, manteniéndome donde el caudal era más profundo, atento siempre al inquietante rechinar de nuestra quilla contra el fango, pero los dioses estaban de nuestra parte y el barco no tardó en alejarse de aquel vivo arrebol que indicaba dónde estaba Snotengaham. Tal y como había pensado a la hora de comprar una nave para huir de allí, nos desplazábamos más deprisa que a caballo y ya sacábamos un buen trecho a los barcos que pudieran tratar de seguirnos.
Durante un buen rato, el Aventurero intrépido no se separó de nuestra popa, pero, al cabo de una hora más o menos, se detuvo aunque, en las orillas del río, aún se distinguía el resplandor de las llamas que lo devoraban. Al cabo de un rato, éste también se extinguió y, con la esperanza de que el pecio cegase el canal, me imaginé que se habría ido a pique. Seguimos río adelante.
—¿Qué hemos sacado en limpio, mi señor? —me pregunto Osferth, que se había acercado a la estrecha cubierta que se alzaba en la popa de la Hija de Tyr, donde yo estaba.
—Que Sigurd parezca un estúpido —repuse.
—No creo que sea un necio.
Sabía que Osferth no estaba de acuerdo con lo que habíamos hecho. No era un cobarde, pero, al igual que su padre, pensaba que la guerra ayudaba a desarrollar la inteligencia y que, dejándose guiar por la razón, un hombre podía alcanzar la victoria. La guerra, sin embargo, casi siempre tiene más que ver con impulsos.
—Pretendo que los daneses nos tengan miedo —le aclaré.
—Ya se lo inspirábamos.
—A partir de hoy, nos temerán más —añadí—. Ningún danés se atreverá a atacar Mercia o Wessex con la tranquilidad de que sus posesiones están a buen recaudo. Les hemos demostrado que podemos adentrarnos en sus tierras cuando nos venga en gana.
—O hemos agitado los demonios que los lleven a tomarse la revancha.
—¿Os preocupa que vayan a vengarse? —le pregunté—, ¿acaso pensáis que entra dentro de sus cálculos el que podamos vivir en paz?
—Temo que se ceben con Mercia —contestó—. Incursiones de castigo.
—A estas alturas, Buccingahamm ya estará arrasado —le expliqué—; antes de partir, les dije a todos que abandonasen aquellas tierras y se fueran a Lundene.
—¿Eso les dijisteis? —me preguntó sorprendido, antes de torcer el gesto—. En ese caso, la hacienda de Beornnoth habrá sido también pasto de las llamas.
Solté una carcajada y pasé la mano por la cadena de plata que Osferth llevaba al cuello.
—¿Os apostáis esta cadena? —le propuse.
—¿Por qué Sigurd no habría de quemar la hacienda de Beornnoth? —me preguntó.
—Porque Beornnoth y su hijo son vasallos de Sigurd —le expliqué.
—¿Beornnoth y Beortsig?
Asentí. Carecía de pruebas para afirmarlo con rotundidad; tan sólo albergaba sospechas por cuanto nada había pasado en las tierras de Beornnoth, tan cerca de aquellos territorios de Mercia que estaban en manos de los daneses, y me daba en la nariz que había algún acuerdo por medio. Sospechaba que Beornnoth, demasiado viejo para los sobresaltos que supone un enfrentamiento continuado, había firmado algún acuerdo de paz; en lo tocante a su hijo, Beortsig era un hombre amargado y lleno de resentimiento contra los sajones del oeste, quienes, según su forma de ver las cosas, habían arrebatado a Mercia su independencia.
—No estoy en condiciones de demostrároslo —continué—, pero llegará el día en que pueda hacerlo.
—Aun así, mi señor —insistió, puntilloso, apuntando al resplandor mortecino que todavía se divisaba en el cielo—, ¿qué hemos sacado en limpio?
—¿Aparte de sacar de quicio a Sigurd? —le pregunté, mientras me apoyaba en el gobernalle para dejar atrás un largo recodo del río. Por el este, el cielo estaba encendido: unas pequeñas nubes resplandecían delante de un sol que se desperezaba. Unas reses nos miraban al pasar—. Durante toda mi vida, vuestro padre —le dije, aun a sabiendas de que esas dos palabras lo irritarían— ha mantenido a raya a los daneses. Wessex es hoy una fortaleza. Pero de sobra sabéis cuál es el propósito que guía a vuestro padre.
—Que todas las tierras de los ingleses sean una.
