Tardé en darme cuenta más de lo debido, y cuando por fin tuve conciencia de ello, de poco consuelo me sirvió. Una partida de hombres armados y a caballo se había acercado hasta Natangrafum. Como muchos eran sajones, nadie se extrañó. Se presentaron un día al atardecer, cuando la tumba estaba desierta. Para entonces, la paz había durado tanto tiempo que los ángeles rara vez se dejaban ver. Pero los atacantes sabían tras de lo que iban. A lomos de sus monturas, se dirigieron a la villa romana de las afueras de Turcandene, cayeron por sorpresa sobre un puñado de guardias y los mataron con celeridad y limpieza. Al día siguiente, cuando llegué, sólo vi sangre, mucha sangre.
Ludda estaba muerto. Me imaginé que había tratado de defender la casa y, destripado, su cuerpo yacía en el umbral. En su rostro aún se advertía un gesto de dolor. Encontré muertos a ocho de los míos; los habían despojado de cotas de malla, brazaletes y cualquier otro objeto de valor. En uno de los muros, donde aún se veía el yeso que, en su día, enluciera los ladrillos romanos, con sangre, uno de ellos había pintado la burda silueta de un cuervo volando. Unos chorreones habían resbalado por la pared, y vi la huella de la mano de aquel hombre al pie del pico torvo del cuervo.
—Sigurd —dije alicaído.
—¿Es ése su lema, mi señor? —me preguntó Sihtric.
—El mismo.
Ni rastro de las tres muchachas. Me imaginé que los asaltantes se las habrían llevado. Pero no habían dado con Mehrasa, la de la piel atezada. La joven y el padre Cuthberto se habían escondido en unos bosques cercanos, y sólo se dejaron ver cuando estuvieron seguros de que los hombres que merodeaban por aquel matadero eran de los míos. Cuthberto lloraba a lágrima viva.
—¡Mi señor, mi señor! —fue todo lo que acertó a decir nada más verme, antes de caer de rodillas a mis pies, sin dejar de retorcerse aquellas manazas suyas.
Mehrasa, aunque más serena, se negó a entrar en la casa si había de traspasar aquel umbral que olía a sangre, donde las moscas revoloteaban alrededor de la barriga abierta en canal de Ludda.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté al cura.
—¡Dios mío, mi señor! —farfulló con voz temblona.
Le estampé una sonora bofetada.
—¡Decidme lo que ha pasado!
—Aparecieron al anochecer, mi señor —sus manos temblaban y él intentaba agarrárselas—. ¡Eran muchos! Hasta veinticuatro conté —jadeante, se detuvo un momento y cuando trató de hablar de nuevo sólo emitió una especie de maullido. Al reparar en mi rostro encolerizado, respiró hondo—. Trataron de darnos caza, mi señor.
—¿A qué os referís?
—Que nos buscaron por toda la casa, mi señor, por el antiguo huerto, junto al estanque.
—Os habíais escondido.
—Así es, mi señor —lloraba; su voz era poco más que un susurro—. San Cuthberto el Cobardica, mi señor.
—¡No digáis necedades! ¿Cómo ibais a hacer frente a tantos? —gruñí.
—Se llevaron a las chicas, mi señor, y mataron a todos los demás. Había tomado cariño a Ludda.
—Y yo —repuse—, y, ahora, nuestra obligación es enterrar lo que queda de él —también yo apreciaba a Ludda, un zagal despierto, que me había prestado buenos servicios, y lo que es peor, que había confiado en mí. Allí estaba, despanzurrado de arriba abajo, de la entrepierna a las costillas, mientras las moscas se abalanzaban sobre sus entrañas—. ¿Qué estabais haciendo cuando lo mataron? —le pregunté.
—Estábamos en la colina, contemplando la puesta de sol, mi señor.
Me eché a reír por no llorar.
—¡Contemplando la puesta de sol!
—¡Eso hacíamos, mi señor! —se revolvió Cuthberto, dolido.
—¿Y habéis estado escondidos hasta ahora?
Se quedó mirando los restos sanguinolentos, se estremeció de pies a cabeza y vomitó.
Para entonces, pensé, los dos ángeles ya habrían contado de qué iba aquella farsa y los daneses estarían mofándose de nosotros. Miré al norte y al este en busca de columnas de humo, signo inequívoco de que la guerra había comenzado en algún sitio, pero no vi nada. Lo más tentador era pensar que los asesinos no eran sino una pequeña partida que, una vez que se había cobrado su venganza, había regresado a tierras más seguras. Pero aquella incursión, ¿había sido sólo un escarmiento por lo de los barcos de Snotengaham? Si así fuera, ¿cómo se habían enterado los asaltantes de que lo de los ángeles era cosa mía? ¿Acaso la preciada paz de Plegmund había sido hecha pedazos ensangrentados? Los asaltantes no habían incendiado la villa romana, lo que me llevó a pensar que no quisieron llamar la atención.
—¿Decís que había sajones entre ellos? —pregunté a Cuthberto.
—Les oí hablar, mi señor, y si, os aseguro que eran sajones.
¿Hombres de Etelwoldo? Si eran de los suyos, eso quería decir que la guerra había comenzado, lo que significaba que los atacantes venían de Ceaster, si Offa estaba en lo cierto.
—Cavad tumbas —ordené a mis hombres. Lo primero era enterrar a los muertos, pero envié a Sihtric y a otros tres a Fagranforda, con órdenes de que todo el personal de la hacienda se retirara a Cirrenceastre, llevándose el ganado—. Decidle a la dama Etelfleda que vaya al sur, a Wessex, y que avise a Etelredo y a su hermano de lo que pasa. ¡Haced lo que sea con tal de que el rey Eduardo esté al tanto del asunto! Decidle que necesito hombres, y que me he ido al norte, a Ceaster. Que Finan venga con todos los hombres.
Un día entero tardé en reunir a los míos. Enterramos a Ludda y a los demás en el cementerio de Turcandene, y Cuthberto oró sobre sus tumbas recién cubiertas. Seguía mirando al cielo, pero no acerté a divisar ninguna columna de humo de grandes proporciones. En pleno verano, pues, bajo un cielo azul y despejado donde sólo se veía alguna que otra nube rezagada, nos pusimos en marcha hacia el norte, sin que tuviera una idea muy clara de si la guerra nos saldría al paso o no.
Aun a sabiendas de que si los daneses se decidían a atacar se contarían por millares, iba al frente de tan sólo ciento cuarenta y tres hombres. Nos dirigimos a Wygraceaster, el fortín más septentrional de la Mercia sajona. Al vernos llegar, el intendente del obispo no ocultó su sorpresa.
—No tenemos noticias de ningún ataque por parte de los daneses, mi señor —me informó.
En la calle que discurría a los pies de la espaciosa mansión del obispo era día de mercado. El obispo se había ido a Wessex.
—Aseguraos de que los graneros estén bien repletos —aconsejé al intendente, quien hizo una reverencia a modo de asentimiento, pero me di cuenta de que no se lo acababa de creer—, ¿quién está al frente de la guarnición? —le pregunté.
Era un hombre que se llamaba Wlenca, uno de los esbirros de Etelredo, que se puso muy tieso cuando le dije que había estallado la guerra. Miró al norte desde lo alto de la muralla sin ver ni rastro de humo.
—Si algo así hubiera pasado, nos habríamos enterado, ¿no os parece? —repuso con aspereza.
Reparé en que había omitido el «señor» de obligada cortesía para concluir la frase como es debido.
