Arkady echó a andar por el pasillo de la caseta del puente sin saber a dónde se encaminaba. No podía ir sencillamente a su camarote y esperar. En el baile correría peligro. Era el tipo de situación carcelaria qué mejor se le daba a un urka como Karp. Las luces se apagarían, y cuando volvieran a encenderse Arkady habría desparecido rampa abajo metido en un saco lastrado. O le encontrarían en un compartimiento vacío, con una lata de pintura al lado, víctima obvia de esnifar vapores. El suceso se utilizaría para dar lecciones de moral.
—Nunca terminamos la partida —dijo Susan. Arkady retrocedió un paso ante la puerta abierta del camarote de Susan. Había pasado por delante sin darse cuenta porque el camarote estaba a oscuras.
—No temas —dijo ella. Encendió las luces del techo el tiempo suficiente para que Arkady pudiese ver los alambres desconectados que colgaban de la radio y la base de la lámpara de mesa. Susan se sentó en la litera de abajo, el cabello húmedo y despeinado como si acabara de salir de la ducha. Llevaba los pies descalzos y vestía unos tejanos y una holgada camisa de la misma tela. Sus ojos castaños parecían haberse vuelto negros. Tenía en la mano un vaso lleno hasta el borde.
El camarote olía a whisky escocés. Apagó la luz usando el interruptor que había al lado de la litera. —Cierra la puerta.
—Creía que nunca cerrabas la puerta cuando te visitaba algún soviético.
—Siempre hay una primera vez. En los buques soviéticos nunca se celebran bailes improvisados, pero he oído decir que estáis dando uno ahora mismo. Allí han ido todos mis muchachos, de modo que ésta es una noche de primeras veces.
Arkady cerró la puerta y, a tientas, buscó una silla que había visto junto a la litera. Susan encendió la lámpara de la litera, una bombilla de veinte vatios que no daba mucha más luz que una bujía a punto de apagarse.
—Por ejemplo, me he dicho a mí misma que fallaría con el primer hombre que cruzara mi puerta. Entonces, Renko, entras tú y cambio de parecer. El Eagle está en apuros, ¿no es verdad?
—Sé de buena fuente que dejará de nevar.
—Perdieron el contacto por radio hace una hora.
—Todavía los tenemos en el radar. No están muy lejos de nosotros.
—¿Y…?
—Y probablemente tienen la antena de radio cubierta de hielo. Y a sabes lo que pasa en estos parajes.
Susan le puso un vaso en la mano y lo llenó de whisky hasta los bordes.
—Recuerda: el primero que derrame el whisky recibe unos cuantos golpes.
—¿Otra vez el jueguecito noruego? —Arkady frunció el ceño.
—Sí. Por algo les llaman cabezas redondas.
—¿Hay alguna versión norteamericana?
—Te pegan un tiro —respondió Susan.
—Ah, una versión corta. Tengo una idea diferente. ¿Por qué no acordar que el primero que derrame líquido diga la verdad?
—¿Ésa es la versión soviética?
—Ojalá pudiera decirte que sí.
—No —dijo Susan—, puedes tener cualquier cosa excepto la verdad.
—En tal caso —Arkady bebió unos sorbos—, haré trampa.
Susan respondió tomando un trago. Le llevaba mucha delantera, aunque no parecía bebida. La luz de la litera proporcionaba más corona que iluminación. Sus ojos aparecían ensombrecidos, pero no suavizados.
—No habrás estado escribiendo notas de suicidio, ¿eh? —preguntó Susan.
Arkady dejó su vaso en el suelo para poder sacar un cigarrillo.
—Enciende uno para mí —pidió ella.
—Eso de las notas de suicidio es todo un arte —Arkady encendió dos Belomor con una sola cerilla y puso uno en la mano de Susan. Sus dedos eran suaves, sin la aspereza y las cicatrices producidas por limpiar pescado frío.
—¿Hablas como experto?
—Como estudiante. Las notas de suicidio son una rama de la literatura que se olvida con demasiada frecuencia. Hay la nota pensativa, la amargada, la que expresa culpabilidad, pero raramente se encuentra una nota cómica porque existe siempre cierta formalidad. Normalmente el autor o la autora firma con su nombre, o concluye la nota de alguna forma: «Te quiero», «Es mejor así», «Consideradme un buen comunista».