—Y para conseguirlo, no basta con erigir una fortaleza. No podemos derrotar a los daneses a fuerza de defendernos de ellos. Hay que atacarlos. Algo que vuestro padre no ha hecho jamás.
—Envió barcos a Anglia Oriental —repuso Osferth, molesto.
No le faltaba razón. En cierta ocasión, Alfredo había enviado una flota a Anglia Oriental para dar su merecido a unos daneses de Eohric que habían saqueado Wessex. Pero aquella expedición sirvió de poco. Con sus quillas de gran calado, los barcos de los sajones del oeste no podían adentrarse en los ríos. Los de Eohric se retiraron a aguas poco profundas y la flota de Alfredo, que había zarpado con un único propósito, hubo de abandonar el lugar a golpe de remo y con las manos vacías. Con todo, la advertencia había bastado para convencer al rey de Anglia Oriental de que más le valía avenirse a firmar un tratado entre ambos reinos.
—Si queremos unir a todos los sajones —continué—, no será con barcos, sino con muros de escudos, lanzas, espadas y gran carnicería.
—Y con la ayuda de Dios —añadió Osferth.
—Sea —concedí—. Vuestro hermano lo sabe, igual que vuestra hermana. Habrán de dar con alguien que quiera ponerse al frente de ese muro de escudos.
—Vos.
—Nosotros, más bien. Para eso hemos quemado la flota de Sigurd, para que Wessex y Mercia sepan quiénes están en condiciones de hacerlo —concluí con una sonrisa en los labios y dándole una palmada en el hombro—. Estoy cansado de que me llamen «el escudo de Mercia», cuando mi aspiración no es otra que convertirme en la espada de los sajones.
Si aún seguía con vida, Alfredo estaba en las últimas. Y había hecho mía su ambición.
Retiramos la cabeza del pigargo de la proa para que no nos tomasen por una nave hostil y, bajo el sol que ya apuntaba en el cielo, cruzamos Inglaterra.
* * *
Había estado en la tierra de donde procedían los daneses y me había parecido un lugar de suelos arenosos y yermos. Aunque me imaginaba que dispondrían de lugares mejores que los que tuve ocasión de ver, estoy seguro de que ninguno era tan espléndido como aquellos por donde, sigilosa, discurría la Hija de Tyr en aquel momento. Siguiendo el río, dejábamos atrás campos feraces y bosques frondosos. Las ramas de los sauces se mecían a merced de la corriente. Unas nutrias retozaban en el agua, realizando sinuosos movimientos para alejarse de la sombra del casco de nuestra nave. Los trinos de las currucas atronaban las orillas, donde los primeros martines pescadores picoteaban en el fango para construir sus nidos. Con las alas erizadas, un cisne cantó a nuestro paso, y los hombres imitaron aquel sonido que les pareció divertido. En los prados, que parecían amarillos, tan cuajados de narcisos silvestres estaban, los árboles reverdecían entre jacintos que se perdían en los bosques que dejábamos atrás. Tal era la razón de que los daneses hubieran puesto los ojos en aquellos parajes: la tierra, que no la plata o los esclavos, ni siquiera la fama que pudieran ganar, sino una tierra agradecida, generosa y fecunda, donde las cosechas salían adelante y un hombre podía alimentar a los suyos sin temor a que muriesen de hambre. Unos niños que escardaban rastrojos interrumpieron su quehacer y nos dirigieron un saludo con la mano. Vi por doquier caseríos y pueblos, manadas y rebaños, y entendí cuál era la verdadera razón de que aquellos hombres se aventurasen a cruzar el mar.
Permanecimos atentos por si venían a por nosotros, pero no vimos a nadie. Íbamos a remo, procurando no cansar a los hombres en demasía, recurriendo sólo a media docena de palas a cada costado de la nave, las necesarias para que se deslizase con ligereza río abajo. Los peces saltaban fuera del agua para cebarse en las nubes de cachipollas que se arremolinaban en el río; largas hierbas se mecían en el fondo. Cuando dejamos atrás Gegnesburh, recordé la ocasión en que Ragnar había acabado con un monje de aquella localidad. Por otra parte, allí se había criado la mujer de Alfredo, antes de que llegasen los daneses y se apoderaran de la ciudad. Aunque en pésimas condiciones, una muralla y una empalizada rodeaban el pueblo. Poco quedaba de los troncos de roble de las defensas de madera, aprovechados sin duda por los nuevos habitantes para levantar sus casas. En cuanto a la muralla de adobe, había acabado por derrumbarse en la zanja que la rodeaba y nuevas construcciones se alzaban en el borde exterior. A los daneses, esas cosas les traían sin cuidado. Se sentían a salvo. Si después del tiempo que llevaban allí, toda una vida, nadie los había atacado nunca, lo más seguro era que las cosas siguieran igual. Los hombres nos saludaban al pasar. Naves mercantes, lentas y panzudas, fueron las únicas que vi atracadas en el embarcadero. Y me pregunté si también le habrían puesto un nombre danés a la ciudad de Gegnesburh. No habíamos salido de Mercia, pero estaba claro que aquellos parajes ya eran territorio danés.