—No sé si ha estallado o no la guerra —reconocí—, pero mucho me temo que así es.
—Si los daneses estuviesen atacando, tened por seguro que lord Etelredo no habría dejado de avisarme —insistió, altanero.
—Etelredo estará tocándose los huevos en Gleawecestre —repliqué furibundo—. ¿Pensáis hacer lo mismo que cuando la invasión de Haesten? —Me lanzó una mirada cargada de ira, pero no dijo nada—. ¿Cómo se va a Ceaster desde aquí? —le pregunté.
—Basta con que sigáis la calzada romana —me indicó mientras señalaba por dónde iba.
—Basta con que sigáis la calzada romana, mi señor —le puntualicé.
Vaciló un momento, como dispuesto a plantarme cara, pero se lo pensó mejor.
—Eso es lo que quería decir, mi señor —repuso.
—¿Y dónde hay una ciudadela en condiciones a una jornada de camino de aquí?
Se encogió de hombros.
—Creo que la de Scrobbesburh responde a lo que vais buscando, mi señor.
—Reunid al fyrd —le ordené—, y aseguraos de que las murallas estén defendidas.
—Sé cuál es mi cometido, mi señor —contestó, aunque, a la vista del tono altivo con que respondió, estaba claro que no tenía intención de reforzar el número de los que holgazaneaban en lo alto de las murallas. Aquel cielo despejado y cargado de inocencia bastaría para convencerlo de que no corrían ningún peligro, y estoy seguro de que, en el mismo instante en que partí, envió un correo a Etelredo para decirle que estaba sembrando una alarma injustificada.
Y quizá no le faltara razón. La única prueba de que había estallado la guerra era la matanza de Turcandene, y ese sexto sentido con que cuenta todo hombre de armas. La guerra se nos venía encima, nos había rehuido durante mucho tiempo, pero estaba convencido de que la incursión que había acabado con la vida de Ludda no era sino la primera chispa de un incendio devastador.
Cabalgamos, pues, hacia el norte por la calzada romana, que atravesaba el valle del Saefern. Echaba de menos a Ludda que parecía saberse al dedillo todos los senderos de Britania. A cada paso, teníamos que preguntar por dónde seguir, pero la mayoría de los lugareños que nos encontramos sólo sabían cómo llegar a la aldea o pueblo más próximos. Scrobbesburh quedaba al oeste del camino más recto para ir al norte, así que cambié de ruta y pasamos la noche en unas ruinas romanas que se alzaban en un lugar llamado Rochecestre, un sitio que me dejó impresionado. En su día, había sido una importante urbe romana, casi tan grande como Lundene. En aquellos tiempos, sin embargo, sólo quedaban en pie unos muros que se caían a pedazos, pavimentos destrozados, columnas por el suelo y trozos de mármol. Contadas eran las personas que allí vivían en cabañas de paja y cañizo apuntaladas contra las piedras romanas; cabras y ovejas pacían entre los restos de aquel antiguo esplendor desaparecido. Un cura enjuto parecía ser el único de sus habitantes con dos dedos de frente. Cuando le dije que mucho me temía que los daneses no tardarían en aparecer, se limitó a asentir sin decir ni media palabra.
—¿Adónde iríais si se presentaran aquí? —le pregunté.
—Supongo que a Scrobbesburh, mi señor.
—Pues poneos en marcha —le ordené—, y decid a vuestros parroquianos que no se queden a esperarlos. ¿Hay una guarnición que lo defienda?
—Sus habitantes, mi señor. No tenemos un thegn, un señor de la comarca, por estos parajes. El último murió a manos de los galeses.
—Si quisiera ir a Ceaster, ¿qué camino debería seguir?
—No lo sé, mi señor.
Lugares como Rochecestre me dejan sumido en el desaliento. Me encanta construir edificios, pero, cuando me fijo en lo que hicieron los romanos, me doy cuenta de que jamás llegaremos a crear algo que sea ni la mitad de hermoso. Edificamos robustos caseríos de roble, traemos albañiles de Frankia para erigir iglesias o casas de celebración que se alzan sobre pilastras desnudas de piedras sin desbastar. Los romanos eran artífices de obras sublimes. Por toda Britania, pueden verse casas, puentes, villas y templos que, ¡al cabo de cientos de años!, aún siguen en pie. Los tejados se han venido abajo, se ven grandes desconchones en los muros enlucidos que desdicen de su grandeza, pero ahí están, y no dejo de preguntarme cómo es posible que un pueblo capaz de realizar tales maravillas haya desaparecido. Los cristianos nos aseguran que, cuando el reino de su dios se establezca en la tierra, el destino, inexorable, nos deparará tiempos mejores. Mis dioses, en cambio, sólo prometen el caos al final de los tiempos, y basta con echar un vistazo a nuestro alrededor para comprobar que todo se desmorona, se derrumba, lo que prueba que el caos no tardará en llegar. No ascendemos por la escalera de Jacob para acceder a la perfección celestial; muy al contrario, rodamos cuesta abajo hacia la batalla del final de los tiempos, Ragnarok.
El día siguiente amaneció cargado de nubarrones que ensombrecían el camino que remontaba unas suaves colinas, mientras dejábamos atrás el valle del río Saefern. Si había alguna humareda, no llegamos a verla. Sólo atisbábamos pequeñas volutas de humo que salían de algunos hogares en aldeas pequeñas. A nuestra izquierda, por el oeste, las cumbres de las montañas galesas se perdían entre las nubes. «Si se hubiera producido un ataque —pensé para mí—, ya habríamos sabido algo». Nos habríamos cruzado con algún correo que, a galope tendido, se dispondría a avisar de una matanza, o con gentes que huyeran de los invasores en busca de un lugar seguro. Todo lo contrario. Sin abandonar en ningún momento la calzada romana jalonada de mojones de piedra que indicaban el número de millas, pasamos por pueblos tranquilos, por campos donde los segadores más madrugadores ya blandían las hoces. El terreno descendía hacia el norte, hacia el río Dee. Comenzó a llover al final de la jornada, y encontramos un lugar donde pasar la noche en un caserío junto a la calzada, un sitio miserable, de paredes de roble chamuscadas, recuerdo de un amago de incendio que no había llegado a arrasarlo por completo.
—Lo intentaron —nos dijo la propietaria del lugar, viuda de un hombre que había muerto a manos de las huestes de Haesten—, pero Dios nos envió la lluvia y no consiguieron su propósito. Aún tengo el susto metido en el cuerpo —añadió. Según ella, los daneses siempre andaban merodeando por allí—. Y si no son los daneses, vendrán los galeses —dictaminó, cabizbaja.
—¿Y por qué seguís aquí? —se interesó Finan.
—¿Adónde voy a ir? Son más de cuarenta los años que llevo viviendo en estos parajes. ¿Dónde iba a empezar una nueva vida? ¿Y si me compráis las tierras?
La lluvia se coló por la techumbre durante toda la noche. El amanecer trajo un viento fresco que aclaró el cielo. A la hora de ensillar los caballos, estábamos muertos de hambre, pero, a no ser que matara los gallos que cacareaban o los cerdos que eran conducidos a un hayedo de las inmediaciones, la viuda no disponía de comida para tantos hombres. Oswi, mi criado, estaba cinchando mi montura. Mientras, me acerqué hasta una zanja excavada al norte del caserío y eché un vistazo alrededor en tanto vaciaba la vejiga. Las nubes estaban más bajas y negras, pero ¿qué sería aquella mancha oscura a lo lejos?
—Finan —lo llamé a mi lado—, ¿es humo?
