Desde la barandilla de popa, Susan enfocó la estela del Estrella Polar con los prismáticos. Tenía la chaqueta abrochada hasta la barbilla y, al igual que una esquiadora, llevaba mitones y un gorro de lana.
—¿Ves algo? —preguntó Arkady.
—Estaba observando el Eagle. Un pesquero del golfo no debería estar aquí.
—Te he estado buscando.
—Es curioso —dijo ella—. Yo te he estado esquivando.
—Eso resulta difícil en un buque.
—Así parece.
—¿Puedo mirar? —preguntó él.
Susan le pasó los prismáticos. Arkady enfocó primero el agua que llegaba hasta la rampa del Estrella Polar. Las olas de un azul casi tropical entraban y salían de la abertura herrumbrosa. Las aguas tan frías parecían fundidas. El agua de mar empezaba a cristalizar a la temperatura de 29 grados centígrados, y, debido a la sal que llevaba, al principio no formaba una capa sólida, sino una especie de película transparente que ondulaba sobre las olas negras y se volvía gris al congelarse.
Los arrastreros tenían que permanecer cerca de la madre. A través de los prismáticos pudo ver que el Merry Jane pasaba junto al Eagle transportando una red repleta y mojada en la cubierta. El Eagle empezaba a echar sus redes y, al alzarse sobre una ola, pudo ver claramente a dos marineros de cubierta enfundados en impermeables amarillos. Los norteamericanos no usaban compuertas de seguridad. El agua entraba y salía libremente de la rampa y los hombres sincronizaban con habilidad cada uno de sus movimientos, subiéndose a los peldaños de las grúas de pórtico cuando las olas grandes rompían sobre la borda. Los prismáticos eran de 10 por 50, y Arkady pudo ver que Coletti, el ex policía, era el hombre que manejaba las palancas hidráulicas de la grúa. El segundo pescador arrojaba cangrejos por la borda, y hasta que se volvió no pudo Arkady reconocer las cejas en punta y la sonrisa de Ridley.
—¿Una tripulación de sólo dos hombres? —preguntó Arkady—. ¿No han sustituido a Mike?
—Son capitalistas. Así les tocará a más.
Echar una red era una operación delicada incluso en las mejores circunstancias, es decir, cuando el mar estaba en calma y había espacio para maniobrar. Al Aurora ya se le habían enganchado las redes en la hélice, y en ese momento navegaba de vuelta a Dutch Harbor. En la caseta del timón; Morgan, que llevaba un gorro de béisbol y una cazadora, se ocupaba alternativamente de la palanca de los gases y de los mandos del cabrestante que tenía detrás.
—¿Por qué no te quedaste en el hotel conmigo? —preguntó Susan.
—Te dije que Volovoi iba a buscarme para hacerme volver al buque.
—Quizá debería haberlo conseguido. Ahora habría más personas vivas.
Arkady, siempre un poco torpe, bajó finalmente los prismáticos y reparó en que el rubor que teñía las mejillas de Susan no se debía solamente al frío. Se preguntó qué habría pensado ella al abandonarla tan de repente. ¿Que era un cobarde? ¿Un seductor? Un payaso era más probable.
—Siento haberme ido.
—Demasiado tarde. Lo que hiciste no fue sólo huir de Volovoi. Desde la ventana te vi cruzar la calle. Ibas siguiendo a Mike —el vapor de su aliento era como si su desprecio se hiciera visible—. Tú seguías a Mike y Volovoi te seguía a ti. Ahora ambos han muerto y tú estás haciendo un crucero por el Ártico.
Arkady la había buscado con la intención de disculparse, pero siempre parecía haber una barrera entre los dos, una barrera que él no podía cruzar. De todos modos, ¿qué podía decide? ¿Qué Mike ya estaba muerto al darle él alcance? ¿Qué un capataz modelo había degollado al primer oficial, aunque tuviera testigos de que se hallaba en otro lugar, mientras que Arkady no los tenía? ¿O podía preguntarle qué estaba buscando en el agua?
—¿Puedes decirme lo que ocurrió?
—No —reconoció Arkady.
—Permíteme que te diga lo que pienso. Creo que es verdad que en algún momento fuiste una especie de investigador. Finges que tratas de averiguar lo que le pasó a Zina, pero te han ofrecido una oportunidad de dejar el buque a cambio de echarle la culpa a un norteamericano. Se la hubieras echado a Mike, pero, ahora que Mike ha muerto, tienes que encontrar a otro. Lo que me cuesta es comprenderme a mí misma. En Dutch Harbor te llegué a creer. Luego te vi cruzar la calle corriendo detrás de Mike.
Arkady se dio cuenta de que empezaba a tener calor.
—¿Le dijiste a alguien que estaba siguiendo a Mike?
A pesar de su enojo, Susan volvió a mirar hacia el Eagle. Arkady miró por los prismáticos otra vez. Vio que el pesquero bajaba y desaparecía detrás de una ola, y cuando volvió a aparecer, tanto Ridley como Coletti se habían encaramado a la grúa de pórtico para evitar el agua, que les hubiese cubierto hasta las rodillas. En la caseta del timón Morgan había tomado sus propios prismáticos y estaba observando a Arkady.
—Seguirá navegando cerca de nosotros, ¿verdad?
—O quedará bloqueado por el hielo —repuso Susan— ¿Es un hombre entregado a su trabajo?
Una ola que parecía una roca lisa cubierta de espuma se alzó entre los dos hombres, cobró ímpetu mientras avanzaba hacia el Estrella Polar y luego subió por la rampa. