24

La lluvia golpeaba el Estrella Polar con sus gotas fuertes y horizontales que al poco se transformaban en hielo blando y esponjoso. La tripulación trabajaba a la luz de las lámparas, regando el buque con vapor de las calderas, por lo que la cubierta de descarga humeaba como si en ella hubiese un incendio. Los hombres se aferraban a las cuerdas tendidas de un lado a otro de la cubierta, resbalando a causa del movimiento del buque. Con sus cascos de acero bajo las capuchas forradas de piel, parecían obreros de la construcción en Siberia, todos menos Karp, que no llevaba más abrigo que un jersey, como si el frío no significara nada para él.

—Tranquilízate —con gesto magnánimo, Karp ofreció una mano a Arkady al verle acercarse. De su cinturón colgaba una radio sujeta con una correa—. Disfruta del refrescante clima de Bering.

—No me has perseguido.

Arkady contó los hombres que formaban el equipo de cubierta, para tener la seguridad de que todos estaban a la vista. A ambos lados de la cubierta el bacalao llenaba los contenedores a rebosar. Rodeado de neblina humeante, cubierto por la lluvia helada, el pescado presentaba el brillo plateado de una armadura bajo la luz de las lámparas.

—Como no tienes otro lugar adonde ir… —Karp tiró de la soga de una polea hacia abajo, y con el mango del cuchillo empezó a golpeada para quitar el hielo. El encargado de la grúa de pórtico no estaba en su cabina. Debido a la capa de hielo que cubría el mar, no había pesqueros junto al Estrella Polar. El vapor oscurecía toda la cubierta—. Probablemente podría tirarte por la borda ahora mismo y nadie se enteraría.

—¿Y si cayera sobre el hielo y no me hundiese? —dijo Arkady—. Tienes que pensar más las cosas. Eres demasiado impulsivo.

Karp rió.

—He de reconocer que tienes unas pelotas como un toro.

—¿Qué fue lo que dijo Volovoi, lo que te impulsó a cargártelo? —preguntó Arkady— ¿Fue porque juró que desmontaría el buque cuando llegáramos a Vladivostok? No ganaste nada matándole. El KGB nos hará la vida imposible cuando volvamos.

—Ridley dirá que estuve con él toda la noche —Karp hizo saltar lo que quedaba de la capa de hielo—. Si dices algo de Volovoi, te perjudicarás a ti mismo.

—Olvídate de Volovoi —Arkady sacó una papirosa, un cigarrillo que resistía la lluvia, el granizo y la nieve—. Es Zina la que sigue interesándome.

Cubierto hasta la cintura por nubes de vapor, Pavel avanzaba junto a la barandilla con una manguera de agua caliente. Karp hizo un gesto con la mano ordenándole que se alejara.

—¿Qué pasa con Zina? —preguntó a Arkady.

—Lo que hacía, fuera lo que fuese, no lo hacía sola; ésa no fue nunca su forma de actuar. De toda la gente que hay en este buque, tú me pareces el único con quien Zina trabajaría. Y le dijiste a Slava que apenas la conocías.

—Era una compañera de trabajo y nada más.

—¿Sencillamente otra trabajadora, como tú?

—No, yo soy un trabajador modelo —a Karp le gustaba la distinción. Abrió los brazos—. Tú no sabes nada de trabajadores porque no lo eres, en el fondo no lo eres. ¿Crees que la factoría es desagradable? —Karp golpeó el pecho de Arkady con el cuchillo para dar más énfasis a sus palabras—. ¿Has trabajado alguna vez en un matadero?

—Sí.

—¿En un matadero de renos?

—Sí.

—¿Pisando tripas, resbalando, con un hule en el hombro?

—¿A orillas del Aldan? —el Aldan era un río del este de Siberia.

—Sí.

Karp hizo una pausa.

—¿El director del colectivo es un coriaco llamado Sinaneft, y se paseaba de un lado a otro montado en un poni?

—No; era un buriato. Se llamaba Korin y circulaba en un Moskvitch con esquíes en las ruedas delanteras.

