No me había dado cuenta de lo importante que debía de ser la firma del tratado para Alfredo hasta que, de vuelta en Buccingahamm, me percaté de la presencia de dieciséis monjes que comían a mi costa y trasegaban mi cerveza. Los más jóvenes eran unos mozuelos imberbes; el mayor de todos, aquel que estaba al frente, era un hombre corpulento, más o menos de mi edad, a quien todos llamaban hermano John, tan gordo que le costó no poco dedicarme una reverencia.
—¡Es franco! —me puso al tanto Willibald, que no cabía en sí de orgullo…
—¿Y qué está haciendo en mi casa?
—¡Es el maestro músico del rey, el director del coro!
—¿Coro? —pregunté, sorprendido.
—Eso es, cantamos —me aclaró el hermano John, con una voz que parecía salir de lo más hondo de su barriga voluminosa.
Alzó una mano a los monjes que lo acompañaban y les dio una voz:
—Soli Deo gloria. ¡De pie! ¡Aire dentro! ¡Atentos! ¡Uno, dos! —y comenzaron a gorjear—. ¡Abrid bien la boca! —les instaba—, ¡quiero esas bocas bien abiertas, como polluelos en el nido! ¡Con el estómago! ¡A ver cómo suenan!
—¡Basta! —grité, antes de que hubieran concluido el primer verso. Arrojé la espada envainada a Oswi, mi criado, y fui a entonarme junto al fuego—. ¿Se puede saber —le pregunté a Willibald— por qué tengo que correr con los gastos de unos monjes que se dedican a cantar?
—Lo importante es que causemos buena impresión —repuso, mientras lanzaba una mirada cargada de censura a mi cota de malla embarrada—. Vamos en representación de Wessex, mi señor, y tenemos que ser fiel reflejo de la magnificencia que se respira en la corte de Alfredo.
Además de monjes, el rey había enviado estandartes. En uno destacaba el dragón de Wessex; los otros estaban bordados con imágenes de santos o de personajes sagrados.
—¿También tenemos que cargar con esos trapos? —le pregunté.
—Por supuesto —me contestó.
—Podría llevar uno con la imagen de Thor o de Odín, o Woden, si así lo preferís.
—Mejor no, mi señor. Os lo suplico —dijo Willibald, con un suspiro.
—¿Qué tal un estandarte con la imagen de una santa? —se me ocurrió.
—Sea —concedió el cura, encantado al escuchar la propuesta—, si tal es vuestro deseo.
—Una de esas a las que dejaban en cueros antes de darles muerte —añadí, y el padre Willibald suspiró de nuevo.
Sigunn me ofreció un cuerno de cerveza caliente y especiada; se lo agradecí con un beso.
—¿Todo en orden por aquí? —le pregunté.
Echó una mirada a los monjes y se encogió de hombros. Observé que Willibald sentía curiosidad por saber quién era, sobre todo cuando la rodeé con el brazo que tenía libre y la atraje hacia mí.
—Es mi mujer —le aclaré.
—Pero… —acertó a decir antes de quedar en silencio; seguro que estaba pensando en Etelfleda, pero no tuvo el valor de pronunciar su nombre.
—¿Hay algo que queráis saber, padre? —le dije, con una sonrisa en los labios.
—Nada, nada —repuso, todo corrido.
Reparé en el más espectacular de aquellos estandartes: un llamativo lienzo de hilo de color crema, blasonado con un bordado que representaba la crucifixión, tan grande que habría que recurrir a dos hombres cuando menos para llevarlo, si no más, sobre todo si al viento le daba por soplar con una intensidad algo más fuerte que una suave brisa.
—¿Sabe Eohric que vamos con un ejército? —pregunté a Willibald.
—Se le ha informado de que seremos alrededor de un centenar de personas.
—¿Sabe además que Sigurd y Cnut también se dejarán caer por allí? —continué de malas pulgas, ante la mirada atónita de Willibald—, los daneses están al tanto del dichoso tratado —añadí—, y tratarán de impedir que se firme.
—¿Impedirlo? ¿Cómo?
—¿Cómo os imagináis? —le pregunté.
Willibald se puso lívido.
—El rey Eohric enviará hombres que nos escoltarán hasta que lleguemos a sus dominios —argumentó.
—¿Y van a pasarse por aquí también? —me interesé, enojado, pensando que tendría que alimentar a más hombres todavía.
—Nos esperarán en Huntandon —me explicó el cura—. Desde allí, seguirán con nosotros hasta Eleg.
—Porque la idea es que vayamos a Anglia Oriental, ¿no es así? —le pregunté.
—Para negociar los términos del tratado, claro —repuso Willibald, sorprendido por mi planteamiento.
—Entonces, ¿por qué Eohric no envía a los suyos a Wessex? —inquirí.
—¡Ya lo hizo, mi señor! Envió a Ceolberht y a Ceolnoth. El tratado ha sido idea del rey de Anglia Oriental.
—En ese caso, ¿por qué no se negocia y se firma en Wessex? —insistí.
Willibald se encogió de hombros.
—¿Qué más dará, mi señor? —replicó, malhumorado—. Lo importante es que dentro de tres días nos estarán esperando en Huntandon —añadió—, y si el tiempo empeora… —dejó la frase sin concluir.
Había oído hablar de esa localidad, aunque nunca había estado allí. Sólo sabía que estaba en alguna parte más allá de la difusa frontera que separaba Mercia de Anglia Oriental. Hice una seña a los gemelos, Ceolberht y Ceolnoth, que se levantaron a toda prisa de la mesa a la que estaban sentados con los otros dos curas de Wessex que habían acompañado a Willibald.
—Si desde aquí pretendiese llegar a Eleg cuanto antes —les pregunté—, ¿qué camino debería tomar?
Cuchichearon entre ellos durante un instante y, por fin, uno de los dos aventuró que la forma más rápida sería ir por Grantaceaser.
—Una vez allí —continuó el otro—, hay una calzada romana que llega hasta la isla.
—¿Isla?
—Eleg es una isla —aclaró uno de los gemelos.
—Rodeada de juncales —precisó el otro.
—¡Y hay un convento!
—Que incendiaron los paganos.
—Aunque la iglesia ya está restaurada.
—¡Gracias a Dios!
—Lo fundó santa Etelreda.
—Que estaba casada con un hombre de Northumbria —añadieron los dos, pensando que tal circunstancia sería de mi agrado, puesto que yo había nacido en aquellas tierras. Porque soy el señor de Bebbanburg aunque, en aquellos tiempos, el taimado de mi tío se había apoderado de la imponente fortaleza que miraba al mar. Me había despojado de lo que era mío, y no dejaba de pensar en cómo recuperarlo.
—¿Así que hemos de pasar por Huntandon —insistí— para ir a Grantaceaster?
Extrañados al darse cuenta de mi ignorancia del terreno, los gemelos intercambiaron una mirada.
—No, mi señor —dijo, al fin, uno de ellos—; Huntandon queda mucho más al norte.
—Entonces, ¿por qué hemos de ir allí?
—Cosas del rey Eohric, mi señor —balbució el otro gemelo, antes de quedarse sin palabras.
Estaba claro que ni a él ni a su hermano se les había pasado por la cabeza que yo fuera a hacerles semejante pregunta.
—Es una ruta como cualquier otra para ir allí —aventuró uno de ellos, armándose de valor.
—¿Mejor que la de Grantaceaster? —volví a la carga.
—Casi igual de buena, mi señor —afirmó uno de los gemelos.
Me veía en una de esas situaciones en que, sin comerlo ni beberlo, nos sentimos como osos salvajes acosados en un bosque, oyendo las voces de los cazadores y los ladridos de los perros, con el corazón en un puño, tratando de buscar una salida en medio de una barahúnda que parece llegarnos de todas y de ninguna parte. Nada de aquello tenía sentido, nada. Llamé a Sihtric que, en tiempos, había sido mi criado, aunque para entonces era uno de mis guerreros, y le ordené:
—Búscame a alguien, da igual quién sea, que haya estado en Huntandon, y tráelo aquí. Quiero verlo mañana.
—¿Dónde he de buscarlo? —me preguntó.
—¡Y yo qué sé! Ve al pueblo y habla con los parroquianos de las tabernas.
Sihtric, enjuto y de rostro anguloso, me dirigió una mirada aviesa.
—¿Tiene que ser en una taberna? —me preguntó, como si le estuviera pidiendo algo imposible.
—¡Un tratante! —le grité—. Encuéntrame a alguien que ande de un lado para otro y no te emborraches. Encuéntrame a alguien y tráelo aquí.
Sihtric siguió mirándome con gesto ceñudo; seguramente no tenía ninguna gana de pasar frío. Por un momento me recordó a su padre, Kjartan el Cruel, un danés que había dejado preñada del chico a una de sus esclavas sajonas. Conteniendo el malhumor, dio media vuelta y se fue hacia la puerta. Finan, que había advertido la reacción airada de Sihtric, se quedó más tranquilo.
—Encuéntrame a alguien que sepa cómo llegar a Huntandon, a Grantaceaster y a Eleg —le exigí a voces, pero, sin decir ni media palabra, salió de la casa.
