29

El Estrella Polar yacía en el fondo de un pozo blanco. La niebla rodeaba el buque factoría por todos los lados y la luz del sol reflejada por la masa de hielo, y atrapada por brazos de niebla, producía una iluminación que era a la vez indistinta y abrumadora.

El buque relucía porque se había formado hielo en todas las superficies. La cubierta era una lechosa pista de patinaje. La red que rodeaba la pista de voleibol rielaba como una casa construida con cristales; las antenas en lo alto aparecían pesadas como el vidrio. El hielo formaba lentes extras, opacas, en las portillas y daba una capa lustrosa a la madera apilada en la superestructura. El buque parecía un pez que hubiera aflorado a la superficie del Ártico.

—Es el cable que no podía engancharse el que, por supuesto, está totalmente enredado en el fondo del mar —dijo Marchuk. Había llevado a Arkady a un rincón del puente, alejándole del timonel. El capitán no había dormido en toda la noche. Tenía la barba demasiado crecida, y al quitarse las gafas oscuras, los ojos aparecieron enrojecidos—. Tenemos que permanecer totalmente quietos mientras Hess se encuentra abajo, enrollando y desenrollando el cable, tratando de recuperar su espía.

—¿Y el Eagle? —preguntó Arkady, como antes hiciera Susan.

Los limpiaparabrisas hacían con eficacia su trabajo y extendían arcos de hielo por los cristales. El buque, en cambio, no iba a ninguna parte, y no había nada que ver salvo una niebla cegadora. Arkady, forzando la vista, calculó que la visibilidad era de cien metros.

—Debes estar agradecido por encontrarte en un buen buque, Renko.

—¿No ha habido ninguna llamada?

—La radio no les funciona.

—¿Tres clases diferentes de radio y otros aparatos, y ninguna de ellas funciona?

—Quizá se les haya caído el mástil. Sabemos que llevaban mucho hielo encima y que el barco daba muchos bandazos. Es posible.

—Manda a alguien allí.

Marchuk buscó un paquete de tabaco en los bolsillos, luego se apoyó en el parabrisas y tosió, lo cual casi era lo mismo que fumarse un pitillo. Después carraspeó.

—¿Sabes qué voy a hacer cuando volvamos? Una cura de descanso. Sin beber, sin fumar. Me iré a un lugar que hay cerca de Sochi, donde te dejan limpio, te duchan con vapor de azufre y te untan con barro caliente. Quiero pasarme por lo menos seis meses metido en ese barro, hasta que huela igual que un huevo podrido; entonces sabes que estás curado. Saldré sonrosado como un recién nacido. Después pueden pegarme cuatro tiros —miró de reojo al timonel y luego, a través de la puerta que daba al cuarto de navegación, donde el segundo oficial trabajaba seriamente con las cartas. El Estrella Polar se encontraba bloqueado por el hielo, pero el buque no había dejado de moverse porque, lenta e inexorablemente, la propia masa de hielo se movía—. Cuando llegas tan al norte, a los aparatos y demás les pasan cosas curiosas. Hay ilusiones que no aparecen sólo ante nuestros ojos. Una señal de radio sube y vuelve rebotando. El magnetismo es tan fuerte, que las señales de dirección de radio quedan absorbidas. No hace falta ir al espacio exterior para encontrar un agujero negro… lo tenemos aquí mismo.

—Manda a alguien allí —volvió a decir Arkady.

—No me está permitido mientras el cable no haya sido debidamente recogido. Si está enganchado con algo que flote, podría estar debajo mismo del hielo; tal vez hasta podría ser visible.

—¿Quién es el capitán de este buque, tú o Hess?

—Renko —Marchuk se puso colorado, hizo ademán de sacar las manos de los bolsillos y volvió a meterlas—. ¿Quién es un marinero de segunda clase que debería agradecer que no le hayan encadenado a su litera?

Arkady dio unos pasos hacia la radio. Aunque el Eagle se encontraba todavía a dos kilómetros detrás del Estrella Polar, el puntito verde en la pantalla era una mancha borrosa.

