Arkady corrió los pocos pasos que le separaban de las sombras de la cubierta de abrigo. Ya no podía ver el puente, pero desde el puente tampoco podían verle a él. A su espalda, Karp subió por la rampa con los pasos seguros de un marinero de cubierta.
Arkady penetró en la caseta del timón por un secadero que daba a la cocina del Eagle. Se quitó las gafas para poder ver bajo la luz tenue que se filtraba por dos portillas cubiertas de hielo: era como visitar un submarino. Vio una banqueta curvada ante una mesa en la que había una especie de salvamanteles que impedía que la vajilla se deslizara. También había cacharros en la balancera de la cocina. En la parte de proa había dos camarotes, unas escaleras que subían al puente y otras que bajaban a la sala de máquinas.
El camarote de babor constaba de dos literas, aunque sólo la de abajo presentaba aspecto de ser usada. Arkady vio inmediatamente que no había ningún armario de estilo soviético donde cupiera un cadáver. En el mamparo había un estante para fusiles, pero estaba vacío. Arkady metió la mano debajo del colchón buscando alguna pistola escondida, o tal vez un cuchillo, o cualquier otra cosa. Debajo de la almohada sucia había una revista con desnudos. Debajo de la litera, un cajón que contenía ropa sucia y más revistas de desnudos, de armas de fuego y de tácticas de supervivencia. Un calcetín contenía un fajo de billetes de cien dólares. Además, encontró una piedra de afilar muy gastada, un cartón de cigarrillos y una caja vacía de munición para escopeta.
—Son de Coletti —dijo Karp al entrar.
Parecía un leñador a punto de internarse en la taiga para pasarse la mañana talando árboles vigorosamente. No llevaba chaqueta ni chaleco salvavidas; sólo un jersey extra, guantes gruesos, botas, gorra y gafas oscuras apoyadas en la frente. Ni siquiera jadeaba.
—¡Me lo has puesto tan fácil! —dijo Karp—. Librarme de ti en el buque resultaba un poco difícil. Aquí sencillamente desaparecerás y nadie notará mi ausencia.
Probablemente el hacha procedía de la abundante selección de material para luchar contra incendios que había en la cubierta de botes del Estrella Polar, y Arkady sospechó que Karp la había traído por una razón práctica: para romper el hielo y hacer desaparecer un cadáver. Como de costumbre, el plan del capataz de descarga poseía la virtud de la sencillez. Desde el exterior llegaban los ruidos de la guerra incesante contra el hielo, martillazos que parecían más propios de una fundición que de un barco. Los norteamericanos seguían sin enterarse de que tenían intrusos a bordo.
—¿Por qué has venido? —preguntó Karp.
—Estaba buscando señales de Zina.
Arkady llevaba la pistola de señales en el bolsillo de la chaqueta. La bengala resultaría deslumbradora en un camarote pequeño. Movió la mano hacia la pistola, pero Karp la apartó con el hacha.
—¿Otra investigación?
—No, es sólo cosa mía. Nadie más lo sabe. Aparte de a mí, a nadie más le importa siquiera.
Tenía dormida la muñeca que acababa de recibir el golpe con el hacha y pensó que su situación era igual que verse acorralado por un lobo.
—Siempre que muere alguien sueles acusarme a mí —dijo Karp.
—Te llevaste una sorpresa al encontrarla en la red. Hubieras podido tratar de esconderla entre el pescado para arrojarla luego al mar. En vez de ello, cortaste la red y el cuerpo cayó al suelo. No lo sabías. Anoche en la rampa seguías sin saberlo.
Moviéndose despreocupadamente, el hacha volvió a apartar la mano de Arkady del bolsillo. No era justo morir sintiéndose tan impotente, pero el pánico le estaba obturando el cerebro.
—No me vengas con evasivas —dijo Karp. Arkady tenía demasiado miedo para andarse con evasivas.
—¿No quieres saber quién la mató?
Ahora sí eran evasivas.
—¿Por qué debería saberlo?
—Tú la trajiste —dijo Arkady—. Seguramente yo era más inteligente cuando estaba en Moscú. Durante mucho tiempo ni siquiera fui capaz de comprender cómo se las arregló Zina para que la destinasen al Estrella Polar. Fue por medio de Slava, desde luego. Pero ¿quién hizo que Zina se fijara en él cuando Slava estaba navegando en la bahía? ¿Quién se había embarcado con Slava antes de entonces?
—Toda una tripulación.
—Pero sólo tres personas embarcaron en el Estrella Polar: Marchuk, Pavel y tú. Tú le viste desde el muelle.
—El hijo de papá en su barquito de juguete. Su padre era la única manera de embarcar en un buque de verdad.
—Con Slava, Zina se hizo la inocente. Por eso nunca le llevó a tu piso.
Karp se quitó las gafas de sol.
—¿Sabías que el hombre era yo?
—Alguien con dinero, fusiles, el valor necesario para traficar con drogas —Arkady hablaba rápidamente; era maravilloso ver lo que la adrenalina podía hacer por la capacidad de atar cabos—. El único hombre del Estrella Polar que responde a esa descripción eres tú. Dado que Zina ganaba dinero en el Cuerno de Oro, vendría solamente para obtener algo que era mejor que los rublos. Os mantuvisteis apartados a bordo, pero no tanto como tú dijiste. Me dijiste que sólo la veías en el comedor, pero cada vez que el Eagle traía una red la veías en la cubierta de popa. Antes de que conociera a alguien de un arrastrero, Zina esperaba la llegada del Eagle junto a la barandilla. Era tuya.
—En efecto —dijo Karp con orgullo—. No eres tan tonto.
Arkady se imaginó a los norteamericanos que estaban arriba, rodeados por la electricidad estática de la radio, el martilleo sobre el hielo. Él y Karp hablaban en voz baja, igual que conspiradores; nadie sabía que se encontraban a bordo.
—El temor de Volovoi —dijo Arkady—. El tema de su vida era el contrabando. Tenía que inspeccionar todos los paquetes, incluso uno arrojado de un barco soviético a otro. El lema es… ¿cuál?
—Vigilancia —Karp sonrió a su pesar. Alzó el hacha y se la echó sobre el hombro—. No apartes las manos de donde yo pueda verlas.
—Lo único que no podía impedir era que la red entrara y saliese. ¿Cómo sabías que ibas a recibir un paquete?
—Muy sencillo —contestó Karp—. Ridley hacía señales con la mano si iban a entregar algo aparte de pescado, y las señales las hacía Coletti si no iban a entregar nada. Yo miraba en qué parte de la barandilla se encontraba Zina, si estaba a estribor o a babor. Luego les decía a los hombres que trabajaban en la rampa que la red parecía pesar mucho o lo contrario.
—En caso de que pareciera pesar mucho, ¿encontraban un paquete impermeabilizado en la red?
—Tú servirías para esto. Pavel cortaba la cuerda que lo sujetaba y lo escondía debajo de su chaleco salvavidas. Luego hacíamos señales a Ridley si a cambio les enviábamos otro paquete. Oye, Renko, ¿a qué viene tanto preguntar? No vas a salir vivo de aquí.
—Cuando ni eso te preocupa, puedes aprender mucho.
—Sí.
Karp comprendió que la idea tenía su mérito.
—Además, me interesa Zina —añadió Arkady.
—Zina siempre interesaba a los hombres. Era como una reina.
La mirada de Karp se desvió hacia arriba, donde se oía el coro de martillazos, y luego volvió a posarse en Arkady, que nunca había sentido sobre sí unos ojos tan atentos.
—¿Hubieses podido darme alcance en el hielo? —preguntó Arkady.
—De haber querido, sí.
—Hubieses podido matarme hace un minuto, hace diez minutos.
—En cualquier momento.
—Entonces es que tú también quieres saber qué le pasó a Zina.
—Sólo quiero saber qué quisiste decir anoche en la rampa al afirmar que arrojaron a Zina al agua.
—¿Por pura curiosidad?
Karp presentaba la quietud metálica de una estatua.