Remamos durante todo el día hasta que, a eso del anochecer, llegamos al estuario del Humbre donde, no menos oscuro que el sol que se ocultaba a nuestras espaldas, el mar se abría ante nosotros. Colocamos el mástil en su sitio, tarea que requirió todas las fuerzas que pudieron reunir los míos, tensamos las jarcias que lo fijaban a los costados de la nave, aseguramos la verga y nos hicimos a la mar. Un viento del sudoeste hinchó la vela de lana y lienzo. Con un crujido los aparejos se tensaron, la nave se escoró y sentí el envite de las primeras olas; noté cómo la Hija de Tyr se estremecía al sentir aquellas primeras caricias. Nos pusimos a los remos con todas nuestras fuerzas y franqueamos la barra de la corriente entrante, manteniéndonos rumbo al este, hacia las sombras de la noche. Echamos mano de remos y de vela para hacer frente a aquella corriente que, poco a poco, fue perdiendo fuerza hasta que salimos a un mar que se ensanchaba, moteado de manchas blancas a esa hora crepuscular, que no eran sino las olas que rompían cuando el río salía a su encuentro. Seguimos adelante y, cuando dejamos atrás las marismas, vi que no nos seguía ningún barco y sentí cómo la quilla tajaba las olas en mar abierto.
Al anochecer, la mayoría de los barcos buscan refugio en la costa. El jefe de la embarcación otea una ensenada y allí pasan la noche. Nosotros, en cambio, seguimos remando hacia el este y, cuando por fin se hizo de noche del todo, recogimos los remos y nos dejamos llevar por el viento. La nave cumplió su cometido a la perfección. En mitad de la oscuridad, puse rumbo sur y me quedé dormido hasta el amanecer. No me pareció que nos siguiera nave alguna y, desde luego, pasamos desapercibidos a ojos de la flota de Anglia Oriental mientras nos dirigíamos al sur.
Estábamos en aguas conocidas. Al hacerse de día, bajo un sol esplendoroso, nos aventuramos a bordear la costa hasta que di con un sitio para orientarme. Dos barcos pasaron cerca, pero nos dejaron de lado, y nosotros seguimos adelante, sorteamos las marismas de Fughelness y nos adentramos en el Temes. Los dioses habían velado por nosotros: nada había perturbado los días y las noches que pasamos en el mar, y llegamos a Lundene.
* * *
Llevé a la Hija de Tyr hasta el muelle que se alzaba a los pies de la que había sido mi residencia en la ciudad, la casa donde Gisela había fallecido, un lugar al que pensaba que no habría de volver nunca. Me acordé de Ælfadell y de su siniestra profecía de que todas mis mujeres morirían, pero me consolé pensando que, si la hechicera nada había dicho acerca del fuego que acabaría por destruir la flota de Sigurd, ¿cómo iba a saber nada acerca del destino que esperaba a mis mujeres?
A los que se habían quedado en Buccingahamm les había dicho que debían esperar un ataque en cualquier momento, y les ordené que fueran al sur y buscasen cobijo tras los muros de Lundene. Había imaginado que Sigunn saldría a recibirme a las puertas de la casa, que incluso allí estaría Finan, una vez concluida su maniobra de distracción en Ceaster, pero, al dar las últimas paladas para acostar la nave al embarcadero, me dio la sensación de que allí no había nadie. Los hombres saltaron a tierra con los cabos en la mano. Escuché el estruendo de los remos en las bancadas. En ese momento, se abrió la puerta de la casa y un cura salió a la entrada.
—¡No podéis atracar la nave aquí! —me dijo a voces.
—¿Quién sois? —le pregunté.
—Esto es una residencia particular —dijo, sin responder a mi pregunta.
Era un hombre enjuto de edad mediana, gesto adusto y la cara picada de viruelas. Vestía una sotana larga, impoluta, de la mejor lana, y lucía un cuidado corte de pelo. No era un cura de tantos: su atuendo y su forma de comportarse eran los propios de alguien que goza de privilegios.