—Veo que es verdad que trabajaste allí —Karp parecía encontrado divertido—. Korin tenía dos hijos.

—Hijas.

—Una con tatuajes. Es curioso, ¿verdad? Todo el tiempo que pasé en los campos, todo el tiempo que estuve en Siberia, me decía a mí mismo que si había justicia en el mundo, tú y yo volveríamos a encontrarnos. Y durante todo el tiempo el destino te mantuvo a mi lado.

Por encima de ellos, el encargado de la grúa entró en la cabina con un tazón en las manos. Al otro lado de la cubierta, el norteamericano llamado Bernie caminaba hacia popa, dificultosamente. Envuelto en un anorak, sujetándose a la cuerda, parecía un montañero. De la radio de Karp salió la voz gutural de Thorwald diciendo que el Merry Jane se acercaba con una red llena. El capataz envainó el cuchillo, y al instante el ritmo de trabajo cambió. Los hombres cerraron las mangueras y empezaron a arrastrar los cables hacia la rampa.

—No eres tonto, pero nunca das más de un paso adelante. Me refiero a tu pensamiento —dijo Arkady—. Deberías haberte quedado en Siberia o haberte dedicado al contrabando de cintas de vídeo o de pantalones tejanos… Cosas pequeñas, nada importante…

—Ahora me permitirás que hable de ti —repuso Karp. Quitó con la mano un poco de hielo de la chaqueta de Arkady—. Eres como un perro al que echan de casa a patadas. Durante un tiempo vives de los desperdicios que encuentras en los bosques y piensas que puedes ir con los lobos. Pero en realidad, lo que de veras deseas es atrapar un lobo para que te dejen volver a casa —quitó un cristal de nieve del pelo de Arkady y susurró—: No conseguirás volver a Vladivostok.

Las personas se transformaban en animales de invierno y comían con la chaqueta puesta. En medio de la mesa larga había una olla de sopa de col que olía como si fuera colada. Se consumía con ajo crudo que se servía en platos aparte, junto con pan moreno, goulash y té que humeaba lo suficiente para convertir la cantina en una especie de sauna. Izrail se sentó en el banco al lado de Arkady. Como de costumbre, el director de la factoría llevaba escamas de pescado en la barba, como si hubiese vadeado hasta el comedor de la tripulación.

—No puedes descuidar tu deber de socialista —susurró a Arkady—. Debes ocupar tu puesto de trabajo junto a tus camaradas o se te denunciará.

Natasha se encontraba sentada enfrente de Arkady. Llevaba todavía el gorro de trabajo, alto y blanco, que impedía que algún cabello fuera a parar al pescado.

—Escucha lo que te dice Izrail Izrailevich —dijo Natasha a Arkady—. Pensé que estabas enfermo. Fui a tu camarote y no estabas.

—Olimpiada sabe preparar la col —Arkady tomó el cucharón e hizo ademán de servir un poco de sopa a Natasha, pero ella dijo que no con la cabeza—. ¿Dónde está Olimpiada? No la he visto.

—Se te denunciará al capitán, a tu sindicato, al partido —advirtió Izrail.

—Denunciarme a Volovoi sería interesante. ¿No quieres un poco de goulash, Natasha?

—No.

—¿Al menos un poco de pan?

—Gracias, me basta con el té —se sirvió una tacita.

—Esto va en serio, Renko —Izrail se sirvió sopa y pan—. No puedes pasearte por el buque como si tuvieras órdenes especiales de Moscú —mordió un clavo de especia y reflexionó—. A no ser que las tengas.

—¿Estás a dieta, Natasha? —preguntó Arkady.

—Me resisto.

—¿Por qué?

—Tengo mis razones —con el pelo recogido dentro del gorro, sus pómulos eran más visibles a la vez que sus ojos negros parecían mayores y más dulces.

Obidin estaba sentado junto a Natasha, llenando su plato de goulash y buscando los trocitos de carne.

—Tengo entendido que la gente piensa que no deberíamos volver a pescar donde encontramos a Zina —dijo—. Por respeto a la difunta.