—Sólo Dios podría daros la respuesta, mi señor. Esperemos que sí.
Me eché a reír.
—¿Esperemos?
—Si este tiempo de paz se prolonga mucho más, acabaré por volverme loco.
—Si se alarga hasta el otoño, dad por hecho que iremos a Irlanda —le prometí—, y abriremos la cabeza a más de uno de esos enemigos vuestros.
—¿En vez de ir a Bebbanburg? —se extrañó.
—Para eso, y tirando por lo bajo, necesitaría un millar de hombres más y, para disponer de esa tropa, necesito hacerme con un buen botín de guerra.
—Nuestros sueños nos impiden dormir —añadió, pensativo, sin dejar de mirar hacia el norte—. Podría ser humo, mi señor —frunció el ceño—. O quizá no sea sino un nubarrón.
Entonces aparecieron aquellos hombres a caballo.
* * *
Eran tres. Venían del norte al galope. Al vernos, sus monturas, extenuadas y cubiertas de barro, abandonaron la calzada y se acercaron al caserío. Eran los hombres que Merewalh enviaba al sur para advertir a Etelredo de que los daneses habían atacado.
—Llegan por millares, mi señor —me informó uno de ellos, muy nervioso.
—¿Por millares?
—Imposible contarlos, mi señor.
—¿Dónde están?
—En Westune, mi señor.
El nombre de aquel sitio no me decía nada.
—¿Por dónde cae eso?
—No lejos de aquí.
—A un par de horas a caballo, mi señor —añadió otro, tratando de ser de más ayuda.
—¿Y Merewalh?
—Se bate en retirada, mi señor.
Me transmitieron el mensaje que Merewalh enviaba a Etelredo: que un ejército de daneses, demasiado numeroso para que su exigua tropa pudiera contenerlos o plantarles cara, había partido de Ceaster. El enemigo se dirigía al sur, y Merewalh, recordando la táctica que yo había empleado para burlar a Sigurd, retrocedía hacia la marca fronteriza con Gales, con la esperanza de que las tribus salvajes de esas tierras bajasen de las montañas y atacasen al invasor.
—¿Cuándo comenzó el ataque? —les pregunté.
—Anoche, mi señor, al oscurecer.
«Qué hora tan rara», pensé para mí, aunque, por otra parte, era probable que hubieran tratado de sorprender a los hombres de Merewalh cuando éstos hubieran bajado la guardia. En cualquier caso, su estratagema no les había salido bien. Los exploradores le habían alertado de lo que se le venía encima, y había podido escapar.
—¿De cuántos hombres dispone? —les pregunté.
—Ochenta y tres, mi señor.
—¿Quién está al frente de los daneses? ¿Qué emblemas lucían los estandartes?
—Uno llevaba pintado un cuervo, mi señor; otro, un hacha que destrozaba una cruz, y el tercero, una calavera.
—También dragones —aseguró el segundo de los hombres.
—En otro, se apreciaba un ciervo con dos cruces a modo de cuernas —dijo el primero.
Me pareció un muchacho despierto y sensato, que me había dicho cuanto necesitaba saber.
—¿Era un cuervo volando? —le pregunté.
—Así es, mi señor.
—Está bien, es Sigurd —confirmé—. El hacha es el emblema de Cnut, y la calavera es el estandarte de Haesten.
—¿Y el ciervo, mi señor?
—Etelwoldo —repuse con rabia. Por lo visto, Offa tenía razón, y los daneses habían iniciado el ataque en Ceaster, lo que significaba que, a las órdenes de Etelwoldo, se dirigían al sur. Miré al norte, e imaginé que los daneses no andarían muy lejos—. Lord Etelredo —dije al primero de los hombres que había hablado— os pedirá que aviséis al rey Eduardo.
—Es lo más seguro, mi señor.
—Puesto que habéis sido testigos del ataque —le encarecí—, decidle al rey Eduardo que necesito hombres. Decidle —reflexioné un momento, tratando de tomar una decisión que tuviera sentido a pesar de lo que tardasen en llegar—, decidle que me encontraré con ellos en Wygraceaster, y si descubren que han puesto asedio a la ciudad, que me busquen en Cirrenceastre.
En ese momento, ya me había dado cuenta de que tendríamos que batirnos en retirada, y de que, para cuando llegasen los hombres que había solicitado a Eduardo, si los enviaba, bien podríamos habernos visto obligados a pasar a la orilla sur del Temes.
Los tres hombres se pusieron en marcha hacia el sur, mientras nosotros, con cautela, enviando exploradores por delante y por los flancos, continuamos hacia el norte. Advertí entonces que no era un nubarrón de tormenta lo que oscurecía el cielo aquella mañana, sino la humareda de una techumbre en llamas.
Cuántas veces no habría visto cómo, desde detrás de unos árboles o procedente de algún valle, el humo de la guerra manchaba el cielo, oscureciéndolo y enturbiándolo, señal de que otra hacienda, otra aldea, otra mansión eran pasto de las llamas. Despacio, cabalgamos hacia el norte, y comprendí que la paz que Plegmund proclamaba, aquella paz que supera todo conocimiento, porque desde luego va más allá de lo imaginable, había concluido. Los daneses habían estado en paz durante tanto tiempo que Plegmund había llegado a pensar que su dios había castrado a sus enemigos. En aquel momento, sin embargo, esa paz que iba más allá de la razón se había quebrado, y pueblos y granjas y almiares y molinos ardían por doquier.
Aunque el humo en el cielo delataba su presencia y el camino estaba atestado de gentes que trataban de escapar de los invasores, aún pasó una hora antes de que llegásemos a verlos. Los exploradores habían vuelto a nuestro lado para decirnos por dónde andaban. Nos encaramamos a la cima de una colina de monte bajo y, desde allí, contemplamos las haciendas en llamas. A nuestros pies, divisamos un caserío rodeado de graneros y trojes, y muchos hombres se afanaban de un lado para otro. Una carreta esperaba junto a los edificios; vi cómo la cargaban con la cosecha que acababan de recoger.
—¿Cuántos serán? —pregunté a Finan.
—Unos trescientos —calculó—, trescientos por lo menos.
Y había muchos más en el anchuroso valle que se extendía por detrás del caserío. Cuadrillas de daneses que salvaban arroyos, en busca de fugitivos o de otros lugares que saquear. Vi un puñado de mujeres y niños, apartados y custodiados por unos soldados daneses con espadas, mercancía sin duda destinada a los mercados de esclavos del otro lado del mar. A latigazos, al norte se llevaban otra carreta repleta de cualesquiera objetos que pudieran ser de alguna utilidad, pucheros, espetones, azadas, rastrillos, incluso un telar. Detrás, iban las mujeres y los niños que habían capturado, seguidos de un montón de ganado; mientras, uno de los hombres lanzaba una tea encendida y prendía fuego a la techumbre del caserío. A lo lejos, en el valle, retumbó el bramido de un cuerno. Poco a poco, los daneses fueron respondiendo a la llamada: los que iban a caballo se dirigieron a la calzada.
—¡Dios santo! —juró Finan—, ¡hay cientos de esos cabrones!
—Fijaos en la calavera —le hice notar, al ver el estandarte con una calavera humana que ondeaba en lo alto de un palo.
—Haesten —reconoció Finan.
