La pelea comenzó en la calle al pie de la imponente iglesia que se alzaba junto al antiguo palacio de Mercia, donde se alojaban Eduardo y su séquito. Los hombres de Cent habían llegado aquella mañana, dando voces al pasar por el puente romano y bajo el arco medio derruido que, a través de la muralla que daba al río, conducía al interior de la ciudad. Seiscientos sesenta y ocho hombres, a las órdenes del ealdorman Sigelf y de su hijo Sigebriht, bajo los estandartes de las dos espadas cruzadas del padre y el del toro de cuernos ensangrentados del vástago. Portaban otros muchos pendones, la mayor parte con imágenes de cruces o de santos; tras ellos, monjes, curas y carretas repletas de víveres. Pero no todos los soldados de Sigelf venían a caballo: no menos de un centenar había llegado sin otra montura que sus pies, y aquellos hombres vagaban por las calles de un lado para otro mucho después de que los jinetes se hubieran instalado.
Eduardo ordenó que los alojasen en la parte este de la ciudad, pero, como es natural, los recién llegados quisieron darse una vuelta por Lundene. La reyerta empezó cuando una docena de los hombres de Sigelf pidieron cerveza en una taberna conocida como El Cerdo Rojo, establecimiento frecuentado por los hombres del ealdorman Etelhelmo. Una puta fue el motivo de la trifulca, pelea que no concluyó a las puertas del local, sino que continuó colina abajo. Hombres de Mercia, de Wessex y de Cent participaban en el alboroto.
Con paso firme se dispuso a cumplir la orden que le había dado, mientras yo trababa un nudo corredizo. Con las tripas en la mano, un hombre herido venía colina abajo. Una mujer no paraba de gritar. A todo correr, el destripado iba dejando un reguero de sangre mezclada con cerveza. Apareció uno de los guardias del rey con un cuerno en la mano.
—¡Hazlo sonar! —grité—, ¡y no pares hasta que yo te lo diga!
A rastras, Steapa me trajo a uno de los alborotadores. No sabíamos si era de Wessex o de Mercia, pero eso era lo de menos. Le estreché el nudo corredizo alrededor del cuello, le di una bofetada cuando me pidió a gritos que tuviera compasión, y lo alcé en el aire, donde se quedó colgando, agitando las piernas. Con insistencia tal que parecía imposible no atender a su llamada, el cuerno siguió sonando. Le tendí el extremo de la cuerda a Oswi, mi criado.
—¡Átala en cualquier sitio! —le ordené. Di media vuelta y grité a los revoltosos—: ¿Alguien más quiere morir así?
La imagen de un hombre que cuelga al extremo de una soga hasta que estira la pata tiene un efecto balsámico sobre la multitud. En la calle, se hizo el silencio. El rey, seguido por no menos de doce personas, se asomó al portón del palacio. Al verlo, los hombres le hacían reverencias o se arrodillaban.
—¡Una trifulca más —grité— y acabo con todos vosotros! —Busqué con los ojos a uno de los míos—: ¡Tú, dale un buen tirón de tobillos! —le dije, señalándole al hombre que colgaba de la soga.
—Acabáis de matar a uno de los míos —comentó alguien a mis espaldas. Me volví y reparé en un hombre menudo, de rostro afilado como el de un zorro y bigotes pelirrojos, largos y trenzados. Era mayor, rondaría los cincuenta quizá; los cabellos, no menos rojos, comenzaban a blanquear a la altura de las sienes—. ¡Lo habéis matado, sin un juicio de por medio! —me señaló.
Me erguí todo lo alto que era, pero ni por ésas apartó de mí aquella mirada insolente.
—¡Y colgaré a una docena más si siguen armando este alboroto en la calle! —repuse—. A todo esto, ¿quién sois, si puede saberse?
—Soy el ealdorman Sigelf —contestó—, y procurad no olvidar el trato que, por derecho, me corresponde.
—Pues yo soy Uhtred de Bebbanburg —repliqué para su sorpresa—, y reclamo para mí el mismo trato que vos.
Estaba claro que Sigelf no quería líos conmigo.
—No deberían meterse en peleas —reconoció, a regañadientes. Me dirigió una mirada aviesa, y añadió—: Tengo entendido que ya conocéis a mi hijo.
—Así es —contesté.
—Era un necio, un joven alocado —añadió Sigelf con una voz tan afilada como su rostro—. Pero ya ha aprendido la lección.
—¿Os referís a que le habéis inculcado las exigencias de la lealtad? —repuse, mirando al otro lado de la calle, donde Sigebriht hacía una profunda reverencia ante el rey.
—Los dos estaban enamoriscados de la misma zorra —dijo Sigelf—, pero Eduardo era un príncipe, y ya se sabe que los príncipes siempre se salen con la suya.
—Lo mismo que los reyes —repliqué, por no hablar más de la cuenta.
Sigelf se dio cuenta de por dónde iba y me lanzó una mirada fulminante.
—Cent no necesita ningún rey —afirmó, tratando de acallar los rumores que apuntaban a que quería el trono para sí.
—Porque ya tenéis uno —afirmé sin pestañear.
—Eso nos han comentado —dijo con un asomo de sarcasmo—, pero Wessex ha de velar mejor por nosotros. Todos los bastardos normandos que son expulsados a patadas de Frankia acaban en nuestras costas. ¿Y qué hace Wessex? Los sajones se limitan a tocarse los huevos y a olerse los dedos después, mientras nosotros pagamos los platos rotos —reparó en cómo su hijo se inclinaba ante el rey por segunda vez y escupió. Si el escupitajo iba dedicado a las pleitesías de su hijo o a Wessex, no sabría decirlo con certeza—, ¡acordaos de lo que pasó cuando Harald y Haesten aparecieron! —añadió.
—Que acabé con ambos —repuse.
