Capítulo III

Yule llegó y pasó; no así el bramido de las tormentas que, procedentes del mar del Norte, se sucedían descargando nieve sobre la tierra yerma. El padre Willibald, los curas sajones del oeste, los gemelos de Mercia y los monjes cantores tuvieron que quedarse en Buccingahamm hasta que el tiempo mejoró, momento en que, acompañados por veinte lanceros a las órdenes de Cerdic, regresaron sin percance a sus lugares de origen, llevándose el pez prodigioso y también a Ivann, el prisionero danés. Si Alfredo aún seguía con vida, no haría ascos a escuchar lo que pudiera contarle acerca de la traición de Eohric. Entregué a Cerdic una carta para Etelfleda. A su regreso, me aseguró que se la había entregado a una de sus doncellas de confianza, pero que ésta no le había dado ninguna respuesta para mí.

—No me permitieron ver a la dama en persona —me dijo Cerdic—. La tienen recluida.

—¿Recluida?

—En palacio, mi señor. Todos andan apesadumbrados y con caras largas.

—Y Alfredo, ¿seguía con vida cuando te fuiste?

—Así es, mi señor, aunque los curas no dejaban de decir que, si aún estaba en este mundo, era sólo gracias a sus plegarias.

—Lo de siempre.

—Lord Eduardo se ha prometido en matrimonio.

—¿Va a casarse?

—Asistí a la ceremonia de petición de mano, mi señor. Contraerá nupcias con la dama Elfleda.

—¿La hija del ealdorman?

—Eso es, mi señor. Decisión de Alfredo.

—Pobre Eduardo —comenté, acordándome del chisme que me había contado el padre Willibald a propósito de que al heredero de Alfredo le habría gustado casarse con una muchacha de Cent. Elfleda era hija de Etelhelmo, ealdorman de Sumorsaete; por lo visto, Alfredo había querido que, gracias a aquella alianza, Eduardo emparentase con la más poderosa de las familias de la nobleza de Wessex. Y me quedé pensando qué habría sido de la muchacha de Cent.

Sigurd, por su parte, había regresado a sus tierras y, con afán revanchista, no cejaba en sus incursiones contra la Mercia sajona con el único propósito de incendiar, matar, saquear y hacer esclavos. Eran choques fronterizos, no muy diferentes de los enfrentamientos continuos que se producían entre los escoceses y los habitantes de Northumbria. Ninguna de aquellas escaramuzas tuvo lugar en terrenos de mi propiedad; mis tierras de labranza se extendían al sur de las enormes propiedades de Beornnoth. Como blanco de sus ataques, las huestes del danés habían elegido la hacienda del ealdorman Ælfwold, hijo de aquel guerrero que había muerto a mi lado en Beamfleot, mientras que en las posesiones de Beornnoth no se registraba ningún incidente, lo que me dio que pensar. Así que, en marzo, cuando las flores blancas de las estrelladas despuntaban en los setos, al frente de una comitiva de quince hombres me dirigí a las tierras de Beornnoth para llevarle un presente de año nuevo: queso, cerveza y cordero salado. Me encontré al anciano envuelto en una capa de piel y clavado en su silla, con el rostro más afilado y los ojos acuosos; el labio inferior le temblaba sin parar. Se moría. Su hijo Beortsig me recibió con cara de pocos amigos.

—Ya va siendo hora de dar una lección a Sigurd —dije.

Beornnoth frunció el ceño.

—Dejad de dar vueltas de un lado para otro —me ordenó—, hacéis que me sienta viejo.

—Es que lo sois —repuse.

Esbozó una mueca.

—Como Alfredo —replicó—, voy al encuentro con mi dios, me acerco al día del juicio, cuando me enteraré si soy de los destinados a vivir o de los que van a arder. Supongo que él irá derecho al cielo, ¿verdad?

—Lo recibirán con los brazos abiertos —corroboré—, pero, en cuanto a vos, ¿qué será de vos?

—Por lo menos, en el infierno no habré de pasar frío —ironizó, antes de limpiarse un poco de saliva que le había caído en la barba—. ¿Así que queréis enfrentaros a Sigurd?

—Quiero acabar con ese mal nacido.

—Ocasión tuvisteis de hacerlo antes de Navidad —intervino Beortsig. Hice como que no le había oído.

—Está al acecho, anda a la espera de que Alfredo muera —añadió Beornnoth—. No atacará mientras Alfredo siga con vida.

—Ya lo está haciendo —repliqué.

Beornnoth negó con la cabeza.

—Sólo escaramuzas —continuó, restándole importancia al asunto—. Ha dejado sus barcos en tierra, en Snotengaham.

—¿En Snotengaham? —exclamé, sorprendido, al caer en la cuenta de que era el lugar más lejano tierra adentro al que podía llegarse en barco por tierras de Britania.

—Eso corrobora que sólo pretende realizar asaltos.

—Entiendo que no planea hacer incursiones por mar —respondí—, lo que no significa que no vaya a hacerlas por tierra.

—Quizá no os falte razón —convino Beornnoth—, pero no antes de que Alfredo muera. Por ahora sólo se dedica a robar unas cuantas reses.

—Igual que yo me dispongo a robarle parte de su ganado.

Beortsig se enfurruñó; su padre se limitó a encogerse de hombros.

—¿Por qué tentar al demonio cuando dormita? —se interesó el anciano.

—Ælfwold no está tan convencido de que así sea —repliqué.

Beornnoth se echó a reír.

—Ælfwold es joven —repuso con displicencia—, tiene ambición y ganas de meterse donde no lo llaman.

Dos eran las facciones en que estaban divididos los señores sajones que habían establecido sus reales en Mercia: los que no aceptaban de buen grado las imposiciones de los sajones del oeste en su territorio y los que las recibían con los brazos abiertos. Mientras que el padre de Ælfwold había acudido en ayuda de Alfredo, Beornnoth se había alineado con los nostálgicos de los tiempos en que en Mercia había rey y, al igual que otros de su cuerda, se había negado a enviar tropas para echarme una mano y derrotar a Haesten. Había puesto, no obstante, sus hombres a disposición de Etelredo para defender Gleawecestre de un ataque que nunca llegó a producirse. Desde entonces, siempre había habido roces entre ambas facciones. Pero Beornnoth era un hombre bastante sensato, o quizá, viendo la muerte tan de cerca, no quería aferrarse a viejos rencores. Nos invitó a pasar la noche bajo su techo.

—Contadme alguna gesta. Me encantan —me confió—. Contadme lo de Beamfleot.

Era una invitación generosa por su parte, un reconocimiento implícito de que, el verano anterior, los suyos no habían estado a la altura de las circunstancias.

No le referí todo lo que había pasado, como es natural. En el salón, mientras una enorme fogata teñía las vigas de rojo y la cerveza volvía vocingleros a los hombres, le conté cómo había muerto el viejo Ælfwold. Cómo había iniciado el ataque a mi lado y cómo entre los dos conseguimos poner en fuga a los daneses; cómo la emprendimos contra aquellos hombres asustados a los pies de la colina, y cómo los daneses enviaron refuerzos y la lucha devino encarnizada. Los hombres escuchaban sin perder palabra. Casi todos los presentes habían estado alguna vez en un muro de escudos y conocían la angustia que se sentía en tales circunstancias. Le conté cómo habían acabado con mi caballo y cómo formamos un muro de escudos en círculo para hacer frente a las hordas danesas que, entre aullidos, nos sobrepasaban en número, y describí la muerte de Ælfwold como a él le habría gustado, contando cómo se había deshecho de sus enemigos, cómo había enviado a aquellos demonios paganos al infierno, cómo había derribado a cada uno de los que habían ido a por él hasta que, por fin, un hachazo le partió el yelmo y se fue al suelo. Nada dije de la mirada cargada de reproches que me dirigiera entonces, ni de la rabia contenida que encerraban sus últimas palabras cuando, obnubilado, pensaba que yo lo había traicionado. Murió a mi lado y, en ese instante, con gratitud habría aceptado la muerte, al caer en la cuenta de que los daneses acabarían con nosotros en aquel amanecer que olía a sangre, cuando, de repente, había aparecido Steapa al frente de las tropas sajonas del oeste, lo que hizo que aquella derrota se convirtiera en una tan inesperada como impensable victoria. Los seguidores de Beornnoth aporrearon las mesas dando muestras de aprobación a lo que acababan de escuchar. Los hombres disfrutan de esas gestas guerreras; por eso, echamos mano de los bardos: para que, al caer la noche, nos hagan pasar un buen rato con sus historias de guerreros y espadas, escudos y hachas.

