Arkady soñó que estaba contemplando a Zina Patiashvili mientras la muchacha nadaba en la playa de Vladivostok, que era exactamente tal como la describiera Slava, excepto que los únicos seres que tomaban el sol eran focas, que se revolcaban en la arena y alzaban sus ojos orientales, de largas pestañas, hacia el cielo. Llevaba el mismo traje de baño con que se había exhibido en la cubierta aquel día de verano. Las mismas gafas de sol, y sus cabellos eran rubios; ni siquiera negros en las raíces. El día era deslumbrante. Había unas boyas largas que parecían caramelos chupones y señalaban la sección reservada a los niños. Algunos maderos habían llegado flotando desde los cercanos muelles de carga y los chicos montaban en ellos como si fueran canoas.
Zina se adentró nadando en la bahía, dejando atrás las embarcaciones de vela que patinaban sobre la superficie del agua, y se volvía boca arriba para contemplar los verdes árboles de la ciudad, los bloques de oficinas y los arcos romanos del estadio. El estadio Dínamo. Todas las poblaciones tenían sus Dínamo, Espartaco o Torpedo. ¿Por qué no usaban nombres como Torpor o Inercia?
Zina se zambulló en aguas más tranquilas y más frescas donde la luz penetraba formando un ángulo, igual que penetra por las persianas de una habitación, hasta alcanzar un nivel que era a la vez translúcido y negro, dando brazadas amplias hasta llegar al fondo blando y silencioso de la bahía. Un pez pasó rápidamente por delante de su cara. Bancos de peces pasaban nadando por ambos lados, arenques que brillaban como un aguacero de monedas, líneas de peces azules, la sombra flotante de una raya que huía de dos haces de luz que se acercaban con el ruido de un tren a toda velocidad. Las puertas de acero de una red de arrastre rastrillaban el fondo del mar por ambos lados, levantando columnas de fango. Las luces del cable eran cegadoras, pero Zina podía ver cómo el fondo estallaba al avanzar la red, levantando géiseres de arena y también de peces que intentaban escapar de la red, que rugía al tragárselos. Un muro de agua la empujó primero y luego la atrajo hacia el torbellino, hacia el interior del acorde bajo que dejaban oír las mallas en tensión y las nubes de arena y escamas relucientes.
Arkady despertó y se incorporó a medias, empapado en sudor como si acabara de salir del mar. Le había dicho a Natasha que se trataba sencillamente de ver lo que tenías delante de los ojos, que no hacía falta ser ningún genio. ¿Cómo se hace contrabando en mar abierto? ¿Qué se movía atrás y adelante veinte veces al día? ¿Y dónde escondería el capataz lo que había recibido? Se le ocurrió otra respuesta obvia: ¿en qué parte del Estrella Polar le habían atacado?
Esta vez Arkady se llevó una linterna. Las ratas salían corriendo a su paso, metiéndose entre los tablones, puntitos rojos que le miraban desde arriba mientras bajaba la escalera que conducía a la bodega de proa. Las tuberías de refrigeración estaban llenas de ratas que corrían por encima de ellas con la facilidad que daba la costumbre. Al menos, el descenso fue más corto llevando una linterna.
Sin hacer ruido, bajó del último peldaño al fondo de la bodega y recordó que la primera vez había recogido un trozo de madera para golpear los mamparos tratando de hacer salir a un teniente del Servicio de Información de la Marina, cuando era probable que todo el rato hubiese estado de pie sobre la tapa de un cofre que contenía un tesoro. El haz de luz de la linterna encontró la madera, las mismas latas de pintura y la misma manta, el mismo esqueleto de gato de la vez anterior. Pero la vez anterior el esqueleto de gato se encontraba en el centro y ahora estaba acurrucado en un rincón. Había señales de tacones y de pies que se habían arrastrado por las tablas del suelo. Las tocó. Estaban mojadas.
