Arkady encontró a Slava sentado en las sombras de una litera de arriba, con los auriculares de un walkman en las orejas, tocando la boquilla de un saxofón, marcando el ritmo con los pies descalzos. Arkady se sentó ante la mesa del camarote, silenciosamente, como si hubiera llegado a la mitad de un concierto. La luz con pantalla de la mesa era la única que había en el camarote, pero Arkady pudo ver los objetos que adornaban un camarote de oficial: la mesa misma, estantes para libros, un frigorífico que llegaba hasta la cintura y un reloj en una vitrina estanca, como si el camarote de Slava fuese el único que corriera el riesgo de inundarse. Se recordó a sí mismo que no debía mostrarse demasiado despreciativo; hasta el momento Slava había logrado disimular toda relación entre él y Zina. En el estante para libros aparecía lo que era de esperar en la biblioteca de un oficial encargado de las actividades recreativas: libros sobre juegos populares y canciones recomendadas, además de severos volúmenes sobre el pensamiento de Lenin y la propulsión diésel; el segundo oficial, el compañero de camarote de Slava, estaba estudiando para llegar a primer oficial.
Las mejillas de Slava se hincharon, sus ojos se cerraron, el cuerpo se meció rítmicamente, y balidos cargados de soul surgieron de la boquilla del saxofón. Había un calendario con un banderín, una foto de un grupo de chicos rodeando una moto, con Slava en el sidecar y una lista mecanografiada de consignas para el primero de mayo de ese año. La número 14 aparecía subrayada: «¡Trabajadores del sector agroindustrial! ¡Vuestro deber patriótico es abastecer cumplidamente de alimentos al país en breve tiempo!».
El tercer oficial se quitó los auriculares. Arrancó una última nota plañidera de la boquilla, dejó ésta y, finalmente, miró a Arkady.
—De vuelta a la URSS—comentó—. Los Beatles.
—La he reconocido.
—Sé tocar cualquier instrumento. Nombra un instrumento.
—La cítara.
—Un instrumento corriente.
—¿El laúd, la lita, el bidón de acero, el sitar, la flauta de Pan, el chong chai de Formosa?
—Tú ya me entiendes.
—¿El acordeón?
—Sé tocarlo. El sintetizador, la batería, la guitarra —Slava miró a Arkady con suspicacia—. ¿Qué quieres?
—¿Recuerdas aquella caja de efectos personales que sacaste del camarote de Zina? ¿Tuviste oportunidad de repasar su libreta espiral?
—No, no tuve tiempo porque hube de entrevistar a cien personas aquel mismo día.
—La caja aún está en la enfermería. Acabo de examinar la libreta más concienzudamente que la primera vez, buscando huellas dactilares. He encontrado las de Zina y las tuyas. Las he comparado con las de la nota de suicidio que tú encontraste.
—Bien, examiné su libreta. ¿Y qué? Mala pata; deberías haberme interrogado en presencia de alguien. De todos modos, ¿se puede saber qué pretendes yendo de un lado para otro del buque, sin tomarte la molestia siquiera de asomarte a la factoría?
—No tenemos mucho pescado para limpiar. El equipo no me echará de menos.
—¿Por qué el capitán no te ha parado los pies?
Arkady ya había pensado en ello.
—Viene a ser como en El inspector general. ¿Recuerdas aquella comedia del tonto que llega a una población y la gente cree que es un funcionario del zar? Además, el asesinato lo cambia todo. Nadie está muy seguro de lo que tiene que hacer, especialmente habiendo desaparecido Volovoi. Mientras no discuta las órdenes, puedo hacer caso omiso de ellas durante unos días. Mientras la gente no sepa cuánto sé; eso es lo que le da miedo.
—De modo que se trata solamente de farolear, ¿eh?
—Eso viene a ser.
Slava se incorporó a medias.