—Absurdo —la expresión de los ojos de Natasha se endureció al pensar en Zina—. No todos somos fanáticos religiosos. Vivimos tiempos modernos. ¿Has oído algo en ese sentido? —preguntó a Izrail.

—¿Has oído hablar de Kureika? —preguntó a su vez Izrail. Una sonrisa se ocultó en su barba—. Es donde Stalin estuvo exiliado por orden del zar. Más adelante, cuando Stalin gobernaba, envió un ejército de presos a Kureika para que reconstruyeran su antigua cabaña, y a su alrededor edificaran un hangar lleno de luces que durante veinticuatro horas al día iluminaban la cabaña y una estatua de mármol del mismo Stalin. La estatua era gigantesca. Una noche, años después de morir Stalin, quitaron secretamente la estatua de su sitio y la arrojaron al río. Todas las embarcaciones daban un rodeo para no pasar por encima de la cabeza.

—¿Cómo sabes tú todo eso? —preguntó Arkady.

—¿Cómo crees tú que un judío se convierte en siberiano? —preguntó a su vez el jefe de la factoría—. Mi padre ayudó a construir el hangar —dio un mordisco al pan—. No te denunciaré en seguida —concedió—. Te daré uno o dos días.

Cuando se dirigía al lugar donde estaba la radio, Arkady oyó una voz que le recordó la que se oía en la cinta de Zina. La voz y la guitarra eran resonantes, románticas, y salían por la puerta de la enfermería. La voz no sonaba como la del doctor Vainu.

En un mar tempestuoso y lejano

navega un bergantín pirata.

Era una vieja canción que cantaban los prisioneros de los campos, aunque un prisionero tenía que estar bastante borracho, y probablemente ser incapaz de andar en línea recta, para disfrutar de una letra tan lacrimógena.

La bandera pirata ondea al viento,

el capitán Flint está cantando.

y también nosotros,

entrechocando los vasos,

empezamos nuestra cancioncilla.

La canción se interrumpió al entrar Arkady en la enfermería.

—¡Mierda! Creía que estaba cerrada con llave —exclamó el doctor Vainu, apresurándose a córtale el paso a Arkady.

En el extremo más alejado del pasillo Arkady vio el trasero ancho y colorado de Olimpiada Bovina, que entraba corriendo en una sala de reconocimiento. El doctor vestía ropa cómoda y calzaba zapatillas, y su aspecto era sólo un poco desaliñado: la zapatilla izquierda en el pie derecho y viceversa. Arkady pensó que Bovina y Vainu hacían buena pareja, tan buena pareja como una apisonadora y una ardilla.

—No se puede entrar —protestó Vainu.

—Ya estoy dentro —buscando a la persona que cantaba, Arkady condujo al doctor hasta el quirófano, donde la mesa de operaciones aparecía cubierta con una sábana. Arkady se fijó en que la caja con los efectos personales de Zina seguía en el mismo sitio.

—Esto es un consultorio médico —Vainu comprobó que su bragueta estuviera cerrada.

Al lado de la mesa había una bandeja de acero con un jarro y, a juzgar por el olor a barniz que flotaba en el aire, vasos de alcohol de cereales. También había un bombón de chocolate a medio comer, relleno de crema. Arkady puso la mano sobre la sábana. Aún estaba caliente, como el capó de un coche.

—No puedes entrar así por las buenas —advirtió Vainu con una convicción que se evaporaba por momentos. Se apoyó desmayadamente en un mostrador y encendió un cigarrillo para calmar los nervios. En el mostrador, al lado de la caja, había una casete nueva, de fabricación japonesa, con sus propios altavoces estereofónicos en miniatura. Arkady apretó el botón de rebobinar, luego el de avance: «La bandera pirata ondea al viento». Finalmente el de paro—. Perdona —dijo.

De todos modos, la voz no era como la del otro cantante.

La sonora voz del coronel Pavlov-Zalygin recorría la línea telefónica y las ondas desde Odessa. Su tono melodioso, de barítono, recordó a Arkady que mientras la capa de hielo del mar de Bering se movía hacia el sur, en Georgia seguían pisando las uvas y en el mar Negro los últimos turistas del año continuaban llenando los transbordadores.