Traté de localizar al propio Haesten, pero había demasiados hombres a caballo. No vi otros estandartes, al menos ninguno que me resultase conocido. Durante unos instantes, estuve tentado de llevarme a los míos hacia el este y bajar la colina para rodear a algunos rezagados, pero no tardé en desechar semejante idea: nunca estaban demasiado lejos de las huestes más nutridas que, tan numerosas como eran, se lanzarían en nuestra persecución y acabarían con nosotros en un abrir y cerrar de ojos. Los daneses no se desplazaban con rapidez, sus caballos estaban descansados y bien alimentados, y en ese momento, comprendí que mi tarea consistía en ir por delante de ellos, ver lo que hacían y adonde se dirigían.
Volvimos, pues, a la calzada. Todo el día nos batimos en retirada, mientras los daneses venían pisándonos los talones. Reparé en que habían incendiado el caserío de la mujer viuda, y vi humo por el este y por el oeste. Aquellas humaredas en el cielo me llevaron a pensar que tres eran las cuadrillas que asolaban aquellos parajes. Mientras los míos no hacían más que retroceder, los daneses ni siquiera enviaban exploradores por delante: sabían que eran superiores en número y podrían aplastar a cualquier enemigo que pudiera presentarse. La verdad es que me movía a ciegas. No tenía idea de a cuántos daneses nos enfrentábamos, sólo sabía que eran centenares, que no dejaba de ver humo por todas partes y que estaba fuera de mí, tanto que la mayoría de los míos evitaban mirarme a la cara. A Finan le traía sin cuidado.
—Necesitamos capturar a uno —sugirió. Pero los daneses eran cautelosos: iban siempre en grupos muy numerosos, demasiado para los pocos hombres con que yo contaba—. No tienen prisa —comentó Finan, amoscado—. ¡Qué raro! Nada de prisa.
Vigilantes, subimos a la cima de otra pequeña colina. Nos habíamos apartado de la calzada porque los daneses venían por ella y porque, camino del sur, muchos de los habitantes de aquellos contornos hacían lo mismo. Aquellas gentes no querían separarse de nosotros, pero su presencia nos hacía aún más vulnerables. Pedí a los fugitivos que siguiesen hacia el sur, mientras nosotros observábamos al enemigo desde las colinas que se alzaban al este de la calzada. A medida que avanzaba el día, me sentía más y más desconcertado. Como Finan había dicho, los daneses parecían no tener prisa. Como ratas en un granero desprotegido, arramplaban con todo: inspeccionaban cada choza, caserío o granja que encontraban a su paso, llevándose cualquier cosa que pudiera tener alguna utilidad. No obstante, aquéllas eran tierras que ya habían sido muchas veces esquilmadas, parte del azaroso territorio que separaba la Mercia sajona de la danesa, de modo que escaso habría de ser el producto de su rapiña. Si el auténtico botín quedaba más al sur, ¿por qué no iban más deprisa? El humo advertía a los lugareños de que estaban al caer, pero la gente tenía tiempo de enterrar sus objetos de valor o incluso de llevárselos. Aquello no tenía ningún sentido. Los daneses se dedicaban a recoger las migajas cuando el verdadero botín estaba desprotegido. ¿Por qué actuaban así?
Se dieron cuenta de que los acechábamos. Es imposible ocultar a ciento cuarenta y tres hombres en un terreno sólo a medias arbolado. A pesar de la distancia, sin duda nos habrían visto, aunque no podían imaginarse quiénes éramos, pues no en vano había ordenado que no desplegasen mi estandarte. De haber sabido que Uhtred de Bebbanburg andaba tan cerca, ya se habrían despabilado. Pero hubimos de esperar hasta última hora de la tarde de aquel día para que se decidieran a atraernos al combate, e incluso entonces fue una maniobra poco entusiasta. Por una calzada despejada a aquellas horas, siete jinetes daneses avanzaron en dirección sur. Marchaban al paso, y me fijé en cómo, nerviosos, no dejaban de mirar a los bosques donde estábamos escondidos. Sihtric se rio para sus adentros, y comentó:
—¡Pobres! No saben dónde se meten.
—Vaya que si lo saben —contestó Finan, torciendo el gesto.
—Es una trampa —añadí. Estaba claro: querían que cayésemos sobre ellos y, tan pronto como lo hiciéramos, volver grupas y regresar al norte al galope para atraernos a una emboscada—. Ignoradlos —ordené.
Seguimos hacia el sur, bajando por la cuenca que se abría ante nosotros, donde, entre las sombras engañosas de aquel anochecer apacible, había atisbado un destello del río Sæfern. Cabalgaba deprisa, con la esperanza de encontrar un sitio, relativamente tranquilo y lejos de los daneses para pasar la noche. De repente, vislumbré otro destello, un resplandor tenue, un fulgor apagado entre las sombras alargadas que, a lo lejos, se extendían a nuestra izquierda. Me quedé mirando un buen rato, sin dejar de preguntarme si habrían sido imaginaciones mías cuando, de pronto, algo centelleó de nuevo.
—¡Cabrones! —exclamé.
Acababa de entender la razón del poco empeño que habían puesto los daneses en perseguirnos: habían enviado hombres que, dando un rodeo, habían esquivado nuestro flanco oriental, un destacamento dispuesto a cortarnos el paso, pero el sol, bajo para entonces, había arrancado el reflejo de un yelmo o de la punta de una lanza y, muy a lo lejos, atisbé la presencia de hombres con cota de malla entre los árboles.
—¡Al galope! —grité a los míos.
Espuelas y miedo, una galopada desenfrenada por aquella ladera cuesta abajo, retumbar de cascos, el golpeteo del escudo contra la espalda, el traqueteo de la vaina de Hálito-de-serpiente contra la silla de mi montura, hasta que, a lo lejos y por la izquierda, atisbé a los daneses que, en número incalculable, abandonaban la arboleda para ponerse al galope a una velocidad de vértigo, con la esperanza de cerrarnos el paso. Podría haberme desviado hacia el oeste para alejarme de ellos, pero, imaginándome que otro destacamento enemigo podría haber tenido la misma idea y por lo tanto nos hubiésemos dirigido directamente hacia sus espadas, la única salida era seguir hacia el sur, cabalgando tan rápida y denodadamente como pudiéramos para escapar de aquellas fauces que, estaba convencido, se disponían a cerrarse sobre nosotros.
Me dirigí al río. A pesar de que los daneses se acercaban al galope, no podía ir más rápido que los más lentos de nuestros caballos, so pena de exponerme a perder algunos hombres, pero si era capaz de llegar al río Saefern, aún nos quedaba alguna posibilidad. Pensé que lo mejor sería llevar nuestras monturas hasta el río y obligarlas a cruzarlo a nado con el propósito de defender la otra orilla, si salíamos indemnes tras vadearlo de manera tan disparatada. Ordené a Finan que fuera en dirección al último lugar donde habíamos atisbado un destello de sol reflejándose en el agua, mientras yo me dirigía a la retaguardia, soportando el chaparrón de terrones de suelo blando y húmedo que levantaban los recios cascos de los caballos.
Finan lanzó un grito de advertencia, y vi a unos jinetes delante. Eché pestes, pero seguí galopando, con Hálito-de-serpiente en la mano.
—¡Al ataque! —grité. Era lo más sensato que podíamos hacer. Estábamos atrapados y nuestra única esperanza pasaba por enfrentarnos con los hombres que se abalanzaban sobre nosotros, cuando caí en la cuenta de que los superábamos en número—, ¡matadlos y seguid adelante! —grité a los míos, al tiempo que espoleaba mi montura para ponerme al frente. Estábamos cerca de un camino de suelo embarrado, salpicado de marcas de cascos y de rodaduras de carretas, que discurría entre caseríos, pequeños huertos de hortalizas, montones de estiércol y porquerizas—. ¡A la calzada! —grité, en cuanto me puse a la cabeza de nuestra pequeña columna—. ¡Acabad con ellos y adelante!