—Encontraréis un muelle más abajo —añadió, señalando a algún punto por el este.
—¿Quién sois? —volví a preguntarle.
—La persona que os está diciendo que busquéis otro sitio donde amarrar vuestra nave —contestó en mal tono, sin inmutarse cuando salté al embarcadero y me fui hacia él—. De lo contrario, diré que se lleven el barco y, cuando vayáis a recogerlo, tendréis que pagar.
—Vengo cansado, y no pienso mover la embarcación de donde la he dejado.
En ese momento, olfateé el hedor tan característico de Lundene, esa mezcla inconfundible de humo e inmundicia, y recordé la lavanda que Gisela solía esparcir por las baldosas del suelo. Aquel recuerdo me provocó una punzada de dolor, de ausencia. A ella le encantaba aquella mansión, construida en tiempos de los romanos; aquellas estancias que daban a un gran patio interior y la cámara principal que miraba al río.
—No podéis entrar ahí —dijo el cura con aspereza, cuando seguí adelante como si no estuviera—. Es la residencia de Plegmund.
—¿Plegmund? —pregunté sorprendido—. ¿Así se llama el hombre que está al frente de la guarnición de la ciudad?
La casa era la residencia del oficial al mando de la tropa que defendía Lundene, cargo en el que me había sucedido un sajón del oeste, de nombre Weohstan, buen amigo mío, que no dudaría en acogerme bajo su techo.
—Es la casa que Alfredo ha puesto a disposición del arzobispo —me explicó el cura.
—¿Arzobispo? —pregunté, más sorprendido si cabe. Por lo visto, Plegmund, un hombre de Mercia, muy devoto y amigo de Alfredo, era el nuevo arzobispo de Contwaraburg y, por ende, el dueño de una las casas más preciosas de Lundene—. ¿Ha venido una joven por aquí —me interesé—, o quizás un irlandés, un guerrero?
El cura se puso pálido. Debió de recordar en aquel momento que Sigunn o Finan, o quién sabe si los dos, habían pasado por allí, y aquel recuerdo le llevó a caer en la cuenta de con quién estaba hablando.
—¿Sois Uhtred? —me preguntó.
—En efecto, soy Uhtred —contesté, al tiempo que abría la puerta de par en par.
La estancia alargada, tan acogedora cuando Gisela estaba al frente de la casa, se había convertido en el aposento donde unos monjes copiaban manuscritos. Había seis pupitres altos, repletos de tinteros, plumas y pergaminos. Dos clérigos ocupaban dos de los estrados. Uno escribía, copiando de un manuscrito; el otro, con una regla y un punzón punteaba líneas en un pergamino en blanco, trazado que servía de ayuda para que el escribano no se torciera al copiar. Intranquilos, los dos se me quedaron mirando, antes de volver a lo suyo.
—¿De modo que una muchacha pasó por aquí? —pregunté al cura—. Me refiero a una chica danesa, menuda y preciosa, que, supongo, vendría acompañada por una escolta de media docena de guerreros.
—Pues sí —respondió, sin saber cómo salir de aquel aprieto.
—¿Y qué pasó?
—Pues que se fue a una posada —dijo todo corrido, lo que significaba que le había dado con la puerta en las narices.
—¿Dónde anda Weohstan? —le pregunté.
—Dispone de unas dependencias junto a la iglesia colegial de la ciudad.
—¿Y Plegmund? ¿Está aquí, en Lundene?
—El arzobispo está en Contwaraburg.
—¿Cuántos barcos tiene? —pregunté.
—Ninguno —respondió el cura.
—En tal caso, no necesita el maldito embarcadero, ¿no es así? Así que mi barco se quedará donde está hasta que lo venda y, si se os ocurre tocarlo, cura, si os atrevéis a rozarlo con uno de vuestros repugnantes dedos, si os da por avisar para que se lo lleven, seré yo quien os lleve al mar, donde os enseñaré a ser como Cristo.
—¿Como el Señor? —se sorprendió.
—¿Acaso no andaba por el agua?
Aquella discusión tan tonta bastó para desalentarme, por cuanto era un recordatorio de cómo la Iglesia había hundido sus desabridas garras en el Wessex de Alfredo. Por lo visto, el rey había cedido a Plegmund y a Werferth, obispo de Wygraceaster al parecer, la mitad de los derechos de los muelles de Lundene. Alfredo quería que la Iglesia fuera rica, que sus obispos fueran hombres poderosos porque a ellos había fiado la implantación y el cumplimiento de las leyes que había dictado y, si yo pusiese mi granito de arena para que la zarpa de Wessex se extendiera por el norte, obispos, curas, monjes y monjas sacarían tajada de la situación e impondrían sus normas siniestras. En aquel momento, sin embargo, y pensando en Etelfleda, que estaba en Wintanceaster, no tenía otra salida. Fue Weohstan quien así me lo hizo ver.