La escotilla situada a ras de suelo se abrió y Pavel, uno de los hombres del equipo de Karp, asomó medio cuerpo. Llevaba un casco y una chaqueta empapada en lluvia y se llevó una mano a los ojos para protegerse de la luz de la linterna de Arkady.
—¿Todavía aquí? —preguntó.
Luego, vio de quién se trataba y cerró apresuradamente la escotilla. Arkady subió por la escalera hasta el siguiente nivel. Su escotilla estaba cerrada. Siguió subiendo hasta el nivel más alto, el mismo por donde había entrado en la bodega, el corazón latiéndole como un prisionero extra que azuzara a las manos para que subieran más aprisa. Abrió la escotilla de un puntapié, corrió hasta la escalera y bajó por ella. Cuando llegó al nivel más bajo, enfrente de la bodega, Pavel ya no estaba, pero en la cubierta de metal había huellas mojadas que señalaban como flechas la dirección por la que se había ido. En el mismo camino había el tráfico húmedo de otras botas.
Arkady echó a correr, tratando de darle alcance. Las huellas conducían a popa, pasaban por delante de la bodega para pescado número dos y luego subían por la escalera de los medios del buque y salían junto a la grúa de proa de la cubierta de descarga. No había rastro de Pavel ni de nadie más. La lluvia azotaba los tablones de la cubierta, limpiándolos, y Arkady, guardándose la linterna en el bolsillo, sacó el cuchillo. La lámpara del chigre principal estaba apagada y el hielo cubría las lámparas de las grúas de pórtico. Al otro lado de la cubierta, la entrada de la rampa de popa aparecía a oscuras.
Arkady ya no necesitaba flechas indicadoras. Lo extraño era que fuese la primera vez que pisaba la rampa. Las luces de las grúas rozaban el pellejo rugoso de las paredes y los pliegues de hielo de arriba. A cada paso que daba hacia abajo, sin embargo, la luz se hacía más débil y el ángulo de la rampa se volvía más escarpado. Lejos de allí, la proa del Estrella Polar se estremecía al chocar con hielo más duro. En el fondo de la popa, en aquella caja de resonancia que era la rampa, el ruido crecía hasta transformarse en un quejido. Una ola subió por la rampa y volvió a bajar con un suspiro, del mismo modo que la audiomecánica de una concha marina amplificaba y exageraba un sonido, del mismo modo que el oído interno medía los latidos violentos del corazón.
Si Arkady resbalaba, no había nada entre él y el agua excepto la compuerta de seguridad. Se aferró lo mejor que pudo al lado de la rampa al notar que ésta empezaba a descender. Sobre su cabeza, en el pozo, había una segunda intrusión de luz tenue. Pudo ver que la cadena de la compuerta de seguridad estaba tensa en su gancho en la pared de la rampa; habían subido la compuerta, dejando vía libre hacia el agua. Demasiado tarde para aferrarse al gancho, empezó a deslizarse. Sólo un poquito al principio, el primer milímetro que informa al hombre que cae de la situación en que se encuentra; luego con un ímpetu cada vez mayor a medida que la curva de la rampa se acentuaba. Con las extremidades extendidas, la cara al frente, los dedos clavándose en el hielo, vio la espuma blanca de una ola alzándose hacia él mientras el cuchillo se deslizaba hacia abajo tras escapársele de la mano. El borde de la rampa se abría a la negrura del mar y del cielo, al ruido de las hélices y, a los costados, a unas alas de hielo. En el momento en que el agua subía hacia él, su mano encontró una cuerda colocada a lo largo de la rampa, siguiendo su costado, y se enrolló con ella la muñeca. Cuando se detuvo vio bajo él a otro hombre que llevaba botas y formaba un ángulo muy pronunciado, como un escalador con respecto a la pared de la montaña, de pie entre las olas que bañaban la parte inferior de la rampa. La cuerda de salvamento estaba atada a la cintura del hombre.
Karp llevaba un jersey oscuro y una gorra de lana calada sobre su frente espesa, y sostenía algo que parecía un cojín.