Para el coronel era una satisfacción ayudar a un colega que se encontraba en alta mar, aunque para ello tuviera que buscar entre montones de fichas viejas.

—¿Patiashvili? Recuerdo el caso, pero últimamente los jefazos se han puesto en plan legalista. Los abogados andan metiendo las narices en todo, nos acusan de ser violentos; apelan sentencias perfectamente válidas. Créeme, estás mucho mejor en alta mar. Estudiaré el caso y te volveré a llamar.

Arkady recordó que otros buques podían oír la mitad de la conversación si tenían sintonizado el canal soviético. Cuantas menos llamadas, mejor, aun suponiendo que tuviera ocasión de hacer otra. Nikolai estudió los mandos de la radio de bandas laterales: las agujas oscilaban siguiendo el compás de la voz del coronel.

—Es el tiempo —dijo a Arkady—. La recepción es cada vez peor.

—No tenemos tiempo.

—Hoy día la prensa publica cartas de delincuentes —se lamentó Pavlov-Zalygin—. ¡Hasta salen en la Gaceta Literaria!

—La muchacha murió.

—Bien, déjame pensar.

En cada transmisión había una pausa de cuatro segundos que no hacía más que aumentar la confusión. En vez de micrófono, la radio tenía un receptor telefónico con unos agujeritos que formaban el dibujo de una margarita, como un anticuado objeto decorativo. A Arkady se le ocurrió que toda la tecnología moderna que había en el Estrella Polar se encontraba en lo más hondo del buque con Hess.

—Lo malo es que no teníamos nada concreto contra ella —explicó Pavlov-Zalygin de mala gana—, nada que pudiéramos presentar ante un tribunal. Registramos su piso, la tuvimos detenida, pero no dimos con nada que nos permitiera acusarla. Aparte de eso, la investigación fue un gran éxito.

—¿Investigación? ¿Qué investigasteis?

—Salió en los periódicos, en Pravda —informó el coronel con orgullo—. Una operación internacional. Cinco toneladas de hachís georgiano enviadas de Odessa a Montreal en un mercante soviético. Mercancía de gran calidad, en ladrillos toda ella, en contenedores cuyas marcas indicaban que dentro había «lana en rama». Los de aduanas descubrieron narcóticos aquí. Generalmente practicamos las detenciones y destruimos el cargamento ilegal, pero esta vez decidimos colaborar con los canadienses y que las detenciones se practicaron en ambos extremos.

—Una empresa conjunta.

—Justamente. La operación fue un gran éxito, sin duda te… de ella.

—Sí. ¿De qué modo estaba Zina Patiashvili complicada en el asunto?

—El cabecilla de la banda era un amiguito suyo. La muchacha había trabajado seis meses en la cocina del mercante; de hecho, era el único mercante en el que realmente había trabajado. Fue vista en el muelle cuando cargaron el buque por primera vez, pero…

Al aumentar la electricidad estática, la aguja se desplazó hacia el indicador de vatios de la radio.

… al fiscal. Sin embargo, la expulsamos de la ciudad.

—¿Los demás involucrados siguen en campos de trabajo?

—En campos de régimen estricto, desde luego. Ya sé que ha habido una amnistía, pero no ha sido como la amnistía de Jruschof, cuando soltamos a todo quisque. No, cuando…

—Se nos escapa —advirtió Nikolai.

—Dices que trabajó en ese mercante durante seis meses, pero su libreta de cobros indica que trabajó en la flota del mar Negro durante tres años —dijo Arkady.

—No fue exactamente como ayudante de cocina. La chica… recomendaciones y los títulos de costumbre.

—¿Pues qué hacía? —preguntó de nuevo Arkady.

—Nadaba —de pronto, la voz del coronel se oyó fuerte y clara—. Nadaba en representación de la flota del mar Negro en las competiciones que se celebraban en todas partes. Antes de eso hacía lo mismo para su escuela vocacional. Algunos decían que hubiera podido probar suerte en las olimpiadas de haber sido más disciplinada.

