La duda siembra la zozobra en nuestro ánimo. ¿Y si estaba equivocado? ¿Y si Sigelf no era sino un viejo necio y testarudo que realmente pensaba que ya era muy de noche para emprender la retirada? Aunque las dudas me reconcomían, seguí adelante y llevé a los míos al este, dando un rodeo para evitar el cenagal que defendía el flanco derecho de las tropas del ealdorman de Cent.
El viento soplaba con fuerza aquella noche tan fría, llovía con ganas y nos movíamos en la más negra oscuridad. De no haber sido por las fogatas de los de Cent, lo más seguro es que nos hubiéramos perdido. Un círculo de hogueras nos indicaba la posición de las tropas de Sigelf. Vimos algunas más al norte, lo que me llevó a pensar que al menos unos cuantos daneses habían cruzado el río y, con aquel tiempo tan malo, habían buscado refugio en las cabañas construidas alrededor de la antigua villa romana. No obstante, seguía sin explicarme el motivo de aquellos llamativos incendios, del enorme resplandor de haciendas incendiadas que se veía mucho más al norte.
Aparte de aquellos fuegos lejanos, eran muchas las cosas que superaban toda comprensión. Algunos daneses habían cruzado el río, pero el resplandor de las fogatas que veía más al norte me indicaba que la mayoría seguían en Huntandon, lo que también me extrañaba si, como pensaba, tenían intención de dirigirse al sur. Los hombres de Sigelf no se habían movido de donde yo los había dejado, es decir, que había un trecho entre las tropas de Cent y los daneses que estaban más cerca. Esa franja de terreno era mi única oportunidad.
Habíamos dejado los caballos atrás, atados a unos árboles, y mis hombres y yo avanzábamos a pie, con escudos y armas. Las fogatas nos ayudaban a orientarnos, pero, durante un buen rato, anduvimos tan lejos del resplandor más cercano que no veíamos el suelo que pisábamos, andábamos a trompicones, caíamos de bruces, avanzábamos como podíamos metidos en el agua, abriéndonos paso entre juncales. Una de las veces el agua me llegaba a la cintura, el lodo se me pegaba a las botas y los hierbajos no me dejaban dar un paso. Mientras, los pájaros, asustados, graznaban y echaban a volar en plena noche, armando tal escándalo que pensé que bastaría para que nuestros enemigos se diesen cuenta de que andábamos cerca, pero no dieron señales de habernos descubierto.
A veces, durante las largas noches de insomnio que me prodigan mis muchos años, me quedo tendido en la cama pensando en las locuras que he cometido, en los riesgos que he corrido, en las jugadas de dados con que he desafiado a los dioses. Recuerdo, por ejemplo, el asalto al fuerte de Beamfleot, el enfrentamiento con Ubba o cómo, gateando, llegué a lo alto de la colina de Dunholm. Empero, casi ninguna de aquellas barbaridades era comparable al disparate de aquella noche fría y húmeda en Anglia Oriental. Al frente de ciento treinta y cuatro hombres, avanzábamos en mitad de una noche invernal, con intención de llevar a cabo un ataque entre dos fuerzas enemigas que, sumadas ambas, superarían sin duda la cifra de cuatro mil guerreros. Si nos descubrían, si nos plantaban cara, si nos vencían, no podríamos salir de allí ni escondernos en otro sitio que en nuestras propias tumbas.
Había ordenado a todos los daneses que venían conmigo que marchasen por delante, hombres como Sihtric y Rollo, cuya lengua materna era el danés, y otros que se habían puesto a mi servicio tras haber abandonado a sus señores, hombres que me habían jurado lealtad aunque, llegado el caso, hubiésemos de vérnoslas con sus compatriotas. Diecisiete en total, a los que añadí la docena de frisios que servían a mis órdenes.
—Cuando ataquemos —les había dicho—, ¡gritad el nombre de Sigurd sin parar!
—¿Sigurd? —se extrañó uno de ellos.
—¡Eso es, Sigurd! —repetí—. Los hombres de Sigelf tienen que pensar que somos daneses —lo mismo les dije a los sajones que venían conmigo—: ¡Gritad Sigurd! ¡Ese será vuestro grito de guerra hasta que oigáis el bramido del cuerno! Gritad y matad, pero retiraos en cuanto oigáis la llamada del cuerno.
Nos disponíamos a dar el primer paso de una danza macabra. Por algún motivo, recordé las palabras del pobre Ludda, destripado por servirme, cuando me decía que toda magia consiste en que alguien piense una cosa cuando, en realidad, otra es la que está ocurriendo ante sus ojos.
—Les obligáis a no apartar la mirada de vuestra mano derecha, mi señor —me dijo en cierta ocasión—, mientras, con la izquierda, les arrebatáis la bolsa.
Eso era lo que iba buscando, que los hombres de Cent pensasen que sus aliados los habían traicionado: si el asunto salía bien, confiaba en que volviesen a ser hombres leales a Wessex. Si las cosas se torcían, el augurio de Ælfadell se habría cumplido, y Uhtred de Bebbanburg se dejaría la vida en aquellos pantanos yermos y desolados, y habría arrastrado a la muerte a la mayoría de los hombres que lo acompañaban. ¡Les tenía en gran aprecio! Tan llenos de entusiasmo mientras avanzábamos en mitad de aquella noche fría y desoladora dispuestos a entablar una lucha a muerte. Ellos se fiaban de mí tanto como yo confiaba en ellos. Juntos, nos disponíamos a labrarnos un nombre glorioso y, en todas las mansiones de Britania, los hombres sólo hablarían de la hazaña que habíamos realizado. O de nuestra muerte, quién sabe. Eran amigos, leales, jóvenes y guerreros curtidos, la clase de hombres con los que sería posible iniciar el asalto de las mismísimas puertas de la ciudad de Asgard, que acoge el recinto de los dioses.
Parecía que aquel corto trayecto por los juncales no iba a acabar nunca. Intranquilo, no dejaba de mirar al este, no fuera a despuntar el alba, para, a continuación, volver la vista al norte, con la esperanza de que los daneses no salieran al encuentro de los hombres de Sigelf. A medida que nos acercábamos, acerté a ver a dos jinetes en la calzada; eso bastó para disipar todas mis dudas: eran correos que iban y venían entre ambos ejércitos. Me imaginé que los daneses se mantenían a la espera de que despuntasen las primeras luces del día para dirigirse al sur, antes de dejar atrás la seguridad que les ofrecían las cabañas de Huntandon. Una vez en marcha, a no ser que los detuviéramos, como una exhalación, se abatirían sobre Lundene.
En ese preciso instante, por fin, descubrimos que estábamos cerca de las hogueras de los hombres de Sigelf. Los soldados dormitaban o estaban sentados junto a las fogatas. Había olvidado la acequia que corría por delante de ellos y me fui derecho al fondo, armando un buen jaleo con el escudo. El hielo se resquebrajó y acabé en el agua. En las filas de las tropas de Cent se oyó el ladrido de un perro y un hombre miró hacia donde estábamos, pero no advirtió nada que pudiese intranquilizarlo. Otro debió de dar un manotazo al perro y alguien soltó una carcajada.
Silbé a cuatro de los míos para que se aproximaran hasta donde yo estaba. Y allí se quedaron, de pie y en hilera, guiando a los demás para que bajasen por aquella orilla resbaladiza y traicionera, indicándoles por dónde tenían que avanzar a través del agua y cómo pasar a la otra orilla. Con las botas chorreando agua, trepé al otro lado. Me agazapé, mientras mis hombres acababan de cruzar la acequia y se disponían en orden de batalla.
—¡Muro de escudos! —musité a los daneses y frisios que iban por delante—. ¡Osferth!
—¿Mi señor?
—Ya sabéis lo que tenéis que hacer.
—Así es, mi señor.
—¿A qué esperáis?
Con instrucciones muy concretas, había puesto a Osferth al frente de casi la mitad de los míos. Pareció vacilar un instante.
—He rezado por vos, mi señor —me dijo.