—Bonita gesta —comentó Beornnoth.

—Si Ælfwold murió fue por culpa vuestra —se alzó una voz de entre los allí reunidos.

Al principio, pensé que había entendido mal o que aquel comentario no iba dirigido a mí. Se produjo un silencio. Todos nos preguntábamos lo mismo.

—¡No hubiéramos debido plantarles cara! —decía Sihtric, en pie y a voces. Reparé en que estaba borracho—. ¡Nunca enviasteis ojeadores a los bosques! —bramó—. ¿Cuántos hombres perdieron la vida por semejante descuido?

Reconozco que me quedé tan asombrado que no pude articular palabra.

Sihtric había sido mi criado, le había salvado la vida, lo había tratado como a un hijo, lo había educado para ser un hombre, un guerrero. Le había regalado oro. Lo había recompensado como sólo un señor sabe hacerlo con sus fieles, y allí estaba, mirándome con ojos de rabia, mientras Beortsig se lo pasaba en grande, claro está, sin dejar de observarnos, ora a Sihtric, ora a mí. Rypere, que estaba sentado en el mismo banco que su amigo, trató de tranquilizarlo tomándolo del brazo, pero Sihtric se libró de él.

—¿Cuántos hombres murieron aquel día por vuestro imperdonable descuido? —me gritó.

—Estás borracho —repuse, amenazante—. Mañana, suplicante, te arrastrarás a mis pies, y quizá tenga a bien perdonarte.

—Si hubierais tenido dos dedos de frente, lord Ælfwold seguiría entre nosotros —chilló.

Algunos de mis hombres trataron de hacerle callar, pero mi voz se alzó por encima de ellos:

—¡Ven aquí y arrodíllate ante mí!

En lugar de eso, me lanzó un escupitajo. Y se armó una buena trifulca en el salón. Los hombres de Beornnoth animaban a Sihtric mientras, horrorizados, los míos eran testigos de semejante espectáculo.

—¡A ver, unas espadas! —solicitó alguien.

Sihtric adelantó una mano.

—¡Una espada! —bramó.

Ya me disponía a hacerle frente cuando Beornnoth se adelantó y, aun débil como estaba, me sujetó por la manga.

—No en mi casa, lord Uhtred —me suplicó—, no en mi casa.

Me quedé donde estaba. Con esfuerzo, apoyó una mano en el borde de la mesa para ponerse en pie, mientras agitando la otra señalaba a Sihtric:

—¡Lleváoslo de aquí! —ordenó.

—¡Procura mantenerte lejos de mí, igual que la puta de tu mujer! —grité yo.

Sihtric trató de zafarse de los hombres que lo sujetaban, pero éstos lo tenían bien agarrado y, además, estaba demasiado bebido. A rastras, lo sacaron del salón entre las protestas de los hombres de Beornnoth. Beortsig, que se había divertido mucho al ver mi cara de desconcierto, se partía de risa. Tras echarle una mirada de advertencia, su padre se dejó caer pesadamente en la silla.

—¡No sabéis cuánto lo siento! —refunfuñó.

—¡Más habrá de sentirlo él! —repliqué, con ganas de venganza.

A la mañana siguiente, ni rastro de Sihtric. Tampoco pregunté dónde lo había escondido Beornnoth. Ya nos disponíamos a partir cuando, llevado en andas por dos de sus hombres, el ealdorman salió a la explanada de delante de la casa.

—Mucho me temo que moriré antes que Alfredo —dijo.

—Espero que viváis muchos años —contesté de forma respetuosa.

—Vendrán malos tiempos para Britania cuando Alfredo desaparezca —comentó—. Todo aquello en lo que hemos creído se irá con él —añadió en voz baja.

Todavía estaba avergonzado por la disputa que se había producido en su salón la noche anterior. Había visto cómo me insultaba uno de los míos y me había prohibido que le diera su merecido. Los dos teníamos presente aquel incidente que nos quemaba por dentro, pero nos comportamos como si no hubiera pasado nada.

—El hijo de Alfredo es un buen hombre —apunté.

—Eduardo es joven —replicó Beornnoth con desdén—, ¿quién sabe qué habrá de ser de él? —Dio un suspiro—. La vida es el cuento de nunca acabar —continuó—, pero me gustaría escuchar unas cuantas gestas más antes de morir —entonces negó con la cabeza—, Eduardo no llegará a reinar.

Sonreí.

—Seguro que él ve las cosas de otro modo.

—Lo asegura la profecía —dijo, con gesto grave.

Desconcertado, me lo quedé mirando.

—¿La profecía?

—Hay una hechicera —continuó— que ve el futuro.

—¿Ælfadell? —le pregunté—. ¿Habéis ido a verla?

—Yo no, pero sí Beortsig —añadió, sin quitarle los ojos de encima a su hijo, quien, al oír el nombre de Ælfadell, se santiguó.

—¿Qué os dijo? —pregunté al hosco de su vástago.

—Nada bueno —repuso, cortante, y no parecía que tuviera intención de decir nada más.

De un salto, me encaramé a lomos de mi montura, eché una ojeada alrededor tratando de ver si Sihtric andaba por allí, pero debía de seguir encerrado, así que nos pusimos en marcha y nos volvimos a casa. Finan no entendía qué le había pasado.

—Debía de estar más que borracho —decía, sin salir de su asombro.

No dije nada. Sihtric no iba desencaminado al decir lo que había dicho, que la muerte de Ælfwold había sido el resultado de un descuido por mi parte, pero no tenía derecho a echármelo en cara, y menos en casa ajena.

—Siempre ha sido un buen hombre —continuó Finan que, perplejo, seguía dándole vueltas al asunto—. También es verdad que últimamente siempre andaba de mal humor. No lo entiendo.

—Se está volviendo como su padre —repuse.

—¿Como Kjartan el Cruel?

—No debería de haberle salvado la vida.

Finan asintió.

—¿Queréis que me encargue de darle su merecido?

—No —repliqué con vehemencia—, sólo hay un hombre que pueda acabar con él, y ése soy yo. ¿Me habéis entendido? Es asunto mío y, hasta que no le raje la barriga, no quiero volver a oír su nombre nunca más.

En cuanto llegamos a casa, eché de mi lado a Ealhswith, la mujer de Sihtric, y a sus dos hijos. Hubo llantos y súplicas por parte de sus amigos, pero me mantuve firme en la decisión que había tomado, y se fueron.

Al día siguiente, me puse en marcha para tender una emboscada a Sigurd.

* * *

No eran bonancibles los tiempos que corrían. Consciente de que las runas se pondrían en juego, toda Britania estaba pendiente de que Alfredo abandonase este mundo. Se anunciaba un nuevo horizonte: las cosas estaban a punto de cambiar; en qué sentido, nadie se aventuraba a pronosticarlo, a menos que aquella hechicera de pesadilla tuviera la respuesta. Los habitantes de Wessex soñaban con otro rey fuerte que los defendiera; en Mercia, no eran pocos quienes confiaban en que así fuera, aunque no faltaban quienes preferían a uno de los suyos en el trono de nuevo; en el norte, los daneses, dueños y señores del territorio, sólo pensaban en apoderarse de Wessex. Fue durante aquella primavera y aquel verano, mientras Alfredo aún seguía con vida y los hombres esperaban y soñaban, y se recogía una nueva cosecha, cuando, al frente de cuarenta y seis hombres, me dirigí al nordeste, donde Haesten había establecido su madriguera.

Por mí, de buen grado me habría llevado trescientos. Muchos años atrás, alguien había pronosticado que llegaría el día en que recorrería Britania al frente de ejércitos pero, para eso, hay que tener tierras, y las mías sólo daban para mantener y pertrechar una tripulación. Recibía las rentas, a mis manos iban a parar también los derechos de paso de los comerciantes que utilizaban la calzada romana que atravesaba la hacienda de Etelfleda, pero, con todo y con eso, mis ingresos no daban para más y, al frente de cuarenta y seis hombres, me dirigí a Ceaster.