—¿Una chica pequeñita, cabello negro teñido de rubio? —Arkady no podía creer que estuvieran hablando de la misma mujer.

—Así es, sólo que su cabello era negro, sin teñir. Tenía un atractivo vulgar…, extranjero… ¿Oye? ¿Me…?

La voz del coronel se esfumó como un buque avistado en plena tormenta, pasando de un bando de electricidad estática a otro más denso.

—Se nos ha escapado —Nikolai se quedó contemplando la aguja, ya totalmente desmandada.

Arkady dio por terminada la conversación y se recostó en la silla mientras el teniente le observaba con expresión ansiosa. No le faltaban razones para ello. Una cosa era que un radiotelegrafista joven y viril metiera a una ciudadana honrada de matute en un puesto secreto de espionaje con la intención de seducirla; otra cosa muy diferente, revelar la existencia de dicho puesto a una delincuente de armas tomar.

—Lo siento —dijo Nikolai, incapaz de seguir soportando la incertidumbre—. Quise llamarte hace un rato, aprovechando que la transmisión era mejor, pero se había armado un gran barullo a causa de la captura que hemos perdido, y hubo llamadas a Seattle y a la flota. Perdimos la última red del Merry Jane.

—¿Thorwald?

—El noruego, sí. Él dice que nosotros tenemos la culpa, y nosotros afirmamos que el culpable es él porque intentó transbordar una carga que pesaba más del máximo autorizado. Perdió la captura y el aparejo. Al parecer, es imposible recuperarlo con tanto hielo… y tiene que volver a Dutch Harbor.

—¿Sólo nos queda el Eagle?

—La compañía ya ha mandado tres pesqueros para aquí. No van a permitir que un buque factoría como éste dependa de un solo arrastrero.

—¿Te dijo Zina que era nadadora?

Nikolai carraspeó.

—Sólo me dijo que sabía nadar.

—En el Cuerno de Oro, el restaurante, ¿reconociste a alguien más, a alguien del buque?

—No. Oye, tengo que preguntarte sobre tu informe. ¿Qué vas a decir de mí? Pareces saberlo todo.

—Si lo supiera todo, no estaría haciendo preguntas.

—Sí, sí, pero ¿vas a nombrarme en tu informe? —Nikolai se acercó un poco más a Arkady, que lo imaginó como la clase de chico que, puesto cabeza abajo en el escritorio del maestro, intentaría leer sus notas—. No tengo derecho a pedírtelo, pero te suplico que reflexiones sobre lo que me pasará si en tu informe hay comentarios desfavorables. No te lo pido por mí mismo. Mi madre trabaja en una fábrica de conservas. Yo le envío siempre un rollo de paño de la Marina y ella lo usa para confeccionar faldas y pantalones que vende a las amistades, y así va tirando. Vive para mí, y un asunto feo como éste podría matarla.

—¿Pretendes decirme que yo sería el culpable de que tu madre muriera por no haber cumplido con tu deber?

—No, claro que no, nada de eso.

Vladivostok escucharía las cintas de Zina prescindiendo de lo que le pasara. El simple hecho de haber permitido que Zina entrara en la caja de cadenas podía mandar al teniente al calabozo.

—Sería mejor que hablases con Hess antes de que lleguemos a puerto —aconsejó Arkady, deseando salir cuanto antes del cuarto de radio—. Ya veremos qué pasará.

—Me acuerdo de otro cosa, hablando de dinero. Zina nunca me pidió dinero. Sólo quería que le diera un naipe, una reina de corazones. No a modo de pago, sino…

—¿De recuerdo?

—Hablé con el oficial encargado de actividades recreativas y le pedí una baraja. ¿Me vas a creer si te digo que en todo el buque sólo tenemos una baraja?, y en la baraja faltaba la reina de corazones. Y él lo sabía, a juzgar por su forma de sonreír.

—¿Quién era ese oficial? —preguntó Arkady, aunque, dado que el cargo era el más humilde que podía desempeñar un oficial, sólo era probable un nombre.

—Slava Bukovsky.

¿Quién, si no?