—No se están hundiendo —dijo Marchuk—. Sólo permanecen bloqueados por el hielo, y el hielo no te devuelve el eco como el metal limpio. Hess dice que no les pasa nada, que sus radios funcionan y que le han echado el ojo a su cable. Ya le oíste decir que somos nosotros los que estamos en apuros, no ellos.

—Y si desaparecen por completo de la pantalla, Hess te dirá que el Eagle se ha transformado en un submarino. Susan estará en el puente dentro de un segundo. ¿Qué le vas a decir? ¿Qué les vas a decir a los otros norteamericanos que tenemos a bordo?

—Les haré un análisis completo y franco de la situación en el comedor de oficiales —dijo secamente Marchuk—. Lo principal es tenerles alejados de popa hasta que hayamos recogido el cable.

Tanto el buque factoría como el arrastrero se encontraban bloqueados en la masa de hielo, con la proa hacia el sudeste, en la dirección de los barcos que subían desde Seattle, aunque ninguno de éstos aparecía en la pantalla por mucho alcance que Arkady diese al radar. Ajustó el aparato para tomar la posición del Eagle a trescientos grados.

Marchuk habló en un susurro:

—Si dentro de otra hora el camarada Hess todavía no ha recogido su cable, lo cortaré personalmente y saldremos del hielo. Hará falta tiempo, pues un agua tan fría como ésta es densa, y el cable se hundirá poco a poco. Luego puedo retroceder y liberar al Eagle. Te prometo que no voy a permitir que otros pescadores mueran. Yo soy como tú. Quiero que vuelvan a mar abierto.

—No —rechazó Arkady—. Prefiero que sigan donde están.

Marchuk se volvió de espaldas al ruido de los limpiaparabrisas. A sus pies se alzaba la cubierta de proa, la herrumbre y la pintura verde vestidas con su fantasmal capa de hielo. Más allá de la borda sólo había blanco: no se veía agua, ni cielo, ni un horizonte distinto.

—No puedo permitir que alguien abandone el buque —dijo Marchuk—. En primer lugar, no estoy autorizado. En segundo lugar, sería inútil. ¿Alguna vez has caminado sobre lagos helados?

—Sí.

—Esto no es lo mismo. Esto no es el lago Baikal. El hielo que se forma a partir del agua salada es sólo la mitad de resistente que el de agua dulce; se parece más a la arena movediza que al cemento. ¡Echa un vistazo! Con una niebla como ésta no puedes ver a dónde vas. Al cabo de cien pasos te perderías. Si un loco decidiese internarse en los hielos, primero debería despedirse de todo el mundo. No, no lo permito.

—¿Alguna vez has caminado sobre hielos de aquí? —preguntó Arkady.

Marchuk, la silueta, se inclinó ante el recuerdo.

—Sí.

—¿Y qué tal fue?

—Fue —el capitán abrió los brazos— hermoso.

De un armario que contenía objetos para casos de apuro, Arkady sacó un par de chalecos salvavidas y una pistola de señales. Los chalecos estaban confeccionados con algodón color naranja sobre piezas de espuma de plástico, con bolsillos para silbatos y correas que se ataban en la cintura encima del jersey. La pistola era un anticuado revólver Nagant, con el tambor y el cañón sustituidos por el tubo chato de lanzador de bengalas.

Al parecer, en la cubierta de descarga no había nadie. Al cruzarla, Arkady se dio cuenta, demasiado tarde, de que alguien le estaba observando desde la cabina de la grúa. Pavel era una sombra detrás del cristal de la cabina, excepto en el punto por donde asomaba la cara por una abertura triangular. Pero no reaccionó. Hasta que hubo entrado en la superestructura de popa no comprendió Arkady que con la capucha subida y el bulto de los chalecos debajo de la chaqueta era irreconocible, al menos desde lejos.

—¿Eres tú, Arkady?

Gury se encontraba en el pasillo junto a la cocina, pasándose un pilmeni caliente de una mano a otra. Los hombros de su chaqueta de cuero aparecían cubiertos de harina de pasta, como si tuviera mucha caspa.