—Podría subir directamente al puente y decide al capitán que cierto marinero de segunda clase lleva un tiempo faltando a su trabajo e importunando a la tripulación con preguntas que le ordenaron que no hiciera, ¿de acuerdo?
—Subirás mejor si te pones los zapatos.
—Hecho.
Slava se guardó la boquilla de saxofón en el bolsillo de la camisa y saltó con ligereza de la litera al suelo. Arkady alargó la mano sobre la mesa para tomar un cenicero mientras el tercer oficial se calzaba las botas.
—¿Vas a esperarme aquí? —preguntó Slava.
—Aquí mismo.
Slava se puso la chaqueta del chándal. —¿Quieres que le diga alguna otra cosa?
—Háblale de ti y de Zina.
La puerta se cerró de golpe detrás de Slava.
Arkady sacó un cigarrillo del bolsillo del pantalón y encontró cerillas en una jarrita llena de lápices. Estudió el dibujo que había en la carterita de cerillas: la palabra «Prodintorg» escrita de modo llamativo en una cinta. Recordó que Prodintorg se ocupaba del comercio exterior de artículos animales: pescado, cangrejos, caviar, caballos de carreras, ganado vacuno y animales para zoológicos; una forma de abordar al por mayor las maravillas de la naturaleza. Apenas había encendido el pitillo cuando volvió Slava y cerró la puerta con la espalda.
—¿Qué hay de Zina?
—Zina y tú.
—Vuelves a hacer conjeturas.
—No.
Toda una vida de inclinarse ante la autoridad influía en las personas. Slava se sentó en la litera de abajo y escondió el rostro entre las manos.
—¡Oh, Dios! Cuando mi padre se entere de esto.
—Puede que tu padre no llegue a saberlo, pero a mí sí tienes que contármelo.
Slava alzó la cabeza, parpadeó y aspiró hondo, como si necesitara más aire que de costumbre.
—Me matará.
Arkady procuró incitarle a hablar:
—Me parece que una o dos veces intentaste decirme que yo no era lo bastante listo como para oírte. Por ejemplo, que no podía averiguar cómo Zina había sido destinada a este buque. Tener tanta influencia en el cuartel general de la flota es muy poco corriente.
—Oh, él intentó complacerla, a su manera.
—¿Tu padre? —Arkady alzó la carterita de cerillas.
—Ministro suplente —Slava permaneció callado durante un momento—. Zina insistió en que tenía que embarcar en este buque para estar cerca de mí. ¡Qué chiste! En cuanto salimos del puerto, todo terminó, como si nunca nos hubiéramos conocido.
—¿Él hizo la llamada que te colocó en el Estrella Polar y luego, a petición tuya, ordenó que también Zina fuese destinada a este buque?
—Él nunca da órdenes; sencillamente llama al director del puerto y pregunta si hay alguna buena razón para que no se pueda colocar a alguien en alguna parte o no se pueda hacer talo cual cosa. Lo único que dice es que el Ministerio está interesado, y todo el mundo lo entiende. Cualquier cosa: la escuela apropiada, el maestro más idóneo, un coche del Ministerio para llevarme a casa. Verás, la primera señal de la reestructuración fue cuando no pudo colocarme en la flota del Báltico, sólo en la del Pacífico. Por esto Marchuk me detesta —Slava clavó los ojos en la oscuridad como si allí hubiera un fantasma sentado ante una mesa de despacho con una batería de teléfonos—. Tú nunca has tenido un padre así.
—Sí lo tuve, pero le decepcioné pronto y por completo —le tranquilizó Arkady—. Todos cometemos errores. Tú no podías saber que yo ya había mirado debajo de la cama donde encontraste la nota de suicidio. O, mejor dicho, donde pusiste la nota, escrita en una página de la libreta de Zina, la misma que sacaste de su camarote. Fui torpe al no darme cuenta de ello en seguida. ¿Había en la libreta algo más que yo no vi?
Slava no pudo evitar una risita nerviosa.