Tierra de nadie. Al oeste, los galeses; al norte y por el este, señores daneses que no reconocían a otro rey aparte de ellos mismos. En tiempos, los romanos habían erigido una fortaleza en Ceaster. Haesten se había refugiado en lo que aún quedaba en pie de aquel fuerte. Hubo un tiempo en que la sola mención de su nombre aterraba a los sajones, pero en aquellos momentos, no era ni sombra de lo que había sido, rodeado como estaba de poco más de doscientos guerreros de lealtad dudosa. A comienzos de aquel invierno, contaba todavía con no menos de trescientos, pero los hombres esperan de su señor algo más que sustento y cerveza. Quieren plata, oro y esclavos, de ahí que muchos de los suyos se hubieran puesto al servicio de otros señores, como Sigurd o Cnut, en busca de recompensas más sustanciosas.

Ceaster se alzaba en el extremo más remoto de Mercia. Me encontré con las tropas de Etelredo a unas tres millas al sur del fuerte que ocupaba Haesten. Poco más de ciento cincuenta soldados, cuya misión consistía en vigilar sus movimientos y restarle apoyos atosigando a quienes les proveían de lo que necesitaba. Al frente había un hombre joven, de nombre Merewalh, que, al verme llegar, no pudo ocultar su satisfacción.

—¿Habéis venido para acabar con ese miserable espantajo, mi señor? —me preguntó.

—Sólo a echar un vistazo —respondí.

Lo cierto es que estaba allí para dejarme ver, aunque nunca habría confesado que tal fuera mi intención. Quería que los daneses supieran que merodeaba por Ceaster, de ahí que, exhibiendo mi enseña con la cabeza de lobo, me paseara con los míos a los pies de la muralla sur del antiguo fuerte romano. Vistiendo mi mejor cota de malla, reluciente gracias a los desvelos de mi criado Oswi, me acerqué lo bastante a los vetustos muros como para tentar a uno de los hombres de Haesten, que probó suerte para ver si me acertaba con una flecha de caza. Vi unas plumas que surcaban el aire y observé cómo el corto astil se hundía en la tierra, a escasos pasos de los cascos de mi caballo.

—No está en condiciones de defender la plaza —observó Merewalh melancólicamente.

No le faltaba razón. El fuerte romano de Ceaster era un recinto enorme, casi tan grande como una ciudad, y los pocos hombres de Haesten no eran suficientes para vigilar la extensión que delimitaban sus muros decrépitos. Merewalh y yo podríamos haber unido nuestras fuerzas y haber atacado cualquier noche; quizá hubiéramos encontrado un lienzo indefenso y habernos abierto paso por las calles luchando a brazo partido, pero nuestras fuerzas eran demasiado semejantes a las de Haesten como para emprender semejante aventura. Habríamos sufrido bajas tratando de derrotar a un hombre ya vencido, y me daba por satisfecho con que Haesten supiera que, para mayor escarnio, andaba por las inmediaciones. Tenía que odiarme a muerte. Sólo un año antes, había sido el más poderoso de los hombres del norte. En aquel momento, como un zorro acosado, andaba con el rabo entre las piernas sin salir de su madriguera, y sólo yo era el responsable de aquella situación. Pero también sabía que, al igual que el zorro, era astuto, y que estaría cavilando los pasos para volver a hacerse con el poder.

La antigua fortaleza se asentaba en la cara interna de un amplio recodo del río Dee. A dos pasos de los muros que daban al sur, se veían las ruinas de un colosal edificio de piedra, restos de un anfiteatro donde, según me contó el cura que iba con los hombres de Merewalh, los romanos arrojaban a los cristianos a las fieras. Hay cosas que parecen demasiado buenas como para ser verdad, de modo que no di mucho crédito a lo que me contó. Los restos de aquel edificio habrían sido un espléndido baluarte para acoger a los pocos hombres de Haesten, pero, en vez de eso, había reunido a los suyos en el extremo norte de la fortaleza, donde el río discurría casi al pie de las murallas. Disponía de dos barcos pequeños, poco más que dos naves de carga de las de antaño que, como hacían agua, estaban encalladas en la orilla. Si alguien tomaba la decisión de atacarlo y no podía llegar al puente, aquellas embarcaciones eran el único modo que tenía de emprender la huida por el río Dee hacia tierras más lejanas.

Mi actitud no dejaba de sorprender a Merewalh.

—¿Tratáis de provocarlo para que se enfrente con nosotros? —me preguntó al tercer día de mi habitual paseo al pie de las viejas murallas.

—No luchará —contesté—. Sólo pretendo que se deje ver y salga a nuestro encuentro. Y lo hará; no se quedará cruzado de brazos mucho tiempo —había hecho un alto en la calzada romana que, como el asta de una lanza, concluía en el arco de doble puerta por el que se accedía a la fortaleza. Unas enormes vigas de madera aseguraban el portón—, ¿sabéis que una vez le salvé la vida?

—Pues no, no lo sabía.

—Muchas veces pienso —añadí— si no estaría loco. Tendría que haber acabado con él la primera vez que se cruzó en mi camino.

—Ahora tenéis ocasión de hacerlo, mi señor —apuntó Merewalh porque, en aquel preciso instante, Haesten salía por la puerta occidental del fuerte y, con mucha ceremonia, venía a nuestro encuentro. Tres hombres iban con él, todos a caballo. Se detuvieron en el extremo de la fortaleza que miraba al suroeste, entre las murallas y las ruinas del antiguo anfiteatro. Haesten alzó los brazos para darnos a entender que sólo quería parlamentar. Sujeté las riendas y espoleé mi montura, poniendo buen cuidado en quedar fuera del alcance de cualquier flecha lanzada desde las murallas. Sólo me acompañaba Merewalh; nuestra tropa presenciaba el encuentro a una distancia prudencial.

Con una sonrisa en los labios, como si el encuentro le deparara un placer inesperado, Haesten se acercó a nosotros. No había cambiado mucho: la barba ya viraba al gris, pero sus cabellos fuertes seguían siendo igual de rubios. Con aquellos ojos chispeantes y alegres, su rostro parecía engañosamente sincero: era todo atenciones. Lucía no menos de una docena de brazaletes y, aunque aquel día de primavera ya hacía calor, llevaba una capa de piel de foca. Siempre le había gustado aparentar que le iban bien las cosas. Los guerreros daneses no seguirían a un señor de la guerra no sólo pobre sino, además, tacaño, y, en la medida en que quería dar a entender que confiaba en volver a ser rico, tenía que comportarse como tal. Se las compuso para dar la impresión de que estaba más que encantado de volver a verme.

—¡Lord Uhtred! —me saludó.

—¡Jarl Haesten! —contesté, pronunciando su título con tanto desprecio como pude—. A estas alturas, ya os hacía rey de Wessex.

—Habré de esperar un poco antes de tener el placer de ocupar ese trono —repuso—, lo que no es óbice para que os dé la bienvenida a mis dominios actuales.

Me eché a reír, tal como esperaba que hiciera.

—¿Vuestros dominios?

Extendió el brazo como si quisiera abarcar el valle desierto del río Dee.

—Como no hay nadie que se haga llamar rey de estos contornos, ¿por qué no yo?

—Porque estáis en tierras de lord Etelredo.

—Ya sabéis que lord Etelredo es hombre generoso en extremo; incluso —añadió— tengo entendido que no le importa compartir los favores de su mujer.

A mi lado, Merewalh se revolvió inquieto. Alcé una mano para tranquilizarlo.

—El jarl Haesten nos está tomando el pelo —le advertí.

—Por supuesto. Sólo era una broma —repuso Haesten, con cara seria.

—Permitidme que os presente a Merewalh —continué, para que supiera quién era el hombre que venía conmigo—. Está a las órdenes de lord Etelredo, y estoy seguro de que, si acabase con vos, gozaría de la estima de mi primo.

—Más favores obtendría si acabara con vos —replicó Haesten, ladino.

—Cierto —afirmé, al tiempo que me volvía a mirar a Merewalh—, ¿pensáis matarme?

—¡Señor! —farfulló el joven, confundido.

—Lord Etelredo desea que abandonéis sus tierras —comuniqué a Haesten—. Bastante tiene con sus propias miserias como para ocuparse de vos.

—Si se decide a venir y echarme de aquí —contestó Haesten—, le dispensaré la bienvenida que se merece, no os quepa duda.

Tal y como había imaginado, aquella conversación no nos llevaría a ninguna parte. Haesten no había salido de la fortaleza para escuchar una sarta de amenazas, sino para enterarse de cuál era la razón de que yo anduviese por allí.

—¿No se os ha ocurrido pensar que, a lo mejor, lord Etelredo me ha pedido que os eche de aquí?

—¿Desde cuándo hacéis lo que él os ordena? —se interesó Haesten.

—A lo mejor es su esposa la que no quiere veros por aquí —repuse.