Conocía Wessex bastante bien, y empezaba a familiarizarme con las tierras de Mercia. Lo mismo podía decir de los aparceros donde se alzaba Bebbanburg y de los alrededores de Lundene, pero del resto de Britania casi no sabía nada. Necesitaba a alguien que conociese Anglia Oriental tan bien como yo conocía Wessex.
—Nosotros conocemos todos esos sitios, mi señor —dijo uno de los gemelos.
Hice como que no los había oído; los gemelos nunca habrían entendido la desazón que sentía. Ceolberht y Ceolnoth se habían dedicado en cuerpo y alma a convertir daneses, y consideraban el tratado que había propuesto Eohric como una prueba más de que su dios llevaba todas las de ganar frente a las divinidades paganas. De escasa ayuda habrían sido, pues, a la hora de pergeñar el plan que estaba rumiando.
—¿Decís que Eohric ha enviado hombres para que salgan a nuestro encuentro en Huntandon? —les pregunté.
—Así es, mi señor; una escolta, seguramente a las órdenes del jarl Oscytel.
Algo había oído de Oscytel. Era el jefe de la guardia personal de Eohric y, en consecuencia, el comandante en jefe de los ejércitos de Anglia Oriental.
—¿Y cuántos hombres lo acompañarán?
Los gemelos se encogieron de hombros.
—Un centenar quizá —conjeturó uno de ellos.
—O dos —añadió el otro.
—Y todos juntos iremos a Eleg —dijo el primero de los gemelos, encantado.
—Entonando alegres cánticos —intervino el hermano John—, como pajarillos.
¿De modo que lo que se esperaba de mí era que fuese a Anglia Oriental con media docena de estandartes vistosos y acompañado por un coro de monjes? Sigurd estaría frotándose las manos, pensé. Nada le interesaba tanto como impedir la firma del tratado, y la mejor forma de hacerlo era tenderme una emboscada de camino a Huntandon. No estaba seguro de que tales fueran sus planes; no eran sino simples suposiciones. Porque, hasta donde yo sabía, Sigurd se disponía a celebrar el festival de Yule, y nada indicaba que estuviera dispuesto a emprender una inesperada campaña de invierno para impedir la firma del tratado entre Wessex, Mercia y Anglia Oriental, pero nadie puede presumir de llegar muy lejos si olvida que el enemigo nunca duerme. Le di una palmadita a Sigunn en el trasero.
—¿Te apetece pasar Yule en Eleg? —le pregunté.
—Navidad —me corrigió en un susurro uno de los gemelos, antes de palidecer al ver la mirada que le dirigía.
—Prefiero quedarme aquí —repuso la joven.
—Pues iremos a Eleg —repliqué—, y así tendrás ocasión de lucir las cadenas de oro que te he regalado. Es importante que causemos buena impresión —añadí, al tiempo que dirigía una significativa mirada a Willibald—, ¿no es así, padre?
—¡No podéis llevarla con vos! —musitó Willibald.
—¿Cómo que no?
Nervioso, se retorció las manos. Quería hacerme entender que el esplendor de la corte de Alfredo quedaría en entredicho si aparecíamos en compañía de una pagana danesa y hermosa, pero no tuvo el valor de decírmelo a la cara. Se quedó mirando a Sigunn, viuda de uno de los guerreros daneses que habían perdido la vida en Beamfleot, una muchacha esbelta y menuda, de unos diecisiete años, piel blanca, ojos de un azul desvaído y cabellos resplandecientes como el oro. Ataviada con elegancia, además, con una túnica de hilo de color amarillo pálido, rematada con unos intrincados festones de dragones bordados en azul que cubrían el dobladillo a la altura de los pies, el escote y las bocamangas. Sin contar los aderezos de oro en cuello y muñecas, señal de que era mujer de buena posición, propiedad de un señor. Estaba conmigo pero, a lo largo de sus pocos años, sólo había tenido trato con los guerreros de Haesten y, para entonces, el danés estaba en Ceaster, en la otra punta de Britania.
Por eso quería que Sigunn viniese con nosotros a Eleg.
Corría el año 898, estábamos en Yule y alguien trataba de acabar conmigo.
Sería yo, sin embargo, quien habría de llevar la voz cantante.
* * *
Aunque a disgusto, Sihtric había obedecido mis órdenes y dado con el hombre que andaba buscando: un joven, de poco más de veinte años, que aseguraba que era mago, es decir, un bergante que iba de pueblo en pueblo, vendiendo talismanes y filtros. Decía que se llamaba Ludda, aunque me pareció que ése no era su nombre en realidad. Lo acompañaba una muchacha menuda y de piel atezada, a quien llamaba Teg, que me lanzó una mirada inquietante por debajo de unas espesas cejas oscuras y de unos cabellos tan enmarañados como el nido de un pájaro. Cuando alzó los ojos hacia mí, me dio la impresión de que mascullaba algo en voz muy queda.
—¿Está pronunciando un conjuro? —pregunté.
—De eso sabe, mi señor —contestó Ludda.
—¿En este momento?
—¡Oh, no, mi señor! —se apresuró a tranquilizarme el muchacho.
Tanto él como la chica estaban de rodillas ante mí. Era un perillán de grandes ojos azules, boca generosa y sonrisa pronta. Llevaba un morral a la espalda, donde guardaba sus amuletos, entre los que había piedras mágicas y guijarros relucientes, además de unas pequeñas bolsas de cuero que contenían uno o dos trozos de hierro herrumbroso cada una.
—¿Qué llevas ahí? —le interrogué, señalando las bolsas con el pie.
—¿Os referís a eso? —balbució, esbozando una tímida sonrisa.
—Suelo castigar con severidad a quienes pretenden embaucar a las gentes que viven en mis tierras —le informé.
—¿Engañar, mi señor? —Me dirigió una mirada cargada de inocencia.
—Los ahogo o los cuelgo —le aclaré—. ¿Acaso no has visto cómo se mecían esos hombres ahí fuera?
Los cadáveres de los dos sujetos que habían tratado de acabar conmigo aún colgaban del olmo.
—Es difícil no verlos, mi señor —dijo Ludda.
Me hice con una de aquellas bolsas pequeñas de cuero, la abrí y volqué su contenido en la palma de la mano: dos tachones herrumbrosos.
—¿Te aprovechas de esas pobres gentes diciéndoles que si colocan la bolsa debajo de la almohada y rezan con fervor es posible que estos trozos de hierro se conviertan en plata?
Como platos se le pusieron aquellos enormes ojos azules.
—¿Por qué habría de contarles semejantes patrañas, mi señor?
—Para hacerte rico, vendiéndoles cien veces por encima de su precio esta chatarra que no vale nada —contesté.
—Pero si rezan con convicción, mi señor, Dios todopoderoso podría atender sus plegarias, ¿no os parece? No sería muy cristiano por mi parte negar a esas gentes la posibilidad de que acontezca un milagro.
—No, si acabaré por colgarte —le amenacé.
—Mejor a ella, señor —replicó Ludda, sin dudarlo, señalando con la cabeza a la muchacha—. Es galesa.
No pude por menos que echarme a reír. La joven frunció el ceño, y yo le propiné un pescozón cariñoso al chico. Años atrás, había comprado una de esas bolsas milagrosas a un truhán como Ludda, convencido de que, si rezaba con fe, aquellos trozos de hierro herrumbroso acabarían por convertirse en oro. Le dije que se pusiera en pie, y ordené a las criadas que les trajeran un poco de cerveza y algo de comer.
—Si quisiera ir de aquí a Huntandon, ¿cuál sería el mejor camino? —le pregunté.
Lo pensó cosa de un momento, tratando de averiguar si la pregunta llevaba gato encerrado y, tras encogerse de hombros, me dijo:
—No es un trayecto tan fatigoso, mi señor. Basta con que vayáis en dirección este hasta Bedanford, de donde sale un camino muy recomendable hasta una localidad que se llama Eanulfsbirig; una vez allí, habréis de cruzar el río y seguir en dirección nordeste hasta Huntandon.
—¿Qué río?
—El río Use, mi señor —vaciló como si se extrañase al oír la pregunta—. De siempre se ha dicho que los paganos se internaron con sus barcos río arriba hasta Eanulfsbirig. Allí hay un puente. Más adelante, en Huntandon, hay otro, que también habréis de cruzar, si queréis llegar a esa localidad.
—O sea, que he de cruzar el río dos veces.
—Tres en realidad, mi señor, porque también tendréis que cruzarlo en Bedanford, donde el río es vadeable, como su propio nombre indica: «vado de Bedan».
—¿De modo que tengo que cruzar el río una vez y volver a cruzarlo? —insistí.
—Podéis seguir por la orilla norte del río, si así lo deseáis, mi señor, y os evitaréis los puentes que hay más adelante, pero daréis mucha más vuelta y, en esa orilla, el camino no está en tan buenas condiciones.
—¿Es posible vadear el río en algún otro punto?
—No más allá de Bedanford, mi señor; no sería nada fácil, y menos después de los aguaceros que han caído. El río se habrá desbordado.
Asentí con la cabeza, mientras jugueteaba con unas monedas de plata, de las que Teg y Ludda no podían apartar los ojos.