—¡Son de los nuestros! —me advirtió Finan, apurado—, ¡son de los nuestros! ¡Que son de los nuestros!
Era Merewalh, que picaba espuelas para salir a nuestro encuentro.
—¡Por aquí! —me gritó, señalando la calzada, mientras sus hombres se unían a los míos, hollando con los cascos de nuestras monturas la hierba que crecía a ambos lados de las desgastadas losas romanas.
Volví la vista atrás por encima del hombro izquierdo, y observé que los daneses nos seguían de cerca. Frente a nosotros, se alzaba una suave colina; en lo alto, una empalizada, un fuerte, viejo y medio en ruinas, que aún se mantenía en pie; nos dirigimos al altozano. Miré atrás de nuevo y reparé en media docena de daneses que venían muy por delante del resto de sus compañeros.
—¡Finan! —grité, sujetando las riendas y obligando al caballo de guerra que montaba a dar media vuelta.
Al verme, una docena de los míos siguieron mis pasos y volvieron grupas, levantando a su paso pedazos de barro. Espoleé mi montura y le di en las ancas con el canto de Hálito-de-serpiente. Para mi sorpresa, los seis daneses se dieron la vuelta casi inmediatamente. Uno de los caballos resbaló y se fue al suelo en medio de un gran estruendo de cascos, mientras el hombre, así desmontado, se incorporó y se agarró al estribo de uno de sus compañeros, corriendo al lado del caballo mientras huían al trote.
—¡Alto! —grité, no a los daneses, claro está, sino a los míos, porque el grueso de los guerreros daneses se acercaba a todo galope—. ¡Atrás! —grité otra vez—, ¡atrás y a lo alto de la colina!
El montículo, con su fuerte desvencijado, se alzaba junto a una franja de tierra formada por un enorme recodo que describía el río Saefern. En el lado más próximo al río, entre cenagales y marjales, había un pueblo, una iglesia y un puñado de casas, donde se habían refugiado algunos lugareños que huían de los invasores. El ganado, los cerdos, los gansos y las ovejas que habían llevado con ellos campaban a sus anchas entre aquellos chamizos de techumbres de paja.
—¿Dónde estamos? —pregunté a voces a Merewalh.
—En un lugar llamado Scrobbesburh, mi señor —me respondió a gritos.
Era un fortín defensivo. La franja de tierra tenía unos trescientos pasos de ancho y, para defenderla, disponía de mis ciento cuarenta y tres hombres, a los que había que sumar los que venían con Merewalh. Además, muchos de los fugitivos eran hombres del fyrd, y disponían de hachas, lanzas, arcos de caza y hasta algunas espadas. Merewalh se había encargado de alinearlos a todo lo ancho de la franja.
—¿Cuántos hombres hay en total? —le pregunté.
—Trescientos, mi señor, sin contar mis ochenta y tres guerreros.
Los daneses nos observaban. Serían unos ciento cincuenta en aquellos momentos. Muchos más llegaban del norte.
—Que cien de los hombres del fyrd ocupen el fuerte —le ordené.
El fortín se alzaba en la parte sur de la franja, por lo que el lado que miraba al norte estaba desprotegido. Junto al río, más que tierra, sólo había marjales. Dando por sentado que ningún danés se aventuraría a cruzarlos, formé un muro de escudos entre las estribaciones del montículo donde se alzaba el fuerte y el límite de los juncales. El sol estaba a punto de ocultarse. Pensé que los daneses iniciarían el ataque en cualquier momento pero, aunque no paraban de llegar en número no desdeñable, ni siquiera lo intentaron. Al parecer, nuestra masacre habría de esperar al día siguiente.
Apenas pegamos ojo. Ordené que encendieran fogatas a lo largo de la franja por si se les ocurría atacar aquella noche. Lo único que vimos fueron fuegos de campamento por el norte mientras, de allí, seguían llegando hombres sin parar que encendían más hogueras, hasta que el cielo no fue sino un resplandor de llamas que se reflejaban en las nubes más bajas. Ordené a Rypere que inspeccionase el poblado y juntase todos los víveres que encontrase. Éramos al menos ochocientas las personas que habíamos buscado refugio en Scrobbesburh, y no tenía ni idea de cuánto tiempo podríamos resistir, aunque suponía que, incluso matando el ganado, las provisiones sólo nos alcanzarían para unos pocos días. Con ayuda de una docena de hombres, Finan se dedicó a echar abajo aquellos chamizos, de forma que utilizamos las vigas para erigir una barrera de un lado a otro de la franja.
—Lo más sensato —me dijo Merewalh en un aparte en algún momento de aquella noche en vela— sería que los caballos pasasen a nado hasta el otro lado del río y seguir hacia el sur.
—¿Por qué no lo hacéis?
Esbozó una sonrisa y, moviendo la cabeza, señaló a unos pequeños que dormían en el suelo.
—¿Y dejarlos a merced de los daneses, mi señor?
—No sé cuánto tiempo podremos resistir —le advertí.
—Lord Etelredo enviará un ejército —dijo muy convencido.
—¿Eso creéis?
Sonrió entre dientes.
—Quién sabe si el rey Eduardo…
—Quizá —repuse—, pero vuestros correos tardarán dos o tres días en llegar a Wessex, donde perderán dos o tres días más dándole vueltas al asunto. Para entonces, ya estaremos muertos.
Merewalh tardó en asimilar lo desesperado de la situación pero, a menos que los refuerzos ya estuvieran en camino, no saldríamos con vida de aquel lugar. El fuerte era un patético recurso defensivo, recordatorio de alguna antigua guerra librada contra los galeses, que nunca dejaban pasar por alto una oportunidad de saquear las tierras más occidentales de Mercia. Contaba con una zanja, que no habría disuadido ni a un tullido, y la empalizada estaba tan podrida que podía echarse abajo de un manotazo. La barrera que colocamos era para morirse de la risa, una serie de vigas alineadas al buen tuntún que, si bien bastarían para frenar a cualquiera que lo intentase, de nada servirían contra un ataque decidido. Sabía que Merewalh tenía razón, que lo que teníamos que hacer era cruzar el río Saefern y seguir hacia el sur hasta dar con un sitio en condiciones para albergar un ejército. Pero eso significaría abandonar a su suerte a toda la gente que había buscado refugio en aquel amplio recodo del río.
Por otra parte, lo más probable era que los daneses ya hubiesen pasado al otro lado del río. Había vados más al oeste, y tratarían de rodear Scrobbesburh antes de que nos llegasen refuerzos. La verdad, pensé para mis adentros, es que sólo podíamos confiar en que los daneses siguieran adelante con la invasión y que, antes de sufrir bajas enfrentándose con nosotros, nos dejaran de lado y continuaran hacia el sur. Pero era pedir demasiado y, a lo largo de la noche, mucho antes de que los tonos grisáceos del amanecer se dibujasen en el cielo, llegué a sentirme como el condenado que espera el momento de la ejecución. Las tres hilanderas no me habían dejado otra salida que desplegar mi estandarte y morir con Hálito-de-serpiente en la mano. Pensé en Stiorra, mi hija, y les supliqué que me permitieran verla una vez más. Entonces, entre la bruma, despuntó un amanecer gris. Unas nubes bajas, llegadas del oeste, descargaban una suave llovizna.