—Más notas de suicidio, dos o tres en una página. El resto las tiré. ¿Cuántas veces podía quitarse la vida?
—Así que allí estabas tú, dirigiendo el conjunto del buque y contemplando cómo una mujer a la que habías ayudado a embarcar en este buque bailaba con un norteamericano y no te hacía caso.
—Nadie lo sabía.
—Lo sabías tú.
—Estaba negro. Durante el descanso me fui a la cocina a fumar, sólo para no verla. Zina entró y volvió a salir sin apenas mirarme. Como ya no podía seguir utilizándome, yo no existía.
—No dijiste nada de eso en tu informe.
—Nadie nos vio. Una vez intenté hablar con ella un día en el vestuario, y dijo que si volvía a molestarla se lo diría al capitán. Entonces comprendí que había algo entre ellos, entre el capitán y Zina. ¿Y si él estaba al corriente de lo mío? No fui tan tonto como para decir que tal vez yo era el último que la había visto viva.
—¿Fue así?
Slava desatornilló la pieza metálica de la boquilla y examinó la lengüeta de caña.
—Está agrietada. Ya resulta bastante difícil encontrar un saxo en venta, y cuando tienes uno, entonces es imposible encontrar lengüetas. Te tienen controlado, de una manera o de otra —con mucho cuidado volvió a colocar la lengüeta en su sitio; parecía que estuviera engarzando un rubí en un anillo—. Ella sacó una bolsa de plástico de un cacharro. La bolsa estaba cerrada con esparadrapo. Se la metió debajo de la chaqueta y salió. Le he dado vueltas una y otra vez, intentando encontrarle sentido. Pensé que los tipos que estaban en cubierta la habían visto después de mí, pero no dijeron nada de una chaqueta ni de una bolsa. No soy buen detective.
—¿De qué tamaño era la bolsa? ¿De qué color?
—Una de las grandes. Negra.
—¿Ves? De eso te has acordado. ¿Qué tal va tu informe sobre Volovoi?
—Justamente en ello estaba al entrar tú.
—¿A oscuras?
—¿Importa algo? ¿Qué puedo decir que alguien vaya a creerse? Tienen un procedimiento para examinar los pulmones, ¿verdad? Para saber si alguien murió realmente en un incendio, ¿no? —Slava rió con amargura—. Marchuk dice que si hago un buen trabajo, secundará mi intento de ingresar en una escuela del partido, lo que es otra forma de decir que nunca llegaré a capitán.
—Tal vez no deberías llegar. ¿Qué te parece el Ministerio?
—¿Trabajar a las órdenes de mi padre? —la pregunta respondió a la de Arkady.
—¿La música?
Tras unos instantes de silencio, Slava dijo:
—Antes de trasladamos a Moscú, vivíamos en Leningrado. ¿Conoces Leningrado?
Hasta ese momento Arkady no se había percatado con tanta claridad de lo solo que se hallaba Slava. El joven blando que tenía ante él estaba destinado a ocupar un despacho alfombrado con vistas al Neva en lugar de al Pacífico norte.
—Sí.
—¿Las pistas de baloncesto cerca de la Nevsky? ¿No? Pues cuando yo tenía cinco años estuve en las pistas y había unos negros norteamericanos jugando al baloncesto. Nunca había visto algo parecido; lo mismo hubiesen podido ser seres de otro planeta. Todo lo que hacían era diferente… su forma de tirar la pelota, tan fácil, y su forma de reírse, tan fuerte que yo me tapaba las orejas con las manos. De hecho, ni siquiera formaban un equipo. Eran músicos que tenían que tocar en la Casa de la Cultura, pero su actuación había sido cancelada porque interpretaban jazz. Así que, en vez de dar un concierto, jugaban al baloncesto, pero yo pude imaginar cómo harían música, igual que ángeles negros.
—¿Qué clase de música hacías tú?