—Aclárame una cosa —le pedí—. Si quisieras sacarles los cuartos a los vecinos de Eleg, ¿qué camino seguirías?
—Iría por Grantaceaster —respondió sin duda—. Es el camino más rápido, y los habitantes de esa localidad son bastante crédulos, mi señor —añadió con una sonrisa burlona.
—¿Y qué distancia hay de Eanulfsbirig a Huntandon?
—Una mañana a pie, mi señor. Un paseo como aquel que dice.
Seguí jugueteando con las monedas en la mano.
—¿Y los puentes? —porfié—. ¿Son de madera o de piedra?
—De madera, mi señor —contestó—. Antes eran de piedra, pero los arcos romanos se desplomaron.
Me habló de otras aldeas que había en el valle del río Use y de que en aquellos parajes había más sajones que daneses, aunque todos los caseríos de por allí pagaban tributo a los señores daneses. Le dejé que hablase durante un rato, mientras no dejaba de darle vueltas al asunto del río que tendríamos que cruzar. Si Sigurd pretendía tendernos una celada, pensaba, sabiendo que tendríamos que cruzar el río por allí, estaba convencido de que lo intentaría a la altura de Eanulfsbirig, no en Huntandon, donde las tropas de Anglia Oriental estarían esperándonos en los terrenos más elevados de la orilla norte del río.
O a lo mejor el danés no estaba planeando nada.
Y todo eran figuraciones mías y no corríamos ningún peligro.
—¿Has estado en Cytringan? —pregunté al muchacho.
Pareció sorprendido, quizá porque Cytringan estaba mucho más lejos que las otras localidades por las que me había interesado.
—Sí, mi señor —me dijo.
—¿Qué hay en aquellos contornos?
—El jarl Sigurd dispone de una casa de celebración en aquellos parajes, donde suele alojarse cuando va de caza por los bosques colindantes.
—¿Dispone de una empalizada?
—No, mi señor. Es una gran casa, pero casi siempre está desocupada.
—Me han dicho que Sigurd pensaba pasar allí estas fiestas.
—Puede ser, señor.
Asentí y me guardé las monedas, mientras observaba el gesto de decepción que se dibujaba en el rostro de Ludda.
—No te preocupes, te pagaré —le prometí—, en cuanto estemos de vuelta.
—¿Estemos? —me preguntó, intranquilo.
—Porque vas a venir conmigo, Ludda —le aclaré—. A mis hombres les encantará saber que llevan un mago con ellos, y cualquier mago estaría feliz de contar con una escolta de guerreros que lo acompañase.
—Si vos lo decís, señor —repuso, tratando de mantener la compostura.
Nos pusimos en marcha a la mañana siguiente. Casi todos los monjes iban a pie, lo que nos retrasaba bastante, pero no tenía demasiada prisa. Aparte de un puñado de hombres que dejé al cuidado de mi casa, casi todos los míos venían conmigo. En total, éramos algo más de un centenar, de los que sólo cincuenta éramos guerreros; los demás eran clérigos o criados. Sigunn era la única mujer. Mis hombres lucían sus mejores mallas. Veinte marchaban en cabeza; los demás íbamos a retaguardia; en medio, andando o a lomos de sus monturas, monjes, curas y criados. Seis de los míos iban y venían de un lado para otro, escudriñando la senda que nos disponíamos a seguir. Me imaginé que nada habría de pasar entre Buccingahamm y Bedanford, y así fue. No había estado nunca en esa localidad, y me encontré con un pueblo casi desierto que se había convertido en una aldea habitada por gentes atemorizadas. En tiempos, había habido una gran iglesia al norte del río, donde se suponía que estaba el sepulcro del rey Offa, antiguo déspota de Mercia, pero los daneses habían quemado la iglesia y expoliado la tumba regia en busca de los tesoros que pudieran haber enterrado junto a su cadáver. Pasamos una noche fría y desagradable en un granero; me quedé unas cuantas horas con los centinelas, que no dejaban de temblar a pesar de las capas de piel que llevaban. El día amaneció neblinoso sobre unos parajes húmedos, monótonos y llanos por los que el río discurría perezoso formando grandes meandros.
A pesar de la niebla, cruzamos el río aquella mañana. Ordené a Finan y a veinte de los míos que fueran por delante y echasen un vistazo al camino que nos disponíamos a tomar. Regresó y me dijo que no había enemigo a la vista.
—¿Enemigos? —se extrañó Willibald—. ¿Acaso esperabais que los hubiese?
—Somos guerreros —contesté—, y siempre pensamos que puede haberlos.
—Estamos en tierras de Eohric —replicó haciendo un gesto de desaprobación con la cabeza—; es de los nuestros, mi señor.
El vado bajaba alto, cargado de un agua muy fría. Insté a los monjes a que lo cruzaran en una almadía amarrada en la orilla sur para tal menester. Una vez al otro lado, seguimos los vestigios de una calzada romana que discurría por prados anegados. La niebla se disipó y dio paso a un día soleado, frío y luminoso. No estaba tranquilo. A veces, cuando una manada de lobos nos trae de cabeza y no conseguimos atraparla, ponemos trampas. Encerramos a unas cuantas ovejas en un aprisco a campo abierto, escondemos los perros en dirección contraria a aquella en la que sopla el viento y esperamos a que los lobos se dejen caer por allí. En cuanto aparecen, damos vía libre a jinetes y podencos y se persigue a la manada campo a través hasta que no queda sino un montón de pellejos ensangrentados y animales destripados. En aquel momento, sin embargo, las ovejas éramos nosotros. Íbamos en dirección norte, con los estandartes ondeando al viento, sin escondernos. Y estaba seguro de que los lobos nos observaban.
Pedí a Finan, Sigunn, Ludda, Sihtric y otros cuatro hombres que vinieran conmigo y nos apartamos del camino, no sin dejarle dicho a Osferth que siguiera con los demás hasta Eanulfsbirig, pero que no cruzaran el río.
Mientras, nos dedicamos a otear el horizonte. Explorar el terreno es todo un arte. Normalmente, disponía que dos parejas de jinetes escudriñasen ambos lados del camino por el que íbamos. Sin que la otra la perdiera de vista, una de las parejas se adelantaba y rastreaba colinas y terrenos boscosos y, sólo cuando estaban seguros de que no había enemigos cerca, avisaban a la otra pareja que, desde ese momento, se encargaba de explorar el siguiente tramo. Pero en aquella ocasión no disponía de tiempo para tantas cautelas. Al contrario, cabalgábamos a galope tendido. Había proporcionado a Ludda una cota de malla, un yelmo y una espada; Sigunn, que montaba tan bien como un hombre, iba envuelta en una amplia capa de piel de nutria.
A última hora de la mañana, dejamos atrás Eanulfsbirig. Estábamos bastante al oeste de la pequeña localidad. Hice un alto al abrigo de unos árboles renegridos por el frío y me detuve a contemplar los destellos del río, el puente y las diminutas techumbres de las casas de las que salían pequeñas humaredas que ascendían en el cielo despejado.
—No veo a nadie —concluyó Finan al cabo de un rato; me fiaba más de sus ojos que de los míos—, al menos a nadie que pueda darnos un susto.
—A no ser que estén dentro de las casas —aventuré.
—No habrían podido ocultar los caballos en el interior de esas casuchas —aseguró Finan—, pero si os parece puedo acercarme y echar un vistazo.
Negué con la cabeza. Dudaba que los daneses anduvieran por allí, incluso es posible que ni estuvieran por los alrededores. Sin embargo, algo me decía que estaban pendientes de Eanulfsbirig, aunque quizá desde la orilla más alejada del río. Más allá de unos prados, lejos del río, se veía una arboleda; entre el follaje y la maleza, bien podría ocultarse un ejército. Supuse que Sigurd confiaba en que cruzásemos el río antes de atacarnos, de forma que la corriente quedase a nuestras espaldas, pero que también tendría que apoderarse del puente si lo que buscaba era que no escapásemos. O también podía ser que, a pesar de mis recelos, estuviese hartándose de hidromiel en su casa de celebración y tales peligros no fueran sino imaginaciones mías.
—Sigamos hacia el norte —ordené, y espoleamos los caballos por los surcos de un campo sembrado de trigo de invierno.
—¿Qué esperáis, mi señor? —me preguntó Ludda.
—En cuanto a ti, que mantengas la boca cerrada si vemos a algún danés —le advertí.
—Creo que no me costará nada —respondió sin dudarlo un momento.
—Y que reces para que no hayamos dejado atrás a esos malnacidos —añadí.
Me preocupaba que Osferth fuera a meterse en la boca del lobo, pero mi olfato me decía que aún no habíamos dado con el enemigo, si es que lo había. Me pareció que el puente de Eanulfsbirig era el lugar perfecto para que Sigurd nos tendiese una emboscada, pero hasta donde me alcanzaba la vista no atisbaba a nadie a ese lado del río Use, cuando lo más seguro era que dispusiese de hombres en ambas orillas.