—Confiemos en que esas malditas oraciones sirvan de algo —respondí en un susurro, al tiempo que acariciaba el martillo que llevaba al cuello.
Mis hombres formaban un muro de escudos. En cualquier momento, pensé, alguien nos vería y el enemigo, porque en aquel momento los hombres de Sigelf eran nuestros adversarios, también formaría su propio muro de escudos, con no menos de cuatro o cinco de ellos por cada uno de nosotros. Pero la victoria nunca está del lado de quienes se dejan llevar por sus temores. Apretaba el borde de mi escudo contra el de Rollo y empuñaba a Hálito-de-serpiente. Con un suspiro, su larga hoja se deslizó por la garganta de la vaina.
—¡Sigurd! —les recordé en voz baja, para añadir en voz alta—: ¡Adelante!
Avanzamos, gritando el nombre de nuestro verdadero enemigo.
—¡Sigurd! ¡Sigurd! ¡Sigurd!
—¡A muerte! —grité en danés—. ¡Matad!
Y tanto que matamos. Matábamos a sajones, hombres de Wessex, si bien aquella noche habían sido traicionados por su ealdorman, que los había puesto en manos de los daneses, pero acabamos con ellos de todos modos y, desde entonces, ha habido comentarios para todos los gustos en cuanto a lo que hicimos aquella noche. Siempre los desmiento, como es natural, pero pocos creen mis palabras. Al principio, la matanza fue un paseo. Los hombres de Cent estaban medio adormilados, habían bajado la guardia y los centinelas se dedicaban a otear el panorama hacia el sur en lugar de dar aviso de aquel ataque que les llegaba por el norte y, a tajo limpio, a cuchilladas, nos abrimos paso hasta el centro del campamento.
—¡Sigurd! —grité, y descargué la espada sobre uno que acababa de despertarse. De una patada, lo arrojé a una de las fogatas y oí sus alaridos, mientras me volvía y dirigía la hoja contra un mozo. Ni siquiera nos tomábamos la molestia de acabar con ellos como es debido, tarea que dejábamos a quienes venían detrás. Dejábamos a los hombres de Cent magullados, heridos y tendidos en el suelo. Quienes venían por detrás los remataban con espadas o lanzas, y escuchaba los gritos de aquellos hombres que imploraban misericordia gritando que estaban de nuestra parte, mientras yo no dejaba de vociferar cada vez con más fuerza nuestro grito de guerra—: ¡Sigurd! ¡Sigurd!
Aquel primer ataque nos permitió adentrarnos hasta un tercio del terreno donde habían levantado el campamento. Los hombres de Cent huían despavoridos. Oí a uno que gritaba que se formara un muro de escudos, pero el pánico se había apoderado de las tropas de Sigelf. Reparé en un hombre que trataba de encontrar el suyo en un montón de escudos apilados, tirando a la desesperada de las correas de sujeción, sin apartar de nosotros sus ojos aterrorizados. Se olvidó de los escudos y echó a correr. Una lanza describió un arco por encima del resplandor de una fogata y fue a perderse por encima de mi hombro. Nuestro muro de escudos se había dispersado, pero no hubo necesidad de recomponerlo, porque el enemigo corría en todas direcciones, aunque no tardarían mucho en darse cuenta de lo menguada que era la fuerza que los atacaba. No obstante, los dioses nos enviaron entonces la señal de que estaban de nuestra parte, porque el propio ealdorman Sigelf, a lomos de su montura, llegó al galope hasta nosotros.
—¡Estamos con vosotros! —gritaba—. ¡Por el amor de Dios, poned fin a esta locura! ¡Estamos de vuestra parte!
Llevaba cerradas las carrilleras del yelmo. No portábamos estandarte, porque se lo había llevado Osferth. Sigelf no tenía ni idea de quién era yo, aunque sin duda reparó en la exquisita factura de mi yelmo y en el primoroso trabajo de los prietos eslabones de mi cota de malla cubierta de barro. Alcé la espada y me volví a mirar a los míos.
Sigelf temblaba de ira.
—¡Malditos locos! —bramó—. ¿Se puede saber quiénes sois?
—¿Acaso estáis de nuestra parte? —le pregunté.
—Somos aliados del jarl Sigurd, maldito estúpido, ¡y esta tontería os costará la cabeza!
Sonreí, aunque él no pudo darse cuenta del gesto, gracias a los fulgurantes destellos del acero de las carrilleras que me cubrían el rostro.
—Mi señor —dije, humildemente, antes de propinarle un tajo en la boca al caballo que montaba con Hálito-de-serpiente. El animal retrocedió, relinchando y echando espumarajos de sangre en mitad de la noche, mientras Sigelf, descabalgado, se iba de espaldas al suelo. Lo levanté en volandas de aquel lodazal, mientras daba un palmetazo al animal en la grupa para que arremetiese contra los hombres que habían llegado con el ealdorman, que ya huían despavoridos. Cuando Sigelf trató de ponerse en pie, le di una patada en la cara, apoyé el pie derecho en su pecho consumido y lo dejé clavado en el suelo—. Soy Uhtred —confesé, pero en voz tan baja que sólo él pudiera oírme—. ¿Me habéis oído, traidor? ¡Soy Uhtred!
Vi cómo ponía unos ojos como platos antes de que yo hundiera con fuerza mi espada en su cuello descarnado, mientras sus gritos se convertían en un estertor y su sangre empapaba la tierra húmeda. Se retorció y se revolvió hasta que murió.
—¡Que suene el cuerno! —grité a Oswi—. ¡Ahora!
Y el cuerno emitió un bramido. Mis hombres sabían lo que tenían que hacer. Se dieron media vuelta y corrieron hacia los marjales, perdiéndose en la oscuridad más allá del resplandor de las fogatas. Mientras se retiraban, se oyó la llamada de otro cuerno, y vi a Osferth que, al frente de un muro de escudos, salía de detrás de una arboleda. Por delante del muro de escudos se hallaban mi estandarte, el de la cabeza del lobo, y la cruz chamuscada de Osferth.
—¡Hombres de Cent! —gritó Osferth—. ¡Hombres de Cent, vuestro rey acude en vuestra ayuda! ¡Poneos de mi lado! ¡Obedeced mis órdenes!
Osferth era hijo de rey, y su voz atronaba con los ecos del antiguo linaje que corría por sus venas. En aquella noche fría, donde todo era confusión y muerte, su voz sonó decidida y firme. Los hombres, que habían visto cómo había caído su ealdorman, que habían visto cómo su sangre teñía de rojo aquella oscuridad que sólo alumbraban las hogueras, se acercaron a Osferth y se unieron a su muro de escudos porque habían escuchado la promesa de que estarían a salvo. Mientras, los míos se adentraban en las tinieblas y se dirigían al sur para unirse al flanco derecho de las tropas de Osferth. Me quité el yelmo, se lo lancé a Oswi y me dejé ver al frente de aquel muro de escudos que iba a más.
—¡Hemos venido por orden de Eduardo para echaros una mano! —grité a los de Cent—. ¡Los daneses os han traicionado! ¡El rey está a punto de llegar con todo su ejército! ¡Formad un muro de escudos! ¡Bien prieto!
Una línea gris despuntaba en el cielo por el este. Seguía lloviendo con fuerza, pero estaba a punto de amanecer. Volví la vista al norte y reparé en la presencia de unos jinetes. Los daneses debían de estar preguntándose cuál sería la razón de aquel entrechocar de armas y del bramido de los cuernos cuando la noche ya tocaba a su fin. Algunos se acercaron a la calzada para ver qué pasaba y lo único que vieron fue un muro de escudos cada vez más numeroso, aparte de mi estandarte con la cabeza de lobo, la cruz ennegrecida de Osferth y varios cadáveres por el suelo en torno a los rescoldos humeantes de las hogueras. Privadas de su comandante, las tropas de Sigelf no sabían qué hacer. Al igual que los daneses, no tenían ni idea de qué estaba pasando, pero nuestro muro de escudos les proporcionaba la seguridad que buscaban, y recogían sus escudos, sus yelmos y sus armas y, a toda prisa, se unían a los nuestros. Finan y Osferth se encargaban de colocarlos en posición. Un hombre alto, sin yelmo y con una espada en la mano se puso a mi lado a todo correr.
