Debajo de la litera de Gury había una bolsa de nilón repleta de objetos de plástico, su botín: walkman Sony, relojes Swatch, altavoces Aiwa, Waterpik, cigarrillos Marlboro y un teléfono Micky Mouse. Pegadas con esparadrapo al armario había fotos Polaroid de Obidin, la barba limpia y peinada, de pie frente a la iglesia de madera de Unalaska con el aire de un hombre que posara modestamente en una nube al lado del Señor.
El interior del armario olía a mejunjes de elaboración casera mezclados con la fruta fresca y en conserva comprada en el almacén de Dutch Harbor. Cualquiera que abriese el armario para tomar su chaqueta se veía atacado por los vapores empalagosos de melocotones, cerezas y mandarinas exóticas. El rincón más botánico del camarote, sin embargo, eran los estantes donde Kolya guardaba los especímenes recogidos en la isla y traídos al buque en macetas de cartón: musgo pegado a una piedra medio envuelta en una página mojada de Pravda; un arbusto minúsculo con diminutas bayas de color púrpura; las hojas ensiformes, como de papel, de un lirio enano; un pincel que seguía mostrando el rojo de fuego con que Kolya había pintado los pétalos de alguna flor.
Kolya le estaba mostrando el camarote a Natasha; con la portilla cubierta de escarcha, su rincón del camarote parecía un invernadero. Era la primera vez que había conseguido impresionar a Natasha.
—En todas las expediciones científicas pasaba lo mismo —explicó Kolya—. Los pequeños buques de Cook y de Darwin estaban llenos de especímenes botánicos en las bodegas, bulbos en las cajas de cadenas, frutos del árbol del pan en cubierta… Porque la vida está en todas partes. La parte inferior de las masas de hielo que nos rodean está cubierta de algas. Las algas atraen a los seres minúsculos que, a su vez, atraen a los peces. Naturalmente, detrás de los peces llegan los predadores: las focas, las ballenas, los osos polares. Estamos rodeados de vida.
El pensamiento de Arkady estaba ocupado con una botánica de otra clase. Sentado ante la mesa estrecha, disfrutando de uno de los cigarrillos de Gury y pensando en el cáñamo silvestre, miles de hectáreas de cáñamo manchuriano, silvestre y lujuriante, cargado de polen exótico, las flores y las hojas creciendo como rublos gratuitos en el áspero paisaje asiático. Todos los otoños se producía el brote de lo que los siberianos llamaban «la fiebre de la hierba», y la gente acudía al campo, en calidad de voluntaria del partido —mejor que voluntario del partido—, para la cosecha. A menudo no era necesario viajar porque la hierba crecía por doquier: al lado de las carreteras, en los campos de patatas, en los huertos de tomates. Llamaban a la hierba anasha, la metían en sacos y la transportaban en camión a Moscú, donde la fumaban suelta en cigarrillos, o en pipa.
También estaba lo que llamaban plan. Hachís. El plan llegaba en pastillas de un kilo procedentes de Afganistán y de Pakistán, luego viajaba por rutas diferentes, una parte en camiones del Ejército, otra en transbordadores que cruzaban los mares Negro y Caspio, atravesando luego Georgia y dirigiéndose finalmente hacia el norte, es decir, hacia Moscú.
—Los osos polares deambulan por la región de los hielos y recorren centenares de kilómetros —dijo Kolya a Natasha—. Nadie sabe cómo encuentran el camino de vuelta. Cazan de dos maneras: acechan junto a un agujero hasta que alguna foca sale a respirar o nadan por debajo del hielo hasta que ven la sombra de una foca arriba.
«O amapolas», pensó Arkady. ¿Cuántas colectividades de Georgia rebasaban su cupo correspondiente a la flor mágica? ¿Qué cantidad se barría de la era, qué cantidad se secaba, qué cantidad se embalaba, qué cantidad se usaba para fabricar morfina y luego, al parecer, era llevada por el viento hasta Moscú?
Desde el punto de vista de un investigador, Moscú parecía ser una Eva inocente, rodeada de jardines peligrosos, acosada constantemente por zalameras serpientes georgianas, afganas y siberianas que intentaban seducida. El «té» que Zina le había pedido a Nikolai que enviase era, sin duda, un bloque de cáñamo, anasha.
Zina había cambiado de idea, probablemente porque era una cantidad muy pequeña, pero ello significaba que existía, como mínimo, parte de una red.
