27

Formamos un buen equipo —dijo Natasha. Seguía sintiéndose alegre y llena de excitación porque habían conseguido escapar de la rampa; le brillaban los ojos y se le había soltado un largo mechón de cabellos. Arkady la llevó a la cantina, que encontraron transformada en pista de baile.

No habían anunciado nada por los altavoces. El tercer oficial Slava Bukovsky, el oficial encargado de las actividades recreativas, había decidido levantar la moral de la tripulación reuniendo su conjunto y avisando a los que estaban bajo cubierta de que habría música para todos. Como no iban a subir ninguna red y la noche era de perros, la gente se encontraba recluida en sus camarotes, aburriéndose y asfixiándose de calor. Ahora estaban todos recluidos en la cantina, felices y en masa. Esta vez no había norteamericanos, ni siquiera representantes, y por alguna razón tampoco sonaba el rock. La bola de espejos daba vueltas, y sus reflejos se esparcían como nieve por encima de la gente que bailaba con lentitud, como en sueños. En el estrado, Slava arrancaba un blues dulce y fúnebre de su saxofón.

Arkady y Natasha se sentaron en un banco con Dynka y madame Malzeva.

—¡Cómo me gustaría que mi Mahmet estuviera aquí! —la muchacha uzbeca juntó las manos.

—He oído a músicos en la flota del mar Negro —Malzeva se envolvió los hombros con una toquilla en atención a la dignidad, pero no tuvo inconveniente en añadir—: De hecho, no lo hace nada mal.

Natasha acercó los labios a la oreja de Arkady y susurró:

—Deberíamos decirle al capitán lo que ha pasado.

—¿Y qué íbamos a decirle? Sólo nos ha visto a mí y a Karp. Un capataz de descarga tiene mil razones para estar en la rampa. Yo no tengo ninguna.

—También estaba Pavel con un hacha.

—Se han pasado el día cortando hielo. A lo mejor es un héroe del trabajo.

—Te han agredido.

—Yo dejé caer la compuerta sobre Karp y no él sobre mí, y lo único que le oíste decir fue que éramos amigos. El hombre es un santo.

La siguiente canción fue Ojos negros, un cuento almibarado de amor gitano. La muchacha que tocaba el sintetizador sacó del instrumento un sonido como el de una guitarra, mientras Slava producía una melodía exuberante, metálica. Era desvergonzada e irresistible. La pista se transformó en una masa de parejas que bailaban lentamente.

—Tú y Karp sois como un ratón y una serpiente —dijo Natasha—. No podéis compartir el mismo agujero.

—No será durante mucho más tiempo.

—¿Por qué fuiste a la rampa?

—¿Quieres bailar? —preguntó Arkady.

Natasha experimentó una metamorfosis. Brillaba una luz no sólo en sus ojos, sino también en su rostro. Como una mujer que ha llegado al baile luciendo un abrigo de marta, se quitó poco a poco su chaqueta de pescador y su bufanda, entregó ambas prendas a Dynka y luego se quitó el peine del pelo, que cayó suavemente como una cascada.

—¿Lista? —preguntó Arkady.

—Cuando quieras —también su voz se había hecho más suave.

Arkady tuvo que reconocer que formaban una pareja extraña: el modelo de afiliada al partido y el alborotador de la factoría. Mientras Arkady la conducía entre las mesas hacia la pista, Natasha respondió a las miradas de asombro con una expresión a la vez imperiosa y serena.

Los bailarines soviéticos no esperan disponer de mucho espacio para bailar; siempre tienen que soportar empujones en una pista que parece una botella llena de rodamientos de bolas. Es un aspecto festivo del baile, especialmente de un baile que se celebra en medio de la región de los hielos con un viento ártico que cubre las portillas de escarcha. A pesar de su estatura y su fuerza, Natasha parecía flotar en los brazos de Arkady, su mejilla acalorada rozando intermitentemente la del hombre.

—Te pido disculpas por mis botas —dijo ella.

—No, yo te las pido a ti por las mías —repuso Arkady.