—Pero no antes de que violaran a la mitad de nuestras mujeres y prendieran fuego a cincuenta pueblos o más. Necesitamos que se nos defienda mejor. —Me dirigió una mirada aterradora—. ¡Necesitamos que alguien nos eche una mano!
—Al menos estáis aquí —comenté, tratando de que las aguas volvieran a su cauce.
—Aunque no nos ayuden, siempre estaremos al lado de Wessex —aseguró Sigelf.
Había imaginado que la llegada de las tropas de Cent bastaría para que Eduardo tomase una decisión, pero siguió esperando. Todos los días se reunía el consejo para analizar la situación, pero, aparte de aguardar a ver qué hacía el enemigo, no se tomaba ninguna decisión. Disponíamos de exploradores que acechaban a los daneses y que, a diario, nos enviaban informes de lo que hacían, pero siempre decían lo mismo: que los daneses no se habían movido de donde estaban. Urgí al rey a ir a por ellos, pero era como pedirle la luna. Le supliqué que me dejara ir con los míos y observar de cerca sus movimientos, pero se negó en redondo.
—Tiene miedo de que vayas a atacarlos —me dijo Etelfleda.
—Pero ¿por qué no se decide a cargar contra ellos de una vez? —me pregunté, harto ya de aquella situación.
—Porque está asustado —me explicó—, porque está rodeado de personas que no paran de darle consejos, porque tiene miedo de meter la pata, porque sabe que bastaría con que perdiese una batalla para dejar de ser el rey.
Estábamos en la azotea de una antigua vivienda romana, una de esas increíbles construcciones que disponían de escaleras para subir de una planta a otra. Veíamos el resplandor de la luna que entraba por la ventana y se colaba por los huecos de las pizarras que faltaban en el techo. Hacía frío y estábamos envueltos en pieles de oveja.
—Un rey no puede dar la impresión de estar asustado —dije.
—Eduardo sabe que sus súbditos no dejan de compararlo con nuestro padre, y no para de preguntarse qué habría hecho él en estas circunstancias.
—Alfredo me habría pedido que fuera a verlo —contesté—, me habría echado un sermón de diez minutos y me habría ordenado que me pusiera al frente del ejército.
Sin dejar de mirar la luz de la luna que se colaba por los agujeros del techo, ella no dijo nada y se acurrucó en mis brazos.
—¿Piensas que llegará el día en que podamos vivir en paz? —me preguntó.
—No, no lo creo.
—Sueño con que llegue el día en que podamos vivir en una anchurosa hacienda, salir de caza, escuchar romances, dar paseos junto al río y no estar pendientes del enemigo.
—¿Tú y yo?
—Eso es: tú y yo —giró la cabeza, de modo que sus cabellos le tapaban los ojos—. Solos tú y yo.
A la mañana siguiente, Eduardo pidió a Etelfleda que regresase a Cirrenceastre, una orden que no estaba dispuesta a cumplir.
—Le he dicho que dejase el ejército en tus manos —me comentó.
—¿Y qué te contestó?
—Que él era el rey y que él se pondría al frente del ejército.
También su esposo había ordenado a Merewalh que se presentase en Gleawecestre, pero Etelfleda había logrado convencerlo de que no se apartase de nuestro lado.
—Necesitamos a todos los hombres de valía —le dijo, y eso era lo que hacíamos, pero no para morirnos de asco en Lundene.
Habíamos reunido un ejército de más de cuatro mil quinientos hombres, que no hacían otra cosa que dar vueltas y más vueltas por las murallas y contemplar el paisaje invariable que se veía a lo lejos. No hacíamos nada, mientras los daneses se dedicaban a devastar las tierras de Wessex, aunque en ningún momento trataron de asaltar un fortín. Estábamos en otoño y los días menguaban, mientras seguíamos en Lundene sin saber qué hacer. El arzobispo Plegmund regresó a su sede de Contwaraburg, y pensé que aquel gesto bastaría para envalentonar a Eduardo. Pero allí estaba el obispo Erkenwald, quien no dejaba de susurrar al rey que actuara con prudencia. Lo mismo que el padre Coenwulf, confesor de Eduardo y su colaborador más cercano.
—No es normal que los daneses mantengan esta actitud pasiva por las buenas —le decía—, así que mucho me temo que anden tramando algo. Mi rey y señor, que sean ellos quienes den el primer paso. No creo que puedan seguir así mucho tiempo.
En eso al menos, no iba desencaminado porque, a medida que el frío del otoño se convirtió en heraldo del invierno, por fin los daneses se pusieron en movimiento.
Habían pasado tanto tiempo como nosotros sin saber qué hacer y, de repente, un buen día, volvieron a cruzar el río a la altura de Cracgelad y regresaron por el mismo camino que los había llevado allí. Los exploradores de Steapa nos dieron aviso de que se retiraban, y los informes que nos enviaban a diario apuntaban a que, cargados de esclavos, de ganado y del botín que habían reunido, se dirigían a Anglia Oriental.
—Una vez que hayan llegado a ese reino —advertí al consejo—, los daneses de Northumbria volverán en barco a sus tierras. Aparte de un buen número de esclavos y de cabezas de ganado, no han obtenido nada importante. Tampoco nosotros hemos hecho nada.
—El rey Eohric ha roto el tratado —aseveró el obispo Erkenwald, indignado, aunque yo no entendía a cuento de qué venía esa observación.
—Prometió que se mantendría en paz con nosotros —me aclaró Eduardo.
—Hay que darle un escarmiento, mi rey y señor —insistía Erkenwald—. El tratado se firmó con las bendiciones de la Iglesia.
Eduardo se me quedó mirando.
—Si los de Northumbria regresan a sus tierras —dijo—, Eohric se verá en una situación delicada.
—Eso será cuando, por fin, se vayan, mi rey y señor —señalé—, y bien podrían esperar hasta la primavera.
—Eohric no está en condiciones de alimentar tantas bocas —apuntó el ealdorman Etelhelmo—, y habrán de abandonar su reino cuanto antes. Pensad en los quebraderos de cabeza que tenemos para dar de comer a los nuestros.
—¿Acaso pensáis atacar en invierno —pregunté, sin acabar de creerme lo que acababa de oír—, cuando los ríos bajan altos, no para de llover y tenemos que avanzar por campos enfangados?
—¡Dios está de nuestro lado! —aseguró Erkenwald.
Para entonces, hacía tres meses que el ejército no se movía de Lundene, y las reservas de víveres de la ciudad comenzaban a resentirse. Como no se cernía una amenaza visible sobre la ciudad, continuaban llegando suministros para abastecer los silos, pero, para acarrearlos, había que recurrir a un número ingente de carretas, bueyes, caballerías y hombres. Mientras, los soldados languidecían. Algunos achacaban la situación a la tardanza en llegar de los hombres de Cent y, a pesar de haber colgado a uno de los revoltosos, se sucedían los alborotos en los que docenas de hombres perdían la vida. Los soldados del ejército de Eduardo se quejaban de verse en tales condiciones, sin nada mejor que hacer y pasando hambre. Pero la cólera de Erkenwald ante lo que consideraba el quebrantamiento de un juramento sagrado surtió el efecto deseado en el consejo e instó al rey a tomar una determinación. Durante semanas, habíamos tenido a los daneses a nuestra merced y no habíamos hecho nada, pero en cuanto tomaron la decisión de alejarse de Wessex, los miembros del consejo se sintieron envalentonados.
—Iremos tras ellos —anunció Eduardo—, recuperaremos lo que nos han robado y daremos un escarmiento al rey Eohric.
—Si tal es vuestra decisión —dije, mirando a Sigelf—, necesitaremos caballos.
—Ya los tenemos —me recordó Eduardo.
—No todos los hombres de Cent van a caballo —remaché.
Sigelf alzó la cabeza. Me daba la sensación de que era un hombre puntilloso, capaz de ofenderse ante cualquier asomo de crítica por inocente que fuese pero, en aquel caso, sabía que yo llevaba razón. Los daneses iban de un lado a otro a lomos de sus monturas, y un ejército poco ágil, que se acomodase al paso de la infantería, nunca los atraparía ni podría reaccionar con rapidez ante cualquier maniobra inesperada por parte del enemigo. Me dirigió una mirada asesina, pero se contuvo y, sin llegar a decir lo que pensaba, se quedó mirando al rey.
—¿Y si nos prestarais unos cuantos caballos? —dijo a Eduardo—, ¿qué tal las monturas de la guarnición de la ciudad?
—A Weohstan no le hará ninguna gracia —repuso Eduardo, cabizbajo. Nada aprecia tanto un hombre como su caballo, por lo que difícilmente se lo prestaría a cualquiera para ir a la guerra.
Nadie abrió la boca, hasta que, por fin, Sigelf se encogió de hombros y dijo:
—Está bien: que cien de los míos se queden aquí como parte de la guarnición de la ciudad a las órdenes de ese tal, ¿cómo habéis dicho que se llama, Weohstan?, y que a cambio nos preste a cien de sus jinetes.
Tal fue la decisión que se adoptó. La guarnición de Lundene proporcionaría cien jinetes al ejército y los hombres de Sigelf se harían cargo de las tareas de vigilancia en lo alto de la muralla, de modo que, por fin, nos pusimos en marcha y, a la mañana siguiente, el ejército abandonaba Lundene por la Puerta del Obispo y la Puerta Antigua. Seguíamos, pues, las calzadas romanas que, por el norte y el este, salían de la ciudad, aunque no podía decirse que fuéramos en pos de nadie. Los más bregados se desplazaban con rapidez, pero eran muchos más los que se habían llevado carretas, criados e innumerables caballos de refresco, de forma que, con mucha suerte, recorríamos tres millas por hora. En cabeza, con órdenes de no perder de vista al ejército y al frente de la mitad de los soldados de la guardia real, marchaba Steapa, sin dejar de refunfuñar por verse obligado a cabalgar tan despacio. Eduardo me ordenó que me quedase en la retaguardia, pero, desobedeciendo sus órdenes, con Etelfleda y los soldados de Mercia, me fui muy por delante de los hombres de Steapa.
—Pensaba que tu hermano te había dicho que no te movieras de Lundene —le dije.
—No —contestó—. En realidad, me dijo que me fuera a Cirrenceastre.
—¿Y por qué no le haces caso?
—Sí se lo hago —respondió, con una sonrisa—, sólo que no llegó a decirme el camino que debía tomar para llegar allí.
Parecía estar desafiándome.
—Tan sólo mantente viva, mujer —rezongué.
—Como digáis, mi señor —repuso con humildad socarrona.
Envié exploradores muy por delante de nosotros, pero sólo observaron huellas de caballos que nos indicaban el camino que los daneses seguían en su retirada. Nada, pensé para mis adentros, tenía sentido. Los daneses habían reunido un ejército de, casi con toda seguridad, más de cinco mil hombres, habían atravesado Britania de punta a cabo, invadido Wessex y se habían dedicado sólo a saquear, para acabar por retirarse como estaban haciéndolo en aquellos momentos, tras haber llevado a cabo una campaña que, desde su punto de vista al menos, debía de haber sido todo menos provechosa. Los fortines de Alfredo habían cumplido la función que, en su día, se les había encomendado y sus murallas custodiaban gran parte de las riquezas del reino. Pero frustrar las expectativas de los daneses no era lo mismo que derrotarlos.
—¿Por qué no atacarían Wintanceaster? —me preguntó Etelfleda.
—Demasiado bien defendida.
—¿Y se van así como así, por las buenas?
—Demasiados jefes —repuse—. Lo más seguro es que mantuvieran conciliábulos a diario, como nosotros. Cada uno propondría un objetivo diferente, hablarían por los codos y se desgañitarían hasta que, incapaces de tomar una decisión conjunta, llegaron a la conclusión de que más les valía volverse al lugar de donde habían venido.
Lundene se alza cerca de los límites de Anglia Oriental, de modo que, al cabo de dos días de marcha, ya nos habíamos adentrado en tierras del reino de Eohric, y Eduardo permitió que el ejército se tomara la revancha. Las tropas se dispersaron, saquearon haciendas, robaron ganado y quemaron pueblos. Más que avanzar, gateábamos, haciendo saber dónde estábamos gracias a las grandes columnas de humo que salían de los caseríos en llamas. Los daneses no hicieron nada. Se habían retirado mucho más allá de la marca fronteriza y nos limitábamos a ir tras ellos, dejando atrás suaves colinas para desparramarnos por la vasta planicie que era Anglia Oriental, tierras de campos anegados, vastos pantanos, largas acequias canalizadas y ríos perezosos, tierras de cenagales y aves salvajes, de nieblas mañaneras, un perenne lodazal barrido por la lluvia y las cortantes y frías rachas de viento que llegaban del mar. Pocos caminos surcaban aquellos parajes; los senderos eran traicioneros. Una y mil veces, aconsejé a Eduardo que el ejército no se dispersase, pero encontraba un extraño placer en saquear el reino de Eohric y las tropas se desperdigaban cada vez más, mientras mis hombres, realizando tareas propias de exploradores, se las veían y se las deseaban para no perder de vista a los que más se alejaban. Los días se acortaban, las noches ya eran frías y nunca encontrábamos árboles suficientes para alimentar todas las fogatas que necesitábamos, de modo que los nuestros quemaban las vigas y las techumbres de los edificios que saqueaban. Al caer la noche, un reguero de hogueras se extendía a lo largo de una ancha franja de terreno. Pero tampoco los daneses hicieron nada para sacar provecho de tamaña dispersión. Nos adentramos mucho más, hasta los confines de su reino de lodo y agua. Ni rastro de daneses. Dimos un rodeo para no pasar por Grantaceaster y nos dirigimos a Eleg. En los altozanos atisbamos espaciosas y sólidas casas de celebración, con recias techumbres de juncos que ardían y crepitaban con viveza; sus moradores también se habían retirado.
Al cuarto día de marcha, caí en la cuenta de dónde estábamos. Habíamos seguido lo que aún quedaba de una calzada romana que, como una lanzada, atravesaba aquellas tierras llanas. Me adelanté hacia el oeste y atisbé el puente de Eanulfsbirig. Lo habían recompuesto con grandes troncos de madera sin desbastar, apoyados en los pilares romanos de piedra ennegrecida que seguían en pie. Estaba en la ribera occidental del río Use, el mismo sitio donde en su día había tenido que vérmelas con los hombres de Sigurd. El camino que salía del puente llevaba a Huntandon. Me acordé de lo que Ludda me había dicho, que había más altozanos en la otra orilla del río, y allí había sido donde los hombres de Eohric habían tratado de tenderme una emboscada. Me dio la impresión de que el rey de Anglia Oriental pretendía repetir la misma jugada, y envié a Finan y a cincuenta de los míos para que echasen un vistazo por los alrededores del puente. Regresaron a eso de la media tarde.
—Cientos de daneses —me dijo Finan, sin más explicaciones—, más una flota de barcos. Nos están esperando.
—¿Cientos?
—No puedo cruzar el río para contarlos como es debido —añadió—, si quiero seguir con vida. He contado hasta ciento cuarenta y tres embarcaciones.
—Miles de daneses, entonces —repuse.
—Esperando a que lleguemos, así es.
Me dijeron que Eduardo se alojaba en un convento más al sur, y fui a verlo. Con él, estaban el ealdorman Etelhelmo y el ealdorman Sigelf, el obispo Erkenwald y el padre Coenwulf.
Les interrumpí en mitad de la cena y les puse al tanto de lo que pasaba. La noche estaba fría; un viento húmedo azotaba los ventanales del refectorio del convento.
—¿Se disponen a presentar batalla? —me preguntó Eduardo.
—Lo que pretenden, mi señor —le corregí—, es que cometamos la torpeza de plantarles cara nosotros.
Se quedó perplejo al oír mis palabras.
—Ahora que habíamos dado con ellos —acertó a decir.
—Tenemos que acabar con ellos —remachó el obispo Erkenwald.
—Pero da la casualidad de que se encuentran en la otra orilla de un río que no podemos cruzar —les expliqué—, a no ser por un puente que ellos defienden. Si nos decidimos a pasar, de uno en uno, acabarán con todos nosotros hasta que nos rindamos y, luego, nos perseguirán como lobos en pos de un rebaño. Eso es lo que quieren, mi rey y señor. Ellos han elegido el campo de batalla. Necios de nosotros si damos por buena tal decisión.
—Lord Uhtred tiene razón —aseveró el ealdorman Sigelf. Atónito, me quedé sin palabras.
—La tiene —asintió Etelhelmo.
Eduardo ardía en deseos de saber qué íbamos a hacer, pero se dio cuenta a tiempo de que plantear esa pregunta mermaría su autoridad. Lo observé mientras barajaba diversas alternativas y, con satisfacción, escuché cómo se inclinaba por la más acertada.
—Ese puente del que habláis, ¿Eanulfsbirig, decís que se llama el sitio? —preguntó.
—Así es, mi rey y señor.
—¿Podemos utilizarlo?
—Sí, mi rey y señor.
—Si lo cruzamos, ¿podemos echarlo abajo a nuestro paso?