—Pues Zina no lo hizo.
—Y generalmente la nota se deja en algún sitio donde la encuentren al mismo tiempo que el cadáver. O la encuentren al descubrir que alguien ha desaparecido.
—Zina tampoco hizo eso.
—Y siempre, porque se trata del último testamento de quien la escribe, no le importa utilizar toda una hoja de papel. No un pedacito, ni media página de una libreta…, nada de eso para la última carta de su vida. Lo cual me recuerda algo: ¿qué tal va lo que escribes? —Arkady miró la máquina y los libros de Susan.
—Me encuentro bloqueada. Pensé que un buque sería el lugar perfecto para escribir, pero… —miró fijamente el mamparo, como si estuviese contemplando algún recuerdo lejano y borroso—. Hay demasiada gente, poquísimo espacio. No, eso no es justo. Los escritores soviéticos escriben siempre en pisos comunales, ¿no es cierto? Yo tengo este camarote para mí sola. Pero es como tener, por fin, la oportunidad de escuchar tu propia concha marina y encontrarte con que no se oye nada.
—Me parece que en el Estrella Polar sería difícil oír algo en una concha marina.
—Cierto. ¿Sabes? Eres extraño, Renko, muy extraño. Recuerda aquel poema, el que…
—¿«Dime cómo te besan los hombres, / dime cómo besas tú»?
—Ése es. ¿Recuerdas la última línea? —preguntó Susan y recitó:
Oh, ya veo, su juego es que sabe íntimamente, ardientemente,
que nada hay de mí que él quiera, así que nada tengo que rechazar.
—Ése eres tú —concluyó—. De todos los hombres que hay en este buque, eres el único que no quiere nada en absoluto.
—Eso no es verdad —rechazó Arkady, pensando que quería seguir viviendo; quería ver el final de la noche.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—Saber qué le ocurrió a Zina.
—¿Qué quieres de mí?
—Tú fuiste la última persona que vio a Zina antes de que desapareciese. Me gustaría saber lo que dijo.
—¿Ves a qué me refiero? —Susan rió quedamente, más de sí misma que de otra cosa—. De acuerdo. ¿Lo que dijo? ¿Sinceramente?
—Prueba a ver.
Susan bebió un sorbo más prudente.
—No lo sé. Este juego se vuelve peligroso.
—Te diré lo que creo que te dijo. Creo que sabía lo que el Estrella Polar remolcaba cuando no subíamos redes, y que podía proporcionarte información acerca del puesto desde donde se controlaba el cable.
Susan se encogió de hombros.
—¿Qué cable? ¿Se puede saber de qué estás hablando?
—Por eso Morgan está donde está y por eso tú estás aquí.
—Hablas igual que Volovoi.
—No es un juego fácil.
El whisky escocés era bueno; hacía que incluso una papirosa tuviera un sabor dulce, de caramelo.
—Puede que seas un espía —dijo Susan.
—No, carezco de una visión del mundo. Me siento más cómodo en una escala menor, más humana. Y diría que tú eres una aficionada, que no eres una profesional. Pero embarcaste en este buque, y si Morgan dice que te quedes en él, te quedas.
—Pues yo sí tengo una visión del mundo. No creo que Zina estuviera tan desesperada como para dejar un barco norteamericano.
—Zina…
Se interrumpió y aguzó el oído. No se oía ruido de botas en el pasillo, sino de botas que de pronto se detenían ante la puerta. Al pasillo daban seis camarotes y había escaleras en ambos extremos, unas para subir al puente y otras para bajar a la cubierta principal. Otros pies calzados con botas bajaron corriendo las escaleras y se detuvieron.
La puerta del camarote de al lado se abrió, luego volvió a cerrarse. Otra puerta se abrió en el otro lado del pasillo. Alguien llamó a la puerta de Susan.
—¿Susan? Era Karp.
Susan vio cómo Arkady apagaba su cigarrillo y se preguntó si era de miedo la expresión que había en sus ojos. Arkady parecía dudar. En los ojos de Susan había fascinación.
La segunda llamada fue más fuerte.
—¿Estás sola? —preguntó Karp a través de la puerta.
—Vete —dijo ella, sin apartar los ojos de Arkady.