—¿Te gustan las canciones románticas?

—Me encuentro indefenso ante ellas.

—A mí me pasa lo mismo —Natasha suspiró—. Sé que te gusta la poesía.

—¿Cómo lo sabes?

—Encontré tu libro.

—¿Sí?

—Cuando estuviste enfermo. Estaba debajo de tu colchón. No eres el único que sabe dónde hay que buscar.

—¿De veras?

Arkady se apartó un poco de ella, asustado al ver que en sus ojos no había el menor asomo de embarazo.

—Ni siquiera se trataba de un libro de poesía —dijo Arkady—. Sólo unos ensayos y cartas de Mandelstam —no añadió que era un regalo de Susan.

—Bueno, los ensayos me parecieron demasiado intelectuales —reconoció Natasha—, pero me gustaron las cartas a su esposa.

—¿A Nadezhda?

—Sí, pero él la llamaba de tantas formas diferentes… Nadik, Nadya, Nadka, Nadenka, Nadyusha, Nanusha, Nadyushok, Nanochka, Nadenysh, Niakushka… Diez nombres especiales en total. Eso es un poeta —apoyó su mejilla en la de Arkady con un poco más de firmeza.

Slava y su saxo se apoyaban en Ojos negros, extrayendo ámbar de la savia. Los bailarines giraban despacio bajo la bola giratoria. El techo bajo y las luces parpadeantes daban a la cantina un aspecto de cueva que aliviaba el alma rusa.

—Siempre he admirado tu trabajo en la factoría —confesó Natasha.

—Yo siempre he admirado el tuyo.

—Tu forma de manipular el pescado… Especialmente los tipos difíciles como la merluza, por ejemplo.

—Tú les cortas las espinas tan… bien —Arkady pensó que la adulación no era su fuerte.

Natasha carraspeó.

—Esos apuros en que te metiste en Moscú… Pienso que es posible que el partido cometiera un error.

¿Un error? Para Natasha era como decir que el negro podría ser blanco, o reconocer la posible existencia del gris.

—Curiosamente, esa vez no fue un error.

—Cualquier persona puede ser rehabilitada.

—Generalmente después de muerta. No te preocupes; la vida no acaba fuera del partido. Es increíble ver cuánta vida hay fuera de él.

Natasha adoptó una expresión contemplativa. El hilo de sus pensamientos se parecía mucho a la línea ferroviaria Baikal-Amur, con sectores enteros inacabados y túneles que seguían direcciones misteriosas. Poesía, pescado, el partido… Arkady se preguntó con qué saldría a continuación.

—Sé que hay alguien más —dijo Natasha—. Otra mujer.

—Sí.

Le pareció que Natasha ahogaba un suspiro y se dijo que ojalá se hubiera equivocado.

—Era inevitable —dijo finalmente la muchacha—. Sólo pido una cosa.

—¿Cuál?

—Que no sea Susan.

—No, no es Su-san.

—¿Y no era Zina?

—No.

—¿Es alguien que no está a bordo?

—No está a bordo, sino muy lejos de aquí.

—¿Muy lejos?

—Sí, mucho —la tranquilizó Arkady.

—Eso me basta —Natasha apoyó la cabeza en su hombro.

Arkady pensó que Ridley tenía razón. Aquello era civilizado, quizás el colmo de la civilización, aquellos pescadores y aquellas pescadoras bailando el vals con sus botas en el mar de Bering. El doctor Vainu se aferraba a Olimpiada igual que un hombre que hiciera rodar un gran peñasco. Guardando una distancia considerable, semiislámica, Dynka bailaba con uno de los mecánicos. Algunos hombres bailaban con otros hombres y había parejas formadas por mujeres, sólo para practicar. Algunos y algunas se habían tomado la molestia de ponerse un jersey limpio, pero la mayoría se había presentado tal como estaba, siguiendo el espíritu de un acontecimiento raro, improvisado. Arkady también disfrutaba del baile porque ahora tenía cierta idea de las últimas horas de Zina en la Tierra. Resultaba apropiado estar allí bailando con Natasha, como si de un momento a otro Zina en persona fuera a pasar bailando por su lado.

