Nada quedaba del villorrio. Las casas no eran sino montones humeantes de vigas achicharradas y cenizas; los cuerpos de cuatro perros destripados yacían en mitad de la calle enfangada; el olor a carne quemada se mezclaba con el humo que lo invadía todo. El cadáver hinchado y desnudo de una mujer flotaba en un pilón; encaramados en sus hombros, unos cuervos picoteaban la carne abotagada. La sangre reseca que cubría los surcos de la piedra llana del lavadero parecía negra. Un olmo majestuoso descollaba por encima de las casas, pero las llamas de la techumbre de la iglesia habían chamuscado aquella cara del árbol que miraba al sur, como si lo hubiera alcanzado un rayo: lozana y frondosa era la mitad del follaje; el otro lado, en cambio, estaba ennegrecido, retorcido, quebradizo. Aún ardía lo que quedaba en pie de la iglesia, pero no vimos a nadie con vida que pudiera decirnos dónde estábamos. A lo lejos, una docena de humaredas nos daban a entender que no era aquél el único lugar que habían incendiado.
Tras las huellas de los hombres de Haesten, seguimos cabalgando hacia el este, hasta que vimos que las marcas de los cascos viraban hacia el sur internándose en un sendero más ancho, no por eso menos abrasado y transitado, la senda que habían dejado a su paso centenares, por no decir millares, de caballerías. Las estelas de humo que veíamos en el horizonte nos indicaban que los daneses iban camino al sur, al valle del Temes y el suculento botín que esperaban encontrar más allá, en Wessex.
—Hay cadáveres en el interior de la iglesia —me dijo Osferth, con voz pausada. No se me pasó por alto lo furioso que estaba—. Demasiados, a mi modesto entender. Creo que los encerraron y prendieron fuego a la iglesia con ellos dentro.
—Como si fuera un caserío —dije, acordándome de la casona en llamas de Ragnar el Viejo ardiendo en plena noche y los gritos de la gente que había quedado atrapada en el interior.
—Hay pequeños también —añadió Osferth, cada vez más enojado—. ¡Los cadáveres están tan arrugados que se han quedado del tamaño de niños de teta!
—Sus almas ya están con Dios —intervino Etelfleda, tratando de consolarlo.
—¡No se detienen ante nada! —contestó su hermano mirando al cielo, donde humo y nubes grises se confundían.
Steapa tampoco dejaba de mirar al cielo.
—Van al sur —comentó.
Pensaba en las órdenes que había recibido de regresar a Wessex, preocupado porque yo lo retenía en Mercia mientras las hordas danesas amenazaban su tierra natal.
—Quién sabe si a Lundene —comentó Etelfleda—. Quizá traten de alcanzar la orilla sur del Temes y, desde allí, río abajo, llegar a Lundene.
Estaba pensando lo mismo que yo. Me acordé del lamentable estado en que se encontraba aquella parte de la muralla que, de continuo, acechaban los exploradores de Eohric. Alfredo se había dado cuenta de la importancia de Lundene; por eso, en su día, me ordenó que me apoderase de la ciudad. ¿Habrían llegado los daneses a idéntica conclusión? Quienquiera que tuviera la guarnición de Lundene de su lado dominaba el Temes, el río que se adentraba en el corazón de Mercia y de Wessex. Eran tantas las mercancías que pasaban por Lundene, tantos los caminos que allí llevaban, que quienquiera que se erigiera en amo y señor de la ciudad tenía en sus manos la llave que abría las puertas del sur de Britania. Volví los ojos al sur, y reparé en las enormes humaredas que por allí se alzaban. Estaba casi seguro de que, como mucho, sólo habría pasado un día desde que un ejército danés se dejara ver por aquellos contornos. Pero ¿era el único ejército con que contaban? ¿Habría otro asediando Lundene? ¿Se habrían apoderado de la ciudad? Estuve tentado de dirigirme de inmediato a Lundene para cerciorarme de que estaba bien defendida, pero eso me obligaría a apartarme del rastro de fuego que, a su paso, dejaba el gran ejército.
A la espera de una respuesta, Etelfleda no dejaba de mirarme. Sin embargo, yo callaba. En mitad de aquel villorrio calcinado, en tanto que los míos daban de beber a los caballos en el pilón donde flotaba el cadáver hinchado de aquella mujer, seis de nosotros seguíamos a lomos de nuestras monturas. Etelfleda, Steapa, Finan, Merewahl y Osferth no me quitaban los ojos de encima, mientras yo trataba de adivinar las intenciones de quienquiera que estuviese al frente de los daneses. ¿Quién sería? ¿Cnut, Sigurd, Eohric? Ni siquiera sabíamos eso.
—Seguiremos el rastro que van dejando los daneses —decidí al cabo, indicando con un ademán el humo que se veía en el cielo por el sur.
—Debo volver al lado de mi señor —advirtió Merewalh, cabizbajo.
Etelfleda esbozó una sonrisa.
—Permitidme que os diga lo que va a hacer mi esposo —se encaró con él, utilizando aquel apelativo con un desprecio tan áspero como el olor acre que nos llegaba de la iglesia que seguía ardiendo—. Reunirá a los suyos en Gleawecestre —continuó—, igual que la última vez que nos invadieron los daneses —advirtió en el rostro de Merewalh la lucha interna que libraba. Era un buen hombre y, como todos los de ese talante, no quería faltar al juramento que había prestado, que no era otro que el de estar al lado de su señor, pero al mismo tiempo sabía que era cierto lo que decía Etelfleda, quien, erguida en la silla, añadió—: Mi marido —sin asomo de desdén en esta ocasión— me ha autorizado a impartir órdenes a cualquiera de los suyos con quienes me cruzase por el camino. Os ordeno, pues, que sigáis a mi lado.
Merewalh se percató de que mentía. Se la quedó mirando un instante y, por fin, asintió.
—Como digáis, señora.
—¿Qué vamos a hacer con los muertos? —preguntó Osferth, sin apartar los ojos de la iglesia.
Etelfleda se inclinó hacia él y, con suavidad, dejó caer una mano en el brazo de su hermanastro.
—Deja que los muertos entierren a sus muertos —le pidió.
Osferth sabía que no teníamos tiempo para darles una sepultura cristiana, y que allí los dejaríamos. Pero, aguijado por la ira, se bajó del caballo y se fue andando hasta la iglesia humeante, donde todavía alguna que otra débil llama asomaba entre las vigas carbonizadas. Arrancó dos tablones de madera de lo que aún quedaba en pie de la iglesia, uno de unos cinco pies de largo, mucho más corto el otro, y rebuscó entre los restos de los caseríos calcinados hasta que dio con un trozo de cuero, un cinturón quizá, que utilizó para ensamblar los dos trozos de madera y pergeñar una cruz.
—Con vuestro permiso, mi señor —solicitó—, quiero mi propio estandarte.
—El hijo de un rey ha de tener una enseña —respondí.
Clavó con fuerza el extremo de la cruz en el suelo y ésta dejó caer ceniza. Los brazos se tambalearon y el conjunto se torció a un lado. De no haber estado él tan encolerizado, la situación hubiera tenido alguna gracia.
—Esta es mi bandera —decidió, y ordenó a su criado, un sordomudo que atendía por el nombre de Hwit, que cargase con la cruz.
Seguimos, pues, las huellas de los cascos de aquellas caballerías que iban al sur. Vimos otros pueblos que habían incendiado, dejamos atrás una enorme hacienda de la que sólo quedaban cenizas y vigas ennegrecidas; el ganado mugía de forma lastimera por falta de alguien que lo ordeñase. Si los daneses se habían desentendido de aquellas vacas, supuse que ya habrían reunido una enorme manada difícil de manejar, igual que se habrían cargado de mujeres y niños destinados a los mercados de esclavos, y que no daban abasto. El ejército fulgurante y aterrador de saqueadores despiadados a lomos de espléndidas monturas se había convertido en una lenta comitiva de prisioneros, carretas rebosantes, rebaños y ganado. Seguirían adelante haciendo de las suyas, pero cada incursión concluiría con un nuevo botín que entorpecería aún más la marcha del ejército principal.