—Demasiado tarde —dijo a Arkady. Arrojó el cojín al agua dándole un golpe con el dorso de la mano. Por la forma en que cayó al mar y se hundió rápidamente, era obvio que el paquete estaba lastrado—. Una fortuna —se lamentó Karp—. Todo lo que habíamos comprado. Pero tienes razón; desmontarán este buque cuando regresemos a Vladivostok.
Karp se inclinó hacia atrás con ambas manos libres y encendió un cigarrillo, aliviado y tranquilo. La estela tenía una luminiscencia que se disipaba en la oscuridad. Arkady se puso en pie.
—Pareces asustado, Renko.
—Lo estoy.
—Toma —Karp cambió de postura, dio el cigarrillo a Arkady y encendió otro para él. Sus ojos brillaban cuando miraron rampa arriba—. ¿Has venido solo?
—Sí.
—Ya lo averiguaremos.
Arkady tenía la atención concentrada en la lluvia y en una luz que oscilaba a lo lejos como una lámpara movida por la brisa. Era el Eagle, que estaría a unos doscientos metros.
—¿Y si eso que has arrojado al mar lo recoge la red?
—El Eagle no arrastra la red en este momento; bastante trabajo tienen quitando el hielo con las mangueras. El peso del hielo se nota mucho en un pesquero de este tipo. ¿Cómo supiste que me encontrarías aquí?
Arkady decidió no mencionar a Pavel.
—Quería ver el lugar donde Zina había caído al agua.
—¿Aquí?
—Dejó la chaqueta y el bolso aquí o en el descansillo mientras se iba al baile. ¿Qué aspecto tenía en la red? —preguntó Arkady.
Karp dio una larga chupada a su cigarrillo.
—¿Alguna vez has visto a un ahogado? —preguntó.
—Sí.
—Entonces ya sabes qué aspecto tenía —Karp se volvió para mirar la luz del Eagle, que en ese momento quedaba medio oculta por la lluvia. Daba la impresión de no tener prisa, de estar esperando a un amigo—. El mar es peligroso, pero debería estarte agradecido por sacarme de Moscú. Entre hacer de macarra y estafar, ganaba… ¿cuánto? ¿Veinte o treinta rublos diarios? Para el resto del mundo, los rublos ni siquiera son dinero.
—No estás en el resto del mundo. En la Unión Soviética un pescador gana un montón de rublos.
—¿Y de qué le sirven? La carne está racionada, el azúcar está racionado. La reestructuración es un chiste. La única diferencia es que ahora el vodka también está racionado. ¿Quién es delincuente? ¿Quién es contrabandista? Las delegaciones que visitan Washington vuelven con prendas de vestir, retretes, lámparas de brazos. El secretario general coleccionaba coches rápidos, su hija coleccionaba diamantes. En las repúblicas ocurre igual. Este jefe del partido tiene palacios de mármol; aquél tiene maletas tan repletas de oro, que es imposible levantadas del suelo. Otro tiene una flota de camiones que no transportan nada más que amapolas, y los camiones van protegidos por la patrulla móvil. Renko, tú eres el único al que no entiendo. Eres como un médico en una casa de putas.
—Es que soy un romántico. Así que querías otra cosa, pero ¿por qué drogas?
En los hombros de Karp había gotas de lluvia heladas que hicieron pensar a Arkady en la neblina que se formaba en una cámara de niebla y hacía visibles las huellas dejadas por los iones.
—Es la única manera de que un trabajador gane dinero en serio, siempre y cuando tenga valor —dijo Karp—. Por eso los gobiernos odian las drogas, porque no pueden controladas. Los gobiernos controlan el vodka y el tabaco, pero no controlan las drogas. Ahí tienes a Norteamérica. Hasta los negros ganan dinero.
—¿Crees que en la Unión Soviética pasará igual?