Arkady se sobresaltó, pero comprendió en seguida que lo que le había sorprendido era la pura normalidad de encontrar a Gury y los vapores de col que salían del comedor. Como no estaban ocupados con la pesca, los tripulantes podían quedarse bajo cubierta, jugando al dominó o al ajedrez, viendo películas, echando siestecillas. El Estrella Polar podía verse detenido por alguna razón no explicada, pero raramente se daban explicaciones. La gente notaba que las máquinas funcionaban en vacío; mientras tanto, la vida seguía su curso.

—Tienes que ver esto. Son los raviolis de costumbre, en forma de cagarruta alargada y rellenos de carne, pero… —Gury mordió el pilmeni, se tragó la mitad y mostró a Arkady la otra mitad.

—¿Y bien? —preguntó Arkady.

Gury hizo una mueca y acercó el pilmeni todavía más a los ojos de Arkady, como si estuviera ostentando un anillo de diamantes.

—No hay carne. No me refiero al «no hay carne» habitual, cuando el relleno consiste en cartílago o hueso. Lo que quiero decir es que este relleno está a años luz de pertenecer a algún mamífero. Esto es harina de pescado y salsa, Arkady.

—Necesito tu reloj.

Gury quedó perplejo.

—¿Quieres saber qué hora es?

—No —Arkady desabrochó la correa del reloj nuevo que Gury llevaba en la muñeca—. Sólo quiero que me prestes tu reloj.

—¿Prestártelo? Mira, de todas las palabras de la lengua rusa, incluyendo «joder», «prestar» es probablemente la más baja. «Arrendar», «alquilar», «compartir»… son palabras que tenemos que aprender.

—Pues voy a robarte el reloj.

El compás que había en la correa indicaba incluso los grados.

—Eres un hombre honrado.

—¿Vas a denunciar a Olimpiada por adulterar lo que comemos?

Gury tardó un minuto en captar de nuevo la onda.

—No, no. Estaba pensando que cuando volvamos a Vladivostok montaré un negocio, un restaurante. Olimpiada es un genio. Con una socia como ella podría amasar una fortuna.

—Buena suerte —Arkady se ató el reloj a la muñeca.

—Gracias —Gury hizo una mueca—. ¿Por qué me deseas buena suerte? —su expresión preocupada aumentó al ver que Arkady echaba a andar hacia la cubierta de descarga—. ¿Adónde vas vestido así? ¿Me devolverás el reloj?

Arkady anduvo por el pasillo que conducía a la cubierta de popa, adoptando deliberadamente la forma de andar de un hombre más grueso que él. No volvió la vista hacia la cubierta de botes por si uno de los hombres de Karp le estaba vigilando. La enseña roja de popa aparecía rígida a causa del hielo. Pocas pisadas habían hollado la reluciente pátina de la cubierta. En el pozo que daba a la rampa de popa se encontraba una pareja de sufridos tripulantes que lucían los brazales rojos de los voluntarios del orden público: Skiba y Slezko con gafas de sol y gorros de piel de conejo. Reconocieron a Arkady cuando le tuvieron cerca. Hicieron ademán de cortarle el paso, pero él les ordenó que se apartaran haciendo un gesto con la mano. Era un gesto que había visto con frecuencia en Moscú, un gesto brusco que se hacía más con la mano que con el brazo, pero suficiente para provocar la respuesta inculcada, un gesto que servía para ordenar a los transeúntes que dejaran paso a alguna caravana de automóviles, para ordenar a los perros que corrieran alrededor de un perímetro, para despedir a los ordenanzas o dispersar a los presos.

—El capitán dio orden de… —dijo Slezko.

—Nadie está autorizado a… —dijo Skiba. Arkady tomó las gafas de sol de Skiba.

—Espera —dijo Slezko. Ofreció a Arkady sus cigarrillos Marlboro.

—Camaradas —Arkady les saludó militarmente—, consideradme un mal comunista.