—Está aquí —Natasha se puso rígida.

Karp circulaba lentamente entre los bancos de la parte de atrás de la cantina, perfectamente tranquilo, sin hacer otra cosa que clasificar las figuras en la oscuridad. Arkady condujo a Natasha hacia el estrado.

—A Kolya le gustaría bailar contigo —sugirió.

—¿De veras?

—Si le ves, deberías darle una oportunidad. Es un hombre inteligente, un científico, un botánico que necesita bajar a la tierra.

—Preferiría ayudarte a ti —dijo Natasha.

—En tal caso, después de medio minuto de haberme ido, apaga las luces del estrado sólo unos segundos.

—Sigue siendo por lo de Zina, ¿verdad? —el tono de Natasha era de desánimo—. ¿Por qué te interesas tanto por el asunto?

Arkady se sobresaltó y respondió: —Detesto el suicidio.

Había algo recién liberado en Slava, como si el saxofón fuera una varita mágica que acabara de localizar su alma. Mientras el tercer oficial gemía por medio del instrumento, Arkady y Natasha alcanzaron la puerta de la cocina.

—¿No se suicidó? —preguntó Natasha.

—No.

—¿La mató Karp?

—Eso es lo raro. No creo que la matase él.

La cocina contenía toda una variedad de fregaderos de acero, pilas de bandejas abolladas como escudos de guerrero, torres de escudillas blancas, cocinas industriales bajo hileras de sartenes colgadas, grandes como barreños. El reino de Olimpiada Bovina. Col bañada en agua hirviendo, en trance de ser preparada para el desayuno o reducida a cola. Una cuchara grande sobresalía de una escudilla llena de masa que iba endureciéndose. Arkady era consciente de que estaba siguiendo el mismo camino que siguiera Zina durante el baile anterior siete noches antes. Según Slava, Zina había sacado una bolsa de plástico de un cacharro. ¿Qué había en la bolsa? ¿Por qué era de plástico? Luego, los siguientes testigos la situaban en cubierta.

Arkady abrió la puerta del pasillo lo suficiente para ver a Pavel chupando ansiosamente un cigarrillo y vigilando por si alguien abandonaba el baile. Al cabo de un momento, cesaron los sones de Ojos negros, a la vez que se alzaban voces pidiendo luz y quejándose de pisotones. Pavel se asomó inmediatamente a la cantina mientras Arkady salía con sigilo de la cocina y echaba a andar por el pasillo.

¿Quién, sino Kolya Mer, estaría junto a la barandilla disfrutando de todos los placeres de la lluvia, que se convertía en nieve húmeda y cortante que caía en ángulo bajo la niebla? Kolya sujetó a Arkady al pasar éste corriendo por su lado.

—Quería hablarte de las flores.

—¿Las flores?

—De donde las recogí —dedos desnudos asomaban por los guantes cortados de Kolya.

—¿Los lirios?

—Le dije a Natasha que los había recogido junto a la calle enfrente del almacén de Dutch Harbor. En realidad, los lirios crecen en sitios más altos. Vi que comprobabas mi libreta, de modo que sabes que los encontré en la colina. Te vi subir detrás del norteamericano —Kolya aspiró hondo para darse valor—. Volovoi me preguntó.

—¿Volovoi se tropezó contigo en la colina?

—Te estaba buscando. Llegó a decir que me quitaría las muestras a menos que le dijera dónde estabas. Pero no se lo dije.

—No creía que se lo hubieses dicho. ¿Estaba solo?

Arkady deseaba que dijera que no, que el primer oficial Volovoi estaba con Karp Korobetz, y entonces podrían ir juntos a ver a Marchuk sin perder un minuto.

—No pude verlo por culpa de la niebla —respondió Kolya.

Arkady pensó que Karp iba a salir a cubierta de un momento a otro, suponiendo que no estuviera ya acechando bajo cubierta para impedirle llegar a la parte de proa del buque.