—Creo que le gustaría más verme muerto.

—Tenéis toda la razón —asentí.

Haesten esbozó una sonrisa.

—Habéis venido con una tripulación, lord Uhtred. Y sí, estamos asustados, como es natural. ¿Quién no lo estaría, si de Uhtred de Bebbanburg se trata? —Ensayó una reverencia en la silla de su montura mientras me dedicaba semejante halago—. Pero una tripulación no es suficiente para satisfacer los deseos de la dama Etelfleda —aguardó una respuesta por mi parte, pero no la obtuvo—. ¿Tenéis a bien que os diga qué es lo que me tiene intrigado? —me preguntó.

—Adelante —contesté.

—Desde hace años, lord Uhtred, siempre habéis estado a las órdenes de Alfredo. Habéis aniquilado a sus enemigos, habéis marchado al frente de sus ejércitos, habéis llevado la tranquilidad a su reino y, a cambio de tales servicios, ¿sólo disponéis de una tripulación de guerreros? Otros han acumulado tierras, disfrutan de grandes haciendas, amontonan sus tesoros en cámaras seguras, collares de oro adornan los cuellos de sus mujeres, son capaces de convocar a centenares de hombres cuando de pelear se trata. Sin embargo, el hombre que ha hecho posible todo eso no recibe recompensa alguna. ¿Por qué seguís prestando lealtad a un señor tan poco generoso?

—Os salvé la vida —repuse—, ¿y todavía os sorprende la ingratitud?

Rio de buena gana al oír aquel comentario.

—Os mata de hambre porque os tiene miedo. ¿Ya han conseguido que os hagáis cristiano?

—No.

—En ese caso, lord Uhtred, unamos nuestras fuerzas, vos y yo. Echemos a Etelredo de su mansión y repartámonos Mercia entre los dos.

—Dispondréis de tierra en Mercia —fue mi respuesta.

—¿Una propiedad de dos pasos de largo por uno de ancho? —aventuró, con una sonrisa.

—Y dos de profundidad —añadí.

—No es tarea fácil acabar conmigo —replicó—. Al parecer, los dioses me miran con buenos ojos, igual que a vos, por otra parte. Sigurd, en cambio, desde Yule, no deja de echar pestes contra vos.

—¿Estáis al tanto de algo que yo no sepa?

—Que lo mismo que sale, el sol se pone.

—Pues disfrutad del espectáculo mientras podáis —le dije—, porque, a lo peor, no os quedan muchos amaneceres y atardeceres que ver. —Espoleé mi caballo, obligando a retroceder al animal que montaba Haesten—. Escuchadme bien —le interpelé, con aspereza—. Tenéis dos semanas para salir de estas tierras, ¿me habéis oído bien, despreciable cagada de perro? Si dentro de catorce días aún seguís por estos contornos, haré con vos lo mismo que hice con vuestros hombres en Beamfleot —miré a sus acompañantes, antes de volver a clavar los ojos en Haesten—. Dos semanas —repetí—, de lo contrario, vendrán tropas de Wessex y, con su ayuda, vuestra cabeza acabará en cualquier jarra.

Todo eran bravuconadas, claro está, al menos en lo que a la llegada de tropas sajonas se refería, pero Haesten sabía que, gracias a esos refuerzos, me había alzado con la victoria en Beamfleot, de modo que era un ardid creíble. Haesten empezó a decir algo, pero volví grupas y me alejé, mientras hacía una seña a Merewalh para que siguiera mis pasos.

—Os dejaré a Finan y a veinte de los míos —le dije, cuando Haesten ya no podía oírnos—. Tened por seguro que atacarán antes de dos semanas.

—¿Que piensan atacarnos? —preguntó Merewalh, como si no acabara de creérselo.

—Haesten no, Sigurd. Vendrá con no menos de trescientos hombres. Haesten necesita refuerzos, y tratará de ganarse a Sigurd enviándole el mensaje de que ando por aquí. Y Sigurd vendrá, porque me quiere muerto. —Claro que no estaba seguro de que fuera a pasar lo que decía, pero sabía que Sigurd mordería el anzuelo que le había preparado—. Cuando se dejen ver, emprenderéis la retirada. Dispersaos por los bosques, pero siempre por delante de ellos, y confiad en Finan. Que los hombres de Sigurd se agoten en estas tierras yermas. No les plantéis cara; conformaos con llevarles siempre la delantera.

Merewalh no puso inconveniente alguno pero, tras quedarse pensativo un momento, me miró con cara de asombro.

—Señor —me preguntó—, ¿cómo es posible que Alfredo no os haya recompensado?

—Porque no se fía de mí —le dije, con tal sinceridad que se me quedó mirando con unos ojos como platos—, y si de verdad sois leal a vuestro señor —añadí—, le diréis que Haesten me propuso una alianza.

—Igual que le diré que vos la rechazasteis.

—Decidle que me he dejado querer —repuse, dejándolo más confuso de lo que estaba, antes de espolear mi montura.

Sigurd y Eohric me habían tendido una buena emboscada, tan bien pensada que casi les había salido bien, igual que yo me disponía a tenderle una trampa a Sigurd. No confiaba en acabar con él, no al menos en aquella ocasión, pero quería que lamentase su intento de matarme. Antes tenía que saber qué nos depararía el futuro. Había llegado la hora de ir a dar una vuelta por el norte.

* * *

Dejé en manos de Cerdic mi espléndida cota de malla, mi yelmo, mi capa y mi caballo. No era tan alto como yo, pero sí lo bastante fornido para que, ataviado con mis mejores galas y disimulando los rasgos de su rostro con las carrilleras del yelmo, pudiera hacerse pasar por mí. Le dejé también mi escudo con la cabeza de lobo pintada, y le ordené que todos los días se dejase ver.

—No te acerques mucho a las murallas —le advertí—. Basta con que piense que no le pierdo de vista.

Entregué el estandarte con la cabeza de lobo a Finan y, al día siguiente, al frente de una comitiva de veintiséis hombres, me fui al este.

Nos pusimos en marcha antes del amanecer, de forma que los ojeadores de Haesten no se diesen cuenta de que nos íbamos, y cabalgamos rumbo al sol, que ya despuntaba. Cuando se hizo de día del todo, avanzamos por zonas arboladas, pero siempre en dirección este. Ludda venía con nosotros. Era un embaucador, un truhán, pero me caía bien, y en nada sobresalía tanto como en su conocimiento de Britania.

—Como siempre voy de un lado para otro, mi señor —me explicó—, siempre sé por dónde me ando.

—¿Siempre de un lado para otro?

—Cuando uno le vende un par de clavos herrumbrosos a alguien a cambio de un trozo de plata, nada le apetece menos que quedarse a ver cuál será su reacción a la mañana siguiente, mi señor. Así que no queda otra que ir a otro lugar.

Me eché a reír. Ludda se convirtió en nuestro guía y nos llevó hacia el este por una calzada romana hasta que vimos un caserío del que salía humo, por lo que dimos un buen rodeo por el sur para que nadie advirtiera nuestra presencia. Más allá de la hacienda, ya no había calzada; sólo sendas para el ganado, que trepaban hacia las colinas.

—¿Adónde nos lleva? —me preguntó Osferth.

—A Buchestanes —dije.

—¿Qué se nos ha perdido allí?

—Nos adentramos en tierras del jarl Cnut —contesté—, y no pienso deciros lo que hay allí porque no os gustaría.

Hubiera preferido llevar a Finan como acompañante por aquellos parajes, pero confiaba en que el irlandés conseguiría que Cerdic y Merewalh no se metieran en líos. Apreciaba a Osferth, pero había ocasiones en que su prudencia, más que una virtud, era un estorbo. Si hubiera dejado a Osferth en Ceaster, habría emprendido la retirada de forma demasiado rápida al percatarse de la presencia de los hombres de Sigurd. Habría instado a Merewalh a no plantar cara, se habrían ocultado en lo más intrincado de los bosques que separaban Mercia de Gales y Sigurd habría desistido del propósito que lo había llevado hasta allí. Quería que Sigurd se sintiese tentado y frustrado, y esperaba que Finan lo hiciera a las mil maravillas.

Comenzó a llover. No una llovizna de verano, sino un aguacero torrencial en alas de un fuerte viento del este, lo que nos obligó a ir más despacio, calados hasta los huesos, pero también más tranquilos, porque pocos eran los hombres que, con un tiempo tan malo, nos encontramos por el camino. Cuando nos cruzábamos con algún desconocido, siempre decía que era un señor de Cumbraland que iba a presentar mis respetos al jarl Sigurd. Cumbraland era un territorio perdido en mitad de la nada donde algunos señores de la pequeña nobleza se pasaban la vida peleando entre ellos. Había vivido allí una temporada en cierta ocasión y estaba bastante familiarizado con aquellas tierras como para responder a cualquier pregunta, pero ninguna de las personas con que nos cruzamos se preocupó de hacerlas.

Nos adentramos en las colinas y, al cabo de tres días, llegamos a Buchestanes, una localidad que se alzaba en medio de una hondonada rodeada de colinas, una ciudad de buen tamaño, levantada alrededor de unos cuantos edificios romanos, cuyas paredes de piedra aún se mantenían en pie, aunque hacía tiempo que unos techos de paja ocupaban el lugar de los primitivos tejados. Carecía de empalizada defensiva pero, al llegar a las afueras del poblado, de una choza nos salieron al paso tres hombres con cotas de malla.

—Hay que pagar para entrar en la ciudad —dijo uno de ellos.

—¿Quién sois? —preguntó el otro.

—Kjartan —contesté.

Tal era el nombre por el que pretendía que se me conociera en Buchestanes, un nombre que me traía recuerdos de otros tiempos, el nombre del nefasto padre de Sihtric.

—¿De dónde venís? —se interesó el hombre, que empuñaba una lanza larga de punta herrumbrosa.

—De Cumbraland —respondí.

Al oírlo, los tres se mofaron de nosotros.

—¿Así que de Cumbraland? —insistió el primero de ellos—. Aquí no aceptamos cagarrutas de oveja como derechos de paso —añadió, riéndose de la gracia que se le acababa de ocurrir.

—¿Al servicio de quién estás? —le pregunté.

—Somos hombres del jarl Cnut Ranulfson —dijo el segundo de los hombres—. Seguro que hasta en Cumbraland habréis oído hablar de él.

—Sus proezas son de sobra conocidas —repuse, simulando estar aterrado, antes de entregarles unos trozos de plata, restos de un brazalete.

Regateé un rato, aunque no demasiado, porque quería entrar en la ciudad sin levantar sospechas. Por eso, me desprendí de unos pedazos de plata, un dispendio que sólo a duras penas podía permitirme, y accedieron a que nos adentráramos en las calles embarradas del villorrio.

Encontramos acomodo en un caserío espacioso, al este del poblado. La dueña del lugar era una viuda que había dejado la cría de ovejas hacía tiempo y se ganaba la vida con lo que sacaba por dar alojamiento a los viajeros que acudían a tomar las aguas de unas caldas a las que se atribuían poderes curativos, aunque para entonces, según nos dijo, estaban en manos de unos monjes que exigían plata a quienes pretendían bañarse en las antiguas termas romanas.

—¿Monjes? —le pregunté, extrañado—. Pensaba que estábamos en tierras de Cnut Ranulfson.

—A él le trae sin cuidado —replicó—. Con tal de que le den la plata que les pide, poco le importa quién sea su dios.

Era sajona, como la mayoría de los habitantes de aquella pequeña ciudad, pero hablaba de Cnut con respeto. No me extrañó nada. Era rico, un hombre de cuidado, con fama de ser el mejor de toda Britania con una espada en las manos.

Del arma se decía que era la espada más larga y mortífera de aquellos contornos, lo que le había valido el sobrenombre de Cnut el Espadón. Era, además, secuaz incondicional de Sigurd. Si Cnut Ranulfson hubiera sabido que yo andaba por aquellos parajes, a esas horas Buchestanes ya se habría convertido en un hervidero de daneses dispuestos a acabar conmigo.

—¿Habéis venido a tomar las aguas? —me preguntó la viuda.

—Vengo en busca de la hechicera —le dije.

La mujer se santiguó y exclamó:

—¡Dios nos libre!

—Sólo para verla, claro está. ¿Qué tengo que hacer?

—Lo primero pagar a los monjes, sin duda.

Y es que los cristianos son raros. Siempre diciendo que los dioses paganos son pura filfa y que los antiguos rituales no valen más que las bolsas de clavos herrumbrosos que vende Ludda, pero, en cuanto caen enfermos, pierden la cosecha o quieren tener hijos, acuden a la bruja, a la hechicera, y éstas abundan por todas partes. Un cura bien puede predicar contra ellas, declarar que son herejes y criaturas al servicio del maligno, que al día siguiente pagará plata a una de esas adivinas lo mismo para saber qué futuro le espera que para librarse de unas verrugas que le afean el rostro. Y los monjes de Buchestanes no les iban a la zaga. Custodiaban las termas romanas, entonaban sus salmodias en la capilla y exigían plata y oro a cambio de concertar una visita con la aglœcwif, el mal en forma de mujer (ésa era la idea que yo me había hecho de Ælfadell). La temía tanto como deseaba escuchar lo que tuviera que decirme, de modo que envié a Ludda y a Rypere para que concertasen el encuentro. Volvieron para decirme que la hechicera les había pedido oro; no plata, no, oro.

Había gastado mucho en aquel viaje, casi todo lo que me quedaba, en realidad. No me había quedado más remedio que llevarme las cadenas de oro de Sigunn. Dos de ellas fueron a parar a manos de aquellos monjes, y juré que algún día volvería para recuperar tan preciados eslabones. Al anochecer del segundo día de nuestra estancia en Buchestanes, me puse en camino hacia una de las colinas que, por el suroeste, se cernían sobre la ciudad, en cuya cima había enterramientos antiguos, un montículo verde en lo alto de una colina anegada. En lugares así, suelen buscar cobijo espíritus vengativos, de modo que, cuando me adentré en un bosque de fresnos, hayas y olmos, sentí un escalofrío. Las instrucciones eran que debía ir solo y que, si no cumplía los requisitos, la hechicera no saldría a mi encuentro. En aquel momento, sin embargo, hubiera dado lo que fuera por tener a alguien que me cubriera las espaldas. Me detuve, y no oí nada que no fuera el susurro del viento en las hojas y el murmullo estruendoso del agua de un arroyo cercano. La viuda me había dicho que se habían dado casos de hombres que habían tenido que esperar días antes de ver a Ælfadell; que había habido veces en que, tras haber pagado el oro o la plata exigidos, una vez en el bosque, no llegaron a verla.

—Se desvanece en el aire —me aseguró la viuda, santiguándose.

Al parecer, en cierta ocasión, el propio Cnut se había acercado y la hechicera se había negado a verlo.

—¿Y el jarl Sigurd? —le pregunté—. ¿Se ha pasado por aquí también?

—El año pasado —me dijo—. Un hombre dadivoso. Un señor sajón lo acompañaba.

—¿Quién era?

—¡Qué sé yo! No pararon en mi casa. Se alojaron con los monjes.

—Contadme lo que recordéis de ese sajón —le rogué.

—Pues que era joven —me dijo—, que tenía el pelo largo como vos, pero que era sajón —la mayoría de los sajones prefieren llevar el pelo corto, mientras que los daneses se lo dejan crecer—. Los monjes se referían a él como el Sajón, mi señor —continuó la viuda—, pero no sé quién podría ser.

—¿Seguro que era un señor?

—Como tal iba vestido, mi señor.

Llevaba la cota de malla y el jubón de cuero. No escuché nada que me inspirase temor en el bosque y seguí adelante, agachándome bajo las hojas húmedas hasta que atisbé un sendero que iba a morir en un risco de piedra caliza hendido por una enorme quebrada. El agua se despeñaba por la pendiente. Desde lo hondo, me llegaba el estrépito del arroyo que, fluyendo impetuoso contra las piedras del fondo, se adentraba en los bosques. A lo mejor sólo eran figuraciones mías, pero me dio la sensación de que no había oído el canto de pájaro alguno. El fragor del arroyo lo dominaba todo. Vi huellas de pisadas en la arenisca y en las piedras que lo bordeaban, pero ninguna me pareció reciente, de modo que respiré hondo, trepé por aquellos peñascos desperdigados y fui a dar a una hendidura que parecía la entrada de una cueva medio oculta entre los helechos.

Recuerdo el miedo que sentí al ver la gruta, más que el que había sentido en Cynuit cuando, tras formar un muro de escudos, los hombres de Ubba avanzaron dispuestos a dar buena cuenta de nosotros. Me llevé una mano al martillo de Thor que llevaba al cuello y dirigí una plegaria a Hoder, hijo de Odín y dios ciego de la noche, antes de seguir adelante a tientas y pasar bajo un arco de roca tras el que la luz gris del atardecer se desvanecía con celeridad. Aguardé un momento hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad y seguí adelante, tratando de mantenerme al borde del arroyo que discurría junto a un sendero de guijarros y arena que rechinaban a cada paso. Avancé despacio por un pasadizo bajo y angosto. Cada vez hacía más frío. Llevaba el yelmo puesto y me di algún que otro testarazo contra la roca. Sujeté con fuerza el martillo que me colgaba del cuello. Aquella gruta era, sin lugar a dudas, una de las entradas al mundo inferior, donde se asientan las raíces de Yggdrasil y las tres hilanderas deciden nuestros destinos, el lugar más adecuado para dar cobijo a duendes y elfos, a todas las criaturas infernales que nos persiguen a lo largo de la vida y echan a perder nuestras ilusiones. Estaba asustado.

Resbalé en la arena y me escurrí hacia delante hasta que me di cuenta de que había llegado al final del pasadizo y me encontraba en un recinto donde retumbaba el eco. Atisbé una luz tenue y me pregunté si los ojos no me estarían jugando una mala pasada. Eché mano al martillo de nuevo y la llevé hasta tocar la empuñadura de Hálito-de-serpiente. Seguía en pie, oyendo el goteo del agua y el ruido del arroyo y tratando de escuchar si había alguien más allí. Así con fuerza la empuñadura de mi espada, al tiempo que dirigía una plegaria al ciego Hoder para que me guiase en aquella negra oscuridad.

Y se hizo la luz.

De repente, se hizo la luz. Era tan sólo un manojo de velas de junco, pero habían estado ocultas detrás de unas pantallas que se alzaron súbitamente, y sus llamas pequeñas y humeantes me parecieron deslumbrantes en la oscuridad total.

Los destellos provenían de una peña donde se veía una superficie pulida, como una mesa. Aparte de las luces, que iluminaban una cámara tan alta como una casa, había un cuchillo, una copa y una escudilla. Del techo de la gruta colgaba una piedra descolorida, como si se hubiera congelado antes de formarse por completo, una piedra a medio cuajar, surcada de irisaciones grises y azules, y todo eso lo vi en un instante. Luego, me quedé mirando a la criatura que me observaba desde detrás de la mesa pulida en la roca: un manto negro en medio de la oscuridad, una forma en mitad de las tinieblas, una cosa encorvada, la aglœcwif. No obstante, a medida que mis ojos se fueron acomodando a aquella luz, reparé en que era un ser diminuto, frágil como un pájaro, vieja como el tiempo, un rostro tan oscuro y arrugado que parecía de cuero. Astroso era el manto negro de lana que llevaba encima; la capucha sólo le cubría la mitad de sus cabellos, grises y con mechones negros. Era la fealdad personificada, la bruja, la aglœcwif, Ælfadell.

No me moví de donde estaba; ella no dijo nada. Sólo me miraba sin pestañear, y sentí cómo el miedo se apoderaba de mí. Me hizo una seña con una mano, que más parecía una zarpa, y se hizo con la escudilla vacía.

—Llénala —me ordenó.

Su voz sonaba cómo el viento que arrastra la grava.

—¿Que la llene?

—De oro o de plata —replicó—, pero hazlo.

—¿Se os ofrece algo más? —pregunté irritado.

—Quieres todo, Kjartan de Cumbraland —contestó, e hizo una pausa que duró un parpadeo antes de pronunciar aquel nombre, como si supiera que no era el mío—. Así que sí: quiero más.

A punto estuve de negarme, pero confieso que me sentí asustado al comprobar sus poderes, así que saqué toda la plata que llevaba en la bolsa, quince monedas, y las deposité en la escudilla de madera. Sonrió satisfecha al oír el tintineo de las monedas al caer.

—¿Qué quieres saber? —me preguntó.

—Todo.

—Llegará la cosecha —empezó desdeñosa—, y luego vendrá el invierno; tras el invierno, la época de la siembra, y otra cosecha y otro invierno, y así hasta el final de los tiempos; los hombres nacerán y morirán. Eso es todo.

—Entonces dime lo que quiero saber —repliqué.

Dudó un momento y esbozó un levísimo gesto de asentimiento.

—Pon la mano en la roca —me ordenó, pero cuando coloqué la palma de la mano izquierda en la piedra fría, negó con la cabeza—. La mano con la que empuñas la espada —dijo. Sin dudarlo, apoyé la mano derecha—. Dale la vuelta —rezongó, y puse la palma de la mano hacia arriba.

Sin dejar de mirarme a los ojos, se hizo con el cuchillo. Esbozó una sonrisa, como si me retara a retirar la mano y, al ver que no la movía, cuando menos me lo esperaba, me hizo un corte desde la base del pulgar hasta la primera falange del dedo meñique, y luego otro haciendo una cruz. Me quedé mirando cómo brotaba la sangre de aquellos dos cortes, y me acordé de la cicatriz de forma semejante que había observado en la mano de Sigurd.

—Ahora —dijo, dejando el cuchillo a un lado—, golpea con fuerza la piedra —señalaba con el dedo el centro pulido de la roca—. Ahí mismo.

Golpeé la piedra con todas mis fuerzas. De resultas, dejé un reguero de gotas de sangre rodeando la silueta burda de una mano, deformada por aquella cruz roja.

—Y ahora —dijo Ælfadell—, guarda silencio.

Se quitó el manto y se quedó en cueros. Escuálida, pálida, fea, vieja, arrugada, desnuda. Sus pechos no eran sino tristes pellejos que colgaban; la piel estaba cuarteada y cubierta de manchas; los brazos, fofos. Se puso en pie y se soltó el pelo, que llevaba recogido en una trenza a la altura de la nuca, dejando que sus mechones grises y negros se desparramasen por sus hombros, como si fuera una doncella no desflorada. Caricatura grotesca de las formas femeninas, allí estaba la bruja y, sólo de verla, sentí escalofríos. Ajena a mi mirada, sólo tenía ojos para la sangre que refulgía a la luz de las llamas. La tocó con un dedo tan sarmentoso como una garra, y se lo embadurnó en la piedra pulida.

—¿Quién eres? —me preguntó, y me pareció percibir en su voz un deje de curiosidad.

—Sabes quién soy —contesté.

—Ya, Kjartan de Cumbraland —dijo, y emitió una suerte de carraspeo, o quizá fuera una carcajada. Entonces tocó la copa con aquel sarmiento en forma de dedo, impregnado en sangre—. Bebe, Kjartan de Cumbraland —me ordenó mientras pronunciaba el nombre con infinito desprecio—, ¡bébetelo todo!

Tomé la copa y bebí. Amarga y maloliente, aquella pócima sabía a demonios. Se me atragantó, pero la apuré hasta el final.

Mientras, Ælfadell reía.

* * *

No recuerdo mucho de aquella noche, y lo poco que recuerdo casi preferiría olvidarlo.

Al despertar, reparé en que estaba desnudo, tiritando y maniatado con unas tiras de cuero alrededor de tobillos y muñecas, de forma que manos y pies se confundían en un amasijo. De la quebrada y el pasadizo llegaba una tenue luz gris que se colaba en la vasta gruta. El suelo donde yacía, rebozado en mis propios vómitos, era de color claro por el guano de murciélago. Como una mancha oscura y encorvada, Ælfadell, con su manto negro, estaba sentada a horcajadas sobre mi cota de malla, mis dos espadas, mi yelmo, mi martillo y mis ropas.

—Por fin te has despabilado, Uhtred de Bebbanburg —dijo, mientras manoseaba mis cosas—, y piensas —continuó— que no te sería difícil acabar conmigo.

—Nada me costaría menos que matarte, mujer —repuse, con una voz que sonó como un graznido, tan reseca tenía la boca.

Traté de zafarme de las tiras de cuero, pero lo único que conseguí fue despellejarme las muñecas.

—Como verás, sé hacer nudos, Uhtred de Bebbanburg —añadió, al tiempo que se apoderaba del martillo de Thor y lo balanceaba por encima de las tiras de cuero—. Humilde amuleto para tan gran señor —cacareó encogida, encorvada, repulsiva. Con una mano, como una garra, sacó a Hálito-de-serpiente de la vaina y me apuntó con mi propia espada—. Debería matarte, Uhtred de Bebbanburg —continuó, aunque apenas tenía fuerzas para enarbolar un arma de aquellas dimensiones, antes de apoyarla en una de mis rodillas flexionadas.