El pomo de la puerta parecía a punto de saltar, pero resistió la presión. Arkady pensó que al menos era una puerta de metal. En los bloques de viviendas que se construían en la Unión Soviética las puertas y sus marcos eran tan fáciles de derribar a puntapiés, que los cerrojos eran simplemente decorativos. Susan se levantó, tomó de la litera de arriba una cinta y la casete y puso algo de James Taylor, muy bajito.
—¿Susan? —volvió a llamar Karp.
—Vete ya o se lo diré al capitán —replicó Susan.
—¡Abre! —ordenó Karp. Golpeó la puerta, probablemente utilizando sólo un hombro, y el pestillo estuvo en un tris de saltar.
—Espera —dijo Susan y apagó la luz de la litera. Mientras Arkady se colocaba con la silla en un rincón donde ninguno de los dos fuera visible, Susan, con el vaso en la mano, cruzó el camarote y abrió un poco la puerta. A través del espejo de encima del lavabo, Arkady vio que se había colocado directamente enfrente del reflejo de Karp. El capataz, cuya estatura aventajaba en una cabeza a Susan, miró por encima de ésta hacia el interior del camarote. Bajo la tenue luz del pasillo, el resto de su equipo de cubierta se apretujaba como una manada de lobos detrás del jefe. El camarote estaba oscuro, y Arkady tenía la esperanza de que eso les impidiese vede.
—Me pareció oír voces —dijo Karp en tono preocupado—. Queríamos asegurarnos de que no ocurría nada malo.
—Algo malo ocurrirá —dijo Susan— si voy a ver al capitán y le digo que su tripulación se mete en mi camarote.
—Te ruego que nos perdones —Karp parecía estar mirando directamente a Arkady mientras hablaba con Susan—. Lo hemos hecho por tu propio bien. Ha sido un error. Perdónanos, por favor.
—Estáis perdonados.
—Es agradable —Karp seguía con un pie en la puerta mientras escuchaba la música que sonaba quedamente, un hombre que cantaba acompañado por una guitarra. Finalmente, bajó la cabeza para mirar a Susan, y su sonrisa de aprecio se transformó en una expresión preocupada—. Susan, no soy más que un marinero, pero tengo que advertirte.
—¿De qué?
—De que es malo beber a solas.
Cuando Susan cerró la puerta, Arkady permaneció quieto. En el exterior las botas se alejaron, demasiado al unísono. Escuchó cómo Susan cruzaba el camarote y subía el volumen de la casete, aunque las palabras resultaban curiosamente melifluas y sin sentido. Oyó que dejaba el vaso sobre la mesa; por el ruido adivinó que estaba vacío. Después de pasar seis meses en un espacio reducido, la muchacha sabía orientarse incluso a oscuras. Volvió a cruzar el camarote y notó que los dedos de Susan se posaban en sus sienes, donde empezaba a brotar el sudor.
—¿Te andan buscando a ti?
Arkady le tapó la boca con una mano, suavemente, convencido de que aún había alguien en el pasillo. Susan le tomó la muñeca y metió la mano dentro de su camisa.
Su seno era pequeño. Arkady sacó la mano para desabrocharle el resto de la camisa. Cuando Susan atrajo la cabeza de Arkady hacia ella, él notó que el resto del cuerpo de la muchacha se suavizaba y se relajaba. La besó en la cara y la levantó hacia él. Si era posible retroceder hasta aquel momento en Dutch Harbor, en que él se había ido repentinamente, allí estaban en ese momento.
Susan parecía ingrávida. El resto del mundo se volvió silencioso, como si la cinta estuviera sonando en otro camarote y el hombre que escuchaba desde el pasillo se encontrara en otro buque en otro mar. La camisa y los pantalones cayeron a los pies de Susan sin hacer ruido. ¿Era aquélla la sensación que producían las mujeres? ¿Los cabellos húmedos en la nuca? ¿Los dientes que mordían al mismo tiempo que cedían los labios? ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez?
La chaqueta y demás prendas de Arkady también cayeron al suelo, como una piel vieja. Quizás aquello era estar vivo. El corazón latiendo con violencia en el pecho, un segundo corazón respondiendo desde fuera, estar doblemente vivo… El cuerpo de Arkady era como otro hombre que hubiese permanecido encerrado, y ahora, recuperara la libertad, controlara la situación. Se sintió arrastrado. Susan se aferraba a él, se encaramaba a él, le envolvía con su cuerpo. Se tambalearon hasta chocar con el mamparo, y luego él estuvo dentro de ella.