Tras una larga pausa, dijo:
—Sigue, camarada investigador. Zina estaba en el baile…
—Zina fue y flirteó con Mike, pero no se despidió de él cuando le trasladaron de nuevo al Eagle, porque ella había ido a la cubierta de popa cuarenta y cinco minutos antes. Allí fue vista por Marchuk, Lidia y Susan. Treinta minutos antes de que Mike pasara al Eagle, Zina no volvió a ser vista en el Estrella Polar. Cuando Mike transbordó al Eagle, Zina ya había muerto —Arkady sacó lentamente un papel de su chaqueta y lo desdobló para mostrárselo a Karp. Era una copia del reconocimiento físico—. Murió de un golpe en la parte posterior de la cabeza. La acuchillaron para que no flotase. Luego la escondieron en alguna parte de este barco, doblada y apretujada en algún espacio reducido que le dejó unas señales regulares en el costado. Eso es lo que he venido a buscar…, ese espacio. Un armario, una trastera, una bodega, un depósito.
—Un trozo de papel —Karp le devolvió la hoja.
—Ese espacio está aquí o no está. Tengo que mirar en el otro camarote —dijo Arkady, aunque no se atrevió a moverse.
Karp acarició pensativamente el mango del hacha. La hoja de un solo filo giró reflexivamente, como una moneda. Karp abrió la puerta.
—Buscaremos juntos.
Al cruzar la cocina, Arkady oyó cómo los martillos pegaban con fuerza, como si los norteamericanos pretendieran abrirse paso a golpes para volver a casa. Sabía que el hacha estaba presta para descargar sobre él por detrás, y notó que el sudor le resbalaba por el espinazo.
Karp le hizo entrar en el camarote de estribor. La litera estaba cubierta con una manta. En un estante con barandilla había libros de filosofía, electrónica y mecánica diésel. Del mamparo colgaba una funda de pistola y el retrato de un hombre que sacaba la lengua. El hombre del retrato era Einstein.
—Ridley —dijo Arkady, contestándose a sí mismo.
—Zina desapareció del Estrella Polar…. Luego, ¿qué? —preguntó Karp.
—Recuerda que tú le señalaste a Slava cuando Slava estaba navegando en su barca de vela —Arkady habló más de prisa.
—El cajón de la litera de Ridley contenía ropa limpia y pulcramente doblada; pulseras de cuero y pendientes de plata; fotos de Ridley esquiando con dos mujeres, brindando con una tercera; libros de plegarias hindúes; naipes; un juego de ajedrez electrónico; un alfiler de solapa en forma de Minnie Mouse. Arkady puso los naipes boca arriba, los barajó y luego los extendió sobre la cama.
—Yo la quería en el buque y Bukovsky tenía influencia. ¿Y qué?
—A Zina le gustaba visitar a los hombres en sus barcos, y a una nadadora tan fuerte como ella debió de parecerle fácil dar unas cuantas brazadas hasta el Eagle cuando estaba amarrado al Estrella Polar. Sencillamente se metió en el agua desde la rampa de popa del buque, con el gorro de baño de la camarada Malzeva en la cabeza, los zapatos y una muda en una bolsa de plástico negro atada a una muñeca. Probablemente era invisible desde la barandilla.
—¿Por qué había de hacer una cosa así?
—Era su método. Pasaba de hombre en hombre y de barco en barco.
—No, eso no responde a mi pregunta —objetó Karp—. No se hubiese arriesgado sólo para una visita. Así pues, ¿por qué lo hizo, camarada investigador?
—La misma pregunta me planteé yo.
—¿Y…?
—No lo sé.
Karp usó el hacha como una mano larga para empujar a Arkady contra la pared.
—Mira, Renko, te equivocas al decir que Zina iba a dejarme.
—Se acostaba con otros hombres.
—Para utilizarlos; eso no significaba nada. Pero los norteamericanos eran socios, y eso es diferente.
—Zina estuvo aquí.
—Ahora que miro a mi alrededor, no veo ningún espacio como el que tú dices que usaron para esconderla. Ni señal de Zina —Karp miró el cajón abierto—. Si esperabas encontrar una pistola, olvídalo. En este barco todo quisque lleva la pistola encima en todo momento.
—Tenemos que seguir buscando —dijo Arkady.
Recordó la lucha que había sostenido con Karp en el búnker; el último lugar donde quería esquivar un hacha era el reducido espacio de uno de los camarotes de un arrastrero.