Kolya tenía los ojos clavados en el cielo.

—Como esta noche. Dejará de nevar y luego la nieve se hará realmente espesa. Echo de menos el sextante.

—No es de mucha utilidad si no hay estrellas. Entra. Caliéntate. Baila.

Arkady notó el cambio de tono sólo porque se encontraba lejos del baile. La reverberación de las hélices era más grave, lo cual significaba que el Estrella Polar reducía la velocidad. Pero la lluvia de copos relucientes creaba la ilusión de que el buque factoría avanzaba raudo como un trineo. Notó bajo los pies el temblor de las máquinas y el restallar del hielo bajo las planchas de acero de la proa. Sobre su cabeza, la nieve se mecía sobre las plumas de carga y las grúas de pórtico, cubriendo las antenas, las anillas orientables y las barras del radar, de tal modo que todo ello brillaba bajo la luz de la lámpara intensificada por el plano de niebla situado directamente encima. Si uno hacía caso a los sentidos, daba la impresión de que el Estrella Polar volaba entre dos mares, uno arriba y otro abajo.

A sus espaldas, unos pies calzados con botas cruzaron rápidamente la cubierta. Delante de él, otra persona bajaba las escaleras desde la proa. Arkady se coló por las redes de pesca que rodeaban la pista de voleibol. La nieve había convertido las redes en una tienda de hielo ligero que temblaba bajo el viento. La lámpara de cubierta era una luz borrosa. A través de la pantalla vio cómo las dos figuras convergían y hablaban. Pensó que debería haber tomado un cuchillo en la cocina. El aparato de voleibol estaba desmontado. Arkady no podía defenderse con una pértiga; ni siquiera había una pelota.

Primero una figura y luego la otra entraron en la pista detrás de Arkady, que creyó que se desplegarían, pero no fue así; continuaron avanzando juntas. La parte inferior de la red estaba atada a unas abrazaderas, atada y helada, por lo que no ofrecía ninguna posibilidad de salir. Arkady se dijo que tal vez podría escalar la red igual que un mono. No era probable. La cubierta estaba helada. Si derribaba a uno, quizá caerían ambos.

—¿Renko? ¿Eres tú?

La otra silueta encendió una cerilla y la llama iluminó dos caras con frentes de gnomo y sonrisas ansiosas que revelaban dientes de oro. Skiba y Slezko, las dos babosas de Volovoi.

—¿Qué queréis? —preguntó Arkady.

—Estamos de tu parte —dijo Slezko.

—Se te van a cargar esta noche —anunció Skiba—. No quieren que llegues vivo a la mañana.

—¿De quiénes me estáis hablando? —preguntó Arkady.

—Ya lo sabes —dijo Slezko, siguiendo la clásica costumbre soviética—. ¿Hace falta decir más?

—Todavía sabemos hacer nuestro trabajo —dijo Skiba—. Es sólo que no hay nadie a quien podamos informar.

La cerilla se apagó. El viento hinchaba la red, que se movía como una vela de hielo.

—Ya no hay disciplina, ni vigilancia, ni una línea de comunicación —dijo Slezko—. Para serte sincero, no sabemos qué hacer.

Skiba dijo:

—Seguramente has hecho algo que los ha puesto nerviosos, porque te están buscando por todo el buque. Si hace falta, te degollarán en tu camarote. O en cubierta.

—¿Por qué me decís todo esto? —preguntó Arkady.

—No se trata de decir, sino de informar —precisó Slezko—. Sólo cumplimos con nuestro deber.

—¿Informándome a mí?

—Hemos pensado mucho en este asunto —dijo Skiba—. Tenemos que informar a alguien, y tú eres el único que tiene experiencia y puede ocupar su puesto.

—El puesto ¿de quién?

—De Volovoi; ¿de quién iba a ser? —se extrañó Slezko.

—Pensamos que, por tu forma de actuar últimamente, quizá procedes del organismo apropiado.

—¿Qué organismo sería ése?

—Tú ya sabes —replicó Slezko.