—Ya está pasando. Puedes comprar municiones en una base del Ejército rojo, pasar la frontera con ellas y vendérselas a los afganos que luchan contra nosotros. Los dushmany tienen almacenes llenos de cocaína hasta el techo. Es mejor que el oro. Es la nueva divisa. Por eso todo quisque les tiene miedo a los ex combatientes… No sólo porque consumen drogas, sino porque saben lo que está pasando realmente.
—Pero tú no formas parte de ninguna red inmensa de veteranos de Afganistán —dijo Arkady—. Tú comerciarías con artículos siberianos, anasha. ¿Cuál es el tipo de cambio que se aplica a lo que pasáis por medio de las redes?
Karp sonrió y sus muelas de oro brillaron en la oscuridad.
—Un par de ladrillos nuestros por una cucharada de ellos. Parece injusto, pero… ¿sabes cuánto se saca de un gramo de cocaína en una plataforma de perforación de Siberia? Quinientos rublos. Adivinaste lo de las redes; has sido muy listo.
—Lo que no entiendo es cómo pudiste pasar anasha por el control de la guardia de fronteras y meterlo en el Estrella Polar.
La voz del capataz dejó entrever que el hombre se sentía halagado, al mismo tiempo que adquiría el tono de quien va a hacer alguna confidencia, como si fuera una lástima que los dos hombres no pudieran acercarse unas sillas y compartir una botella. Arkady se dio cuenta de que Karp no hacía más que interpretar un papel, que disfrutaba de una situación que tenía controlada por completo.
—Tú sabrás apreciar esto —dijo Karp—. ¿Qué clase de pertrechos puede pedir un capataz como yo? Redes, agujas, grilletes, cuerdas. En el astillero siempre te dan lo peor, de eso puedes estar seguro. ¿Qué tipo de cuerda es el más barato?
—La de cáñamo —el cáñamo manchuriano se cultivaba legalmente para fabricar cuerda y sacos; la anasha no era más que la versión potente y fecundada con polen de la misma planta—. Envasabas anasha en la cuerda, cáñamo en cáñamo.
Arkady no tuvo más remedio que sentir admiración.
—Y terminamos cambiando mierda por oro. Dos kilos son un millón de rublos.
—Pero ahora tendrás que enrolarte para otros seis meses con el fin de traer un segundo cargamento.
—Es un contratiempo —Karp miró pensativamente la rampa—. Distinto del que vas a tener tú, pero no deja de ser un contratiempo. ¿Dices que has venido aquí de noche y lloviendo sólo para ver el lugar donde Zina cayó al agua? No te creo.
—¿Crees en los sueños?
—No.
—Yo tampoco.
—¿Sabes por qué maté a aquel hijo de perra en Moscú? —preguntó de pronto Karp.
—¿El que estaba con la prostituta entre vagones de tren?
—El motivo de que tú me trincaras, sí.
—¿Así que no fue un accidente, que lo hiciste a propósito?
—Hace mucho tiempo, quince años; no me puedes acusar por segunda vez.
—¿Y bien? ¿Por qué lo mataste?
—¿Sabes quién era la puta? Era mi madre.
—Pues ella no lo dijo. Usaba un nombre diferente.
—Sí, bueno; aquel hijo de perra lo sabía y dijo que iba a decírselo a todo el mundo. No fue que yo me volviera loco.
—Deberías haberlo dicho en su momento.
—Entonces hubiera empeorado su sentencia.
Arkady recordaba a una mujer pintarrajeada, de cabello teñido de rojo. En aquel tiempo la prostitución oficialmente no existía, pero la mujer fue condenada por conspirar para robar.
—¿Qué fue de ella?
—Murió en un campo de trabajo. En su campo confeccionaban chaquetas acolchadas para Siberia, así que puede que tú llevaras una, o que la llevase yo. Tenían que cumplir un cupo, como todo quisque. Murió feliz, sin embargo. Había allí muchas mujeres con bebés, un jardín de infancia con su propio alambre de púas, y le permitían hacer la limpieza. Escribió diciendo que estaba mejor al encontrarse rodeada de niños. Sólo que murió de neumonía. Probablemente se la contagió alguno de los mocosos. Es curioso ver las cosas que pueden matarte.
