En mi impresión, mi tía es muy valiente. Parece que nadie en este mundo pueda asustarla y que ningún asunto le despierte el miedo. Pero Leoncita y yo fuimos testigos cuando se mareó y echó espumarajos por la boca porque una rana la asustó.
Fue una mañana de abril, cuando nos invitaron a Leoncita y a mí a visitar el vivero de ranas toro que pertenecía a Yuan Sai y Jin Xiu. En cuestión de unos años, Dongbeixiang había cambiado totalmente. En las dos orillas del río habían reconstruido bonitas rampas, en los parques se podían encontrar diferentes flores y preciosas plantas. Se habían levantado más de diez complejos de viviendas, los edificios presentaban estilos variados e incluso habían construido villas de estilo europeo. Este pueblo se ha unido a la capital del distrito, se han mejorado las comunicaciones y se ha reducido la distancia con el aeropuerto de Qingdao; ahora solo se tarda cuarenta minutos en llegar. Por eso muchos comerciantes coreanos y japoneses vienen aquí a invertir. La mayor parte de nuestro pueblo se ha convertido en campos de golf y, aunque se le ha otorgado un nuevo nombre: el pueblo Chaoyang (dando al sol), solemos llamarlo Dongbeixiang.
El vivero de ranas toro no estaba muy lejos de nuestro barrio, a tan solo dos kilómetros y medio. Cuando mi primo pequeño propuso recogernos con el coche le dijimos educadamente que no hacía falta. Anduvimos por la acera río abajo y de vez en cuando nos encontramos con madres jovencitas que empujaban un carrito con su niño. Tenían bien hidratada la cara y la mirada perdida, además, desprendían la fragancia de perfumes lujosos. Algunos niños estaban entretenidos con su chupete, otros dormían, otros observaban este mundo con sus ojitos negros y desprendían un olor a miel. Cada vez que veíamos un carrito, Leoncita se acercaba, echaba su opulento cuerpo hacia delante y sacaba la mano para acariciar las carnosas manitas de los niños y sus rosáceas mejillas. Los gestos que se esbozaban en su rostro mostraban un enorme cariño hacia los niños desde lo más profundo de su corazón. Entonces, vimos a una jovencita extranjera de ojos azules y pelo rubio que empujaba un cochecito doble. Las dos niñas mestizas llevaban gorritos de encaje y eran tan monas como las Barbies. Leoncita no podía parar de acariciar a las dos niñas mientras murmuraba y lloraba. Leoncita me lanzó una sonrisa, pero yo no podía hacer nada más que tirar de su ropa y decirle:
—¡Que no se te caiga la baba en la cara de las niñas!
—¿Por qué no descubrí antes que los niños son tan monos? —me contestó suspirando.
—Eso significa que estamos envejeciendo.
—No lo creo —dijo—. La gente de hoy día goza de un alto nivel de vida por lo que dan a luz niños muy sanos y muy monos.
También nos encontramos con varios amigos; alargamos la mano y les saludamos. Una conclusión a la que llegamos Leoncita y yo fue que estábamos viejos, y que las últimas décadas habían pasado volando, sin que nos hubiésemos dado cuenta.
Vimos que en el río había un barco lujoso que tenía una cantidad exagerada de adornos verdes y rojos. Se movía muy despacio, como los barquitos de juguete con forma de edificios antiguos que flotaban en el río. Una suave melodía inundaba el barco y unas chicas con vestidos antiguos bailaban acompasadas, como una pintura clásica. Algunas chicas estaban tocando instrumentos antiguos en el interior del barco. De repente, un bote pasó a toda prisa a su lado y levantó muchas olas; las gaviotas volaron asustadas.
Andábamos cogidos de la mano; parecíamos muy enamorados aunque cada uno tenía la mente en sus propios asuntos. «Niños, qué niños tan lindos», posiblemente eso era lo que estaba pensando Leoncita. En cuanto a mí, estaba recordando una por una las imágenes de la peligrosa persecución que tuvo lugar en ese río hacía veinte años.
Cruzamos por el puente de acero recién construido. Este puente nuevo tiene un diseño muy moderno y parece una gaviota extendiendo sus alas. Nada más cruzar el río, a mano derecha está el campo de golf Metrópoli y a mano izquierda se puede ver el famoso templo de Niangniang.
Era 8 de abril del calendario lunar, día de la feria de Niangniang. Muchos vehículos de diferentes tipos habían ocupado los alrededores del templo. Según las matrículas, descubrimos que la mayoría de los coches provenía de otros distritos vecinos, algunos incluso de otras provincias.
Antiguamente había un pueblo muy pequeño llamado Niangniang Miao en honor al nombre de su templo. Recuerdo que cuando era pequeño, solía acompañar a mi madre a encender inciensos a ese templo pequeñito. Han pasado muchos años pero en mi mente parece que fuese ayer. Sin embargo, en la época de Revolución Cultural el templo fue destruido.
Ahora, el nuevo templo de Niangniang cuenta con grandes estancias, muros rojos y techos dorados. En el camino que conduce al templo hay muchos puestos que venden inciensos, velas o muñecos de barro. Los dueños anuncian en voz alta para atraer a los turistas:
—¡Venga a por una muñeca! ¡Venga a por un muñeco!
Entre ellos vimos un vendedor que llevaba puesta una toga amarilla. Era calvo y parecía un monje. Tocaba un pez de madera[16] y gritaba rítmicamente:
—Ata un hilo en el cuello del muñeco, será una alegría para tu familia.
»Ata hoy, concibe mañana; el año que viene te llamará papá.
»Muñecos de buena calidad, el maestro los diseña.
»Muñecos bonitos, con preciosos rostros y bocas como cerezas.
»Muñecos mágicos, que son famosos en otras provincias.
»Ata un hilo y tendrás un niño dragón[17] o una niña fénix.
»Ata tres hilos y serán tres estrellas; ata cuatro y serán cuatro santos.
»Ata cinco hilos y dominarán las cinco estrellas[18] si quiere atar seis hilos, no se los doy, temo que su esposa no los quiera…
La voz me sonó familiar y cuando nos acercamos vimos que era Wang Gan, que estaba tratando de venderles a unas mujeres coreanas o japonesas los muñecos de barro. Cuando estaba dudando si tirar de Leoncita hacia otra dirección para evitar tensiones, ella me soltó la mano y se dirigió hacia Wang Gan. Al poco tiempo, me di cuenta de que no había acudido al puesto por Wang Gan sino por los muñecos de barro. No había duda de que los muñecos de su puesto destacaban. Los de los otros puestos, aunque tenían colores radiantes, parecían idénticos; no se podía distinguir entre la muñeca y el muñeco. Pero los muñecos del puesto de Wang Gan eran distintos; tenían un toque natural y cada uno tenía un gesto diferente: algunos parecían nerviosos, otros tranquilos, algunos graciosos, otros cariñosos, algunos ponían pucheros, otros se carcajeaban. Enseguida me di cuenta de que debían ser obra de Hao Dashou, el maestro artesano de nuestro pueblo Dongbeixiang del condado de Gaomi.
Hao Dashou se casó con mi tía en 1999 y durante décadas había vendido sus muñecos a su modo. ¿Por qué de repente se los había dado a Wang Gan para venderlos aquí? Wang Gan miraba con desprecio los muñecos de los otros puestos y les decía a aquellas mujeres:
—Esos muñecos son unas baratijas, se hicieron con moldes, los míos son valiosos porque están hechos a mano. Los ha elaborado el mejor artesano, el rey de los muñecos de barro, Qin He. Puede hacerlos con los ojos cerrados. ¡Sus muñecos son la definición de realismo y preciosidad! —Cogió un muñeco que estaba haciendo un mohín y siguió diciendo—: En comparación con las obras del maestro Qin, las figuras de cera del museo de Tussauds son meros objetos mediocres. Todo sale de la tierra, ¿lo sabéis? Nü Wa nos creó con un trozo de barro, ¿lo sabéis? El barro tiene su espíritu. El barro que utiliza nuestro maestro Qin se sacó de un lugar especial, a dos metros de profundidad del río Jiao. Es barro que tiene tres mil años, es un barro con cultura, con historia. Después de sacarlo, se coloca bajo el sol para que se seque, también bajo la luna para que se enfríe. Cuando ha recibido la esencia del sol y de la luna, se pone en el molino de piedra para romperlo. Luego, utilizamos el agua de río que se coge de madrugada y el agua del pozo que se coge al anochecer para mezclarlo. Hay que moldearlo con las dos manos durante dos horas, luego golpearlo con un palo de madera durante otras dos horas hasta que parezca una masa hecha de harina. Solo cuando lo ha conseguido, puede empezar a trabajar con el barro. Además, tengo que deciros que cuando nuestro maestro termina de hacer un muñeco, le hace un agujerito en la cabeza con una caña de bambú. A continuación se pincha el dedo índice y deja caer unas gotas de sangre dentro. Luego, cierra el agujero y deja que los muñecos terminados se ventilen. Después de cuarenta y nueve días, les da color a la piel, les pinta los ojos… Sus muñecos son duendes. No os miento ni quiero asustaros. En las noches de luna llena, los muñecos del maestro Qin podrán bailar al son de la flauta, aplaudirán y sonreirán. El sonido de sus cantos y risas se parece a la melodía de un móvil; no es ruidoso, se puede oír claramente. Si no lo creen, pueden atar unos hilos a su cuello y probarlo ustedes mismas en su casa. Si no funciona, pueden buscarme y romperlos delante de mi puesto. Aunque supongo que no los romperán porque se pondrían a sangrar y llorarían.
Cuando terminó todas las alabanzas, aquellas mujeres compraron dos muñecos. Wang Gan sacó una caja especial para empaquetarlos. Las mujeres se pusieron muy contentas y se marcharon. En ese momento, Wang Gan nos hizo caso.
Suponía que nos había reconocido desde el primer momento en el que aparecimos. Aunque no se hubiese fijado en mí, era imposible que se hubiese olvidado de Leoncita, de quien había estado más de diez años enamorado. Sin embargo gritó sorprendido, como si acabase de reconocernos:
—¡Uhlala! ¡Sois vosotros dos!
—¿Cómo estáis, hombre? Bueno, hace muchos años que no nos vemos.
Leoncita esbozó una sonrisa forzada y dijo algo entre dientes, aunque no se entendió nada. Nos dimos la mano con mucha fuerza y nos intercambiamos un cigarrillo. Él me dio uno de Baxi y yo le ofrecí uno de Jiangjun.
Leoncita fijó la mirada en los muñecos.
—He oído que habéis vuelto hace mucho —dijo—. Es verdad que después de recorrer el mundo, el pueblo natal es el mejor.
—Claro que sí. Volvemos a nuestras raíces, el zorro morirá en su colina —dije—. Doy gracias a la nueva época, no me imagino si continuara la situación de hace varias décadas.
—En el pasado, estábamos metidos en jaulas y los que estaban fuera tenían una cadena atada al cuello, pero ahora estamos libres, si tienes dinero, puedes hacer lo que quieras, bueno, lo que quieras que sea legal.
—Es verdad —dije yo—. Hombre, ¡qué hablador estás! —Señalé a los muñecos y dije—: ¿Son tan fabulosos como los anuncias?
—¿Piensas que he dicho sandeces? —me preguntó muy serio—. Lo que he dicho es verdad. Aunque haya exagerado un poco es tolerable, hasta los medios de comunicación nacionales exageran.
—No puedo competir contigo en el arte de hablar —dije—. ¿Es verdad que son obras de Lao Qin?
—Absolutamente —dijo Wang Gan—. Si digo que estos muñequitos pueden bailar la noche de luna llena al son de la flauta, quizá sea una exageración, pero si digo que estos muñequitos los hace Lao Qin con los ojos cerrados, sin duda que es verdad. Si no me crees, un día que tengas tiempo te llevaré a visitar a Lao Qin.
—¿Lao Qin también se trasladó aquí?
—Hoy en día, toda la gente elige un lugar cómodo en el que vivir —dijo—. Donde viva tu tía será donde Qin He decida mudarse. Si se muriese este hombre nos quedaríamos sin un gran aficionado y partidario de tu tía.
Leoncita levantó con las dos manos una muñeca bastante bonita que tenía los ojos grandes y la nariz muy alargada, parecía un bebé mestizo.
—La quiero —dijo.
Contemplé atentamente la muñeca y me vino una sensación extraña. Sí, sentí que la conocía. ¿Dónde la había visto antes? ¿Quién era? Dios mío, era la hija de Wang Dan, Chen Mei, a quien mi tía y Leoncita cuidaron durante casi medio año, aunque al final no tuvieron más remedio que devolvérsela a su padre.
Sí, esa sensación se hacía muy clara y recordé la tarde en la que Chen Bi vino a nuestra casa a exigirnos que le devolviéramos a su hija Chen Mei. Fue un día cercano a la Fiesta de la Primavera, la tarde de Despedida del Santo Culinario, una tarde en la que reinaban los fuegos artificiales. Fue el día en que Leoncita tenía preparados todos los papeles de reagrupación familiar del personal del servicio militar[19] y renunció a su trabajo en el hospital de la comuna. Yo estaba dispuesto a llevarlas a ella y a Yanyan a coger el tren con destino Beijing. Nos ofrecieron un piso de dos dormitorios en un recinto militar, lugar que se iba a convertir en nuestra nueva casa. Mi padre se negó a mudarse con nosotros. Tampoco quiso vivir con mi hermano mayor, que tenía un trabajo en el centro del distrito. Quería quedarse en nuestra tierra natal para protegerla. Afortunadamente, podíamos contar con mi segundo hermano mayor, que estaba trabajando en el pueblo y podía cuidar a nuestro padre.
Los días posteriores al fallecimiento de Wang Dan, Chen Bi empezó a beber a diario. Una vez borracho se ponía a cantar y a llorar. Vagabundeaba por las calles. Al principio, toda la gente pensaba que daba mucha lástima, pero a medida que transcurría el tiempo empezó a causar aversión.
Cuando salieron a buscar a Wang Dan, la comuna repartió el dinero de Chen Bi entre los campesinos que habían participado en su captura. Después de la muerte de Wang Dan, la mayoría le devolvieron el dinero, por lo que aproximadamente contaba con treinta mil yuanes, dinero suficiente para su consumo de alcohol durante tres años. Parecía que se había olvidado totalmente de la niña que mi tía y Leoncita llevaron al hospital del pueblo y salvaron con éxito. El objetivo de Chen Bi era que Wang Dan diese a luz a un hijo varón que pudiera proseguir la estirpe de su familia. Así que cuando vio que Wang Dan, después de todo lo que había arriesgado, parió a otra niña, se golpeó la cabeza con los puños y lloró:
—¡El cielo quiere destruirme!
Mi tía dio nombre a esta niña. Tenía unas hermosas cejas y unos maravillosos ojos. Como su hermana mayor se llamaba Chen Er, la Orejitas, eligió Chen Mei, la Cejitas. Leoncita aplaudió y dijo:
—¡Qué bonito nombre!
Mi tía y Leoncita habían pensado en adoptarla, no obstante, encontraron muchas dificultades para registrarla en el libro de familia y solicitar los documentos de adopción. Ni cuando Chen Bi la cogió de entre los brazos de Leoncita estaba registrada en el libro de familia. En el censo nacional de la República Popular China no aparecía su nombre porque era una «niña negra», una niña ilegal. Nadie sabía cuántos «niños negros» hubo en aquella época, pero la cifra debía ser sorprendente. Este problema se solucionó en 1990, durante el cuarto censo nacional. La multa que pusieron también ascendía a una cifra astronómica, sin embargo, era imposible saber cuánto dinero se depositó en el banco central. En esos diez años era imposible calcular el número de «niños negros». Probablemente, sería otra cifra chocante. Hoy en día, cada multa se ha multiplicado por diez. Si cuando se celebre otra vez el censo nacional los padres de estos «niños negros» pudiesen pagar toda la multa…
En aquellos días, la maternidad de Leoncita se había arraigado en su alma; abrazaba a Chen Mei y no podía dejar de besarla o mirarla. A veces sospechaba que Leoncita estaba tratando de darle el pecho, porque la forma de su pezón se había vuelto muy extraña. Sería milagroso si le saliese leche. No obstante, según dicen, no sería la primera vez que se producía este milagro. Cuando era niño, contemplé un trozo de una ópera que hablaba de una familia en la que los padres habían muerto en un accidente. A la hermana de dieciocho años no le quedó más remedio que cuidar de su hermano pequeño, que acababa de nacer. Puso el pezón en la boca de su hermano y unos días después le salió leche del pecho. Pero en realidad, tenía que ser una leyenda. ¿Cómo era posible que una chica de dieciocho años tuviera un hermano recién nacido? Mi madre me explicó que en el pasado la suegra y la esposa del hijo daban a luz a la vez; al parecer no era extraño. En realidad, ahora este fenómeno también es posible. Hace poco una compañera de la universidad de mi hija ha tenido otra hermana. Su padre, dueño de una mina de carbón, está nadando en la abundancia. Al contrario, los campesinos se juegan la vida en las «minas ilegales». Los dueños de estas minas viven en sus lujosas viviendas de Beijing, Shanghái, Los Angeles, San Francisco, Melbourne y Toronto con su segunda o tercera esposa ilegal y sus hijos. Tengo que dejar de pensar en estas tonterías ahora mismo, tengo que detener mis ideas, que estaban volando como un caballo loco.
Recuerdo la noche del día de Despedida del Santo Culinario. Nada más echar los raviolis al agua hirviendo, cuando mi hija estaba recitando una canción infantil: «Del sur vienen unas ocas, se tiran todas al agua», y Leoncita tenía a Chen Mei en brazos y le susurraba algo, Chen Bi entró en mi casa cojeando. Llevaba una gorra y una chaqueta brillante de piel de cerdo. Chen Er le seguía y tiraba de su pantalón. Llevaba puesto un abriguito, pero le quedaba pequeño. Las mangas le quedaban tan cortas que tenía las manos enrojecidas por el frío. Su pelo estaba alborotado, como unas hierbas silvestres, y se sorbía sin cesar los mocos; probablemente estaba resfriada.
—Llegáis justo en el mejor momento —le dije mientras removía la comida—. A la mesa todo el mundo. Vamos a comer raviolis.
Chen Bi se quedó en el umbral de la puerta. Su cara se iluminó por el fuego del hogar y su narizón se veía congelado, parecía un nabo esculpido. Chen Er se apoyó sobre su padre y se quedó de pie a su lado. Sus ojos grandes arrojaban una luz miedosa y curiosa. De vez en cuando miraba los raviolis que estaban dando vueltas en la olla, luego contemplaba a Leoncita y a la niña que estaba en sus brazos. Después, intercambiaba miradas con Yanyan. Entonces Yanyan le pasó un trozo de chocolate. Ella giró la cabeza para ver la cara que le ponía su padre y luego la levantó para echarnos un vistazo a nosotros.
—Cógelo —dije yo—. Es un regalo de tu hermanita.
Alargó su manita con miedo.
—¡Chen Er! —Chen Bi chilló seriamente.
Chen Er retiró la manita con mucha prisa.
—¿Qué haces? —dije—. ¡Es una niña!
Chen Er se puso a llorar.
Entré en la habitación, cogí un puñado de chocolatinas y las metí en el bolsillo de la chaqueta de Chen Er.
—Dame a mi hija —le dijo Chen Bi a Leoncita.
Leoncita le miró enfadada.
—Pero si no la quieres —contestó.
—¿Quién ha dicho que no la quiera? —dijo Chen Bi furioso—. Por sus venas corre mi sangre. ¿Cómo la voy a abandonar?
—¡No la mereces! —dijo Leoncita—. Cuando nació estaba muy débil, como un gato enfermo. Fui yo quien le salvó la vida.
—¡Fuisteis vosotros los que perseguisteis a Wang Dan y los que le causasteis su parto prematuro! —dijo Chen Bi—. Si no hubiese sido así, ¡Wang Dan no se hubiese muerto! Me debéis una vida.
—¡Qué gilipollez! —dijo Leoncita—. La salud de Wang Dan no era la apropiada para tener hijos. Solo pensaste en proseguir con tu estirpe y ¡no te importó nada la vida de Wang Dan! ¡Fuiste tú quien mató a Wang Dan!
—¡¿Qué dices?! —gritó Chen Bi fuera de sí—. No me digas eso, no vais a tener una Nochevieja tranquila. No os dejaré en paz.
Chen Bi levantó el mortero que estaba en la mesa y apuntó a la olla de raviolis.
—Chen Bi —dije—, ¿estás loco? ¡Somos amigos desde la infancia!
—Hoy en día, ¿quién es amigo de quién? —Chen Bi se rio con sarcasmo—. Wang Dan estaba escondida en casa de tu suegro, por lo que tú informaste a tu tía, ¿no?
—¡No tiene nada que ver con él! —dijo Leoncita—. Fue Xiao Shangchun quien nos avisó.
—Sea quien sea —dijo Chen Bi—, hoy me tenéis que devolver a mi hija.
—¡De ninguna manera! —dijo Leoncita—. No puedo permitir que esta niña muera en tus manos.
—Eres una zorra. Sois unos impotentes que no podéis concebir a un hijo. Como no sois capaces de tener un niño no queréis que otros los tengan. Por eso queréis robarle la hija a otra persona y hacer como si fuese vuestra.
—¡Chen Bi! ¡Cierra tu puta boca! —dije enfadado—. Hoy es el gran día de Despedida del Santo, ¿qué coño estás haciendo en nuestra casa? Si te atreves, tira el mortero a la olla.
—¿Piensas que no me atrevo?
—¡Tíralo!
—Si no me devolvéis a mi hija, ¡me atrevo a hacerlo todo! Os mataré u os quemaré. ¡Soy capaz de todo!
Mi padre no pudo seguir en silencio. Salió de su habitación y dijo:
—Chico, mira, tu padre y yo somos buenos amigos desde hace muchos años, deja el mortero.
—Entonces, diles que me devuelvan a mi hija.
—Si es hija tuya, nadie podrá robártela —dijo mi padre—, pero tienes que hablar con calma. De todas maneras, si no hubieran salvado a tu hija, esta niña estaría con su madre.
Chen Bi tiró el mortero al suelo, volvió a su sitio y se echó a llorar…
Chen Er le tocó el hombro a su padre y dijo sollozando:
—Papá…, no llores…
Al ver esta situación, me sentí triste y le dije a Leoncita:
—A ver, devolvámosle a su hija…
—Ni lo pienses —dijo Leoncita—, a esta niña la salvé yo.
—¡Qué barbaridad!… No sois razonables… —dijo Chen Bi mientras lloraba.
—Llama a tu tía —dijo mi padre.
—No hace falta, ¡estoy aquí en la puerta! —dijo Tía fuera de casa.
La recibí como a una heroína.
—Chen Bi, ¡levántate! —dijo Tía—. ¡Estoy aquí esperando a que lo tires a la olla! —Chen Bi se levantó obedientemente—. Chen Bi, ¿sabes que has cometido un crimen? —preguntó Tía muy seria.
—¿Qué crimen he cometido?
—Has cometido abandono de hogar —dijo mi tía—. Llevamos a Chen Mei a nuestra casa, la criamos con sopa de mijo y leche en polvo. Pasó medio año y tú, Chen Bi, nunca asomaste la cabeza. Sí, es verdad que es tu hija, pero ¿has asumido las responsabilidades como padre?
—Sea como sea es mi hija… —murmuró Chen Bi.
—¿Es tuya? —dijo Leoncita furiosa—. Llámala, a ver si contesta o no. Si contesta, ¡podrás llevártela!
—No eres razonable. ¡No quiero hablar contigo! —dijo Chen Bi—. Tía, ha sido mi culpa, confieso toda la culpa, mis crímenes… Por favor, ¡ya me puedes devolver a mi hija!
—Puedo devolvértela —dijo Tía—, pero tienes que pagar la multa en la comuna y registrar su nombre en el libro de familia.
—¿Cuánto es la multa? —preguntó Chen Bi.
—¡Cinco mil ocho cientos yuanes! —dijo Tía.
—¿Por qué es tanto? —dijo Chen Bi—. ¡No tengo tanto dinero!
—¿No tienes dinero? —dijo Tía—. Entonces, si no tienes dinero, no te devolveré a tu hija.
—¡Cinco mil ocho cientos! ¡Cinco mil ocho cientos yuanes! —dijo Chen Bi—. ¿Quieres mi vida también?
—No quiero tu vida —dijo mi tía—. Si valoraras tu dinero, no lo derrocharías en beber, en comer a todas horas o ¡en ir a buscar prostitutas!
—¡No tengo más! —Chen Bi se sentía avergonzado y gritó enfadado—: ¡Os voy a denunciar! Si no os puedo vencer aquí en la comuna, os denunciaré en el tribunal provincial; si no lo consigo, ¡informaré al Gobierno central!
—Y si tampoco lo logras, ¿qué vas a hacer? —Mi tía reía con malevolencia—. ¿También se lo vas a comunicar a las Naciones Unidas?
—¿Naciones Unidas? —dijo Chen Bi—. ¡Allí iré también!
—¡Qué bien! —dijo Tía—. ¡Vete ahora mismo! Cuando lo consigas, podrás volver a por tu hija. Pero ya te digo que aunque lo consiguieras, deberías firmar un aval y las normas de cómo criar a esta niña. Además, nos deberías a cada una de nosotras, a Leoncita y a mí, ¡cinco mil yuanes en concepto de compensación!
Ese día, Chen Bi no pudo llevarse a Chen Mei. No obstante, después de la Fiesta de la Primavera, el día siguiente de la Fiesta de Yuanxiao, Chen Bi vino otra vez con un recibo de pago de la multa y se llevó a Chen Mei. La «compensación» de la que hablaba Tía no eran más que palabras; no la quería de verdad. A Leoncita le afectó mucho, parecía que estaba perdiendo a su propia hija.
—¿Por qué lloras? Si te gustan los niños, puedes tener uno —la criticó mi tía. Leoncita no paró de llorar, mi tía le acarició el hombro y le dijo en un tono lleno de tristeza que nunca antes había oído—: Mi vida está bien avanzada, pero vuestra felicidad acaba de empezar. El trabajo es accesorio, lo primero es que tengáis un hijo…
Una vez que volvimos a Beijing, estábamos locos por tener un hijo, pero desafortunadamente, tal y como predijo Chen Bi, Leoncita no podía. Trataba a mi hija con mucha atención, pero sabía que de la niña de la que más se preocupaba era de Chen Mei. Por tanto, la expresión que apareció en su rostro cuando vio a la muñeca de barro idéntica a Chen Mei era comprensible. Le hablaba a Wang Gan, pero en realidad lo que decía se dirigía a mí:
—¡Quiero esta niña!
—¿Cuánto es? —le pregunté a Wang Gan.
—¿Pero qué vas a pagar tú, Xiao Pao? —Me dijo un poco disgustado—. ¿Me estás insultando?
—¡Qué va!, hombre —dije—. Al «atar el hilo al muñeco» debemos mostrar nuestra fe en esta creencia. Si no pagamos, ¿cómo vamos a demostrar que creemos en ello?
—Si lo pagas es falta de fe —me dijo bajando la voz—. Lo que se puede comprar es un trozo de barro, pero no se puede marcar el precio de un hijo.
—Bueno, gracias —dije—, vivimos en el número 9 del barrio Binhe, apartamento 902. Eres más que bienvenido.
—Iré —dijo—. Os deseo que tengáis a vuestro hermoso hijo lo antes posible.
Mostré cierta amargura. Nos despedimos de Wang Gan, cogí la mano de Leoncita y entramos a la parte principal del templo de Niangniang, chocándonos con la gente que salía.
Desde los incensarios de hierro colocados delante de la estancia principal, salía un humo denso fragante y se desprendía un aroma penetrante. Al lado de estos incensarios, había muchas velas rojas en fila; las vibrantes llamas estaban devorando sus cuerpos rojos.
Muchas mujeres se acercaron. Algunas tenían la cara hermosa como la flor de loto, otras, al contrario, habían perdido su vitalidad; algunas llevaban puestas prendas de ropa muy feas, otras, llevaban pendientes de oro y collares de jade. Eran mujeres de todo tipo, pero cada una mostraba sinceridad en la cara. Llevaban el muñeco de barro en la mano y estaban llenas de anhelos. Se reunían allí para encender los inciensos y las velas.
La estancia principal era bastante alta; cuarenta y nueve escalones blancos conducían a la puerta de la entrada. Levanté la cabeza y vi una inscripción debajo de la cornisa. Unas letras doradas decían: «Cría a los niños con moralidad».
Había muchas mujeres en todos los escalones y cada una tenía un muñeco entre las manos. Yo me puse entre las mujeres y parecía que fuese la única persona sensata. La natalidad era un acto que se celebraba de manera solemne aunque en familia, serio pero alegre. De repente, me vino a la cabeza cuando destruyeron este templo. Cuando era niño, la Brigada de Destrucción de «cuatro objetos históricos antiguos» de los Guardias Rojos vino a derribar este templo. Sacaron la estatua de Niangniang, la tiraron al río y gritaron: «¡Viva la planificación familiar, Niangniang se va a dar un baño!». Las señoras de edad avanzada se arrodillaron en fila en el dique del río y empezaron a murmurar algo. ¿Estaban pidiendo a Niangniang que castigara a esos hombres? ¿O estaban pidiendo a Niangniang que perdonase las ofensas de los seres humanos? Nadie lo supo. Todo va y viene; como se suele decir: «Treinta años en el Este y treinta años en el Oeste». Sobre las ruinas del templo de Niangniang se reconstruyó un nuevo templo maravilloso en el que encontraron una estatua bañada en oro. Se protegía mucho la cultura tradicional pero también empezó a ponerse de moda; satisfacía la demanda intelectual y atraía incontables viajeros. Fue un éxito para el turismo y nos enriquecimos gracias a eso. Mis compatriotas y mis antiguos amigos vivían gracias a este templo, aunque también vivían para él.