—¿Todas estas flores las encontraste cerca de la calle y del almacén? —preguntó Natasha.
—Tienes que saber dónde buscadas —repuso Kolya.
—La semilla de la belleza está en todas partes —Natasha llevaba el pelo recogido detrás para poder lucir los pendientes de cristal que había comprado en Dutch Harbor—. ¿No estás de acuerdo, Arkady?
—Es innegable.
—Habrás visto que el camarada Mer pasó de forma mucho más constructiva el permiso en tierra, en lugar de emborracharse asquerosamente y caer al mar.
—Me inclino ante tu celo científico, Kolya —Arkady notó que la libreta espiral de su compañero de a bordo, con las tapas grises que imitaban la piel de cocodrilo era de las que vendían en el almacén del buque. Era igual que la de Zina—. ¿Me permites?
Hojeó la libreta. En cada página Kolya había escrito el nombre común de una planta diferente, junto con el nombre en latín y el día y el lugar en que la había recogido.
—¿Estabas solo cuando te caíste al agua? —preguntó Natasha.
—Pasas menos vergüenza si estás solo.
—¿Susan no estaba contigo?
—Nadie.
—Podías haberte hecho daño —Kolya estaba disgustado—. Un poco bebido, en el agua, en plena noche…
—Me estaba preguntando —dijo Natasha a Arkady— qué piensas hacer cuando volvamos a Vladivostok. El camarada Volovoi decía que tal vez tengas problemas con la guardia de fronteras. Quizá te ayudaría que tus compañeros de trabajo, que miembros del partido hiciesen declaraciones positivas. A lo mejor entonces querrías irte a otra parte. Hay varios proyectos muy bonitos para construir centrales hidroeléctricas a orillas del Yenisei. Con primas por trabajar en el Ártico, y un mes de vacaciones donde a uno le plazca. Dada tu habilidad, aprenderías a manejar una grúa en un abrir y cerrar de ojos.
—Gracias, lo pensaré.
—¿Cuántos ex investigadores de Moscú pueden decir que han construido un embalse? —preguntó Natasha.
—No muchos.
—Podríamos tener una vaca. Quiero decir que tú podrías tener una vaca si quisieras. Cualquiera que quisiese tener una vaca podría tenerla. En una parcela particular. O un cerdo. O incluso gallinas, aunque es necesario disponer de algún lugar caliente para las aves en invierno.
—¿Una vaca? ¿Gallinas? —Arkady meneó la cabeza y se preguntó a qué venía todo aquello.
—El Yenisei es interesante —dijo Kolya.
—Muy, muy interesante —recalcó Natasha—. Una hermosa taiga de pinos y alerces. Hay ciervos y lagópodos.
—Y caracoles comestibles —añadió Kolya.
—Pero tendrías una vaca si quisieras. Y espacio para una moto también. Meriendas en la orilla del río. Una ciudad entera llena de gente joven, de niños. Tú…
—¿Zina sabía algo sobre buques? —interrumpió Arkady—. ¿Entendía la terminología, cómo se llaman las distintas partes de un buque?
Natasha no podía dar crédito a sus oídos. —¿Zina? ¿Otra vez?
—¿A qué se referiría al hablar de la «bodega del pescado»?
—Zina ha muerto. Todo eso ha terminado.
—¿La bodega o algo cerca de ella? —insistió Arkady.
—Zina no sabía nada de buques, nada de su propio trabajo, nada salvo su propio interés, y ha muerto —repitió Natasha—. ¿A qué viene esta fascinación? Cuando vivía no te importaba nada. La cosa era distinta cuando el capitán te ordenó que llevases a cabo una investigación. Pero ahora tu interés es morboso, negativo y repugnante.
Arkady se puso las botas.
—Quizá tengas razón —admitió.
—Perdona, Arkady; no debería haber dicho nada de todo eso. Perdóname, por favor.
—No te disculpes por ser sincera —Arkady alargó la mano para tomar su chaqueta.
—Detesto el mar —confesó Natasha con amargura—. Debería haberme ido a Moscú. Hubiera podido encontrar trabajo en un fábrica y buscar un marido en Moscú.
—En las fábricas explotan a la gente —dijo Arkady—, y vivirías en una residencia con una cortina entre tu cama y la de al lado. Demasiado hacinamiento. No te hubiera gustado ni pizca. Una flor grande merece mucho espacio.
—Cierto —las palabras de Arkady le habían gustado.