Arkady pensó que sí, que lo sabía. El KGB. Era cosa de locos. Skiba y Slezko le espiaban tranquilamente, por considerarle un enemigo del pueblo, cuando Volovoi aún vivía. Sin embargo, después de morir Volovoi, eran como perros guardianes presa de confusión. Más que obediencia a alguien, lo que ansiaban era una mano nueva que sujetara la correa. Bueno, un agricultor sembraba trigo, un zapatero hacía zapatos, los soplones necesitaban un nuevo Volovoi. Sencillamente habían cambiado el papel de Arkady, que de ser su víctima había pasado a convertirse en su amo.

—Gracias. Tendré en cuenta vuestro consejo.

—No comprendo por qué, sencillamente, no les detienes —comentó Skiba—. No son más que trabajadores.

—Correrás peligro mientras no les detengas.

—Mi consejo es que veléis por vuestro propio pescuezo.

En medio de la oscuridad, Skiba, hablando en tono lúgubre, se mostró de acuerdo con Arkady.

—En estos tiempos que corren nada está a salvo.

En el puente, la nieve que caía era iluminada por las lámparas de proa y de la caseta de gobierno, de tal modo que la vista podía seguir los copos uno por uno, o de dos en dos, entre los millones que surgían de la oscuridad y revoloteaban alrededor de un parabrisas que había sido limpiado con vapor y ahora mostraba su propio lustre congelado. Los limpiaparabrisas se movían rítmicamente, apartando la nieve a un lado, pero el hielo ya empezaba a avanzar de nuevo desde los ángulos.

En el interior, la lámpara del techo emitía una luz tenue. Las pantallas del radar y de la sonda acústica emitían sus halos de color verde, el compás giroscópico flotaba en una bola de luz. Marchuk manejaba la rueda del timón y Hess se encontraba de pie ante el parabrisas. Ninguno de los dos hombres pareció extrañarse al ver a Arkady en el puente.

—El camarada Jonás —dijo el capitán en voz baja. No había timonel ni nadie en el cuarto de navegación. El telégrafo de órdenes estaba puesto entre «poca», es decir, lento, y «parada».

—¿Por qué estamos aflojando la marcha? —preguntó Arkady.

La sonrisa del capitán fue de disgusto. Mientras golpeaba el extremo de un cigarrillo dio la impresión de ser un hombre que contemplara la vida desde el último peldaño de una guillotina. Hess, atrapado en la sombra móvil de un limpiaparabrisas, parecía estar sólo un peldaño detrás.

—Debería haberte dejado donde estabas —dijo Marchuk a Arkady—. Habías desaparecido en la factoría, en el vientre de la ballena. Fuimos unos locos al sacarte de allí.

—¿Nos estamos deteniendo? —preguntó Arkady.

—Se ha presentado un pequeño problema —reconoció Hess—. Tú no eres el único problema.

La luz que entraba del exterior era pálida y fría, pero a Arkady le pareció que el ingeniero eléctrico de la flota estaba especialmente blanco, como si todas las lámparas bronceadoras de la Tierra se hubieran desperdiciado en él.

—¿Tu cable? —sugirió Arkady.

—Ya te dije —le recordó Hess a Marchuk— qué había encontrado mi puesto hoy.

—Bueno, tu puesto es una perla en una ostra, de modo que un hombre capacitado como Renko forzosamente tenía que encontrarlo. Razón de más para haberle dejado donde estaba —el capitán, con aire reflexivo, expulsó una bocanada de humo. Luego miró a Arkady y añadió—: Le dije que en esta parte el fondo es demasiado accidentado, y que hay muy poca profundidad, pero él no me hizo caso y lanzó el cable.

—Los cables con hidrófonos los proyectan de modo que no se enganchen —dijo Hess—. Los submarinos los utilizan constantemente.

—Y ahora algo se ha enredado en el cable —añadió Marchuk—. Puede que sea un trozo de nasa, puede que una cabeza de morsa. No podemos recoger el cable, y la tensión no nos permite navegar más aprisa.

—Sea lo que fuere, acabará soltándose —pronosticó Hess.