A pesar de la bruma, podía ver los estandartes de los daneses. En el centro, el emblema de Haesten, una calavera al extremo de una larga pértiga. El viento carecía de fuerza para que los pendones ondeasen, de modo que no acerté a ver si exhibían águilas, cuervos o jabalíes. Los conté y, a pesar de que la niebla me ocultaba algunos, observé que habría no menos de treinta. Bajo aquellos estandartes empapados, los daneses se disponían a formar un muro de escudos.
Nosotros sólo disponíamos de dos enseñas. En el fuerte, en lo alto de un palo, Merewalh había desplegado el estandarte de Etelredo, un caballo blanco encabritado que, por falta de viento, ni hacía cabriolas siquiera. Mi estandarte, el de la cabeza de lobo, lo planté en las estribaciones al norte de la franja, y ordené a Oswi, mi criado, que echara abajo un árbol joven e hiciera una segunda asta, de forma que pudiéramos desplegar mi bandera en condiciones y los daneses supieran con quién habían de vérselas.
—Es como invitarlos a venir a por nosotros, mi señor —comentó Finan, pisoteando con rabia la tierra húmeda—. Recordad que los ángeles dijeron que moriríais, y todos ésos sólo sueñan con clavar vuestra calavera en el hastial de su casa.
—No pienso esconderme —repuse.
Finan se santiguó y dirigió una mirada distraída a las filas de nuestros enemigos.
—Por lo menos, será una muerte rápida, mi señor —se conformó.
Aunque seguía lloviznando, la niebla se despejó un poco. Entre dos breñas, a una media milla de distancia, los daneses habían formado un impenetrable muro de escudos pintados que llenaba el espacio entre los árboles. Me dio la impresión de que se adentraba en los bosques aledaños. Me pareció raro pero, a esas alturas de aquella guerra insólita, ya no me atrevía a aventurar nada.
—¿Unos setecientos? —calculé a ojo.
—Más o menos —convino Finan—, hay para dar y tomar. Sin contar los que veo entre los árboles.
—¡Qué raro!
—A lo mejor confían en que ataquemos nosotros —apuntó Finan—, y rodearnos por los flancos.
—De sobra saben que no atacaremos —repuse.
Éramos inferiores en número, y la mayoría de los nuestros no eran guerreros consumados, circunstancia esta que saltaba a la vista, por la sencilla razón de que rara vez los hombres del fyrd disponían de escudos. Se habrían fijado en el muro de escudos que había formado en el centro de la franja, pero no se les habría pasado por alto que los hombres que lo flanqueaban carecían de medios para defenderse. «Somos una presa fácil», pensé. Estaba seguro de que, en cuanto los daneses se decidiesen a avanzar, los hombres del fyrd caerían tronchados como ramitas.
En lugar de eso, no se movieron de donde estaban, a pesar de que la bruma se disipaba y la lluvia arreciaba. A veces, se les ocurría golpear las espadas contra los escudos con gran estrépito, incluso oí que algunos nos increpaban, aunque estaban demasiado lejos como para saber lo que decían.
—¿Por qué no atacarán? —se preguntaba Finan, quejoso.
Nada podía decir, porque no tenía ni idea de lo que andaban tramando. Estábamos a su merced y, en vez de atacar, no se movían de donde estaban. ¿Esa era su idea de llevar a cabo una gran invasión? Recuerdo que no dejaba de mirarlos mientras me hacía esa pregunta. Entonces dos cisnes pasaron volando por encima de nosotros, batiendo las alas a pesar de la lluvia. Una señal, sin duda, pero ¿cuál sería su significado?
—Antes de acabar con todos nosotros —pregunté a Finan—, ¿cuántos daneses nos llevaríamos por delante?
—Unos doscientos —calculó.
—Por eso no se deciden a atacar —aseveré. Finan se me quedó mirando con ojos de asombro—. Tienen hombres escondidos entre los árboles —continué—, no por ver si nos decidimos a atacarlos, sino para que no sepamos cuántos son —guardé silencio un momento, tratando de esbozar una idea que se me acababa de pasar por la cabeza—, o para ser más preciso —continué—, para que no sepamos que son pocos en realidad.
—¿Pocos? —se extrañó Finan.
—Ese no es el imponente ejército que esperábamos —me arranqué, por fin, muy seguro de lo que estaba diciendo—. Es un simulacro. No están a las órdenes de Sigurd ni de Cnut.
Era una suposición, pero también la única explicación que tenía para aquella situación. Quien estuviera al frente de los daneses disponía de menos de un millar de hombres y no estaba dispuesto a sacrificar a doscientos o trescientos guerreros en una escaramuza que nada tenía que ver con la invasión de verdad. Su propósito no era otro que distraernos allí y atraer tropas sajonas al valle del Saefern mientras se desarrollaba la verdadera invasión. Pero ¿dónde? ¿Por mar, quizá?
—Pensaba que Offa os había dicho que… —acertó a decir Finan.
—Ese cabrón no dejaba de lloriquear —dije con rabia—. Gimoteaba para convencerme de que era cierto lo que me estaba diciendo. Me dijo que quería pagarme con creces mis bondades, cuando yo nunca lo había tratado con especial miramiento. Me limitaba a pagar por sus servicios, como todo el mundo. Los daneses debieron de ofrecerle más para que me soltara tamaña sarta de mentiras.
Aunque seguía sin saber si estaba en lo cierto, el caso es que no dejaba de preguntarme cuál sería la razón de que los daneses no se decidiesen a acabar con nosotros.
Percibimos entonces cierto revuelo en el centro del muro de escudos que habían formado, que se separaban para dejar paso a tres hombres a caballo. Uno de ellos llevaba una rama con muchas hojas, señal de que sólo venían con ánimo de parlamentar; otro lucía un yelmo con cimera de plata que culminaba un altivo penacho de plumas de cuervo. Llamé a Merewalh a mi lado y, con Finan y con él, los tres pasamos al otro lado de nuestra endeble barrera y echamos a andar por el prado anegado para acercarnos a los daneses.
El hombre tocado con el penacho de plumas de cuervo no era otro que Haesten. La pieza en cuestión era una espléndida obra de artesanía, rematada con la serpiente de Midgard, nuestro mundo, que se enroscaba alrededor del yelmo y una cola con la que se protegía la nuca en tanto que la boca era la cimera donde se asentaban las plumas de cuervo. Entre unos dragones grabados que adornaban las carrilleras, atisbé la siniestra sonrisa que Haesten me dirigía.
—Mi lord Uhtred —me saludó, con una sonrisa de oreja a oreja.
—Observo que lleváis el tocado de vuestra esposa —le dije.
—Es un regalo del jarl Cnut —respondió—, quien se pasará por aquí esta misma noche.
—No dejaba de preguntarme a qué estabais esperando —contesté—. Ahora ya lo sé. Necesitáis que alguien venga a echaros una mano.
Haesten me dedicó una sonrisa, como si poco le importaran los insultos que pudiera dirigirle. El hombre que llevaba la rama verde se mantenía a unos pasos por detrás de él; el otro, el que estaba a su lado, era un hombre de armas que portaba un yelmo muy trabajado. Como llevaba las carrilleras cerradas, no llegué a verle la cara, pero sí una cota de malla de fina factura, silla de montar y tahalí con incrustaciones de plata y, en los brazos, innumerables y preciosos brazaletes. El caballo se puso nervioso y le dio un pescozón tan fuerte que lo obligó a andar de costado en aquel suelo blando. Haestern se volvió y acarició al nervioso animal.