Bajo cubierta, en la proa, el ruido hacía pensar que el Estrella Polar no rompía hielo, sino que avanzaba a través de un paisaje sin verlo, derribando casas y árboles, desenterrando peñascos. A Arkady no le hubiera sorprendido demasiado ver la herrumbrosa piel de acero perforada por camas o por ramas. ¿Qué pensarían las ratas? Habían abandonado la tierra firme hacía ya muchas generaciones. ¿Acaso el estruendo evocaría recuerdos y sueños extraños en los roedores dormidos?
Zina había dicho «bodega del pescado», pero seguramente se refería a la caja de cadenas situada junto a la bodega. La caja era el punto más bajo y más avanzado del buque, un espacio angular que solía estar repleto de estachas y cadenas, un lugar oscuro que un contramaestre escrupuloso quizá visitaría un par de veces en una travesía. Sólo una mirilla en la escotilla cerrada herméticamente hacía pensar que, tal vez, aquella puerta era distinta de las otras. Antes de que pudiera llamar, la escotilla se abrió con un ruido como el que hace un tapón de corcho al sacarlo de una botella. En cuanto entró y la escotilla se cerró tras él, notó una presión en los tímpanos.
Una bombilla roja en el techo iluminaba a Anton Hess, que se encontraba sentado en una silla giratoria. A la luz de la bombilla, parecía tener los cabellos ladeados. Ante él había tres monitores conectados con la sonda acústica del puente; en las pantallas, tres mares de color verde fluían sobre tres fondos de color anaranjado; Hess parecía un mago afanándose alrededor de unas tinas de color fluorescente. A un lado había dos monitores de lorán con hilos cruzados luminosos que señalaban la latitud y la longitud sobre unos gráficos también luminosos, que hacían juego con el papel cuadriculado que Arkady había visto en el Eagle y que superaban, con mucho, cualquier dispositivo que hubiese en el puente de Marchuk. Al otro lado había un osciloscopio en blanco y algo que parecía la mezcladora acústica de un ingeniero de sonido, auriculares incluidos. Encima, una pantalla mostraba en blanco y negro el pasillo donde Arkady se encontraba unos momentos antes. Había también un ordenador pequeño y otros aparatos que Arkady no pudo distinguir claramente bajo la luz roja, aunque todos ellos, junto con la silla y el camastro, estaban metidos en un espacio no mucho mayor que un armario ropero. Para un tripulante de submarino debía de ser como el hogar.
—Me sorprende que hayas tardado tanto en encontrarme —dijo Hess.
—Lo mismo digo.
—Siéntate —Hess indicó el camastro—. Bien venido a esta pequeña estación. Me temo que no está permitido fumar porque aquí el aire no circula, pero es como en el caso de los paracaidistas: cada quisque pliega su propio paracaídas. Yo la monté, de modo que no puedo echarle la culpa a otro.
Arkady se percató de que una de las razones de la falta de espacio era que todas las superficies estaban muy insonorizadas y había, incluso, una cubierta falsa que amortiguaba el ruido del hielo al rozar las planchas del casco. Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz tenue, vio otra razón: empotrada en el punto de la cubierta donde se juntaban los mamparos había una semiesfera blanca de un metro de diámetro. Parecía la tapa de algo mucho más grande empotrado en el fondo del buque mismo.
—Es asombroso —dijo Arkady.
—No; es patético. Se trata de un recurso desesperado para reparar la injusticia de la geografía y la carga de la historia. Los principales puertos soviéticos, todos sin excepción, se encuentran situados ante algún obstáculo de la naturaleza o permanecen bloqueados por el hielo durante seis meses al año. Al zarpar de Vladivostok, nuestra flota tiene que atravesar el estrecho de las Kuriles o el de Carea. En caso de guerra, probablemente no conseguiríamos sacar ningún buque de superficie. Gracias a Dios que existen los submarinos.
Arkady vio que en las tres pantallas aparecían unas ondas de color anaranjado que iban en aumento: las señales de peces que subían en busca de alimento. Nadie sabía por qué a los peces les gustaba el mal tiempo.
Hess le ofreció algo reluciente: un frasco de coñac a la temperatura del cuerpo.
—¿Debajo del agua estamos igualados?