—Mientras tanto —prosiguió Marchuk—, tenemos que avanzar delicadamente aunque estemos navegando entre hielos con un viento de fuerza siete. Los capitanes de la Armada deben ser magos —cuando inhaló humo, sus ojos reflejaron la brasa del cigarrillo—. Perdona. Se me ha olvidado algo: en la Armada los lanzan desde submarinos, y no desde buques factoría que navegan entre hielos.

El Estrella Polar temblaba y daba bandazos a causa del oleaje escondido debajo de la masa de hielo. Arkady no era ingeniero, pero sabía que para romper hielo, un buque, por grande que fuese, necesitaba cierto ímpetu. Si navegaba demasiado despacio y a poca máquina, los diésel acabarían quemándose.

—¿Qué tal es Morgan como capitán? —preguntó.

—Pronto lo sabremos —respondió Marchuk—. Un barco como el Eagle debería dedicarse a pescar gambas en mares tropicales y no acercarse jamás a la región de los hielos. En el canal que abrimos, las olas son grandes y la proa y la cubierta no están suficientemente altas. No debería navegar de proa al viento, pero tiene que seguimos o quedará bloqueado por el hielo. Ya lleva mucho hielo encima y empieza a pesar demasiado.

Algo llamó la atención de Arkady. El silencio. En el puente siempre hay una radio sintonizada con la frecuencia para situaciones de peligro. Marchuk siguió la mirada de Arkady hacia la radio de bandas laterales. El capitán dejó la rueda del timón para subir el volumen de la radio, pero sólo se oía el ruidillo de la electricidad estática, como alfileres cayendo al suelo.

—Morgan todavía no ha emitido una llamada de socorro —dijo Hess.

—Ni de socorro ni tampoco de ninguna clase —precisó Marchuk.

—¿Por qué no le llamáis vosotros? —le preguntó Arkady.

Frente a las costas de Sajalin los barcos siempre hablaban unos con otros cuando hacía mal tiempo.

—No responde —contestó Marchuk—. A lo peor ha perdido una de las antenas.

—Por la velocidad que llevamos —dijo Hess—, Morgan adivinará que algo va mal, y probablemente sabe que hemos lanzado el cable. Un trozo del cable es lo que busca. Somos nosotros los que estamos en apuros y no él. Este tiempo es perfecto para él.

En la pantalla del radar, el canal que abría el Estrella Polar era una línea estrecha de puntitos verdes. El mar devolvía la señal del radar. En medio del canal, unos quinientos metros a popa, se veía un puntito de luz que correspondía al Eagle; en el resto de la pantalla no se veía nada. Tenían que llegar varios barcos procedentes de Seattle, pero seguramente se estaban demorando por culpa del mal tiempo.

—Morgan también tiene radar —dijo Hess—. Y una sonda acústica orientable. Si algo se engancha en el cable, Morgan lo detectará. Probablemente ésta es la oportunidad que ha estado esperando.

—Si ha perdido uno de los mástiles de la radio, también habrá perdido el radar —dedujo Marchuk.

El piloto automático hizo girar la rueda una entalladura, cumpliendo con su obligación.

—Capitán —dijo Hess—. Comprendo que simpatices con otro pescador. Ojalá Morgan lo fuera, pero no lo es. George Morgan es su Anton Hess. Cuando le veo me reconozco a mí mismo. Guardará silencio y permanecerá cerca para ver si cometemos un error; por ejemplo, aumentar la velocidad. Lo que se haya enganchado en el cable puede izado a la superficie al costado mismo del Eagle.

—¿Y si el cable se rompe? —preguntó Arkady.

—No se romperá si mantenemos esta velocidad —repuso Hess.

—Pero ¿y si se rompe? —insistió Marchuk.

—No se romperá —aseguró Hess.

¿Cuál era el instrumento de música de Hess? El violoncelo. Hess recordaba a Arkady un violoncelista que intentara tocar mientras las cuerdas del instrumento iban rompiéndose una tras otra.