—¿Qué está pasando?
—¿Quién sois vos, si puede saberse?
—Soy Wulferth —contestó.
—¿Y quién es Wulferth? —le pregunté, con la voz serena. Me dijo que era un thegn, uno de los hacendados más ricos de Sigelf, un hombre que había llevado a cuarenta y tres de los suyos hasta aquellas tierras de Anglia Oriental—. Vuestro señor ha muerto —le informé yo—, y los daneses caerán sobre nosotros en cualquier momento.
—¿Y quién sois vos?
—Uhtred de Bebbanburg —repuse—, y Eduardo está a punto de llegar. Tenemos que hacer frente a los daneses hasta que llegue el rey —lo tomé del codo y, con él, eché a andar hacia la marisma occidental, a la izquierda de nuestra posición defensiva—. Que los vuestros formen a este lado —le pedí—, y pelead por lo que es vuestro, por Cent, por Wessex.
—¡Y en nombre de Dios! —gritó Osferth, muy cerca de nosotros.
—Incluso por Dios —repetí.
—Pero… —comenzó a decir Wulferth, que seguía sin entender nada de lo que había pasado aquella noche.
Le miré a los ojos.
—¿De qué lado queréis estar, con Wessex o con los daneses?
Vaciló un instante, no porque dudase acerca de la respuesta que debía de dar, sino porque todo estaba patas y arriba y seguía tratando de entender lo que estaba sucediendo. Esperaba marchar al sur, hacia Lundene, y ahora le decían que se dispusiese para entrar en combate.
—¿Y bien? —le insistí.
—Con Wessex, mi señor.
—Pues hacedlo con bravura —le recomendé—. Os dejo al frente de este flanco. Que vuestros hombres se pongan en formación, y decidles que el rey está a punto de llegar.
No había ni rastro de Sigebriht, pero, a medida que la tímida luz gris del nuevo día se asomaba por el este, vi que se acercaba al campamento desde el norte. Había pasado la noche con los daneses, disfrutando sin duda de los placeres y agasajos que Huntandon pudiera ofrecer, y volvía a lomos de su montura, seguido por un soldado que portaba su estandarte de la cabeza de toro.
—¡Oswi! —grité—. ¡Tráeme un caballo! ¡Finan, seis hombres y seis caballos! ¡Wulferth! —Me volví al thegn.
—¿Mi señor?
—Haceos con el pendón de Sigelf, y que un hombre lo haga ondear junto al mío.
En los bosques que quedaban a nuestra espalda, había un montón de caballos de Cent amarrados a los árboles. Oswi me trajo uno ya ensillado, me encaramé a él de un salto y piqué espuelas para ir al encuentro de Sigebriht, que se había detenido a unos cincuenta o sesenta pasos de donde estábamos. Aparte del portaestandarte, otros cinco hombres venían con él. No conocía a ninguno de ellos. Trataba de impedir que las tropas de Cent saliesen en defensa de aquel estandarte con la cabeza de toro. Por fortuna, la lluvia lo había empapado y, lacio, pendía al extremo del asta.
Detuve mi montura a su lado.
—¿Queréis alcanzar renombre, muchacho? —lo desafié—. Matadme ahora.
Se quedó mirando por encima de mis hombros a las tropas de su padre que se disponían a entrar en combate.
—¿Dónde está mi padre? —me preguntó.
—Muerto —le dije, sacando a Hálito-de-serpiente de la vaina—. Con esta espada.
—En ese caso, ahora el ealdorman soy yo —repuso, tomando aliento. Me imaginé que, a gritos, se disponía a exigir a los hombres de Cent la misma lealtad que éstos le habían jurado a su padre pero, antes de que abriese la boca, ya me había puesto delante a lomos de aquel caballo prestado y alzado la espada.
—Hablad mejor conmigo, muchacho —le recomendé, apuntándole a la cara con Hálito-de-serpiente—, no con ellos.
Finan y otros cinco de los míos se habían acercado y estaban a unos pasos de nosotros. Sigebriht estaba asustado, pero se esforzó en dar muestras de un valor que estaba lejos de sentir.
—Vais a morir todos —afirmó.
—Es probable —convine—, pero antes os llevaremos por delante con nosotros.
Su montura retrocedió y dejé que se pusiese fuera del alcance de mi espada. Alcé la vista por encima de sus hombros y vi hordas de daneses que cruzaban el puente. ¿Por qué habrían esperado hasta ese momento? Si hubieran cruzado el río un día antes al anochecer, se habrían unido a los hombres de Sigelf y, para entonces, ya estarían camino del sur. Algo los había obligado a no moverse de donde estaban. Recordé entonces los fuegos inexplicables que había visto en plena noche, las tres grandes hogueras de haciendas incendiadas o de pueblos pasto de las llamas. ¿Habría lanzado alguien un ataque por la retaguardia contra los daneses? Era la única explicación que se me ocurría para aquella tardanza, pero ¿quién se habría atrevido a hacerlo? En aquellos momentos, sin embargo, centenares de daneses, por no hablar de millares, cruzaban el río dando gritos al pasar el puente. Con ellos venían los hombres de Etelwoldo y las tropas de Mercia que seguían a Beortsig. Hice un cálculo aproximado, y hube de reconocer que nos superaban en una proporción de ocho contra uno, cuando menos.
—Os ofrezco tres posibilidades, cachorrito —dije a Sigebriht—. Podéis uniros a los nuestros y pelear del lado de vuestro legítimo rey; podéis enfrentaros conmigo, solos, vos y yo, en este momento, o podéis dar media vuelta y seguir a vuestros amos daneses.
Alzó la vista, pero no fue capaz de soportar mi mirada.
—Arrojaré vuestros despojos a los perros —prometió, con todo el desprecio de que fue capaz.
No le quité los ojos de encima hasta que, por fin, volvió grupas y él y quienes lo acompañaban cabalgaron al encuentro de los daneses. Observé cómo se ponía a su lado y, una vez que hubo desaparecido entre las nutridas filas del enemigo, di media vuelta y, al galope, me acerqué a nuestro muro de escudos.
—¡Hombres de Cent! —les grité, refrenando mi montura—. ¡Vuestro ealdorman traicionó a su patria y a su Dios! Los daneses le habían prometido que lo harían rey. Pero ¿cuándo los daneses han cumplido su palabra? Querían que luchaseis vosotros en su lugar y, una vez hubierais concluido la tarea, ¡tenían pensado arrebataros a vuestras mujeres y a vuestras hijas para gozar de ellas! Prometieron a Etelwoldo el trono de Wessex, pero ¿alguno de vosotros piensa que duraría ni un mes sentado en él? ¡Los daneses quieren apoderarse de Wessex! ¡Y también de Cent! ¡Quieren quedarse con nuestras tierras, con nuestras mujeres, con nuestro ganado, con nuestros hijos! ¡Anoche os atacaron a traición! ¿Por qué? ¡Porque pensaron que ya no os necesitaban! Que ellos solos podían arreglárselas sin vuestra ayuda, ¡por eso decidieron acabar con vosotros!
Había mucho de verdad en lo que les acababa de decir. Miré a las filas de los hombres de Cent; por encima de escudos y lanzas, de hachas y espadas, observé rostros desasosegados, asustados.
—Soy Uhtred de Bebbanburg —grité de nuevo—. Todos me conocéis y sabéis los nombres de aquéllos con quienes he acabado. Ahora estáis a mis órdenes y en nuestras manos recae la responsabilidad de contener a ese enemigo taimado hasta que llegue nuestro rey, ¡algo que está a punto de ocurrir! —confiaba en que fuera verdad porque, de lo contrario, aquél habría de ser el día en que habría de vérmelas con la muerte—. Está a un paso de aquí —continué a voces— y, cuando esté a nuestro lado, acabaremos con esos daneses, como lobos que se abalanzan sobre corderos. Tú —señalando a un cura—, ¿por qué nos disponemos a luchar?
—Por la cruz, mi señor —respondió.
—¡Más alto!
—¡Por la cruz!
—¡Osferth! ¿Y vuestro estandarte?
—¡Aquí está, mi señor! —gritó Osferth.
—¡Que todos lo veamos! —Esperé a que la cruz de Osferth se colocase en el centro y al frente de nuestras líneas—. ¡Este es nuestro estandarte! —grité, señalando con Hálito-de-serpiente di la cruz calcinada con la esperanza de que mis dioses no se lo tomaran a mal—. Hoy lucháis por vuestro Dios, por vuestra patria, por vuestras mujeres y por vuestras familias —me detuve para tomar aliento y continué—. Porque si os dejáis vencer, ¡todo eso desaparecerá para siempre!
A mis espaldas, desde las casas que estaban junto al río, nos llegó lo más parecido al bramido de un trueno. Eran los daneses, que golpeaban las lanzas y las espadas contra los escudos que llevaban, evocando el estruendo de la guerra que se nos venía encima, ese rugido que basta para que a los hombres se les encoja el corazón. Había llegado la hora de bajarme del caballo y ocupar mi puesto en el muro de escudos.
El muro de escudos.
Aterrador; no hay lugar más terrible que un muro de escudos. Es el lugar donde nos dejamos el pellejo o nos alzamos con la victoria, donde se forja el renombre que nos acompaña. Me llevé la mano al martillo de Thor, recé para que Eduardo llegase cuanto antes y me apresté a luchar.
En el muro de escudos.
* * *
Sabía que los daneses tratarían de atacarnos por la retaguardia, pero eso les llevaría tiempo, porque antes tendrían que rodear los marjales o bien adentrarse en aquellos humedales, una maniobra que les llevaría una hora cuando menos, si no dos. Envié un mensajero calzada abajo con órdenes de ir en busca de Eduardo y decirle que se diera tanta prisa como pudiera, porque sólo sus tropas podrían evitar que los daneses nos rodeasen. Y si el enemigo buscaba la forma de ponernos cerco para que cayéramos en sus manos, sólo cabía esperar que nos atacasen de frente y nos entretuviesen mientras parte de sus fuerzas buscaban la manera de avanzar desde la retaguardia.
¿Y si a Eduardo le daba por no aparecer?
Entonces aquél sería el lugar donde habría de encontrar la muerte, el lugar donde habría de cumplirse la profecía de Ælfadell, el mismo donde alguno de aquellos hombres reclamaría para sí el honor de haber dado muerte a Uhtred.
Los daneses avanzaron a paso lento. Un muro de escudos no es un plato de gusto; nadie corre al encuentro con la muerte. Si uno mira adelante, sólo ve escudos muy juntos, yelmos, destellos de hachas, lanzas y espadas, y sabe que ha de perderse entre sus filos, el lugar donde le espera la muerte, y tarda en reunir el valor necesario para afrontarlo, en conseguir que la sangre le hierva en las venas, en que el arrebato se imponga sobre la cautela. Por eso, los hombres beben antes de iniciar el combate. Mis hombres no tenían comida ni bebida, pero los hombres de Cent tenían en abundancia, igual que veía los pellejos que circulaban entre las filas danesas. Seguían aporreando sus armas contra los escudos de sauce que llevaban, mientras el día se abría paso y arrojaba largas sombras sobre la helada. Había reparado en unos jinetes que se dirigían al oeste. Sabía que estaban buscando la forma de flanquearnos, pero no pude prestarles la atención debida porque apenas si disponía de tropas para hacerles frente. Bastante tenía con contener a los daneses que atacasen de frente hasta que apareciese Eduardo y acabase con ellos desde atrás.
Unos curas iban de un lado a otro por delante de nuestras líneas. Los hombres se arrodillaban, los curas les impartían la bendición y les ponían una pulgarada de barro en la lengua.
—¡Hoy celebramos la festividad de santa Lucía! —les gritaba un cura a los hombres que se apretujaban en el muro de escudos—. ¡Ella cegará al enemigo y vendrá en nuestra ayuda! ¡Santa Lucía bendita, a ti nos encomendamos!
Había dejado de llover, aunque gran parte del cielo invernal seguía cubierto de nubes bajo las que resplandecían los estandartes del enemigo: el cuervo volador de Sigurd y la cruz rota de Cnut, el ciervo de Etelwoldo y el jabalí de Beortsig, la calavera de Haesten y el animal extraño de Eohric. Entre las filas enemigas, no se veía a tantos jarls como me habría esperado, aunque todos llevaban sus propios estandartes con lobos, hachas, toros o halcones. Sin dejar de golpear las armas que llevaban contra los escudos, sus hombres se dedicaban a insultarnos mientras, poco a poco, paso a paso, se acercaban. Unos curas acompañaban a los sajones y a los hombres de Anglia Oriental que se habían sumado al enemigo; los daneses se limitaban a invocar a Thor o a Odín. Los míos, entre tanto, guardaban silencio, aunque me los imaginaba gastándose bromas entre ellos para disimular el miedo que tenían: los corazones latían más deprisa, las tripas se vaciaban, los músculos se movían sin querer. Eso era participar en un muro de escudos.
—¡Nunca olvidéis —gritaba a los hombres aquel cura de Cent— que santa Lucía estaba tan llena del Espíritu Santo que ni veinte hombres consiguieron moverla de donde estaba! ¡Incluso la ataron a una yunta de bueyes, pero no se movió! ¡Así os encontrarán los paganos cuando lleguen, inamovibles, rebosantes del Espíritu Santo! ¡Invocad el nombre de santa Lucía y disponeos a luchar!
Los hombres que se dirigían al este habían desaparecido en la bruma invernal que se alzaba de los pantanos. Pero eran muchos los enemigos que teníamos delante, una horda, una horda asesina, que estaba cada vez más cerca, a un centenar de pasos, mientras unos jinetes galopaban de un lado a otro del muro de escudos, gritando a los hombres que fueran valientes. Uno de esos jinetes se acercó a nosotros. Lucía una esplendorosa cota de malla, anchos brazaletes y un yelmo resplandeciente; montaba un espléndido caballo, recién cepillado y aceitado, con arreos guarnecidos de plata.
—¡Vais a morir! —nos gritó.
—Si tienes ganas de tirarte un pedo —repuse a voces—, ve hacia los tuyos y apéstalos, que echarán a correr sin duda.
—¡Violaremos a vuestras esposas y a vuestras hijas! —siguió vociferando aquel hombre en inglés.
Nada me pudo venir mejor que el que mencionase ambas posibilidades. Aquellas palabras bastaron para enardecer a los míos.
—¿No sería una cerda la madre que te parió? —le gritó uno de los hombres de Cent.
—Si deponéis las armas —continuó el hombre—, ¡os perdonaremos la vida!
Volvió grupas y, entonces, lo reconocí: era Oscytel, el comandante de las tropas de Eohric, el guerrero de aspecto brutal que había conocido en lo alto de las murallas de Lundene.
—¡Oscytel! —lo llamé a voces.
—¡Me ha parecido oír el balido de un corderito! —se mofó.
—Baja del caballo —dije, dando un paso adelante—, y pelea conmigo.
Sin dejar de mirarme, se quedó con las manos apoyadas en el pomo de la silla, antes de volverse a mirar a la acequia desbordada; una fina capa de hielo cubría el agua. Entonces supe que para eso se había acercado: no para insultarnos, sino para ver qué obstáculo habrían de salvar los daneses a la hora de atacar.
Me miró de nuevo y me dirigió una sonrisa malévola.
—No acostumbro a luchar con ancianos —dijo.