—Pasando por alto el hecho de que ellos llevan el doble de cabezas nucleares y pueden tener patrullando el sesenta por ciento de sus buques armados con misiles, mientras que nosotros apenas podemos tener el quince por ciento. Tampoco hay que olvidar que sus submarinos son más silenciosos y más rápidos, y tienen mayor capacidad de inmersión. Pero aquí interviene la ironía, Renko. Sé que aprecias la ironía tanto como yo. El único lugar donde nuestros submarinos pueden esconderse es debajo del hielo del Ártico, y la única manera de que los norteamericanos puedan venir tras nosotros desde el Pacífico es cruzando el mar de Bering y el estrecho de Bering. Por una vez, nosotros les oponemos un obstáculo.
El anfitrión y el invitado bebieron a la salud de la geografía. Al volver a sentarse en el camastro, se oyó un chirrido y Arkady pensó en Zina echada sobre la misma manta. No hubo disertaciones en aquella ocasión.
—De modo que tú también tienes que alcanzar una cuota de pescado, en cierto sentido —dijo Arkady…
—Sí, pero no para atrapado; sólo tengo que oírlo. Ya sabes que el Estrella Polar estuvo en dique seco.
—Sí, y me pregunté para qué, qué trabajo hicieron en él. Nadie ha visto que se haya incorporado mejora alguna relacionada con la pesca.
—Orejas extras —Hess movió la cabeza hacia la semiesfera blanca empotrada en la cubierta—. Lo llaman «sonar complejo remolcado». Se trata de un sistema pasivo, un cable con hidrófonos que se desenrolla desde un cabrestante eléctrico alojado en ese receptáculo. En los submarinos montamos el receptáculo en popa. En el Estrella Polar lo hemos montado cerca de la proa para evitar que se enganche con una red norteamericana.
—Y retiráis el cable antes de que suban una red. Por eso Nikolai tenía tiempo para retozar con Zina, porque estaban subiendo una red cargada de pescado.
—No es un sistema muy eficaz en aguas profundas, pero este mar no es hondo. Los submarinos, incluso los suyos, detestan las aguas de poca profundidad. Tratan de llegar cuanto antes al estrecho, y cuanto mayor es su velocidad, más ruido arman y nosotros los oímos. Cada buque tiene su propio sonido, diferente del de los demás —Hess se volvió de cara a un estante donde había un ordenador, una unidad de vigilancia y una hilera de disquetes—. Aquí tenemos la señal de quinientos submarinos, suyos y nuestros. Oponiendo las señales, desciframos sus rutas y misiones. Por supuesto, podríamos hacer lo mismo en uno de nuestros submarinos o de nuestros buques hidrográficos, pero ellos esconden sus submarinos cuando se acerca uno. El Estrella Polar es sólo un buque factoría en medio del mar de Bering.
Arkady recordó el mapa que había en el camarote del ingeniero eléctrico de la flota.
—¿Uno de los cincuenta buques factoría soviéticos que navegan frente a la costa norteamericana?
—Exactamente. Éste es el prototipo.
—Parece bastante moderno.
—No. Voy a decirte qué es moderno en lo que se refiere a material electrónico para recoger información. Los norteamericanos instalaron frente a la costa de Siberia unidades de vigilancia que funcionan con energía nuclear. Son unos contenedores en los que hay seis toneladas de aparatos de reconocimiento y una provisión de plutonio que les permite transmitir indefinidamente bajo nuestras propias narices. Sus submarinos penetran en el puerto de Murmansk e instalan hidrófonos en los nuestros. Les gusta salir llevando trofeos. Por supuesto, si pudieran echar mano de nuestro cable, lo exhibirían en Washington, organizarían una de esas ruedas de prensa o algo parecido que tan bien saben montar, como si fuera la primera vez que veían una lata atada a un cordel.
—¿Eso es tu cable…? ¿Una lata atada a un cordel?
—Micrófonos en un cordel de trescientos metros, en esencia —Hess se concedió una sonrisa—. El software es interesante; lo programaron originariamente en California para seguirles la pista a las ballenas.
—¿Alguna vez confundes un buque con una ballena?
—No —los dedos de Hess tocaron la pantalla redonda del osciloscopio, como si fuera una bola de cristal. El aparato tenía aspecto de obra de artesanía, como era frecuente en la alta tecnología producida por el Ministerio de Aparatos Eléctricos—. Las ballenas y los delfines suenan como señales en el espacio profundo. Algunas ballenas pueden oírse desde unos mil kilómetros: emiten notas graves, de bajo, con las ondas largas de las bajas frecuencias. Luego están los otros ruidos de los peces, de las focas que los persiguen, de las morsas que escarban en el fondo con sus colmillos. Suena todo como una orquesta al afinar sus instrumentos antes de un concierto. Luego oyes cierto ruido sibilante que no debería estar ahí.