Miré hacia arriba para observar a la estatua de Niangniang, la diosa de la natalidad, que tenía la cara redonda. La blancura de su piel semejaba la luz de la luna y su pelo tenía el color de la noche cerrada. Dos líneas perfilaban sus cejas, que llegaban a las sienes de su cabeza, y un par de ojos compasivos irradiaban misericordia. Iba vestida de blanco y llevaba un collar con joyas pintadas de diferentes colores. Tenía un abanico con un mango largo, apoyado ligeramente en el hombro. Su mano izquierda se posó sobre la cabeza de un doncel que estaba subido a un pez grande. Doce donceles la rodeaban por los lados con diferentes gestos y posturas. Parecían vivos y sus diferentes expresiones nos revelaban una alegría ingenua. ¡Qué monos eran estos donceles! Estaba seguro de que en todo nuestro pueblo, las únicas personas capaces de plasmar unas estatuas así de perfectas eran Hao Dashou y Qin He. Si Wang Gan me había dicho la verdad, esas estatuas eran obra de Qin He. De repente una idea golpeó mi cabeza: la estatua de Niangniang, con su vestido blanco, tenía muchas semejanzas con mi tía, tanto en su rostro como en su cuerpo. En los nueve cojines delante de la estatua estaban arrodilladas nueve mujeres. Algunas le hicieron una reverencia, otras miraban a Niangniang y rezaban con las manos unidas. Todas las mujeres que estaban allí arrodilladas en los cojines o en el suelo pusieron a sus propios muñecos mirando a Niangniang. Leoncita también se puso de rodillas y tocó el suelo con la cabeza, produciendo ruidos: dong, dong, para ofrecer una respetuosa reverencia. Leoncita nació en 1950, por lo que ahora era una mujer corpulenta de cincuenta y cinco años que estaba perdiendo su menstruación.
Seguí mirando a los demás, pero me daba la sensación de que me estaban observando. Seguí a Leoncita y me arrodillé frente a Niangniang. Imaginaba que las personas que fijaran la atención en nosotros pensarían que estábamos rezando por nuestros futuros hijos y que le íbamos a atar un hilo a un muñeco.
Cuando las mujeres terminaron sus ceremonias, sacaron dinero y lo metieron en una caja roja de madera que estaba situada debajo de la estatua de Niangniang. Las pobres metían apresuradas un poco de dinero, mientras que las ricas alardeaban de sus ofrendas. Después de depositarlas, la monja que estaba junto a la caja ataba un hilo rojo en el cuello del muñeco. Otras dos monjas con una túnica gris tocaban el pequeño pez de madera y recitaban algo en voz baja. Las monjas nunca miraban hacia otra parte, sin embargo, cuando alguien ofrecía más de cien yuanes, los peces de madera emitían un nítido ruido, probablemente de esta manera querían llamar la atención de Niangniang.
Como no pensábamos ir ahí, no llevábamos ni un centavo. Ante esa circunstancia, Leoncita se quitó su anillo de oro y lo metió en la caja para las ofrendas. Tic-tac, tic-tac, tic-tac, los pitidos del pez de madera eran tan sonoros como el tiro de salida de la maratón en la que participé muchos años atrás.
En las estancias de detrás del templo ponía: «La Niangniang celestial, la Niangniang de la descendencia, la Niangniang de la fertilidad, la Niangniang de la maternidad, la Niangniang de la virginidad, la Niangniang de la fecundación, la Niangniang de la proliferación, la Niangniang de la compañía». En cada estancia había gente que se arrodillaba para hacer reverencias y ofrendas, y varias monjas aguardaban con un pez de madera en la mano. Eché un vistazo al reloj y le dije a Leoncita que volveríamos otro día. Cabeceó con tristeza. Salimos por el largo camino central del templo; desde los laterales de vez en cuando las monjas asomaban la cabeza:
—¡Benefactor, por favor, contribuya para que sus niños puedan tener un colgante de la cerradura de la longevidad[20]! ¡Benefactor, por favor, contribuya para que sus niños puedan tener vestidos con dibujos de arcoíris! ¡Benefactor, por favor, contribuya para que sus niños puedan tener zapatos de madera decorados con nubes blancas!…
Como no teníamos dinero, no nos quedó otra opción que irnos pidiendo disculpas.
Cuando salimos del templo de Niangniang, el reloj marcaba justo las doce. Entonces recibí una llamada de mi primo preguntándonos dónde estábamos. Nos metimos en una calle abarrotada y vimos a mucha gente apiñada como hormigas. Vendían infinidad de productos, pero no había muchos compradores. No teníamos tiempo de dar una vuelta por esa calle así que nos apresuramos hacia el extremo este, donde mi primo estaba esperándonos en su coche. Íbamos al Hospital Baofuying de Maternidad, que estaba a punto de ser inaugurado. Era un hospital cofinanciado por inversores chinos y estadounidenses.
Cuando llegamos, se había terminado la ceremonia de inauguración. Solo nos dieron la bienvenida los restos de los petardos, unas cestas con flores extendidas como alas a los lados de la puerta principal, dos globos grandes que estaban flotando en el aire y unos eslóganes. Era un edificio curvo azul y blanco, que parecía extender los brazos como si fuera a darte un abrazo sincero y noble. Era una clara comparación con las estancias doradas del templo de Niangniang que se situaban en la orilla Oeste del río.
Cuando vi a mi primo pequeño, también vi a mi tía. Mucha gente estaba cogiendo flores de las cestas. Tía era una de ellos. Tenía en la mano una docena de rosas rojas, amarillas y blancas a punto de florecer. La reconocí de espaldas. Si mi tía estuviese entre un centenar de personas, si llevasen el mismo traje, del mismo estilo y color, podría identificarla sin dificultad.
Vimos que un niño de diez años y pico le dio un paquete envuelto en papel blanco, se giró y se marchó corriendo. Cuando mi tía abrió el paquete, gritó de manera muy extraña, se tambaleó y se cayó al suelo.
Entonces, una rana flaca y negra saltó a su lado.
El guardia de la entrada del vivero de ranas toro saludó a mi primo con la mano cuando llegamos con el coche. La valla eléctrica se abrió lentamente y el Passat entró. El antiguo brujo Yuan Sai, que se había convertido en el CEO de la empresa de crías de rana toro, el señor Yuan, estaba esperándonos delante de una estatua grande y negruzca.
Era una estatua de una rana toro. De lejos parecía un vehículo blindado. En la base de la estatua, en la superficie de mármol, estaban inscritas unas líneas: «Rana Toro (rana catesbiana) es una especie de anfibio anuro perteneciente a la familia Ranidae. Debido a su canto, característico por su alto volumen y por parecerse al mugido de un toro, se nombró Rana Toro».
—Vamos a hacernos una foto —propuso Yuan Sai—. Primero, la foto; luego, la visita, y después, la comida.
Me llamaba mucho la atención esa gran estatua de una rana toro; su tamaño me producía tanto respeto como temor. Tenía el tórax negro, la boca verde y los ojos amarillos. Por todo su cuerpo se extendía un tatuaje en forma de alga y muchas verrugas. Sus dos ojos grandes y saltones arrojaban una mirada triste. Parecía que nos estuviese contando una historia remota.
—¡Xiao Bi! ¡Dame la cámara! —gritó mi primo. Una muchacha esbelta con unas gafas rojas y una falda larga de tablas corrió hacia nosotros con una cámara pesada en la mano—. Xiao Bi, licenciada en Bellas Artes por la Universidad de Qidong, ahora es la secretaria general de nuestra compañía —nos dijo mi primo.
—No es solo una belleza —añadió Yuan Sai—. También es una chica con talento. Sabe cantar, bailar, fotografía, escultura…, todo. ¡También bebe mucho!
—¡No es para tanto! —contestó Xiao Bi con la cara enrojecida.
Yuan Sai le dijo a Xiao Bi:
—Él fue mi compañero de clase y ahora es una persona célebre de este pueblo. Cuando éramos niños corría tanto que pensábamos que podría llegar a ser un campeón mundial, pero ahora se ha convertido en dramaturgo. Se llamaba Wan Zu y su mote era Xiao Pao, aunque ahora se llama Renacuajo.
—Renacuajo es mi nombre artístico —dije yo.
—Ella es la esposa del profesor Renacuajo, Leoncita. —Mi primo apuntó a Leoncita—. Es una experta ginecóloga.
Leoncita cabeceó distraída mientras abrazaba fuerte a su muñeca.
—El señor Jin y el señor Yuan me contaron su historia —dijo Xiao Bi.
—¡La rana más famosa! —dijo Yuan Sai—. Esta escultura es obra de Xiao Bi —dijo mi primo.
La elogié de una manera exagerada.
—Por favor, espero que el señor Renacuajo me dé su más sincera opinión.
Dimos una vuelta por la estatua. Sentía que independientemente del lugar en el que me pusiera, los ojos grandes y miserables de la rana se clavaban en mí. Cuando terminamos de hacer fotos, Yuan Sai, mi primo y Xiao Bi nos acompañaron a visitar el vivero de ranas comunes, el de renacuajos y el de ranas pequeñas. Además, nos llevaron a las habitaciones para el pábulo y al taller de confección de productos de rana. Con frecuencia soñaba con la imagen de un ranero. Era un estanque de unos cuarenta metros cuadrados y con un metro y medio de profundidad de agua. En la superficie, las ranas macho inflaban sus sacos vocales para producir sonidos parecidos a los mugidos de toro en busca de ranas hembra. Las hembras flotaban en la superficie con cuatro patas extendidas y nadaban lentamente hacia los machos. Se formaban muchas parejas. La hembra se unía al macho por el tronco y nadaban en la superficie del agua. Las dos patas delanteras de la rana macho abrazaban a la hembra y sus dos patas traseras le tocaban sin parar el abdomen. Las masas transparentes de óvulos salían desde los genitales de la hembra al mismo tiempo que el esperma invadía el agua.
—La singamia de la rana es una fecundación externa. —Parecía la voz de mi primo, pero también podía haber sido Yuan Sai quien nos hizo la explicación—. La hembra puede producir de ocho mil a diez mil óvulos cada vez, muchos más que el ser humano. —Una especie de tamboreo se levantó en el estanque y el croar de las ranas cada vez era más sonoro; el sol de abril calentaba el agua y un olor asqueroso empezó a salir del estanque—. Aquí, tenemos el área del amor o, mejor dicho, un campo de proliferación. A propósito de conseguir más óvulos, les echamos líquido ovulatorio en la comida: wa, wa, wa (rana, rana, rana).
Los sonidos de las ranas y sus imágenes nos acompañaron mientras entrábamos a un lujoso comedor. Dos señoritas de rosa nos sirvieron té, colocaron los platos y nos ofrecieron chupitos de licor.
—Hoy os he preparado un banquete con platos de rana —dijo Yuan Sai.
Cogí el menú y vi los nombres de los platos: «Patas de rana fritas, piel de rana frita, tacos de carne de rana con pimiento, brotes de bambú y lonchas de rana, renacuajo a la vinagreta, sopa de huevas de rana…».
—Lo siento, pero no como rana —dije yo.
—Yo tampoco —dijo Leoncita.
—¿Por qué? —nos preguntó Yuan Sai sorprendido—. Son exquisitas, ¿por qué no las coméis?
Procuré olvidarme de esos ojos saltones, esa piel pegajosa y del sofocante olor a rana, pero fracasé; era imposible borrar esa imagen de mi cabeza. Entonces me giré y escuché a mi primo.
—Los expertos científicos de Corea del Sur han conseguido extraer un péptido de las ranas que sirve como antioxidante. Puede eliminar los radicales libres y es un elemento natural antienvejecimiento —dijo misteriosamente mi primo Jin Xiu—. Por supuesto tiene otras funciones menos científicas, como la de aumentar el porcentaje de posibilidades de tener gemelos o mellizos.
—¿No quieres probar un poco de rana? —dijo Yuan Sai—. ¡Atrévete a probarla! El escorpión, la sanguijuela, la lombriz y las serpientes son comestibles. ¿Por qué no te atreves a comer rana toro?
—¿Acaso lo has olvidado? ¡Mi mote artístico es Renacuajo!
—¡Sí, sí, sí! —Yuan Sai les ordenó a las señoritas—: Llevaos todos estos platos y decidle al cocinero que prepare otra cosa. ¡Los que sean con rana no los queremos!
Llegaron los nuevos platos y la nueva botella de licor. Al poco tiempo ya habíamos bebido bastante.
—¡Si quieres ganar mucho dinero, tienes que pensar en hacer algo que no se haya hecho antes! —dijo Yuan Sai orgulloso, haciendo círculos con el humo de cigarrillo.
—¡Qué talento tienes! —Estas palabras salieron irónicamente de mi boca; parecía que estuviera imitando el tono de un humorista—. Desde que eras pequeño, haces cosas distintas. Criar ranas toro es un buen trabajo, pero sacar clavos de hierro del estómago de una vaca con un imán o predecir el futuro de la gente en la calle también era impresionante. ¿Cómo lo vamos a olvidar?
—Renacuajo, chaval, al pelear no acerques la cara, al criticar, no reveles los defectos —dijo Yuan Sai.
—Además, ¡también quitabas el anillo vaginal con un gancho de hierro! —dijo Leoncita fríamente.
—Huy, mi querida cuñada —dijo Yuan Sai—, esas cosas no merece la pena mencionarlas. En aquel momento, en primer lugar no tenía suficiente conocimiento. En segundo lugar, no podía aguantar a las ansiosas mujeres que me repetían lo mucho que querían tener un hijo. En tercer lugar, no tenía ni un duro.
—¿Te atreves a hacerlo ahora? —pregunté.
—¿Qué? —contestó Yuan Sai con los ojos abiertos de par en par.
—¡Quitar el anillo!
—Qué me dices, ¿crees que tengo mala memoria? Definitivamente no. Después de varios años ofreciendo servicios en el Campo de Reeducación en el Trabajo me convertí en una nueva persona. Ahora soy una persona honrada y gano dinero sin jugarme la vida. No me atrevo a hacer nada ilegal; no me atrevería a hacerlo ni aunque me obligaras a punta de pistola.
—Nuestra empresa es legal y de las que pagan a tiempo los impuestos —dijo mi primo—. Nos preocupamos por el bienestar del público. Somos una de las empresas más destacadas de la municipalidad.
Mientras comíamos, Leoncita no soltó ni un minuto la muñeca.
—Qin He, ¡ese cabrón sí que es un verdadero genio! Siempre que muestra sus obras de arte derrota a Hao Dashou —dijo Yuan.
—Cada obra del señor Qin está llena de emociones —añadió en este momento la joven Xiao Bi, que estaba sentada a un lado y se mantenía en silencio.
—¿Para hacer muñecos de barro se necesitan emociones? —le preguntó Yuan Sai.
—Por supuesto —dijo Xiao Bi—. Cada obra que hace es un nuevo hijo del maestro.
—¡Así que la rana toro del patio es tu hijo! —dijo Yuan Sai señalando la estatua del patio.
La cara de Xiao Bi se puso roja y no dijo una palabra más.
—¿Por qué le gusta tanto esa muñeca a mi cuñada? —preguntó mi primo.
—Lo que le gusta no es la muñeca —dijo Yuan Sai—, lo que le gusta son los niños.
—¡Entonces, podemos ayudarnos! —dijo mi primo exaltado—. Primo, puedes ser uno de nosotros.
—¿Y criar ranas? —pregunté yo—. Cuando las veo, se me ponen los pelos de punta.
—Primo, no solo criamos ranas, sino…
—No asustes a tu primo. —Yuan Sai le interrumpió y dijo—: Venga hombre, vamos a beber. ¿Recuerdas lo que el Presidente Mao les enseñó a los «jóvenes educados»? El campo es un nuevo mundo muy amplio, se pueden cosechar enormes éxitos allí.
Tal como me dijo Wang Gan, después de aprender una lección, tras sufrir una horrible experiencia: «El amor obsesivo es una enfermedad». Si recordamos su comportamiento durante aquella época, cuando estaba embobado con Leoncita, era imposible imaginar que pudiera seguir viviendo después de oír la noticia de mi casamiento con ella. De la misma manera, la admiración de Qin He hacia mi tía también era una enfermedad. Pero después de oír la noticia de que mi tía se había casado con Hao Dashou, no se lanzó al río ni se colgó del techo, sino que convirtió ese dolor en un impulso artístico. Se hizo famoso como maestro de artesanía local, parecía que hubiera resucitado el barro.
Wang Gan no confesó el problema que tenía debido a su amor loco por Leoncita hasta ahora. Por fin empezó a hablar sin dificultad sobre el tema, como si contara la historia de otra persona. Su actitud me complació mucho. La culpa que se había instalado en mi corazón durante muchos años desapareció con sus palabras. En mi corazón se instaló el respeto hacia él.
—Imagino que no me creeréis aunque diga la verdad —dijo Wang Gan—. Cuando Leoncita paseaba por la orilla del río, dejaba el rastro de sus huellas y yo me arrodillaba en la orilla y las olfateaba como un perro. —No pudo controlarse, las lágrimas brotaron sin parar.
—¡Qué barbaridad! —dijo Leoncita con la cara enrojecida.
—Es la pura verdad —respondió Wang Gan muy serio—. Si me he inventado una sola palabra, que me muera en este mismo instante de cáncer de pelo.
—¿Has escuchado lo mismo que yo? —me preguntó Leoncita—. Yo no te creería ni aunque dijeses que tu sombra tiene gripe.
—Es una buena hipérbole —dije—. ¡Lo voy a incluir en mi obra de teatro!
—Gracias —dijo Wang Gan—. Tienes que escribir todas las tonterías que se le ocurren a un tonto como yo. Aquí tengo mucho material.
—Si te atreves a escribirlo, quemaré tus papeles —dijo Leoncita.
—Puedes quemar las letras escritas en los papeles, pero no puedes destruir la poesía que hay en mi corazón.
—Escucha qué buen literato es —dijo Leoncita—. Wang Gan, ahora pienso que habría sido mejor que nos hubiéramos casado en lugar de casarme con Xiao Pao. Por lo menos, habrías llorado sobre las huellas de mis pies.
—Mi querida cuñada, no me gastes ese tipo de bromas. Tú y Xiao Pao sois una pareja extraordinaria.
—En absoluto. Más bien una pareja extravagante —dijo Leoncita—. No hemos podido tener hijos ni por asomo, así que somos una pareja en vías de extinción.
—Bueno, dejemos de hablar de nosotros. Después de tantos años, ¿por qué no has buscado a tu media naranja?
—Después de recuperarme, descubrí que no amo a las mujeres.
—¿Eres homosexual? —ironizó Leoncita.
—No soy de ninguno tipo —dijo Wang Gan—, solo me quiero a mí mismo. Me gustan mis brazos, mis piernas, mis manos, mi cabeza, mis ojos, mis órganos, hasta mi sombra. Hablo frecuentemente con mi sombra.
—Creo que tienes otra enfermedad —dijo Leoncita.
—Si quieres a una persona, tienes que entregarte. Sin embargo, amarse a uno mismo no cuesta nada. Puedes amarte como tú quieras. Puedo decidir amar y ser amado…
Wang Gan nos dirigió al alojamiento que compartía con Qin He. A la entrada del piso había colgado un letrero en el que podían leerse estos caracteres: «Taller del maestro».
En la época de la comuna, este lugar fue un corral para ganado al que venía casi todos los días a jugar. Recordaba que, en aquellos años, aquí se concentraba el olor a excrementos de los terneros y los ponis. En el patio había un pozo grande y a su lado un cubo enorme. Cada mañana, Lao Fang, el novillero, arrastraba a todos los animales fuera del corral y les daba agua justo allí, al lado del cubo. Xiao Du, otro novillero, se encargaba de rellenar el cubo. Las habitaciones de ese corral eran altas y anchas. En ellas había una veintena de abrevaderos de piedra colocados en fila. Los dos abrevaderos más grandes servían para los caballos; los más pequeños eran para los terneros.
Cuando entré en el patio, descubrí que todavía estaban colocados los palos con que se ataban los novillos o los caballos. Los eslóganes escritos en la pared todavía eran reconocibles, incluso el olor parecía igual que durante aquellos años.
—Este patio estaba en la lista para ser destruido —dijo Wang Gan—, pero vinieron unos superiores y dijeron que merecía la pena mantener un sitio de la época de la comuna para el turismo, así que se ha conservado.
—Entonces, ¿tenéis que criar terneros o ponis? —preguntó Leoncita.
—¡Claro que no! —gritó Wang Gan—. Lao Qin, maestro Qin, ¡han venido unos invitados muy especiales!
No hubo respuesta. Entramos en la habitación y vimos que los palos y los abrevaderos de piedra seguían allí. En las paredes aún se podían ver las huellas que dejaron los caballos, y también había unos excrementos secos pegados en la pared. Todavía estaba allí el wok gigante con el que preparaban la comida. Todavía existía el enorme kang donde los seis hijos de Lao Fang dormían juntos. En ese kang dormí varias noches de diciembre cuando el frío era penetrante. Lao Fang no tenía dinero para comprar edredones, así que solo podía meter leña en el kang para que se calentara. Se ponía tan caliente como una sartén a punto de hacer una tortilla. Los hijos de Lao Fang se habían acostumbrado a la alta temperatura y disfrutaban de sus dulces sueños, pero yo no podía aguantarla y pasaba mucho tiempo dando vueltas sin dormir. Ahora, en ese kang, solo había dos mantas; en la pared de la cabecera estaban pegados unos dibujos de año nuevo. El contenido del primero era el Obsequio de los hijos en Qilin; en el segundo había pintada una excursión del Zhuangyuan[21]. Allí, entre dos abrevaderos, estaba colocada una gruesa tabla de madera. Encima de esa tabla se ponían las herramientas y el barro. Un poco más allá estaba sentado nuestro antiguo amigo Qin He. Llevaba una túnica azul con manchas en las mangas y en la parte de pecho. Su pelo ya era blanco del todo y todavía conservaba su característico peinado con raya en medio. Su rostro tenía la forma de una cara de caballo con dos ojos grandes, sombríos y profundos. Al notar nuestra presencia, levantó la cabeza y nos echó una mirada. Los labios se movieron levemente. Supuse que era un saludo informal. Al instante siguiente, volvió a fijar su vista en la pared y apoyó su cabeza entre las dos manos mientras se metía de lleno en una profunda meditación.
Todos nosotros controlamos la respiración, bajamos la voz al máximo. No nos atrevíamos a producir mucho ruido para no interrumpir al maestro.
Siguiendo las indicaciones de Wang Gan, contemplamos las obras maestras. Las obras sin terminar estaban colocadas en el corral para que se secaran. Las obras ya secas estaban esperando a ser pintadas en dos tablas puestas en paralelo, pegadas a la pared norte. Los muñecos, con diferentes gestos, estaban allí saludándonos. Antes de que los acabara, los muñecos ya habían obtenido su propia alma gracias a las manos del maestro.
—Casi todos los días, el gran maestro se coloca allí para pensar —nos dijo Wang Gan como si fuera un secreto—. A veces no se acuesta por la noche. Parece una máquina que moldea el barro a intervalos hasta que se pone suave y liso. Algunas veces, el maestro se sienta allí sin hacer nada, pero cuando está inspirado, trabaja muy deprisa. Ahora no solo soy el vendedor de las obras del maestro sino también su cuidador —dijo Wang Gan—. Me he encontrado con un trabajo que me resulta cómodo, igual que el maestro ha dado con el trabajo que le resulta más agradable —añadió—. El maestro no tiene muchas necesidades en la vida, come lo que le ofrecen. Por supuesto, le preparo lo que resulte más beneficioso y nutritivo para nuestro maestro. Él es la esperanza de nuestro pueblo Dongbeixiang y, a su vez, es también el orgullo de nuestro condado.
»Una noche, descubrí que el maestro había desaparecido de su cama, encendí la luz y me puse a buscarle preocupado. No estaba en el patio, tampoco en su taller. ¿Dónde estaba? Me asusté y empecé a sudar. Pensaba que si le pasara algo al maestro, sería una enorme desgracia para nuestro pueblo. El alcalde del distrito llevó tres veces al jefe del Buró de Cultura y al jefe de Turismo a visitar al maestro. ¿Sabes quién es ahora el alcalde? Es el último hijo de Yang Lin, el antiguo secretario del Comité del Partido del distrito, quien había tenido una experiencia terrible aquí en Dongbeixiang y mantuvo una relación amorosa con nuestra tía. Se llama Yang Xiong, un chico hermoso, con vista de águila. Tiene los dientes blancos y desprende un aroma de perfume lujoso. Según dicen, acaba de graduarse y volver de Alemania. La primera vez que vino, afirmó que no destruiría este corral; la segunda vez, invitó al maestro a un banquete que se celebró en el distrito, pero como sabes, el maestro cogió un palo y se negó a ir, parecía uno de esos hombres que en el pasado decían que preferían morir antes que hacerse una vasectomía; la tercera vez, vino con una tabla y un certificado de Maestro Popular de Artesanía —Wang Gan sacó la tabla del corral y nos mostró también el certificado, que tenía una funda azul de terciopelo. Luego añadió—: Hao Dashou tiene uno igualito. Y le invitaron al banquete, pero tampoco fue. Si asistiese, no sería nuestro Hao Dashou. Cada vez que hace algo provocador o caprichoso, se gana mayor respeto por parte del joven alcalde. —Wang Gan sacó un montón de tarjetas de visita y escogió tres—: Mirad, cada vez que vino, el alcalde me dio una tarjeta y me dijo: “Lao Wang, nuestro pueblo Dongbeixiang es un lugar de tigres y dragones, es decir, un lugar de héroes, ¡y tú eres de la élite!”. “Yo soy un chico miserable”, le contesté. “Casi la mitad de mi vida la he vivido en medio de la pobreza, he cometido muchos errores, no tengo más que una experiencia horrible en el amor”.
»Ahora me jacto de mis técnicas de comunicación para vender los muñecos y así poder vivir —continuó explicando Wang Gan—. ¿Sabéis qué me dijo el joven alcalde? Dijo que una persona como yo, que se ha dedicado la mitad de su vida a amar, se ha convertido en una leyenda. Han surgido muchas personas legendarias en este condado de Gaomi, y yo soy una de ellas. Este hombre es sin duda el nuevo tipo de funcionario, totalmente distinto a los anteriores. La próxima vez que venga, te lo presentaré. El trabajo que me ha asignado es preservar la seguridad del maestro. Así que cuando descubrí que el maestro había desaparecido en mitad de la noche, me empapé de sudor. Si le pasara algo, ¿qué le podía decir al alcalde? Estaba sentado delante del fogón, mirando la luz de la luna que inundaba toda la habitación. A la sombra del fogón, dos grillos estaban cantando una canción melancólica. Justo en ese momento, oí una risa sarcástica. Me levanté, miré hacia el abrevadero y allí estaba nuestro maestro tumbado. Pero como el abrevadero no era suficientemente larga, había doblado las piernas y puesto las manos delante del pecho como si estuviera practicando yoga. No tenía ningún gesto en la cara y parecía muy tranquilo, la risa provenía de su sueño. A lo mejor no sabéis que estos genios de Dongbeixiang de Gaomi tienen un grave problema de insomnio. Yo no soy un genio, ¡pero también padezco de insomnio! No sé si tenéis el mismo problema…
Leoncita y yo nos miramos y enseguida negamos con la cabeza. No teníamos insomnio, en cuanto nuestra cabeza tocaba la almohada, empezábamos a roncar, así que no éramos genios.
—No todos los que pierden el sueño son unos genios, pero casi todos los genios tienen problemas para dormir —dijo Wang Gan—. Mi tía tenía fama de insomne. En una noche profunda, si se oía un canto ronco que volaba por el campo, era mi tía que estaba cantando. Mi tía solía salir por la noche; Hao Dashou, a su vez, hacía sus muñecos de madrugada. El problema del insomnio de mi tía y de Hao Dashou era constante. Cada vez que había luna nueva, el problema se agudizaba; cuando había luna llena, perdían el sueño durante toda la noche. Solo cuando había luna de cuarto menguante podían dormir. Por esta razón, el joven alcalde nombró a los muñecos de Hao Dashou como «los hijos de la luna». Mandó a un grupo de periodistas para grabar una escena en la que Hao Dashou modelaba sus muñecos bajo la pálida luz de la luna. ¿Habéis visto alguna vez ese documental? Si no lo habéis visto, no pasa nada porque es un programa del que se encarga el mismo alcalde. Se llama Celebridades de Dongbeixiang de Gaomi. La primera temporada trata de los hijos de la luna del maestro Hao; la segunda se titula «El maestro del abrevadero»; la tercera es «Un talento en Literatura»; el título de la cuarta es «El canto de las ranas». Mirad, voy a hacer una llamada para que me entreguen los DVD de ese programa, los originales sin montar ni editar. También les voy a sugerir a los de la televisión que hagan una temporada sobre vosotros. El título ya lo tengo pensado. Será «La vuelta de los pasajeros perdidos».