—Eso es lo que yo haría, mi rey y señor, y me dirigiría a Bedanford. Una vez allí, plantaría cara a los daneses. Sólo así tendremos la posibilidad de elegir nosotros el campo de batalla, no ellos.
—Bien pensado —dijo Eduardo, titubeante, echando una mirada al obispo Erkenwald y al padre Coenwulf en busca de aprobación. Ambos asintieron—. Eso será lo que hagamos —añadió Eduardo, con más aplomo.
—Me gustaría formularos una petición —intervino Sigelf, en un tono tan sumiso que me llamó la atención.
—No tenéis más que decirlo —concedió Eduardo, graciosamente.
—Que los míos marchen a retaguardia, mi rey y señor. Si los daneses atacan, que sean nuestros escudos los que reciban el primer envite, que sean los hombres de Cent quienes defiendan al resto del ejército.
Al escuchar semejante ruego, Eduardo se mostró tan sorprendido como complacido.
—Sea —accedió—. Os lo agradezco, lord Sigelf.
Y se enviaron órdenes a las tropas que andaban dispersas para que acudiesen al puente de Eanulfsbirig. Tenían que ponerse en marcha hacia ese lugar al amanecer, al tiempo que los hombres de Cent, a las órdenes de Sigelf, seguirían adelante por la calzada dispuestos a plantar cara a los daneses al sur de Huntandon. Estábamos haciendo lo mismo que ellos habían hecho hasta entonces. Habíamos invadido, destruido y, en ese momento, nos retirábamos, sólo que de forma desordenada.
El amanecer trajo un frío intenso. Una lívida escarcha teñía los campos y una capa de hielo cubría las acequias. Recuerdo aquel día como si fuera hoy: la mitad del cielo, de un azul límpido y resplandeciente; la otra mitad, por el este, cargada de nubes grises. La franja que formaban las nubes, tan recta como la hoja de una espada, daba la impresión de que los dioses hubieran tendido un manto sobre el mundo, partiendo en dos el firmamento. El sol arrancaba reflejos argentinos de aquel borde anubarrado que oscurecía la tierra a su paso, la misma por donde, al oeste, andaban desperdigadas las tropas de Eduardo. Muchos hombres volvían con el botín que habían reunido y trataron de ocupar la calzada romana, por donde ya avanzaban los soldados de Sigelf. Reparé en una carreta estropeada, cargada con una rueda de molino. Un hombre daba voces a sus guerreros para que recompusieran el transporte, al tiempo que azotaba sin piedad a los dos pobres bueyes, que no podían moverse de donde estaban. Iba con Rollo y veintidós de los míos. Cortamos los arreos que ataban los bueyes a la carreta y, con su pesada carga, arrojamos el carromato desbaratado a una acequia.
—¡Esa piedra era mía! —gritó el hombre, enfurecido.
—Y aquí está mi espada —le solté dando un bufido—. Ponte en camino con los tuyos hacia el oeste.
Finan se había llevado a la mayoría de los míos hasta las inmediaciones de Huntandon. Además, pedí a Osferth que, con veinte de los nuestros, acompañase a Etelfleda por la orilla occidental del río. Para mi sorpresa, la hermana del rey me obedeció sin rechistar. Recordaba que Ludda me había dicho que había otro camino de Huntandon a Eanulfsbirig que seguía el contorno del recodo que describía el río en aquel lugar, advertí a Eduardo que no lo perdiese de vista y envié a Merewalh al frente de los hombres de Mercia para que lo vigilasen.
—Los daneses podrían tratar de cortarnos la retirada —expliqué a Eduardo—, podrían enviar barcos río arriba o aparecer por ese camino. Si eso intentasen, por cualquiera de las dos vías, los exploradores de Merewalh no dejarán de avisarnos.
Había asentido con la cabeza. No estaba muy seguro de que entendiera todo lo que le decía, pero estaba tan agradecido por el consejo que le había dado que es muy probable que hubiera hecho el mismo gesto si le hubiera pedido que enviase hombres a vigilar la cara oculta de la luna.
—No puedo estar seguro de si van a intentar cortarnos la retirada —dije al rey—, pero, mientras el ejército cruza el puente, que nadie se mueva de aquel lado, ¡que nadie trate de dirigirse a Bedanford hasta que todos estemos en la otra orilla! Que se dispongan para entrar en combate. Una vez que todos hayan pasado al otro lado del río sin percances, juntos marcharemos hacia Bedanford. Se trata de que el ejército no quede encajonado en el camino.
Deberíamos de haber estado al otro lado del río a eso del mediodía, pero todo era confusión. Algunos soldados se perdieron; otros iban tan cargados con el botín que habían reunido que avanzaban a paso de tortuga; los hombres de Sigelf se enzarzaron con los que venían en sentido contrario. Los daneses deberían haber cruzado el río en ese momento y haberse lanzado al ataque, pero no se movieron de Huntandon, mientras Finan vigilaba sus movimientos desde el sur. Sigelf no llegó a la posición que ocupaba el irlandés hasta bien entrada la tarde, cuando desplegó a los suyos de un lado a otro de la calzada, a una media milla al sur del río. La posición había sido bien elegida. Una hilera de árboles dispersos le permitía ocultar a algunos hombres, que se situaron entre unos maizales, al pie de una acequia rebosante que pasaba por delante. Si los daneses se decidían a cruzar el puente, tendrían tiempo de formar un muro de escudos, pero, si querían plantar cara a las tropas de Sigelf, antes tendrían que salvar la profunda acequia desbordada, tras la que los esperaban los escudos, las espadas, las hachas y las lanzas de los hombres de Cent.
—Es posible que traten de esquivar los juncales dando un rodeo y que traten de atacaros por la retaguardia —advertí a Sigelf.
—No es la primera vez que me veo en una situación así —despotricó.
Me daba igual que se molestase.