Karp se fijó en los naipes extendidos sobre la litera y, sin bajar el hacha, los examinó de un lado a otro.
—No te muevas —advirtió. Dejó el hacha para tomar los naipes y examinados detenidamente. Cuando hubo terminado, volvió a juntarlos y los guardó en el cajón. Sus ojillos retrocedieron en su rostro blanco y afligido. Durante un momento, Arkady creyó que Karp iba a caer al suelo. En cambio, tomó de nuevo el hacha y dijo—: Empezaremos por la sala de máquinas.
Al abrir la puerta que daba a la cocina, sobre sus cabezas comenzó otro ataque furioso contra el hielo. El capataz se limitó a mirar hacia arriba, como si el ruido fuera de un chubasco.
Los dos motores diésel del Eagle palpitaban sobre sus bases de acero, un motor principal de seis cilindros y otro auxiliar de cuatro. La sala era el dominio de Ridley, el cálido interior del barco debajo de la cubierta, un lugar donde había que caminar con cuidado para sortear árboles y poleas, generadores y bombas hidráulicas, válvulas y tuberías. Las tuberías bajas, los recubrimientos de las cintas y todas las demás posibilidades de peligro estaban pintadas de rojo. El pasillo entre los motores era de planchas cuadriculadas.
Mientras Karp echaba un vistazo, Arkady se metió en el espacio delantero, un taller de reparaciones en el que había herramientas, correas, una mesa con un filete de rosca y un torno, un estante con sierras y taladradoras. Había también una puerta que parecía corresponder a una unidad de refrigeración, aunque, teniendo en cuenta que el Eagle entregaba sus capturas al Estrella Polar, ¿para qué necesitaría la refrigeración? Al abrir la puerta, no pudo por menos de reír. Apilados hasta la cintura había ladrillos resinosos de un kilo, de color entre caoba y marrón, de cáñamo manchuriano, anasha. Bueno; era la forma de trabajar de las compañías importantes. Como el rublo no era una moneda fuerte, los negocios internacionales se hacían siempre a base de trueques. Gas soviético, petróleo soviético; ¿por qué no anasha soviética?
En el angosto espacio de proa de la unidad de refrigeración había una mesa y una silla, auriculares y un osciloscopio, un amplificador y un corrector, una unidad principal, una consola dual y una hilera de disquetes. Se parecía mucho al puesto de Hess, con la salvedad de que los aparatos eran más relucientes y más compactos y llevaban nombres como EDO y Raytheon. Desde luego, debajo de la mesa había una semiesfera de fibra de vidrio. Arkady tomó un disquete de la hilera; la etiqueta decía: «Menú de Bering. SSBN-Los Ángeles. Navíos de los EE. UU. Sawtooth, Patrick Henry, Manwaring, Ojai, Roger Owen». Arkady echó una ojeada a los otros disquetes; las etiquetas decían «SSBN —Ohio», «SSGN», «SSN»[6], Sobre la mesa había una tablilla con un papel dividido en columnas cuyos encabezamientos decían: «Fecha», «Barco», «Posición», «Hora de transmisión», «Duración». La última transmisión había sido del Roger Owen el día anterior. Arkady abrió el cajón de la mesa. Dentro había diversos manuales y esquemas. Los hojeó. «Simulador acústico…» «Cable de remolque recubierto de polietileno con sección acústica y módulo de aislamiento de vibraciones…» «El tambor del cabrestante cruza axialmente…» Había un libro con unas letras rojas que decían: «Prohibido sacar este libro de esta oficina». El subtítulo rezaba: «Reserva. Retirados de servicio. Desmantelados— 1/1/83». Bajo el encabezamiento correspondiente a los submarinos vio que el Roger Owen había sido desguazado un año antes, y que el Manwaring y el Ojai habían sido retirados de servicio.