—El jarl Cnut se presentará con Carámbano-de-hielo —me dijo.
—¿A qué os referís?
—Su espada —me aclaró Haesten—, el y vos, lord Uhtred, os batiréis en el espacio delimitado por unas ramas de avellano. No se me ha ocurrido un mejor regalo para él.
Entre los daneses, Cnut Ranulfson tenía fama de ser el mejor con la espada, un auténtico mago con el arma en las manos, un hombre que no perdía la sonrisa mientras mataba, un hombre que, orgulloso, aceptaba el título con que lo distinguían los suyos. Confieso que, al oír a Haesten, me dejé llevar por el miedo. Una pelea entre cuatro ramas de avellano era una lucha a muerte en toda regla, la ocasión perfecta para que Cnut luciera sus habilidades.
—Estaré encantado de acabar con él —contesté.
—¿Acaso no os advirtieron vuestros ángeles de que ibais a morir? —me preguntó Haesten, muerto de risa.
—¿Mis ángeles?
—Una idea magnífica, por cierto —añadió Haesten—, el joven Sigurd, que aquí veis, tuvo la buena ocurrencia de traérnoslas. ¡Dos muchachas preciosas! ¡Las disfrutó de lo lindo, como la mayoría de los hombres!
De modo que el jinete que estaba al lado de Haesten era el hijo de Sigurd, aquel cachorro que había pretendido enfrentarse conmigo en Ceaster, el mismo que iba al mando de la incursión en Turcandene, una proeza para demostrar que tenía madera de caudillo, aunque estaba seguro de que su padre lo habría enviado con hombres más avezados y prudentes para cerciorarse de que no cometía errores de consecuencias fatales. En ese momento, me acordé de las moscas revoloteando sobre el cuerpo de Ludda, del tosco dibujo de un cuervo en el antiguo yeso que enlucía la pared.
—Cuando acabe contigo, cachorrito —le dije—, me aseguraré de que no lleves una espada en la mano. Irás a hacer compañía a la carne putrefacta de Hel. Ya verás qué bien lo vas a pasar, especie de cagarruta de murciélago.
Sigurd Sigurdson se llevó la mano a la espada, la sacó de la vaina lentamente, dando a entender que no se disponía a pelear de inmediato.
—Su nombre es Dragón-de-fuego —me dijo, blandiéndola delante de mis narices.
—Bonito juguete —me mofé de él.
—Quería que supierais el nombre de la espada con que voy a mataros.
Volvió con fuerza la cabeza del caballo como si se dispusiera a abalanzarse sobre mí, pero el animal hizo un amago de renuncio, y el joven Sigurd tuvo que aferrarse al pomo para no caerse de la silla. Haesten se inclinó de nuevo y se hizo cargo de las riendas.
—Envainad la espada, mi señor —le dijo, al tiempo que me dedicaba una sonrisa—. Tenéis de plazo hasta el anochecer para deponer las armas —añadió con voz alta y fuerte, que se impuso al comentario que yo tenía en la punta de la lengua—. De lo contrario, todos moriréis. Si os rendís, lord Uhtred, permitiré que los vuestros sigan con vida. ¡Hasta entonces! —dijo, volviendo grupas, y llevándose de paso al joven Sigurd con él—. ¡Hasta entonces! —repitió, mientras se alejaba.
Aquella guerra sí que superaba todo lo imaginable, pensé. ¿Por qué esperar, a menos que Haesten temiese que podría perder a una cuarta o tercera parte de sus hombres? Si de verdad eran la vanguardia del imponente ejército danés, no tenía ningún sentido que perdieran el tiempo en Scrobbesburh. Al revés, deberían estar avanzando a todo galope y sin aliento hacia el próspero sur de la Mercia sajona, antes de pasar al otro lado del Temes y devastar Wessex. A no ser que estuviera en lo cierto y aquella incursión danesa no fuera sino un simulacro para distraernos —porque el ataque de verdad se estaba produciendo en otra parte—, cada jornada que desperdiciaban era un día más para llamar a los hombres del fyrd y reunir las tropas que enviasen los señores sajones.
Había más daneses por aquellos contornos. A última hora de la mañana, cuando dejó de llover y un tímido y pálido sol asomó entre las nubes, observamos más columnas de humo hacia el este. Al principio, sólo eran un hilillo de humo, pero no tardaron en convertirse en una humareda. Al cabo de una hora, vimos otras dos. Algunos daneses se dedicaban a saquear los pueblos cercanos, en tanto que otra partida había vadeado el río y vigilaba el amplio recodo en donde permanecíamos atrapados. Osferth había encontrado dos embarcaciones, poco más que unos pellejos ensamblados en unas varas de sauce, y se le ocurrió la idea de construir una gran almadía, como aquella de que nos sirviéramos para cruzar el río Use, pero la presencia de jinetes daneses le impidió llevar a cabo su propósito. Ordené a los míos que, con vigas y cabrios, reforzasen la barrera que defendía la franja, dándole más altura para proteger mejor a los hombres del fyrd y para que cualquier ataque por fuerza hubiera de encontrarse con mi muro de escudos. Si se trataba de un ataque bien pensado, no tenía muchas esperanzas de que fuésemos a salir con vida, pero tenía que mantener ocupados a los hombres, que se encargaron de echar abajo seis de las cabañas y de llevar las vigas a la franja, de forma que la barrera cobró un aspecto más imponente. Un cura que allí había encontrado refugio recorrió nuestra línea defensiva dando a los hombres unos trocitos de corteza de pan. Éstos se ponían de rodillas a sus pies, y el cura les colocaba aquellas migajas en la boca. Luego, añadía una pizca de tierra.
—¿Por qué hace eso? —pregunté a Osferth.
—Porque venimos del polvo, mi señor, y al polvo hemos de volver.
—A no ser que Haesten ataque, no iremos a ninguna parte —repliqué.
—¿Nos tiene miedo?
—Es una añagaza —le dije, negando con la cabeza.
Había pasado por tantas desde el momento en que aquellos hombres trataron de acabar conmigo el día de san Alnoth, cuando se requirió mi presencia para concluir una alianza con Eohric —y luego vino la quema de los barcos de Sigurd, y la farsa de los ángeles— que todo me llevaba a sospechar que los daneses nos habían tendido la mayor de todas, y que les había salido bien porque, aquella tarde, se produjo una súbita conmoción en la otra orilla del río y los daneses que la vigilaban espolearon sus monturas hacia el oeste. Algo los había asustado y, al cabo de un momento, apareció una tropa de jinetes mucho más numerosa. Portaban dos estandartes, en uno se veía una cruz; el otro mostraba un dragón. Eran sajones del oeste. Haesten había conseguido atraerlos a Scrobbesburh, mientras yo seguía convencido de que todos deberíamos estar en otra parte, muy lejos de allí, donde se estuviera produciendo el verdadero ataque danés.
Steapa iba al frente de la tropa. Echó el pie a tierra y bajó por la orilla del río hasta un pequeño bajío que se adentraba en el agua y, sirviéndose de las manos como bocina, gritó:
—¿Por dónde podemos vadearlo?
—Al oeste —contesté a voces—. ¿Cuántos sois?
—¡Doscientos veinte!
—Habrá unos setecientos daneses por estos parajes —respondí—, ¡pero no creo que formen parte del gran ejército que esperábamos!
—¡Vienen más de los nuestros! —repuso, como si no hubiera oído lo que acababa de decirle, y vi cómo volvía a ganar la orilla.