—Sólo os digo que, si cruzan el puente, no os quedéis aquí. Batíos en retirada. Si no lo hacen, os enviaré un correo para que regreséis a nuestro lado.
—¿Sois vos quien está al mando? Porque pensaba que era Eduardo —se extrañó.
—Sí, ahora mando yo —le espeté, y se quedó helado.
Su hijo Sigebriht, que había escuchado la conversación, se decidió a acompañarme más al norte para vigilar a los daneses.
—¿Van a atacar, mi señor? —me preguntó.
—No entiendo de qué va esta guerra —repuse—. No entiendo nada de nada. Hace semanas que esos cabrones deberían de haber venido a por nosotros.
—A lo mejor, los hemos asustado —dijo, antes de echarse a reír, lo que no dejó de sorprenderme, aunque lo atribuí a la insensatez de la juventud. Porque era un necio, sí, tan pagado de sí mismo, pero apuesto también. Todavía llevaba los cabellos largos, recogidos con una tira de cuero a la altura de la nuca y, alrededor del cuello, la cinta de seda rosa en la que, aun difuminada, todavía quedaban restos de la mancha de sangre de aquella mañana en Sceaftesburi. Con la tez enrojecida por el frío, un rostro de pómulos salientes y aquella mirada chispeante lucía la misma y costosa cota de malla más que pulida que llevara aquel día, junto con un tahalí tachonado de clavos de oro que resplandecían, en tanto que el pomo de cristal de su espada reposaba en una vaina repujada de dragones que se retorcían, grabados con finísimos hilos de oro—. O sea, que tendrían que habernos atacado entonces —añadió—. ¿Qué habríamos hecho en tal caso?
—Cargar contra ellos en Cracgelad.
—¿Por qué no lo hicimos?
—Porque Eduardo no quería que Lundene cayese en sus manos —le expliqué—, y porque esperaba la llegada de vuestro padre.
—No hay duda de que necesita de nosotros —se jactó Sigebriht, muy ufano.
—Lo que necesitaba era tener la certeza de que Cent estaba de su parte —repliqué.
—¿Acaso no se fía de nosotros? —me preguntó con toda intención.
—¿Debería? —no dudé en responderle—. Apoyasteis a Etelwoldo y enviasteis correos a Sigurd. Por supuesto que no se fiaba de vosotros.
—Me he postrado ante Eduardo, mi señor —repuso con humildad. Me miró a los ojos y continuó—: Admito lo que decís, mi señor, pero los jóvenes son alocados.
—¿Alocados?
—Mi padre siempre dice que los jóvenes tendemos al enajenamiento —guardó silencio un instante—. Quería a Ecgwynn —añadió, melancólico—. ¿Llegasteis a conocerla?
—No.
—Era menuda, mi señor, como un duendecillo, tan hermosa como un amanecer. Su presencia bastaba para enardecer a los hombres.
—¡Tonterías! —comenté.
—Pero eligió a Eduardo —continuó—, y me volví loco.
—¿Se os ha pasado? —me interesé.
—El tiempo todo lo cura —añadió, emocionado—. Es cierto que deja cicatrices, pero ya no soy un necio. Eduardo es el rey, y se ha portado bien conmigo.
—Y hay más mujeres —le recordé.
—Así es, gracias a Dios —repuso, antes de echarse a reír otra vez.
En ese instante, me cayó bien. Nunca me había fiado de él, pero no le faltaba razón en lo de que hay mujeres que nos hacen perder la razón y cometer un sinfín de tonterías, y que el tiempo todo lo cura, aunque siempre queden las cicatrices. Pero, en ese momento, tuvimos que dejar la conversación, porque Finan venía al galope a nuestro encuentro, habíamos llegado a la orilla del río y alcanzábamos a ver a los daneses.
El caudal del Use se ensanchaba en aquel sitio. Poco a poco, las nubes habían cubierto el cielo, no hacía viento, y el río no era sino una enorme superficie gris y plana. Una docena de cisnes se dejaba llevar suavemente por las aguas perezosas. Durante un instante, me pareció que todo en el mundo era silencio, ni siquiera se oía a los daneses, y eso que podían contarse a centenares, por millares, agrupados en derredor de sus pendones relucientes, bajo aquella nube que todo lo oscurecía.
—¿Cuántos? —le pregunté a Finan.
—Demasiados, mi señor.
Su respuesta daba más que cumplida cuenta de lo que veía, porque era imposible hacer un cálculo de cuántos enemigos estarían agazapados en las cabañas de aquella aldea. Otros se dispersaban a lo largo de la orilla del río, a ambos lados del poblado. Llegué a ver el estandarte del cuervo volando de Sigurd que ondeaba en lo más alto del lugar y, en la otra orilla del río, el de Cnut, el pendón del hacha y la cruz astillada. También había sajones entre ellos, puesto que llegué a distinguir el jabalí de Beortsig, desplegado al lado de las cuernas de ciervo de Etelwoldo. Más allá del puente, en la otra orilla, había una flota de barcos daneses, todos muy juntos y amarrados, aunque sólo siete llevaban los mástiles recogidos para pasarlos a este lado del puente, lo que me llevó a pensar que no tenían intención de utilizarlos para ir río arriba hasta Eanulfsbirig.
Ninguno había cruzado el puente que, como tantos otros en su día, habían tendido los romanos. A veces me pregunto si, de no haber sido por la invasión de aquel pueblo, los britanos habríamos llegado a dar con el modo de salvar un río. En la orilla opuesta, por el sur, donde estábamos nosotros a lomos de nuestras monturas, se veían los restos de una villa romana y un puñado de casuchas de techumbres de paja. Habría sido un lugar idóneo para situar una avanzadilla de las tropas danesas. Pero, por alguna razón que se me escapaba, se daban por satisfechos con esperar en la orilla del otro lado, la que daba al norte.