¿En qué momento cambia el antagonismo y se transforma en deseo? El calor ¿es tan intercambiable o sólo disimulado? ¿Por qué las sospechas llevan consigo sus propias respuestas? ¿Cómo sabía que ella iba a tener aquel sabor?
—Supe que estaba en apuros —susurró la muchacha— cuando oí hablar de lo ocurrido a Volovoi y a Mike, y lo primero que pensé fue: «¿Cómo está Arkady?».
Se apretó contra él como si se estuviera muriendo, abrazándole con más fuerza mientras él seguía dentro de ella. Arkady también la abrazaba, ayudándola a moverse. De pie, eran como dos personas caminando por una cuerda floja en la oscuridad, tan arriba que preferían la oscuridad.
—Susan…
—Otra primera vez —le dijo ella al oído—. Es la primera vez que me llamas por mi nombre.
Lentamente se arrodillaron y luego Susan se tumbó boca arriba. Arkady notó que sus ojos castaños estaban muy abiertos, mirándole. Ojos de gato, ojos nocturnos. Las piernas de la muchacha se abrieron como alas.
Del mismo modo que él la levantara cuando estaban de pie, ahora era ella la que le llevaba, tanto encima como más adentro, hacia la antorcha invisible de la oscuridad, como si el frío metal del suelo fuese agua caliente.
—Me gusta el nombre —susurró Arkady—. Susan. Susan. ¿Fue por Susana y los viejos?
—Creo que fue una virgen. ¿Conoces la Biblia?
—Conozco un buen relato en el que hay elementos de voyeurismo, de conspiración… —se interrumpió para encender su cigarrillo con el de la muchacha—. Seducción y venganza.
Yacían en la litera de Susan, la cabeza apoyada en la almohada y en otra hecha con mantas. Hacía frío, pero Arkady no lo notaba. La casete se encontraba ahora en el suelo, de cara a la puerta. Cada vez que la cinta terminaba, Susan le daba la vuelta y volvía a empezada.
—Eres un detective extraño. ¿Te gustan los nombres?
—Tenemos el de Ridley. El enigmático, alguien lleno de enigmas[4]. ¿Morgan? ¿No hubo un pirata que se llamaba Morgan?
—¿Karp?
—Un pez, un pez grande. Una carpa.
—¿Y Renko? ¿Qué significa?
—Hijo de… Fedorenko sería hijo de Fedor. Yo soy simplemente hijo de… algo.
—Demasiado vago —Susan le acarició los labios con un dedo—. Un detective más extraño a cada minuto que pasa. Aunque también yo soy una virgen extraña. Los dos formamos una pareja perfecta.
«Al menos por una noche», pensó Arkady. La puerta era una delgada línea de luz en la oscuridad. Si Karp seguía esperando fuera, sus hombres estarían probablemente en cubierta. Podían tratar de mirar por la portilla, pero no verían más que la cortina.
Arkady recogió su vaso.
—No terminamos el juego.
—¿De ser sinceros? Mírame. ¿Esto no te parece lo bastante sincero? Seré más sincera. Tenía la puerta abierta por si pasabas casualmente. Me pones furiosa —bajó la voz y dijo—: Mejor dicho, me ponías furiosa. Luego reconocí ante mí misma que este ritual de animosidad entre nosotros se debía a que eras la última persona hacia la que quería sentirme atraída.
—Quizá hagamos una perfecta pareja de polillas.
Pero Arkady sabía que era algo más. Desde hacía tiempo estaba volviendo a la vida, y al abrazarla se encontró con que por fin estaba vivo del todo, como si el calor de Susan hubiera derretido el último cerrojo helado que había en su interior. Aunque estaban atrapados en un pequeño camarote de acero en medio del hielo, estaba vivo, aunque fuera por una sola noche. ¿O era aquélla la explicación lógica de una polilla?
—Me reclutó en Atenas —dijo Susan
—¿Morgan?
—George, sí. Yo estaba siguiendo un curso de griego para licenciados. El griego era la pasión de mi vida… Al menos eso creía yo en aquel entonces. George era el capitán de un yate que pertenecía a algún árabe rico, de Arabia Saudí. El árabe le ponía telegramas a George ordenándole que le esperase en tal o cual puerto. El tipo nunca se presentaba, pero George tenía que llevar el barco de Chipre a Trípoli y luego otra vez a Grecia. Me reclutó cuando finalmente me di cuenta de que no había ningún árabe.
»El estudio de la cultura eslava era mi otra gran pasión. George dijo que yo tenía talento para los idiomas. Él no lo tiene, aunque habla el árabe pasablemente. Me pagó la escuela en Alemania. Le veía en Navidad y durante una semana en verano. Cuando salí de la escuela, sin embargo, dijo que se había privatizado, que se habían terminado las peleas de gobiernos.
»Tenía una pequeña compañía naviera en Rodas, una compañía cuya especialidad era burlar embargos. Cambiábamos las etiquetas de conservas sudafricanas, naranjas de Israel, software de Taiwán. Siempre teníamos compradores de Angola, Cuba, la URSS. George decía que los comunistas confían en ti mientras obtengas beneficios, y que confiarán todavía más si les concedes comisiones ilegales.
»Me pareció que la cosa tenía sentido. George ya no necesitaba obtener ninguna autorización de nadie. Ninguna comisión supervisora, nada de papeleo; sólo almorzar cada dos semanas en Ginebra con alguien procedente de Langley[5], George tenía que visitar el banco de todos modos, de manera que resultaba cómodo.
»George es listo. Fue el primero en fijarse en la empresa de pesca y en las posibilidades que los soviéticos tenían aquí, porque estaba seguro de que vosotros hacíais lo mismo que él. Liquidó la compañía en una semana y se trasladó a Seattle. Encontró muchos barcos disponibles. Creo que eligió deliberadamente uno malo para no llamar demasiado la atención. Desde luego, hubiera podido contratar una tripulación mejor.
»Así que conozco a George desde hace cuatro años y trabajo para él desde hace tres. Estuve en Alemania un año, otro lo pasé trabajando en Rodas y llevo otro en buques soviéticos. En todos esos años él y yo hemos estado realmente juntos durante seis meses en total. Dos días juntos en los últimos diez meses. Resulta demasiado difícil permanecer enamorada de alguien de esta forma. Acabo esperando que aparezca alguien como tú. ¿Te parece eso suficiente sinceridad?
¿Eran los buques iguales que las mujeres o las mujeres iguales que los buques? ¿Algo para aferrarse durante un sueño?
Arkady oyó voces norteamericanas en el pasillo, voces cansadas a causa de lo avanzado de la hora y del baile, hombres que con pasos inseguros volvían a sus camarotes. Arkady no tenía reloj.
Pasó suavemente la mano por la mitad de la frente de Susan como si estuviese trazando su perfil. Antes le había parecido delgada y triangular, pero ahora pensaba que era el marco apropiado para una boca tan móvil y unos ojos separados, la única cara que hacía juego con el corte tan infantil de sus cabellos. Cuando los dedos cruzaron el estómago de la muchacha, ella se volvió hacia él, un bricbarca cálido, envolvente, con una vela dorada.
—Zina mencionó haber visto algo en el agua —dijo Arkady.
—También mencionó a un oficial de la Armada al que vio a bordo, el radiotelegrafista.
Susan yacía con la cabeza apoyada en el pecho de Arkady. Compartían un Winston, uno de los de la muchacha.
—¿Creías que era una provocadora?
—Al principio. Desde luego, le dijo a Volovoi que había fumado hierba con Lantz, lo justo para tenerle excitado.
—Lo justo para que él le permitiera circular por todo el buque —dijo Arkady.
Le devolvió el cigarrillo y apoyó la mano en el punto donde la mandíbula se encontraba con el cuello.
—Zina era demasiado alocada para fingir. Demasiado lista —dijo Susan—. Los hombres nunca se daban cuenta de ello.
—¿Los manipulaba?
—A Volovoi, a Marchuk, a Slava. No sé a cuántos más. Puede que a todo el mundo menos a ti.
—¿Hablaba de Vladivostok, de su vida allí?
—Sólo de servir las mesas y pararles los pies a los marineros.
—Entonces, ¿por qué se embarcó en el Estrella Polar? —preguntó Arkady—. Fue huir del fuego para caer en las brasas.
—Lo mismo me preguntaba yo. Era su secreto.
—¿Hablaba de un hombre de Vladivostok?
—De Marchuk y el radiotelegrafista.
—¿De armas de fuego?
—No.
—¿De drogas?
—No.
—En tal caso, ¿qué crees tú que hacía Zina cada vez que se reunía contigo junto a la barandilla de popa?
Susan rió.
—Nunca te cansas de hacer esta pregunta, ¿verdad?
—No —sintió que el pulso empezaba a ir más aprisa en el cuello de Susan—. Nunca me canso de las buenas preguntas. ¿Sería por el pescado? ¿Por qué sólo le interesaba el pescado procedente del Eagle?
—Los hombres y no el pescado —dijo Susan—. Mike iba en el Eagle.
Arkady se imaginó a Zina de pie junto a la barandilla de popa, saludando con la mano al pesquero norteamericano. ¿Tenía importancia saber quién respondía a su saludo?
—Morgan iba en el Eagle —dijo Arkady.
—Lo único que Morgan necesitaba de Zina era la confirmación de que había algo como el cable. Zina no podía proporcionarle detalles. Por lo demás, a Morgan no le era útil.
—¿Qué quería ella de él? —preguntó Arkady.
—Demasiado.
—¿Es eso lo que le dijiste la noche del baile? ¿Fue lo que le dijiste momentos antes de que desapareciera?
—Intenté explicarle que para George ella no era nada valioso.
—¿Por qué no? —Al ver que Susan no contestaba, Arkady preguntó—: ¿Qué querías decir al afirmar que Zina no hubiese querido abandonar un barco norteamericano?
—Quería desertar.
Arkady apoyó la mano en el hombro de Susan. Pensó que era lo más silencioso, como una almohada en la Luna.
—¿Quieres irte del Estrella Polar? —preguntó Susan.
—Sí.
Arkady oyó que contenía la respiración antes de decir:
—Yo puedo ayudarte.
Arkady tenía un cigarrillo en una mano y una cerilla en la otra, pero no lo encendió. Concentró su atención en el suave temblor del pecho de Susan contra su mejilla.
—¿Cómo?
—Necesitas protección. Puedo pedirle a Marchuk que te nombre intérprete. En la factoría malgastas tu talento. De esta manera podremos pasar más tiempo juntos.
—Pero ¿cómo puedes ayudarme a abandonar el Estrella Polar?
—Encontraremos alguna forma.
—¿Qué tendría que hacer yo?
—Nada. ¿Quién es Hess?
Arkady rascó la cerilla, una llamarada amarilla en la mano, y dejó que el primer vapor sulfuroso se quemara.
—¿Deberíamos dejar de fumar?
—No.
Aspiró. Humos ásperos de tabaco, soviético otra vez.
—Es nuestro Morgan. Otro pescador.
—Tú viste el cable, ¿no es cierto?
—Estaba cubierto. No pude ver mucho.
—Pero estuviste allí.
Antes de apagar la llama de un soplo, alargó la mano hacia el suelo para tomar el vaso. Estaba medio lleno; lo último que quedaba del whisky.
—¿Deberíamos dejar de beber?
—No. Vuelve y echa otro vistazo.
—Hess no me dejará entrar otra vez —apagó la llama y bebió la mitad del whisky.
—Entra. Pareces capaz de ir a donde se te antoje en este buque.
Arkady le pasó el vaso.
—Hasta que Karp me atrape.
—Hasta entonces, sí —Susan apuró el vaso y miró hacia otro lado—. Entonces podremos sacarte de un modo u otro.
Arkady se apoyó en un codo como si pudiera verla. El tacto de los cabellos de Susan seguía siendo húmedo.
Arkady le volvió la barbilla hacia él.
—¿De un modo u otro? Eso ¿qué quiere decir?
—Justamente lo que he dicho.
La botella estaba vacía, y los Winston se habían convertido en un manto de humo que flotaba en el aire. Era como si Arkady y Susan se hubieran consumido y ahora fuesen humo.
—Te quiero dentro y no fuera —dijo ella.
La lámpara de la litera daba poca luz, pero Arkady pudo ver que Susan le estaba mirando y también pudo verse a sí mismo reflejado en sus ojos. Dentro de ella y fuera.