Cabalgamos más despacio, procurando no apartarnos de los árboles mientras continuábamos hacia el norte. Estábamos lejos del camino que Sigurd habría pensado que seguiría y, si tenía hombres apostados para cortarnos la retirada, confiaba en dar con ellos. Sin embargo, el frío, el silencio y la soledad eran los únicos moradores de aquellos parajes invernales. Ya empezaba a pensar que mis temores eran infundados, que ninguna amenaza se cernía sobre nosotros cuando, de repente, ocurrió algo que me llamó la atención.
Estaríamos a unas tres millas de Eanulfsbirig, en mitad de unos campos anegados, entre unos sotos, con el río a media milla a nuestra derecha, cuando una mancha de humo se alzó de una arboleda situada en la orilla más alejada del río; no le presté demasiada atención, pensando que saldría de alguna cabaña escondida entre los árboles. Pero Finan observó algo más.
—Mi señor —me avisó. Refrené el caballo y miré hacia el lugar que señalaba. Hacia el este, el río describía un enorme recodo de aguas tumultuosas y, en el punto más alejado de aquel meandro, bajo las ramas desnudas de los sauces, reparé en las inconfundibles siluetas de las proas de dos embarcaciones: cabezas de animales. De no ser por Finan, que me las señalaba, no habría reparado en ellas, pero el irlandés era el hombre con mejor vista de cuantos se han cruzado en mi camino—. Dos barcos —añadió.
Dos naves desarboladas, por lo que deduje que, seguramente, habían pasado a golpe de remo bajo el puente de Huntandon. ¿Serían barcos de Anglia Oriental? Me detuve a mirarlos, pero no vi a nadie a bordo; en cualquier caso, los cascos permanecían ocultos tras los densos juncales que crecían en esa orilla del río. Aquellas proas amenazantes me advertían de la presencia de dos embarcaciones donde no esperaba ver ninguna. Mientras, a mis espaldas, Ludda no dejaba de repetirme cómo, en cierta ocasión, unos saqueadores daneses habían llegado a remo hasta Eanulfsbirig.
—Calla de una vez —le mandé.
—Sí, mi señor.
—¿Los habrán dejado aquí durante el invierno? —aventuró Finan.
Negué con la cabeza.
—Si así fuera, los habrían sacado del agua. Además, ¿a cuento de qué las cabezas de animales? —Sólo exhibimos cabezas de dragón o de lobo en nuestras naves cuando nos encontramos en aguas hostiles, lo que me llevaba a pensar que no eran embarcaciones de Anglia Oriental. Giré en mi silla de montar y miré hacia Ludda—, en cuanto a ti, mantén la boca cerrada.
—Sí, mi señor —dijo el chico, mientras los ojos le hacían chiribitas; nuestro mago se lo pasaba en grande dándoselas de guerrero.
—Y vosotros, apañáoslas como sea para ocultar esas cruces.
La mayoría de los míos eran cristianos y lucían la cruz como yo el martillo. Me cercioré de que ocultaban sus talismanes, mientras yo dejaba el martillo bien a la vista.
Espoleamos los caballos, dejamos atrás el bosque y salimos a los prados. No habíamos recorrido ni la mitad de la distancia que nos separaba de ellos cuando una de aquellas belicosas proas se puso en movimiento. Los dos barcos permanecían amarrados en la otra orilla, pero uno de ellos se acercó a nuestro lado y tres hombres, con cotas de malla, saltaron desde la proa. Alcé las manos para que viesen que no llevaba armas, y dejé que mi caballo, fatigado, se acercase lentamente a ellos.
—¿Quién eres? —me preguntó a voces y en danés uno de ellos, lo que no casaba bien con la cruz que llevaba por encima de la malla. Era una cruz de madera con una pequeña imagen de plata de Cristo crucificado. ¿Fruto de un botín quizá? No me entraba en la cabeza que ninguno de los hombres de Sigurd se hubiera convertido al cristianismo, igual que estaba convencido de que se trataba de barcos daneses. Más allá, reparé en que había más hombres, unos cuarenta quizá, que se mantenían a la espera en las naves.
Me detuve para que el hombre pudiera examinarme. Todo lo que vio fue a un señor de la guerra ataviado con sus mejores galas: arreos guarnecidos de plata, brazaletes que resplandecían al sol y un martillo de Thor colgado al cuello.
—¿Quién sois, mi señor? —me preguntó, con respeto.
—Soy Haakon Haakonson —se me ocurrió decirle—, y sirvo a las órdenes del jarl Haesten.
Eso fue lo que le conté, que era uno de los hombres de Haesten, con la esperanza de que ninguno de los guerreros de Sigurd estuviese al tanto de quiénes estaban de parte del danés y no me hiciera demasiadas preguntas. Si eso pasaba, Sigunn, que en su día los había conocido bien a todos, sabría darles la respuesta más oportuna. No otra era la razón de que le hubiera pedido que viniese conmigo.
—Ivann Ivarrson —se presentó el guerrero, más tranquilo al comprobar que hablaba su lengua, aunque sin fiarse demasiado—. ¿Qué hacéis por estos contornos? —se interesó, aunque con respeto.
—Vamos en busca del jarl Jorven —contesté, recurriendo al nombre del guerrero cuya propiedad había recorrido en compañía de Beortsig.
—¿Jorven?
—Sabemos que sirve al jarl Sigurd —repuse.
—¿Y creéis que andará con él? —me preguntó Ivann, quien, por otra parte, no parecía sorprendido de que fuera en busca de uno de los hombres de Sigurd tan lejos de su hacienda. Fue la primera confirmación de que Sigurd no andaba lejos de allí: había dejado atrás sus tierras y estaba en territorio de Eohric, sin que nada, aparte de impedir la firma del tratado, justificase su presencia en aquellos parajes.
—Eso me han dicho —repliqué con aspereza.
—En tal caso, lo encontraréis al otro lado del río —informó Ivann, antes de añadir con voz cautelosa—: Mi señor, ¿puedo haceros una pregunta?
—Por supuesto —contesté con altivez.
—¿Vais a hacerle algo a Jorven, mi señor?
Me eché a reír.
—Un favor —dije, antes de volverme en la silla y retirar el capuchón con que Sigunn se cubría la cabeza—. Huyó de su lado —le aclaré—, y el jarl Haesten ha pensado que no le importaría recuperarla.
Ivann puso unos ojos como platos. Sigunn era una preciosidad, de aspecto delicado y lánguido, y ella tuvo el tino de poner cara de susto mientras Ivann y los otros la examinaban.
—Cualquier hombre querría que volviera a su lado —concluyó.
—Jorven, sin duda, le dará su merecido a esta ramera —comenté, como si aquello no fuera conmigo—, pero a lo mejor os deja catarla antes —añadí, antes de volver a cubrirla con la capucha y ocultar su rostro de nuevo—. ¿Estás a las órdenes del jarl Sigurd? —pregunté a Ivann.
—Somos hombres del rey Eohric —me dijo.
Hay una anécdota en las escrituras cristianas, aunque no me acuerdo de quién fue el protagonista, y no voy a pedir a uno de los sacerdotes de mi mujer que me la cuente, porque el clérigo se vería en la obligación de darme la murga con eso de que, a menos que me arrastre ante su dios crucificado, iré al infierno. Algo tenía que ver con un hombre que iba camino de algún sitio, cuando una luz resplandeciente lo cegó y, de repente, lo vio todo claro. Así fue cómo me sentí yo en aquel momento.
No le faltaban razones a Eohric para abominar de mí. Había incendiado Dumnoc, una ciudad de la costa de Anglia Oriental, y aunque había tenido mis motivos para reducir tan espléndido puerto a un montón de ruinas calcinadas, seguramente el rey no lo había olvidado. Había pensado incluso que, cegado por el interés que tenía en firmar aquella alianza con Wessex y Mercia, habría pasado por alto la afrenta, pero en aquel momento caí en la cuenta de que aquello era una traición en toda regla: quería verme muerto. Lo mismo que Sigurd, por otra parte, aunque las razones del danés se me antojaban más fáciles de entender. Su intención no era otra que la de hacer avanzar un ejército danés hacia el sur para atacar Wessex y Mercia, y de sobra sabía quién estaría al frente de las tropas con las que habría de enfrentarse, no otro que Uhtred de Bebbanburg, porque, sin pecar de inmodestia, gozaba de una fama bien merecida. Los hombres me temían, de modo que, si estuviera muerto, la conquista de Mercia y Wessex le resultaría más fácil.
En aquellos prados anegados a orillas del río, en ese preciso instante, comprendí la celada que me habían preparado. Eohric, haciéndose pasar por buen cristiano, había solicitado que fuera yo quien negociara el tratado en nombre de Alfredo, con el único propósito de atraerme a una encerrona que Sigurd se encargaría de ejecutar, de forma que el peso de la escabechina recayera sobre el danés y nadie pudiera reprocharle nada a él, al rey de Anglia Oriental.
—¿Os ocurre algo, mi señor? —se interesó Ivann al ver que me había quedado callado, hasta que reparé en que no le quitaba los ojos de encima.
—¿Acaso Sigurd ha invadido las tierras de Eohric? —le pregunté, como si no estuviera al tanto de lo que pasaba.
—No se trata de una invasión, mi señor —respondió Ivann, al fijarse en cómo atisbaba el otro lado del río donde, aparte de la otra orilla, no había nada que ver sino más campos y árboles—. El jarl Sigurd ha venido de caza, mi señor —añadió el danés, con picardía.