Desapareciendo por detrás de unos árboles, se dirigió al oeste en busca de un vado o de un puente. Volví a la franja de tierra, y observé que los daneses no habían dado ni un paso. Tenían que estar hartos, pero no hicieron nada para iniciar un ataque, ni siquiera cuando el sol se puso y anocheció. Haesten debía de haberse imaginado que yo no me rendiría así como así, pero tampoco movió un dedo por llevar a cabo la amenaza que había anunciado aquella mañana. Sin apartar los ojos del oeste a la espera de Steapa y los suyos, un día más, vimos cómo encendían fogatas en el campamento danés. Nos mantuvimos vigilantes y a la espera. Hasta que se hizo de noche.
Al amanecer, los daneses habían desaparecido.
* * *
Al frente de unos ciento cincuenta guerreros, Etelfleda se presentó una hora después de la salida del sol. Como Steapa, había tenido que cabalgar hacia el oeste hasta dar con un vado. A eso del mediodía, por fin, habíamos reunido nuestras fuerzas.
—Pensé que estarías camino del sur —le dije a modo de saludo.
—Alguien tiene que plantarles cara —replicó.
—Sólo que se han ido —le expliqué. Todavía se veían los rescoldos humeantes de las fogatas que habían prendido al norte de la franja, pero no había ni rastro de daneses, tan sólo huellas de cascos de caballerías que se dirigían al este. Disponíamos de un ejército, pero nadie con quien enfrentarnos—. Haesten nunca tuvo la intención de enfrentarse a mí —dije—. Sólo quería atraer cuantos más hombres mejor hasta aquí.
Steapa me miró con cara de extrañeza. De inmediato, Etelfleda se dio cuenta de lo que había pasado.
—¿Dónde andan ahora?
—Si nosotros estamos aquí, al oeste —repuse—, supongo que ellos andarán por el este.
—¿Y Haesten ha ido a su encuentro?
—Me imagino —contesté.
Aparte de que los hombres de Haesten habían saqueado las haciendas al sur de Ceaster antes de dirigirse, por razones que desconocíamos, hacia el este, no estábamos seguros de nada. Eduardo, como Etelfleda, había respondido a mi llamada y había enviado hombres al norte para saber si se trataba, o no, de una invasión. El único cometido de Steapa era confirmar o desmentir mis temores, y regresar a Wintanceaster. En cuanto a Etelfleda, había hecho caso omiso de mi recomendación de que fuera a Cirrenceastre en busca de refugio y, al frente de sus guerreros, había marchado hacia el norte. Desde Gleawecestre, me dijo, se había reclamado la presencia de otras tropas de Mercia.
—¡Menuda sorpresa! —exclamé con sorna.
Al igual que la última vez que Haesten invadiera Mercia, Etelredo se mostraba dispuesto a defender sus dominios y a dejar que los demás se las arreglasen como buenamente pudieran.
—Debo volver para informar al rey —intervino Steapa.
—¿Cuáles eran vuestras órdenes? —le pregunté—. ¿Averiguar si se había producido una invasión por parte de los daneses?
—Tales son, mi señor.
—¿Lo habéis averiguado?
Negó con la cabeza.
—No.
—En tal caso, vos y los vuestros venid conmigo, y tú —señalé con el dedo a Etelfleda— deberías refugiarte en Cirrenceastre o acudir al lado de tu hermano.
—Y tú —replicó ella, haciendo el mismo gesto— no eres quién para decirme lo que debo hacer, así que obraré como mejor me parezca —mientras, desafiante, no dejaba de mirarme. No dije nada—. ¿Por qué no acabamos con Haesten? —preguntó.
—Porque no disponemos de hombres suficientes —contesté, armándome de paciencia—, y porque no sabemos dónde andará el resto de los daneses. ¿Deseas que nos enredemos en una batalla con Haesten para acabar descubriendo que tres mil daneses beodos te están acogotando?
—¿Qué hacemos entonces? —me preguntó.
—Lo que yo te diga.
Y nos dirigimos al este, siguiendo las huellas de las caballerías de Haesten. Lo más sorprendente es que ya no vimos haciendas incendiadas ni aldeas saqueadas, lo que indicaba que el danés se había alejado a toda velocidad de aquellos parajes, dejando de lado las posibilidades de enriquecimiento que le salían al paso porque, a mi entender, había recibido órdenes de que sus hombres se uniesen al gran ejército danés, dondequiera que éste estuviera.
También nosotros galopábamos deprisa. Al cabo de dos días, pasamos cerca de Liccelfeld, y quise hacer un alto para dejar zanjado un asunto. Llegamos a aquella ciudad pequeña y carente de muros defensivos que, sin embargo, albergaba una iglesia enorme, dos molinos, un monasterio y una impresionante mansión, la residencia del obispo. Muchos de sus habitantes habían ido al sur en busca de un fortín donde refugiarse, de modo que, al vernos llegar, huyeron despavoridos. Pensando que éramos daneses, mucha gente corrió a esconderse en los bosques más próximos.
Dimos de beber a los caballos en los dos arroyos que cruzaban la ciudad, y envié a Osferth y a Finan a comprar provisiones, mientras Etelfleda y yo, con treinta de los nuestros, nos dirigíamos a la segunda mejor mansión del lugar, un magnífico edificio de reciente construcción que se alzaba en el límite norte de la localidad. Al contrario que sus vecinos, en vez de ponerse a correr al vernos llegar, rodeada de una docena de criadas, la viuda nos esperaba en el salón.
Se llamaba Edith. Era joven, era hermosa y de carácter fuerte, aunque trataba de disimularlo. Una mujer de buen ver, con unos rizos pelirrojos que le asomaban a ambos lados de una cara redonda. Se tocaba con un gorro de lino de color amarillo pálido; llevaba una cadena de oro colgada del cuello.
—Así que vos sois la viuda de Offa —le dije, y asintió sin abrir la boca—. ¿Qué fue de los perros?
—Los ahogué —repuso.
—¿Cuánto le pagó el jarl Sigurd al que fuera vuestro esposo por engañarnos? —le pregunté.
—No sé a qué os referís —contestó.
Me volví a Sihtric y le ordené:
—Busca por toda la casa. Llévate cuantas provisiones encuentres.
—No podéis… —comenzó a decir la mujer.
—Puedo hacer lo que me dé la gana —repliqué soltando un bufido—. Vuestro difunto esposo vendió Wessex y Mercia a los daneses.
Se mantuvo en sus trece, sin admitirlo, pero a la vista estaba la opulencia que se respiraba en aquella mansión recién construida. Empezó a dar gritos, trató de clavarme las uñas cuando le arranqué la cadena de oro que llevaba al cuello y, cuando nos íbamos, no dejó de escupirnos y de lanzarnos maldiciones. No abandoné la ciudad de inmediato, sino que me di una vuelta por el cementerio, al lado de la catedral, y encargué a algunos de los míos que desenterrasen el cuerpo de Offa. Había pagado en plata a los curas para que su tumba estuviera cerca de las reliquias de san Chad, con la vana esperanza de que tal proximidad acelerase su llegada al cielo el día en que Cristo volviera a la tierra, pero hice cuanto estaba en mi mano para que su alma pecadora fuera a parar al infierno de los cristianos. Sin despojarlo de la sábana en que estaba envuelto, nos llevamos su cuerpo en descomposición a las afueras de la ciudad y lo arrojamos a un arroyo.
Y seguimos a caballo, rumbo al este, para averiguar si su traición había condenado a Wessex.