Leoncita y yo nos estábamos riendo. Sabíamos que su conversación había alcanzado un nivel literario. No hace falta criticarle, ¿por qué le íbamos a criticar? Queríamos saber el final de la historia. Y esto fue lo que dijo:
—El maestro, que padecía de insomnio desde hacía muchos años, por fin se había quedado dormido en el abrevadero. Había entrado en un sueño profundo, como el niño que flota a lo largo del río en una tabla de madera. Estaba emocionado y las lágrimas inundaban mis ojos. Solo los que no pueden dormir saben qué sufrimiento provoca el insomnio; además, solo los que han padecido alguna vez de insomnio saben qué felicidad es dormir. Me puse de guardia a su lado, preocupado por si se producía algún ruido que despertara al maestro. Poco a poco, mi vista se fue volviendo borrosa. Apareció un camino estrecho, a cuyos lados habían crecido muchas hierbas silvestres. Las flores habían brotado, estaba en un mundo de colores. Un olor fragante llegó a mi nariz; las abejas y mariposas volaban. Una voz me sedujo, era la voz de una mujer. Cuando la oí, sentí que me llamaba de muy lejos, pero la voz me era familiar. Percibí la dirección de la voz y anduve hacia ella, pero no pude ver su rostro, solo pude ver sus piernas. Tenía el trasero opulento, como una pelota, las piernas largas y finitas y los talones sonrosados. Sus pies dejaron muchas huellas en el suelo mojado; las huellas estaban muy bien definidas, se podía ver la forma de sus pies. Entonces seguí a esa mujer. Continué andando, pero el camino era tan largo que parecía que no tuviera final. Poco después andaba junto al maestro. De dónde había salido el maestro, no lo sabía. Seguimos las huellas y llegamos al borde de una ciénaga. El viento nos trajo el olor de la tierra y de hierbas podridas. Debajo de nosotros había muchas juncias, a lo lejos había carrizo y cálamos; también había muchas flores y hierbas que no sabría nombrar. Desde lo más profundo de la ciénaga se escucharon ruidos que provenían del bullicio de unos niños. Aquella mujer de la que solo había descubierto la parte inferior de su cuerpo, gritó hacia la ciénaga con su voz magnética: «Fantasmas y duendes, vestíos de oro y jade, consentiré que seáis agradecidos, está permitido reclamar lo que os merecéis». Antes de que su voz desapareciera, vi que un montón de niños que vestían dudous[22] rojos venían agitando sus culitos. Algunos tenían una trenza en la cabeza, algunos eran calvos, otros tenían un peinado como un plato pegado a la cabeza, pero gritaban alegres y subieron rápidamente desde la ciénaga. Parecía que sus cuerpos no pesaran nada. En la superficie del agua se había formado una especie de cama elástica y podían correr por encima. A cada paso que daban recibían una fuerza enorme que les impulsaba y les hacía correr como canguros. Ellos y ellas nos rodearon; ellos y ellas abarcaron mis piernas, se subieron a mis hombros; algunos me tiraban de las orejas o del pelo, algunos respiraban en mi cuello, otros escupían babas ante mis ojos. Nos hicieron caer y cogieron unos trozos de barro para cubrir nuestro cuerpo. Por supuesto, su cuerpo también… A continuación, no sabía cuánto tiempo había transcurrido, ellos y ellas se tranquilizaron de repente. Formaron una «U» ante nosotros. Algunos estaban tumbados, otros sentados, algunos arrodillados, otros apoyaban la cabeza en las manos, algunos se mordisqueaban las manos, otros abrían la boca… En conclusión, eran muy graciosos y tenían diferentes posturas. Dios mío, ¿eran estos los modelos del maestro? Vi que nuestro maestro se ponía a trabajar. Fijó la mirada en un niño, sacó un trozo de barro, lo moldeó, y en poco tiempo había creado un muñeco idéntico con sus manos. Cuando acabó uno, fijó su mirada en otro, sacó un trozo de barro, lo moldeó y, en poco tiempo, creó otro con sus manos. El cacareo del gallo me asustó. De repente me desperté y descubrí que me había dormido apoyado en el abrevadero. La baba que había salido de mi boca había mojado la ropa del maestro. Para los que sufren de insomnio, intentar recordar los sueños es lo único que les permite saber si han dormido o no. Las vividas imágenes que tenía delante de mis ojos significaban que había dormido. Para mí, un hombre que ha tenido insomnio durante muchos años, dormir al lado del abrevadero suponía tal felicidad que merecería la pena lanzar cohetes para celebrarlo. Por supuesto, también irradiaba mucha felicidad porque el maestro había por fin dormido. El maestro lanzó un estornudo, abrió los ojos lentamente y luego, cuando parecía que había recordado algo muy importante, se levantó a toda prisa. En aquel momento era de madrugada y los primeros rayos del sol entraban en nuestra habitación a través de las ventanas. El maestro se lanzó a su mesa de trabajo, abrió la envoltura de plástico, sacó un trozo de barro, quitó una parte, le dio un golpe, la moldeó, le dio forma, la estrujó y, en poco tiempo, un niño vestido con un dudou y con una trenza en la cabeza apareció en la mesa de madera. Mi corazón estaba lleno de emoción, parecía que una voz empezaba a hablar de nuevo al lado de mis orejas. ¿De quién era la voz? ¿Podéis adivinarlo? De nuestra benevolente diosa de la natalidad, ¡Niangniang!
Después de oír todo esto, los ojos de Wang Gan estaban llenos de lágrimas. También vi que en los ojos de Leoncita brillaba la misma luz. Obviamente, ella se había contagiado de las palabras que acababa de oír.
—Saqué a escondidas la cámara de fotos —continuó Wang Gan— y aunque no me atreví a usar el flash, hice una foto del maestro concentrado en su trabajo. En realidad, aunque se disparara una pistola al lado de su oreja, eso no afectaría a su trabajo. El maestro cambiaba de vez en cuanto los gestos de su cara. A veces, se ponía muy serio, a veces, se echaba a reír; a veces, se ponía muy exigente; a veces, triste. Al cabo de poco tiempo, descubrí que los gestos del maestro estaban relacionados con los gestos de los muñecos. Es decir, a cada muñeco que producía, le había otorgado su estado de ánimo y su espíritu. El maestro estaba estrechamente vinculado con sus muñecos, como padre e hijos.
»En la mesa que estaba frente al maestro, los muñecos iban aumentando en grandes cantidades. Ellos y ellas se iban colocando en forma de «U» y le miraban. ¡Todo parecía igual que en mi sueño! ¡Estaba sorprendido y exaltado! ¡Diferentes emociones se acumularon en mi corazón! El maestro y yo habíamos tenido el mismo sueño. «El corazón no habla, pero aunque calla, adivina» es una frase que describe a los jóvenes amantes, pero para describir esta situación también funciona. ¡No éramos amantes, pero éramos pacientes de una misma enfermedad! Ahora podéis comprender por qué entre tantos muñecos que hacía el maestro, no había dos repetidos. Porque el maestro no solo representaba a niños conocidos, sino que también se basaba en los de mis sueños. No tengo la técnica del maestro, lo que tengo es un corazón creativo, un corazón lleno de imaginación, mis ojos son dos cámaras. Puedo generar diez rostros, cientos de rostros, hasta mil rostros de niños partiendo solamente de un rostro real. También puedo concentrar miles de rostros, cientos de rostros o diez rostros en uno. A través del sueño le transmitía mis imágenes de los niños al maestro. Luego el maestro utilizaba sus manos para darles vida con el barro. Es evidente que somos dos compañeros ideales, se puede decir que estas obras son creaciones colectivas. No quiero robarle el prestigio al maestro. Después de la mala experiencia en el amor que he experimentado, no me importan ni el prestigio ni la fama. El objetivo de contaros esto es explicaros un milagro. Quiero que comprendáis la relación entre el sueño y la creación artística, quiero que entendáis que un amor fracasado puede ser una gran riqueza sobre todo para las personas que se dedican al arte. Si uno no ha sufrido el dolor del amor no correspondido, no puede alcanzar el nivel más elevado.
Durante la larga e interminable narración de Wang Gan, el gran maestro mantenía su postura sin moverse. Parecía que él se hubiese convertido en una gran estatua de barro.
Wang Gan mandó a un niño para que nos entregara los DVD de la serie documental titulada Celebridades de Dongbeixiang de Gaomi. Ese niño llevaba un pantalón corto con tirantes; por debajo asomaban unas piernas largas y delgadas como las de Pinocho. Calzaba dos botas pesadas. Por el color castaño de su pelo, la claridad de sus cejas y pestañas y los ojos azules, supimos que era extranjero. Leoncita se apresuró a buscar caramelos. Sin embargo, el niño escondió las manos detrás de la espalda.
—Él me dijo que deberíais pagarme por lo menos diez yuanes —nos pidió con un acento muy fuerte propio de Dongbeixiang.
Le dimos veinte yuanes. El niño nos hizo una reverencia y se fue corriendo y silbando hacia el exterior del edificio. Le vimos caminar hacia el parque de atracciones infantil dando grandes zancadas, como si fuera un personaje sacado de un cómic. Allí estaba la montaña rusa.
Unos días después, cuando paseábamos a lo largo de la orilla del río, nos encontramos otra vez con ese niño. A su lado, una mujer alta y de tez muy blanca empujaba un carrito de bebé. Un niño y una niña —aparentemente la niña era su hermana pequeña— llevaban unos patines, un casco, unas rodilleras y coderas. Un hombre bastante guapo iba junto a aquella mujer del carrito hablando por el móvil con un acento de Zhejiang. Detrás de él, un perro dorado, grande y gordo, le seguía. A primera vista reconocí que era un famoso catedrático de una universidad de Beijing, un hombre célebre que había aparecido frecuentemente en televisión. Leoncita acercó otra vez su cara gorda al niño de ojos azules que estaba en el carrito. La mujer sonrió de manera educada, pero en la cara del catedrático obviamente apareció un gesto de desprecio. Agarré a Leoncita del brazo para separarla del carrito pero su mirada estaba clavada en aquel niño y no hizo caso del gesto del catedrático. Le hice una señal con la cabeza a aquel hombre para expresar mis disculpas y el catedrático las aceptó. Le recordé a Leoncita que cuando viera a un niño hermoso no debía mostrarse tan ansiosa como una loba.
—Hoy en día —le dije—, los niños son las joyas de la familia y tienes que prestar atención a los gestos de sus padres.
Leoncita se sintió muy triste. Primero criticó a los ricos que engendraban sin problemas. Luego despreció a los hombres y mujeres de diferentes nacionalidades que después de casarse parían muchos niños; a continuación, empezó a criticarse a ella misma. Se sentía muy culpable por ayudar a mi tía a aplicar tan estrictamente la política de planificación familiar. Debido a tantas operaciones de aborto como había realizado, el cielo se enfadó y dios la condenó a no tener hijos. Esperaba que yo pudiera casarme con una mujer extranjera para engendrar un montón de niños mestizos.
—Xiao Pao —dijo—, no estaré celosa, de verdad que no. Vete a buscar a una mujer extranjera para casarte con ella, para que así puedas tener todos los hijos que quieras. Cuando nazcan los niños, me los puedes regalar. Cuidaré de ellos para vosotros.
Al decir eso, sus ojos se llenaron de lágrimas, su respiración se aceleró, su opulento pecho subió y bajó levemente. En su corazón albergaba un amor infinito hacia los niños y no tenía dónde depositarlo. Estaba convencido de que si le ofreciera un niño, su pecho reventaría de leche.
En estas circunstancias, metí el disco que nos regaló Wang Gan en el reproductor de DVD. Una melodía de la ópera Maoqiang nos emocionó y nos hizo llorar. Con esa melodía, la vida de mi tía y la del artesano Hao Dashou se mostró ante nosotros.
Tengo que confesar que nunca expresé lo que de verdad pensaba sobre el matrimonio de Tía y Hao Dashou. Sin embargo, en el fondo de mi corazón, no estaba de acuerdo. Mi padre, mi hermano y mi cuñada comparten conmigo la misma opinión. Nos dimos cuenta de que Hao Dashou no era la mejor opción para mi tía. Cuando éramos pequeños, mi tía deseaba casarse. El noviazgo que mantuvo con el piloto Wang Xiaoti me impresionó mucho; sin embargo no acabó bien y el final fue muy triste. Luego, su relación con Yang Lin no había sido tan idílica como la anterior, pero Yang Lin era un funcionario con un cargo bastante alto y no estaba mal. Tampoco quiso casarse con Qin He, que estaba loco por ella… Al principio, pensamos que mi tía acabaría sola. Habíamos hablado sobre quién iba a encargarse de cuidar de ella cuando llegara a una edad avanzada. Pero de repente se casó con Hao Dashou. Cuando lo comunicó, Leoncita y yo estábamos en Beijing. Después de conocer la noticia nos sorprendimos, y enseguida nos dimos cuenta dé lo absurdo y triste que resultaba.
Esta vez, el programa se titulaba «La muñeca de la luna». En teoría, era un programa sobre la vida del maestro artesano Hao Dashou; sin embargo, la protagonista era mi tía. Desde el primer momento, en que recibía a los periodistas en la puerta del patio, hasta el final, cuando terminaba la exhibición del taller de Hao Dashou y el almacén de sus muñecos, mi tía siempre aparecía colocada en el centro. Tía movía sus manos y daba unas explicaciones elocuentes; mientras tanto, Hao Dashou estaba sentado tranquilamente detrás de su mesa de trabajo con la mirada perdida, sin ningún gesto en la cara, como un viejo caballo que estuviera durmiendo. Me pregunté si todos los maestros artesanos se convertían en viejos caballos sumidos en la profundidad del sueño. La fama del maestro Hao se había extendido mucho, pero recordé que habían sido muy pocas las veces en que habíamos coincidido. La noche en la que nos reunimos y celebramos el reclutamiento de mi sobrino Xiangqun, le vi en la oscuridad; habían pasado muchos años. Era la segunda vez que le veía en persona; solo le había visto en televisión. Su cabello estaba completamente blanco, tenía el rostro sonrosado y en su cara no se veían preocupaciones ni incertidumbres, parecía un santo taoísta. En ese programa conocimos por accidente la razón por la que mi tía se había casado con Hao Dashou.
Tía encendió un cigarrillo, aspiró profundamente y luego dijo con un tono lleno de tristeza:
—Nuestro matrimonio estaba predestinado. No quiero difundir la superstición entre vosotros, los jóvenes. Soy una perfecta materialista. Sin embargo, en el caso de este matrimonio, si no crees en el destino, no encontrarás una explicación. Pregúntale —Tía apuntó a Hao Dashou que estaba sentado inmóvil como una estatua— si pudo siquiera imaginar que se casaría conmigo.
»En 1997 tenía sesenta años y mi superior ordenó que me jubilara —siguió contando mi tía—. Por supuesto, no tenía ganas de jubilarme; sin embargo, había trabajado cinco años más que otras colegas mías y no tenía ninguna excusa para quedarme allí. El director del hospital, a quien todos conocéis, Huang Jun, cuyo apodo era Huang Gua, el Pepinillo, era el hijo de Huang Pi, del pueblo Hexi. Este chico era un pollito al que yo saqué del cuerpo de su madre. Cuando estudiaba en la Escuela de Sanidad Pública, cuando practicaba el modo de auscultar, no era capaz de encontrar el corazón ni el pulmón; cuando practicaba poner inyecciones, no podía encontrar las venas; cuando pasaba consulta de medicina tradicional china, no podía distinguir entre cun, guan y chi[23]. ¡Cómo un idiota como este pudo llegar a ser director del hospital! Aquel año, cuando solicitó plaza en la Escuela de Sanidad Pública al señor Shen, el director del Buró de Sanidad Pública, hablé muy bien de él. Pero una vez conseguido el puesto, dijo que no me conocía. Ese pollito solo tenía dos especialidades: la primera era sobornar a sus superiores, la segunda era engañar a las chicas bonitas. —Al decir esto, Tía se golpeó el pecho con el puño.
»Fui tonta, no le vi venir, ¡había introducido un lobo en el hospital! Abusó de todas las chicas bonitas del hospital. Wang Xiaomei, del pueblo Wang Jiazhuang, solo contaba con diecisiete años. Tenía una trenza larga, su cara era blanca y hermosa; sus largas pestañas se agitaban como alas de mariposa; sus ojos brillantes eran muy llamativos. Si el director de cine Zhang Yimou la hubiese descubierto, sería más famosa que las actrices Gong Li y Zhang Ziyi. Sin embargo, antes de que la pudiera descubrir el famoso director, la descubrió Huang Gua, ese lobo. Fue al pueblo Wang Jiazhuang y utilizó su lengua viperina para convencer a los padres de Wang Xiaomei de que su hija debía ir al hospital a estudiar Ginecología conmigo. Aunque Wang Xiaomei vino a estudiar Ginecología, nunca estuvo en mi departamento. Fue apadrinada por Huang Gua y no se separaba de ella. No solo hacían el amor por la noche, a lo largo del día también. Mucha gente lo vio. Cuando ese lobo se sintió satisfecho, fue al distrito para invitar a sus superiores con el dinero público del hospital porque tenía ganas de trasladarse al distrito. No conocéis su asqueroso rostro, ¿verdad? Tenía la cara larga como un asno, los labios morados, le sangraban las encías y su aliento era increíblemente asqueroso. Cuando abría la boca, podía matar a un caballo con su aliento. Ese cabrón quería ser el director del Buró de Sanidad Pública. Cogió a Wang Xiaomei y se la ofreció a mucha gente para que abusaran de ella. Fue un crimen, ¡y yo soy culpable!
»Un día, aquel cabrón me llamó a su oficina —dijo Tía—. Todas las mujeres tenían miedo de entrar allí. Pero yo no le temía, tenía un pequeño cuchillo en el bolsillo, estaba preparada para castrar a ese hijo de puta en cualquier momento. Me ofreció un vaso de té, me sonrió, me hizo muchas alabanzas…
Entonces, mi tía le preguntó:
—Señor Huang, ¿qué quiere? Puede decírmelo directamente, no quiero más juegos de palabras.
Él mostró una sonrisa afectada y le dijo:
—¡Tía! —se atrevió a llamarme «Tía»—, soy uno de los niños a los que tú ayudaste a nacer, también me has visto crecer. No soy diferente a un hijo tuyo.
—No me llame así —le contestó Tía riéndose—, usted es el director del hospital, yo soy una simple ginecóloga. Usted se compara con un hijo mío y eso me sonroja. ¿Qué quiere que haga? Dígamelo sin rodeos, por favor.
Él mostró otra risa falsa y luego le dijo sin pudor:
—He cometido un gran error, pero es un error que los directores suelen cometer. No lo he controlado bien y ahora Wang Xiaomei está embarazada.
—Felicidades —dijo mi tía—. Como Wang Xiaomei está embarazada, ¡vuestro precioso hijo será el nuevo director del hospital en el futuro!
—Tía, no me gastes bromas —contestó Huang Gua—. Estos días no puedo comer ni dormir. Tú también habrás vivido situaciones en las que no hayas podido dormir ni comer. Me obliga a divorciarme. Dice que si no acepto su propuesta, irá al Comité de Inspección y Disciplina para denunciarme.
—¿Por qué? Para vosotros, los prestigiosos mandarines, ¿no es normal tener una segunda esposa? Puedes comprarle una villa para que ella viva allí.
—Tía —dijo—, no te burles de mí. Tener una segunda esposa o una tercera es ilícito. Por otro lado, no tengo tanto dinero como para comprar una villa.
—Entonces, divórciese de su esposa —contestó mi tía.
Él puso una cara larga.
—Tía, sabes que mi suegro y los hermanos pequeños de mi esposa son carniceros, son crueles como los bandidos. Si se enteran de esto, me matarán.
—¡Pero es usted el director del hospital, es un funcionario de mucho prestigio!
—Está bien, tía —dijo—. Un director de un pequeño hospital rural no tiene ningún valor ante tus ojos, no seas irónica. Dame alguna solución, por favor. ¿Qué puedo hacer? Wang Xiaomei te admira —añadió—. Muchas veces ha mencionado su admiración hacia ti. Y si a mí no quiere escucharme, a ti sí que te escuchará.
—¿Qué quiere que haga?
—Intenta convencerla para que aborte.
—Huang Gua —le dijo mi tía molesta—, ¡nunca más voy a hacer algo tan inmoral como eso! A lo largo de mi vida, ¡he practicado más de dos mil abortos! Y no lo voy a hacer más. ¡Ya puede hacerse a la idea de ser padre! Wang Xiaomei es muy guapa, el niño que para no será feo, eso es fantástico. ¡Puede decirle que cuando dé a luz, atenderé su parto!
Tía explicó que se marchó y se sintió genial, pero cuando volvió a la oficina, después de beber un vaso de agua, se sintió muy deprimida.
—Huang Gua, ese cabrón, debería ser impotente —recordaba Tía—. En el hermoso cuerpo de Wang Xiaomei estaba creciendo un maldito hijo suyo, ¡qué lástima! Había visto nacer a muchos niños; había llegado a la conclusión de que la diferencia entre los bondadosos y los diabólicos, en una pequeña parte, dependía de su educación, pero en la mayor parte dependía de sus genes. Podéis criticar mis conclusiones, pero es una verdad que he sacado de la experiencia. El descendiente de un malvado como Huang Gua, incluso aunque lo colocáramos en el templo, al crecer sería un monje diabólico. Aunque me sentí triste por Wang Xiaomei, no tenía ganas de convencerla, quería darle una lección a Huang Gua. No pasaría nada porque existiera otro monje diabólico. Al final le practiqué un aborto a Wang Xiaomei.
»Ella vino personalmente a pedírmelo —dijo mi tía—. Se arrodilló delante de mí y me agarró las piernas; sus lágrimas mojaron mis pantalones. Me dijo llorando: “Tía, mi querida tía, me ha engañado, he sido una víctima. Ahora, aunque me hiciera una maravillosa propuesta de matrimonio, no me casaría con un cabrón como él. Tía, ayúdeme, no quiero un hijo malo…”.
»Fue así como le hice la operación. —Tía sacó otro cigarrillo y lo fumó con rabia; el humo denso ocultó su rostro—. Wang Xiaomei era una rosa que iba a florecer, pero se convirtió en una flor podrida —dijo, y levantó el brazo para secar sus lágrimas—. Juro que no haré otra vez esa operación. No lo aguanto más. Incluso si una mujer concibiese un mono con pelos largos, no lo haría. Cuando oigo los ruidos del compresor, siento como si una mano enorme agarrara mi corazón y poco a poco me apretara cada vez con más fuerza. El dolor me hace sudar, es como si se me nublara la vista. Y cuando acaba la operación, me quedo paralizada.
»Como habéis comprobado, cuando una persona envejece se le va la cabeza. Después de tanto hablar, no os he contado por qué me casé con Hao Dashou —dijo Tía—. El día de mi jubilación fue el 15 de julio del calendario lunar. Huang Gua, el cabrón, quería que continuara con mi trabajo. Me dijo que podría seguir en mi puesto aunque me hubiera jubilado; cada mes me daría ochocientos yuanes. ¡Joder! Escupí en su cara: “Canalla, estoy harta de trabajar contigo. Durante estos años, el ochenta por ciento de los ingresos de nuestro hospital han sido gracias a mi contribución. Las mujeres y niños que han venido a nuestro hospital desde todos los pueblos vecinos lo han hecho porque yo estaba aquí. Si quisiese, podría ganar ochocientos en un día. Huang Gua, ¿quieres comprarme por solo ochocientos yuanes al mes? ¡Un campesino ganaría más! Ya he trabajado más de la mitad de mi vida, no quiero seguir, quiero descansar, volver a mi pueblo natal, Dongbiexiang, del condado de Gaomi”.
»A causa de esto, ofendí e irrité a ese canalla. Durante estos años ha inventado muchas maneras de torturarme. ¿Torturarme? ¿Qué es lo que no habría visto yo? ¿Cuando era una niña no temía a los japoneses y ahora que tengo setenta años voy a temer a un cabrón? Sí, lo sé, tengo que ir al grano.
»Para hablar de por qué me casé con Hao, tenemos que empezar por las ranas. La noche del día que me jubilé, varios colegas me invitaron a cenar en un restaurante. Aquella noche me emborraché; en realidad, no bebí mucho, fue culpa del licor. El dueño del restaurante, Xie Xiaoque, el hijo de Xie Baizhua, que era uno de los bebés boniato del año 1963, sacó una botella de Wuliangye para nosotros, pero era un licor adulterado. Después de beber media copa, nos mareamos. Mis colegas se tumbaron en la mesa; respecto a Xie Xiaque, echó espumarajos por la boca y puso los ojos en blanco…
Tía explicó que volvió mareada. Quería llegar a su dormitorio del hospital, pero entró en una ciénaga sin darse cuenta. Solo había un sendero curvo. A ambos lados de ese sendero se erguían unos carrizos tan altos como un hombre. El agua estaba iluminada por la luz de la luna, como unas piezas de cristal brillantes que se extendieran en la tierra. Los sapos y las ranas cantaban sin parar. Cuando los sapos descansaban, las ranas empezaban a gritar; cuando las ranas se calmaban, los sapos gritaban como si estuviesen compitiendo en un concurso de canciones. De repente, gritaron al unísono y sus cantos, procedentes de todas partes, se fundieron y ascendieron al cielo. Al segundo, cesaron. Todo había quedado en silencio, solo se podían oír los leves sonidos de los insectos. Tía dijo que a lo largo de tantos años de trabajo, muchas veces había caminado sola en la noche sin sentir miedo, pero que esa vez tenía una sensación horrible. Se dice que el canto de la rana parece el sonido de un tambor. Pero, según dijo mi tía, el canto de las ranas de aquella noche parecía el llanto de unos niños. Para una ginecóloga, el llanto de un niño que acababa de nacer era la mejor melodía. Pero el llanto de aquella noche provocaba una sensación odiosa e injusta, como si muchos espíritus de niños muertos hubiesen salido para acusar a mi tía. Tía dijo que el licor que había bebido, de repente, se transformó en sudor.
—No creáis que fueron imaginaciones mías por estar borracha —explicó—. Cuando el alcohol se materializó en sudor, solo me dolía un poco la cabeza, pero mi mente estaba lúcida.
Tía corrió a lo largo de aquel sendero embarrado, quería huir de los cantos de rana. Pero le fue imposible escapar. A pesar de su rapidez, los cantos —wa, wa, wa— la envolvieron; venían de todas direcciones. Tía dijo que quería correr más rápido, pero no pudo, el barro del sendero parecía un chicle arrojado por la boca de unos jóvenes. Se le pegaba con fuerza a los zapatos. Cada vez que levantaba un pie, tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano. Vio que sus zapatos y la tierra se habían unido por unos hilos de color plata. Cuando se esforzaba en romper esos hilos, se unían de nuevo al pisar el suelo. Se quitó los zapatos y anduvo descalza por el sendero, pero después de descalzarse, la sensación pegajosa fue más real, como si aquellos hilos hubiesen generado ventosas. Se pegaban con fuerza a sus pies, como si incluso quisieran quitarle la piel. Tía dijo que se arrodilló en el suelo como una rana gigante y anduvo ayudándose con los brazos y las piernas. En ese momento, el barro se le pegó en las manos, en las piernas y en las rodillas. No hizo caso y siguió avanzando poco a poco.
Entonces, mi tía dijo que desde lo más profundo de los carrizos, de las hojas grandes del loto, innumerables ranas saltaron por todas partes. Algunas eran verdes, otras doradas, algunas eran muy grandes y otras eran tan pequeñas como un dátil, algunas tenían los ojos saltones y brillaban con una luz dorada, otras tenían los ojos rojos. Se arremolinaron como un torbellino y sus furiosos gritos, que llegaban de todas las direcciones, envolvieron a mi tía. Tía dijo que sintió que la mordían y que le arañaban la piel con las uñas afiladas de las patas. Algunas saltaron a su espalda, a su cuello, a su cabeza. No pudo aguantar el peso y se cayó al suelo. Tía dijo que el mayor miedo que sintió no era por las mordeduras o los arañazos de las ranas, sino por el frío y la pegajosidad de la piel de su abdomen. Cuando entraba en contacto con su piel, la sensación era repugnante.
—Estaban orinando sobre mi cuerpo, quizá incluso estuvieran expulsando esperma.