—¿Por eso mantenéis las cabezas de dragón en los barcos? —le pregunté.
Las efigies de los animales que cubren las proas de nuestras embarcaciones sirven para espantar a los espíritus enemigos y lo más normal es que las retiremos cuando navegamos por aguas amigas.
—No son dragones —me aseguró Ivann—: son leones cristianos. El rey Eohric insiste en que no las retiremos de las proas de las naves.
—¿Leones?
El guerrero se encogió de hombros.
—El rey dice que son leones, mi señor —me explicó; estaba claro que no sabía qué decir.
—No han elegido mal día para salir de caza —añadí—. ¿Por qué no estáis con los de la partida?
—Estamos aquí apostados para llevar a los cazadores al otro lado del río —me aclaró—, por si a la presa le diera por cruzar a la otra orilla.
Hice un gesto como dando a entender que me parecía una decisión sensata.
—¿Así que podéis pasarnos al otro lado?
—¿Sabrán mantenerse a flote los caballos?
—Más les vale —repuse. Era más fácil que los caballos cruzaran el río por sí mismos que atraerlos con carantoñas y meterlos en un barco—. Vamos a por los demás —dije, haciendo volver grupas a mi caballo.
—¿Los demás? —preguntó Ivann, receloso de nuevo.
—Sus doncellas —señalé a Sigunn con el pulgar—, dos de mis criados y algunos animales de carga. Los hemos dejado en un caserío de por ahí —añadí, señalando algún punto indeterminado del oeste, y dándole a entender que no pensaba prescindir de ellos.
—¡Podéis dejar aquí a la muchacha! —acertó a decir Ivann, intentando sacar partido de la situación, pero hice como que no lo oía y me interné de nuevo entre los árboles.
—¡Serán hijos de puta! —exclamó a Finan, en cuanto los perdimos de vista de nuevo.
—¿Por qué lo decís?
—Eohric nos ha hecho venir hasta aquí para que Sigurd acabe con nosotros —le expliqué—. Pero Sigurd no sabe por cuál de las dos orillas vamos a llegar, de modo que ha traído esos dos barcos para que sus hombres crucen el río, caso de que decidamos quedarnos de este lado.
No sabía qué pensar. A lo mejor no habían decidido caer sobre nosotros en Eanulfsbirig, sino más al este, en Huntandon. Sigurd me dejaría cruzar el río y no atacaría hasta que llegase al siguiente puente, donde las tropas de Eohric harían las veces de yunque sobre el que descargar su mazo.
—Tú —interpelé a Sihtric, que se volvió de mal humor—, llévate a Ludda y ve en busca de Osferth. Dile que venga con todos los guerreros que están a sus órdenes. Los monjes y los curas, que no se muevan de donde están, que no den un paso más, ¿entendido? A la vuelta, procurad que los hombres que están a bordo de esos barcos no os vean. ¡Vamos! ¿A qué esperas?
—¿Qué digo al padre Willibald? —me preguntó Sihtric.
—Que es un necio rematado y que le estoy salvando su miserable pellejo. ¡Vete ya! ¡Deprisa!
Finan y yo habíamos echado el pie a tierra; dejamos en manos de Sigunn las riendas de nuestras monturas.
—Llévalos al otro extremo del bosque y espéranos allí —le ordené.
Finan y yo nos llegamos al lindero del bosque. Ivann no las tenía todas consigo en cuanto a nosotros porque, durante unos minutos, se quedó mirando al sitio por el que nos habíamos ido, hasta que, por fin, se decidió a volver al barco amarrado.
—¿Qué vamos a hacer? —me preguntó Finan.
—Destruir esos dos barcos —repuse.
Me habría gustado hacer muchas cosas más, como abrir en canal con Hálito-de-serpiente al rey Eohric, empezando por su gorda papada, pero estábamos rodeados y estaba seguro de que Sigurd y Eohric disponían de hombres suficientes como para acabar con nosotros cuando les viniera en gana. Estaba convencido de que sabían cuántos hombres venían conmigo. Sin duda, Sigurd habría enviado exploradores a los alrededores de Bedanford, que le habrían puesto al tanto de cuántos hombres íbamos camino de su encerrona. Del mismo modo, habría puesto buen cuidado en que no advirtiéramos su presencia. Confiaba en que cruzásemos el puente en Eanulfsbirig para, luego, atacar por la retaguardia, de forma que quedásemos atrapados entre los suyos y las tropas del rey Eohric. De haber sido así, aquel día de invierno habría tenido lugar una auténtica masacre. Si, por una de esas casualidades de la vida, hubiéramos seguido por la orilla norte del río, los barcos de Ivann habrían pasado a sus guerreros al otro lado del Use y nos habrían atacado también desde la retaguardia una vez que lo hubiéramos cruzado. El caso es que ni siquiera se había tomado la molestia de ocultar las naves. ¿Por qué habría de hacerlo? Se habría imaginado que no me sorprendería la presencia de dos naves de Anglia Oriental en aguas de ese reino. En ambos casos, habría caído en la trampa, y las noticias de que se había producido una carnicería llegarían a Wessex unos días después, cuando Eohric estuviera en condiciones de jurar que no sabía nada de semejante matanza. Sin duda, le echaría toda la culpa al pagano de Sigurd.
Yo desbarataría los planes de Eohric y pondría en ridículo a Sigurd, antes de pasar Yule en Buccingahamm.
Mis hombres llegaron a media tarde. Ya bajo, el sol se ocultaba por el oeste y cegaría a los hombres de Ivann. Hice un aparte con Osferth para explicarle lo que me proponía y le pedí que, con seis de los nuestros, volviera al lado de los monjes y los curas. Calculé un tiempo razonable para que hiciese lo que le había dicho y, entonces, cuando el sol casi se ponía en aquel cielo invernal, me dispuse a realizar la trampa que había pensado.
Venían conmigo Finan, Sigunn y siete hombres. Sigunn, a caballo; los demás, a pie, llevando las riendas de las monturas. Ivann esperaba la llegada de un grupo reducido de hombres, y eso fue lo que vio. Había llevado el barco al otro lado del río, pero los remeros ya impulsaban la nave alargada hacia donde estábamos nosotros.
—Conté veinte hombres en el barco —dije a Finan, pensando en cuántos tendríamos que matar.
—Veinte en cada barco, señor —repuso—, aunque veo una humareda que sale de aquellas breñas —continuó, señalando al otro lado de río—. Puede ser que disponga de algunos más que, ahora mismo, se conforman con entrar en calor.
—No cruzarán el río cuando vean lo que les espera —repliqué. Chapoteábamos por un terreno reblandecido. El aire estaba en calma. Más allá del río, aún se veían las pálidas hojas amarillas de algunos olmos. Unos zorzales reales levantaron el vuelo en un campo cercano—. Cuando dé comienzo la matanza —dije a Sigunn—, hazte con las riendas de nuestros caballos y llévalos al bosque de vuelta.
La muchacha asintió. Me había decidido a ir con ella, porque Ivann esperaba verla y porque era tan hermosa que sabía no le quitaría los ojos de encima, con lo que no prestaría mucha atención a los árboles en los que, agazapados, aguardaban los míos. Confiaba en que estuvieran bien escondidos, pero no me atreví a volver la vista atrás para comprobarlo.
Ivann había trepado por la orilla y amarrado la proa del barco al tronco de un álamo. La corriente acostaba la nave río abajo, lo que significaba que los hombres que iban a bordo podrían saltar a tierra con facilidad. Eran veinte; nosotros, sólo ocho. Ivann nos observaba con atención; le había dicho que volveríamos con las doncellas de la muchacha y no las veía, pero hay hombres que ven sólo lo que quieren, y él sólo tenía ojos para Sigunn. Sin sospechar nada, pues, nos esperó. Le dediqué una sonrisa.
—¿Estás a las órdenes de Eohric? —le pregunté a voces, mientras nos acercábamos.
—Así es, mi señor; ya os lo dije.
—¿Y piensas que sería capaz de acabar con Uhtred? —le insistí.
Advertí en su rostro la primera sombra de duda, pero yo seguía sonriendo.
—En cuanto a eso… —empezó a decir, pero nunca concluyó la frase porque, en ese instante, desenvainé mi espada, Hálito-de-serpiente, señal convenida para que el resto de los míos espoleasen sus monturas y saliesen de la arboleda: una hilera de jinetes armados, cascos de caballerías que levantaban agua y montones de tierra a su paso, una amenaza mortal en una tarde de invierno, guerreros pertrechados de lanzas, hachas y escudos. Blandí la espada sobre Ivann sólo para apartarlo de la soga que sujetaba el barco, pero tropezó y se fue al suelo entre la embarcación y la orilla.
Y así fue cómo empezó y acabó todo.
La orilla se llenó de repente de guerreros a caballo, cuyos resoplidos se convertían en humo bajo aquella luz fría y cegadora; a voces, Ivann imploraba piedad, mientras los del barco, sin salir de su asombro, ni siquiera intentaron hacerse con las armas que llevaban. Estaban aburridos y cansados de pasar frío todo el día, y la aparición de mis hombres, con yelmos y escudos, y sus armas tan afiladas como la escarcha que aún cubría los lugares donde no había dado el sol, los había dejado mudos de espanto.