—¿Hess mencionó la longitud? —preguntó Susan—. ¿El número de hidrófonos? ¿El alcance? Tiene ordenadores y software. Sería estupendo si pudieras traerme un disquete; mejor aún si fuese un hidrófono.
Arkady encendió un Belomor.
—¿No lo encuentras aburrido? —preguntó—. ¿El espionaje nunca te parece como una interminable partida de naipes?
—George verificó tus antecedentes cuando estábamos en Dutch Harbor. Tiene mucha mano allí. Quería saber si eras de fiar —Susan tomó el cigarrillo—. El FBI dice que no se puede confiar en ti.
—Lo mismo dice el KGB. Al menos en algo están de acuerdo.
—¿No tienes una buena razón para desear salir?
Susan tenía los ojos muy abiertos e intentaba verle a la luz de las chipas de las papirosi, la hoguera de los conspiradores rusos.
—En Dutch Harbor insinuaste que tal vez Morgan y yo habíamos asesinado a Zina los dos juntos. ¿Te atraen los asesinos? —preguntó Arkady.
—No.
—Entonces, ¿por qué lo dijiste? ¿Ése es el hombre en quien quieres que confíe?
—No fue culpa de George.
—¿De quién fue, entonces? —como Susan no respondía, Arkady dijo—: Tú y Zina estabais en la cubierta de popa. En la cantina seguían bailando. El buque subía y bajaba en la oscuridad, con el Eagle amarrado a él. Junto a la barandilla le dijiste que pedía demasiado. ¿Qué te respondió ella?
—Dijo que no podía pararle los pies.
—Pues alguien lo hizo. ¿Te enseñó una bolsa de plástico?
—¿Una bolsa?
—Dentro había una toalla y algunas prendas de vestir. Tomó prestado un gorro de baño de una de sus compañeras de camarote. Nunca lo devolvió.
—No. Además, tú eres diferente, Arkady. Tú eres un factor conocido, y si puedes traerme algo de Hess, podremos ayudarte realmente. En casa no tienes nada, ¿verdad? ¿Para qué regresar?
—¿De veras podéis ayudarme? ¿De veras podéis hacer que desaparezcamos de aquí y nos encontremos paseando por una calle, sentados en un café o echados en la cama en el otro lado del mundo?
—Debes tener esperanza.
—Si quieres ayudarme, dime qué hacía Zina en la barandilla todas las otras veces. Antes de que supiese algo referente a Morgan o a un radiotelegrafista o a un cable, ¿por qué se situaba junto a la barandilla?
Susan apagó la lámpara.
—Es curioso, toda la noche ha sido como hacer manitas sobre una llama.
—Dímelo.
Durante un minuto Susan permaneció callada en la oscuridad, y luego dijo:
—Yo no lo sabía. No lo sabía con certeza. Al principio pensé que, sencillamente, quería mostrarse amistosa, o que Volovoi le hacía colocarse allí. A veces te das cuenta de que hay una pauta en lo que te rodea, pero no acabas de adivinar en qué consiste. Después de que nos hiciéramos amigas, dejé de fijarme, porque me gustaba que estuviese allí. Hasta que te presentaste tú no volví a hacer preguntas, y hasta Dutch Harbor no lo supe con seguridad, cuando me dijeron que tenía que volver al Estrella Polar y ayudar a que la cosa no trascendiera. Teníamos que procurar que el equipo siguiera unido y hacer frente a los problemas a medida que fueran surgiendo. Ajustarse y resolver. Eso es lo malo de trabajar en el sector privado. No cuentas con apoyo ni nadie te saca de apuros. En vez de ello, te comprometes, y las manos que contratas para que hagan el trabajo sucio están mucho más sucias. George es un fanático del control que ha perdido el control. Limpiará lo que esté sucio. Es indestructible, a diferencia de nosotros. Adivinó antes que yo lo que Zina hacía en la barandilla, y si dice que se ocupará de su bando, lo hará. Él no la mató, eso te lo puedo asegurar.
—¿Por qué llegaste a creer que yo la había matado?
—Porque resultabas tan inverosímil. ¿Un investigador salido de la factoría? Y porque aquella noche Zina dijo que iba a volver.