Habían pasado al otro lado del Temes. Lo descubrimos al día siguiente, cuando llegamos a Cracgelad, donde, en su día, había acabado con Aldelmo, mano derecha de Etelredo. La pequeña localidad se había convertido en una ciudadela de murallas de piedra, no de tierra y madera. Las defensas habían sido idea de Etelfleda, quien había ordenado que se erigieran, no sólo porque la aldea se alzara sobre un vado que facilitaba el paso al otro lado del Temes, sino porque, guiada según ella por la mano de una santa muerta, allí había presenciado un pequeño milagro. De modo que Cracgelad se había convertido en una fortaleza formidable, con un foso inundado que rodeaba la muralla de piedra. Nada me extrañó, pues, que los daneses hubieran dejado de lado la guarnición y se hubieran dirigido a la calzada que, entre juncales, de la orilla norte del Temes llevaba al puente romano, recompuesto en la misma época en que se habían levantado los muros de Cracgelad. Seguimos sus pasos, refrenamos nuestras monturas en la ribera norte del río y observamos el cielo enrojecido que se cernía sobre Wessex. Estaban saqueando el reino de Eduardo.
Aunque había sido a instancias de Etelfleda que la localidad de Cracgelad se había convertido en un fortín, en la puerta sur de la ciudad aún ondeaba el estandarte del caballo blanco de su marido en lugar de la enseña del ganso asiendo la cruz. Una docena de hombres salieron por la puerta y vinieron a nuestro encuentro. Entre ellos, había un cura, el padre Kynhelm, quien fue el primero en ponernos al tanto de lo que en realidad estaba pasando. Según él, Etelwoldo se había unido a los daneses.
—Se acercó a las puertas, mi señor, y nos exigió que nos rindiésemos.
—¿Estáis seguro de que era él?
—Nunca lo he visto en persona, mi señor, pero dijo ser quien era, y creo que no mentía. Los hombres que venían con él eran sajones.
—¿Ningún danés?
El padre Kynhelm negó con la cabeza.
—Aunque llegamos a verlos, los daneses ni se acercaron. Pero me atrevería a decir que los hombres que llegaron hasta las puertas eran sajones. A voz en grito, muchos nos conminaban a rendirnos. Conté hasta doscientos veinte.
—Había también una mujer —añadió uno de los hombres.
Pasé por alto el comentario.
—¿Cuántos daneses? —pregunté al cura.
Se encogió de hombros.
—Cientos, mi señor. Ennegrecían los campos.
—El estandarte de Etelwoldo —le dije— es un ciervo con dos cruces a modo de cuernas. ¿Fue el único que llegasteis a ver?
—Había otro con una cruz negra, mi señor, y otro más que lucía un jabalí.
—¿Un jabalí? —me extrañé.
—Y con buenos colmillos, mi señor.
De modo que Beortsig se había unido a sus amos, lo que quería decir que, en parte al menos, el ejército que saqueaba Wessex era sajón.
—¿Qué dijisteis a Etelwoldo? —pregunté al padre Kynhelm.
—Que estábamos a las órdenes de lord Etelredo.
—¿Sabéis algo de él?
—No, mi señor.
—¿Cómo andáis de provisiones?
—Suficientes para pasar el invierno. La cosecha de este año fue buena, gracias a Dios.
—¿De cuántos hombres disponéis?
—Los hombres del fyrd, y veintidós soldados.
—¿Cuántos hombres componen el fyrd?
—Cuatrocientos veinte, mi señor.
—Que no se muevan de aquí —le ordené—. Seguramente, los daneses no tardarán en volver.
En su lecho de muerte, había dicho a Alfredo que, al contrario que ellos, habíamos aprendido a vérnoslas con los hombres del norte, y seguía pensando lo mismo. A excepción de lanzar sin entusiasmo unas cuantas advertencias para que la ciudadela se rindiese, ni siquiera habían intentado apoderarse de Cracgelad. Y si miles de daneses no eran capaces de tomar un pequeño fortín, por formidables que fuesen sus murallas, pocas posibilidades tenían de hacer frente a guarniciones mucho más numerosas, y si no podían apoderarse de tales fortalezas y acabar con las tropas de Eduardo que las defendían, no les quedaría otra que emprender la retirada.
—¿Qué estandartes daneses visteis? —seguí interrogando al padre Kynhelm.
—No llegué a distinguir ninguno con claridad, mi señor.
—¿Cómo es la enseña de Eohric? —pregunté en voz alta a cuantos pudieran oírme.
—Un león y una cruz —dijo Osferth.
—¡Sea lo que sea eso! —repuse. Lo único que me interesaba era saber si Anglia Oriental, el reino de Eohric, se había unido a las hordas danesas, pero el padre Kynhelm no supo aclarármelo.
A la mañana siguiente volvió a llover. Veíamos las gotas que iban a parar al Temes más abajo de las murallas del fortín. Las nubes bajas nos impedían discernir con claridad las humaredas, pero me dio la impresión de que los incendios no se producían demasiado lejos de la orilla sur del río. Etelfleda se acercó al convento de Santa Werburga para rezar. Osferth encontró un carpintero que, clavando las tablas como es debido, hizo una cruz en condiciones. Mientras, llamé a dos de los hombres de Merewalh y a dos de los soldados de Steapa. A los de Mercia, les dije que fueran a Gleawecestre y llevaran un mensaje a Etelredo. Como sabía que si sospechaba que iban de mi parte no les haría caso, les ordené que le dijeran que el rey Eduardo reclamaba la presencia de las tropas, de todas sus tropas, en Cracgelad. El gran ejército danés, les expliqué, había cruzado el Temes en aquel lugar y estaba casi convencido de que, cuando se retirasen, lo harían por el mismo camino. Siempre quedaba la posibilidad, como bien cabe pensar, de que diesen con otro vado o con otro puente, pero, por lo general, los hombres tenemos la costumbre de recurrir a caminos y sendas conocidos. Si Mercia reunía su ejército en la orilla norte del río Temes y, por el sur, aparecía Eduardo al frente de las tropas sajonas, tendríamos a los daneses en nuestras manos. Los hombres de Steapa llevaron el mismo mensaje a Eduardo, sólo que en esta ocasión les pedí que le dijeran que era yo su autor, al tiempo que le recomendaba que, si los daneses se retiraban, reuniera a su ejército y fuera tras ellos, pero que no atacase hasta que se dispusiesen a cruzar el Temes.
Alrededor de media mañana, di la orden de que ensillaran los caballos y que todo el mundo estuviera preparado para ponerse en marcha, aunque no dije adónde íbamos. En el momento en que nos disponíamos a partir, de Lundene, llegaron dos correos del obispo Erkenwald.
Nunca me cayó bien Erkenwald. En cuanto a Etelfleda, no podía ni verlo desde que, en cierta ocasión, durante un sermón sobre el adulterio, el obispo no le quitara los ojos de encima a lo largo de la plática. Pero el obispo sabía cuál era su obligación. Había enviado mensajeros a todas las calzadas romanas que salían de Lundene con órdenes de llevar el aviso a todos los soldados de Mercia o de Wessex que encontrasen.
—Nos encareció que tratáramos de dar con vos, mi señor —dijo uno de los correos. Era uno de los hombres de Weohstan; por él supimos que los daneses estaban a los pies de las murallas de Lundene, pero que no eran demasiados—. Si los amenazamos, se retirarán, mi señor.
—¿De quién reciben órdenes?
—Son tropas del rey Eohric, mi señor. También hay algunos soldados que se agrupan bajo el estandarte de Sigurd.
De modo que Eohric había acabado por unirse a los daneses, y no a los cristianos. Los mensajeros de Erkenwald me hicieron saber que, al parecer, los daneses se habían concentrado en Eoferwic y, de allí, habían pasado en barco a Anglia Oriental. En tanto que, con ardides, a mí me habían arrastrado a Ceaster, el imponente ejército danés, con los refuerzos de los soldados de Eohric, había cruzado el río Use y había emprendido su senda de fuego y muerte.
—¿A qué se dedican los hombres de Eohric que acechan Lundene? —les pregunté.
—Se limitan a observar, mi señor. No son suficientes para intentar un asalto.
—Pero sí para que las tropas por fuerza hayan de permanecer tras los muros de la ciudad. A ver, ¿qué se le ofrece al obispo Erkenwald?
—Confiaba en que pudierais ir a Lundene, mi señor.