Al ver cómo el barco se rendía, la tripulación de la segunda de las naves tampoco ofreció resistencia. Eran hombres de Eohric, cristianos en su mayoría, sajones y daneses que no albergaban las mismas ambiciones que los codiciosos guerreros de Sigurd. Los daneses de verdad, y para entonces ya estaba seguro, estarían apostados más al este, dispuestos a caer sobre monjes y jinetes en cuanto cruzasen el río. No obstante, y aun a su pesar, las dos tripulaciones habían tomado parte en aquella estratagema. Aunque todos habrían estado mucho más a gusto cobijados junto a una fogata, su tarea no había ido más allá de esperar y ver si su presencia era necesaria. Cuando les dije que, si se rendían, les perdonaría la vida, todos me demostraron su agradecimiento con grandes aspavientos; a voces, la tripulación del barco que estaba más alejado nos hizo saber que no opondrían resistencia. A golpe de remo, llevamos el barco de Ivann al otro lado de río, de forma que ambas naves cayeron en nuestras manos sin derramar una sola gota de sangre. Despojamos a los hombres de Eohric de sus cotas de malla, de sus yelmos y de sus armas, y pasé el botín a la otra orilla. Menos a Ivann, a quien hice prisionero, dejamos a unos hombres ateridos al otro lado del río; una vez que lo cruzamos, quemamos las dos naves. Las tripulaciones habían prendido una fogata entre los árboles para calentarse: aquellas ascuas bastaron para destruir los barcos de Eohric. Esperé el tiempo justo para ver cómo ardían y cómo las llamas lamían las bancadas de los remeros, mientras el humo ascendía en la quietud de aquellos contornos y, a galope tendido, nos dirigimos al sur.
El humo sólo era una señal; a ojos de Sigurd, la prueba irrefutable de que su bien pensada emboscada había salido mal. No tardaría en enterarse por boca de las tripulaciones de Eohric, pero, para entonces, sus ojeadores ya habrían avistado a los monjes y a los curas en las inmediaciones del puente de Eanulfsbirig. Había ordenado a Osferth que no se movieran de aquella orilla y que hiciesen todo lo posible por dejarse ver. Corríamos el riesgo, claro está, de que los daneses de Sigurd se abalanzasen sobre unos clérigos indefensos, pero tenía para mí que esperaría hasta estar seguro de que yo andaba por allí, y eso fue lo que hizo.
Cuando llegamos a Eanulfsbirig, nos encontramos al coro cantando. Osferth les había mandado que cantasen, y allí estaban, bajo aquellos enormes estandartes, aterrados pero gorjeando.
—¡Más fuerte, cabrones! —les grité cuando, a medio galope, llegamos al puente—. ¡Con ganas, como polluelos en el nido!
—¡Lord Uhtred! —exclamó el padre Willibald, echando a correr a mi encuentro—, ¿se puede saber qué está pasando?
—Pues que, por mi cuenta, he decidido empezar una guerra, padre —comenté de buen talante—; es mucho más entretenido que la paz.
Atónito, se me quedó mirando. Me bajé de la silla de montar, y comprobé que Osferth había seguido mis instrucciones y apilado montones de leña menuda en la pasarela de madera del puente.
—Es paja —me dijo—, y está húmeda.
—Con tal de que arda —repuse.
Habían amontonado paja por todo el puente, ocultando de paso unos leños que hacían las veces de barricada de escasa altura. Río abajo, el humo de los barcos en llamas se había espesado hasta formar una gran columna que se alzaba hacia el cielo. Para entonces, el sol ya estaba muy bajo y proyectaba largas sombras hacia el este, donde las dos tripulaciones ya habrían informado a Sigurd de mi presencia en aquellos parajes.
—¿Que habéis empezado una guerra? —me espetó Willibald, mientras se llegaba hasta donde yo estaba.
—¡Muro de escudos! —grité—. ¡Aquí mismo!
Estaba dispuesto a formarlo en el mismo puente. Lo de menos era cuántos hombres podría traer Sigurd, porque sólo unos pocos podrían plantarnos cara en el espacio angosto que discurría entre los pesados parapetos del puente.
—¡Hemos venido en son de paz! —me reprochó Willibald, lo mismo que los gemelos Ceolberht y Ceolnoth, mientras Finan ponía orden entre nuestros guerreros. El puente era lo bastante ancho como para albergar a seis hombres uno al lado del otro, con los escudos bien juntos. Disponía, pues, de cuatro hileras de guerreros en formación, pertrechados de hachas, espadas y grandes escudos redondos.
—Nos han hecho venir hasta aquí porque Eohric os ha traicionado —largué a Willibald—. Nunca tuvo el propósito de firmar la paz. Se trataba sólo de facilitar las cosas cuando empezara la guerra. Preguntádselo a él —añadí, señalando a Ivann—. ¡Adelante, hablad con él y dejadme en paz! ¡Y decid a los monjes que ya está bien de maullidos!
En ese momento, de entre los árboles más alejados, más allá de unos campos anegados, aparecieron los daneses. Una horda, de no menos de doscientos jinetes, a las órdenes de Sigurd que iba a lomos de un enorme caballo de guerra blanco junto a su estandarte de un cuervo volador.
Al darse cuenta de que estábamos esperándolo y de que, si quería atacarnos, sus hombres tendrían que pasar por aquel estrecho puente, obligó al caballo a desviarse unos cincuenta pasos, echó el pie a tierra y se acercó a nosotros. Lo acompañaba un hombre joven, pero todos teníamos puestos los ojos en Sigurd. Era un hombretón, de espaldas fornidas, con el rostro lleno de cicatrices que sólo a duras penas disimulaba bajo una barba tan larga que la llevaba trenzada en dos gruesas coletas enroscadas al cuello. En su yelmo, refulgían los rayos rojizos de la puesta del sol. Ni siquiera se había molestado en hacerse con un escudo o en blandir una espada y, aun así, era un señor danés de la guerra en todo su esplendor. Incrustaciones de oro en el yelmo, una cadena de oro que le asomaba por debajo de las trenzas de la barba, los brazos cubiertos de brazaletes también de oro, el mismo metal que resplandecía en la garganta de la vaina donde enfundaba la espada y en la empuñadura del arma. El más joven, de gesto insolente, arrogante y ceñudo, llevaba una cadena de plata; de plata era también el cordón que rodeaba la cimera de su yelmo.
Pasé por encima de la paja amontonada y me acerqué al encuentro de ambos.
—Lord Uhtred —me saludó Sigurd, con un deje de sarcasmo.
—Jarl Sigurd —contesté en el mismo tono.
—Les advertí que no erais un necio —me dijo. El sol estaba tan bajo al extremo sudoeste del horizonte que no le quedaba otra que entrecerrar los ojos para verme en condiciones. Escupió al suelo—. Diez de los vuestros contra ocho de los míos —propuso—, aquí mismo.
Pisoteó la hierba empapada que quedaba bajo sus pies. Quería que los míos abandonasen el puente, y sabía que yo me negaría.
—Dejad que sea yo quien me enfrente con él —intervino el más joven.
Me lo quedé mirando con desdén.
—Prefiero que mis contrincantes tengan ya edad de afeitarse antes de acabar con ellos —repliqué, antes de volverme a Sigurd—: ¿Qué os parece vos contra mí —propuse—, aquí mismo?
Hice una marca con el pie en el lodo del camino, endurecido por la escarcha.
Esbozó una media sonrisa que dejó al descubierto unos dientes amarillentos.
—Acabaría con vos, Uhtred —contestó con voz tranquila—, y este mundo se vería libre de un zurullo de mierda de rata, pero creo que habrá que dar tiempo al tiempo para tener ese placer —añadió, mientras se arremangaba el brazo derecho y dejaba al descubierto el antebrazo entablillado, es decir, con dos tablas de madera fuertemente apretadas mediante unas vendas.
Reparé de paso en una curiosa cicatriz que tenía en la palma de la mano, un par de cuchilladas en forma de cruz. Sigurd no era ningún cobarde, pero tampoco un necio que estuviera dispuesto a enfrentarse conmigo, mientras se le soldaba el hueso roto del brazo con el que empuñaba la espada.
—¿No iréis a decirme que os habéis vuelto a enzarzar con mujerzuelas? —le espeté, a la vez que, con un gesto, le indicaba la extraña cicatriz.
Me dirigió una mirada asesina. Mi insulto había calado hondo, y se lo estaba pensando.
—¡Dejad que pelee con él! —insistió el joven.
—Calla la boca —rezongó Sigurd.
Eché una mirada al más joven de los dos. Tendría unos dieciocho o diecinueve años, a punto de alcanzar la plenitud física; un joven muy pagado de sí mismo, un derroche de petulancia. Lucía una hermosa cota de malla, de manufactura franca probablemente; sus brazos rebosaban de esos brazaletes con que suelen pavonearse los daneses. No obstante, algo me llevó a pensar que su posición era heredada, y no ganada en el campo de batalla.
—Mi hijo —nos presentó Sigurd—, Sigurd Sigurdson.