Bajó por el pozo. En el descansillo, la plataforma desde donde los capataces solían supervisar la operación de izar las redes, la cuerda estaba pegada a la barandilla por el hielo, y Arkady tuvo que liberarla a puntapiés. Saltó la barandilla y se enrolló la cuerda a la manga. Bajar por la cuerda no fue muy diferente de deslizarse por un carámbano. Aterrizó sobre los talones, que resbalaron en el acto; soltando la cuerda, se deslizó por el resto de la rampa hasta llegar al hielo.

Muy por encima de su cabeza, Skiba y Slezko se apoyaban en la barandilla de popa como un par de armiños asomándose a un precipicio. Arkady se levantó y utilizó la brújula del reloj de Gury para orientarse. El hielo era sólido como la piedra. Arkady echó a andar.

Debería haberse puesto dos juegos de ropa interior, calcetines y botas de fieltro. Por lo menos llevaba unos buenos guantes, un gorro de lana dentro de la capucha y los dos chalecos salvavidas, que proporcionaban un grado sorprendente de aislamiento. Cuanto más caminaba, más calor sentía.

Y menos le importaba. Más que amortiguar la brillantez de la niebla, las gafas la definían de tal modo que Arkady podía ver los velos de vapor blanco que daban vueltas a su alrededor. Una vez había experimentado una sensación parecida al mirar por la ventanilla de un avión que volaba entre las nubes. El hielo era sólido, blanco como lo es el hielo marino cuando el agua de mar se solidifica a causa del frío. Brillante como un espejo, aunque Arkady no podía ver su imagen, sólo una neblina gaseosa congelada dentro de la superficie. Al mirar atrás, vio que el buque se desvanecía en la niebla y pensó que quedaba fuera de lugar. El Estrella Polar ya no era un buque en el agua, sino más bien una cuña gris caída del cielo.

Dos kilómetros a buen paso. Veinte minutos, tal vez media hora. ¿Cuántas personas llegaban a caminar sobre el mar?

Arkady se preguntó si Zina había levantado la mirada desde las olas hacia el flanco gris del buque que se alzaba sobre ella. A él le resultaba mucho más fácil; el agua era lisa, helada, como una cera de alabastro. Al mirar nuevamente atrás, el Estrella Polar había desaparecido.

Seguía en una marcación de trescientos grados, aunque la aguja de la brújula oscilaba de un lado al otro. En un punto tan cercano al polo magnético, la atracción vertical era tan fuerte, que parecía que unas cuerdas dieran tirones bruscos a la puntas de la aguja, desplazándola a izquierda y derecha. No había nada más que sirviera para orientarse: ningún rasgo en el horizonte, ni siquiera horizonte, ninguna línea que indicase la separación entre el hielo y la niebla. Todas las direcciones eran iguales, incluyendo arriba y abajo. Blancura total.

Primeramente, Arkady quería examinar los armarios de los camarotes, luego los pañoles y la sala de máquinas. Habían tenido a Zina escondida en alguna parte.

Marchuk tenía razón en lo de las ilusiones. Arkady vio un anticuado disco de vinilo negro, de 78 revoluciones, girando solo y sin producir un sonido en medio del hielo. Era como si su cerebro hubiera decidido llenar el vacío blanco con el primer objeto que pudiera arrancar de su recuerdo. Comprobó la brújula. Quizá había caminado describiendo un círculo. Era algo que ocurría cuando había niebla. Algunos científicos decían que los viajeros se desviaban porque una pierna era más fuerte que la otra; otros citaban incluso el efecto de Coriolis de la rotación de la Tierra, y daban por sentado que, en lo relativo a la dirección que seguían, los hombres no ejercían más control que el viento o el agua.

El disco giraba más velozmente a medida que Arkady se aproximaba, luego se bamboleaba, descontrolado; con sus últimos pasos tembló y se disolvió en un burdo círculo de agua negra como el alquitrán cuyos bordes aparecían teñidos de sangre roja.