—Decidle que mejor sería que tuviera a bien enviarme la mitad de los hombres de Weohstan.
A mi entender, la petición del obispo Erkenwald carecía de sentido. Estaba casi seguro, por otra parte, de que el obispo la habría formulado como una orden tajante que los mensajeros habían tratado de suavizar y presentarme como una invitación. Es verdad que Lundene necesitaba de alguien que velase por la ciudad, pero el ejército que la amenazaba estaba allí, al sur del Temes y, si queríamos detenerlo, teníamos que actuar con rapidez. Por si fuera poco, estaba convencido de que el único propósito de las tropas enemigas que se habían aproximado a la ciudad no era otro que el de evitar que la nutrida guarnición que la defendía abandonase Lundene y plantase cara al poderoso ejército danés. Me imaginaba que sus hordas seguirían incendiando y devastando todo a su paso, pero también de que llegaría el momento en que nos les quedaría más remedio que sitiar un fortín o enfrentarse en campo abierto con un ejército de sajones. En aquel momento, me parecía más importante saber dónde andaban y qué se proponían que llevar nuestras fuerzas a la lejana Lundene. Si queríamos derrotar a los daneses, habría de ser en campo abierto, donde no hay forma de eludir los horrores de un muro de escudos. Los fortines nos ayudarían a ganar tiempo hasta derrotarlos, pero sólo en el combate cuerpo a cuerpo alcanzaríamos la victoria, y mi idea era obligarlos a presentar batalla cuando se dispusieran a volver a la orilla norte del Temes. Lo único que tenía claro era que de nosotros dependía la elección del lugar, y Cracgelad, con el río, la calzada y el puente, era un lugar tan bueno como cualquier otro, tanto como el puente de Fearnhamme, donde habíamos diezmado el ejército de Harald el Pelirrojo, tras caer sobre ellos cuando sólo la mitad de sus tropas había llegado a cruzar el río.
Proporcioné caballos de refresco a los mensajeros de Erkenwald y los envié de vuelta a Lundene, aunque sin muchas esperanzas de que el obispo enviase los refuerzos que solicitaba, a no ser que recibiera una orden explícita de Eduardo. Llevé, pues, a los hombres al otro lado del río. Merewalh decidió quedarse en Cracgelad, y le pedí a Etelfleda que se quedara con él. Ella hizo caso omiso y allí estaba cabalgando, a mi lado.
—La guerra no es asunto de mujeres —refunfuñé.
—¿Qué sería, según vos, lord Uhtred, asunto de mujeres? —se interesó con amabilidad no carente de socarronería—. ¡Aclarádmelo, os lo ruego, decídmelo!
Reflexioné un momento por si la pregunta encerraba algún doble sentido, porque eso me había parecido, pero no llegué a descubrirlo.
—Obligación de las mujeres es velar por su hogar —repuse, muy estirado.
—¿Os referís a cosas como limpiar, barrer, hilar, cocinar?
—Eso es. Siempre hay que estar encima de los criados.
—Además de educar a los niños, claro.
—Eso también —asentí.
—En otras palabras —replicó con aspereza—, que las mujeres han de hacer todo aquello que los hombres no saben hacer. Como tengo la impresión de que también se les ha olvidado lo que es luchar, pensé que había llegado el momento de ponerme a ello.
Me dedicó una sonrisa de oreja a oreja, antes de echarse a reír a carcajadas al observar que fruncía el ceño.
Lo cierto es que estaba encantado de que viniese con nosotros, no sólo por tenerla a mi lado, sino porque su presencia infundía entusiasmo a los hombres. Sus súbditos de Mercia la adoraban. Poco les importaba que fuera sajona del oeste; su madre había nacido en Mercia y Etelfleda se había identificado con aquellas tierras como una más. Sus larguezas eran de sobra conocidas. Apenas si había un solo convento de aquellos parajes que, cuando de atender a viudas y huérfanos se trataba, no dependiera de los ingresos que recibían de las inmensas propiedades que la hija de Alfredo había heredado.
Tras haber cruzado el Temes, pisábamos tierras de Wessex. Una senda acribillada de huellas de cascos nos permitió hacernos una idea de la ruta que, camino del sur, seguía tan colosal ejército. Las primeras aldeas por las que pasamos, y que habían sido incendiadas, no eran sino montones de cenizas que la lluvia de la noche anterior había convertido en fango grisáceo. No sin advertirles de que las columnas de humo que se veían en el cielo estaban mucho más cerca de lo que pensábamos, envié a Finan con cincuenta de los míos por delante para que tanteasen el terreno.
—¿Qué se te había pasado por la cabeza? —me preguntó Etelfleda.
—Que los daneses iban derechos a Wintanceaster —contesté.
—¿Dispuestos a atacar la ciudad?
—Todo podría ser —añadí—, o saquear los alrededores con la esperanza de que Eduardo dejase atrás sus muros y les plantase cara.
—Si es que está allí —apuntó con un asomo de duda.
En lugar de atacar Wintanceaster, los daneses parecían empeñados en esquilmar las tierras de la ribera sur del Temes, suelos fértiles donde se alzaban prósperas haciendas y pueblos florecientes. Gran parte de esa riqueza ya estaba a buen recaudo en los fortines más próximos.
—Tendrán que poner sitio a una ciudadela o marcharse —comenté—, y, hasta donde se me alcanza, carecen de la paciencia necesaria para intentar un asedio.
—Entonces, ¿a qué han venido?
Me encogí de hombros.
—Quizá Etelwoldo pensara que el pueblo se pondría de su parte. Quizá confiaban en que, al frente de un ejército, Eduardo les plantase cara y que podrían derrotarlo.
—¿Lo hará?
—No, al menos hasta que lo reúna —dije, con la esperanza de estar en lo cierto—. Ahora mismo, a cuestas con los prisioneros y el botín que han conseguido, los daneses avanzan despacio. Tendrán que enviar parte del fruto de sus correrías a Anglia Oriental.
Tal había sido la maniobra de Haesten cuando había devastado Mercia. Sus hombres se desplegaban con rapidez, pero disponía también de cuadrillas que se encargaban de custodiar tanto esclavos cautivos como caballerías cargadas hasta Beamfleot. Si estaba en lo cierto, los daneses enviarían a unos cuantos hombres de vuelta por el mismo camino por el que habían llegado. Por eso me había dirigido al sur, con la esperanza de caer sobre una de esas partidas que se disponían a llevarse el botín a Anglia Oriental.
—Lo más sensato sería no volver por el mismo camino —apuntó Etelfleda.
—Para eso, tendrían que conocer el terreno. Desde su punto de vista, es mucho más fácil seguir las huellas que los lleven de vuelta a casa.
No tuvimos que alejarnos mucho del puente, porque los daneses andaban más cerca de lo que pensábamos, demasiado incluso. Al cabo de una hora, Finan ya estaba de vuelta y me había puesto al tanto de la presencia de grandes grupos de daneses en los campos de las inmediaciones. El terreno se alzaba suavemente hacia el sur; a lo lejos, veíamos las humaredas de incendios devastadores. Otros eran quienes llevaban cautivos, ganado y botín a los pies de la pendiente.
—Un poco más adelante —me dijo Finan—, hay un pueblo o, mejor dicho, lo que queda de él, donde llevan el botín. No habrá más de trescientos de esos malnacidos.
No acababa de entender que los daneses no hubiesen dejado un retén de vigilancia en el puente de Cracgelad. La única explicación que se me ocurrió fue que no temían un ataque desde Mercia. Al este y al oeste, había enviado exploradores por la orilla del río; ninguno había observado movimiento de daneses por aquellos parajes. Daba la impresión de que estaban volcados en el pillaje y que no les preocupaba la idea de un ataque desde la otra orilla del Temes. O eran poco precavidos, o se trataba de una trampa muy bien pensada.
Éramos casi seiscientos hombres, de modo que, si es que se trataba de una trampa, no les iba a resultar fácil acabar con nosotros, y pensé que también yo podía tenderles una. Estaba empezando a darme cuenta de que, fiándolo todo al aplastante número de sus fuerzas, los daneses estaban siendo descuidados; nosotros, en cambio, nos movíamos a sus espaldas y disponíamos de una vía segura caso de que hubiéramos de escapar. No podía pasar por alto la ocasión que se nos presentaba.