Tía dijo que recordó una leyenda que le había contado la abuela mayor sobre una rana y una chica. Según la leyenda, una joven estaba tomando el fresco en la presa y, poco a poco, se fue quedando dormida. En su sueño aparecía un chico hermoso con un traje verde y hacía el amor con ella. Cuando se despertó se había quedado embarazada y, al final, parió un montón de ranas verdes. Dijo Tía que al recordar ese cuento saltó con una fuerza explosiva, invadida por el miedo. Vio que algunas ranas rodaban por su cuerpo como bolas de barro. Pero todavía quedaban muchas que se agarraban a su ropa y su pelo. Dos de ellas le mordisqueaban las orejas como si fueran unos pendientes horrorosos. Mi tía corrió hacia delante sin saber por qué el suelo ya no estaba tan pegajoso como antes. Dijo que mientras corría agitaba su cuerpo para quitarse las ranas de encima y utilizaba las manos para tirarlas al suelo. Cada vez que agarraba una rana, emitía un grito agudo y luego la lanzaba con todas sus fuerzas. Cuando se quitó las dos ranas de las orejas, casi se hace sangre. Estaban agarradas con tanta fuerza que parecían dos niños que tuvieran mucha hambre y estuvieran mordiendo los pechos de su madre.
Tía se escapó mientras gritaba, pero no fue capaz de huir de las ranas, que la persiguieron de cerca. Cuando giró la cabeza, sin dejar de correr, vio una escena que le hizo morirse de miedo: miles y miles de ranas habían formado una corriente ondulada, gritaban, saltaban y tropezaban unas con otras. Se habían reunido como una corriente sucia que avanzaba a mucha velocidad. Además, de vez en cuando, más ranas saltaban desde los dos lados del camino para formar parte de aquella corriente. Algunas se agruparon ante mi tía; algunas intentaron cortarle el camino de huida; algunas saltaron de repente desde las hierbas de los dos lados del camino para atacarla. Tía dijo que llevaba un vestido ancho de seda negra. Sin embargo, las ranas le estropearon el vestido al atacarla. Dijo que vio a las ranas coger unas tiras de seda negra y devorarlas, pero se ahogaron, dieron vueltas en el suelo y quedaron patas arriba mostrando su barriga blanca.
Tía dijo que cuando llegó a la orilla del río vio que el puente de piedra estaba iluminado por la luna y casi no quedaba ropa en su cuerpo. Llegó allí casi desnuda y se encontró con Hao Dashou.
—No sentí vergüenza porque no era consciente de que estaba medio desnuda —explicó mi tía—. Vi a un hombre que estaba sentado en el centro del puente. Vestía un chubasquero de paja, llevaba un sombrero de bambú y estaba jugando con algo que brillaba como si fuera luz de plata. Luego me enteré de que era un trozo de barro. El material imprescindible para elaborar los muñecos de la luna era el barro de la luna. No veía con claridad quién era aquella persona, pero no me importó. Cualquiera que estuviera allí sería mi bienhechor.
Tía se refugió en el pecho de aquella persona, quería esconderse en su chubasquero de paja. Entonces sintió la temperatura de su pecho y el frío asqueroso de las ranas que estaban acercándose a ella.
—¡Socorro! —gritó, y se desvaneció.
La larga narración de mi tía nos hizo sentir lo mismo que ella. En nuestra cabeza reprodujimos la misma imagen, en las que un montón de ranas se lanzaba sobre nosotros, sobre nuestras espaldas. También sentimos escalofríos. Entonces la cámara enfocó a Hao Dashou, que seguía inmóvil. Y a continuación, los muñecos que había hecho aparecieron en primer plano. Luego enfocó el puente de piedra y, al final, la cámara volvió a apuntar a la cara y la boca de mi tía, que dijo:
—Cuando me desperté, estaba tumbada en el lecho de Hao Dashou. Me había puesto unas ropas de hombre. Me trajo un bol de sopa de soja verde y el aroma de la soja me hizo recuperar la calma. Bebí la sopa, sudé mucho, muchas partes de mi cuerpo estaban doloridas; no obstante, la impresión del frío asqueroso y la sensación pegajosa que me había hecho gritar despavorida desaparecieron. Me salieron muchos herpes en el cuerpo, que me picaban y me escocían. Enseguida tuve fiebre y empecé a decir estupideces. La sopa de soja verde que cocinó Hao Dashou me ayudó a pasar aquel momento difícil; una capa de mi piel se despellejó y me dolían hasta los huesos. Había oído una historia sobre la regeneración de la piel y el espíritu y sabía que había pasado por aquel proceso. Después de recuperarme, le propuse a Hao Dashou: “Hombre, vamos a casarnos”.
En ese momento me di cuenta de que el rostro de mi tía se había humedecido por las lágrimas. A continuación, mostraron en el programa los procesos seguidos para producir los muñecos. Tía cerró los ojos y le explicó a Hao Dashou, que también había cerrado los suyos:
—Ese niño se llama Guan Xiaoxiong, su padre medía metro setenta y nueve, tenía la cara rectangular, las mejillas rellenitas y párpado único; tenía las orejas grandes y una protuberante nariz, aunque no era muy alargada; su madre medía metro setenta y tres de altura, su cuello era largo, tenía la cara flaca y doble párpado, con los ojos grandes; su nariz era hermosa y alargada. Ese niño tenía un treinta por ciento de semejanza con su padre y el resto se parecía a su madre…
Durante la narración, las manos de Hao Dashou crearon a ese muñeco. La cámara hizo un primer plano de la figurita. Cuando vi ese muñeco tan hermoso, con ese gesto inexplicable y triste, sin darme cuenta mis lágrimas se desbordaron como una fuente…
Acompañé a Leoncita a visitar el Hospital Baofuying de Maternidad. Leoncita soñaba con trabajar allí, pero no tenía ningún enchufe ni contacto.
Cuando entramos en el vestíbulo, no me pareció un hospital sino un lujoso club. Aunque hacía un tremendo calor fuera, dentro estaba climatizado y su interior nos impresionó. En el ambiente se mezclaba una música suave con el aroma de flores frescas. En una pared estaban colocados el escudo azul celeste del hospital y unos grandes caracteres de color rosa: «Un compromiso con la vida, confianza para usted». Dos chicas bonitas con batas blancas atendían a los pacientes. Tenían dulces sonrisas y voces afables.
Una señora que vestía una indumentaria blanca, que hacía juego con sus gafas, vino y se sentó a nuestro lado.
—Señora, señor, ¿en qué puedo ayudarles? —nos preguntó la señora.
—Solo estamos echando un vistazo —dije.
La señora nos acompañó a la cafetería, que estaba situaba a la derecha del vestíbulo. Allí descansamos en unos anchos sillones de mimbre. En las estanterías cercanas a los sillones había unas revistas lujosas sobre la maternidad, y en la mesita que estaba frente a nosotros había unos preciosos folletos de presentación del hospital.
La señora nos ofreció dos vasos de agua y se alejó de nosotros sonriendo.
Abrí un folleto. En él vi a una doctora de mediana edad con la frente iluminada y unas gafas sin montura. Dos cejas largas se situaban por encima de unos ojos de mirada simpática. En su pecho llevaba una tarjeta con su foto. Encima de su hombro izquierdo, se podía leer: «El Hospital Baofuying de Maternidad cofinanciado por China y Estados Unidos es un hospital moderno e ideal para ustedes. En un ambiente cálido, amistoso y honrado, no recibirá un trato frío sino que experimentará un servicio a su medida y bien diseñado…». Encima de su hombro derecho, se leía: «Actuamos según la Declaración de Ginebra publicada en 1948 por la Asociación Médica Mundial. Las normas de nuestro trabajo son la religión y el honor. Lo que más nos preocupa es la salud de nuestros pacientes. Todos sus datos son confidenciales y abogamos por los avances de la medicina…».
Eché un vistazo a Leoncita y vi que fruncía el entrecejo mientras leía el folleto.
Pasé a la segunda página. En ella apareció la imagen de un doctor maduro que inspiraba confianza y que estaba midiendo con una cinta métrica la barriga de una chica a punto de dar a luz. La joven embarazada tenía largas pestañas y una nariz romana. Tanto sus sensuales labios como su cara sonrosada demostraban un perfecto estado de embarazo sin ningún signo de cansancio o desánimo. Unas palabras atravesaban el folleto desde el brazo del doctor hasta la barriga de la embarazada de la foto: «Respetamos la vida desde el primer momento del embarazo».
Un hombre de mediana estatura que no tenía mucho pelo y vestía un traje lujoso entró en el vestíbulo con pasos rápidos. Irradiaba seguridad en sí mismo y tenía una pronunciada barriga, por lo que pude asegurar que era un hombre de éxito. Si no era un funcionario con un alto cargo, sería un millonario; podía ser tanto lo uno como lo otro. Agarraba a una joven con su brazo izquierdo. Aquella chica era alta, su cuerpo delgado estaba envuelto en un vestido de seda de color amarillo. Me sorprendió un poco porque reconocí que era la secretaria Xiao Bi; la talentosa Xiao Bi, que trabajaba en la empresa Rana Toro de Yuan Sai y mi primo. Bajé la cabeza apresurado y me tapé la cara con el folleto que tenía en la mano.
Abrí otra página del folleto. En la esquina derecha había cinco niños desnudos sentados en fila. Miraban hacia la izquierda, como si allí hubiese alguien llamando su atención. Sus frentes y mejillas redondeadas formaban una hermosa curva. Aunque no se veían sus caras, esa curva unía las inocentes sonrisas. Tres de ellos tenían poco pelo, los otros dos tenían el pelo muy espeso. Dos de ellos tenían el pelo negro, otro era rubio y otro, rubio clarito. Todos tenían unas orejas grandes, lo que significaba una doble felicidad. Los que tenían la oportunidad de poner su foto en ese folleto poseían una suerte inmensa. Tenían más o menos cinco meses de edad y acababan de aprender a sentarse. Pero como no podían hacerlo bien del todo, estaban inclinados en diferentes direcciones. Eran gorditos, parecían cochinillos redonditos. Por debajo de sus brazos se podían ver sus sobresalientes barrigas. Sus culitos estaban apretujados y se marcaba una delicada línea entre las nalgas. A la izquierda de estos niños había escritas unas líneas: «El servicio ginecológico gira alrededor del eje de la familia. Prestamos especial atención al embarazo y al parto. Consideramos necesario instruir a las embarazadas y a las parturientas».
El señor de edad madura se llevó a Xiao Bi hacia la recepción para hablar un rato. Unos segundos más tarde, una señora elegante los acompañó hasta una zona situada a la izquierda del vestíbulo. Era la sala de espera de los clientes VIP. Allí había un sofá de color rojo oscuro y una mesita en la que habían colocado un jarrón con rosas moradas. Se sentaron e inmediatamente el hombre soltó un estornudo que casi me hizo saltar del susto. Ese estornudo, tan fuerte como la explosión de una bomba, me reactivó una parte de mi memoria. ¿Sería él?
«Durante el embarazo, los doctores advertirán a sus familiares sobre la situación de la madre, la situación del feto, los alimentos para la madre y las actividades de deporte necesarias».
Quería avisar a Leoncita sobre mi descubrimiento. Pero como estaba leyendo con avidez mientras murmuraba: «¿Qué tipo de hospital es este?, ¿quién utiliza este hospital?», y además les daba la espalda, no se había dado cuenta de su llegada.
El hombre debió de pensar que sus asientos estaban muy expuestos, así que se levantó y arrastró a Xiao Bi hacia el fondo del vestíbulo. Entre la cafetería y el vestíbulo había una valla, y en el centro habían puesto una planta llamada Cerimán y un arbolito de Banvan que casi tocaba el techo. Las paredes de aquella zona estaban pintadas de color rojo y habían instalado una chimenea. Había un mostrador, y detrás de él, un estante con muchos vinos famosos. Un chico hermoso que llevaba una corbata de lazo negro estaba moliendo café. El olor extraordinario del café se mezcló con el aroma de las flores, voló hacia mí y me produjo una agradable sensación.
«Además, tenemos en cuenta que cada parto es diferente. Nuestros médicos planifican su parto a medida y ofrecen unos cursos para las madres. Esperamos que estas actividades puedan servirles para aclarar sus preocupaciones y dudas…».
Él se sentó allí a tomar un café, conversando con Xiao Bi de manera íntima. Sí, era él. Una persona puede cambiar su tono de voz, pero no puede cambiar un estornudo que le sale por casualidad. Una persona puede operarse los ojos para ponerse doble párpado, pero ninguna cirugía estética puede cambiar su mirada. Se encontraba a veinte metros de mí, hablando, sonriendo relajadamente, sin imaginar que un amigo de su juventud le estaba observando. O sea, que Xiao Xiachun, que antes tenía el párpado único y el corazón cruel se había transformado en esta figura.
—No tengo ninguna oportunidad —dijo Leoncita deprimida mientras tiraba el folleto en la mesita y apoyaba la espalda en el sofá—. Todos tienen un doctorado en Medicina y han estudiado en Estados Unidos o Francia; son catedráticos famosos de universidad… un grupo de médicos destacados… Si vengo aquí, lo único que puedo hacer es limpiar los aseos…
Aunque Xiao Xiachun y yo habíamos sido convecinos del mismo pueblo y vivimos mucho tiempo en Beijing, nunca le había vuelto a ver. Recordé que cuando se graduó en la universidad, su padre gritó en la calle: «¡Mi hijo se ha incorporado al Consejo de Estado!». Luego, según me contaron, trabajó varios años en una oficina del Consejo de Estado y un ministro le escogió para ser su secretario; más tarde le envió a un lugar para ser el Vicesecretario General de la provincia; después abandonó su trabajo y se convirtió en un comerciante, invirtió en la construcción y ahora es un billonario que tiene una riqueza de más de diez billones de yuanes…
La mujer elegante que les había conducido a ese lugar fue a buscarles para llevarles a la parte trasera del vestíbulo. Cerré el folleto.
En la contraportada vi que la mano del doctor y la mano de la mujer embarazada estaban colocadas felizmente en la prominente barriga. Las frases colocadas sobre la imagen decían: «Consideramos a la mujer embarazada y a su bebé como parte de nuestra familia y les ofrecemos una atención garantizada. En nuestro hospital encontrará una atmósfera acogedora y unos minuciosos cuidados».
Al salir del hospital, Leoncita se sintió deprimida. Empezó a criticar ese moderno hospital. Como yo estaba pensando en Xiao Xiachun, no podía hacerle caso. Pero sus palabras borboteaban sin parar, así que no pude aguantar más y le dije:
—Bueno, mi cielo, ¡no seas envidiosa!
Ella me respondió con una sonrisa amarga y, de manera excepcional, no discutió conmigo.
—Un médico rural como yo solo puede criar ranas en la empresa de Yuan Sai —dijo.
—Vamos a jubilarnos, no hemos venido a buscar trabajo —contesté.
—Hay que buscar algo para entretenernos —me contradijo—. ¿O crees que voy a trabajar como limpiadora doméstica?
—Basta —dije—. ¿Sabes a quién he visto?
—¿A quién?
—A Xiao Xiachun —dije—, Xiao Shiasqun. Se ha hecho la cirugía estética, pero todavía he podido reconocerle.
—¿Cómo es posible? —dijo Leoncita—. Un tío tan rico, ¿por qué vuelve aquí? ¿No te habrás equivocado?
—Puede que mis ojos se equivoquen, pero mi oído nunca falla —dije yo—. Su estornudo es único en este mundo. Además, su mirada y su sonrisa jamás cambiarán.
—Puede que quiera invertir —adivinó Leoncita—. He oído que este sitio se incorporará a Qingdao. Una vez unido a Qingdao, los precios de la tierra y los pisos aumentarán mucho.
—¿Sabes con quién estaba? —pregunté.
—¿Cómo lo voy a saber? —contestó Leoncita.
—Con Xiao Bi.
—¿Quién?
—Xiao Bi, la de la empresa Rana Toro.
—¡Oh! —dijo—. ¡Se ve a primera vista que es una puta! Creo que también está liada con tu primo y Yuan Sai.
Leoncita odiaba la empresa Rana Toro, a mi primo y a Yuan Sai. No obstante, al día siguiente de visitar el Hospital Baofuying, me dijo de repente:
—Xiao Pao, quiero ir a Rana Toro a trabajar.
Me quedé sorprendido mirando su cara ancha, que se había maquillado de tal forma que le daba un aire espectacularmente alegre.
Dejó de sonreír y me dijo muy seria:
—Hablo en serio, no estoy bromeando.
Me estaba esforzando por apartar de mi mente las imágenes de las ranas. Sin embargo, seguían de manera obstinada en mi cabeza. (Después de la historia que contó mi tía sobre las ranas, yo también les tenía miedo).
—¿Vas a criar esos animales?
—En realidad —me dijo Leoncita— las ranas no me dan miedo. Nuestro origen es el mismo que el de estos vertebrados. —Y me explicó que el renacuajo es idéntico al espermatozoide del ser humano—. El óvulo de la rana tampoco se diferencia mucho del de las mujeres. Además, ¿has visto cómo es un feto de tres meses de edad? Tiene una cola larga como las ranas que están en proceso de transformación. —La miré asustado. Parecía que estaba recitando—: ¿Por qué «rana» «wa» tiene una pronunciación parecida a «niño» «wa»? ¿Por qué el llanto del niño se parece al canto de la rana? ¿Por qué los muñecos del maestro tienen una rana entre sus brazos? ¿Por qué la diosa que nos creó se llama Nü Wa, que se pronuncia de manera parecida a «rana» en chino: «wa»? Es muy posible que la madre del ser humano sea una rana hembra. Eso significaría que evolucionamos desde la rana. La teoría de que el ser humano proviene del mono es totalmente errónea…
En sus palabras atisbé la forma de expresarse de mi primo y de Yuan Sai. O sea, que le habían lavado el cerebro dos hombres famosos por sus lenguas viperinas.
—Bien —dije—, si te aburres en casa, vete a la empresa Rana Toro. Pero —le dije sonriendo— imagino que no tardarán ni una semana en despedirte.
Aunque expresé claramente mi opinión contraria a que Leoncita trabajara en la empresa Rana Toro, en realidad, y en lo más profundo de mi corazón, me alegré, porque soy una persona a la que le gusta la soledad. Me encanta pasear solo por la calle. Mientras paseo puedo recordar lo que he hecho y si no tengo nada que recordar, pienso en algo sin sentido. Hacer planes con Leoncita debería ser una de mis responsabilidades conyugales, pero cumplirlas es muy pesado. Aun así tengo que fingir que estoy contento y entusiasmado de hacer cosas con ella. Ahora, cada mañana muy temprano, va a la empresa Rana Toro con la bicicleta eléctrica que, según dice, le ha comprado mi primo. Vi a través de la ventana cómo se sentaba bien recta en la bicicleta y se marchaba silenciosamente por la orilla del río. En cuanto desapareció me precipité a salir del edificio.
Dediqué varios meses a pasear por los barrios que se situaban a la orilla norte del río. Recorría el bosque, el parque, los supermercados grandes o pequeños, el centro de fisioterapia, el gimnasio, el centro de estética, la farmacia, los establecimientos de lotería, el centro comercial, las tiendas de muebles, los grandes mercados al lado del río, etc. Cuando me detenía en un sitio, hacía fotos con la cámara digital para dejar huellas de mi presencia, como los perros cuando levantan la pata trasera para orinar y dejar su rastro. También atravesaba los campos rurales para visitar las estupendas construcciones que se habían puesto en marcha. Algunas estaban sin acabar, aunque la estructura principal estaba bien perfilada. Estas construcciones tenían formas nuevas y modernas; en cambio era imposible predecir la apariencia de las que acababan de levantarse.
Cuando terminé mi viaje por la orilla norte, me trasladé a la orilla sur. Tenía varias opciones. Podía atravesar el río por el puente, que era como un gran pájaro descansando con sus alas extendidas de orilla a orilla, o bien podía coger una canoa de bambú para ir al puerto Aijia río abajo, a unos diez kilómetros de distancia. Siempre elegía la primera opción por temor al estado inestable de la canoa de bambú. No obstante, un día ocurrió un accidente en el puente y, como estaba atascado, decidí coger por una vez una canoa y revivir experiencias del pasado.
Un joven que llevaba una chaqueta tradicional china conducía la canoa. Cuando habló, salieron de su boca todas las palabras que estaban de moda, acompañadas al mismo tiempo de un fuerte acento local que hizo fácil identificarlo. Su canoa estaba formada por veinte gruesos bambúes. La proa estaba levantada hacía arriba y tenía una cabeza de dragón de madera pintada con diferentes colores. En el centro de la canoa había dos sillas de plástico atadas a la embarcación. Me dio dos bolsitas de plástico para que me las pusiera en los pies en caso de mojarme.
—Muchos habitantes de la ciudad prefieren quitarse los zapatos y los calcetines —me dijo con una sonrisa—. Las mujeres tienen los pies blanquecinos como el pez de plata. Es muy gracioso verles meter sus pies en el agua. —Me quité los zapatos y los calcetines y se los pasé. Los colocó en una caja de hierro y bromeó—: ¡Me tiene que pagar un yuan en concepto de depósito!
—Como tú quieras —contesté.
—Señor, tiene que ponérselo. Si no, no me pagará mi jefe —dijo mientras me tiraba un salvavidas de un rojo intenso.
Al salir del puerto, mientras el joven conducía la canoa, otros conductores gritaban sentados a la orilla:
—Biantou, buena suerte, ¡ojalá que te mueras pronto!
El chico manejaba el remo de bambú con soltura.
—Si me muriese, tu hermana sería viuda —dijo.
La canoa seguía la corriente a mucha velocidad. Saqué la cámara, tomé unas fotos del puente y del paisaje.
—¿De dónde viene usted?
—¿De dónde crees que vengo? —Utilicé el acento de mi pueblo natal para decirle estas palabras.
—¿Es usted de aquí?
—¡A lo mejor tu padre fue compañero mío de clase! —Su cabeza alargada me recordaba a un compañero procedente del pueblo Tanjia, cuyo apodo también era Biantou.
—Pero yo a usted no le conozco —dijo—. ¿En qué pueblo vive?
—No te distraigas y conduce bien la canoa —dije—. No importa si me conoces o no. Yo sí que conozco a tus padres.
El chico agitaba rítmicamente el remo de bambú para controlar la canoa. De vez en cuando, me echaba alguna que otra mirada. Aparentemente estaba haciendo esfuerzos por recordarme. Saqué un cigarrillo y lo encendí. Movió la nariz.
—Señor, si no me equivoco, el cigarrillo que está fumando debe ser un Zhonghua de paquete blando —me dijo.
Era verdad, el tabaco que fumaba era Zhonghua de paquete blando. Me lo había dado Leoncita y me había dicho que era un regalo de Yuan Sai. El señor Yuan le comentó que el tabaco se lo había regalado un ricachón, pero que a él solo le gustaba Baxi y no quería cambiar de marca.
Saqué otro cigarrillo y me levanté un poco para pasárselo al chico. Inclinó su cuerpo para recogerlo, se agachó un poco para evitar el viento y lo encendió entre sus manos. Sonrió cuando fumaba, parecía muy satisfecho. Los gestos que aparecieron en su cara eran extraños pero alegres.
—Señor —dijo—, todos los que se pueden permitir comprar ese tipo de tabaco, sin duda son refinados.
—Es un regalo de un amigo —dije.
—Sé que es un regalo. Los que fuman este tipo de cigarrillos nunca los pagan de su bolsillo —me dijo sonriendo—. Usted también pertenece al grupo de los «cuatro principales».
—¿Qué son los «cuatro principales»?
—El primero es que el consumo de cigarrillos y alcohol les resulta gratuito, el segundo que apenas se gastan su salario, el tercero que casi no tocan a sus esposas —dijo—. Y el último lo olvidé.
—¡Que cuando duermen tienen pesadillas! —dije.
—No es ese. No me acuerdo exactamente, pero ese no es.
—Entonces deja de pensar —contesté.
—Si mañana vuelve a coger mi canoa, seguro que me acuerdo —dijo—. Señor, ya sé quién es usted.
—¿Me reconoces? —pregunté.
—Debe ser el señor Xiao, Xiao Xiachun —me lo dijo con un gesto exagerado y mezclado con una sonrisa—. Mi padre me contó que usted es el más sobresaliente de entre todos sus compañeros de clase. No solo es el orgullo de su clase sino también el orgullo de Dongbeixiang, pueblo del condado de Gaomi.
—Él es sin duda el más sobresaliente. Y yo no soy él.
—Señor, no sea tan modesto —dijo—. Cuando subió a mi canoa, me di cuenta de que usted no era un hombre vulgar.
—¿De veras? —pregunté sonriendo.
—Por supuesto. Su frente brilla, una luz ilumina su cabeza. A primera vista uno puede darse cuenta de que ¡usted no es cualquiera!
—¿Yuan Sai te enseñó a leer un rostro?
—¿Conoce al señor Yuan también? —Se golpeó la frente—. Qué tonto, si fueron compañeros de clase, es evidente que tienen que conocerse. Aunque no se puede comparar con usted, es una persona famosa.
—Pero tu padre también es un gran hombre —dije—. Recuerdo que podía hacer el pino y que en esa postura daba vueltas por el campo de baloncesto.
—Eso no es nada —dijo con desprecio—. ¡Solo es un ser humilde que puede andar con las cuatro extremidades! Pero usted y el señor Yuan, son muy inteligentes. «El que luce domina al pueblo, el deslucido es dominado por él».
—¡Tu elocuencia es igual que la de Wang Gan! —le dije con una amplia sonrisa.
—El señor Wang también es un genio, pero el camino que ha tomado es distinto al suyo. —Movió sus ojos brillantes y pequeños y siguió diciendo—: El señor Wang es alguien que se hace pasar por loco, pero bien que gana dinero.
—¿Cuánto puede cobrar por vender los muñecos?
—Lo que vende el señor Wang no son solo muñecos, es arte —dijo—. Señor mío, ¡el oro se cuenta, pero el arte es incalculable! Por supuesto, el dinero que gana el señor Wang es incomparable al que gana usted, igual que no se pueden contar las gotas del mar. Pero el señor Yuan es más inteligente que el señor Wang. Sin embargo, solo la cría de ranas toro no puede traerle mucha riqueza.
—Si el criadero de ranas no produce ganancias, ¿de dónde sale el dinero?
—¿No lo sabe o finge no saberlo?
—No lo sé, de verdad.
—Me está tomando el pelo —dijo—. Un señor tan elegante como usted debe ser muy poderoso y estar bien informado. ¿Por qué no sabe lo que sabemos los humildes?
—Acabo de volver hace unos días, así que no lo sé.
—Si no lo sabe, como no es alguien ajeno, se lo contaré y así se entretiene —me dijo.
—Dime.
—Criar ranas es solo una excusa —dijo—. El verdadero negocio es ayudar a otros a criar niños. —Me quedé sorprendido, pero no dije nada. Él continuó—: Si hubiera que ponerle un nombre moderno, sería «centro de madres de alquiler». En realidad se trata de reunir a un grupo de mujeres que engendren niños para los que quieren tener hijos.
—¿Existe ese tipo de negocio? —pregunté—. Entonces lo que está haciendo es destruir la política de planificación familiar.
—Eh, eh, tío Xiao, ¿en qué época estamos? ¿Por qué me habla de planificación familiar? —dijo—. Ahora la situación es que «los ricos dan a luz mediante multas». Por ejemplo, el rey del reciclaje Lao He: su esposa ha parido el cuarto hijo y la multa ha ascendido a seiscientos mil yuanes. Al día siguiente de que le llegara la multa le entregó seiscientos mil yuanes en una bolsa de piel de serpiente al Comité de Planificación Familiar. «Los pobres dan a luz a escondidas». En la época de la comuna popular, la movilidad de los campesinos era estrictamente controlada por la comuna; si una persona quería salir del pueblo para ir a comprar al mercado, tenía que pedir permiso. Sin embargo, hoy en día, nadie está atado a un sitio. Si te vas al otro extremo del mundo, nadie te pregunta. Algunos se han ido a otros lugares a ganarse la vida y reparar paraguas, zapatos o a vender verduras. Podrían alquilar un sótano o colocar una tienda de campaña debajo de un puente y parir los niños que quisiesen. «Los mandarines tienen hijos con su segunda esposa ilegal», eso no hace falta que se lo explique. Solo los funcionarios que no tienen dinero o son cobardes no se atreven a tener más hijos.
—Si lo que dices fuese verdad, la política nacional de planificación familiar ahora no tendría sentido, ¿no?
—Sí —dijo—, la política existe y funciona. Si no, ¿cómo calculamos la cantidad de la multa?
—Entonces, si la gente puede parir como quiera, ¿por qué necesitan acudir a la empresa de Yuan Sai, la empresa de madres de alquiler?
—Me temo que usted ha dedicado demasiado tiempo al trabajo y no conoce la situación actual —me explicó sonriendo—. Los ricos, aunque tienen dinero, no son tan generosos como el rey de reciclaje Lao He. La mayoría, cuanto más dinero tiene, más tacaña es. Quieren tener hijos para que la familia no pierda su riqueza pero tienen miedo de recibir multas. Entonces buscan madres de alquiler. Pueden inventar muchas excusas para escaparse de las multas. Por otra parte, los ricos y los nobles de ahora son como usted, el hombre todavía tiene energía pero la mujer no tiene ni capacidad ni ganas.
—Por eso buscan segundas esposas ilegales.
—Hay algunos que tienen una segunda, una tercera y una cuarta; hay algunos que temen a sus esposas y no quieren problemas. Esos son los clientes más importantes del tío Yuan.