Empezó a llover, una lluvia fina pero persistente, que trajo una ráfaga de aire que rizó el río en el que se mecían los cisnes. El sol ya estaba bajo por el oeste y el cielo seguía despejado, lo que me llevó a pensar que las tierras que se veían al otro lado del río y los escudos relucientes de los daneses parecían emerger de un mundo de sombras grises. A lo lejos, hacia el norte, llegué a ver una columna de humo, lo que me extrañó no poco, porque el incendio tenía lugar en tierras de Eohric y ninguno de los nuestros andaba por aquellos parajes tan alejados. Quizá, pensé para mí, no fuera sino una ilusión creada por las nubes o un incendio fortuito.
—¿Vuestro padre os hace caso? —pregunté a Sigebriht.
—Eso creo, mi señor.
—En ese caso, decidle que le enviaremos un mensajero cuando haya de iniciar la retirada.
—¿Hasta cuándo tendremos que quedarnos ahí?
—Hasta que a los daneses les dé por atacar —contesté—. Y otra cosa más: no perdáis de vista a esos malnacidos —señalé a unos daneses que andaban lejos, al oeste—. Hay un camino que sigue el curso que describe el río en este recodo. Si veis que se deciden a tomarlo, enviadnos recado sin tardanza.
Se quedó pensativo.
—¿Pensáis que podrían tratar de cortarnos la retirada?
—Eso es —confirmé, complacido al comprobar que me había entendido a la primera—. Si nos cierran el paso a Bedanford, habremos de plantarles cara de frente y también desde la retaguardia.
—¿O sea que es allí adónde vamos? ¿A Bedanford? —me preguntó.
—Así es.
—¿Y eso queda al oeste, decís? —insistió.
—Sí, al oeste —repuse—, pero ni se os ocurra ir por vuestra cuenta hasta allí. Al anochecer, volveréis al lado de los nuestros.
Lo que no se me pasó por la cabeza fue decirle que casi todos los míos se mantenían al acecho, a espaldas de las tropas de Cent. El padre de Sigebriht, Sigelf, era un hombre tan orgulloso y de trato tan difícil que, de haber sabido que mis hombres no andaban lejos, no habría dudado en acusarme de no fiarme de él. Lo cierto era que quería saber de primera mano cómo andaban las cosas por Huntandon y, de todos los hombres de que disponía, ninguno con mejor vista que Finan para ese menester.
Dejé a Finan, pues, en la calzada, a media milla al sur de donde estaban apostados los hombres de Sigelf y, con una docena de los míos, volví a Eanulfsbirig. Para cuando llegué, ya había anochecido, pero el desorden aún continuaba. El obispo Erkenwald había vuelto grupas y estaba de nuevo en la calzada, dando órdenes de que dejasen allí las carretas más cargadas y más lentas. Por fin, el ejército estaba al completo en los campos que se extendían al otro lado del río. Si los daneses se decidían a atacarnos, tendrían que cruzar el puente y enfrentarse con todo el ejército, o ponerse en marcha por el tortuoso camino que bordeaba el recodo que describía el río en aquel lugar.
—¿Sigue Merewalh vigilando ese camino, mi rey y señor? —pregunté a Eduardo.
—Así es, y dice que no hay ni rastro del enemigo.
—Bien. ¿Y vuestra hermana?
—Le pedí que se volviera a Bedanford.
—¿Y obedeció?
—Pues sí —me dijo con una sonrisa.
En ese momento, por lo tanto, a excepción de mis hombres y de la retaguardia que estaba a las órdenes de Sigelf, nuestro ejército estaría a salvo al otro lado del río Use antes de que cayera la noche, por lo que envié a Sihtric de nuevo a la calzada para que advirtiera a ambos grupos que se retirasen cuanto antes.
—Diles que lleguen hasta el puente y lo crucen. —Una vez que estuvieran de vuelta, a la vista de que los daneses no parecían dispuestos a atacarnos por los flancos, habríamos eludido el enfrentamiento en el campo de batalla que ellos habían elegido—. Y hazle saber a Finan que deje que los hombres de Sigelf vayan delante —añadí.
Prefería que el guerrero en quien más confiaba estuviera al frente de nuestra auténtica retaguardia.
—Parecéis cansado, lord Uhtred —comentó Eduardo, mirándome con cara de lástima.
—Y lo estoy, mi rey y señor.
—El ealdorman Sigelf y los suyos aún tardarán una hora en regresar a nuestro lado. ¿Por qué no os tomáis un descanso? —me aconsejó.
Me cercioré de que la docena de hombres y caballos que habían venido conmigo se tomasen un respiro y comí un trozo de pan duro y unas judías recalentadas. La lluvia caía con fuerza; el viento del este nos traía un anochecer muy frío. El rey se había instalado en uno de los caseríos que habíamos destruido a medias cuando quemamos el puente, pero sus criados se las compusieron para encontrar un trozo de lona que hiciera las veces de techumbre. Una fogata ardía en el hogar y esparcía el humo por debajo de aquel dosel improvisado. En la pared que quedaba al otro extremo, se apilaba un montón de cajas preciosas de plata, oro y cristal: las reliquias que el rey había llevado consigo para asegurarse el trato de favor de su dios durante la contienda. Unos curas mantenían una discusión acerca de si alguno de aquellos relicarios era el que contenía una astilla del arca de Noé o una uña del dedo gordo del pie de san Patricio. Me desentendí de ellos.
Y me quedé medio dormido, pensando en lo raro que era que todas las personas que habían tenido algo que ver conmigo durante los últimos tres años estuviesen juntas en el mismo lugar, o en las inmediaciones. Sigurd, Beortsig, Eduardo, Cnut, Etelwoldo, Etelfleda, Sigebriht, todos reunidos en aquel frío y húmedo rincón de Anglia Oriental, y pensé que aquello quería decir algo, sin duda. Las tres hilanderas tejían las hebras de nuestras vidas muy apretadas… por algo sería. Traté de descubrir si los hilos seguían alguna pauta, pero no vi nada. No dejé de darle vueltas al asunto hasta que me quedé medio dormido. Me despertó Eduardo, cuando se agachó para entrar por aquella puerta baja. Fuera, sólo oscuridad, negra oscuridad.