—¿Podríamos ocultarnos entre esos árboles? —pregunté a Finan, en tanto señalaba una espesa arboleda que se veía al sur.
—Y hasta un millar de hombres, si os lo propusierais —me contestó.
—Nos agazaparemos entre los árboles —le ordené—. Os pondréis al frente de los nuestros —dije refiriéndome a los hombres que me habían jurado fidelidad— y caeréis sobre esos cabrones. Luego, arregláoslas para atraerlos hacia aquí.
Era una emboscada sencilla, tanto que no estaba seguro de que fuera a salir bien, pero aquélla era sin duda una guerra que, sin duda, superaba toda comprensión. En primer lugar, se había iniciado tres años más tarde de lo que había pensado; después, tras hacerme perder el tiempo llevándome a Ceaster, los daneses parecían haberse olvidado de mí.
—Demasiados jefes —me comentó Etelfleda, mientras llevábamos nuestros caballos al sur, a la calzada romana que salía del puente— y todos hombres, o sea que ninguno dará su brazo a torcer y andarán a la greña.
—Pues que sigan así —contesté.
Una vez que llegamos a los árboles, nos desplegamos. Etelfleda y los suyos se dispersaron por el lado derecho. Mandé a Osferth que no se apartara de ella. Los hombres de Steapa se diseminaron por el otro lado; yo me quedé en el centro. Eché el pie a tierra, dejé las riendas en manos de Oswi y, con Finan, me fui hasta el lindero sur del bosque. Nuestra presencia bastó para que una bandada de palomas echase a volar con estrépito por encima de los árboles, pero los daneses ni lo advirtieron siquiera. Los más cercanos vigilaban un singular rebaño de ovejas y cabras. Estarían a unos doscientos o trescientos pasos de nosotros. Más allá, una granja, donde vimos un montón de gente.
—Prisioneros —me aclaró Finan—: mujeres y niños.
Pero también daneses, como indicaba la presencia de un buen número de caballos ensillados en un recinto cerrado. No era fácil contarlos, pero habría no menos de un centenar. En la hacienda, un pequeño caserío se erguía junto a un par de graneros recién recubiertos, cuyas techumbres resplandecían al sol. Más allá, en los campos, más daneses. Imaginé que estaban apriscando el ganado.
—Creo que lo mejor sería que os acercarais a la casona, que acabarais con todos los que podáis, que me traigáis un prisionero y que os llevéis los caballos.
—Ya iba siendo hora de que empezáramos a luchar —comentó Finan, con ganas de pelea.
—Ponedlos a nuestro alcance, que ya nos encargaremos de que no salga con vida ni uno de esos hijos de su madre —ya se disponía a hacer lo que le había dicho, cuando lo retuve, sujetándole un brazo envuelto en una cota de malla y, sin dejar de mirar al sur, le pregunté—: ¿No será una emboscada, verdad?
Finan se volvió hacia donde yo miraba.
—Han llegado hasta aquí sin mover un dedo —repuso—, y están convencidos de que nadie se atreve a hacerles frente.
Me sentía decepcionado. Si las fuerzas de Mercia se hubieran presentado en Cracgelad y, desde el sur, Eduardo hubiera llegado con los hombres de Wessex, podríamos haber aplastado a aquel enemigo tan imprudente, pero, hasta donde yo sabía, éramos los únicos soldados sajones que andaban cerca de los daneses.
—Quiero que hagáis lo que sea con tal de que no se muevan de donde están.
—¿Pretendéis dejarlos aquí?
—Eso es, cerca del puente, hasta que el rey Eduardo llegue con los suyos y acabe con ellos —disponíamos de hombres para defender el puente contra cualquier ataque que los daneses pudieran intentar. Ni siquiera nos hacían falta las tropas de Etelredo para que la emboscada saliera a pedir de boca. En consecuencia, aquél era el campo de batalla que había ido buscando—. ¡Sihtric!
La elección de aquel lugar como campo de batalla para acabar de una vez con los daneses me pareció tan evidente, tan tentadora, tan al alcance de la mano, que ni siquiera pude esperar a saber qué opinión merecería a Eduardo.
—Siento que vayas a perderte la pelea —le dije—, pero se trata de un asunto de la mayor importancia —con tres de los míos, le pedí que se dirigiese al oeste y, luego, al sur, tras los pasos de los primeros correos que había enviado, que le explicase al rey dónde estaban los daneses y cómo podíamos derrotarlos—. Dile que el enemigo sólo aguarda a que nos decidamos a acabar con ellos. Dile que ésta puede ser su primera victoria sonada, una de esas que los poetas recordarán durante generaciones, pero, por encima de todo, ¡dile que se dé prisa! —esperé a que Sihtric se pusiese en camino. Luego, me volví a observar a los daneses—. Traed tantos caballos como podáis —ordené a Finan.
Ocultándose entre los bosques que quedaban a la derecha de la calzada, el irlandés se llevó a parte de los nuestros en dirección sur, mientras, al frente de los que quedaban, me dirigí al lugar que habíamos pensado. Agachando la cabeza para evitar las ramas más bajas, fui a ver cómo estaban los demás, advirtiéndoles de paso que no sólo debían acabar con nuestros adversarios, sino dejarlos malheridos. El transporte de heridos retrasa la marcha de un ejército. Si Sigurd, Cnut y Eohric habían de cargar con hombres maltrechos, no podrían cabalgar tan rápida y despreocupadamente como pretendían. Mi intención no era otra que retrasar el avance de aquel ejército, que los daneses cayeran en la trampa y que no se movieran de donde estaban hasta que, por el sur, llegaran fuerzas sajonas dispuestas a acabar con ellos.
Observé unos pájaros que echaron a volar por encima de los árboles entre los que marchaba Finan al frente de los míos. Si llegaron a verlos siquiera, los daneses ni se dieron por enterados. Me quedé junto a Etelfleda y, cuando menos me lo esperaba, sentí una especie de cosquilleo. Los daneses habían mordido el anzuelo. No lo sabían, pero no tenían nada que hacer. El sermón que en su día pronunciara el obispo Erkenwald estaba cargado de razón y sí, la guerra era un asunto espantoso, pero también algo de lo que disfrutar, y nada tan gratificante como obligar al adversario a pasar por el aro. Nuestros enemigos estaban donde yo quería, y allí dejarían la vida. Recuerdo que me eché a reír a carcajadas. Sorprendida, Etelfleda se me quedó mirando.
—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —me preguntó, pero no tuve tiempo de responderle porque, en aquel instante, los hombres de Finan salieron a campo abierto.
Aparecieron por el este, cabalgando al galope. Al verlos, durante un instante, los daneses se quedaron sin saber qué hacer. Los terrones de tierra volaban por el aire al paso de los míos. Contemplé los destellos de las espadas, libres por fin de las vainas. Vi cómo los daneses echaban a correr hacia el caserío y que los hombres de Finan seguían adelante sin compasión, confundiéndose con ellos, pisoteándolos, jinetes que derribaban a quienes trataban de huir, espadas que se les venían encima. Una pincelada de sangre tiñó el día: hombres ensangrentados y amedrentados que se iban al suelo, mientras Finan no cejaba y se los llevaba por delante, camino del recinto donde habían dejado amarradas sus monturas.
Escuché el bramido de un cuerno. Algunos hombres trataban de llegar al caserío; otros se abalanzaban en busca de sus escudos, pero Finan seguía adelante. Una recia valla cerraba el acceso al corral; Cerdic se inclinó y la echó a un lado. Al ver que nada les impedía salir, los caballos se abalanzaron por aquel hueco y siguieron a los míos. Al oír el aviso del cuerno, unos cuantos daneses que andaban por el sur volvieron grupas y se pusieron al galope, mientras Finan dirigía aquella estampida de caballos sin jinete a los árboles donde estábamos agazapados. A su paso, el camino por el que venía quedaba sembrado de cuerpos tendidos en el suelo. Conté no menos de veintitrés, si bien no todos estaban muertos. Algunos sólo estaban malheridos, retorcidos de dolor, mientras la sangre que perdían empapaba la hierba. Espantadas, las ovejas iban de un lado para otro como locas. Tras la primera, el penetrante bramido de una segunda llamada de cuerno vino a rasgar el aire de la tarde. Los daneses se reagrupaban, pero todavía no se habían percatado de que estábamos entre los árboles. Al ver cómo una manada de sus monturas se dirigía al norte, debieron de imaginarse que Finan y los suyos eran hombres de la guarnición de Cracgelad, que se llevaban los caballos al otro lado del Temes para ponerlos a buen recaudo tras las murallas del fortín. Unos cuantos fueron tras ellos, picando espuelas mientras Finan se esfumaba entre los árboles. Me hice con Hálito-de-serpiente. Cuando oyó el siseo de la hoja que se deslizaba por la garganta revestida de piel de oveja de la vaina, el caballo que montaba estiró las orejas hacia atrás y comenzó a temblar y a patear el suelo con las pezuñas. Se llamaba Broga. Nervioso al escuchar el estruendo de otros caballos al galope que avanzaban entre los árboles, empezó a relinchar, aflojé las riendas y salió como una exhalación.
—¡Matad y herid! —grité—. ¡Matad y herid!
Broga, un nombre que quería decir «terror», dio un salto adelante. A lo largo de la linde del bosque, comenzaron a aparecer hombres blandiendo espadas refulgentes. Sin dejar de gritar, cargamos contra los daneses que llegaban en desorden, y el mundo no fue sino un formidable retumbar de cascos de caballerías.
Tratando de huir de allí, la mayoría de los daneses volvieron grupas de inmediato. Los más sensatos, sin embargo, al darse cuenta de que la única posibilidad que tenían de salir con vida era ir a por nosotros y escapar una vez que nos hubiesen dejado atrás, mantuvieron la carga. Con Hálito-de-serpiente en la mano, me dirigí al encuentro de un hombre a lomos de un caballo de color gris. Llegué a ver cómo me amenazaba con la espada, pero uno de los hombres de Etelfleda se me adelantó y lo alanceó. Se retorció en la silla, y la espada se le fue de la mano. Seguí adelante y fui a por otro que trataba de huir a todo correr. Le acerté con Hálito-de-serpiente entre los hombros, alcé la hoja y le asesté un tajo en la nuca. Vi cómo se tambaleaba, y me lancé en pos de otro que también trataba de escapar a toda velocidad, le abrí la cabeza y, de repente, sus largos cabellos se tiñeron de sangre.
Desprovistos de montura, los daneses que estaban cerca del caserío, cuarenta o cincuenta en total, con los escudos redondos muy juntos, formaron un muro de escudos, dispuestos a plantarnos cara. Pero Finan ya estaba de vuelta, junto con sus hombres, y embestían sin compasión por el camino, dejándolo sembrado de cadáveres a su paso, hasta colocarse por detrás del muro de escudos. Lanzó su grito de guerra irlandés, palabras que ninguno entendíamos, pero que, cuando las oíamos, hacían que se nos helara la sangre en las venas. Al ver que los atacaban hombres a caballo por delante y por detrás, los hombres que formaban el muro de escudos huyeron a la desbandada. Los prisioneros, todos mujeres y niños, estaban encogidos en la explanada, y a voces les dije que se dirigieran al norte, hacia el río.
—¡En marcha, no os quedéis aquí!
Mientras, Broga se había abalanzado sobre dos hombres. Uno trató de propinarle un tajo en la boca, pero el caballo estaba bien enseñado: se encabritó, le dio de lleno con las pezuñas y el hombre se alejó dando tumbos. No me aparté de él, y esperé hasta que se fue al suelo, antes de descargar un tajo con todas mis fuerzas sobre la cabeza del otro, traspasándole el yelmo y el cráneo. Oí un grito; me volví y reparé en que Broga le había dado un buen mordisco en la cara al primero. Piqué espuelas. Los perros aullaban, los niños gritaban, y Hálito-de-serpiente, metida en faena. Tambaleándose, con los cabellos en desorden y la cara manchada de sangre, una mujer desnuda salió del caserío.
—¡Echa a correr por ahí! —le grité, señalando al norte con mi espada ensangrentada.
—¡Mis hijos!
—¡Recógelos y vete!
Espada en mano, un danés se asomó a la puerta del caserío. Horrorizado, echó un vistazo a su alrededor y se dispuso a volver al interior. Pero Rypere, que lo había visto, galopó hasta llegar a su altura, lo agarró por sus largos cabellos y, a rastras, lo obligó a salir. Dos lanzas le traspasaron la barriga; uno de los caballos lo pateó. Ensangrentado y lanzando gemidos, se retorcía de dolor. Allí lo dejamos.
—¡Oswi! —llamé a voces a mi criado—. ¡El cuerno!
Más daneses, muchos más, aparecieron por el sur. Había llegado el momento de retirarse. Habíamos causado muchas bajas, pero no tenía sentido que nos enfrentáramos a una horda mucho más numerosa. Lo único que quería era que los daneses no se movieran de allí, que se quedaran junto al río, hasta que Eduardo, al frente de las tropas de Wessex, los atacara y, como si de ganado se tratase, los guiase hasta ponerlos al alcance de nuestras espadas. Sin tomarse un respiro, Oswi seguía soplando el cuerno.
—¡Retirada! —grité—. ¡Atrás todo el mundo!
Nos replegamos sin prisas, poniendo fin a un ataque en el que habíamos matado, o dejado malheridos, a casi un centenar de daneses, cuyos cuerpos yacían esparcidos por los prados, en zanjas o cerca de setos, y allí los dejamos. Con los dientes al descubierto y la espada chorreando sangre, Steapa exhibía un gesto aterrador, una sonrisa de ferocidad satisfecha.
—Los vuestros a retaguardia —le ordené, y asintió con la cabeza. Busqué a Etelfleda y me quedé más tranquilo al ver que estaba ilesa—. Atiende a los fugitivos —le pedí. Había que reunir a los cautivos que habían escapado. Vi a la mujer desnuda; llevaba dos niños de la mano.
Agrupé a los míos en la linde de la arboleda, donde habíamos iniciado el ataque. Con los escudos en posición, relucientes las espadas de la sangre de los suyos, tratamos de desafiar a los daneses a que vinieran a por nosotros, a sabiendas de que, aturdidos y maltrechos como estaban, no se arriesgarían a iniciar un ataque hasta estar seguros de que contaban con más hombres. Tras cerciorarme de que, camino del norte, los fugitivos estaban a salvo, les di una voz a los míos para que fueran tras ellos.
Habíamos sufrido cinco bajas, dos hombres de Mercia y tres sajones del oeste, pero habíamos hecho estragos. Finan había atrapado a dos prisioneros, y ordené que se los llevaran adelante, con los fugitivos. El puente estaba atestado de caballos y de gente que trataba de alejarse de aquel lugar. Con Steapa, me quedé para vigilar el extremo sur del paso, hasta asegurarme de que todos los nuestros habían llegado al otro lado del río.
Amontonamos unos troncos en la calzada y levantamos una barricada en el extremo norte del puente, invitando a los daneses a que vinieran a por nosotros para acabar con ellos entre los parapetos levantados por los romanos. Ninguno se atrevió a dar un paso. Se dedicaron a observar lo que hacíamos, mientras aparecían muchos más por la orilla de Wessex, pero no osaron intentar darnos un escarmiento. Dejé a Steapa y los suyos al cuidado de la barrera, con la tranquilidad de que ningún danés intentaría cruzar el río mientras ellos estuvieran allí.
Y me fui a interrogar a los prisioneros.
* * *
Seis de los hombres de Mercia que había traído Etelfleda los custodiaban para protegerlos de la multitud que se congregaba en la explanada delante del convento de Santa Werburga. Cuando llegué, asustada quizá al ver la boca ensangrentada de Broga, la muchedumbre guardó silencio. Me bajé del caballo y le tendí las riendas a Oswi. Con la hoja manchada de sangre, aún llevaba a Hálito-de-serpiente en la mano.
Al lado del convento había una taberna en la que colgaba la enseña de un ganso. Ordené que llevaran a los dos presos al interior. Se llamaban Leif y Hakon. Los dos eran jóvenes, los dos estaban aterrorizados y los dos trataban de que no se notase. Pedí que cerrasen las puertas del local y las atrancasen. Rodeados por seis de los nuestros, los dos se quedaron en el centro del recinto. Leif, que no tendría más de dieciséis años, no podía apartar los ojos de la hoja ensangrentada de Hálito-de-serpiente.