Mi mirada atravesó el río y se fijó en un edificio de color rosa donde se situaba la empresa Rana Toro. El techo dorado del templo de Niangniang apareció ante mis ojos y llegó a mi corazón. Entonces tuve una sensación de mal augurio. Recordé que una madrugada, cuando volvía a la habitación desde el servicio, Leoncita y yo hicimos el amor de manera inolvidable…
—Usted no tiene hijos, ¿verdad? —me preguntó el hijo de Biantou con curiosidad.
No contesté.
—Una persona tan sobresaliente como usted debe tener un hijo. Está cometiendo un crimen. Confiado lo dijo: «De las tres inmoralidades filiales, el no engendramiento es la peor…».
Recordé que, esa madrugada, me levanté para orinar en mitad de la noche. Me quedé tan relajado que me caía del sueño. En ese momento, Leoncita se acercó a mí para seducirme. Fue algo que no había pasado desde hacía mucho tiempo…
—A pesar de las dificultades, tiene que tener un hijo. Eso no es solo asunto suyo, sino también un asunto de nuestro pueblo. En la empresa de tío Yuan, tendrá muchas opciones. La más lujosa es la concepción sexual. Todas las madres de alquiler son chicas bonitas, tienen buena salud, buena genética, todavía no están casadas, son licenciadas o incluso mejor. Puede alojarse con una de ellas hasta que conciba a su hijo. Respecto al coste, eso es muy caro; por lo menos le costará doscientos mil yuanes. Por supuesto, si quiere que la genética de su hijo sea mejor, puede ofrecer a la madre de alquiler un dinero en concepto de manutención, o también puede darle una cantidad de dinero extra como prima. El mayor problema de esta medida consiste en lo siguiente: si se enamorara de ella y el falso amor se convirtiera en verdadero, afectaría a su matrimonio. Entonces, supongo que su esposa no permitiría…
… Ella parecía muy excitada, pero se comportó de manera extraña, no hizo lo que solía hacer. ¿Qué pasaba? En la madrugada, vi brillar sus ojos. Me sonrió misteriosamente y dijo:
—Quiero torturarte.
Cogió una tira de tela negra para taparme los ojos.
—¿Qué quieres hacer?
—No te la quites —me has torturado tantos años que ahora voy a vengarme.
—¿Quieres hacerme la vasectomía?
—¿Cómo es posible que digas eso? —contestó sonriendo—. Necesito que disfrutes por una vez…
—Hace poco vino una mujer para sembrar el caos y estropeó el coche del tío Yuan —dijo el hijo de Biantou—. Su esposo se había enamorado de la madre de alquiler, que como consecuencia había parido un hijo y ese hombre se divorció de su mujer. Y ella no pudo aceptarlo…
… Siguió excitándome, me encendí, me acaloré. Me puso algo ahí.
—¿Qué quieres hacer? ¿Es necesario? —le pregunté.
No contestó…
—Si quiere tener un hijo, pero no quiere arriesgarse, le digo una manera más económica. Pero esto es un secreto. En la empresa del tío Yuan hay unas chicas baratas. Sus caras son horrorosas, pero ese horror no es congénito. Antes fueron chicas muy bonitas, es decir, sus genes son perfectos. Seguro que ha oído la noticia del incendio de la fábrica de juguetes Dongli. Ese incendio mató a cinco chicas de nuestro pueblo Dongbeixiang, pero todavía quedan tres que siguen vivas, aunque gravemente heridas. Sus caras han quedado destrozadas por completo, sus vidas son miserables. El tío Yuan tiene la amabilidad de cuidarlas, se encarga de sus comidas. Y además les comentó una manera de enriquecerse, de que ganasen un poco de dinero de cara al futuro. Por supuesto, ellas son madres de concepción asexual. Es decir, usted ofrece algunos de sus renacuajos y se ponen en su útero. Espera un tiempo y luego puede ir a recoger al niño. Son baratas. Si paren un niño, cuesta cincuenta mil yuanes; si paren una niña, cuesta treinta mil…
… Me hizo gritar del placer. Sentí que la mitad inferior de mi cuerpo había caído en un abismo. Me cubrió y salió silenciosamente…
—Tío, le aconsejo…
—Eres el proxeneta de Yuan Sai, ¿verdad?
—¿Por qué utiliza una palabra tan antigua? —El chico me sonrió—. Soy un empleado del tío Yuan. Tengo que agradecerle, tío Xiao, que me haya ofrecido esta oportunidad de ganar dinero, voy a comunicárselo al tío Yuan. —Se balanceó en la canoa y sacó su móvil.
—Lo siento —dije—. No soy la persona a la que debes darle las gracias.
Señor, anteayer me peleé con Leoncita y me enfadé tanto que casi le rompo la nariz. Le salió tanta sangre que hasta me ensució el borrador de la obra de teatro. Ahora me duele un poco la cabeza, pero no me impide seguir escribiendo. Para el teatro hace falta revisar cada palabra que se utiliza, pero al escribir una carta, no hace falta ser tan exigente. Si conoces un puñado de palabras y tienes algo que decir, puedes escribir una carta. Sin embargo, cuando mi primera mujer Wang Renmei me escribía, como no conocía muchas palabras, dibujaba caracteres inventados en lugar de escribir. Me pedía perdón.
—Xiao Pao, como no he recibido mucha educación, solo puedo dibujar.
—No, es justo al revés, ¡eres muy culta porque al dibujar creas palabras nuevas! —contesté.
—Xiao Pao, te voy a dar un hijo. Xiao Pao, vamos a tener un hijo —me dijo.
Señor, después de escuchar las palabras del hijo de Biantou, llegué a una preocupante deducción: Leoncita, que está loca por tener un hijo, ha cogido mi esperma y lo ha puesto en el cuerpo de una chica que tiene el rostro desfigurado. En mi cabeza, apareció una imagen en la que un montón de espermatozoides estaban rodeando un óvulo, como la escena que había presenciado en mi niñez en la que un montón de renacuajos estaban compitiendo por un trozo de pan que se había caído al agua. La chica que va a ejercer de madre de alquiler es Chen Mei, la hija de mi excompañero de clase, Chen Bi. En su útero, ahora está creciendo mi niño.
Acudí a la empresa Rana Toro con mucha prisa; creo que me saludaron unas personas, pero no pude recordar quiénes eran. A través de las rejillas brillantes de la valla eléctrica vi otra vez la estatua solemne de la rana toro. Sentí un escalofrío…, recordé la frescura pegajosa de su piel y su mirada hostil. En la plaza situada frente al edificio blanco, había seis chicas con vestidos de colores que estaban allí saltando y agitando unos cestos de flores. Un chico que se sentó a su lado estaba tocando el acordeón. Ensayaban algún número. Era un día tan hermoso, tranquilo y agradable… Tenía que buscar un sitio para sentarme y pensar atentamente en el asunto de mi obra de teatro.
«En días normales, sé cobarde como un ratón; en días peligrosos, valiente como un tigre», «Si no viene la buena suerte, vendrá la mala suerte. No se puede huir de ninguna de las dos», estos versos me los enseñó mi padre. Las enseñanzas de las personas mayores son joyas espirituales. Al recordar las palabras de mi padre, sentí hambre. Tenía cincuenta y cinco años y mi padre y mis hermanos todavía seguían vivos. Aunque aún no me considero viejo, el sol del cielo de mi mundo ha pasado el mediodía y ahora está anocheciendo. Yo era una persona anochecida, una persona que se había jubilado y había vuelto a su pueblo natal para comprar un piso y gozar del resto de su vida. En realidad, no tenía nada que temer. Al pensar en esto, me sentí muy hambriento.
Entré en un restaurante situado en la parte derecha de la plaza del templo de Niangniang, que se llamaba Don Quijote. Ese lugar lo empecé a visitar con frecuencia después de que Leoncita empezara a trabajar en la empresa Rana Toro. Elegí una mesa al lado de la ventana. No había muchos clientes y siempre me sentaba en el mismo asiento, que parecía estar reservado para mí. Vino un camarero bajito y gordito. Señor, cada vez que me siento a la mesa y miro el asiento vacío de enfrente, pienso que a lo mejor algún día usted podría sentarse y discutir conmigo sobre mi obra de teatro. Su parto se está complicando. La cara aceitosa del camarero mostró una sonrisa muy amable, pero pude descubrir un gesto extraño escondido tras ella. A lo mejor aquel gesto era igual que el de Sancho Panza en el libro El Quijote. Era una expresión que albergaba un poco la intención de mofarse de los demás, con una mezcla de engaño y de travesura, como si pudiese burlarse de la gente y al mismo tiempo recibir las burlas de otros. Las mesas estaban hechas con madera de tilia y no estaban pintadas de color alguno. Las líneas de la madera eran perceptibles y había marcas de la quemadura de un cigarrillo. Solía sentarme en esa mesa para escribir. A lo mejor, en el futuro, cuando mi teatro coseche muchos éxitos, esa mesa será una reliquia histórica. En ese entonces, si alguien quisiese sentarse en esa mesa para beber, pagaría un dinero extra, y si usted viniera y se sentara frente a mí, ¡sería todavía mejor! Lo siento, a un literato le gusta impulsar su pasión creativa con estas ilusiones ególatras. Señor, aquel camarero iba a realizar una reverencia pero no dobló su cuerpo del todo.
—Buenos días, bienvenido, el fiel sirviente del ingenioso caballero le ofrece su servicio.
Entretanto, me pasó un menú escrito en diez idiomas.
—Gracias —dije—, lo de siempre: una ensalada Margarita, un plato de ternera cocida de la Viuda de Antonio y una caña larga de la cerveza negra de Mariko.
Se marchó agitando su culo rechoncho como el de un pato gordito. Me senté allí para esperar la comida y, mientras tanto, observaba la decoración del restaurante: de la pared colgaban una armadura y una lanza oxidadas, un par de guantes rotos que utilizó en la lucha contra su enemigo en asuntos amorosos, un diploma, diferentes medallas que eran pruebas de los méritos militares, una cabeza de ciervo, dos gallinas salvajes con plumas de varios colores llamativos y unas fotos amarillentas y antiguas. Aunque era una atmósfera creada a semejanza del estilo clásico europeo, me pareció muy interesante. A la derecha de la puerta, se erguía una estatua de una dama cuyos pechos eran dorados. Señor, me fijé en que casi todos los que venían a este restaurante para comer, al entrar tocaban sus pechos, ya se tratase de un hombre o de una mujer.
En la plaza del templo de Niangniang siempre había mucha gente, los gritos de Wang Gan destacaban por encima del resto. Recientemente habían presentado una actuación de la pintura tradicional Obsequio de los hijos en Qilin con la que querían restaurar una ceremonia tradicional, aunque era en realidad una mezcla cultural. Pese a ser un poco extraño, porque combinaba lo oriental y lo occidental, acabó con el problema de desempleo de decenas de hombres, así que fue algo bueno. Además, señor, como usted dijo, las tradiciones del pasado constituyen el arte moderno de hoy día. Había visto muchas veces en la televisión unos programas similares.
Básicamente, fusionaban lo tradicional, lo moderno, lo cultural y lo turístico y se convertían en unos programas atractivos. Era igual a lo que usted comentó: algunos lugares padecen guerras sanguinarias, y en cambio otros disfrutan con tranquilidad de la paz. Este es el mundo en el que vivimos. Si existiera el gigante Atlas, el tamaño de la Tierra sería para él igual que un partido de fútbol para nosotros. Se sentaría allí viendo cómo este planeta gira en torno a él, cómo en ocasiones está en paz y otras en guerra; cómo en alguna ocasión abunda el alimento y a veces se pasa hambre; cómo ora se encuentra inundado, ora sufre sequías… No se sabe qué pensar. Lo siento, señor, he llegado demasiado lejos.
El falso Sancho me trajo un vaso de agua, una cesta de pan, un pedazo de mantequilla y un platito con una mezcla de aceite de oliva y ajo picado. El pan de aquí era maravilloso, cualquier persona que haya comido el pan en el extranjero apreciaría la calidad del pan de aquí. El pan mojado en el aceite con ajo picado era exquisito, además, los siguientes platos y la sopa también estaban deliciosos. Señor, debe venir alguna vez a comer aquí, le aseguro que le gustará todo lo que hay. En este restaurante existía una tradición o, mejor dicho, se trataba de una costumbre: cada noche, antes de terminar el trabajo de todo el día, ponían en una cesta panes recién hechos, largos o redondos, negros o blancos, gruesos o finos, en la mesa que se ponía a la salida del restaurante para que los clientes pudiesen cogerlos. No había ningún letrero que recordara que cada uno solo podía llevarse un trozo de pan, pero todos los clientes lo hacían voluntariamente. Algunos lo cogían entre las manos, otros lo abarcaban entre los brazos, y ya fuesen largos o cuadrados, blandos o duros, emitían un aroma atractivo, un olor a trigo, a semilla de lino, a almendra o a levadura. Cuando paseaba en la noche por la plaza del templo de Niangniang con un panecillo recién hecho, señor, me sentía embriagado por la emoción que invadía mi corazón. Por supuesto, no ignoraba que era una emoción suntuosa porque sabía muy bien que en este mundo todavía hay muchas personas que no tienen nada para comer ni para vestir y mucha gente moría.
La ensalada Margarita contenía lechuga, escarola y tomate, y era deliciosa. ¿Quién le habría dado un nombre tan original como este? Por supuesto que mi compañero de clase, el hijo de mi primera profesora, Li Shou. Como le mencioné antes, Li Shou era la persona más talentosa de todos mis excompañeros de clase. Debería haberse convertido en un famoso literato, pero al final fui yo quien se dedicó a la literatura. Él había sacado buenas notas en la Facultad de Medicina, se le abría un futuro próspero, pero renunció a su trabajo y volvió a su pueblo para abrir un restaurante de fusión de los estilos asiático y europeo. Pudimos descubrir las influencias literarias de este compañero de clase desde en el nombre del restaurante hasta en los platos. Abrir un restaurante y llamarle Don Quijote indica que reúne lo moderno y lo tradicional, lo extraño y lo quijotesco. El cuerpo de Li Shou era ancho y bajo, pero después de engordar parecía más bajito. Solía sentarse en el rincón opuesto del restaurante, lejos de mí, pero jamás nos saludamos. Con frecuencia me ponía en la mesa para escribir algo, a su vez él solía poner su brazo izquierdo en el respaldo de la silla, apoyando su mejilla en su mano derecha. Pasaba mucho tiempo en esta postura, que parecía rara pero era muy cómoda.
El falso Sancho me entregó la ternera cocida de la Viuda de Antonio y la caña larga de la cerveza negra de Mariko, los platos que había pedido. Eché un trago a la cerveza negra, pegué un bocado a la ternera, la mordisqueé lentamente para degustar su sabor con calma, y mi mirada atravesó la ventana para presenciar la actuación de una leyenda milenaria. La música era ruidosa, los adornos variados y los actores vestían ropas de diferentes colores. Todos los personajes resultaban importantes en la historia. Una mujer, cuya cara semejaba la hermosa luna, cuyos ojos eran dos estrellas brillantes, abrazaba a un niño rosado. Cada vez que veía a la orquesta de Niangniang representar la leyenda del Obsequio de los hijos en Qilin, me acordaba de mi tía. En realidad mi tía solía ataviarse con un vestido negro y ancho, tenía el cabello alborotado como el nido de un pájaro, su risa solía ser tan escandalosa como el grito del águila, tenía los ojos perdidos, no sabría cómo explicarlo, pero esta figura que apareció en mi cabeza cercenó mis ilusiones.
La orquesta de Niangniang dio una vuelta en la plaza, se paró en el centro y se desplegó. La música cesó, y un hombre con un sombrero alto y una toga morada, que sostenía la tabla informante para imitar al antiguo mandarín —lo cual me recordó a los antiguos eunucos de la corte—, cogió un pergamino amarillo y lo extendió para anunciar en voz alta:
—El distinguido cielo y la benevolente tierra nos ofrecen sus más variados cereales. Según la orden del Emperador Celestial Yu Huang, Niangniang abrazó a un niño hermoso para que bajase a esta tierra del condado de Gaomi a ofreceros el Obsequio de los hijos en Qilin. Podéis acercaros los creyentes.
Los actores que interpretaban a Wang Liang y a su esposa no pudieron recoger a aquel niño —un muñeco— porque les fue arrebatado por las mujeres de la plaza que ardían en deseos de dar a luz un hijo.
Señor, barajé muchas razones para consolarme, pero al fin y al cabo era un hombre temeroso y cobarde como una rata. Sabía que aquella chica Chen Mei estaba engendrando un hijo mío. Un fuerte sentimiento de culpa me ataba como una cuerda gruesa porque Chen Mei era la hija de mi excompañero Chen Bi, porque fue criada por mi tía y por Leoncita, y durante aquellos días la abracé con mis propias manos y hasta había metido la leche en polvo en su hermosa boca. Era menor que mi hija. En cuanto Chen Bi, Li Shou y Wang Gan, mis antiguos amigos, supiesen la verdad de este asunto, me moriría de vergüenza.
Recordé que después de volver aquí, me encontré con Chen Bi dos veces. La primera vez que le vi fue una noche nevada a finales del año pasado. En aquel entonces Leoncita todavía no había ido a la empresa Rana Toro a trabajar. Caminábamos por la nieve, y vimos cómo algunos copos volaban a la luz dorada que arrojaban las lámparas situadas alrededor de la plaza. A lo lejos sonaba de vez en cuando el ruido de petardos, el nuevo año estaba llegando. Mi hija, que estaba en España, nos llamó diciendo que paseaba con su esposo por un pueblo de la tierra natal de Cervantes. Entonces nosotros, Leoncita y yo, entramos en el restaurante Don Quijote entrecruzando nuestras manos. Avisé a mi hija sobre esta casualidad y escuché una risa alegre al otro lado del móvil.
—Este planeta es demasiado pequeño, papá.
La cultura es demasiado amplia, señor.
En aquel entonces, desconocíamos que el dueño de este restaurante era Li Shou, pero habíamos percibido que no podía tratarse de alguien normal. Cuando entramos por primera vez en el restaurante, nos enamoramos de su ambiente. Me gustaban las mesas y sillas simples. Si pusieran manteles blancos, el restaurante podría ser muy europeo, pero yo estaba de acuerdo con las explicaciones que hizo Li Shou más tarde. Nos contó que había pruebas que demostraban que en la época de Don Quijote en los restaurantes rurales de España no se usaba mantel, al igual que las mujeres europeas de aquella época —añadió picarón— no llevaban sujetador.
Señor, tengo que confesarle que cuando vi los pechos dorados de la estatua de bronce de la dama a la puerta del restaurante, mi mano se acercó a ellos voluntariamente. Esto revela la oscuridad de mi corazón, pero era inocente. Leoncita silbó ligeramente para advertirme.
—¿Qué haces?, es arte —dije.
Leoncita me criticó seriamente:
—Muchos picaros amantes de la cultura dirían lo mismo.
El falso Sancho nos recibió sonriendo, intentó hacer una reverencia pero no pudo doblar su cuerpo.
—¡Bienvenidos!
Le pasamos nuestros abrigos, bufanda y sombreros, y luego nos acompañó a una mesa que estaba justo en el centro del restaurante. En la mesa se habían colocado muchos vasos de cristal llenos de agua, en los que flotaban velas blancas. No me gustó aquel sitio, así que elegimos una mesa cerca de la ventana. Desde allí podíamos ver caer la nieve a la luz de las farolas de la calle y también pudimos observar todos los detalles del restaurante. Vimos que en la mesa que estaba en un rincón al fondo del restaurante —que más tarde se convirtió en mi mesa favorita— había un hombre sentado y fumando. Le reconocí porque le faltaba el dedo anular de la mano derecha. Le reconocí por su nariz grande y roja. Chen Bi había sido un muchacho hermoso, pero ahora estaba prácticamente calvo, solo tenía un poco de pelo en la parte trasera de su cabeza. Este peinado era igual que el de Cervantes. Tenía la cara escuchimizada, sus mejillas estaban hundidas e intuí que había perdido las muelas. Su nariz me pareció mucho más grande. Sus tres dedos de la mano derecha sujetaban un cigarrillo que estaba a punto de terminarse y se lo puso en la boca para dar una última calada. En el aire empezó a expandirse un extraño olor a filtro quemado. El humo salió de los dos enormes orificios de su nariz. Sus ojos alumbraban una mirada perdida, todas las personas miserables tienen este semblante abstraído. No me atreví a acercarme a él, pero no pude controlarme para no mirarle. Recordé la estatua de Cervantes que había visto en el campus de la Universidad de Beijing, y entonces entendí la razón por la que Chen Bi estaba en el restaurante. Vestía un atuendo muy extraño, con borlas muy elegantes. Debía haber una espada junto a él, y por fin descubrí una espada apoyada en un rincón. Además, también me fijé en aquel par de guantes de hierro, aquel escudo y la lanza larga que estaba erguida en la esquina. Pegado a sus pies debía haber un perro, y en efecto había uno, sucio pero no muy flaco. Según decían, también Cervantes había perdido el dedo anular de su mano derecha. Pero Cervantes no llevaba un escudo y una lanza consigo, era Don Quijote quien lucía ese atuendo. Por tanto, Chen Bi estaba disfrazado de Cervantes y de Don Quijote. Aunque la verdad es que nadie ha visto en persona a Cervantes, y por otro lado, es imposible saber cómo es un personaje de ficción. Total, que el papel que interpretaba Chen Bi podía ser el de Don Quijote o el de Cervantes, decidías tú.
Me sentí muy triste al verle tan miserable. Ya había oído hablar sobre el sufrimiento de sus hermosas hijas. Chen Er y Chen Mei eran las chicas más guapas de nuestro pueblo. Chen Bi tenía un misterioso linaje de otra raza, y por eso otorgó a las dos chicas una cara extranjera, de modo que las descripciones de belleza de los poemas y novelas clásicos de la literatura china no resultaban adecuadas para ellas. Eran camellos entre las ovejas, grullas entre las gallinas. Si hubiesen nacido en una familia noble, o se hubiesen casado con un chico rico, su vida sería más fácil y afortunada. Las dos hermanas fueron juntas al sur para empezar sus aventuras en este mundo, también querían prosperar. Había oído que fueron a la fábrica de juguetes Dongli, una empresa abierta por extranjeros, aunque nadie sabía si el dueño de la fábrica también lo era.
La inteligencia de las dos hermanas destacaba tanto como su belleza. En un mundo lleno de pasiones y deseos, si hubiesen querido ganar mucho dinero o disfrutar de la vida podrían haber aprovechado su cuerpo como recurso. Pero ellas fueron las más trabajadoras de su taller, soportaron un sistema de trabajo agobiante, soportaron una explotación cruel, y al final, en el incendio que estremeció a todo el país, una falleció y la otra se quedó con la cara completamente desfigurada. La hermana pequeña murió por proteger a su hermana. ¡Qué tristeza y pesar! Esto significó que no se corrompieron, fueron dos chicas puras e inocentes. Lo siento señor, me he emocionado una vez más.
La vida de Chen Bi era una verdadera tragedia. Pensaba que en el restaurante Don Quijote él interpretaba un papel de payaso, actuando como un muerto célebre o un monstruo legendario, cuya situación era igual que la del enano de Beijing que trabajaba en la puerta de la famosa discoteca Paraíso y la del portero gigante de Guangzhou que se ponía a la puerta del balneario Cueva de la Cascada. Estaban vendiendo su cuerpo. El enano estaba vendiendo su escasa altura, el gigante estaba vendiendo su excesiva altura y Chen Bi estaba vendiendo su nariz gigante. Estaban en una situación idéntica y miserable.
Señor, aquella noche reconocí a Chen Bi a primera vista. Hacía veinte años que no le veía, pero si hubiesen pasado cien años, si le hubiese visto en el extranjero, le hubiese reconocido igual. Por supuesto, supe que cuando le reconocí, él me reconoció al mismo tiempo. Los amigos de la niñez no necesitan usar los ojos para ello, solo con un sonido, un suspiro o un estornudo es suficiente.
¿Debía ir a saludarle? ¿O esperar a que se acercase él?… Leoncita y yo estábamos vacilando. Por sus gestos nerviosos y por su mirada fija en la cabeza de ciervo, sabía que también estaba dudando si venir a saludarnos o seguir esperando. Las imágenes de la noche de la Despedida del Santo Culinario volvieron a mi cabeza. Recordé que vino a mi casa con su hija Chen Er para forzarnos a entregarle a Chen Mei. En aquel entonces era fuerte y alto, llevaba puesta una chaqueta de piel de cerdo, levantó el mortero, quería lanzarlo a la olla de raviolis. Era tan rabioso y fuerte como un oso encrespado. Luego no le vi más. Pensé que mientras recordábamos el pasado él hacía lo mismo, ya que cuando suspiramos, él suspiró a su vez. En realidad no le odiábamos, más bien sentíamos una compasión sincera por él. La razón por la que no nos acercamos de modo inmediato a saludarle se debió a no saber qué postura debíamos adoptar. Porque, desde luego, según una frase popular de aquí: «Andamos mejor que él». Las personas a las que les va mejor, ¿cómo deberían tratar a sus amigos que están en una situación peor? Era una cuestión difícil.
Señor, poseo una mala afición que ahora está prohibida en Europa y en EE. UU., así como en su país. Esta prohibición hace que los fumadores se sientan maleducados y faltos de nobleza, pero en un lugar como este no tenemos ningún control. Saco un paquete, escojo un cigarrillo, lo enciendo con una cerilla. Me gusta el olor a fósforo quemado que emite la cerilla en el instante de ser encendida. Señor, el cigarrillo que fumé era de la marca Jinge, que es una marca local pero muy valiosa. Según dicen, cada paquete cuesta unos doscientos yuanes, es decir, cada cigarrillo vale diez yuanes. Medio kilo de trigo solo cuesta ochenta céntimos, es decir, hay que vender seis kilos de trigo para obtener un cigarrillo de la marca Jinge. Con seis kilos de trigo se pueden producir más de siete kilos de pan, que puede ser consumido por un adulto en diez días, pero un cigarrillo Jinge se acaba en pocas caladas. El envoltorio del paquete es verdaderamente lujoso, me recuerda al templo Jinge de Tokio, en su país. No se sabe si el diseño del paquete de estos cigarrillos está inspirado en ese templo. Sabía que mi padre odiaba que fumara estos cigarrillos, pero solo profirió un simple comentario:
—¡Es un crimen!
Me precipité a explicarle que no había comprado los cigarrillos, que se trataba del regalo de un amigo.
—¡También es un crimen! —añadió igualmente mi padre.
Me arrepentí de decirle el precio del paquete, ya que me consideraría una persona superficial y vanidosa. Básicamente, sería semejante a las personas que ostentaban marcas de lujo o se jactaban de su nueva esposa. Tampoco podía tirar unos cigarrillos tan caros después de las críticas de mi padre, ya que si los tiraba, ¿no sería un doble crimen? Ese tabaco desprendía un aroma especial que emergía fascinante al encenderlo. Vi que el cuerpo de Chen Bi no pudo mantenerse inmóvil, estornudó varias veces; su mirada se movió desde la cabeza del ciervo hacia nosotros poco a poco. Al principio era vacilante, tímida y dubitativa, y luego se convirtió en una mirada anhelante, ansiosa y un poco cruel. Me echó un vistazo con disimulo.
Señor, él se levantó por fin cojeando hacia nosotros, arrastrando su espada que era una barra. La luz no era intensa, pero pude ver su cara sin problema. Los órganos y músculos de su cara alumbraron un gesto extraño difícil de describir correctamente. Su mirada estaba clavada en mi cara o en el humo que expulsaba desde la boca, no podía saberlo. Me levanté precipitadamente y mi silla hizo mucho ruido. Leoncita se levantó también.
Se puso delante de nosotros, le di la mano y fingí sorprenderme por su presencia.
—Chen Bi —dije.
Pero no me contestó, ni tampoco cogió mi mano. Mantuvo una distancia de cortesía y nos hizo una reverencia. Luego apoyó los brazos en la espada oxidada y nos habló con un tono de actor de teatro:
—Distinguida señora y distinguido señor, soy Don Quijote, vine de la Mancha de España, os expreso mi cordial saludo, me pongo a su disposición.
—No bromees, Chen Bi —dije—. ¿Qué haces?, soy Wan Zu, ella es Leoncita…
—Estimado señor y distinguida señora, para un caballero fiel la más sagrada profesión es proteger la paz y la justicia con la espada que tengo en mi mano…
—Ya basta, hombre.
—Este mundo es un escenario gigantesco, cada día se representa el mismo teatro. Señor, mi señora, si tienen la amabilidad de ofrecerme un cigarrillo, les mostraré mis técnicas de esgrima.