Los contornos de una broma maravillosa empezaban a adquirir forma. Los aparatos electrónicos se parecían a los de Hess, con una única diferencia: en el extremo del cable de Morgan no había un hidrófono para escuchar, sino un transmisor acústico impermeabilizado que rastreaba sonidos como un señuelo. Los disquetes eran registros, y todos los submarinos que aparecían en ellos habían sido retirados de servicio o desmantelados. Morgan y Hess daban vueltas por el mar de Bering, un espía enviando señales falsas para que otro espía las recogiera triunfalmente. Sin duda Hess creía que los submarinos norteamericanos pululaban como bancos de peces. Arkady dejó el libro en su sitio, pero se guardó los disquetes en el bolsillo. Desde la sala de máquinas, Karp no le prestaba la menor atención, como si a esas alturas nada de cuanto hiciera Arkady tuviese importancia.
Volvieron juntos al secadero, donde había humedad y botas e impermeables colgados. Luego salieron nuevamente al exterior. Al amparo de la cubierta de abrigo había rollos de red cubiertos de hielo, sacos de boyas, una mesa de soldador con un torno, pañales y bidones llenos de palas y arpeos. Los martillazos habían cesado, pero ya era imposible parar a Karp. El Eagle tenía bodegas para pescado que no había utilizado jamás desde que empezara a transbordar redes a los buques factoría. Karp usó el hacha para quitar el hielo que cubría las bodegas. El hielo saltaba en fragmentos que parecían prismas. Tuvo que valerse de un arpeo para levantar la escotilla. Después de tanto esfuerzo, resultó que la bodega estaba vacía.
Arkady se concentró apresuradamente en los pañales situados debajo de la cubierta de abrigo. Del primero sacó cabos sueltos y bloques de madera; del segundo, perneras de caucho, guantes, impermeables rotos, tela embreada. Seguramente el pañol había contenido cable de acero, pues en el fondo quedaba una mezcla de residuos de lubricante y herrumbre. Un ataúd. Se veían claramente las señales que dejaran las rodillas y los antebrazos de Zina. En un lado había una hilera de seis tuercas, separadas por unos cinco centímetros, que le habían producido las magulladuras en el costado.
—Ven y mira esto —susurró Arkady.
Karp se inclinó hacia el interior del pañol y sacó un mechón de pelo, rubio con las raíces oscuras. Al alargar la mano para tomarlo, Arkady notó que algo le rozaba el cuello.
—¿Qué estáis haciendo aquí? —Ridley apretó la fría boca de la pistola con más fuerza contra la cabeza de Arkady en el mismo momento en que Coletti cruzaba la puerta con una escopeta de dos cañones.
—¿Qué es esto? ¿Una visita no oficial? Morgan se encontraba en la mitad de la escalera que descendía desde la caseta del timón. Ridley y Coletti estaban hinchados a causa de las cazadoras que llevaban debajo de los impermeables. Tenían la mano izquierda voluminosa debido a los gruesos guantes, a la vez que llevaban la derecha desnuda para que cupiera en el guardamonte. La boca aparecía irritada y cubierta de escarcha por el aliento, rostros apropiados para un barco envuelto en blanco. Morgan, en cambio, con su chaleco acolchado y su gorra, daba la impresión de que acababa de salir de un clima diferente. Exceptuando los ojos, en los que había facetas tan cristalinas como el hielo.
Colgada de un hombro llevaba un arma automática, un arma militar, cuyo cargador era más largo que el cañón.
—¿Estáis buscando vodka? —preguntó Morgan—. Aquí no lo encontraréis.
—Nos mandan del Estrella Polar —dijo Arkady—. Probablemente al capitán Marchuk le agradaría que le llamaseis para decirle que hemos conseguido llegar.
Morgan señaló el mástil. A pesar de los esfuerzos de Ridley, la barra del radar seguía inmovilizada, y las antenas estaban cubiertas de hielo.
—Nuestras radios no funcionan. Además, no tenéis aspecto de ser un grupo de salvamento oficial.
—Resulta que estamos aquí, rompiéndonos el culo para deshelar esta bañera, oímos golpes en cubierta y os encontramos a vosotros fisgoneando como un par de metomentodos. ¿Sabes qué significa «metomentodo»? —Ridley movió el cañón en el cogote de Arkady.
—Me parece que sí.