Aquello me llamó la atención. Nunca nadie me había llamado viejo hasta entonces. Recuerdo que me eché a reír, pero, más allá de las carcajadas, no dejaba de sentir una suerte de estupor. Semanas antes, un día que estaba con Etelfleda, me había burlado de ella porque la había sorprendido mirándose la cara en una gran bandeja de plata. Estaba preocupada porque se había visto unas arrugas alrededor de los ojos y, al ver cómo le tomaba el pelo, me había lanzado la fuente a la cabeza. Me fijé en aquella superficie, y comprobé que la barba se me había puesto gris. Recuerdo que me quedé absorto, contemplando aquella imagen, mientras ella se burlaba de mí: no me sentía viejo, a pesar de aquella pierna que, cuando menos me lo esperaba, se me quedaba entumecida y me fallaba. ¿Sería así cómo me veían los demás, como un viejo? Cierto que aquel año había cumplido los cuarenta y cinco, y sí, había de reconocer que era un viejo.
—Este viejo te abrirá en canal, desde los huevos hasta la garganta —le grité.
—Hoy se acabó Uhtred para siempre —les dijo a voces a los míos—, ¡y vosotros moriréis con él!
Volvió grupas y espoleó su montura para volver junto al muro de escudos que habían formado los daneses. En aquel momento, no estarían a más de ochenta pasos de nosotros, lo bastante cerca para reparar en los rostros de aquellos hombres, para ver sus gestos insultantes. Recuerdo que atisbé al jarl Sigurd, esplendoroso con su cota de malla y una capa negra de piel de oso que le caía desde los hombros. Un ala de cuervo, que parecía negra a la luz gris del amanecer, coronaba su yelmo a modo de cimera. Llegué a ver a Cnut, el hombre más rápido con la espada, capa blanca y rostro enjuto y lívido, junto a su estandarte con la cruz cristiana quebrada. Sigebriht estaba junto a Eohric, flanqueado por Etelwoldo por el otro lado, todos custodiados por los guerreros más fuertes y aguerridos, aquellos cuya única misión consistía en proteger la vida de reyes y jarls. No dejaban de gritar, pero no sabría decir qué improperios nos dedicaban porque, en aquel momento, me pareció que hasta el mundo guardaba silencio. Observaba al enemigo que teníamos delante, considerando cuál de aquellos hombres trataría de acabar conmigo y qué tendría que hacer para matarlo antes de que lo lograra.
Mi estandarte estaba a mis espaldas; aquella enseña bastaría para atraer a los más ambiciosos. Soñaban con beber en mi cráneo y jalear mi nombre como si de un trofeo se tratase. No me quitaban los ojos de encima, igual que yo no dejaba de mirarlos, y no veían sino a un hombre cubierto de barro. Pero también a un señor de la guerra, con un yelmo que llevaba un lobo por cimera, cargado de brazaletes de oro, con una tupida cota de malla, una capa de color azul oscuro rematada por un borde de hebras de oro y una espada que era conocida en toda Britania, porque Hálito-de-serpiente era una espada que gozaba de renombre. No llegué a sacarla de la vaina, sin embargo, porque de poco vale empuñar una hoja larga cuando llega el momento del encuentro cuerpo a cuerpo en un muro de escudos. Llevaba en la mano, en cambio, a Aguijón-de-avispa, un puñal de hoja corta y letal. Besé el filo y lancé mi grito de guerra al aire invernal.
—¡Venid y acabad conmigo! ¡Venid y acabad conmigo!
Y eso fue lo que hicieron.
Arrojadas desde la tercera o la cuarta de las filas enemigas, las lanzas fueron las primeras en alcanzarnos y estrellarse contra nuestros escudos, que soportaron los temibles impactos de sus puntas. Entonces, dando gritos, los daneses se abalanzaron sobre nosotros. Algo debían de haberles dicho en cuanto a la acequia, pero, aun así, docenas de hombres trataron de salvarla de un salto y acabaron resbalando por la orilla de nuestro lado, sin encontrar un sitio firme en el que apoyar los pies, mientras blandíamos sobre ellos nuestras hachas de astil largo. Cuando practicamos la lucha en un muro de escudos, siempre coloco a un hombre con una de esas hachas al lado de otro que lleve una espada. La misión de quienes llevan el hacha consiste en enganchar la hoja en el borde superior del escudo del adversario y arrastrarlo hacia abajo con todas sus fuerzas, mientras el hombre que lleva la espada descarga un tajo directo a la cara de quien tenga enfrente. En aquella ocasión, sin embargo, las hachas partían yelmos y abrían cabezas y, de repente, el mundo no fue sino un estruendo, donde todo eran gritos a los que se sumaba el ruido de la carnicería que llevaban a cabo aquellos filos que partían cráneos, mientras los daneses que formaban la segunda línea nos acosaban desde el otro lado de la acequia golpeando nuestros escudos con sus lanzas largas.
—¡Apretujaos! —grité—. ¡Mantened bien juntos los escudos, ni un resquicio! ¡Un paso adelante!
Nuestros escudos se solaparon. Habíamos pasado horas repitiendo aquel ejercicio. Los escudos formaban un auténtico muro mientras nos acercábamos al borde de la acequia donde la pendiente de aquella orilla resbaladiza nos permitía acabar con ellos con facilidad. Un hombre trató de clavarme una espada por debajo del escudo, pero le di una patada en la cara y mi bota con refuerzo de hierro fue a estrellarse contra su nariz y sus ojos. El hombre se escurrió, mientras yo seguía adelante con Aguijón-de-avispa en la mano hasta encontrar un resquicio entre dos escudos daneses, arremetiendo con aquella hoja corta y dura hasta traspasar una cota de malla y encontrar la carne, gritando sin parar, sin dejar de mirarlos nunca, observando cómo se abatía un hacha, seguro de que Cerdic, que venía detrás de mí, paraba el golpe con su escudo, aunque la fuerza del hachazo fue tal que el escudo se estampó contra mi yelmo y, durante cosa de un instante, me quedé aturdido y se me nubló la vista, pero sin cejar en la tarea que llevaba a cabo con el puñal. Rollo, que resistía a mi lado, enganchó un escudo y lo llevó hacia abajo. En cuanto hube recuperado la visión, vi la oportunidad y allí ataqué con Aguijón-de-avispa. El puñal se hundió en un ojo y retorcí la punta con saña. Paré un mazazo con el escudo, que me astilló una tabla.
Cnut trataba de alcanzarme, gritándoles a los suyos que le abrieran paso. Era una locura, porque eso significaba que debían abrir el muro de escudos para que su señor estuviese en primera línea. Fuera de sí, Cnut y los suyos trataban a la desesperada de romper nuestro muro de escudos, pero ellos no juntaban los suyos y la acequia les salió al paso, y dos de mis hombres arrojaron con fuerza sus lanzas contra los recién llegados. Cnut tropezó con una y se fue a la acequia. Vi cómo Rypere descargaba un hachazo contra su yelmo, un golpe de refilón, pero con la suficiente fuerza como para aturdirlo, porque ya no se levantó.
—¡Están muriendo! —grité—. ¡Acabemos con esos cabrones!
Pero Cnut no estaba muerto y, a rastras, sus hombres lo sacaban de allí. Su lugar lo ocupó Sigurd Sigurdson, el cachorrito que había jurado matarme. Con los ojos muy abiertos y los pies por el aire, chilló mientras trataba de salvar la acequia en pos de su presa. Hice un movimiento hacia fuera con mi escudo destrozado para que supiera dónde estaba y, como el necio que era, vino a por mí embistiéndome con su espada Dragón-de-fuego, directo a la barriga, pero el escudo volvió con rapidez a su lugar y su espada se coló entre Rollo y yo. Me bastó con girarme un poco para acertarle en el cuello con Aguijón-de-avispa. Había olvidado las lecciones que le habían dado, había olvidado que debía protegerse con el escudo, y mi hoja corta se clavó en su papada, avanzó hacia la boca, rompiéndole los dientes y atravesándole la lengua, haciéndole trizas los huesecillos de la nariz y yendo a clavarse en su sesera con tanta fuerza que lo levanté en volandas durante un momento, mientras su sangre me corría por la mano y se deslizaba por la manga de mi cota de malla. Retiré el puñal y me deshice de él de un manotazo; fue a caer sobre otro danés antes de irse al suelo, y dejé que otro de los míos acabase con él, porque Oscytel venía a mi encuentro, gritándome que era un viejo, y la euforia del combate se apoderó de mí.