—Os ofrezco un trato —comencé—: responder a mis preguntas y morir llevando una espada en la mano, o no decir nada, en cuyo caso, os desnudaré y os dejaré en manos de la gente que aguarda fuera. Vamos a ver, ¿cómo se llama vuestro señor?
—Sirvo al jarl Cnut —dijo Leif.
—Yo estoy a las órdenes del rey Eohric —respondió Hakon, casi en un susurro que apenas llegué a oír.
Era un chico fornido, de rostro serio y cabellos de color de paja. Vestía una vieja cota de malla, rasgada a la altura de los codos, demasiado grande para él. Me imaginé que había pertenecido a su padre. En vez del martillo que Leif llevaba al cuello, él lucía una cruz.
—¿Quién está al frente del ejército? —les pregunté.
Los dos dudaron un instante.
—Me imagino que el rey Eohric —aventuró Hakon, sin estar muy seguro.
—El jarl Sigurd y el jarl Cnut —repuso Leif, no más convencido y casi a la vez.
Lo que explicaba muchas cosas, a mi entender.
—¿Y Etelwoldo? ¿Acaso no pinta nada? —insistí.
—También, mi señor —dijo Leif, temblando de pies a cabeza.
—¿Y Beortsig? ¿Se ha unido a vosotros?
—Así es, mi señor, a las órdenes del jarl Sigurd.
—¿Y el jarl Haesten? ¿Al lado de Cnut?
—Así es, mi señor —me confirmó Hakon.
«Etelfleda estaba en lo cierto», pensé. Había demasiados jefes, y ninguno estaba al mando. Aunque débil, Eohric era orgulloso, y no se sometería a los dictados de Sigurd o de Cnut, quienes lo mirarían por encima del hombro, a pesar de que lo tratasen como a un rey con tal de contar con sus tropas.
—¿Es un ejército muy numeroso? —me interesé.
No supieron decirme. Leif pensaba que lo componían diez mil hombres, lo que me pareció desproporcionado; por su parte, Hakon se limitó a decir que les habían asegurado que era el mayor ejército que jamás se había reunido para atacar a los sajones.
—¿Adónde se dirige? —les pregunté.
Ninguno de los dos lo sabía con fijeza. Sólo les habían dicho que Etelwoldo sería rey de Wessex y que Beortsig se sentaría en el trono de Mercia, y que los dos recompensarían con tierras sus esfuerzos. Cuando les pregunté si pensaban marchar sobre Wintanceaster, ambos me miraron desconcertados. Deduje que ninguno de los dos había oído ni hablar siquiera de la ciudad.
Ordené a Finan que acabara con Leif. Con una espada en la mano, murió como un valiente, en un abrir y cerrar de ojos. Hakon, en cambio, nos dijo que quería ver a un cura antes de morir.
—Eres danés —le dije.
—Pero también cristiano, mi señor.
—¿Acaso ya nadie venera a Odín en Anglia Oriental?
—Algunos, mi señor, aunque ya no quedan muchos.
Era una situación desconcertante. Sabía que algunos daneses se habían convertido por razones de conveniencia. Haesten, por ejemplo, se había empeñado en que su mujer y sus hijas recibiesen el bautismo, sólo por mantenerse en buenas relaciones con Alfredo. Pero si no era mentira todo lo que Offa me había dicho antes de morir, la esposa de Haesten seguía siendo una cristiana de corazón. En estos momentos, cuando la muerte ya se cierne sobre mí y el peso de los muchos años me lleva a pensar en la futilidad de las glorias de este mundo, sólo veo cristianos en derredor. Quizá en las tierras remotas del norte, donde los hielos aprisionan los campos hasta en verano, queden aún fieles devotos que ofrezcan sacrificios a Thor, Odín y Freya, pero no sé de ninguno en las tierras de Britania. Nos precipitamos sin remedio hacia las tinieblas, nos acercamos al caos de Ragnarok que marcará el final de los tiempos, cuando los mares empezarán a arder en la vorágine, la tierra se resquebrajará y hasta los dioses morirán. Poco importaba a Hakon llevar o no una espada en la mano, sólo quería recitar sus plegarias y, en cuanto lo hizo, le separamos la cabeza de los hombros.
Envié nuevos correos a Eduardo, sólo que, en esta ocasión, preferí recurrir a Finan. Sabía que el rey escucharía lo que tuviera que decirle el irlandés y, con siete de los míos, le pedí que fuera a su encuentro. Les dije que cabalgaran hacia el oeste antes de cruzar el Temes, que se dirigieran sin tardanza a Wintanceaster o a dondequiera que el rey estuviera y que le entregaran una misiva que había escrito de mi puño y letra. Mucha gente se sorprende de que sepa leer y escribir, pero Beocca me había enseñado de niño y nunca lo había olvidado. Alfredo no dejaba de insistir en que sus señores aprendiesen a leer, más que nada para tener la posibilidad de escribir aquellas cartas cargadas de reproches que tanto gustaba de dirigirnos. Aunque tras su muerte muchos habían echado en saco roto tal recomendación, a mí nunca se me olvidó. Escribí, pues, a Eduardo para ponerle al tanto de que, por una de esas jugarretas de la vida, eran muchos los jefes que estaban al frente del ejército danés, que llevaban más tiempo de lo normal haciendo de las suyas al sur del Temes, y que había tratado de retrasar su avance robándoles unos cuantos caballos y obligándolos a cargar con muchos heridos. «Acudid a Cracgelad —le rogaba—. Reunid a vuestros guerreros, llamad al fyrd y, cuanto antes, avanzad contra el enemigo desde el sur». Ya me encargaría yo de ser el yunque que contuviera al enemigo para que, con los suyos, desbaratase a las tropas enemigas y dejase aquellas tierras cubiertas de sangre, huesos y carroña para los cuervos. Si los daneses nos atacaban, concluía, los hostigaría en la orilla norte del río y les impediría la huida, aunque pensaba que no habrían de llegar muy lejos. «Han caído en nuestras manos, mi rey —le anuncié—. A vos os toca cerrar el puño».
Y me dispuse a esperar una respuesta. Los daneses no se movieron de donde estaban. Por el sur, a lo lejos, vimos columnas de humo que nos daban a entender que estaban saqueando una extensa zona de Wessex, pero el campamento principal seguía asentado no muy lejos del extremo sur del puente de Cracgelad, lugar que, para entonces, habíamos convertido en una fortaleza. Nadie podía cruzar el puente a menos que contase con nuestro beneplácito. Todos los días, con cincuenta o sesenta de los míos, llevaba a cabo tareas de vigilancia por las inmediaciones de la orilla sur del río para cerciorarme de que los daneses no se movían de donde estaban, y todos los días regresaba a Cracgelad, sorprendido de que el enemigo nos pusiera las cosas tan fáciles. Por la noche, veíamos el resplandor de las fogatas del campamento que iluminaban el cielo más al sur; por la mañana, veíamos el humo de los rescoldos que aún quedaban. Todo siguió igual durante cuatro días, todo menos el tiempo, que fue cambiando: llovió y escampó, el viento agitó las aguas del río, hasta que, una mañana, la niebla envolvió las murallas de la fortaleza. Cuando se despejó, los daneses seguían allí.
—¿Por qué no avanzan? —me preguntó Etelfleda.
—Porque no acaban de ponerse de acuerdo en cuanto adonde han de ir.
—Si tú estuvieras al frente —insistió—, ¿adónde te dirigirías?
—A Wintanceaster —le dije.
—¿Para asediar la ciudad?
—Para apoderarme de ella —repuse, y ahí estaba el asunto. Sabían que perderían muchos hombres en el foso y en las altas murallas que defendían la ciudad, pero no me parecía un motivo suficiente para no intentarlo. Los fortines de Alfredo eran un quebradero de cabeza que nuestros enemigos no sabían cómo abordar, un problema que, andando el tiempo y si mi intención era recuperar Bebbanburg, una ciudadela mucho más imponente que cualquier fortín, también yo habría de plantearme y tendría que resolver—. Iría a Wintanceaster y ordenaría a los míos que no cejasen en el empeño hasta que la ciudad cayese en nuestras manos, momento en el que sentaría a Etelwoldo en el trono de Wessex, les pediría a los sajones del oeste que me siguiesen y marcharía sobre Lundene.