—Rock. Teníamos un conjunto en el instituto. Escribíamos nuestras propias canciones, pero la Casa de Creatividad nos las censuraba.
—Seríais populares, ¿no?
—Estábamos contra el sistema. Siempre he sido un liberal. Los idiotas de este buque no lo entienden.
—¿Así fue cómo conociste a Zina, en un baile? ¿O fue en el restaurante?
—No. ¿Conoces Vladivostok?
—Más o menos tan bien como Leningrado.
—Detesto Vladivostok. Cerca del estadio hay una playa que se llena a tope en verano. Ya conoces el panorama: un malecón cubierto de toallas, colchones hinchables, tableros de ajedrez, frascos de bronceador y toda la anatomía que preferirías no ver.
—Y eso no es para ti…
—No, gracias. Pedía prestada una barca de vela, de seis metros de eslora, y navegaba por la bahía. Debido al canal de la Marina, tienes que navegar bastante cerca de la playa. Por supuesto, la mayoría de la gente que se mete en el agua no va más allá de donde el agua le llega a la cintura; o, como mucho, no sobrepasa las boyas y, desde luego, no más allá de los botes de remos de los socorristas. El ruido solo ya es suficiente para volverte loco: el griterío, los silbatos de los socorristas… Navegar en la barca de vela era como escapar de todo el barullo. Había una nadadora, con todo, que se adentró tanto en el mar, y tan fácilmente, que por fuerza me fijé en ella. Seguramente nadó un trecho por debajo de la superficie, sólo para que no la vieran los socorristas. Me distraje tanto, que cerré la vela sin querer y la barca se detuvo. Había un cabo colgando por la borda y la muchacha se asió a él para subir a bordo, exactamente igual que si lo hubiéramos planeado. Luego se tumbó en cubierta para descansar y se quitó el gorro. En aquel tiempo tenía el cabello oscuro, casi negro. Habrás visto el efecto de la luz del sol en las gotitas de agua. La muchacha parecía estar cubierta de diamantes pequeños. Rió como si salir del agua y echarse en la embarcación de un desconocido fuese la cosa más natural del mundo. Estuvimos navegando toda la tarde. Dijo que quería que la llevase a una disco, pero que tendría que reunirse conmigo allí; no quería que pasara a recogerla. Luego se zambulló en el mar y desapareció.
»Al salir de la disco, dábamos un paseo por las colinas. Nunca me dejaba ir a buscarla a su casa ni me permitía acompañarla después. Supuse que viviría muy pobremente y que le daría vergüenza. Por su acento supe que era georgiana, pero eso no me predispuso en contra de ella. Podía contarle cualquier cosa y ella parecía comprenderla. Ahora, al pensar en todo aquello, me doy cuenta de que nunca hablaba de sí misma, como no fuera para decir que tenía carné de marinero y quería embarcarse en el Estrella Polar conmigo. Me engañó como a un tonto, y eso es exactamente lo que era yo. Engañaba a todo el mundo.
—¿Quién crees que la mató?
—Pudo ser cualquiera, pero me daba miedo que una investigación del asesinato me señalara a mí antes o después, lo cual me convierte en un cobarde además de tonto. ¿Me equivoco?
—No —Arkady no podía discrepar—. El agua de la bahía ¿estaba fría?
—¿Donde nadaba ella? Helada.
Sentado en la litera de arriba, Slava parecía suspendido en la oscuridad.
—Me dijiste que éste era tu segundo viaje —dijo Arkady.
—Sí.
—¿Ambos viajes con el capitán Marchuk?
—Sí.
—En el Estrella Polar, ¿hay alguien más con quien ya hayas navegado?
—No —Slava se puso a reflexionar—. Quiero decir que ningún oficial. Por lo demás, solamente Pavel y Karp. ¿Estoy en apuros?
—Me temo que sí.
—Nunca me había metido en un lío de verdad, nunca tuve el valor suficiente. Es algo nuevo, una serie de posibilidades diferentes. ¿Qué vas a hacer ahora?