Le dirigí un saludo, al que Sigurd el Joven respondió con una mirada amenazadora. Quería darse a valer, pero estaba claro que su padre no estaba por la labor.
—Mi único hijo —añadió.
—Parece que tiene una decidida querencia por la muerte —repliqué—. Si busca pelea, con gusto le daré satisfacción.
—No le ha llegado la hora —continuó Sigurd—. Lo sé porque he hablado con Ælfadell.
—¿Quién es ésa?
—Conoce el futuro, Uhtred —me dijo y, por el tono de su voz, advertí que hablaba en serio—, puede predecir el futuro.
Algo había oído, habladurías tan dispersas como el humo, chismes que circulaban por toda Britania, que aseguraban que, allá en el norte, había una hechicera que podía hablar con los dioses. La sola mención de su nombre, que tanto se parecía a lo que nosotros llamamos «pesadilla», bastaba para que los cristianos se santiguasen.
Me limité a encogerme de hombros, como si poco me importara.
—¿Y qué dice esa vieja?
Sigurd hizo una mueca.
—Dice que ningún hijo de Alfredo llegará a ponerse al frente de los destinos de Britania.
—¿Y vos la creéis? —le insistí aunque, por su forma de hablar, tan llana y serena como si estuviera regateando el precio de un buey, me di cuenta de que así era.
—Vos también la creeríais —añadió—, sólo que no viviréis para llegar a verla.
—¿Os lo dijo ella?
—Si nuestros caminos, el vuestro y el mío, se cruzan, vuestro guía morirá, según ella.
—¿Mi guía? —pregunté, fingiendo que me hacía gracia el comentario.
—Vos —concluyó Sigurd, con una sonrisa burlona.
Escupí en la hierba.
—Confío en que Eohric os pague bien por perder el tiempo de esta manera.
—Lo hará —replicó Sigurd, cortante, antes de volver grupas, dar un tirón del codo a su hijo y marcharse.
Mi actitud había sido desafiante, pero la verdad es que se me encogió el corazón. ¿Y si Ælfadell la Hechicera hubiera dicho la verdad? Porque está claro que los dioses hablan con nosotros, aunque rara vez en términos tan comprensibles. ¿Estaba condenado a perder la vida a orillas de ese río? Eso pensaba Sigurd que, en ese instante, reunía a los suyos para iniciar un ataque que, si su resultado no le hubiera sido predicho, nunca habría intentado. Porque, por más curtido que esté en mil batallas, no ha nacido el hombre que pueda desbaratar un muro de escudos tan sólido como el que yo había dispuesto entre los recios parapetos del puente, aunque no hayan de faltar quienes, en alas de un oráculo, sean capaces de intentar semejante locura, contando con que el destino se pondrá de su parte. Acaricié la empuñadura de Hálito-de-serpiente y el martillo de Thor, y me volví al puente.
—Prendedle fuego —ordené a Osferth.
Había llegado el momento de quemar el puente y emprender la retirada y, si Sigurd hubiese tenido dos dedos de frente, tendría que habernos dejado ir. La emboscada que nos había preparado no le había salido bien, y la posición que manteníamos en el puente habría desalentado a cualquiera, pero no se le iba de la cabeza la visión que le había contado una desconocida y comenzó a arengar a los suyos. Escuché los gritos de aliento con que acogían sus palabras, oí el estruendo de las espadas que chocaban con los escudos y observé cómo los daneses desmontaban y formaban en hilera. Osferth acercó una antorcha encendida y la arrojó sobre los montones de paja; al instante, empezó a salir humo. Los daneses aullaban mientras, a codazos, yo me abría paso hasta colocarme en el centro de nuestro muro de escudos.
—Están empeñados en acabar con vos como sea, mi señor —apuntó Finan, con sorna.
—¡Será tonto! —exclamé.
No le conté que una hechicera había pronosticado que yo allí perdería la vida. Finan se las daba de cristiano, pero creía en espíritus y fantasmas, en duendes que acechaban entre la maleza, en espectros que surcaban el aire al amparo de la oscuridad de la noche, y si le hubiera comentado algo a propósito de Ælfadell la Hechicera, habría sentido el mismo miedo que, en aquel instante, me atenazaba el corazón. Si Sigurd se decidía a atacar, le haría frente, porque tenía que defender el puente hasta que el fuego prendiera en condiciones. Osferth tenía razón sobre la leña menuda: no eran rastrojos de campos sembrados de trigo, sino juncales, y, además, estaba húmeda; el fuego se abría paso con parsimonia. Echaba humo, pero no desprendía un calor tan intenso como para consumir los pesados pilares de madera que, sirviéndose de hachas de guerra, él mismo se había encargado de partir y astillar.
Nada que ver con los hombres de Sigurd, que seguían aporreando espadas y hachas contra los pesados escudos que llevaban, compitiendo entre ellos por ver quién se pondría al frente del ataque. Les daba igual estar medio cegados por el sol y ahogados por el humo: seguían adelante. La fama lo es todo, lo único que nos acompaña en nuestro viaje al Valhalla, y el hombre que acabase conmigo gozaría de merecida fama. Así, a la luz declinante de aquel día que tocaba a su fin, se armaban de valor.
—¡Padre Willibald! —llamé a voces.
—¿Mi señor? —me llegó una voz asustada de la orilla del río.
—¿Dónde está ese estandarte, el más grande? ¡Que dos de vuestros monjes lo enarbolen sobre nosotros!
—Al instante, mi señor —obedeció, entre sorprendido y gozoso.
Poco después, un par de monjes trajeron el enorme estandarte con la imagen bordada de Cristo crucificado. Les ordené que se quedaran detrás de nosotros, y dispuse que dos de los míos no se apartasen de su lado. Si hubiera soplado algo de viento, nadie habría podido con aquel inmenso pendón de lienzo, pero el caso es que allí estaba, alzado sobre nuestras cabezas, rebosante de verdes y dorados, marrones y azules, aparte de aquella oscura pincelada roja donde la lanza del soldado había traspasado el cuerpo de Cristo. Willibald pensó que recurría a los sortilegios de su religión para que las espadas y las hachas de los míos no vacilasen, y no hice nada por quitárselo de la cabeza.
—Nos verán mejor, mi señor —me advirtió Finan, dando a entender que perderíamos la ventaja que nos proporcionaban los rayos bajos del sol, que sólo los cegarían hasta que los daneses se adentrasen en la enorme sombra que proyectaba aquel trasto.
—Será sólo un momento —lo tranquilicé—. ¡No os mováis de donde estáis! —grité a los dos monjes que sujetaban los tiesos mástiles que aguantaban el peso del gran cuadro de tela. En ese momento, enardecidos al ver el estandarte desplegado, entre aullidos, los daneses se lanzaron contra nosotros.
A medida que se acercaban, recordé la primera vez que había estado en un muro de escudos. Tenía tan pocos años, estaba tan asustado…; fue en un puente no más ancho que el que ocupábamos en aquel momento, con Tatwine y sus hombres de Mercia, plantando cara a unos galeses ladrones de ganado. Lo primero que recuerdo fue una lluvia de flechas; luego, atacaron. En aquel puente tan lejano, había sentido por primera vez el cosquilleo de quien se apresta para el combate.
En aquel momento, sin embargo, empuñaba mi daga, Aguijón-de-avispa. Mi espada de batalla era Hálito-de-serpiente, pero su hermana pequeña era Aguijón-de-avispa, un puñal corto y penetrante, que podía ser letal en los enfrentamientos cuerpo a cuerpo, que es como se lucha en un muro de escudos. Cuando los hombres se abrazan como si fueran amantes, con los escudos como única barrera entre ellos, cuando olemos su aliento y vemos hasta sus dientes podridos y las pulgas que les corren por las barbas, cuando no podemos recurrir a un hacha de guerra o a una espada normal, gracias a Aguijón-de-avispa, un horror de daga que perforaba barrigas a diestro y siniestro, asestaba puñaladas desde abajo.
No menos horrible que la carnicería que perpetramos aquel día invernal. Los daneses habían visto los montones de leña que habíamos dispuesto, y pensaron que no eran sino juncos húmedos para hacer humo en el puente, pero, bajo aquellos montones, Osferth había apilado unos trozos de viga. Cuando, a patadas, los primeros daneses en llegar trataron de arrojar del puente los rastrojos, se encontraron con aquellos recios maderos y comenzaron a dar traspiés.