—El rey quiere a toda su familia cerca cuando le llegue la hora de la muerte —me dijo, apesadumbrado. Weohstan era un sajón del oeste de carácter flemático, calvo y medio desdentado, que estaba al mando de la guarnición de Lundene. La ciudad se alzaba en territorio de Mercia, pero Alfredo había conseguido que todos aquellos que pintaban algo fueran personas leales a Wessex, y Weohstan era un buen hombre, carente de imaginación, pero eficiente—. Lo peor es que necesito dinero para apuntalar las murallas, y no me lo van a dar —rezongó—; prefieren enviarlo alegremente a Roma para que el papa siga bañándose en cerveza antes que ocuparse de la muralla.
—Siempre podéis robarlo —le comenté.
—El caso es que hace meses que no hemos visto a un danés por aquí —me contestó.
—Habréis visto a Sigunn —le dije.
—Una muchacha preciosa —afirmó, dedicándome una sonrisa con aquella boca medio desdentada.
Weohstan la había acogido hasta mi vuelta. Por lo visto, nada sabía de Buccingahamm, pero sospechaba que tanto el caserío como los establos y los graneros se habrían convertido en ruinas humeantes en cuanto Sigurd hubiera regresado de sus correrías por Ceaster.
Con una sonrisa de oreja a oreja y ávido de ponerme al día, Finan llegó dos días después.
—Sigurd bailó al son que nosotros tocábamos —me contó—, hasta el punto de que tuvo que vérselas con los galeses.
—¿Y Haesten?
—¿A quién le importa?
Finan me contó cómo Merewalh y él se habían retirado a unos bosques intrincados que había al sur de la fortaleza y cómo Sigurd y los suyos los habían seguido.
—¡Cielos, puso tanto empeño! Envió jinetes en nuestra busca hasta por doce sendas diferentes, y tendimos una celada a una de aquellas partidas.
Me entregó una bolsa repleta de plata, la que habían arrebatado a aquellos que habían liquidado al pie de unos robles. Enfurecido, Sigurd se volvió más cauteloso y envió hombres al oeste y al sur para rodear a presa tan escurridiza, pero lo único que consiguió fue irritar a los galeses, pueblo susceptible donde los haya, y de las colinas bajó una horda de feroces guerreros galeses, dispuestos a acabar con los hombres del norte. Sigurd había formado un muro de escudos y consiguió repeler el ataque cuando, de forma inesperada, se retiró hacia el norte.
—Debió de ser cuando se enteró de lo que había pasado con sus barcos —le dije.
—¡Pobre hombre! ¡Un duro golpe! —contestó Finan, encantado.
—Tan pobre como yo —le aseguré.
Lo más probable es que hubieran arrasado Buccingahamm, o sea que poco podía sacarse de aquellas tierras. Las familias de los míos estaban en Lundene, y no me quedó otra que desprenderme de la Hija de Tyr a un precio irrisorio. Etelfleda tampoco podía echarme una mano: estaba en Wintanceaster, junto a su padre enfermo, con su marido. Me envió una carta insustancial, incluso desabrida, lo que me llevó a pensar que estaba al tanto de que le leían la correspondencia. Como le había hablado de mi carencia de recursos, en la misiva me aconsejaba que fuera a una de las propiedades que estaban a su nombre en el valle del Temes. El intendente de aquella hacienda era un hombre que había luchado conmigo en Beamfleot, así que, por fin, di con alguien que se alegrara de verme. Mutilado de resultas de aquel combate, podía caminar con ayuda de una muleta y se las componía para montar a caballo. Me prestó dinero. Ludda seguía a mi lado. Le dije que le pagaría por sus servicios en cuanto fuera rico de nuevo, que podía irse si lo deseaba, pero me respondió que prefería quedarse conmigo. Estaba aprendiendo el manejo del escudo y la espada, y yo estaba encantado de que me acompañara. Tras pensar que mejor les iría al servicio de otro, dos de los frisios decidieron irse y los dejé marchar. Mi situación era tan apurada como la de Haesten: mis hombres se preguntaban si no habrían hecho mal en ponerse a mi servicio.
Y, cuando el verano casi tocaba a su fin, Sihtric regresó.