Le di un cigarrillo precipitadamente y le ofrecí fuego con gran amabilidad. Fumó profundamente y la llama del cigarrillo clareó. Cerró sus ojos, todas las arrugas de su cara se reunieron, luego, se esparcieron lentamente y sus dos grandes orificios arrojaron el humo. Me sorprendió que un cigarrillo tuviera tanta magia como para poder relajar a una persona y hacerle disfrutar de esa manera. Aunque yo fumaba, no era adicto al tabaco, así que no podía entender a este hombre. Dio otra calada profunda, el cigarrillo estaba a punto de acabarse. Ese lujoso tabaco se producía astutamente con un filtro muy largo, así la fábrica podía reducir la cantidad del tabaco en cada cigarrillo. Pero al mismo tiempo apaciguaba el espíritu de la gente que temía la muerte pero no podía abandonar el hábito. Solo dio tres caladas y acabó el cigarrillo. Se quedó mirando el filtro con pesar, de modo que le regalé el paquete. Echó un vistazo a ambos lados con mucho miedo, luego lo cogió rápidamente y se lo metió en la manga. Olvidó la promesa de mostrar sus destacadas técnicas de esgrima y cojeó hacia la puerta con mucha prisa, arrastrando su espada y una de sus piernas. Al llegar a la puerta, cogió un trozo de pan de la cesta.
—¡Don Quijote! ¿Está mendigando otra vez a los clientes?
El falso Sancho nos trajo dos cañas de cerveza negra en sus manos, pero su grito se dirigía a Chen Bi. A través de la ventana contemplé a aquel hombre miserable atravesando la plaza y desapareciendo en la oscuridad de la noche. El perro le siguió de cerca. El hombre era humilde y miserable, pero su perro mantenía el porte elegante y noble.
—¡Maldito desgraciado! —nos dijo Sancho con desdén—. Este hombre siempre hace cosas que nos avergüenzan. En nombre de mi jefe les pido perdón, pero supongo que el hecho de que un miserable hombre pida unos cigarrillos o unas monedas no es algo que pueda molestar en exceso.
De modo que qué me dice usted a eso… Me sentí muy incomodo por su manera de hablar, no era actor ni de cine ni de teatro. ¿Por qué tendría que hablar con un tono tan extraño?
—¿Le tenéis contratado?
—Señor —contestó el camarero—, si le soy sincero, en un principio, cuando acabábamos de abrir, nuestro jefe pensó que era un hombre muy miserable y nos diseñó estos trajes para que él y yo nos pusiéramos en la puerta para atraer a clientes. Pero él, él tiene muchos problemas, es adicto al tabaco y al alcohol, y no se puede hacer nada con él, además, todos los días lleva consigo un perro horrible. Y no presta atención a su higiene personal. Por ejemplo, yo me ducho dos veces al día, aunque no seamos muy guapos, el olor del cuerpo puede ser muy atractivo. Es un deber cuando se es camarero. Pero este tipo, excepto algunas veces que se moja por la lluvia, nunca se ducha, y el mal olor de su cuerpo causa repulsión a los clientes. Y rompe frecuentemente las normas que estableció nuestro jefe, no puede pedir cosas o dinero a los clientes. A un hombre tan asqueroso, si yo fuese el jefe, lo expulsaría lo antes posible, pero nuestro jefe tiene buen corazón y le ha dado muchas oportunidades para que cambie. Es obvio que no lo va a hacer; cuando se le acabe el dinero, volverá aquí. Si yo fuese el jefe llamaría a la policía, pero nuestro jefe es benevolente, puede aguantarle aunque su negocio se vea afectado. —El camarero bajó la voz—. Además, he oído que este hombre fue compañero de clase de nuestro jefe, pero ni siquiera a un compañero de clase hay que tolerarle tanto. Cuando se quejaron del mal olor de aquel Don Quijote y de los piojos del perro nuestro jefe contrató a unas personas para obligarle a lavarse, incluido su perro, de arriba abajo. Ahora se ha convertido en una costumbre, le obligan a ducharse una vez al mes. Pero este hombre no puede entender lo que hace nuestro jefe por él, se sumerge en la bañera gritando: «Li Shou, eres un cabrón, ¡has destruido el honor de un caballero!».
Señor, después de cenar aquella noche, Leoncita y yo nos sentimos muy deprimidos y paseamos a lo largo de la orilla hacia nuestra nueva casa. El reencuentro con Chen Bi me hizo pensar mucho. No merece la pena recordar el pasado. En unas décadas la sociedad había cambiado demasiado, muchos objetos y acontecimientos que no podíamos ni imaginar en sueños aparecieron de pronto, muchas cosas importantes en aquella época ahora no se tomaban en serio. No conversamos, probablemente estábamos pensando en lo mismo.
Señor, la segunda vez que le vi estaba en el Hospital del Polígono de Alta Tecnología. Fuimos todos, Li Shou, Wang Gan y yo. Fue atropellado por un coche de policía. Según el conductor, y unos testigos, el coche conducía de manera normal, y de repente, Chen Bi se precipitó contra él. Quería suicidarse. El perro también saltó hacia el coche. Chen Bi fue arrojado hasta un arbusto al otro lado del camino, el perro murió bajo la rueda. Los huesos de las piernas de Chen Bi estaban totalmente destrozados, sus brazos y la cintura también estaban dañados, pero su vida no corría peligro. El pobre perro murió por seguir a su dueño.
Fue Li Shou la persona que me avisó de la noticia del accidente de Chen Bi. Li Shou dijo que no había sido culpa del policía, de verdad, pero que debido a la situación concreta de Chen Bi, y a que Li Shou tenía unos contactos, el policía decidió compensarle con diez mil yuanes. Esa cantidad no era suficiente para curar unas heridas como las suyas. Entendí que Li Shou nos reunía porque quería discutir con nosotros sobre el gasto de las medicinas de Chen Bi.
Se alojaba en una habitación grande, la número nueve, donde cabían doce camas. La suya estaba al lado de la ventana. Era a principios de mayo, y una magnolia Yulan roja que estaba fuera de la ventana desprendía un pungente aroma. Pese a que había muchas camas, la habitación estaba muy limpia. Aunque el hospital no se podía medir con los enormes hospitales de Beijing o Shanghái, en comparación con el hospital comunal que había veinte años atrás, era mucho más moderno. Señor, una vez acompañé a mi madre al hospital comunal durante una semana. En las camas había un montón de piojos, las paredes estaban manchadas de sangre, las moscas volaban en grupos. Cuando lo recordé, me sentí fatal. Las dos piernas de Chen Bi fueron escayoladas, así como su brazo derecho, y estaba tumbado en la cama, capaz tan solo de mover su brazo izquierdo.
Cuando nos vio giró la cabeza hacia un lado.
Wang Gan utilizó sus bromas para tratar de suavizar una situación tan tensa y embarazosa:
—Ingenioso caballero, ¿qué te ha pasado? ¿Has luchado contra molinos? ¿O has luchado contra el enemigo de tu bella dama? Si no quieres vivir más, puedes decírmelo. No hace falta arrojarse contra un coche de policía.
Se mantuvo en silencio; actuó como un caballero, no nos dirigió ni una sola palabra.
—Todo es culpa tuya, Li Shou —dijo Leoncita—, porque le has convertido en un loco.
—¿Un loco? ¡Está fingiendo ser un caballero andante!
Chen Bi empezó a llorar de repente. Enterró su cabeza en la almohada, sus hombros estaban temblando y su mano izquierda estaba arañando la pared.
Una enfermera alta y delgada entró rápidamente, nos echó una mirada gélida y luego dio un golpe en la cabecera.
—Número nueve, basta —dijo muy seria.
Cesó de llorar de inmediato, miró hacia delante y fijó su mirada confusa en nosotros como un tonto.
La enfermera alta y delgada señaló las flores que habíamos puesto en la mesilla y movió su nariz con desagrado.
—Tenemos requisitos en el hospital, no se permiten las flores en las habitaciones de los pacientes —nos ordenó.
—¿Qué requisito es ese? En los hospitales grandes de Beijing no lo tienen —preguntó Leoncita insatisfecha.
La enfermera alta y delgada no tenía ganas de discutir con Leoncita y la ignoró.
—Llama a tus familiares para que vengan a pagar tu deuda, hoy es el último día —le dijo a Chen Bi.
—¿Qué moral de trabajo tienes? —inquirí enfadado.
—La moral de ser fiel a mi trabajo —contestó la enfermera mientras torcía la boca.
—¿Tenéis alguna humanidad? —dijo Wang Gan.
—Yo solo soy una portavoz —dijo la enfermera—. Si albergáis humanidad, podéis pagarle todos los gastos del hospital, creo que nuestro director os premiará con una medalla a cada uno. En la medalla pondrán estas cuatro palabras: «Ejemplo para la humanidad».
Wang Gan quería hablar más, pero Li Shou se lo impidió.
La enfermera se marchó orgullosa.
Nos mirábamos, todos estábamos pensando. Como Chen Bi estaba herido tan gravemente, el gasto médico sería cuantioso.
—¿Por qué me metéis aquí? —dijo Chen Bi irritado—. Quiero morirme. Si no me hubierais salvado, ahora estaría muerto. Y no tendría que padecer estos dolores.
—No fuimos nosotros los que te salvamos —dijo Wang Gan—. El policía que te atropelló llamó a la ambulancia.
—¿No fuisteis vosotros los que me salvasteis? —dijo con un tono gélido—. ¿Entonces por qué vinisteis aquí? ¿Pensáis que soy un miserable? ¿Os une vuestra compasión hacia mí? No la necesito, marcharos de aquí ahora mismo y llevaros las flores venenosas, estoy mareado. ¿Queréis pagar el coste del tratamiento? No hace falta. Soy un honorable caballero, el emperador es mi amigo, la emperatriz es mi amante, estos pocos gastos médicos los asumirá el banco nacional. Si no lo pagan ni el emperador ni la emperatriz, no requiero de vuestras limosnas. Tengo dos hijas, hermosas como los ángeles, tienen infinita felicidad, si no fueran emperatrices, serían concubinas. ¡El dinero que me darán será suficiente para comprar este hospital!
Señor, todos entendimos el sentido de estas palabras dementes de Chen Bi. Fingía estar loco, pero su corazón podía entenderlo todo. Hacerse el loco se había convertido en una costumbre, y de fingir tanto se había quedado así de ido. Cuando vinimos a visitar a Li Shou albergábamos una gran sospecha. Si solo necesitábamos pagar las flores, o dirigirle unas palabras de consuelo, o donarle unos cuantos cientos de yuanes, no pasaría nada. Sin embargo, si nos debíamos encargar de la enorme suma de su gasto hospitalario, eso implicaría… Porque, al fin y al cabo, Chen Bi no era pariente nuestro, y además estaba sumido en la locura. Si hubiera sido una persona normal… En fin, señor, aunque éramos honrados y compasivos, nos comportamos como personas egoístas y no fuimos tan generosos como para sufragarle los gastos a este loco. Las palabras delirantes de Chen Bi nos proporcionaron una buena excusa. Miramos a Li Shou, que nos había reunido. Se rascó la cabeza y dijo:
—Amigo, descansa mucho. Dado que ha sido un coche de policía el que te ha atropellado, deberían encargarse de todos los gastos. Si no, pensaremos otra solución…
—¡Fuera de aquí! —gritó Chen Bi—. Si pudiese levantar mi lanza, atravesaría vuestras estúpidas cabezas.
¿A qué esperábamos para huir de inmediato? Cogí las flores que desprendían una fragancia tan desagradable, y en el momento de salir, la enfermera alta y delgada entró acompañada de un hombre vestido de traje. La enfermera nos comunicó que aquel hombre era el subdirector del hospital, que se encargaba de las finanzas, y que preguntaba si éramos los familiares del número nueve. El subdirector nos mostró sin dilación la factura, explicándonos que, incluyendo el gasto de atención de primeros auxilios, el coste total ascendía a veinte mil yuanes. Nos aseveró en reiteradas ocasiones que era un precio muy bajo, y que si se calculaba según el criterio de mercado, el dispendio sería mucho mayor. Durante la conversación, Chen Bi no cejaba en sus gritos enfurecidos:
—¡Fuera de aquí, vosotros, malditos usureros, sois los gusanos que se comen los cadáveres, no os conozco de nada! —Utilizó el único brazo que podía mover para agitarlo, golpear la pared, buscar algo, hasta que encontró una botella y la tiró hacia el anciano que estaba enfrente entubado; la botella impactó en su cabeza—. ¡Fuera!, este hospital es de mi hija, ¡sois meros empleados de mi hija! Si hablara con ella podría despediros…
Entretanto, mientras seguíamos discutiendo, una mujer vestida con una toga negra y una máscara del mismo color entró en la habitación. Señor, no hace falta explicarle quién era. Sí, era la hija pequeña de Chen Bi, la superviviente del incendio de la fábrica de juguetes, la chica que tenía la cara desfigurada, Chen Mei.
Chen Mei se deslizó como un fantasma dentro de la habitación. Su toga y su máscara negras portaban un misterio y un horror de ultratumba. El alboroto cesó de inmediato, como cuando se desconecta una máquina ruidosa de su fuente de energía. Hasta el aire, pesado, se hizo más reseco. Junto a la magnolia Yulan, un pájaro cantaba una melodía emocionante.
No pudimos ver su cara, ni un solo centímetro de piel de su cuerpo. Solo sabíamos que era alta, sus brazos y piernas eran largos e infinitos como los de una modelo. Obviamente sabíamos que era Chen Mei. Entonces Leoncita y yo pensamos en la niña que veinte años atrás estaba en pañales. Nos echó a un lado y le dijo al subdirector:
—Yo soy su hija, pagaré la deuda.
Señor, tengo un amigo en Beijing que es un experto del Centro de Estudio de Quemados del Hospital 304, y es asimismo miembro de la Academia Nacional de la Ciencia. Me dijo que para los pacientes que han sufrido quemaduras de ese tipo, el dolor psíquico supera con creces al dolor físico. Estas personas necesitan muchísima valentía para seguir con sus vidas.
Señor, el hombre es una criatura producto de las circunstancias, y en algunos momentos, un cobarde puede mostrar coraje, un bandido, benevolencia, y un tacaño puede ser generoso. La firmeza de Chen Mei y su valentía nos provocó un sentimiento de vergüenza, y esta se transformó en generosidad para pagar el coste del tratamiento. Primero lo dijo Li Shou, y luego todos.
—Mei, buena sobrina, la deuda de tu padre podemos asumirla nosotros.
—Les agradezco su bondad, pero ya tenemos demasiadas deudas, no podemos asumir más —contestó Chen Mei tranquila.
—¡Vete, fantasma de máscara negra, no finjas ser mi hija! De mis hijas, una está estudiando en España, confesándole su amor a su príncipe, se van a casar. La otra está en Italia, ha comprado unas bodegas de vino. Ha cargado el mejor vino del mundo en un barco de diez mil toneladas que está viniendo a China… —gritó Chen Bi.
Señor, me siento muy avergonzado porque todavía no he escrito la obra de teatro en la que tanta esperanza ha depositado. Tengo demasiado material, albergo la sensación de ser una serpiente que quiere engullir un elefante. A lo largo del proceso de gestación, debido a muchos acontecimientos dramáticos acaecidos en el mundo real y que estaban relacionados con este tema, tuve que reescribir los borradores. Por otro lado, me sobrevino un problema muy grave que no pude controlar. No sabía cómo librarme de él, o, mejor dicho, no supe qué papel debía jugar en ese asunto.
Señor, supongo que puede adivinar cómo me siento por lo que le mencioné antes; no era ficción sino un hecho ya consumado. Leoncita me había confesado que cogió mi esperma a escondidas para que Chen Mei pudiese quedarse embarazada de un hijo mío. Me sentí muy irritado y no pude controlar mi enfado; le propiné una bofetada. Sabía que pegarle no estaba bien; sobre todo una persona como yo, que sostiene el honorable título de dramaturgo, no puede comportarse tan descortésmente. Sin embargo, señor, la rabia me poseyó casi por completo.
Después de volver de la canoa del hijo de Biantou, inicié mis indagaciones, pero todas las veces que fui al vivero de ranas toro los guardias no me dejaron entrar. Llamé a Yuan Sai y a mi primo por teléfono, pero obviamente habían cambiado de número de móvil. Inquirí a Leoncita y me insinuó que estaba loco. Imprimí todo el contenido relacionado con las madres de alquiler de la página web de la empresa Rana Toro para denunciarles ante el Comité de Planificación Familiar del municipio. Guardaron las pruebas y no tuve más noticias suyas. Fui a la comisaría para denunciarles, pero el policía que me atendió me dijo que no podían tratar ese asunto. Llamé al alcalde y la telefonista me dijo que sin duda le avisaría lo antes posible…
Señor, de eso hace ya varios meses. Cuando Leoncita me confesó la verdad, me enteré de que Chen Mei estaba embarazada de seis meses. Yo, una persona de cincuenta y cinco años de edad, de repente me iba a convertir en el padre de un niño sin haber tenido conciencia de ello. A no ser que asumiera el riesgo de tomar algún medicamento para interrumpir cruelmente el embarazo, sería sin duda el padre de ese niño. Cuando era joven tomé la misma decisión, y a causa de ella, perdí a Wang Renmei. Es el aspecto más sombrío de mi corazón y es asimismo un crimen que jamás me perdonaré. Ahora, aunque he tomado la decisión de obligarla a abortar, no tiene, señor, trascendencia. Es irrelevante que haya decidido eso ya que no puedo entrar en la empresa Rana Toro. Y si no puedo entrar, no podré encontrar a Chen Mei. Estoy seguro de que en la empresa existe un conducto secreto que dé acceso a un pasadizo subterráneo. Además, según las palabras de Leoncita, puedo intuir que Yuan Sai y mi primo son miembros de la mafia, y cuando se enfadan, son capaces de hacer cualquier cosa, independientemente de que sean familiares o amigos.
Cuando le di una bofetada, Leoncita retrocedió unos pasos y se cayó al suelo. Le di tan fuerte en la nariz que comenzó a sangrar sin parar. Tardó mucho tiempo en reaccionar; no lloraba, sino que sonreía irónicamente.
—¡Bien hecho Xiao Pao! ¡Eres un cabrón! ¿Te atreves a pegarme?, ¿se te ha podrido el corazón? Lo único que he hecho ha sido pensar en ti. Solo tienes una hija, ningún hijo. Si no tienes hijos varones significará el final de tu linaje. Yo no puedo concebir, es culpa mía. Ahora, para subsanar este dolor, he encontrado a una persona que quiere ser madre de alquiler. Así podemos tener un hijo y tú puedes hacer que perdure tu estirpe, que aumentes tu descendencia. Y lejos de agradecérmelo, me pegas. ¡Cómo me duele el corazón! —En ese momento, comenzó a llorar. Sus lágrimas se mezclaron con la sangre. Me sentí un poco culpable, pero al recordar que me había engañado en un asunto tan vital, se renovó mi enfado.
»Sé que aprecias mucho los sesenta mil yuanes —dijo entre lágrimas—. No hace falta que los pagues tú, puedo pagarlo con mi pensión. Cuando el niño nazca, no hace falta que lo críes tú, puedo hacerlo yo sola… No hace falta que tengas ninguna relación con él. He leído en el periódico que si una persona dona su semen, cobra cien yuanes. Yo te pagaré trescientos por la donación del tuyo. Ahora puedes marcharte a Beijing, también puedes divorciarte de mí si no quieres…, en fin, continuar a mi lado. Pero —añadió mientras se secaba la cara como una valiente heroína—, si le haces daño a este niño, me suicidaré ante tus ojos.
Señor, por las cartas que le he escrito, supongo que conocerá el humor de Leoncita. Esta mujer, una vez que se enfada, es capaz de hacer lo que sea. No tenía más remedio que consolarla para tranquilizarla. Quería buscar el modo adecuado de solucionar este problema.
Al pensar en el aborto, mi corazón se quedó helado, sentí que algo malo ocurriría, pero seguía convencido de que esta era la mejor solución al problema. Creía que la razón que empujó a Chen Mei a aceptar el trabajo de madre de alquiler era el dinero, de modo que solucionar este asunto con dinero constituía la opción más lógica. Pero lo más importante era cómo podía encontrar a Chen Mei.
Después de haberla visto en la sala del hospital, no me la había vuelto a encontrar. Llevaba un vestido negro, así como una máscara de idéntico color; sus movimientos eran extraños, y me dio la sensación de que en Dongbeixiang aún existía un mundo misterioso que jamás había pisado. En aquel mundo, vivían bandidos, brujas y personas con máscaras. Recordé que hacía poco, para pagar el gasto médico de Chen Bi, entregué a Li Shou cinco mil yuanes para que se los diera a Chen Mei, pero unos días más tarde Li Shou me devolvió el dinero diciendo que Chen Bi lo había rechazado. Quizá el hecho de que Chen Mei se ofreciera como madre de alquiler tenía como fin poder asumir el coste de la estancia hospitalaria de su padre. Al pensar en esto me sentí muy confuso, maldita Leoncita. Tendría que buscar a Li Shou, que entre mis excompañeros de clase, era el que tenía la cabeza mejor amueblada.
Ayer por la mañana nos sentamos en un rincón del restaurante Don Quijote Li Shou y yo, uno enfrente del otro. La multitud que se movía con rapidez por la plaza semejaba un conjunto de hormigas: el espectáculo Obsequio de los hijos en Qilin estaba celebrándose. El falso Sancho nos sirvió dos cañas de cerveza y huyó. La sonrisa en la cara de Li Shou me pareció extraña, tal vez estuviera al corriente de mi secreto. Cuando terminé de contárselo todo, sonrió como un idiota.
—¡Te estás riendo de mí! —le dije frustrado.
Levantó el vaso, lo chocó con el mío y bebió un trago de su cerveza.
—¿Qué tipo de desastre es ese? ¡Es una bendición! Tener un hijo a una edad tan avanzada es una de las mayores alegrías de la vida.
—Bueno, no me tomes el pelo —le dije preocupado—, ya que aunque me haya jubilado, todavía sigo siendo funcionario. Si tengo un hijo, ¿cómo se lo explicaré a la organización del Partido?
—Pero bueno, ¿de qué puta organización y de qué puta entidad me hablas? Eso son paranoias que has creado tú, la realidad a la que nos enfrentamos es que tus espermatozoides se han unido con un óvulo, se ha creado una nueva vida y vendrá a este mundo. La mayor alegría que existe es ver alumbrar una nueva vida de tu linaje, su nacimiento es una continuación de tu vida.
—Pero lo más importante —dije interrumpiéndole—, una vez que nazca este niño: ¿cómo le inscribiré en el libro de familia?
—¿Te preocupa ese problemilla de nada? —dijo—. Ya no estamos en el pasado, ahora si tienes dinero no encontrarás obstáculos. Por otro lado, aunque no pudieras registrarle en el libro de familia, es un ser humano, su existencia en este mundo es una realidad; al final podrá gozar de todos sus derechos.
—Mira, he venido a buscar soluciones, no a escuchar sandeces. Ahora que he regresado, he descubierto que todos vosotros, hayáis tenido o no educación, tenéis un tono propio de actores de teatro. ¿Dónde lo habéis aprendido?
—¡Sonrío porque estamos en una sociedad civilizada! Y en las sociedades civilizadas, todos ejercemos de actores de teatro, de cine, de telenovela, de ópera, de espectáculos, de dramas… Todos actuamos, esta sociedad es un gigantesco teatro, ¿no crees?
—Déjate de tonterías —le dije—. Venga, dame alguna solución, ¿no querrás que termine llamando «suegro» a Chen Bi?
—¿Y qué pasa por llamarle suegro a Chen Bi? ¿Se va a extinguir el sol? ¿La Tierra dejará de girar? Te diré una cosa: no creas que todo el mundo se preocupa de tus problemas. ¿Piensas que la gente te vigila? De hecho, todos tenemos nuestras preocupaciones, nadie se va a ocupar de este asunto. Si tienes un hijo con la hija de Chen Bi, o sea, si tienes otro hijo con otra mujer, es tu problema. Sí, hay personas a las que les gusta meter las narices en asuntos ajenos y podrán criticarte un poco, pero sus palabras serán como nubecillas de verano. Lo más importante es que el niño es tu hijo, y cuando nazca, habrás obtenido un gran regalo.
—Pero Chen Mei y yo… ¡es una concepción inmoral! —dije.
—¡Eso es una tontería! —dijo—. Tú no tienes ningún parentesco con Chen Mei, ¿cómo puedes decir que es una concepción inmoral? Respecto a la edad, no hay ningún problema. Un anciano de ochenta años podría casarse y tener un hijo con una chica de dieciocho, ¿acaso no podría ser un amor de leyenda? La realidad es que ni siquiera has visto el cuerpo de Chen Mei, ella es solo una herramienta, la has alquilado con un fin específico, no es nada más que eso. En conclusión: no pienses tanto. Debes aprender a relajarte y preparar bien tu cuerpo para criar a tu hijo.
—No digas más estupideces —dije—, ahora estoy muy preocupado. Como eres mi excompañero de clase, te pido un favor: transmítele a Chen Mei esta información: que interrumpa ahora mismo su embarazo, que pagaré todo el dinero que iba a ganar como madre de alquiler, que además le pagaré otros diez mil yuanes en concepto de compensación por los daños, físicos y psíquicos, que le haya causado. Y si piensa que no es suficiente, le daré otros diez mil yuanes.
—¿Por qué haces eso? Si tienes tanto dinero, cuando dé a luz al niño, podrás utilizarlo para registrarle en el libro de familia, vas a ser un gran padre.
—No podría explicarlo a la dirección del Partido.
—¿Te consideras alguien importante? —dijo Li Shou con ironía—. El Partido no dispone de tanto tiempo como para tratar estos asuntos. ¿Quién eres tú? Eres un dramaturgo fracasado que ha escrito unas piezas mediocres. ¿Te crees miembro de la familia real?, ¿crees que cuando nazca tu hijo lo va a celebrar todo el país?
En ese momento entraron varios turistas al restaurante, llevaban unas mochilas enormes, y el falso Sancho se adelantó hacia ellos para recibirles, ofreciéndoles su amable sonrisa.
—En toda mi vida solo te he pedido este favor. —Cruzó los brazos y negó con la cabeza, dándome a entender que no me podía ayudar—. Joder tío, ¿quieres verme en la ruina?
—Estás pidiéndome ayuda para matar a un ser humano —me dijo en voz baja—. Un feto de seis meses, ¡puedes sentirlo!
—¿Me ayudas o no?
—¿Acaso crees que puedo ver a Chen Mei?
—Pero puedes ver a Chen Bi, puedes transmitirle a él mis palabras. Y Chen Bi podrá ir a buscar a Chen Mei.
—Es fácil encontrar a Chen Bi —dijo Li Shou—. Cada día está pidiendo limosna en la puerta del templo de Niangniang, y por las noches compra aquí una cerveza y coge un panecillo. Puedes sentarte aquí a esperarle, o ir a buscarle allí. Pero espero que no le cuentes nada, porque será en vano. Si tienes algo de piedad, no le tortures más. En estos años he llegado a una conclusión: la mejor manera de solucionar los problemas difíciles es dejar que pase lo que tiene que pasar y aprovechar las circunstancias para prosperar.
—Bien —dije—, entonces que pase lo que tenga que pasar.
—Bueno, cuando el niño cumpla su primer mes, iré al banquete.
Al salir del restaurante, mi corazón se sentía mucho más aliviado. Li Shou tenía razón, no era tan grave, ¡se trataba solamente de un niño! El sol seguía brillando, los pájaros cantaban como siempre, las flores abrían sus pétalos, la hierba mantenía su frescura y el viento continuaba soplando. En la plaza, la orquesta que acompañaba a Niangniang se colocó en forma de «V». La música estaba muy alta y muchas mujeres que anhelaban ser madres estaban ahí, esperando conseguir una preciosa muñeca de la diosa de la natalidad. Toda la gente apreciaba con pasión la procreación, esperaba la procreación, felicitaba a la procreación, y en cambio yo estaba preocupado porque una mujer estaba embarazada de un hijo mío, y me invadían la ansiedad, la pesadumbre, y la tristeza. Esto significaba que no era la sociedad quien tenía un problema, sino yo.
Señor, al lado de una columna a la derecha de la puerta del templo de Niangniang, encontré a Chen Bi y a su perro. Era un perro de raza extranjera que tenía lunares por todo su cuerpo, parecía más sofisticado que su perro anterior. ¿Por qué un perro de raza extranjera tan elegante se haría amigo de un mendigo? Era algo insondable, pero si reflexionamos sobre ello no tenía nada de singular. Dongbeixiang era una tierra que se había desarrollado en los últimos tiempos, de modo que se combinaban lo moderno y lo tradicional, lo bonito y lo feo, se confundía lo correcto y lo incorrecto. Muchos campesinos se enriquecieron y persiguieron cualquier moda. Cuando se enriquecían querían comprar hasta tigres para ejercer de mascotas, y sin embargo, cuando entraban en bancarrota, querían vender hasta a su esposa para saldar la deuda. Muchos perros abandonados habían sido antes mascotas de lujo de algún rico. La situación se parecía a aquella del siglo pasado, cuando se desencadenó la Revolución Rusa y muchas señoras de la nobleza se exiliaron a Haerbin y tuvieron que cambiar sus riquezas por pan, es decir, o se hacían prostitutas o se casaban con trabajadores de estatus muy inferior. Fue ahí donde vieron la luz muchos mestizos, con nariz y ojos enormes. La unión del perro extranjero y Chen Bi era similar a esa historia. Estaba pensando en cosas sin sentido, así que me paré a diez metros de él y me puse a observarle. Junto a su cuerpo había un par de muletas, y delante había colocado una tela roja donde se podían leer unos caracteres con los que mendigaba una ayuda. De vez en cuando, mujeres con joyas doblaban su cuerpo y le donaban algún billete o moneda y lo metían en un bol de hierro que estaba delante de él. Cada vez que alguien le daba una limosna, el perro levantaba la cabeza y ladraba tres veces en un tono muy triste. Solo eso, tres veces. La persona en cuestión se emocionaba y muchos le daban una segunda limosna. En ese instante desapareció de mi mente la idea de pagarle mucho dinero a Chen Bi para que convenciera a Chen Mei para que abortara. Caminé hacia él, empujado por la curiosidad, ya que quería saber qué había escrito en la tela roja, una mala costumbre de los escritores. En la tela se podía leer: «Soy un santo cojo del Cielo y junto a mi apreciado perro bajamos a la Tierra. La diosa de la natalidad es mi tía, me mandó aquí para bendeciros. Dame una limosna y bendeciré a tu hijo, que será el más distinguido de todos los seres humanos, le daré honor…».