—Tengo la impresión —dijo Morgan— de que en el Estrella Polar nadie sabe que habéis venido. Y si lo saben, no hay forma de que les conste que tú y el capataz de descarga habéis conseguido llegar. ¿Qué estabais buscando?
—A Zina —dijo Arkady.
—¿Otra vez? —preguntó el capitán.
—Esta vez la hemos encontrado, o hemos encontrado el único rastro que queda aquí de ella.
—¿Cuál?
—Unos cabellos. He tomado una muestra de la porquería que hay en el fondo del pañol, y creo que puedo demostrar que concuerda con las señales que hay en sus pantalones. Preferiría llevarme todo el pañol, por supuesto.
—Por supuesto —dijo Morgan—. Bueno, habremos limpiado el cajón antes de que lleguéis al Estrella Polar. En cuanto a los cabellos, podrías haberlos encontrado en cualquier parte.
Lo que podía ver Arkady del arma de Ridley era el tambor de un revólver de gran calibre, un revólver de cowboy. La forma de apuntar a la base del cráneo era igual que la utilizada en los casos de Mike y de Zina, pero quien los había matado era un artista del cuchillo. Karp no le ayudaba ni pizca, pues permanecía inmovilizado, persiguiendo con ojos desesperados una conversación que no entendía, el arpeo colgando de su mano fláccida.
—Piensa en la situación —dijo Ridley a Morgan—. Nosotros tenemos mucho que perder y tú también.
—¿Te refieres a la anasha? —preguntó Arkady.
Ridley hizo una pausa, luego miró a Coletti y comentó:
—Han estado abajo.
—De aquí no paso —anunció Morgan a Ridley—. No voy a permitir que mates a alguien en mi presencia.
—Capitán, mi capitán, estamos atrapados en este hielo de los cojones. Renko vuelve y da parte de lo que ha visto, y antes de que nos demos cuenta se presentan cincuenta soviéticos más a fisgonear. Éste es un caso de seguridad nacional, ¿de acuerdo?
—Tú lo único que quieres es proteger tus drogas —replicó Morgan.
—También yo podría hacer alusiones personales —contestó Ridley—. En Dutch Harbor, Renko estuvo tirándose a tu mujer. Te la quitó así, por las buenas. Probablemente desde entonces se la ha estado tirando en el buque grande.
Morgan miró a Arkady. El momento de negar la acusación llegó y pasó.
—¿Qué te parece? —desafió Ridley—. ¡Chúpate ésa! ¿Piensas dejarle volver ahora, capi?
—Ésa es la diferencia entre tú y yo —dijo Morgan—. Yo soy un profesional, mientras que tú eres un gilipollas codicioso.
—También tenemos derecho a nuestra tajada.
Arkady preguntó:
—¿Por qué no descargasteis la anasha en Dutch Harbor?
—Mike estaba loco por Zina —explicó Ridley—. Estaba dispuesto a empezar a hablar. Luego, cuando Mike ya había muerto, con todos aquellos aleutas vigilándonos, lo único que queríamos era salir del puerto cuanto antes. Descargaremos en el continente más adelante —Ridley se volvió hacia Morgan—. ¿Conforme, capitán? Todos tenemos intereses diferentes, algunos racionales y otros puramente patrióticos. Lo que falta saber —dijo Ridley en ruso a Karp— es en qué bando estás tú. ¿Estás con Renko o estás con nosotros?
—Hablas ruso —observó Arkady.
—Mejor que el esperanto —repuso Ridley.
—He seguido a Renko para librarme de él —aclaró Karp.
—Adelante, pues —le invitó Ridley.
—Dejad que Renko se vaya solo —ordenó Morgan. Ridley suspiró y comentó a Coletti:
—¿Quién necesita esas pijotadas del capitán Bligh[7]?
Arkady quedó sorprendido de la rápida reacción de Morgan. Coletti se volvió, apuntó e hizo fuego, pero sólo dio en la ventana, junto a la escalera por la que Morgan acababa de saltar. Pero mientras Morgan seguía aún en el aire, Coletti disparó el segundo cañón. El chaleco hizo explosión y el capitán cayó sobre cubierta, ensangrentado y bajo una lluvia de plumas.
—Igual que un pato de mierda —Coletti abrió la escopeta y cargó de nuevo uno de los dos cañones.