A veces un oso polar caía por el respiradero de una foca en el preciso momento en que ésta subía a tomar aire. Los osos recorrían doscientos o trescientos kilómetros de mar helado para cazar. El ruido de un buque rompehielos solía ahuyentarlos, pero el Estrella Polar estaba completamente inmovilizado. Arkady no había oído el ataque, de forma que no era posible que hubiese ocurrido. Por otro lado, no se veían manchas de sangre ni huellas que partieran del agujero. El oso se había sumergido en el agua con su víctima y todavía no había vuelto a la superficie. O nadaba por debajo del agua hacia otro agujero. El hielo parecía haber estallado. A juzgar por la cantidad de sangre que circundaba el agujero, tal vez la foca también había estallado. Sólo uno o dos trozos de hielo flotaban en el agua, señal de que aún había corrientes moviéndose debajo de la masa helada.

De pronto Arkady pensó que morir devorado por un oso sería una forma inesperada de concluir una investigación. ¿La primera vez que ocurriría? En Rusia, no. ¡Qué sorpresa debía de haberse llevado la foca! Arkady conocía la sensación. Volvió a consultar la brújula y continuó su camino.

Delante de él se oyó un fuerte chasquido. Al principio creyó que tal vez era el oso surgiendo a través del hielo; luego se le ocurrió que quizá la masa se estaba escindiendo. En mar abierto, sometida a la acción de mareas y corrientes, el hielo se movía, se rompía y volvía a alinearse. Arkady no tenía ninguna sensación especial de correr peligro. El agua transportaba los sonidos más aprisa y más lejos que el aire seco. La niebla no amortiguaba los sonidos, sino que los ampliaba. Si había una fisura, probablemente estaba muy lejos de allí.

Pensó que ojalá la aguja de la brújula dejase de dar saltos. ¿Cuántos minutos llevaba andando? Veinte, según el reloj. ¿Qué tal era el control de calidad en Japón? No se veía ni rastro del Eagle, pero, al mirar hacia atrás, pudo ver, en el límite de la visibilidad, que algo le seguía: una figura tan vaporosa, que semejaba una aparición.

Una franja gris de hielo empezó a hundirse bajo sus pies. Se desvió lateralmente en busca de hielo más blanco y volvió a comprobar la marcación de la brújula. El hielo tendía a romperse sobre un eje sudoeste-nordeste, la dirección que no le convenía para llegar a su destino. El fenómeno le ayudó a permanecer alerta. El objeto que tenía detrás avanzaba sin interrupción, a pasos largos, como un oso, pero se trataba de algo erecto y negro.

Arkady ya era consciente de que se había extraviado. O bien se había desviado en una dirección que formaba ángulo con su camino, o se había quedado corto al calcular la distancia que le separaba del Eagle. La niebla, al moverse, se desplazaba de izquierda a derecha. Por primera vez reparó en el movimiento lateral de lo que al principio había tomado por un banco estacionario, lo que quizá le había hecho extraviarse también desde el principio. Las nubes se movían asimismo hacia delante, envolviéndole. Detrás de él, ahora a menos de cien metros, a su perseguidor le habían salido piernas, brazos, cabeza y barba. Marchuk. Seguramente Skiba y Slezko no habían perdido un momento en ir de la popa al puesto del capitán, y era muy característico de un siberiano como Marchuk seguirle personalmente. Al cabo de unos pasos, Arkady se encontró envuelto por la niebla y Marchuk desapareció.

El capitán no le había llamado. Ahora lo que quería Arkady era llegar al Eagle antes de que Marchuk le diese alcance y le ordenase volver al Estrella Polar. Podrían subir al arrastrero juntos, y Arkady tuvo que reconocer que correría menos peligro con Marchuk a su lado. Ridley y Coletti trabajaban con Karp. Probablemente Morgan no colaboraba con Karp, aunque un capitán no podía ser del todo inocente de lo que ocurriese en su propio barco.

Aunque caminaba a ciegas en medio de la niebla, Arkady veía mentalmente sus propias huellas cruzando el hielo en de acción al Eagle, más rectas que una flecha. A menos, por supuesto, que ya hubiera pasado cerca del arrastrero y estuviese caminando hacia el círculo ártico.