Imaginé que las frases las había inventado Wang Gan y que los caracteres los había escrito Li Shou; estaban ayudando a su manera a nuestro compañero de clase, que sufría pobreza y pesar. Se levantó un poco los pantalones y mostró sus dos piernas, que parecían berenjenas podridas. A mi mente vino un cuento que me narró mi madre:
El famoso santo taoísta Tie Guaili, después de alcanzar el Tao y hacerse inmortal, regresó a su casa. Un día que se había acabado la leña, su esposa le preguntó:
—¿Qué usamos?
—Mi pierna.
Entonces, extendió la pierna sobre el fogón, encendió el fuego muy fuerte y del wok subió el vapor; la comida estaba casi hecha. En ese momento entró su cuñada y, al ver eso, gritó despavorida:
—¡Ten cuidado! ¡Te vas a quemar la pierna!
Y, en efecto, se quemó la pierna y a partir de entonces cojeó al andar.
Al terminar el cuento, mi madre nos recordó que frente a los milagros, debemos de mantener la calma, y no alborotarnos.
Vestía un chaquetón rojo oscuro que estaba cubierto de manchas de aceite, brillaba tanto como una armadura. Era el mes de abril según el calendario lunar. Soplaba un aire cálido. En los campos de trigo a lo lejos, este absorbía el agua. En las ciénagas lejanas y en los viveros de ranas toro, estas se perseguían para procrear, produciendo mucho alboroto. Las chicas guapas se vestían con ropa ceñida para lucir así sus hermosos cuerpos, pero este hombre se abrigaba de esa forma. Cuando lo vi me invadió una sensación de calor, pero él se tapaba bajo su chaquetón. Su cara seguía morena, y la parte sin pelo de su cabeza parecía como si la hubieran pulido. No entendía por qué llevaba una máscara tan sucia, ¿sería para tapar su enorme nariz? Su mirada emergió desde sus ojos hundidos y se chocó con la mía, temerosa. Su perro también me observaba, con idéntica mirada desesperada. A su pata izquierda le faltaba un trozo, probablemente fruto de un corte, una pelea o algo similar. Comprendí por fin que el perro sufría la misma suerte que su dueño. Entendí asimismo que no podía hacer otra cosa excepto dejar algo de dinero y marcharme a toda prisa. Solo tenía un billete de cien yuanes, dinero que tenía reservado para mi comida y mi cena, pero no dudé ni por un segundo en dejarle el billete. No tuvo ninguna reacción, si bien su perro lanzó tres ladridos, como siempre.
Suspiré y me alejé de ellos. Tras caminar apenas diez pasos, no pude contenerme y me giré. Una idea me daba vueltas en la cabeza: ¿qué haría con ese billete? Su bol estaba repleto de monedas y billetes sucios cuyo valor no pasaba de un yuan. El que yo le había dado debía destacar sobre el resto. No entendía que teniendo un billete de semejante valor, no fuera a hacer nada. Le subestimé, señor. Pero, de pronto, presencié un acontecimiento que me llenó de rabia: un niño moreno de unos diez años saltó desde detrás de la columna, dobló su cuerpo, cogió el billete y luego se marchó veloz. Fue demasiado rápido, y cuando me quise dar cuenta ya estaba a unos diez metros de distancia, cruzando un callejón que conducía hacia el Hospital Baofuying. Los ojos retorcidos de aquel niño me resultaron familiares, debía conocerle de algo. Ah, sí, el día de la inauguración del hospital le llevó un paquete a mi tía que contenía una rana flaca y negra, lo que hizo que se marease.
Chen Bi no reaccionó ante este hecho. Su perro le ladró varias veces al niño, miró a su dueño y cesó de ladrar escondiendo la cabeza entre las patas. Todo volvía a la normalidad.
Me sentí indignado por Chen Bi y su perro, pero también porque era mi dinero. Quería compartir mi enfado con otra persona, pero todas estaban muy ocupadas en sus asuntos. Lo que había pasado se parecía a un relámpago que no deja ninguna huella. No podía dejarle ir en paz, ese niño malvado había mancillado nuestra honradez ancestral. ¿De qué familia provenía? Se burló de las mujeres y robó a un inválido, todo lo que había hecho era inmoral. Por sus hábiles movimientos pude intuir que no se trataba de la primera vez que robaba dinero del bol de hierro de Chen Bi. Aceleré mis pasos y corrí hacia el niño. Estaba delante de mí, a unos cincuenta metros de distancia. No corrió más. Saltó y le arrancó una rama al sauce, poblada de hojas amarillas recién brotadas: la agitó y jugó con ella. No giró la cabeza; sabía que ni la persona a la que había robado ni su perro eran capaces de alcanzarle.
Entró en el mercado que se construyó a la orilla del río. El techo tenía una lona de plástico, así que el interior del mercado estaba iluminado por una luz verde. Los hombres que se movían en su interior parecían peces en el agua.
Los productos del mercado eran abundantes y los puestos se entremezclaban formando un laberinto enorme. En las fruterías pude ver muchas frutas tan raras y nuevas que yo, hijo de un campesino, no supe reconocer. Recordar la época de escasez de veinte años atrás te hacía suspirar. Aquel niño conocía muy bien este sitio; se dirigió directamente a la parte de mariscos de una pescadería. Aceleré para alcanzarle y, al mismo tiempo, me sentí atraído por los puestos de pescado y marisco que tenía a ambos lados. Los grandes salmones estaban importados de Rusia. Los cangrejos, grandes como arañas gigantes, procedían de Japón. También había langostinos de América Latina y abulones de Australia, pero en general se trataba de pescados normales. El salmón troceado estaba dispuesto sobre el hielo blanco. De los puestos que vendían pescado asado emanaba un aroma inolvidable. El niño compró un pinchito de calamares asados en un puesto. Sacó el billete y le devolvieron mucho cambio. Alzó la cabeza y se metió el pincho de calamares asados en la boca, como los acróbatas de la plaza del templo de Niangniang cuando se meten una espada. Mientras devoraba con habilidad un calamar con tentáculos largos mojados en salsa roja, salté hacia él y le agarré por el cuello.
—¡A dónde vas, ladrón! —le grité.
El niño se agachó y se escapó de mis manos. Le agarré por la muñeca y alzó el pincho de calamares asados con salsa roja para herirme con él. Me incliné para cogerle por el hombro, ofreció toda la resistencia que pudo y se le rompió la camiseta. Los pedazos rotos cayeron al suelo y su torso, moreno como un siluro, quedó expuesto a la vista. Lloró sin lágrimas, como el aullido de los lobos, y al mismo tiempo me pinchó en la barriga con el palo del calamar. Traté de esquivarlo pero no fui lo bastante rápido y me hirió en el brazo. Al principio no me dolía, escocía, y enseguida comenzó a dolerme muchísimo y a salir sangre negra. Me apreté la herida con la mano derecha mientras gritaba:
—¡Es un ladrón! ¡Ha robado el dinero de un minusválido! ¡Es un ladrón, ha robado el dinero de un minusválido!
El ladrón gritaba como un cerdo desquiciado y loco, y corrió hacia mí. Su mirada era espantosa, señor, sentí verdadero horror. Di varios pasos hacia atrás y me escapé gritando. Él me pinchó y me gritó, entre lágrimas:
—¡Devuélveme mi ropa! ¡Devuélveme mi ropa!
Entre sus palabras había muchos insultos groseros que no merece la pena escribir aquí. Señor, me sentí muy avergonzado por este niño, uno de los descendientes de nuestro pueblo Dongbeixiang. En medio de una situación tan desesperada, cogí una tabla de madera donde estaban escritos los precios de los mariscos y su denominación de origen para utilizarla como escudo ante los ataques del ladrón. Cada vez que me pinchaba lo hacía con más crueldad, en verdad quería matarme. La tabla de madera recibió golpes sin cesar, y al final me hirió en la mano derecha, que empezó a sangrar. Señor, mi mente estaba tan desordenada…, no pensaba en nada concreto, solo retrocedía debido a un instinto de supervivencia. Evitaba sus ataques pero también tambaleaba con torpeza. Me tropecé muchas veces con unas maderas o unas canastas de mimbre llenas de pescado, y me caí de espaldas. Sí, señor, me caí pero me levanté enseguida y huí. Si me quedaba en el suelo podía suceder que aquel niño, valiente como un leopardo cruel, me matara, o que me hiriera gravemente y me enviara al hospital. Señor, tengo que confesar que tuve mucho miedo; me sentí acobardado y aterrorizado. Mientras corría a toda velocidad miraba a ambos lados, esperando que los vendedores de pescado pudiesen ayudarme para salvarme del peligro, pero nadie hizo nada; algunos no me hicieron caso y otros aplaudían por el escándalo. Señor, me comporté como un imbécil. Temía a la muerte y no me porté con valentía. Le tuve que pedir clemencia a un niño de diez años, que corría detrás de mí; oí cómo un grito suplicante salía de mi boca, con interrupciones, como un perro que sufre una paliza.
—¡Socorro!… ¡Socorro!…
Aquel niño había dejado de llorar —aunque en realidad no había llorado propiamente—. Sus ojos estaban tan abiertos que apenas se veía el blanco, parecían dos renacuajos gordos. Se mordió el labio inferior, clavó la mirada en mi cuerpo, se paró, y saltó de pronto.
—¡Socorro! —grité levantando la tabla de madera. Me hirió de nuevo en la mano y la sangré salió sin parar…, saltó otra vez…, me atacó así una y otra vez, y yo gritaba y retrocedía muerto de miedo, hasta que llegué a un claro iluminado por el sol…
Tiré la tabla, me di la vuelta y empecé a correr, y mientras lo hacía seguía pidiendo auxilio. Señor, siento mucha vergüenza al describirle estos hechos, pero si no se lo cuento a usted, no se lo puedo contar a nadie. Seguí corriendo invadido por la desesperación; no era capaz de ver por dónde iba. Oía los gritos de la gente que estaba a ambos lados del camino, y el ruido era ensordecedor. Corrí hacia el final de aquella calle y llegué a un pequeño restaurante, en cuya puerta estaba aparcado un coche de color gris. Vi una extraña tabla publicitaria, donde se leían los extraños caracteres «gallina hembra». En la puerta del restaurante estaban sentadas dos mujeres, una gorda y alta, y la otra delgada y pequeña. Se levantaron de pronto. Pensando que eran mis salvadoras, me abalancé sobre ellas, me tropecé, caí en el suelo, se me partió el labio y la sangre comenzó a manar. Había tropezado con una cadena de hierro que estaba atada a dos barras del mismo material. Una de ellas se cayó. Las mujeres se precipitaron hacia mí e inclinaron sus brazos para levantarme. Entonces comenzaron a pegarme bofetadas y a insultarme. El niño que me perseguía no me había alcanzado y pensaba que tenía mucha suerte. Pero por desgracia, señor, esas dos mujeres del restaurante impidieron que me marchara. Me acusaron de haberles dañado el coche, ya que había tropezado con la barra y este se había caído sobre el vehículo. Señor, en la parte trasera de la carrocería había un puntito blanco, pero para nada se trataba de una marca producida por la barra de hierro. No me soltaban del brazo y profirieron muchos insultos. La gente se acercaba para contemplar el alboroto. La mujer bajita era la peor, su rostro se parecía al del niño que me había perseguido. Me clavaba los dedos con fuerza, como si quisiese sacarme los ojos. Todas mis explicaciones se perdían en el caos de sus acusaciones e insultos. Señor, en aquel momento escondí la cabeza y me puse en cuclillas porque estaba terriblemente desesperado. La decisión que Leoncita y yo tomamos de regresar a mi pueblo natal se debía a una mala experiencia que vivimos en la calle Huguosi de Beijing. Frente al teatro de la ciudad, había un restaurante cuyo nombre era Gallina Salvaje. Cuando nos acercamos a ver la cartelera del teatro me tropecé con una cadena de hierro atada a dos barras rojas también de hierro. Cuando se cayó una de las barras, una chica que estaba sentada en la puerta del restaurante Gallina Salvaje se apresuró hacia su coche, que estaba aparcado lejos de ahí, y descubrió una marca del tamaño de una semilla de sésamo. Nos acusó de dañárselo como consecuencia de haber tropezado. La mujer tenía el pelo rubio, la cara escuálida y dos labios como cuchillos. Agitó los brazos y nos insultó, utilizando las peores expresiones de las calles de Beijing.
—Yo he crecido en este barrio, ¿por qué no me suena tu cara? —gritaba—. Malditos campesinos extranjeros, ¿por qué no os quedáis en vuestros nidos? ¿Para qué venís a la capital? ¿Para avergonzar a los chinos?
La mujer gorda que desprendía un fuerte olor a medicina tradicional se acercó y me propinó un puñetazo que me rompió la nariz. Unos chicos, jóvenes y calvos, e incluso unos ancianos, se unieron a las mujeres y corroboraron su acusación para forzarnos a pagarles una suma de dinero. Señor, no tuve más remedio que pagarla y pedirles perdón como un cobarde. Cuando volvimos a casa nos abrazamos y lloramos desconsoladamente, y después decidimos trasladarnos a nuestro pueblo natal. Al principio pensaba que aquí en mi tierra nadie se atrevería a humillarme. Sin embargo, estas mujeres fueron igual de despiadadas que las mujeres de la calle Huguosi de Beijing. Señor, no lo entiendo, ¿por qué el ser humano puede llegar a ser tan cruel?
Señor, un gran peligro se aproximaba a mí. Vi a aquel niño acercándose como un leopardo. Se había terminado los calamares asados, de modo que ahora el pincho era más punzante. De pronto me di cuenta de que aquel niño era el hijo de la mujer pequeñita, y la alta y fuerte debía ser su tía. Un instinto de supervivencia se despertó en mí. Quería correr, una faceta en la que destaqué durante muchos años. Al haber disfrutado de una vida cómoda, había olvidado cómo correr. En ese momento, dado que se trataba de un asunto de vida o muerte, pude recuperar el impulso. Las mujeres querían retenerme y el niño venía hacia mí corriendo. Chillé como un perro vagabundo queriendo huir de un peligro en un callejón sin salida. Todo mi cuerpo estaba ensuciado con mi propia sangre, abrí la boca para enseñarles los dientes sangrando. Probablemente esto les suscitó miedo, ya que en el momento en que grité, eché un vistazo a sus caras y descubrí una expresión que denotaba sorpresa y asco. Aproveché ese instante de incertidumbre para saltar y escapar a través del escaso espacio entre los coches. Yo, Wan Zu, Wan Xiao Pao, un hombre de cincuenta y cinco años, había recuperado su velocidad. Empecé a correr preso de la locura por una calle que destilaba olor a pollo frito, pescado y cordero asado, así como muchos otros olores sin importancia. Sentí que mis piernas ligeras podían correr como un ciervo, como una gacela. Me sentía liviano como un astronauta en la luna. Sentía que marchaba a caballo, en un corcel, en un corcel con alas capaz de volar.
En realidad, esa sensación de estar corriendo con tanta rapidez fue solo una ilusión. La verdad es que respiraba con dificultad, me abrasaba la garganta, me latía el corazón como un tambor, tenía la cabeza hinchada y apenas veía otra cosa que estrellas, como si mis arterias fueran a reventar en cualquier momento. El instinto de supervivencia me insufló fuerzas, era el último esfuerzo antes de morir. Oí a mi alrededor unos gritos sonoros como los de una tormenta. Sobre mí se abalanzó un joven que tenía la barba larga y vestía una túnica clásica de color negro, cuyos ojos arrojaban una luz verde como la de dos luciérnagas en la oscuridad de la noche. En el instante en que sus dedos blancos me agarraron, expulsé un chorro de sangre sucia que provocó que su cara cambiara de color. Escuché cómo lanzaba un grito de horror, y se puso de rodillas. Señor, mi corazón estaba lleno de culpa, entendí que su acción había sido correcta, su intento de impedirme el paso implicaba que era una persona justa y regia. La sangre que expulsé tuvo la misma función que la tinta que expele el calamar para defenderse. Pero me sentí culpable por ensuciarle la cara y los ojos. Si hubiera sido una persona noble y virtuosa habría debido detenerme para pedirle perdón, independientemente de la amenaza que se cernía sobre mí, pero señor, no lo hice. Luego, unos hombres se pusieron en el centro del camino y me gritaron, pero no se atrevieron a acercarse a mí. Supuse que estaban asustados al haberme visto expulsar sangre; me tiraron unas botellas de Coca-Cola que aún contenían la mitad de aquel líquido tan representativo de la cultura estadounidense y que producía burbujas doradas.
Señor, todo suceso desemboca en un resultado, más allá de que este sea bueno o malo. Esta persecución que había confundido lo correcto con lo incorrecto terminó frente a la puerta principal del Hospital Baofuying, cuando mis fuerzas se habían agotado, y allí me desmoroné. En ese momento estaba saliendo del patio del hospital, repleto de árboles y flores, un BMW cuya luz azulada brillaba como una joya. Mi caída causó una pésima impresión y un enorme disgusto a las personas que estaban en el coche. Todo mi cuerpo estaba manchado de sangre, como un perro muerto que hubiera caído al vacío. Les había causado sorpresa y les traía mala suerte. Era consciente de que todos los ricos son supersticiosos. Sabía que creían más en el destino, mientras que los pobres se preocupaban en el día a día. Es normal. Los pobres no temen ser más pobres, pero los ricos abrazan su riqueza como si sujetaran una porcelana de la dinastía Song. Cuando me tumbé de repente delante de su coche, el BMW pareció un corcel asustado. Levantó las patas delanteras, abrió ampliamente los ojos y arrojó un grito de terror. Me sentí muy culpable por todo eso; lo sentía mucho, de verdad que lo sentía muchísimo. Mi cuerpo empezó a temblar, quería avanzar un poco más para cederles el paso, pero mi cuerpo parecía un gusano clavado en el suelo que no podía moverse. Recordé uno de los juegos al que nos dedicábamos en nuestra niñez, e incluso de mayores: clavar un gusano verde o de otro tipo en la pared y en el suelo, para ver cómo trataba de escapar en vano; no podía ni avanzar un centímetro. En ese entonces no sentía compasión, e incluso me divertía. En comparación con los gusanos, yo era poderoso, tan poderoso y descomunal que los gusanos no podían siquiera percibir mi figura. Para el gusano yo era la fuerza misteriosa que había desencadenado todo el desastre. Como no podían advertir mi mano diabólica, causante de todos esos crímenes, solo sentían el clavo o el pincho. En este momento, estaba experimentando el dolor que había infligido a los gusanos. Gusanos, lo siento, lo siento de verdad.
Vi cómo un hombre daba un golpecito al volante y el claxon emitió un sonido suave. Esto significaba que el conductor del coche era un hombre paciente y educado, no uno de esos campesinos enriquecidos. Si se tratase de un nuevo rico, habría hecho sonar su claxon como la sirena que alerta de los bombardeos y habría asomado la cabeza desde la ventanilla del coche para insultarme sin parar. Por este buen hombre debía esforzarme para moverme un poco más y dejarle pasar, pero mi cuerpo carecía de fuerza alguna.
Aquel hombre no pudo esperar más y bajó de su coche. Llevaba puesta una camiseta deportiva amarilla con unos cuadrados naranja en el cuello y las mangas. De repente recordé que cuando trabajaba en Beijing un amigo mío que conocía muy bien todas las marcas me había dicho una vez el nombre de la de esa camiseta, pero lo había olvidado. Nunca fui capaz de aprender de memoria los nombres de las marcas más importantes, y en realidad podía tratarse de un rechazo sentimental acorde a cuando los pobres odiaban o envidiaban a los ricos y despreciaban a los adinerados y ostentosos, del mismo modo que yo desdeñaba los panecillos mantou o el queso con salsa de soja. Cuando aquel hombre bajó de su coche, no me insultó ni me pegó una patada, sino que ordenó preocupado a los guardias que me llevaran a alguna parte.
Después de hacerlo, cerró los ojos y alzó la cabeza para disfrutar de la luz del sol, y luego estornudó con fuerza. El pasado de pronto revivió en mi cabeza. Al estornudar pude reconocerle: Xiao Xiachun, mi excompañero de clase que había sido un funcionario destacado para después convertirse en un comerciante de éxito. Según decían, había empezado a hacer negocios en el apogeo de la extracción del carbón, ganó mucho dinero y luego aprovechó sus contactos y enchufes para acumular mucha riqueza. En fin, que se había convertido en un billonario. En realidad, como recordaba con claridad, él no había comido carbón aunque sí que nos había visto comer carbón a nosotros. Señor, mire, mi situación es tan vergonzosa que no puedo evitar justificar mi historia, ¡qué estúpido soy!
Un guardia de seguridad no pudo moverme, así que vino otro y cada uno me cogió de un brazo. Para ser sinceros, me arrastraron con mucho cuidado hasta un tablón informativo. Me colocaron recto, de tal manera que pudiera sentarme apoyando la espalda en la pared. Vi que mi querido compañero de clase Xiao se metía en su coche. Este atravesó delicadamente la carretera y giró hacia otra dirección. No estoy seguro de haberlo visto o imaginado, pero en el asiento trasero estaba sentada la hermosa Xiao Bi, que abrazaba a un niño.
Las personas que me habían estado persiguiendo vinieron y me rodearon. Las dos mujeres, el niño y el joven al que había escupido sangre, así como el tipo que me había arrojado la botella de Coca-Cola, inclinaron la cabeza para mirarme. En aquel instante una decena de caras formaban un cuadro extraño. El niño todavía quería pincharme, pero una joven se lo impidió. Un señor que parecía catedrático de universidad me puso sus dedos finos junto a mi nariz para comprobar si estaba vivo o muerto. Contuve la respiración, el mejor modo de protegerme a mí mismo. En mi niñez había escuchado la teoría de un anciano que regresaba del Oeste de China. Dijo que si te topabas con un tigre o un oso en el bosque, la mejor opción era tumbarse en el suelo y contener la respiración para simular que estabas muerto. Los tigres y los osos son héroes de la montaña, y los héroes no pegan a los suplicantes. Los animales heroicos no se comen a los muertos. Este truco había funcionado: el catedrático se quedó perplejo, no pronunció ni una sola palabra y se marchó rápidamente. Su gesto había dejado claro que yo estaba muerto. Aunque pensaban que era un ladrón que había robado el dinero a otra persona, las leyes de nuestro país no les otorgaban el derecho de matar a un ladrón en plena calle. De modo que se marcharon rápidamente porque no querían tener problemas. Las dos mujeres arrastraron al muchacho y huyeron raudos. Respiré profundamente: había experimentado la nobleza y el honor de estar muerto.
Probablemente los guardias habían llamado a la policía, porque cuando llegó con la sirena del coche a todo volumen, solo ellos acudieron a recibir a los agentes, explicándoles la situación. Llegaron tres policías y se pusieron delante de mí, interrogándome sobre los hechos. Eran muy jóvenes, y dos filas de dientes amarillentos confirmaban que eran de Dongbeixiang, del condado de Gaomi. Me sentí agraviado y las lágrimas manaron de mis ojos en abundancia. De los tres policías, solo uno joven que tenía un pequeño sarcoma entre sus cejas me escuchó con atención, los otros dos solo se fijaron en el tablón informativo. Cuando acabé, el chico con sarcoma me dijo:
—¿Cómo puedo comprobar que todo lo que ha dicho es cierto?
—Podéis preguntárselo a Chen Bi —contesté.
El policía más alto, que seguía con la mirada fija en el tablón, se dirigió a mí:
—¿Cómo se encuentra ahora? ¿Necesita que le enviemos al hospital?
Podía mover las piernas, y las heridas de mis manos habían cesado de sangrar.
—Si no le importa —dijo el policía con sarcoma—, necesitamos que venga con nosotros para rellenar unos papeles, y si le importa, puede volver a casa para descansar.
—¿Entonces, no se hará justicia? —inquirí.
—Señor, la justicia existe, pero necesitamos pruebas y testigos —me contestó—. ¿Puede pedir a Chen Bi y a los vendedores de pescado que testifiquen? El niño es nieto de Zhang Quan, la famosa hechicera del pueblo Dongfeng. Es realmente malvado, pero es un niño, ¿qué podemos hacer con él?
—Bien, déjelo así —dije—. Qué mala suerte tengo.
—También debe aprender una lección: usted ya tiene muchos años, aléjese del peligro, puede descansar en casa y jugar con su nieto, gozar de la tranquilidad y alegría entre sus familiares. Eso sería lo ideal.
—Muchas gracias por tomarse tantas molestias, por venir aquí en coche y gastar gasolina.
—Señor, ¿se está burlando de nosotros?
—En absoluto, cómo me atrevería a burlarme de vosotros, soy absolutamente sincero.
El joven con sarcoma y el policía alto estaban a punto de marcharse, mientras que el que tenía la cara grande y la boca ancha, seguía contemplando el tablón informativo y no quería moverse.
—Wang, tío, ¡vamos! —dijo el joven con sarcoma—. Cuando veas a un crío, ¡no podrás ni moverte!
—¡Qué monos y qué cariñosos son! —dijo el policía relamiéndose la boca.
—Entonces te toca sembrar —dijo el joven con sarcoma.
—Mi esposa es tierra estéril —dijo el policía de boca ancha—. No importa las veces que siembre en ella que nunca brota nada.
—Hablas mal de mi cuñada y lo que tienes que hacer es ir al hospital a que examinen tus semillas —contestó el alto.
—¡Pero será posible!
Subieron al coche entre bromas, dejándome junto al tablón informativo. Me sentía deprimido e inútil. Si me hubiera ido con ellos a rellenar esos papeles, ¿qué hubiera pasado? Esas mujeres eran dos de las tres hijas de Zhang Quan, y mi tía era su enemiga. En ese momento entendí por qué el niño había asustado a mi tía con una rana. Tal vez su madre o su tía le habían incitado a ello para vengar a su abuela, de cuya muerte no era responsable mi tía. No se podía razonar con esas personas. De modo que olvidémoslo, porque tengo muy mala suerte. Debo resistir, y este aguante me traerá la paz. Soy una persona con sueños, un dramaturgo que está creando, y estos padecimientos e injusticias son un material muy bueno para ello; el motivo por el que los más célebres destacan es su capacidad de aguante. Pueden soportar más de lo que aguanta la gente normal, como el famoso general Han Xin, que pudo vencer la vergüenza de ser cabalgado por un bandido, o Confucio, que fue capaz de padecer la enfermedad y el hambre, o Sun Bin, el famoso estratega que pudo tolerar la vergüenza de comer excrementos… En comparación con estos santos y personajes célebres de la historia, mis penas no eran nada. Al pensar esto, señor, me sentí vigoroso, mi respiración volvió a ser pausada, mis ojos comenzaron a brillar, recuperé la energía… Renacuajo, has sido elegido por el cielo, debes ser valiente, sobreponerte a los sufrimientos, no quejarte ni odiar a nadie.
Me puse de pie pese a que me dolían las heridas, tenía mucha hambre, mis piernas estaban débiles y veía las estrellas. Aun así decidí no caerme. Al principio pensé que habría mucha gente mirándome, pero nadie lo hacía, e incluso los dos guardias que estaban en la puerta del hospital no me hicieron caso. Eso verificaba las palabras de Li Shou. Pensé en él y en el niño que crecía en el vientre de Chen Mei, pero mis ideas al respecto habían cambiado radicalmente. Por la mañana estaba pensando en el modo de deshacerme del feto, pero cambié de opinión. Cuando giré la cabeza y vi el tablón, tomé la decisión irrevocable: «¡Quiero este niño! ¡Deseo ardientemente este niño! Es un regalo de dios, todos los sufrimientos y desastres que he soportado se acabarán con él».