Euforia, sí, y también locura. Así deben de sentirse los dioses a cada momento, día tras día. Es como si el mundo se tomase un respiro. Vemos al adversario, vemos cómo grita, aunque no oímos nada y sabemos qué se dispone a hacer. Todos sus movimientos se nos antojan pausados, mientras los nuestros se suceden con rapidez vertiginosa. En ese instante, sabemos que no podemos equivocarnos, que viviremos para siempre, que proclamarán nuestro nombre en el cielo, que hasta allí ascenderá como una gloriosa llamarada, porque somos el dios de la batalla.
Oscytel se acercó espada en mano, junto a un hombre que trataba de echar mi escudo abajo con un hacha. Me acerqué el borde superior en el último momento, el hacha se deslizó por la madera pintada hasta estrellarse contra el tachón, mientras Oscytel me lanzaba un mandoble al cuello, pero mantuve el escudo en posición, y la espada quedó atrapada por la punta en el reborde de hierro. Empujé el escudo hacia delante, lo que hizo que perdiera el equilibrio, y dirigí a Aguijón-de-avispa por debajo del escudo. Con toda la fuerza que un viejo como yo podía reunir, asesté esa atroz puñalada que parece proceder del suelo y sentí cómo la punta de la hoja raspaba el hueso de un muslo, atravesando venas, carne y músculos hasta alcanzar la entrepierna, momento en el que volví a oírle. Escuché aquel grito que atronaba el cielo mientras le rasgaba la entrepierna y su sangre se derramaba sobre la capa de hielo resquebrajada que cubría la acequia.
Eohric vio cómo caía su campeón, y aquella imagen bastó para que se quedase en la otra orilla. Sus hombres no se movieron de su lado.
—¡Escudos! —grité, y los míos apretaron los escudos en primera línea—. ¡Sois un cobarde, Eohric! —chillé—. ¡Un gordinflón cobarde, un cerdo engendrado en la mierda, un retaco parido por una cerda, un canijo! ¡Venid aquí y disponeos a morir, bastardo tripudo!
No quiso, claro está, y eso que los daneses llevaban todas las de ganar. Quizá no en el centro de la línea, donde seguía ondeando mi estandarte, pero, más allá, a nuestra izquierda, los daneses habían cruzado la acequia y formado un muro de escudos de este lado de la reguera, obligando a los hombres de Wulferth a batirse en retirada. Había dejado a Finan al frente de treinta de los míos como fuerza de reserva que, sin falta, habían acudido a reforzar aquel flanco. Frente a un enemigo muy superior en número, sin embargo, se veían acosados por todas partes. Si los daneses rompían aquel flanco y dejaban atrás los marjales que lo defendían por el oeste, se abatirían sobre mis hombres y acabarían con nosotros. Los daneses no tardaron en verlo así y recuperaron la confianza en sí mismos, y llegaron más hombres dispuestos a acabar conmigo, porque el mío era el nombre del que los poetas se servirían para embellecer sus hazañas. Eohric aprovechó la ocasión para, sin apartarse de los suyos, tratar de cruzar la acequia. Pero se encontraron con los cadáveres de los suyos, resbalaron en el lodo y trataron de saltar por encima de ellos. Mientras, nosotros seguíamos entonando nuestra melodía guerrera: las hachas se desplomaban, las lanzas atravesaban, las espadas rajaban. Mi escudo estaba hecho pedazos, tajado por las espadas. Me estallaba la cabeza, notaba la sangre que me salía de la oreja izquierda, pero seguíamos peleando y matando, mientras oía cómo a Eohric le rechinaban los dientes, al tiempo que amenazaba con un montante descomunal a Cerdic, que ocupaba el lugar del hombre que había estado a mi izquierda.
—¡Engánchalo! —bramé a Cerdic, y él alzó el hacha, y el filo de la hoja le rasgó la cota de malla y atrajo a Eohric hacia nosotros. Con Aguijón-de-avispa en la mano, le atravesé la nuca a la altura de aquel cuello rollizo y, dando chillidos, cayó a nuestros pies.
Sus hombres trataron de llevárselo de allí, y observé que me miraba con desesperación, apretando los dientes con tanta fuerza que se le saltaron, y allí matamos al rey Eohric de Anglia Oriental, en una zanja que apestaba a sangre y a mierda. Lo apuñalamos y lo acuchillamos, lo acribillamos y lo pateamos, mientras gritábamos como demonios. Entre alaridos de dolor, había hombres que imploraban a Jesús, otros llamaban a sus madres. Mientras, un rey moría con la boca llena de dientes partidos en una acequia de aguas de color rojo. Sus súbditos trataron de llevarse el cadáver de Eohric de allí, pero Cerdic los mantuvo alejados, mientras yo seguía clavándole el puñal en el cuello hasta que les grité que su rey había muerto, que habíamos acabado con él, que estábamos ganando.
Sólo que no era así. Cierto que luchábamos como posesos, proporcionando a los poetas un espléndido material para sus composiciones de años venideros, pero el romance habría de concluir con nuestra muerte, porque nuestro flanco izquierdo se había venido abajo. Seguían batiéndose, pero en retirada, y una avalancha de daneses cruzaba la acequia. Ya no hacía falta que los hombres que habían cabalgado para sorprendernos por detrás apareciesen, porque estábamos desbordados. Formamos un muro de escudos que miraba a todas partes, aun a sabiendas de que el muro se iría estrechando y encogiendo hasta que diéramos con nuestros huesos en aquella tierra que habría de ser nuestra tumba.
Vi a Etelwoldo en aquellos momentos. Iba a caballo, exhortando a unos daneses a que siguieran adelante. A su lado, un portaestandarte sostenía un pendón con el dragón de Wessex. Sabía que si ganaban aquella batalla, sería rey, y había dejado de lado el ciervo blanco para hacer suya la enseña de Alfredo. No había cruzado todavía la zanja y ya procuraba no verse mezclado en aquel combate, mientras alentaba a los daneses a que no cejaran en su empeño y acabasen con nosotros.
Empero, tampoco le presté demasiada atención, porque nuestro flanco izquierdo se retiraba a toda prisa y nos habíamos convertido en una partida de sajones rodeada por hordas de daneses. Formamos una suerte de muro de escudos circular, defendido no sólo por los cadáveres de los hombres que habíamos matado, sino también con nuestros muertos. Los daneses hicieron un alto, momento que aprovecharon para formar un nuevo muro de escudos, sacar de allí a los heridos y paladear la victoria que estaban a punto de conseguir.
—Acabé con el malnacido de Beortsig —me dijo Finan en cuanto se puso a mi lado.
—Bien. Espero que sufriera mucho.
—A juzgar por los gritos que profería, creo que así fue —me confirmó haciendo una mueca que quería parecerse a una sonrisa, con la cara salpicada de sangre y la espada teñida de color rojo—. Esto no debe de ser muy sano, ¿verdad?
—Desde luego que no —repuse. Había comenzado a llover otra vez, a chispear más bien. Nuestro círculo defensivo no quedaba lejos de los marjales del este—. Podríamos decirles a los hombres que echasen a correr hasta el humedal y huyeran hacia el sur. Algunos, cuando menos, saldrían con vida.
—No demasiados —calculó Finan. Veíamos cómo los daneses se hacían con los caballos de los hombres de Cent, al tiempo que despojaban a los nuestros de las cotas de malla, las armas y cuantos objetos encontraban. Un cura rezaba de rodillas en el centro de nuestro círculo—. Nos darán caza como si fuéramos ratas de pantano.
—En tal caso, no nos queda otra que pelear donde estamos —repliqué.
No podíamos hacer otra cosa.