Se sacó un cuchillo de la manga. Arkady se volvió al oír unos pasos. Sobre la débil luz de la cubierta de descarga pudo ver que una persona que llevaba casco de acero bajaba por la rampa, asiéndose a la cuerda que conducía hasta Karp.
—Es Pavel —dijo Karp—. Se ha tomado su tiempo para venir aquí. Veo que es verdad, que has venido solo.
Arkady empezó a retroceder sin soltar la cuerda, moviendo primero una mano y luego la otra. Aunque tenía la cuerda de salvamento enrollada alrededor de su propia cintura, el capataz no parecía necesitarla y subía con facilidad la cuesta helada.
La figura procedente de la cubierta de descarga se detuvo, y Arkady se dio cuenta de que tendría que apartarse mucho para pasar, y que en cuanto soltara la cuerda se deslizaría por la rampa y caería al agua. Sus botas resbalaban. Se preguntó cómo podía Karp subir tan aprisa; parecía un diablo volando sobre peldaños.
—Esto ha valido la espera —dijo Karp. Movió la cuerda con fuerza.
Arkady volvió a resbalar y Karp le asió por la chaqueta.
—¡Arkady! —llamó Natasha—. ¿Eres tú?
—Sí.
La figura que se acercaba por la rampa no era Pavel.
Cuando la tuvo más cerca pudo ver que lo que parecía un casco de hombre era un pañuelo de cabeza.
—¿Con quién estás? —preguntó Natasha.
—Con Korobetz —contestó Arkady—. Ya conoces a Korobetz.
Arkady casi podía oír los cálculos en el cerebro del capataz. ¿Sería posible matarle a él y también a Natasha antes de que la muchacha llegara a la cubierta de descarga y gritase?
—Somos viejos amigos —Karp seguía sujetando a Arkady—. Amigos desde hace mucho tiempo. Échanos una mano.
—Sube a cubierta, Natasha —ordenó Arkady—. Yo te seguiré.
—¿Vosotros dos? —preguntó Natasha en tono de suspicacia—. ¿Amigos?
—¡Sube! —ordenó Arkady, permaneciendo en el mismo sitio para que Karp no pudiera pasar.
—¿Qué ocurre, Arkady?
Natasha también permanecía en el mismo sitio.
—Espera —le dijo Karp.
—Espera ahí —añadió Pavel bajando por la rampa detrás de Natasha, con un hacha en la mano libre.
Arkady asestó un puntapié a la pierna de Karp. El capataz cayó boca abajo y se deslizó por la rampa hasta que la cuerda de salvamento no dio más de sí. Arkady tenía la esperanza de que cayese al agua, pero Karp se detuvo a poca distancia de las aguas revueltas de la estela. Se levantó en seguida y empezó a subir por la rampa, pero Arkady ya había alcanzado el gancho donde estaba la cadena que mantenía levantada la compuerta de seguridad. Soltó la cadena. Provocando una corriente de aire, la compuerta bajó y, con un ruido metálico, se cerró ante las narices de Karp, dejándole aprisionado en el extremo inferior de la rampa.
Arkady se adelantó a Natasha. A sus espaldas Se oía a Karp sacudiendo la compuerta como si sus manos fueran capaces de deshacer la red de acero. Luego la compuerta quedó quieta.
—Renko —la voz del capataz subió por la rampa. Pavel vaciló al ver que Arkady se le acercaba. Sus ojos eran huecos redondos, más temerosos de Karp que de Arkady.
—Lo estás jodiendo todo. Él ya dijo que lo harías. —La risa de Karp llenó la rampa.
—¿Adónde vas a huir?
—Vete al carajo —Natasha dijo las palabras mágicas y Pavel retrocedió.