Morgan se retorció contra el cabrestante, tratando de levantarse y alcanzar su propia arma, que se encontraba debajo de él. Tenía un hombro y una oreja destrozados, y señales rojas en la mandíbula.
—Tu turno —dijo Ridley a Karp—. ¿Querías a Renko? Pues aquí lo tienes.
—¿Quién mató a Zina? —preguntó Karp.
Coletti se encontraba junto a Morgan, la escopeta apuntando la cabeza del capitán, pero se detuvo al oír la voz de Karp.
—Renko nos dijo que se había ahogado —respondió Ridley.
—Sabemos que Zina estuvo aquí —recordó Arkady—. En el baile te fingiste borracho. Volviste temprano al Eagle y te quedaste esperando a que ella viniera nadando.
—No —negó Ridley—. Me encontraba mal. Ya te lo he dicho antes.
—Zina te siguió —continuó Arkady—. Encontramos rastros, cabellos suyos. No cabe ninguna duda de que estuvo aquí.
—De acuerdo, volví al barco y, de pronto, ella apareció a bordo —aunque Ridley estaba detrás de él, Arkady pudo notar que la escopeta se movía—. Mira, Karp, toda la empresa dependía de que cada cual actuara con normalidad y estuviera en su sitio: los norteamericanos aquí, los soviéticos allí; una empresa conjunta.
—Zina era muy atractiva —dijo Arkady.
—¿Quién la mató? —insistió Karp.
La escopeta de Coletti empezó a apartarse de Morgan.
—Nadie —replicó Ridley—. Zina me expuso un plan descabellado. Llevaba una bolsa y quería que le diese uno de esos trajes especiales para soportar las inclemencias del tiempo. Lo quería para ponérselo cuando volviera a saltar por la borda. Demencial. Quería saltar cuando estuviéramos lejos; luego la recogeríamos a muchas millas de distancia del Estrella Polar. Dijo que mientras no echaran en falta ningún chaleco salvavidas o algo por el estilo, la darían por muerta.
—Estoy seguro de que tenéis prendas de esta clase que son excelentes —el plan de Zina había dejado admirado a Arkady. Ahora veía claramente por qué había ido al Eagle. Hubiera podido dar resultado.
—Karp, me echo la culpa a mí mismo —dijo Ridley—. Le recordé que era tu chica y que tendría que volver al Estrella Polar del mismo modo que había venido. Supongo que no lo consiguió.
—Te olvidas de un naipe —advirtió Karp.
—¿Que me olvido de un naipe? —preguntó Ridley tras una pausa.
—La reina de corazones —precisó Karp—. Los coleccionaba de sus amantes.
Coletti estaba exasperado.
—¿De qué cojones estás hablando, Karp?
—No lo sé, pero me parece que tenemos otro mal socio. Cubre a ese mono —Ridley apartó el arma de la cabeza de Arkady—. Dos tiros.
De debajo de su impermeable sacó un pico para cortar hielo. Cuando Arkady intentó volverse, Ridley le clavó el pico en el pecho.
La fuerza del golpe derribó a Arkady. Quedó sentado contra el pañol y rebuscó debajo de su chaqueta.
Ridley se volvió hacia Karp.
—Zina me sedujo. ¿Quién podía resistirse a Zina después de cuatro meses en el mar? Pero ¿chantajearme para que la ayudara a desertar? —alzó el arma—. Vosotros vivís en un mundo diferente. Una mierda de mundo diferente.
Arkady disparó una bengala. Había apuntado a la espalda de Ridley, pero la bengala rozó la gorra del mecánico, que empezó a arder como una cerilla.
De un manotazo, Ridley se quitó la gorra encendida. Al girar hacia Arkady, una araña negra voló por encima del hombro del mecánico y le dio en la cara. Era el arpeo de tres ganchos que Karp tenía antes en la mano. Uno de los ganchos se clavó en una mejilla y otro le perforó la oreja. Karp enrolló el cable al cuello de Ridley, cortándole el aire a su alarido. Coletti buscó un ángulo de fuego, pero Karp y el mecánico estaban demasiado cerca el uno del otro. Karp envolvió con el cable el cuerpo de Ridley, como si estuviese uniendo las duelas de un barril. Ridley disparó dos veces su revólver de cowboy y la tercera vez el percutor golpeó una recámara vacía. Ridley dejó caer el arma y miró hacia atrás.