Volvió a oírse el chasquido, esta vez más claramente. No era el ruido que hacía el hielo al partirse, sino el de un martillo golpeando el hielo, cada golpe seguido de un eco parecido al ruido de cristales rotos. Arkady se dio cuenta de que estaba moviendo la cabeza como si pudiese localizar la procedencia del ruido. Los sonidos podían resultar engañosos bajo la niebla, al dar la impresión de estar demasiado cerca, y Arkady resistió la tentación de echar a correr, porque hubiera sido fácil desviarse en dirección contraria a la debida. La niebla ya pasaba por encima de él como olas tratando de llevárselo. Pensó que había de ser muy valiente para nadar siquiera unos metros en aguas casi tan frías como aquéllas. Había visto a hombres caer de un arrastrero y morir casi al instante, antes de que pudieran sacarles del agua.

De pronto, el ruido de martillazos se hizo más fuerte. El Eagle apareció a no más de diez metros de él, alzado y ladeado por el hielo. La niebla que flotaba sobre el barco creaba la ilusión de que éste navegaba rápidamente en aguas embravecidas.

Al abrir camino, el Estrella Polar había quedado bloqueado por nieve limpia convertida en hielo. El Eagle, que navegaba detrás del buque factoría, se encontraba atrapado por hielo gris que antes era espuma salada y que ahora formaba una especie de estalactitas. El hielo parecía caer como una cascada por las escaleras de la caseta del timón y manar de los imbornales. De la borda colgaban carámbanos que arraigaban en la masa de hielo. Coletti se encontraba en el exterior de la caseta del timón con su soplete en la mano, abriendo agujeros en el hielo que rodeaba las ventanas. La llama del soplete iluminaba su rostro cetrino. La luz en el interior del puente era tenue como la de una bujía, pero Arkady pudo distinguir una figura sentada en la silla del capitán. Ridley hacía saltar a martillazos el hielo que cubría los peldaños del mástil de la radio. En lo alto del mástil, las antenas dipolo habían desaparecido y las antenas de látigo se encontraban dobladas en un ángulo de noventa grados. El hielo colgaba de ellas como jirones de velas y lo mejor que Morgan podría oír de ellas era la electricidad estática. La niebla se movió y de nuevo ocultó al Eagle. No le habían visto. Arkady empezó a andar en círculo hacia la popa.

¿Qué delantera le llevaría a Marchuk? ¿Diez pasos? ¿Veinte? El sonido también atraería al capitán. Arkady estuvo a punto de subirse a la rampa de popa antes de verla. Una red aparecía enrollada en la grúa de pórtico arriba, las tiras de plástico negro y anaranjado transformadas en un apagado sudario de hielo. La niebla se veía empujada con tanta fuerza sobre el barco, que dejaba una estela fantasmal, un túnel oscuro en cuyo extremo Marchuk ya era visible. Daba lo mismo, porque ahora el capitán no le ordenaría volver. Todo iba saliendo bien.

Cuando la figura que le seguía se distinguió más claramente de la niebla, Arkady vio que en realidad la barba era un jersey que tapaba la boca del hombre. Karp tiró del jersey hacia abajo al acercarse. Mejor preparado que Arkady, llevaba gafas oscuras y botas de fieltro siberianas. En una mano sostenía un hacha.

Arkady pensó durante un momento en sus opciones. Podía salir corriendo en línea recta hacia el Polo Norte. O desviarse hacia la izquierda y tomar el largo camino de las islas Hawai.

La rampa del Eagle era baja pero resbaladiza, y Arkady subió por ella arrastrándose sobre el estómago. En cubierta había pescados y cangrejos cubiertos de hielo. Los carámbanos rodeaban la cubierta de abrigo. En lo alto del mástil de la radio, envuelto en niebla, Ridley había alcanzado la barra del radar, que formaba como una capucha de hielo sólido. El pelo largo y la barba del pescador aparecían cubiertos por la escarcha que se formaba al respirar. Con el cuidado propio de un joyero, Ridley empezó a golpear la barra para que el hielo se desprendiera. Arkady calculó que la distancia entre la rampa y la caseta del timón era de quince metros, pero los más expuestos eran los primeros cinco, hasta la cubierta de abrigo que había a lo largo del costado.

Karp iba acercándose. Empuñando el hacha como un ala de repuesto, parecía cruzar el hielo igual que un planeador.