Pero los daneses no hacían otra cosa que pelearse entre ellos. Más tarde, supimos que Eohric quería que el ejército se dirigiese a Lundene, en tanto que Etelwoldo era partidario de apoderarse de Wintanceaster, y Cnut y Sigurd, por su lado, eran partidarios de volver a cruzar el Temes y caer sobre Gleawecestre. De modo que Eohric quería apoderarse de Lundene para ensanchar su reino, Etelwoldo reclamaba aquello a lo que, según él, tenía legítimo derecho, y Cnut y Sigurd sólo pretendían ampliar sus posesiones hasta la ribera sur del Temes. La discusión, en tanto, sólo servía para que el poderoso ejército siguiera sumido en la inacción. Mientras, me imaginaba los correos de Eduardo, galopando de fortín en fortín, reclutando los guerreros que, una vez juntos, formasen un ejército sajón capaz de acabar con la presencia de los daneses en Britania para siempre.
Finan regresó, por fin, con los mensajeros que había enviado a Wintanceaster. Cruzaron el Temes muy al oeste de donde estaban los daneses, dieron un rodeo para no tener un encontronazo con ellos y, en monturas sudorosas y cubiertas de polvo, llegaron a Cracgelad. Traían una carta del rey. Aunque salida de las manos de un cura escribano, la carta iba firmada de puño y letra por Eduardo y llevaba su sello. Tras los saludos de rigor en el nombre del dios de los cristianos, me agradecía con elogios rimbombantes mis mensajes, y me ordenaba que abandonara Cracgelad de inmediato y, con todos los hombres a mi mando, nos presentásemos al rey en Lundene. Cuando acabé de leerla, no podía salir de mi asombro.
—¿Informasteis al rey de que los teníamos atrapados junto al río? —pregunté a Finan.
El irlandés asintió.
—Se lo dije, mi señor, pero insiste en que vayamos a Lundene.
—¿No se da cuenta de la oportunidad que se nos brinda?
—Se dispone a ir a Lundene, mi señor, y nos quiere ver allí, a su lado —repuso Finan, cabizbajo.
—¿Por qué? —una pregunta para la que ninguno teníamos respuesta.
Poco podía hacer por mí mismo. Cierto que disponía de hombres, pero ni mucho menos tantos como hubiera necesitado. Esperaba que, por el sur, apareciesen dos o tres millares de soldados, pero eso no iba a suceder. Eduardo, por lo visto, había tomado la decisión de reunir al ejército en Lundene, adonde llegaría por un camino en el que a buen seguro no se cruzaría con ningún danés. Maldije mi suerte, pero había prestado un juramento de obediencia al rey Eduardo y mi señor me había dado una orden.
Así que retiramos la trampa que habíamos tendido, dejamos a los daneses tranquilos y nos pusimos en marcha hacia Lundene.
* * *
El rey ya estaba allí. Las calles de la ciudad eran un hervidero de soldados. No había patio que no hiciese las veces de establo; hasta el antiguo anfiteatro romano estaba atestado de caballos.
Eduardo se había instalado en el antiguo palacio real de Mercia. Lundene se alzaba, en realidad, en tierras de Mercia, aunque había estado en manos de los sajones del oeste desde que me apoderase de la ciudad por orden de Alfredo. El rey estaba en la espaciosa sala romana, con sus columnas, su bóveda, su enlucido desconchado, las baldosas resquebrajadas del suelo. Presidía una reunión del consejo. Flanqueado por el arzobispo Plegmund y el obispo Erkenwald, Eduardo estaba sentado frente a un semicírculo de bancos y sillas donde se acomodaban más curas y hasta una docena de ealdormen. En la pared del fondo de la estancia se hallaban los estandartes de Wessex. En el momento en que entré, estaban enzarzados en una animada discusión, pero guardaron silencio cuando oyeron mis pasos retumbar en el suelo agrietado, mientras trocitos de baldosa saltaban por el aire. En tiempos, las baldosas habían formado algún motivo ornamental del que, para entonces, ya no quedaba ni rastro.
—¡Lord Uhtred! —me saludó Eduardo con afecto y también, me dio la impresión, con la voz un poco alterada.
Me arrodillé ante él.
—¡Mi rey y señor!
—Sed bienvenido —respondió—, y sumaos a la discusión.
Ni siquiera había adecentado la cota de malla que llevaba, con manchas de sangre entre los diminutos y prietos eslabones que ninguno de los presentes dejó de advertir. El ealdorman Etelhelmo reclamó otra silla a su lado y me invitó a tomar asiento.
—¿Cuántos hombres vienen con vos, lord Uhtred? —se interesó Eduardo.
—Si contamos los hombres de Steapa que me acompañan, somos quinientos sesenta y tres.
Había perdido algunos en el enfrentamiento de Cracgelad. Otros, por culpa de algún percance de sus monturas cojitrancas, se habían quedado atrás mientras nos dirigíamos a Lundene.
—¿De cuántos hombres disponemos en total? —preguntó Eduardo a un cura que estaba sentado a una mesa que había a un lado de la sala.
—Tres mil cuatrocientos veintitrés, mi rey y señor —contestó el clérigo.
Se refería, por supuesto, a guerreros en condiciones, es decir, sin contar el fyrd, una cifra que representaba un ejército de dimensiones respetables.
—¿Y el enemigo? —insistió el rey.
—Hasta donde sabemos, mi señor, suponemos que cuentan con cuatro o cinco mil hombres.
Aquella escueta conversación tan afectada me puso al tanto de todo lo que quería saber. El arzobispo Plegmund, con un gesto tan desabrido como una manzana silvestre corroída por un gusano, no me quitaba los ojos de encima.
—Ya veis, lord Uhtred —continuó Eduardo, dirigiéndose a mí—, que no disponemos de hombres suficientes para iniciar un enfrentamiento a orillas del Temes.
—Las tropas de Mercia se unirán a las vuestras, mi rey —repuse—. Al fin y al cabo, Gleawecestre no queda tan lejos.
—Segismundo se ha traído a los suyos de Irlanda —me interrumpió el arzobispo Plegmund—, y se han apoderado de Ceaster. Lord Etelredo también necesita que alguien le eche una mano.
—¿En Gleawecestre? —me extrañé.
—Donde él diga —añadió Plegmund, con voz de pocos amigos.
—Segismundo es un nórdico que ha tenido que salir huyendo de las tribus salvajes de Irlanda. No creo que vaya a representar una amenaza para Mercia —repliqué.
Nunca había oído hablar del personaje y no tenía ni idea de por qué se habría apoderado de Ceaster, pero me pareció una explicación plausible.
—Cuenta con hordas de paganos —dijo Plegmund—, ¡auténticas huestes!
—No es asunto nuestro —zanjó Eduardo, molesto tras escuchar el tono agrio de las últimas intervenciones—. Se trata de derrotar a mi primo Etelwoldo —al tiempo que se volvía y me preguntaba—: ¿Pensáis que nuestros fortines están bien defendidos?
—Tal es mi impresión, mi señor.
—Y tal es también nuestro parecer —añadió Eduardo—, de ahí que pensemos que los fortines disuadirán al enemigo, que optará por retirarse.
—Y caeremos sobre ellos cuando eso ocurra —aseveró Plegmund.
—¿Por qué no ir a por ellos al sur de Cracgelad? —insistí.
—Porque los hombres de Cent no podrían llegar a tiempo —zanjó el arzobispo, sin ocultar su irritación—, y el ealdorman Sigelf ha prometido que nos traerá setecientos guerreros. Una vez que se hayan unido a los nuestros —continuó—, estaremos en condiciones de plantar cara al enemigo.
Eduardo se me quedó mirando, a la espera de que diera mi aprobación al plan sin reservas.
—Lo más sensato —dijo al cabo, al ver que permanecía callado— es que esperemos a que lleguen los hombres de Cent. Semejante cifra nos permitirá disponer de un ejército más poderoso.
—Se me ocurre una idea, mi rey y señor —tercié, con voz respetuosa.
—Tomaremos en consideración cualquier sugerencia que tengáis a bien plantearnos, lord Uhtred —contestó.