Algunos habían arrojado sus lanzas, que fueron a empotrarse en nuestros escudos, más pesados de manejar por lo tanto, pero sin mayores consecuencias. Los daneses que venían en cabeza tropezaron con los tablones disimulados y los hombres que venían detrás los obligaron a irse de bruces al suelo. Le di una patada en la cara a uno de ellos y noté cómo el refuerzo de hierro de la bota destrozaba algún hueso. Los daneses caían a nuestros pies, mientras otros trataban de pasar por encima de sus compañeros para llegar hasta nosotros, y comenzó la matanza. A pesar de la barricada humeante, dos de los suyos llegaron hasta nosotros; uno de ellos se abalanzó sobre Aguijón-de-avispa, que ya salía a su encuentro por debajo del borde de su escudo. Enarbolaba un hacha que descargó contra el escudo del hombre situado tras de mí. Todavía sujetaba el mango del arma cuando observé que abría unos ojos como platos y reparé en cómo sus rugidos dejaban paso a un estertor cuando retorcí la hoja rasgando hacia arriba, mientras Cerdic, a mi lado, le propinaba un hachazo. El danés a quien había destrozado la cara se aferraba a mi tobillo y seguí asestándole puñaladas, aunque la sangre que desprendía el hacha de Cerdic me cegaba. El hombre que gimoteaba a mis pies trataba de escapar a gatas, pero Finan le asestó un tajo en el muslo y lo ensartó de nuevo con la espada. Un danés llegó a incrustar el hacha en la parte superior del reborde de mi escudo y trató de rasgarlo para, una vez que mi cuerpo quedase al descubierto, clavarme una lanza. No obstante, la hoja del hacha resbaló por el círculo del escudo, la lanza saltó por los aires y yo recurrí de nuevo a Aguijón-de-avispa. Sentí cómo se hundía en su cuerpo y la retorcí, mientras Finan ejecutaba su endiablada y fúnebre melodía irlandesa y, espada en mano, no dejaba títere con cabeza.
—¡Esos escudos, bien juntos! —grité a los míos.
Era un ejercicio que ensayábamos todos los días. Si un muro de escudos se rompe, la muerte cunde por doquier, pero si el muro de escudos resiste la embestida, la muerte se vuelve contra los atacantes. Fiándolo todo al vaticinio de una hechicera, los primeros daneses se habían abalanzado sobre nosotros de forma desordenada, pero la barricada con que se toparon los había hecho trastabillar y convertido en presas fáciles para nuestros aceros. Aquella carga a lo loco, sin orden ni concierto, los había privado de toda posibilidad de derribar nuestro muro de escudos. Tres de ellos yacían muertos entre los juncales que cubrían el puente y que todavía ardían débilmente mientras los trozos de madera humeantes seguían siendo un obstáculo a la hora de avanzar. Los que salieron con vida tras aquel primer ataque no se quedaron a averiguar si los liquidábamos también a ellos. Echaron a correr hacia la orilla donde estaban las fuerzas de Sigurd, de donde partió un segundo grupo dispuesto a acabar con nosotros. Debían de ser unos veinte hombres fornidos, lanceros daneses, dispuestos a matar. No se acercaban en desorden como los primeros, sino sabiendo lo que se traían entre manos. Eran hombres que ya habían desbaratado más de un muro de escudos, que sabían lo que se hacían, avanzando con los escudos muy juntos, mientras sus armas refulgían bajo los rayos de aquel sol a punto de ocultarse. No pensaban en atacar de forma apresurada ni estaban dispuestos a tropezar mientras avanzaban. Seguían adelante de forma pausada para, con ayuda de sus largas lanzas, abrirse camino en nuestro muro de escudos, hacer huecos para sus guerreros pertrechados de espadas y hachas.
—¡Dios está con nosotros! —gritó Willibald cuando los daneses llegaron al puente.
Los recién llegados avanzaron con lentitud, sin dar traspiés, sin quitarnos los ojos de encima. Algunos proferían insultos, pero yo apenas los oía. Me limitaba a observar sus movimientos. Tenía la cara manchada de sangre, igual que los eslabones de mi cota de malla. Mi escudo pesaba más por culpa de aquella lanza clavada; la hoja de Aguijón-de-avispa estaba ensangrentada.
—¡Acaba con ellos, Señor! —imploraba Willibald—. ¡Ten misericordia, Señor, y confunde y dispersa a los infieles!
Los monjes habían comenzado a cantar de nuevo. Los daneses echaban a un lado a muertos y moribundos; se abrían paso y se disponían a atacar. Estaban cerca, muy cerca, pero no lo bastante como para quedar al alcance de nuestras armas. Reparé en aquellos escudos tan juntos, vi cómo las puntas de las lanzas se erguían y escuché una voz de mando, igual que la voz estridente de Willibald, por encima de tanta confusión.
—¡Cristo es nuestro estandarte! ¡Si peleamos en su nombre, no podrán con nosotros!
Y me eché a reír cuando ya teníamos a los daneses encima.
—¡Ahora! —grité a los dos hombres que se habían quedado con los monjes—. ¡Ahora!
Y el enorme estandarte se les vino encima. Meses de trabajo de tantas mujeres de la corte de Alfredo, meses de minúsculas puntadas con preciosos hilos de lana de colores, meses de desvelos, oración, cariño y destreza, para que la imagen de Cristo acabase por encima de los daneses que marchaban en cabeza. Como la red de un pescador, el enorme pendón bordado se abatió sobre aquellos que marchaban en primer lugar, cegándolos por completo. En el momento en que se vieron atrapados, di la orden y cargamos.
Es fácil pasar por encima de las puntas de unas lanzas si quienes las empuñan no pueden verte. Grité a los que venían detrás de nosotros en segunda fila que empuñaran sus armas y las pusieran bien a la vista mientras nosotros acabábamos con los lanceros. Cerdic descargaba el hacha sobre tela, labores de bordado, hierros, huesos y cabezas. Chillábamos mientras matábamos, y erigíamos una nueva barricada de daneses. Algunos asestaban cuchilladas contra el estandarte que los cubría y no les dejaba ver; Finan repartía mandobles contra las muñecas que sostenían las lanzas. A la desesperada, trataban de salir de aquel enredo, mientras nosotros, en medio de la humareda cada vez más densa de los juncales esparcidos, a hachazo limpio, no parábamos de asestar tajos y hendíamos todo lo que se movía a nuestro alrededor. Sentí calor en un pie a la altura del tobillo. El fuego se abría paso. Sihtric, apretando los dientes como un poseso, descargaba una y otra vez su hacha de guerra de mango largo, en busca siempre de algún danés que hubiera quedado atrapado.
Me deshice de Aguijón-de-avispa, arrojándola de nuestro lado, y me apoderé de un hacha que vi en el suelo. Nunca me había gustado pelear con hacha, un arma demasiado lenta en mi opinión. Si no se atina a la primera, cuesta lo suyo intentarlo de nuevo, situación de la que puede sacar provecho el adversario, pero nuestros atacantes ya estaban fuera de combate. El estandarte acuchillado estaba rojo, pero de sangre de verdad en esta ocasión, empapado de hecho, y yo me dediqué a repartir hachazos sin parar, descargando aquella hoja poderosa, capaz de traspasar cotas de malla y destrozar cuantos huesos y cuerpos encontrara a su paso, y aquel humo que casi no me dejaba respirar, y un danés que no dejaba de chillar, y los míos que gritaban también, y, por el oeste, el sol no era sino una bola de fuego, y el suelo húmedo y reblandecido se teñía de rojo.
Nos apartamos de aquel espanto. Vi cómo el fuego consumía el rostro imperturbable y sereno de aquel Cristo, mientras las llamas lamían el estandarte. La tela arde con facilidad, y una mancha parda se extendía a lo largo y ancho del pendón. Osferth había traído más rastrojos y leña que había encontrado en un caserío cercano; los arrojamos a las llamas, todavía tímidas, y esperamos a que el fuego prendiese en condiciones. Los hombres de Sigurd ya se habían llevado lo suyo, y se retiraron a la otra orilla del río para contemplar cómo ardía el puente. Arrastramos los cadáveres de cuatro de aquellos guerreros a nuestro lado del puente, y los despojamos de sus cadenas de plata, de sus brazaletes y de sus tahalíes esmaltados. A lomos de su caballo blanco, Sigurd no me quitaba los ojos de encima. Resentido, su hijo, que no había entrado en combate, nos lanzó un escupitajo. El jarl danés no dijo nada.
—Ælfadell no ha estado muy atinada —grité, aunque es posible que no anduviera tan desencaminada. Nuestro guía había muerto, por segunda vez quizá, y en el estandarte carbonizado aún se veía el lugar que otrora ocupara, ahora consumido por el fuego.
Esperé. Para cuando el puente se desplomó en el río lanzando una columna de vapor al aire iluminado por las llamas, ya había oscurecido. Los pilares de piedra colocados por los romanos estaban chamuscados, pero seguirían cumpliendo su función. No obstante, harían falta muchas horas de trabajo para reconstruir el puente y, cuando los tablones renegridos desaparecieron río abajo, nos pusimos en camino.
Era una noche fría.
Íbamos a pie. Al ver que, agotados y exhaustos, no dejaban de temblar, pensé que sería mejor que curas y monjes fueran a caballo. Nosotros llevábamos las riendas. Todos ansiábamos tomarnos un respiro, pero ordené que siguiéramos adelante aun en mitad de la noche, porque sabía que Sigurd iría a por nosotros tan pronto como los suyos estuviesen en condiciones de cruzar el río. Echamos a andar bajo la fría luz de las estrellas y seguimos adelante hasta dejar atrás Bedanford. No nos detuvimos hasta que atisbé una colina arbolada que me pareció que estábamos en condiciones de defender. No hubo fogatas aquella noche. Me dediqué a otear el horizonte por si aparecían los daneses; no fue así.
Al día siguiente, estábamos en casa.