—Irme a la cama.
—Es temprano.
—Bueno, cuando estás en apuros hasta irse a la cama puede resultar apasionante.
En cubierta, Arkady notó que el buque se alejaba del viento, lo cual significaba que Marchuk había dejado el Merry Jane en el borde de la masa de hielo y luego había puesto proa al norte, internándose nuevamente en la región de los hielos. La lluvia hacía que el hielo que rodeaba al Estrella Polar rielase como el azul de un campo eléctrico. Arkady se ocultó en las sombras hasta que sus ojos se acostumbraron.
Slava no sabía nada del Cuerno de Oro ni del piso al que Zina había llevado a Nikolai y Marchuk, así que desde el principio había tratado a Slava de forma diferente. No había querido asustar al delicado tercer oficial llevándole a un ruidoso restaurante de marineros o al piso que contenía un arsenal clandestino. Puede que Zina no hubiese visto nunca a Slava antes del día en que subió a su barca de vela, pero el capataz sí le había visto.
Karp podía aparecer en cualquier momento, columpiándose en un cable o surgiendo de alguna escotilla. Le había dicho que se «tranquilizara». ¿Por qué Karp no le había matado aún? No sería por su inteligencia por su suerte. Los oficiales ocupaban la caseta de gobierno, el puente del Estrella Polar, su reino de la ignorancia, y el resto del buque factoría, los pasillos mal iluminados y las cubiertas resbaladizas, eran los dominios del capataz. Arkady podía desaparecer en cualquier momento en que Karp lo deseara. Todos los días transcurridos desde la escala en Dutch Harbor eran días de propina. Se dio cuenta de que si estaba vivo era sólo porque una tercera muerte sería más de lo que Vladivostok estaría dispuesto a aceptar. El Estrella Polar recibiría la orden de regresar inmediatamente. Cuando un buque volvía en circunstancias sospechosas, era rodeado por efectivos de la guardia de fronteras y la tripulación tenía que permanecer a bordo mientras se efectuaba un registro minucioso. A pesar de todo, Karp tenía que librarse de él. De momento, el dilema del capataz consistía en la diferencia entre que Arkady continuara teniendo la cabeza sobre los hombros y que la perdiese. Karp seguía pensando, tomándose su tiempo, pues ¿qué podía decide Arkady a Marchuk que no le perjudicase a él, al propio Arkady, más qué a otra persona? Karp tenía testigos de dónde se encontraba en el momento de morir el primer oficial. Con todo, a pesar de aquel «tranquilizante», Arkady cruzó la cubierta pasando de un punto iluminado a otro, como si estuviese trazando líneas que unieran puntos.
La tripulación ya se había acostado, y en el camarote de Arkady sólo Obidin permanecía despierto.
—Dicen por ahí que va a venir un carguero a buscarte, Arkady. También dicen que eres de la Cheka —«Cheka» era el nombre antiguo del KGB—. Hay quien dice que no te conoces a ti mismo.
El olor a mejunjes de elaboración casera emanaba de la barba de Obidin como el perfume del polen emana de un cardo. Arkady se encaramó a su litera después de quitarse las botas.
—¿Y tú qué opinas?
—Que son unos imbéciles, desde luego. El misterio de los actos humanos no puede definirse en términos políticos.
—A ti no te gusta la política —Arkady bostezó—. El alma de un político es negra e insondable. Pronto se reunirá el Kremlin con el otro diablo.
—¿Qué diablo? ¿Los norteamericanos, los chinos, los judíos?
—El Papa.
—¡A ver si os calláis! —dijo la voz de Gury—. ¡Que queremos dormir!
«Gracias a Dios», pensó Arkady.
—Arkady —dijo Kolya al cabo de un minuto—. ¿Estás despierto?
—¿Cómo?
—¿Te has fijado en Natasha últimamente? Está de buen ver.