—Pues bien, propongo que, de ahora en adelante, en lugar de pan y vino en las iglesias se reparta queso curado y cerveza, que el sermón se predique al comienzo del servicio y no al final, que los curas vayan en cueros durante la ceremonia y que…
—¡Silencio! —gritó Plegmund, descompuesto.
—Si vuestros curas van a dirigir la guerra, mi rey y señor, ¿por qué vuestros guerreros no habrían de hacer lo mismo en lo tocante a las cosas de la Iglesia? —Se escucharon algunas risas nerviosas, pero, a medida que el consejo avanzaba, estaba cada vez más claro que estábamos tan descabezados como los daneses. Los cristianos se desgañitan con eso de los ciegos que guían a otros ciegos. En aquel momento, se trataba de ciegos dispuestos a pelear con un enemigo no menos ciego. La voz de Alfredo se habría impuesto en aquel consejo, pero Eduardo prestaba más atención a lo que le decían sus consejeros, y la prudencia hablaba por boca de hombres como Etelhelmo: todos eran partidarios de esperar a que se nos uniesen los hombres que había prometido Sigelf—. ¿Por qué no han llegado todavía los refuerzos de Cent? —pregunté.
No estaba lejos de Lundene y, en el tiempo que yo había empleado para cruzar y volver a cruzar con los míos la mitad de la Britania sajona, los hombres de Cent no habían cubierto una distancia que no habría de llevarles más de dos días.
—Pronto llegarán —dijo Eduardo—. Cuento con la palabra del ealdorman Sigelf.
—Pero ¿por qué tardan tanto? —insistí.
—El enemigo llegó en barco a las costas de Anglia Oriental —tuvo a bien explicarme el arzobispo Plegmund—, y temimos que utilizaran esas embarcaciones para descender a las costas de Cent. El ealdorman Sigelf, en consecuencia, prefirió esperar hasta cerciorarse de que tal amenaza no tenía visos de hacerse realidad.
—¿Quién está al frente de nuestro ejército? —pregunté, y la cuestión no dejó de causar cierto estupor.
Se produjo un embarazoso instante de silencio hasta que, con mal gesto, el arzobispo Plegmund afirmó:
—Nuestro rey marchará a la cabeza de nuestro ejército, como es natural.
Me pregunté entonces de quién provendrían las órdenes que recibiera el rey, pero no me atreví a decirlo en voz alta. Aquel mismo día, al caer la tarde, Eduardo me mandó llamar. Cuando fui a verlo, ya había oscurecido. Despidió a los criados y nos quedamos solos.
—Que os quede claro que el arzobispo Plegmund no está al mando —era una clara respuesta a la última pregunta que había formulado ante el witan—, pero me parece que sus consejos no son del todo desacertados.
—¿Para qué, para quedarnos mano sobre mano, mi rey y señor?
—Para reunir todas las fuerzas que podamos antes de presentar batalla. Y el consejo comparte esa opinión —estábamos en el espacioso dormitorio de la planta superior, donde había un enorme lecho, flanqueado por dos velones. Eduardo estaba de pie junto al ventanal que daba a la ciudad vieja, el mismo donde Etelfleda y yo habíamos pasado tantos ratos juntos. Volví los ojos al oeste, a la ciudad nueva, donde se observaba el tenue resplandor de algunas fogatas. Más allá, todo era oscuridad, hasta la tierra parecía negra—. Decidme, ¿qué sabéis de los gemelos? ¿Están bien? —me preguntó.
—Siguen en Cirrenceastre, mi rey y señor, y sí, no corren ningún peligro.
Etelstano y Eadgyth se habían quedado con mi hija y con mi hijo pequeño tras las murallas de Cirrenceastre, un fortín tan bien defendido como Cracgelad. Como me había imaginado, los daneses habían incendiado Fagranforda, pero mi gente estaba a salvo tras los muros de la ciudadela.
—¿Y el chico? ¿Sigue igual de sano? —se interesó Eduardo, preocupado.
—Etelstano es un pequeño que rebosa vitalidad.
—Ojalá pudiera ir a verlos —me confesó.
—El padre Cuthberto y su esposa están al cuidado de ellos —le expliqué.
—¿Que Cuthberto se ha casado? —se sorprendió.
—Con una muchacha preciosa —le aseguré.
—¡Pobre chica! —exclamó Eduardo—. Acabará harta de estar a su lado —añadió con una sonrisa, preocupado al ver que no le correspondía con un gesto parecido—. ¿Y mi hermana? ¿También está aquí?
—Así es, mi rey y señor.
—Debería estar cuidando de los pequeños —dijo, muy serio.
—Podéis decírselo vos mismo, mi señor —repuse—. Os ha traído casi ciento cincuenta guerreros de Mercia —añadí—. Por cierto, ¿por qué Etelredo no ha mandado a ninguno de los suyos?
—Está preocupado por esos nórdicos que han llegado de Irlanda —me explicó, encogiéndose de hombros al escuchar el bufido despectivo que emití—, ¿por qué Etelwoldo no se ha atrevido a adentrarse en Wessex? —me preguntó a su vez.
—Porque no lo ven como a un caudillo —repuse—. Nadie respondió a su llamada ni abrazó su causa —Eduardo parecía sorprendido—. Creo, de todas formas, que el plan del enemigo consistía en apoderarse de Wessex, proclamar rey a Etelwoldo y que el pueblo los recibiera con los brazos abiertos, pero no se presentó nadie.
—¿Qué van a hacer ahora?
—Si no pueden apoderarse de un fortín —repliqué—, se irán por donde han venido.
Eduardo se volvió a mirar por la ventana. Gracias al resplandor de los velones que iluminaban aquella estancia de altos techos, llegamos a ver fugazmente algunos murciélagos que revoloteaban en la oscuridad.
—Son muchos, lord Uhtred —me dijo, volviendo a hablar de los daneses—, demasiados. Tenemos que estar muy seguros antes de plantarles cara.
—Si en tiempos de guerra, mi rey y señor, confiáis en alcanzar esa certeza, ya podéis esperar sentado.
—Mi padre me aconsejó que nunca permitiese que me arrebatasen Lundene —añadió—, que nunca dejara la ciudad en otras manos que no fueran las mías.
—¿Aun a costa de ceder todo Wessex a Etelwoldo? —le pregunté, en tono áspero.
—Acabaré con él, pero necesitamos a los hombres del ealdorman Sigelf.
—¿Decís que vendrá con setecientos?
—Eso me prometió —repuso Eduardo—, con lo que dispondríamos de más de cuatro mil hombres —noté que no ocultaba su satisfacción al mencionar la cifra—. Aparte de que ahora tenemos a vuestros hombres y a los soldados de Mercia. Será un ejército formidable.
—¿Quién estará al frente de semejante ejército? —pregunté con voz ronca.
Eduardo pareció sorprenderse al escuchar mi pregunta.
—Iré yo, como es natural.
—¿Y no el arzobispo Plegmund?
—Cuento con un consejo, lord Uhtred —me dijo muy tieso—, y sólo un rey necio haría oídos sordos a lo que dijeran sus consejeros.
—No menos necio es el rey que no sabe de qué consejeros fiarse —me revolví—, y el arzobispo os ha aconsejado que no debéis confiar en mí, porque sospecha que estoy de parte de los daneses.
Eduardo vaciló un instante, y acabó por asentir.
—No os falta razón. Es un asunto que lo trae a mal traer.
—Hasta ahora, mi rey y señor, soy el único de los vuestros que ha acabado con unos cuantos de esos malnacidos. ¿No se os antoja un comportamiento de lo más chocante en alguien que es tan poco de fiar?
Se me quedó mirando, y dio un paso atrás al ver una mariposa nocturna que revoloteaba a la altura de su rostro. Llamó a los criados y les ordenó que cerrasen las grandes contraventanas. En algún sitio, en mitad de la oscuridad, unos hombres canturreaban. Un criado se hizo cargo de la capa que Eduardo llevaba por encima de los hombros, antes de retirarle la cadena de oro que llevaba al cuello. Más allá de un arco había una puerta abierta; una mujer lo esperaba en la oscuridad. No era su esposa.
—Gracias por vuestra visita —me dijo a modo de despedida.
Le dediqué una reverencia y abandoné la estancia.
Al día siguiente, Sigelf apareció.