Les habíamos infligido un grave daño. Eohric estaba muerto; Oscytel yacía en el suelo, degollado; de Beortsig sólo quedaban sus restos, y Cnut estaba malherido. Con todo, Etelwoldo, Sigurd y Haesten seguían con vida. Pude verlos a lomos de sus monturas, exhortando a los hombres a formar, incitándolos a que acabaran con nosotros.
—¡Sigurd! —grité, y se volvió para mirarme—. ¡He acabado con vuestro retoño!
—¡Más lenta será vuestra muerte! —respondió.
Quería irritarlo para que se lanzara lleno de ira contra mí, y acabar con él delante de los suyos.
—¡Chillaba como un niño mientras moría! —vociferé—, ¡gritaba como un cobardica, como un cachorrito!
Con sus grandes carrilleras anudadas alrededor del cuello, Sigurd me lanzó un escupitajo. Me odiaba a muerte, me habría matado allí mismo, pero cada cosa a su tiempo y a su modo.
—¡Unid bien los escudos! —ordené a los míos—. ¡Mantenedlos tan juntos como podáis y no podrán vencernos! ¡Vamos a enseñar a esos cabrones cómo pelean los sajones!
Por supuesto que podían vencernos, pero nadie en sus cabales dice a unos hombres que están a punto de morir que eso es lo que les va a pasar. De sobra lo sabían ellos. Algunos no dejaban de temblar, pero no rompían nuestra línea defensiva.
—Luchad a mi lado —pedí a Finan.
—A vuestro lado me tendréis, mi señor.
—Espadas en mano.
Rypere estaba muerto. No había presenciado su muerte, pero vi cómo un danés despojaba su cuerpo enjuto de su cota de malla.
—Era un buen hombre —comenté.
Osferth se acercó a nuestro lado. Él, siempre tan pulcro y bien vestido, tenía la cota de malla rasgada, la capa hecha jirones y ojos de loco. A pesar de la enorme abolladura visible en lo alto del yelmo, parecía estar de una pieza.
—Permitidme que pelee a vuestro lado, mi señor —me rogó.
—Siempre y en cualquier circunstancia —repuse.
La cruz de Osferth aún se erguía en el centro de nuestro círculo, mientras un cura se encomendaba a su dios y a santa Lucía y les pedía que obrasen el milagro, que ganásemos aquel combate, que saliésemos con vida de aquella pelea. Dejé que siguiera hablando porque lo que decía era lo que los hombres necesitaban escuchar.
El jarl Sigurd se abrió paso en el muro de escudos que veía delante de mí. Flanqueado por lanceros, llevaba una enorme hacha de guerra de hoja ancha. La labor de los lanceros consistía en que no me moviera de donde estaba, mientras me asestaba hachazos hasta acabar conmigo. Para entonces, ya disponía de un escudo nuevo, un escudo que llevaba pintadas dos espadas cruzadas, la divisa del ealdorman Sigelf.
—Por cierto, ¿alguien ha visto a Sigebriht? —pregunté.
—Está muerto —dijo Osferth.
—¿Estáis seguro?
—Yo mismo lo maté, mi señor.
Me eché a reír. Habíamos acabado con muchos de los jefes del enemigo y, sin embargo, Sigurd y Etelwoldo seguían con vida, y ellos dos solos se bastaban para aplastarnos, derrotar al ejército de Eduardo y sentar a Etelwoldo en el trono de Alfredo.
—¿Os acordáis de aquello que dijo Beornnoth? —pregunté a Finan.
—¿Acaso debería, mi señor?
—Quería saber cómo acababa esta canción de gesta —repliqué—, y eso es lo que me gustaría saber a mí en estos momentos.
—Nuestra parte concluye aquí —contestó Finan, al tiempo que se santiguaba sirviéndose de la empuñadura de su espada.
Y los daneses cargaron de nuevo.
Se acercaron despacio. Nadie quiere morir cuando la victoria está al alcance de la mano. Los hombres sueñan con disfrutar del triunfo, con recibir su parte de las ganancias que se lleven los vencedores. Por eso, se acercaban paso a paso, con los escudos muy juntos.
Entre los nuestros, alguien empezó a cantar. Seguramente se trataba de un himno cristiano, quién sabe si no sería un salmo, y la mayoría de los hombres entonaron aquella melodía que me trajo a la memoria a mi hijo mayor y lo mal padre que había sido, y me pregunté si se sentiría orgulloso de mi muerte. Los daneses aporreaban las hojas de las espadas y los astiles de las lanzas contra los escudos, casi todos en malas condiciones, con huellas de hachazos o astillados. Los hombres iban cubiertos de sangre, la sangre de sus adversarios. Otra batalla al amanecer. Estaba cansado y, contemplando aquellas nubes preñadas de lluvia, pensé que aquél no era un buen lugar para morir. Pero no podemos elegir cuándo sonará nuestra hora. De eso se encargan las hilanderas a los pies de Yggdrasil, y me imaginé a una de las tres parcas, tijeras en mano, dispuesta a cortar la hebra de mi existencia. Ya se disponía a hacerlo, y lo único que debía pensar era en empuñar la espada con valor, de forma que las mujeres aladas me condujesen a la casa de celebración del Valhalla.
Me fijé en los daneses. No dejaban de gritarnos, pero no los oía, no porque estuviese lejos, sino porque, para mi sorpresa, el mundo había vuelto a quedarse en silencio. De entre la bruma, emergió una garza real que, volando, pasó por encima de nosotros, y escuché con toda claridad el pesado aleteo del pájaro, pero no oía los insultos de mis adversarios. Sólo pensaba en apoyar los pies con firmeza en el suelo, en mantener el escudo pegado al de los que iban a mi lado, sin perder de vista los aceros enemigos, preparado para devolver el golpe. En ese instante, caí en la cuenta de que me dolía la cadera derecha. ¿Me habrían herido? No me atreví a mirar, porque los daneses estaban a un paso y sólo tenía ojos para las puntas de dos lanzas, sabiendo de antemano que ambas se estrellarían contra la parte derecha de mi escudo para que me inclinara de ese lado y Sigurd pudiera atacarme por la izquierda. Miré a Sigurd a los ojos, y así nos quedamos un rato, hasta que llegaron las lanzas.
Desde las filas de atrás lanzaron docenas de lanzas, lanzas pesadas que seguían una trayectoria curvada por encima de las primeras filas danesas y se estrellaban con fuerza contra nuestros escudos. En ese momento uno de los hombres de nuestra primera fila debió de agacharse para protegerse mejor con el escudo. En cuanto lo vieron, los daneses se lanzaron al ataque.
—¡En pie! —grité, sosteniendo mi escudo, mucho más pesado al tener dos lanzas clavadas.
Los míos gritaban con rabia, mientras los daneses se abalanzaban sobre nosotros aullando, su grito de guerra, blandiendo las hachas. Jadeantes, dimos un paso atrás hasta formar dos hileras apretadas. Tratamos de hacerles frente, pero sólo disponíamos de tres hileras de guerreros frente a las seis o más líneas de daneses que se nos venían encima y nos obligaban a retirarnos. Asesté un tajo con Aguijón-de-avispa, pero la hoja fue a estrellarse contra un escudo. Gritando y chillando, Sigurd trataba de acercárseme, pero aquella avalancha de hombres lo alejaba de mí. Un danés con la boca muy abierta y la barba veteada de sangre descargó un hachazo contra el escudo de Finan. Traté de asestarle una puñalada por debajo de mi propio escudo, pero otra hoja paró mi golpe. Nos batíamos en retirada. Los teníamos tan cerca que podíamos oler su aliento a cerveza. Y dio comienzo otro ataque.
Llegaron por el sur, a nuestra izquierda. Jinetes que patrullaban la calzada romana, lanza en mano, en pos de un estandarte en el que ondeaba un dragón. Jinetes que parecían salir de entre la bruma, jinetes que vociferaban sus gritos de guerra mientras azuzaban sus monturas y cargaban contra el enemigo a su espalda.
—¡Por Wessex! —gritaban—, ¡por Eduardo y por Wessex!