—¿Por qué no lo intentas? —la reté.

Se me quedó mirando con atención.

—¿Crees que eres más sabio ahora? —me preguntó. No respondí—. Viniste para alcanzar la sabiduría —continuó—, dime, ¿has encontrado aquello que venías buscando?

De las profundidades de la cueva, nos llegó el canto de un gallo. Traté de librarme de las ligaduras, pero ni siquiera conseguí aflojarlas.

—Corta las ataduras —le pedí.

Ella se echó a reír.

—No soy tan estúpida, Uhtred de Bebbanburg.

—Pero no me has matado —repuse—, y eso sí que es una estupidez por tu parte.

—Tienes toda la razón —admitió. Desplazó la espada hasta que sentí la punta a la altura del pecho—. ¿Has alcanzado la sabiduría esta noche, Uhtred? —me preguntó, dedicándome una sonrisa que dejaba al descubierto unos dientes podridos—. ¿Qué tal tu noche de placer? —Traté de apartarme de la espada rodando sobre mí mismo, pero la bruja no la apartó de mi piel, y la rasgó hasta hacerme sangre. Se lo estaba pasando en grande: yo estaba de perfil, y dejó la hoja sobre mi cadera—. Jadeabas en plena noche, Uhtred, gemías de placer, ¿o ya lo has olvidado?

Me acordé entonces de la muchacha que se había tumbado a mi lado en plena noche. Una joven de piel atezada y cabellos negros, esbelta y hermosa, cimbreante como las ramas de un sauce, una muchacha que me sonreía mientras me montaba a horcajadas y sus delicadas manos recorrían mi cara y mi pecho, que se arqueaba hacia atrás mientras mis manos le acariciaban los pechos. Recordaba la presión de sus muslos en mis caderas, el roce de sus dedos en las mejillas.

—Recuerdo haber tenido un sueño —dije con hosquedad.

Ælfadell se balanceó sobre sus talones, moviéndose adelante y atrás, obsceno recordatorio de lo que había hecho la muchacha de piel atezada aquella noche. La hoja de la espada resbaló cadera abajo.

—No fue un sueño —dijo, mofándose de mí.

Sentía deseos de matarla; ella lo sabía, y se burlaba delante de mis narices.

—Otros también lo intentaron —me dijo—. En cierta ocasión, los curas vinieron a por mí. No menos de veinte seguían al antiguo abad, que abría la marcha con una antorcha encendida. Se pusieron a rezar en voz alta, llamándome bruja pagana. Hoy, sus huesos se pudren en el valle. Tengo hijos, ya me entiendes. Es bueno que una madre los tenga, porque no hay amor comparable al que una madre siente por sus hijos, ¿o acaso has olvidado ese amor, Uhtred de Bebbanburg?

—Otro sueño —rezongué.

—No fue un sueño —continuó Ælfadell, y recordé a mi madre meciéndome en plena noche, acunándome, dándome el pecho para alimentarme, y el caso es que recordaba el placer de ese instante, igual que las lágrimas que derramé al darme cuenta de que, por fuerza, tenía que ser un sueño, porque mi madre había muerto durante el parto y nunca había llegado a conocerla.

La hechicera sonrió.

—De ahora en adelante, Uhtred de Bebbanburg —me dijo—, velaré por ti como por un hijo. —Sentí deseos de matarla de nuevo; ella se dio cuenta y se mofó de mí a risotadas—. Anoche —añadió—, la diosa vino a ti. Te mostró toda tu vida y cuál habrá de ser tu futuro, igual que te mostró el mundo de los hombres y lo que en él habrá de suceder, ¿o acaso ya lo has olvidado?

—¿Que la diosa vino a mí? —pregunté sorprendido. Recordaba que había hablado sin parar, también la tristeza que sentí cuando mi madre me dejó; recordé a la joven de piel atezada que me montaba a horcajadas y también que me sentía mareado y borracho, y recordé, como en un sueño, que flotaba por encima del mundo, hendiendo el aire como un barco de quilla alargada surca las olas del mar, pero no recordaba ninguna diosa—. ¿De qué diosa hablas? —pregunté de nuevo.

—Erce, quién si no —repuso como si le hubiera hecho una pregunta absurda—. ¿Has oído hablar de Erce? Porque ella sí que sabe de tus andanzas.

Erce era una de las antiguas diosas que se veneraba en Britania cuando los nuestros llegaron a estas tierras. Diosa, madre tierra y dispensadora de vida, sabía que en algunos parajes aún se le rendía culto como tal.

—Sé quién es Erce —aseguré.

—Por lo menos, reconoces que hay dioses —transigió Ælfadell—, así que no eres tan necio como pensaba. Los cristianos piensan que hay un solo dios que vela por todos los seres humanos. ¿Cómo podría? ¿Acaso bastaría con un solo pastor para velar por todas las ovejas que andan esparcidas a lo largo y ancho del mundo?

—¿Dices que el anterior abad trató de matarte? —le pregunté. Me había vuelto sobre el lado derecho de forma que no pudiera ver las ligaduras y trataba de librarme de aquellas tiras de cuero frotándolas contra un saliente de la piedra con la esperanza de desatarme. Si no quería que se diese cuenta, sólo podía hacerlo a hurtadillas y, para eso, tenía que darle palique—. ¿De modo que el abad que había antes trató de matarte? —insistí—. ¿Estás segura de que los monjes vayan a velar por ti?

—El nuevo abad no es tan tonto como su predecesor —declaró, muy convencida—. El sabe que, si me tocara un pelo, el jarl Cnut lo desollaría vivo, y me rinde pleitesía.

—¿No le importa que no seas cristiana? —le pregunté.

—Le gustan los cuartos que Erce le reporta —refunfuñó—, y sabe que Erce se cobija en esta cueva y que me protege. Pero la diosa aguarda tu respuesta: ¿eres más sabio ahora?

Sorprendido al escuchar la pregunta de nuevo, guardé silencio, y eso la irritó.

—¿Acaso no me he expresado bien? —rezongó—. ¿Acaso la estupidez te ha privado del sentido del oído y te ha atiborrado el cerebro de pus?

—No me acuerdo de nada —repuse, faltando a la verdad.

Se echó a reír. Se puso en cuclillas, con la espada aún en mi cadera, y comenzó a balancearse atrás y adelante como hiciera un momento antes.

—Siete reyes morirán, Uhtred de Bebbanburg, siete reyes y las mujeres que ames. Tal es tu destino. Y el hijo de Alfredo no se sentará en el trono, y Wessex caerá en el olvido, y el Sajón matará a aquello que ama y los daneses se apoderarán de todo, y todo cambiará y todo seguirá igual, como siempre ha sido y siempre será. Como verás, has progresado en la senda de la sabiduría.

—¿Quién es el Sajón? —le pregunté, mientras seguía frotando las ataduras de las muñecas contra la piedra, aunque no parecía que cedieran o se aflojaran.

—El Sajón es el rey que acabará con aquello que posee. Erce, que lo sabe todo, también lo ve todo.

Unos pasos apresurados en el pasadizo que llevaba a la gruta me devolvieron la esperanza por un momento, pero no tardé en descubrir que no eran de los míos, sino sólo tres monjes que, a tientas, se adentraban en la penumbra de la cueva. Al frente, iba un hombre mayor de pelo blanco y encrespado y rostro enjuto. Se me quedó mirando, se volvió a Ælfadell y, de nuevo, posó los ojos en mí.

—¿De verdad se trata de él? —preguntó.

—Ahí lo tenéis: Uhtred de Bebbanburg, uno de mis hijos —repuso la bruja, echándose a reír.

—¡Dios sea loado! —exclamó el monje, espantado porque yo seguía con vida. Tanto la hechicera como el monje sabían que era enemigo de Cnut, pero ni la una ni el otro estaban seguros de qué me tendría reservado y temían que, si me mataban, su señor montase en cólera. Con pies de plomo, el monje del pelo blanco se acercó a mí, temeroso de lo que pudiera hacerle—. ¿Sois Uhtred? —me preguntó.

—Soy Kjartan de Cumbraland —contesté.

—Es Uhtred —cacareó Ælfadell, ufana—. La pócima de Erce no miente. Ha estado hablando en sueños toda la noche.

El monje estaba asustado; tanto mi vida como mi muerte iban más allá de sus entendederas.

—¿Para qué habéis venido aquí? —me preguntó.

—Para saber qué nos deparará el futuro —repuse.