Señor, ahora quiero explicarle que en aquel tablón informativo estaban pegadas cientos de fotos de niños. Algunos sonreían, otros lloraban. Algunos tenían los ojos cerrados, otros los tenían medio cerrados, y otros los abrían por completo. Algunos tenían cerrado un ojo y el otro abierto. Unos levantaban la cabeza, otros miraban hacia delante. Algunos extendían los brazos como si estuvieran pidiendo algo, otros tenían las manos cerradas, como si estuviesen enfadados. Algunos se mordían la mano, otros se tapaban las orejas con ellas. Algunos sonreían con los ojos abiertos y otros con los ojos cerrados. Unos lloraban con los ojos abiertos y otros con los ojos cerrados. Algunos no tenían casi pelo, otros tenían el pelo negro, algunos lo tenían rubio, otros lo tenían castaño y brillante como la seda más suave. Algunos tenían arrugas en su cara, como ancianos, otros estaban gorditos como los cochinillos. Algunos eran tan blancos como los raviolis dulces cocidos, otros, en cambio, negros como el carbón. Algunos tenían la boca abierta, como si estuvieran gritando. Algunos hacían el gesto del que busca el pecho de la madre, otros torcían la cara como rechazando la leche materna; algunos enseñaban la lengua roja, otros mostraban tan solo la punta de su lengua rosa. Unos tenían hoyuelos en ambas mejillas, otros en una. Algunos tenían doble párpado, otros no; algunos tenían la cabeza redonda como una pelota, otros alargada como un melón. Algunos fruncían el ceño como un filósofo, otros tenían los ojos brillantes de un actor… En fin, cientos de fotos con diferentes gestos de los niños, muy vividas; cada uno de ellos precioso. Por los caracteres del tablón me enteré de que eran las fotos de los niños nacidos en el Hospital Baofuying desde la inauguración hasta el día de hoy. Era una muestra de los éxitos de su trabajo en los dos últimos años. Era un trabajo grandioso, moral, dulce… Señor, me emocioné profundamente, mis ojos se humedecieron. Oí una voz sagrada que me llamaba por dentro, experimenté una emoción enorme entre esos niños. Era el amor de la vida, y en comparación con ese amor, el resto eran cosas vulgares y despreciables. Señor, sentí que mi corazón recibía una solemne purificación. Me di cuenta de todos los crímenes que había cometido, por fin había conseguido la oportunidad de expiarlos. No me preocuparía más de su origen, tampoco de su futuro: ¡debía abrir los brazos a ese niño que me regalaba el cielo!
Señor, aquel día en que me situé frente al tablón informativo con las fotos de cientos de niños, mi espíritu fue purificado. Mi vacilación, mi turbación, el hecho de que me atacaran, pegaran, insultaran, persiguieran para asesinarme… Todos esos sufrimientos habían constituido un proceso necesario, como Tang Sanzang, el monje de la Peregrinación hacia el Oeste: si no hubiese padecido tantas penurias, no habría podido convertirse en un buda; si no hubiera sufrido tantos desastres, no podría haber entendido el sentido de la vida.
Después de llegar a casa, me limpié las heridas con algodón y alcohol; mezclé el polvo de la medicina tradicional de Yunnan con el licor y lo bebí, lo cual tenía una función mágica para las heridas de pelea. Aunque el dolor físico sería difícil de aliviar, mi estado psíquico había mejorado. Cuando Leoncita volvió a casa, la abracé y pegué mi mejilla a la suya.
—Mi querida esposa —le dije sin separarme de ella—, tengo que agradecerte que hayas creado a este niño, porque aunque no esté creciendo en tu cuerpo, le ofreciste todo tu corazón, así que será nuestro primogénito.
Lloró.
Señor, sentado a la mesa, mientras le escribo, reflexiono sobre cómo criar a este niño. Tenemos casi sesenta años, nuestra fuerza y energía se han reducido muchísimo. Tendremos que contratar a una niñera con experiencia o buscar a un ama de crianza para que nuestro hijo pueda beber un poco de leche materna, para que se nutra bien. Mi madre me dijo que los niños, después de beber leche de vaca o de cabra, huelen de otra manera. La leche de vaca puede servir de alimento para los niños, pero es peligrosa, ya que existen comerciantes egoístas que no cesan en sus experimentos «químicos», aun después de que hayan ocurrido casos como los de la leche en polvo adulterada o la leche en polvo con melamina. Después de los «bebés cabezones» y de los «niños con cálculos renales», ¿qué será lo siguiente? Ahora estos comerciantes caminan con la misma cautela que un perro que acaba de recibir una paliza y esconden el rabo, pero en unos años inventarán fórmulas más venenosas todavía. Todos sabemos que el líquido más valioso de este mundo es la primera leche materna, que contiene nutrientes misteriosos que, en realidad, no son sino la materialización del amor de la madre. He oído que unas personas que habían contratado a una madre de alquiler, una vez que nació el niño, pagaron mucho dinero para que ella le proporcionara la leche materna durante un mes, y luego recogieron al pequeño. Leoncita me miró con una luz brillando en sus ojos.
—Soy su madre, ¡mi pecho podrá producir leche!
En el pasado, mi madre me había contado un cuento parecido, pero se trataba de una leyenda y no se podía tomar al pie de la letra. A lo mejor, pensé, todas las mujeres jóvenes que hayan parido hijos y les hayan dado de mamar, al recibir en su seno el primer impulso de la boca del bebé, producirían la leche debido a su amor materno. Sin embargo, a Leoncita, que iba a cumplir sesenta años de edad y nunca había parido un hijo, no le pasaría igual. Si tal cosa ocurriera, sería un milagro, un verdadero milagro.
Señor, cuando le hablo de estas cosas, no me siento avergonzado. Usted es el padre de un niño al que dieron por muerto al nacer, pero que consiguieron salvar gracias a su amor infinito. Habrá experimentado muchas veces la maravilla de tal milagro durante los años en los que ha cuidado de su hijo. Ya que puede comprender mis sentimientos, también podrá entender la locura que alberga mi esposa. En estos días casi todas las noches quiere hacer el amor conmigo. Se ha transformado en una nectarina jugosa. Me ha sorprendido mucho. De tanto en tanto me recordaba:
—Cariño, sé más cuidadoso, no te muevas con tanta vehemencia o harás daño a nuestro hijo. —Cuando acabábamos, me pedía que posara mi mano en su abdomen—. Mira, se está moviendo.
Cada mañana se lavaba el pecho con agua templaba y tiraba con mucho cuidado de su pezón hundido hacia fuera.
Avisé a mi padre de que Leoncita estaba embarazada de seis meses. Mi padre, un señor de casi noventa años, rompió a llorar de alegría de repente; le temblaba la cara.
—El cielo ha abierto sus ojos, los espíritus de nuestros antepasados nos han bendecido, ¡gracias a dios!
Señor, hemos hecho buen acopio de los objetos necesarios para el bebé. Los mejores. Un carrito hecho en Japón, la cuna fabricada en Corea del Sur, los pañales que se hacen en Shanghái, una bañera de madera elaborada en Rusia… Pero Leoncita insistió en no comprar leche.
—Si no tienes suficiente leche, ¿qué haremos? Podríamos comprar para casos urgentes —dije para convencerla.
Así que compramos la mejor leche producida en Francia y la mejor leche en polvo, importada de Nueva Zelanda. Pero como no nos daba demasiada confianza, propuse comprar una cabra. La colocaríamos en el patio de mi padre para que él cuidara del animal y nos mudaríamos cerca de su casa, para que nuestro bebé disfrutara de la leche de cabra más fresca. Leoncita se tocó su enorme pecho y dijo molesta:
—¡Estoy segura de que de mi pecho manará leche como una fuente!
Cuando nos llamó mi hija, que estaba en España, nos preguntó qué tal estábamos.
—Yanyan —contesté—, me da un poco de vergüenza, pero se trata de una noticia muy buena. ¡Dentro de poco tendrás un hermanito!
—¿Es cierto eso, papá? —me respondió feliz después de permanecer en silencio un tiempo, fruto de la sorpresa.
—Por supuesto.
—¿Pero cuántos años tiene mi madre?
—Puedes mirar en internet la noticia de una mujer de sesenta y dos años que hace unos días ha parido gemelos en Dinamarca.
—¡Qué bien, papá!, ¡felicidades a los dos! —gritó mi hija—. ¿Qué necesitáis? ¿Os puedo enviar algo?
—No necesitamos nada, aquí tenemos todo lo esencial.
—Más allá de que lo necesitéis o no, tengo que comprar algo para regalárselo a mi hermano. Papá, os felicito: las cicas de mil años han dado nuevas flores, ¡habéis obrado un milagro!
Señor, siempre siento mucho pesar por mi hija, porque la muerte de su madre estaba relacionada conmigo. Sacrifiqué la vida de Wang Renmei y la del feto que estaba en su vientre en aras de un futuro laboral más brillante para mí. Si aquel niño estuviese vivo, hoy sería un muchacho de veinte años. Me consolé con la idea de que este niño era en realidad aquel hijo, venido con un retraso de veinte años, pero que al fin llegaba.
Señor, me ruboriza confesarle que debo dejar la dramaturgia por un tiempo. Este niño que va a nacer es mucho más importante que el teatro. Quizá sea algo positivo, ya que mis piezas antiguas escondían mucha oscuridad, muchos matices sangrientos, no contenían esperanza ni albor alguno, solo albergaban destrucción y desesperación. Las obras de este tipo solo podrían envenenar el espíritu de la gente y me sentiría más culpable aún. Confíe en mí, señor, escribiré más piezas de teatro, sin ninguna duda. Cuando el niño nazca, cogeré mi pluma para escribir una oda a la nueva vida. No le decepcionaré, señor.
Un día Leoncita y yo fuimos a visitar a mi tía. Aquel día lucía un sol espléndido; en las dos robinias asiáticas del patio de su casa habían brotado muchas flores, algunas estaban florecidas y otras habían caído. Mi tía estaba sentada bajo una de las robinias, susurrando algo con los ojos cerrados. Su cabello blanco y alborotado, semejante a la hierba salvaje, estaba cubierto de flores de robinia, y unas abejas volaban por encima de su cabeza. Delante de una tabla de piedra azulada colocada junto a la ventana, su esposo, nuestro tío Hao Dashou, permanecía sentado en una pequeña silla. Era el maestro artesano nombrado por el Gobierno para nuestro distrito, y jugaba con el barro. Su mirada yacía perdida.
—El padre de este niño tiene la cara redonda, los ojos bien alineados, una nariz pequeña, dos labios gordos y dos orejas gigantes; la madre de este niño, tiene una cara flaca, los ojos redondos, doble párpado, una boca pequeña, una nariz hermosa y dos orejas diminutas. Este niño será igual que su madre, pero la boca será más grande, los labios serán más gruesos, las orejas serán más grandes, la nariz será un poco más pequeña… —dijo mi tía.
Vimos que entre los susurros, un muñeco tomaba forma en las manos de nuestro tío. Después de añadirle los ojos con un palito de bambú, lo observó durante mucho tiempo, hizo unas correcciones, lo puso en una tabla de madera y se lo pasó a mi tía.
Mi tía cogió aquel muñeco, echó un vistazo y dijo:
—Ponle los ojos más grandes, y los labios deben ser un poco más gruesos.
Mi tío recogió el muñeco, hizo otras correcciones y se lo pasó a mi tía. Arqueó sus dos cejas grises y gruesas, y sus ojos brillaron.
Mi tía levantó el muñeco, lo observó de lejos, luego de cerca, y después de examinarlo bien, un gesto tierno se esbozó en su cara.
—Sí, así es, es él.
De repente, mi tía cambió su manera de hablar y se dirigió directamente al muñeco:
—Eres tú, mi duende, mi angelito, entre los dos mil ochocientos abortos, solo faltas tú, cuando vengas, ya estaréis todos.
Coloqué una botella de Wuliangye en el alféizar, Leoncita depositó una caja de caramelos a los pies de mi tía y dijimos al unísono:
—Tía, hemos venido a verla.
Mi tía se asustó un poco, se sintió como una persona que estuviera haciendo algo ilegal. Se quedó sin saber qué hacer. Intentó ocultar el muñeco, pero fracasó y entonces cesaron sus movimientos.
—No os quiero engañar —dijo.
—Tía, hemos visto el documental que nos regaló Wang Gan. Te entendemos, entendemos tu corazón —le contesté.
Bueno. Se levantó, asió con las manos la tabla donde estaba puesto el muñeco y entró en una habitación lateral. No giró la cabeza, sino que nos pidió con tristeza que fuéramos con ella. Su cuerpo voluminoso vestido de negro nos causó una impresión bizarra. Mi padre me había mencionado que mi tía, después de volver al pueblo, estaba un poco loca, y apenas le visitaba. En comparación con su época dorada, al verla así de apesadumbrada me sentí invadido por la tristeza.
En aquella habitación oscura una frescura húmeda y espeluznante nos envolvió. Mi tía le dio al interruptor y una bombilla de cien voltios se encendió, iluminando todos los rincones de la estancia. Eran tres habitaciones unidas, cuyas ventanas estaban tapiadas por ladrillos. En las paredes que daban al Este, al Sur y al Norte, había dispuestos multitud de estantes de madera divididos en celdas, y en cada una de ellas había un muñeco.
Mi tía depositó la muñeca en la última celda, retrocedió un paso y frente a la mesa situada en el centro de la habitación encendió tres inciensos, plegó las manos y comenzó a susurrar.
La imitamos y nos arrodillamos enseguida. Aunque ignorábamos el objeto del rezo, en ese momento volvieron a mi cabeza las caras entrañables de los niños del tablón informativo del Hospital Baofuying, una por una, como proyectadas en una película. Mi corazón rebosaba agradecimiento, así como pesar y terror. Entendí por qué mi tía aprovechaba las manos del tío Hao para reproducir los niños de los abortos. Pensé que mi tía quería de esa manera expiar la culpa que albergaba su corazón, si bien no era responsable de ello. Si no lo hubiese hecho, otra persona se habría encargado de ese trabajo. Además, las personas que se quedaban embarazadas de forma ilegal no podían escapar de las consecuencias. Qué sería de China en el futuro era algo difícil de pronosticar.
Después de ofrecer los inciensos, mi tía se levantó y dijo alegremente:
—Xiao Pao, Leoncita, llegáis en el momento adecuado. He cumplido un sueño. Mirad a los niños, cada uno tiene un nombre. He reunido a todos aquí, les presento mis ofrendas, y cuando posean un espíritu, irán a un lugar donde nacerán y se reencarnarán.
Mi tía nos guio para mostrarnos todos los muñecos, explicando uno por uno dónde irían.
—Esta niña —dijo señalando una muñeca que tenía los ojos redondos y una mueca en la boca— debería haber nacido en la casa de Dong Yuee y Tan Xiaoliu, en el pueblo Tanjiazhuang, en agosto de 1974, pero lo impedí. Ahora su padre es un campesino famoso, el rey de las verduras, y su madre es una mujer de manos hábiles. Han inventado un modo de regar las verduras con la leche, y los apios que cultivan son muy frescos, cada kilo se puede vender a sesenta yuanes.
»Este niño —continuó mi tía apuntando a un muñeco que sonreía exageradamente, con los ojos cerrados— debería haber nacido en febrero de 1983, en la casa de Wu Junbao y Zhou Aihua, del pueblo Wujiaqiao, pero yo lo impedí. Ahora está bien, tiene mucha suerte, ha nacido en una familia de políticos, sus padres son importantes funcionarios del país, su abuelo ocupa un puesto muy destacado en la provincia, podemos verlo con frecuencia en la tele. Niño, acepta mi perdón.
»Y estas dos hermanas —dijo mi tía indicando dos muñecas que permanecían juntas en una celda— deberían haber nacido en 1990. Sus padres tenían lepra y ahora se han curado, pero sus caras son horrorosas como las de un monstruo. Venir al mundo en una familia así era caer en un abismo de amargura. Las destruí, pero al mismo tiempo las salvé, ya que ahora están bien, nacieron en el hospital del pueblo Jiaozhou la noche del 1 de enero del año 2000, son bebés del milenio. Su padre es cantante en la ópera Maoqiang y su madre es dueña de una tienda de moda. En las fiestas de la primavera, estas hermanas fueron juntas a un programa de la televisión para interpretar una canción famosa de la ópera Maoqiang: “Los duendes personificados en las berenjenas se visten de morado, las hierbas verdes se sirven de ropas cortas. La lámpara hecha de pepinillos está llena de puntitos, la lámpara hecha de nabos es transparente y blanca y también tenemos la lámpara con forma de cangrejos y gallina…”. Sus padres me llamaron para que pudiese ver a tiempo su programa, y cuando las vi, mis lágrimas fluyeron como lluvia…
»Y este —dijo mi tía apuntando a un muñeco de ojos torcidos— debería haber nacido en la casa de Zhang Quan, en el pueblo Dongfeng, pero lo destruí, y aunque no fue solo culpa mía, tengo que asumir parte de la responsabilidad. Este niño debería haber renacido en julio de 1995 en la casa de Zhang Laidi, la segunda hija de Zhang Quan. Zhang Laidi me visitó, ya tenía dos niñas, y si tenía otro niño, se saldría de las normas de planificación. Aunque su padre me había golpeado en la cabeza, entre nosotros teníamos mucha complicidad. Yo, vuestra tía, les devolví a este niño, que debería haber sido su hermano, y se convirtió en su hijo. Este secreto solo lo conozco yo. Os pido que lo guardéis. Este niño es muy travieso, sabía que tengo pánico a las ranas y trató de asustarme con una. Pero no lo odio, en un mundo tan diverso, no podemos despreciar a nadie, los niños que obedecen son tan humanos como los traviesos… —Por último, mi tía apuntó al último muñeco que acababa de depositar en el estante—: ¿Lo conocéis?
—Tía, no diga más, sé quién es —dije con los ojos humedecidos.
—Tía, este niño nacerá pronto, su padre es dramaturgo y su madre una ginecóloga jubilada. Tía, tengo que darle las gracias, estoy embarazada…
Señor, escribiéndole este tipo de cosas, ¿pensará acaso que soy un enfermo mental? Debo confesar que el corazón de mi tía albergaba una angustia excesiva, del mismo modo que mi esposa estaba loca por tener un hijo y deliraba un poco. Si una persona cree que ha cometido un crimen, buscará el modo de consolarse, como el famoso personaje Xiang Linsao, de la novela Bendición de Lu Xun. Xiang Linsao hizo una donación como forma de exonerar la culpa. Frente a personas dementes, las personas normales no debemos cercenar sus sueños. Debemos darles un poco de esperanza, para que puedan liberarse, para que no sufran más pesadillas, para vivir con inocencia. Les seguí el juego, me esforcé en reforzar sus creencias, ¿acaso no tomé la decisión correcta? Aunque sabía que personas de mentalidad más científica se reirían de mí, y que las personas de moral estricta me dirigirían reproches, e incluso que aquellos de conciencia más severa me criticarían, no quería cambiar. Ante este niño, y ante mi tía y Leoncita, mujeres que habían ejercido una labor especial, seguiría comportándome como un tonto.
Ese día mi tía sacó su estetoscopio y comenzó a auscultar a Leoncita como si todo fuera real. Leoncita descubrió su abdomen y se tumbó feliz. Mi tía escuchaba con atención, muy seria. Cuando acabó el examen, posó su mano, elogiada tantas veces, en la tripa de Leoncita, para acariciarla.
—¿Estás de cinco meses? Bien, puedo escucharlo perfectamente, la posición del feto es correcta.
—Seis meses y pico —dijo Leoncita con timidez.
—Levántate —dijo mi tía palpando delicadamente su barriga—. Aunque seas un poco mayor, te aconsejo parir de forma natural. Estoy en contra de la cesárea. Si una mujer no pare por la vagina, jamás podrá experimentar por completo la sensación de ser madre.
—Tengo un poco de miedo —dijo Leoncita.
—Estoy a tu lado, ¿por qué tendrías que preocuparte? —dijo mi tía alzando las manos—. Debes confiar en este par de manos que han traído al mundo a diez mil niños.
Leoncita agarró una de sus manos y la pegó a su cara, como una niña caprichosa.
—Tía, creo en usted…
Señor, ¡qué alegría!
Ayer, de madrugada, nació mi hijo.
Como mi esposa Leoncita era primeriza, ni los doctores del Hospital Baofuying que habían estudiado en Estados Unidos o Inglaterra se atrevieron a atenderla. En ese momento, como es natural, pensamos en nuestra tía, porque al perro viejo no hay quien le enseñe trucos nuevos. Era la única persona en quien creía mi esposa. Había cooperado con ella en incontables partos, así que era lógico que hubiera presenciado la firmeza y la valentía con que se desenvolvía mi tía en situaciones de riesgo.
Cuando Leoncita estaba de guardia en el turno de noche en la empresa Rana Toro de Yuan Sai y mi primo, sintió algo extraño en su barriga. En teoría debía estar descansando en casa, pero era muy testaruda y se obcecó en trabajar. Al verla pasear por la calle, muchas personas sentían envidia y cuchicheaban. Sus amigos la saludaban de lejos.
—Querida amiga, ¿en ese estado por qué no descansas en casa? Los bebés se agitan mucho.
—No pasa nada —contestó—. Parir un niño es igual que esperar a que las brevas maduren. Cuántas campesinas, en los campos de algodón, en un bosque o en la orilla, paren con éxito a sus niños. Si le dedicas demasiada atención, tendrás más problemas.
Su opinión estaba contrastada por unas teorías de la medicina tradicional de las que nos habían hablado unos médicos ancianos. Mucha gente asentía con la cabeza, decían que sí y le daban la razón.
Cuando me enteré de la noticia, fui a la empresa Rana Toro, y cuando llegué, Yuan Sai había mandado a mi primo a recoger a Tía. Esta acudió con una bata y una mascarilla blanca y el pelo alborotado recogido en un gorro blanco. Su mirada transmitía pasión y ansiedad. Una señorita que también llevaba una bata blanca condujo a mi tía a una habitación secreta de operaciones. Me senté en la oficina de Yuan Sai para descansar y beber un poco de té.
En el centro de la oficina habían colocado una mesa de color rojo oscuro de tamaño similar al de una mesa de pinpón. Detrás de ella, había una silla con ruedas, de piel, muy cara. En la mesa había montones de libros y, entre ellos, destacaba una pequeña bandera nacional, roja. Yuan Sai leyó a la perfección mis pensamientos.
—Hasta los delincuentes tienen derecho a sentirse patrióticos —dijo sin atisbo de sorna. Me preparó hábilmente el té de Kung Fu y me habló de su calidad—: Esto es té Da Hong Pao de la montaña Wuyi, no es muy caro pero su calidad es excelente. Cuando vino el director del distrito no consideré que mereciera la pena ofrecerle este tipo de té. Pero te lo ofrezco a ti. ¡Esto significa que te tengo mucha estima y que te considero una persona muy respetada! —Notó que no tenía interés en su conversación.
»No te preocupes —dijo Yuan Sai—. Yo me encargo de todo, no ocurrirá nada malo. Parirá con éxito. Nunca solemos molestar a tu tía, porque es la diosa protectora de nuestro pueblo y condado.
Cuando ella llegue, solo habrá un resultado: la seguridad de la madre y el hijo, ¡y una alegría para todos!
Ignoraba en qué momento había caído dormido en el sofá de piel. En mi sueño veía a mi madre y a Wang Renmei. Mi madre llevaba puesta una chaqueta de seda brillante y se apoyaba en un bastón con cabeza de dragón. Wang Renmei llevaba una chaqueta rojo chillón y unos pantalones verdes, exhibiendo algo de la vulgaridad del campo pero también algo de clase. En su brazo izquierdo colgaba un bolso rojo, donde había un jersey amarillo. Caminaban por el pasillo y su comportamiento me producía mucha ansiedad.
—Madre, ¿puede sentarse un ratito? Si camina de esta manera, no estaremos tranquilos.
Mi madre se sentó en el sofá y después de un rato se levantó y se sentó en el suelo, con las piernas dobladas. Dijo que en el sofá no podía respirar. Wang Renmei estaba miedosa y tímida como una niña pequeña, y se escondió detrás de mi madre. Cuando fijé mi mirada en su cara, giró la cabeza hacia otro lado. Vi cómo sacaba el jersey amarillo del bolso y lo extendía. Pero el jersey tenía el tamaño de la palma de una mano.
—¿Este jersey es para un muñeco? —pregunté.
—Es del tamaño de nuestro bebé —contestó mientras le subían los colores a las mejillas.
De repente advertí que tenía una tripa enorme, y su cara tenía marcas propias del embarazo.
—¡Un niño es mucho más grande que eso! —dije yo.
—Xiao Pao, convence a tu tía para que pueda tener a este niño —dijo con los ojos enrojecidos.
Mi madre golpeó el suelo con el bastón.
—Que para ahora, yo la cuidaré. Mi bastón puede golpear a un estúpido emperador, y también a un funcionario corrupto. Mataré sin dudarlo a quien se atreva a impedirlo.
Mi madre apretó un botón en la pared, de la que se abrió una puerta secreta. Vi que en el interior de esa habitación, iluminada como si alumbrara el sol, había una cama cubierta de una sábana blanca y limpia, y a ambos lados había cuatro hombres con batas y mascarillas blancas. Mi tía estaba junto a la cabecera de la cama, preparada con dos guantes de plástico. Cuando Wang Renmei entró y vio la habitación se giró para correr, pero mi tía la retuvo. Lloraba como una niña desesperada.
—Xiao Pao —gritó—, hemos estado casados durante muchos años. Por favor, sálvame…
Mi tía hizo un gesto y los cuatro enfermeros acudieron, colocaron a Wang Renmei en la cama y le quitaron la ropa. Enseguida pude ver cómo de entre sus piernas emergía una manita ensangrentada. Los dedos se cerraron, excepto el índice y el anular, formando el símbolo internacional de la victoria. Mi tía y sus colegas rieron a carcajadas. Cuando paró de reír, dijo:
—Basta ya, sal de una vez. —Entonces el niño comenzó a salir despacio del cuerpo de Wang Renmei. Cuando asomó la cabeza, parecía un animal astuto. Mi tía aprovechó la oportunidad y agarró sus orejas al tiempo que abarcaba toda su cabeza—. ¡Sal de aquí! —gritó mientras tiraba con fuerza.
En ese momento se produjo el ruido de una explosión, como el de las palomitas al estallar, y de pronto, un niño envuelto en sangre y de un líquido viscoso estaba entre las manos de mi tía…
Me desperté de repente, sudando muchísimo. Mi primo y Leoncita entraron. Entre los brazos de Leoncita, estaba un niño bien tapado, y desde la manta emergía un llanto débil. Mi primo bajó la voz y me dijo:
—¡Felicidades, habéis tenido un hijo!
Mi primo condujo el coche para llevarnos al pueblo donde vivía mi padre. Era un pueblo rodeado por la urbe. Como le mencioné en cartas anteriores, el director de nuestro distrito —ahora se ha presentado a alcalde municipal— promulgó una orden para salvaguardar nuestro legado cultural. El pueblo había mantenido el estilo arquitectónico de la época de la Revolución Cultural, en las paredes había eslóganes escritos, a la entrada del pueblo se erguía una valla de propaganda revolucionaria, los altavoces del pueblo, el centro de conferencias de las Brigadas de Producción… Era de madrugada y casi no había transeúntes por las calles; tan solo unas personas que se precipitaban como fantasmas para coger el autobús e ir a su trabajo. Había además varios limpiadores con las caras bien cubiertas, solo se veían sus ojos, y movían con fuerza las escobas, levantando mucho polvo. Quería echar un vistazo a la cara del niño, pero la solemnidad y cansancio en el rostro de Leoncita me frenaron. Su cabeza estaba envuelta en una bufanda de color rojo oscuro, y tenía los labios resecos. Abrazaba fuertemente al niño, y de vez en cuando bajaba la cabeza para examinarle, como si estuviese observándolo, como si respirara el olor del bebé.
Habíamos trasladado todo lo necesario para el niño a la casa de mi padre. Debido a la escasez de leche de cabra, mi padre nos reservó una vaca del señor Du. Tenía dos vacas y cada día podían producir cincuenta litros de leche. Mi padre le exhortó muchas veces para que no la adulterara con nada.
—Tío, si no nos cree, puede venir a extraer la leche con sus propias manos —dijo el pastor.
Mi primo aparcó el coche fuera del patio de la casa de mi padre. Mi padre esperaba allí desde hacía mucho tiempo. Unas mujeres jóvenes y la esposa de mi segundo hermano acompañaban a mi padre. Estas mujeres jóvenes eran las esposas de mis sobrinos. Mi cuñada cogió al niño, las jóvenes recogieron a Leoncita, la ayudaron a entrar en el patio y enseguida la mandaron a una habitación bien dispuesta para su posparto.
Mi cuñada descubrió un poco la manta para que mi padre pudiese observar a su nieto, que llegaba con tantos años de retraso. Las lágrimas florecieron en sus ojos mientras decía:
—Bien, bien.
Cuando vi la cara rojiza y el cabello negro del niño, múltiples sensaciones acudieron a mi corazón, y las lágrimas brotaron de mis ojos.
Señor, este niño me ha inspirado y me ha hecho recuperar la juventud. Desde el embarazo hasta el parto, aunque fue más difícil que el de otros niños. La confirmación de su identidad traerá más problemas. Lo que dijo mi tía era cierto: «Cuando sale de la vagina, se convierte en un ser humano, será un ciudadano legal de este país y podrá gozar de todos los derechos y beneficios que nuestro país ha otorgado a los niños». Si hubiese algún problema, tendríamos que asumirlo las personas que le hemos traído al mundo. Lo único que le daremos será amor.
Señor, a partir de mañana organizaré mis papeles para terminar lo antes posible esta pieza de teatro que me está costando un parto. La próxima carta contendrá dicha obra, que no tendrá posibilidad de llevarse al escenario. Se titula: Rana.