—¿A volver? —Arkady pensó en la chica que nadaba en la bahía de Vladivostok, tomaba prestado un gorro para ducharse, cerraba una bolsa con esparadrapo… Una y otro vez, no le encontraba sentido. Había dos Zinas: la Zina que soñaba con Mike y escuchaba a los Rolling Stones y la Zina de las cintas secretas. Si Zina hubiera desertado al Eagle, se habría llevado las cintas y habría dejado una falsa nota de suicidio en vez de páginas con notas de práctica. Y no hubiera incurrido en el error de simular un suicidio cuando estuviera cerca algún barco norteamericano—. ¿Desde dónde?
Cuando Susan volvió a hablar parecía agotada.
—George dijo que necesitaba algo más que pescadores, y eso fue lo que obtuvo. Sencillamente, necesita un poco de tiempo para controlar a la tripulación. No sabía nada de Zina. No podía hacer nada en relación con Mike y Volovoi; sólo se sorprendió al no encontrarte allí también.
Arkady pensó en Karp.
—Díselo a Marchuk.
—No puedo repetir nada de todo esto. Negaré todas las palabras y tú lo sabes.
—Sí —tuvo que reconocer Arkady.
—No era más que un juego. Un juego de «¿Y si…?».
—«¿Y si no amanece?», por ejemplo.
La mano de Susan buscó la suya.
—Ahora responde a una pregunta: si pudieras echar a correr en este mismo instante, si pudieras desaparecer del Estrella Polar e irte a Norteamérica, ¿lo harías?
Arkady escuchó su propia respuesta, interesado en ella como si sólo se tratara de un juego.
—No.
En el angosto espacio de la litera, sus cuerpos dormidos se abrazaban mientras el Estrella Polar se alzaba sobre el ángulo de su proa reforzada y volvía a caer, aplastando el hielo a su paso. El ruido quedaba amortiguado; no era mucho más fuerte que el de un viento que refrescara la piel, o de unos truenos alejándose más y más.
Arkady apartó la cortina de una portilla de un gris luminoso. No era el brillo de la nieve, sino algo más denso y más suave. El amanecer, un nuevo día en el mar de Bering.
—Nos hemos detenido.
El ruido de acero rozando el hielo había cesado, aunque a través de sus pies notaba que las máquinas continuaban en marcha. Encendió y apagó varias veces la lámpara de la litera. No había ningún problema con la electricidad. El Estrella Polar parecía suspendido en un vacío, no en silencio él mismo, pero inmóvil y rodeado de silencio.
—¿Y el Eagle? —preguntó Susan.
—Si nosotros no vamos a ninguna parte, ellos no van a ninguna parte —recogió los pantalones y la camisa del suelo.
—¿Hay que seguir al líder y, en definitiva, el líder sois vosotros? —preguntó Susan.
—Así es.
—¡Y a eso lo llaman «empresa conjunta»! El Eagle no fue construido para navegar por el hielo, y Marchuk lo sabe.
Arkady se abrochó la camisa.
—Ve al cuarto de la radio. Trata de establecer contacto con Dutch Harbor o prueba el canal para casos de apuro.
—Y tú, ¿adónde vas?
Arkady se puso los calcetines.
—Voy a esconderme. El Estrella Polar es un buque grande.
—¿Cuánto tiempo podrás permanecer escondido?
—Me lo tomaré como una forma de competición socialista.
Se puso las botas y tomó la chaqueta de la silla. Bajo la luz que penetraba por la portilla, Susan permanecía inmóvil, toda ella inmóvil menos los ojos, que siguieron a Arkady hasta la puerta.
—No vas a esconderte —decidió Susan—. ¿Adónde vas?
Arkady apoyó la mano en el pomo de la puerta y volvió a apartada.
—Me parece que sé dónde murió Zina.
—¿Todo lo de esta noche ha sido sólo por Zina?
—No —Arkady se volvió para mirada cara a cara—. ¿Por qué se te ve tan feliz?
Arkady casi se sentía avergonzado.
—Porque estoy vivo. Ambos estamos vivos. Supongo que no somos polillas.
—De acuerdo —al inclinarse hacia delante, la luz la cubrió como si fuese polvo—. Te diré lo que le dije a Zina: «No vayas».
Pero Arkady ya se había ido.