—¿Eres músico? —preguntó Arkady.
—Cuando era niño creía que sería concertista de violoncelo. ¡Qué inocente!
Arkady miró las unidades de vigilancia, la imagen repetida de los peces anaranjados subiendo en un mar de color verde eléctrico. La semiesfera blanca tenía dispositivos de fijación; podía trasladarse de sitio; si había que atender al cabrestante, ¿qué otra cosa haría Hess: mandar un buzo?
—¿Por qué crees que ordené que te sacaran de la factoría? —prosiguió Hess—. Oí algo que no me gustó: que la muchacha muerta, Zina Patiashvili, se iba a popa cada vez que el Eagle entregaba una red. ¿Para saludar con la mano a un nativo? No seamos tontos. La única respuesta posible es que hacía señales al capitán Morgan para indicarle si habíamos sacado el cable o no.
—¿El cable es visible?
—No lo es durante las pruebas, pero ella debía haber visto algo además de la red de Morgan.
—Dicen que Morgan es buen pescador.
—George Morgan ha pescado en el golfo de Tailandia, y a la altura de Guantánamo y de Granada. Por fuerza sabe pescar. Por eso me declaré partidario de que se llevase a cabo una investigación. Cuando se trata de desenterrar la verdad, de hacer que un traidor caiga del árbol, es mejor actuar cuanto antes. Pero tengo que decirte, Renko, que han caído demasiados cuerpos. Primero la chica, luego Volovoi y el norteamericano. Y tú entras y sales, una y otra vez, en todo eso.
—Puedo averiguar algo sobre lo de Zina.
—¿Y de nuestro primer oficial achicharrado? No; dejaremos que se ocupen de ello en Vladivostok. Quedan demasiados interrogantes. Uno de ellos es cómo te has visto envuelto en el asunto.
—Alguien trata de matarme.
—Eso no me basta. Zina-Susan-Morgan: ésa es la cadena que quiero reconstruir. Si encajas en ella, mi interés se ve justificado. El resto no es asunto mío.
—¿No te importa lo que le pasó a Zina?
—En sí mismo, desde luego que no.
—¿Te interesarían pruebas de que hay contrabando?
Hess rió como horrorizado.
—¡Dios mío, no! Sería invitar al KGB a meter las narices en los asuntos del Servicio de Información. Mira, Renko, intenta alzar los ojos por encima de los delitos de poca monta. Dame algo real.
—¿Como qué?
—Susan. Os estuve observando en Dutch Harbor. Renko, debes de tener un encanto irresistible, con tu aire de hombre herido. La atraes. Acércate más a ella. Sirve a tu país y sírvete a ti mismo. Averigua algo que les comprometa a los dos, a Susan y a Morgan, y haré que venga un carguero expresamente a buscarte.
—¿Algo que los incrimine? ¿Notas, algún código secreto?
—Podemos instalar micrófonos en su camarote, o colocarte un transmisor encima.
—Podemos hacerlo de varias maneras diferentes.
—Lo que te resulte más cómodo.
—Pues, no, creo que no —dijo Arkady después de reflexionar—. De hecho, he venido por otra cosa.
—¿Para qué has venido?
Arkady se puso en pie para ver mejor los rincones de la caja de cadenas.
—Sólo quería ver si el cadáver de Zina estaba guardado aquí.
—¿Y…?
La luz era tenue, pero el espacio era reducido.
—No —decidió Arkady.
Los dos hombres se miraron, Hess con la expresión entristecida del hombre que ha entonado confidencias y aspiraciones ante oídos sordos.
—Los crímenes de poca monta me apasionan —dijo Arkady en tono de disculparse.
La escotilla se abrió.
—Espera —dijo Hess cuando Arkady se disponía a irse. El hombrecillo rebuscó en un cajón y sacó un objeto reluciente. Esta vez era el cuchillo de Arkady. Se lo entregó—. Propiedad del Estado, ¿entendido? Buena suerte.
Arkady miró hacia atrás en el momento de salir.
Bajo la pantalla en blanco y negro, Anton Hess era un hombre agotado. Las demás pantallas, las dé color, parecían fuera de lugar, demasiado alegres, sintonizadas con alguna longitud de onda más feliz. Detrás de su brillo, la semiesfera instalada en el suelo aislado parecía la punta de un huevo vulnerable que el ingeniero eléctrico de la flota estuviese pastoreando por el mundo.