Noté que tenía sangre en las manos; mis forcejeos habían reabierto las heridas de los cortes que la hechicera me había hecho en la palma de la mano.

—Y ya sabe cómo será ese futuro —añadió Ælfadell—, un futuro de reyes muertos.

—¿Qué hay de mí? ¿Sabes algo acerca de cómo habré de morir? —le pregunté y, por primera vez, atisbé una sombra de duda en aquel rostro arrugado, estragado.

—Hay que avisar al jarl Cnut —aventuró el monje.

—Más os valdría matarlo —dijo uno de los monjes más jóvenes, un hombre alto y fornido, de cara larga y angulosa, nariz ganchuda y ojos de mirada cruel y despiadada—, al jarl le complacerá saber que ha muerto.

El monje de más edad no estaba tan seguro.

—Nada sabemos de cuál sea la voluntad del jarl, hermano Hearberht.

—¡Matadlo! Os lo agradecerá, nos lo agradecerá a todos.

El hermano Hearberht estaba en lo cierto, pero los dioses habían sembrado la duda en el ánimo de los otros dos.

—Es una decisión que sólo al jarl corresponde —declaró el mayor de los tres.

—Pero habrá que esperar tres días antes de que tengamos una respuesta —replicó Hearberht, incisivo—. ¿Qué pensáis hacer con él hasta entonces? Los suyos están en la ciudad, y no en número desdeñable.

—¿Y si lo lleváramos nosotros ante el jarl? —propuso el monje de más edad, tratando como fuera de encontrar una salida que le evitara tomar una decisión.

—¡Por el amor de Dios! —clamó Hearberht. Un par de zancadas le bastaron para llegarse hasta mis cosas; se inclinó y se incorporó de nuevo, con Aguijón-de-avispa en la mano. La hoja corta emitió un destello bajo aquella luz tenue—. ¿Qué haríais cuando un lobo acecha? —preguntó, mientras se acercaba a donde yo estaba.

Eché mano de todas mis fuerzas, de todo el vigor que había acumulado en músculos y huesos a lo largo de muchos años de empuñar la espada y el escudo, años de prácticas de combate y de guerrear, estiré las piernas flexionadas y eché los brazos hacia atrás; sentí cómo cedían las ligaduras y me fui al suelo de espaldas, alejándome de la espada que se apoyaba en mi cadera. Comencé a gritar, lancé el formidable grito del guerrero y me hice con la empuñadura de Hálito-de-serpiente.

Ælfadell trató de arrebatármela, pero era vieja y lenta de movimientos, y yo gritaba y el eco de mi voz resonaba en la cueva. Me hice con la empuñadura y blandí la hoja para obligarla a retroceder y, a pesar del monje, que me estorbaba, me puse en pie con paso incierto y dando tumbos, con las ataduras alrededor de los tobillos. Hearberht vio la oportunidad y no quiso desaprovecharla, arremetiendo desde abajo con el puñal, dispuesto a hundírmelo en mi barriga al aire, pero me abalancé y fui a caer sobre él. Retrocedió, y me puse en pie de nuevo. Se puso a lanzar cuchilladas contra mis piernas desnudas, pero lo ensarté con Hálito-de-serpiente, mi espada, mi amante, mi hoja de doble filo, mi compañera a la hora de guerrear, y con ella lo rajé, como quien destripa un pez con un cuchillo bien afilado. La sangre tiñó su sotana negra al igual que negras se volvieron las cagadas de murciélago del suelo, y seguí abriéndolo en canal, sin darme cuenta de que seguía gritando y que mis alaridos furiosos retumbaban en la cueva.

Hearberht chillaba, se retorcía, se moría a chorros; mientras, los otros dos monjes echaban a correr. Corté las ligaduras que aún llevaba en los tobillos y me fui tras ellos. Ávida de matar, la empuñadura de Hálito-de-serpiente se me resbalaba entre las manos, bañadas en mi propia sangre.

Los alcancé en el bosque, a menos de cincuenta pasos de la entrada de la gruta. Arremetí contra el más joven abriéndole la nuca; luego, atrapé al de más edad por la sotana. Lo obligué a volverse y que me mirara a la cara, y sentí el olor a miedo que desprendía su vestimenta talar.

—Soy Uhtred de Bebbanburg —le dije—. ¿Quién eres tú?

—Soy el abad Deorlaf, mi señor —dijo, postrándose ante mí, juntando las manos en un gesto de súplica.

Lo levanté por el cuello y le hundí a Hálito-de-serpiente en la barriga. Lo abrí de abajo arriba, mientras gemía como un animal, lloraba como un niño, llamaba a voces a Jesús el redentor y moría enfangado en sus propias heces. Le corté el cuello al más joven y regresé a la gruta, donde enjuagué la hoja de la espada en el arroyo.

—Erce no dijo nada en cuanto a tu muerte —se apresuró a decir Ælfadell.

Había gritado cuando desbaraté las ligaduras que me ataban las muñecas y me había hecho con la espada, pero, en aquel momento y para mi sorpresa, estaba tranquila. Sólo me miraba; no parecía asustada.

—¿Por eso no acabaste conmigo?

—Tampoco dijo nada acerca de mi final —contestó.

—Pues, a lo peor, no andaba muy acertada —repuse, mientras me hacía con Aguijón-de-avispa, aún en la mano exánime de Hearberht.

Y entonces la vi.

Erce salió de una cueva de las profundidades, de un pasadizo que conducía al mundo inferior. Su belleza era tal que me quedé sin respiración: era la joven de cabellos oscuros y largos que me había cabalgado aquella noche, esbelta y delicada, hermosa y tranquila, tan desnuda como el puñal que llevaba en la mano; sólo tenía ojos para ella. Me quedé inmóvil, mientras aquellos ojos inabarcables me dirigían una mirada muda, tanto como la mía, hasta que recuperé el aliento y le pregunté:

—¿Quién eres?

—Vístete —repuso Ælfadell, aunque no sabría decir si se refería a mí o a la muchacha.

—¿Quién eres? —volví a preguntarle, pero ella no dijo nada ni se movió.

—Vestíos, lord Uhtred —me conminó la hechicera, y le hice caso.

Me puse el jubón, las botas, la cota de malla y me ceñí las dos espadas a la cintura, mientras los ojos silentes y oscuros de la muchacha no me perdían de vista. Era tan hermosa como un amanecer en verano, tan queda como una noche de invierno. No sonreía; su rostro no revelaba emoción alguna. Me acerqué a ella y sentí algo que me dejó extrañado. Sea ésta lo que sea, los cristianos aseguran que tenemos alma, pero tuve la impresión de que aquella joven carecía de alma. Vacía era la mirada que veía en sus ojos oscuros. Me dio miedo, y me acerqué a ella despacio.

—¡No! —gritó Ælfadell—. ¡Ni se os ocurra tocarla! Habéis visto a Erce a plena luz del día. Nadie antes lo había hecho.

—¿Erce?

—Marchaos —me conminó—, salid de aquí —se atrevía a plantarme cara—. Anoche tuvisteis un sueño —continuó—, gracias a ese sueño habéis alcanzado la sabiduría. Daos por satisfecho, y dejadnos.

—Háblame —supliqué a la joven, pero ella permanecía inmóvil, silente, inerte, y yo no podía apartar los ojos de ella. Me hubiera gustado pasarme el resto de mi vida contemplándola.

Aunque nadie sea capaz de hacerlos o de mostrarnos uno siquiera, milagros como que haya hombres que caminan sobre las aguas o que resucitan a los muertos son algo que nunca se les cae de la boca a los cristianos, que aseguran que hechos tan extraordinarios dan fe de que la suya es la religión verdadera. Pero allí, en aquella cueva lienta, bajo aquel lugar de enterramiento que coronaba la colina, fui testigo de uno: vi a Erce con mis propios ojos.

—¡Idos! —insistió Ælfadell y, mientras eso decía, fue la diosa la que dio media vuelta y desapareció en el mundo inferior.

No maté a la vieja. Me fui. Arrastré a los monjes muertos hasta unas zarzas, donde quizá los animales salvajes se darían un festín a su cuenta; luego me agaché y bebí del arroyo como un perro muerto de sed.

—¿Qué os dijo la bruja? —me preguntó Osferth cuando regresé al caserío de la viuda.

—No lo sé —contesté, en un tono que indicaba que más le valía no seguir insistiendo. Entonces me preguntó—: ¿Adónde nos dirigimos, señor?

—Al sur —repuse, todavía ofuscado.

Y nos pusimos en camino hacia las tierras de Sigurd.