—Sigelf dice que no piensa retirarse —comentó, cabizbajo, a los dos curas.
—¿Cómo decís? —preguntó asombrado uno de ellos.
—Que no piensa dar su brazo a torcer —añadió el rey, acercando las manos al fuego—, que no piensa moverse de donde está. Le he ordenado que lo haga, pero ni por ésas.
—¿Qué estáis diciendo? —le pregunté, despejado del todo.
Al verme, se llevó un susto.
—Se trata de Sigelf —me dijo—. No hace caso de lo que le ordenan mis correos. Vos también enviasteis a uno de los vuestros, ¿no es así? Pues yo le he mandado otros cinco, ¡cinco! Y todos me dicen lo mismo: ¡que se niega a emprender la retirada! Alega que es muy de noche y que prefiere esperar al amanecer. Bien sabe Dios que se está jugando la vida de esos hombres. Los daneses se pondrán en pie al alba —emitió un suspiro—. Le acabo de enviar otro correo con órdenes terminantes de que se retire —tomó aire un instante, con gesto de preocupación—. He hecho bien, ¿no os parece? —me preguntó tratando de tranquilizarse.
No dije nada. Guardé silencio porque, por fin, entendía el sentido de las hebras que tejían las tres hilanderas. Entendí el trazado de la labor que entretejía nuestras vidas, igual que entendí, por fin, aquella guerra que superaba todo conocimiento. Debí de hacer una mueca extraña, porque reparé en la cara con que me miraba Eduardo.
—Mi rey y señor —le dije—, ordenad que el ejército vuelva a cruzar el puente y que vayan al encuentro de los hombres de Sigelf. ¿Me habéis entendido?
—¿Pretendéis que…? —comenzó a decir, aturdido.
—¡El ejército al completo! —grité—. ¡Que todos y cada uno de los hombres se dirijan al lugar donde está Sigelf en estos momentos! —le grité, como si fuera uno de mis subordinados, que no mi rey, porque, si no me hacía caso, poco duraría en el trono. Tal vez ya era ya demasiado tarde, pero no tenía tiempo de explicárselo: había que salvar un reino—, ¡poneos en marcha ahora mismo! —rugí—, ¡volved por donde hemos venido e id a donde está Sigelf! ¡Sin tardanza!
Y corrí a buscar mi caballo.
* * *
Conmigo venían doce de mis hombres. Llevamos de las riendas los caballos hasta cruzar el puente y tomamos la calzada rumbo a Huntandon. Era una noche oscura, negra y fría, la lluvia nos daba de cara y no podíamos cabalgar al galope. Recuerdo que no estaba seguro de lo que acababa de hacer. ¿Y si estaba equivocado? Si ése fuera el caso, me disponía a llevar el ejército de Eduardo al campo de batalla que los daneses habían elegido. Los estaba dejando a su suerte en aquel recodo del río, rodeados quizá de daneses por todas partes. Pero me sobrepuse a tanta desazón. Nada había tenido sentido y, de repente, de no ser por aquellos incendios que se veían al norte a lo lejos, todo tenía su razón de ser. Aquella tarde sólo había visto una columna de humo. En ese momento veía tres enormes penachos por encima de unos resplandores rojizos que observaba en las nubes más bajas. ¿Por qué motivo habrían de dedicarse los daneses a prender fuego a caseríos y aldeas del reino de Eohric? Un enigma más, pero de ningún modo mi preocupación más inmediata, porque los incendios quedaban lejos, muy lejos de Huntandon.
Pasó una hora antes de que un centinela nos diera el alto. Era uno de los míos. Nos indicó una arboleda donde podíamos encontrar a Finan y a los demás.
—No me he retirado —me dijo el irlandés—, porque Sigelf no se ha movido de donde está. ¡Sólo Dios sabe qué razones tiene para actuar así!
—¿Os acordáis de aquel día en Hrofeceastre, cuando estuvimos hablando con el obispo Swithwulf? —le pregunté.
—Claro que sí.
—¿Qué estaban cargando en aquellos barcos?
Se produjo un momento de silencio, mientras Finan reflexionaba sobre la pregunta que acababa de hacerle.
—Caballos —respondió, al fin, con voz queda.
—Animales que iban a venderse en Frankia —insistí—. Pero cuando Sigelf se presentó en Lundene dijo que no disponía de caballos para sus hombres.
—Y ahora cuenta con cien de los suyos mezclados con la guarnición de la ciudad.
—Y dispuestos a abrir la puerta a los daneses —añadí—, en cuanto los vean. Porque Sigelf ha jurado lealtad a Etelwoldo, a Sigurd o a quien sea, quienes, a cambio, le han prometido el trono de Cent.
—¡Por todos los santos! —exclamó Finan.
—Y no es que los daneses hayan tardado en tomar una decisión —continué—. Sólo estaban esperando a que Sigelf les prestase juramento de lealtad. Y ahora que lo han conseguido, ese malnacido de Cent no piensa en retirarse porque espera que los daneses lleguen en cualquier momento, si no lo han hecho ya, y como creen que nos dirigiremos al oeste, ellos se abalanzarán hacia el sur, los hombres de Sigelf que forman parte de la guarnición de Lundene les abrirán las puertas y la ciudad caerá en sus manos, mientras nosotros seguimos esperando a esos mierdas en Bedanford.
—¿Y qué vamos a hacer? —me preguntó Finan.
—Impedírselo, claro está.
—¿Y cómo?
—Pasándonos al bando opuesto —contesté.
¿Cómo si no?