Noté que un estremecimiento recorría las prietas filas danesas, que no tardaron en acusar el choque. La segunda hilera de jinetes llegaba espada en mano, y las hojas caían sin cesar sobre el enemigo. Nuestros adversarios vieron que detrás venían más jinetes, hombres con cotas de malla que resplandecían al amanecer, que marchaban bajo otros estandartes, con cruces, santos y dragones en esta ocasión. Los daneses se dispersaron y echaron a correr por donde habían venido, tratando de ponerse a salvo al otro lado de la acequia.
—¡A por ellos! —grité, al darme cuenta de que el ímpetu de los daneses perdía fuelle.
Ordené a los míos que fueran tras ellos, que acabasen con aquellos cabrones, y volvimos al ataque, gritando como hombres que acaban de dejar atrás el valle de las sombras.
Protegido por sus guerreros, Sigurd desapareció. Asesté una puñalada al danés de la barba ensangrentada, pero el empuje de los suyos lo arrastró hacia la derecha, mientras los daneses que, tras dispersarse, habían echado a correr, iban a caer en manos de aquellos jinetes que los atacaban con espadas o los alanceaban. En medio, formidable, iracundo, bramando contra el enemigo, Steapa arramblaba con la espada como un carnicero cuchillo en mano, mientras su caballo de guerra repartía coces y mordiscos, relinchando y pateando al adversario. Me di cuenta de que habría llegado acompañado de una fuerza pequeña, no más de cuatrocientos o quinientos hombres, suficiente, sin embargo, para infundir el pánico a los daneses al sorprenderlos por la retaguardia.
No habría de pasar mucho tiempo antes de que volvieran a reunir a los suyos y se lanzaran de nuevo al ataque.
—¡Atrás! —me gritó Steapa, señalando al sur con la espada ensangrentada—, ¡retiraos ahora!
—¡Recoged a los heridos! —ordené a los míos.
Y llegaron más jinetes, yelmos relucientes bajo la luz gris del nuevo día, puntas de lanza refulgentes y portadoras de muerte, espadas que una y otra vez descargaban sobre los daneses que corrían. Nuestros hombres se llevaban a los heridos al sur, lejos del enemigo. A nuestros pies yacían los muertos y moribundos, mientras los jinetes de Steapa se reagrupaban. Todos menos uno, que picó espuelas y, al galope, pasó por delante de nosotros. Reparé en cómo se agachaba y escondía la cara entre las negras crines del caballo. Y entonces lo reconocí, y me deshice de Aguijón-de-avispa para recoger una de las lanzas que había por el suelo. Era pesada, pero la empuñé con fuerza y la lancé entre las patas del caballo, que se fue al suelo, y oí cómo aquel hombre, muerto de miedo, gritaba, mientras se revolcaba en la hierba húmeda y el caballo sacudía las patas tratando de ponerse en pie. El jinete se había quedado con un pie trabado en un estribo. Empuñé a Hálito-de-serpiente, me fui hacia él y corté el estribo.
—Eduardo es el rey —dije a aquel individuo.
—¡Ayudadme! —suplicó, mientras uno de los míos trataba de sujetar al caballo. El quiso incorporarse, pero, de un patadón, lo volví a tumbar en el suelo—. ¡Echadme una mano Uhtred, os lo ruego!
—Os he ayudado toda la vida, a lo largo de toda vuestra miserable vida. Pero ahora Eduardo es el rey.
—¡No, no! —exclamó.
No es que renegase de los derechos de su primo, sino de la amenaza que representaba la espada que yo blandía.
Temblando de ira, lo atravesé con Hálito-de-serpiente. La dirigí contra su pecho; su enorme hoja traspasó la cota de malla y, rasgando los eslabones, le atravesó el esternón y las costillas hasta que la punta reventó aquel corazón infame. Al ver que seguía dando gritos, hundí la hoja de nuevo, y los gritos dieron paso a un gemido. No retiré la espada, sino que la mantuve ahí hasta que dejó la vida en aquellas tierras de Anglia Oriental.
Etelwoldo estaba muerto. Finan, que había recuperado a Aguijón-de-avispa, me tomó del brazo y me dijo:
—¡Por aquí, mi señor, si tenéis la bondad!
Los daneses volvían a gritar y echamos a correr, protegidos por aquellos jinetes. Al poco, más jinetes salieron de entre la bruma y supe que allí estaba el ejército de Eduardo, pero ni el rey ni los daneses descabezados buscaban pelea. A buen resguardo, del otro lado de la acequia, los daneses habían formado un muro de escudos, pero ya no se disponían a marchar sobre Lundene.
Así que allí fuimos nosotros en vez de ellos.
* * *
Aquella Navidad, Eduardo se ciñó la corona de su padre. A la luz de la fogata que ardía en el gran salón de la mansión romana que coronaba la colina de Lundene, las esmeraldas resplandecían. La ciudad estaba a salvo.
Aunque no me di cuenta en el momento, una espada, o quizás un hacha, me había propinado un buen tajo en la cadera. Un herrero se había encargado de recomponer mi cota de malla, y la herida ya estaba casi curada. Sólo recordaba el miedo, la sangre, los gritos.
—Me equivoqué —reconoció Eduardo.
—Así es, mi rey y señor —contesté.
—Deberíamos haberlos atacado en Cracgelad —me dijo, al tiempo que dirigía una mirada a los señores y thegns que asistían al banquete. En ese momento, aquel gesto me recordó a su padre, aunque su rostro revelaba una determinación aún mayor.
—Los curas no dejaban de decirme que no debía fiarme de vos.
—Y quizá no les falte razón —repuse.
Sonrió al oír aquel comentario.
—Dicen también que el destino de la guerra estaba en manos de Dios. Que, gracias a que supimos esperar, hemos acabado con nuestros enemigos.
—Con casi todos —le corregí—, y no creo que un rey deba fiarlo todo a la Providencia. Un rey tiene que tomar decisiones.
Encajó la observación con buen talante.
—Mea culpa —añadió en voz baja—, aunque habréis de reconocer que Dios estuvo de nuestra parte.
—La acequia se puso de nuestra parte —le dije—, igual que vuestra hermana que fue quien ganó esta guerra.
Porque Etelfleda había sido la causa de que los daneses se retrasasen. Si hubieran cruzado el río durante la noche, se habrían decidido a atacar antes y, con toda seguridad, nos habrían derrotado antes de que los jinetes de Steapa acudieran en nuestra ayuda. Sin embargo, la mayoría de los daneses no se había movido de Huntandon, temerosos de la amenaza que se cernía sobre ellos por la retaguardia, que no era otra que aquellas haciendas en llamas. En lugar de acatar las órdenes de su hermano de que se dirigiese a lugar seguro, había llevado a sus hombres de Mercia al norte. Ellos habían iniciado aquellos incendios que tanto habían asustado a los daneses, pues los llevaron a pensar que otro ejército se disponía a caer sobre ellos por detrás.
—Prendimos fuego a dos haciendas y una iglesia —dijo Etelfleda.
Estaba sentada a mi izquierda; Eduardo estaba a mi derecha. El padre Coenwulf y los obispos ocupaban los extremos de la mesa que presidía el banquete.
—¿Quemaste una iglesia? —le preguntó Eduardo, sin salir de su asombro.
—Era una iglesia muy fea, pero también muy grande, y ardió que daba gloria verla —fue su respuesta.
Ardió que daba gloria. Le acaricié la mano, que no retiró de la mesa. A excepción de Haesten, Cnut y Sigurd, casi todos nuestros enemigos estaban muertos pero, ya se sabe, matas a un danés y salen una docena como ellos. Sus barcos seguirían cruzando el mar, porque los daneses nunca se rendirían hasta que aquella corona de esmeraldas fuera a parar a sus manos, o hasta que los derrotásemos por completo.
Por el momento, estábamos a salvo. Eduardo era rey, Lundene seguía en nuestras manos, Wessex había resistido y los daneses habían sido derrotados de nuevo.
Wyrd bio ful ãrœd.