—No se romperá —repitió Hess—, pero aunque se rompiera, el cable tiene flotabilidad negativa y se hundiría. El único problema sería volver a Vladivostok y a la flota del Pacífico después de perder un cable hidrófono. Nuestro viaje ya ha sido lo bastante desastroso, capitán. No necesitamos más desgracias.

—¿Por qué no responde Morgan a nuestras llamadas? —preguntó Marchuk.

—Ya te he dicho por qué. Exceptuando la radio, el Eagle navega con normalidad. Todo lo demás son imaginaciones nuestras —Hess perdió la paciencia—. Me voy abajo; quizá pueda recoger un poco el cable —se detuvo ante Arkady—. Explícale al capitán que Zina Patiashvili no se colocaba en la barandilla de popa cada vez que se acercaba el Eagle para lanzar besitos. Resulta que ya los recibía en abundancia de nuestro propio radiotelegrafista. Si Zina estuviera aquí en este momento, la mataría yo mismo.

El ingeniero eléctrico de la flota salió por el puente de gobierno. Antes de que la puerta se cerrara de golpe, entraron unos copos de nieve que se fundieron en seguida.

—La cosa tiene gracia —comentó Marchuk—. Después de pasar tanto tiempo en dique seco para que instalaran el cable, ahora resulta que es lo único que se rompe.

El capitán se apoyó en el mostrador. Puso afectuosamente una mano en un compás repetidor, lo abrió y volvió a cerrarlo.

—No paro de pensar en que las cosas cambiarán, Renko, que la vida puede ser honrada y directa, que hay bondad y dignidad en cualquier persona dispuesta a trabajar de firme. No es que la gente sea perfecta; tampoco yo lo soy. Pero es buena. ¿Soy un imbécil? Dime, cuando lleguemos a Vladivostok, ¿les contarás lo mío con Zina?

—No. Pero irán al restaurante donde Zina trabajaba, mostrarán fotos de los oficiales y de la tripulación y la gente de allí te reconocerá.

—Así que, de una u otra forma, soy hombre muerto. Arkady pensó que no, que el muerto era él, de una u otra forma. Karp y sus hombres le buscarían hasta encontrarlo. Marchuk se veía atrapado en el drama más significativo de un cable arrastrado. ¿Cómo podía él, Arkady, explicar por qué Karp quería atacarle, si no quedaba ninguna prueba del contrabando? En el mejor de los casos, le tomarían por loco, y lo más probable era que le colgasen por lo de Volovoi y el aleuta.

—¿Sabes cómo entregaron este buque? —preguntó Marchuk—. ¿Sabes en qué estado se encuentran todos los buques que entregan los astilleros?

—¿Como nuevos?

—Mejor que nuevos. El Estrella Polar fue construido en unos astilleros polacos. Cuando lo entregaron estaba completo, había de todo: cubertería, ropa blanca, cortinas, luces, todo lo que hacía falta para zarpar en el acto.

Pero los barcos nunca zarpan inmediatamente. El KGB sube a bordo. Gente del Ministerio sube a bordo. Se llevan la cubertería nueva y en su lugar dejan otra vieja, se llevan la ropa blanca y las cortinas, y sustituyen las bombillas que dan mucha luz por otras que pueden echarte a perder la vista. Exactamente igual que si estuvieran robando en una casa. Arrancan las cañerías buenas y en su lugar ponen otras de plomo. Hasta se llevan los colchones y los pomos de las puertas. Sustituyen lo bueno por mierda. Luego entregan el buque a los pescadores soviéticos y les dicen: «¡A zarpar, camaradas!». Éste era un buque bonito, un buen buque.

Marchuk inclinó la cabeza, dejó caer la colilla del cigarrillo en cubierta y luego la pisoteó.

—De modo, Renko, que ya sabes por qué el buque navega tan despacio. ¿Había algo más?

—No.

El capitán se quedó mirando fijamente el parabrisas brillante y cegado.

—Es una lástima lo del Eagle. La empresa conjunta es una buena cosa. El otro camino lleva de vuelta a la caverna, ¿verdad?