—¡Dios mío! —exclamó Coletti.
Arkady se desclavó el pico. La punta estaba roja, pero el resto del astil había quedado enterrado en los dos chalecos salvavidas que llevaba puestos.
—Sólo te queda un cartucho.
Morgan señaló con la cabeza la escopeta de Coletti. El capitán finalmente había logrado sacar su propia arma y apuntaba con ella a su marinero de cubierta.
Ridley forcejeó mientras Karp le empujaba hacia la borda, rompiendo carámbanos que sonaban como un carillón. A veces un pesquero atrapaba un hipogloso, un pez tan grande como un hombre y que daba unos coletazos tremendos, por lo que había que matarlo cuanto antes atravesándole el cerebro con un pincho. Con los brazos atados fuertemente, Ridley parecía uno de aquellos peces, aunque Karp se estaba tomando su tiempo antes de rematarlo.
Arkady se levantó.
—¿Dónde están la chaqueta y la bolsa de Zina?
—Las arrojamos al mar hace mucho tiempo —dijo Coletti—. Nadie las encontrará jamás. ¿Qué probabilidades había de que subiese en una jodida red?
—Ridley mató a Zina. ¿También a Mike? —preguntó Arkady.
—Yo no fui. Yo estaba en el bar; tengo testigos —repuso Coletti—. ¿Qué más da?
—Sólo quiero estar absolutamente seguro.
Karp lanzó el extremo suelto del cable por encima de la grúa de pórtico de popa, que tenía unos cuatro metros de altura, pescó el cable al vuelo cuando caía por el otro lado y, poco a poco, empezó a izar a Ridley. El mecánico pesaba lo suyo, pero el cable se deslizaba fácilmente, sin fricción, por el hielo que cubría el travesaño. Ridley ya no daba puntapiés.
—¿Cómo estás? —preguntó Arkady a Morgan.
—No tengo nada roto. En el barco hay morfina y penicilina —Morgan escupió en el suelo—. Perdigones de acero. No son tan malos como los de plomo.
—¿De veras? —Arkady recordó que Susan había dicho que Morgan era invulnerable, y pensó que quizá no era impenetrable, pero sí bastante invulnerable—. Ni siquiera un superhombre puede gobernar un barco con un solo brazo.
—Al capitán y a mí ya se nos ocurrirá alguna solución —el rostro de Coletti reflejaba el esfuerzo que suponía hacer nuevos cálculos—. Una cosa te puedo decir: yo tengo mejores probabilidades que tú. ¿Hasta dónde crees que te permitirá llegar Karp?
Karp ató el cable alrededor de las palancas hidráulicas de la grúa de pórtico para que Ridley colgara sin rozar la cubierta con los pies. Su cabeza parecía estar desatornillándose de los hombros, moviéndose de este a oeste.
—Éste es un barco norteamericano en aguas norteamericanas —recordó Morgan—. No tienes pruebas de nada, de veras no las tienes.
Al ver que Karp se apartaba un paso de la grúa, Coletti alzó la escopeta.
—Todavía me queda un cartucho —advirtió a Arkady—. Llévate a ese psicópata de aquí.
Karp miró a Coletti como haciendo cálculos, midiendo la distancia que les separaba y las probabilidades de librarse de la perdigonada, pero su fuego ya se había extinguido.
Arkady se acercó a Karp.
—Ahora ya lo sabes.
—Renko —llamó Morgan.
—¿Morgan? —contestó Renko.
—Vuelve al Estrella Polar —le apremió Morgan—. Haré que reparen las radios y le diré a Marchuk que todo está controlado.
Arkady miró a su alrededor, contemplando respetuosamente el barco cubierto de hielo, la ventana destrozada, el gorro de Ridley humeando en el suelo, el cuerpo colgando de la grúa de pórtico.
—Muy bien —convino Arkady—. Entonces puedes decide al capitán Marchuk que van a volver dos pescadores.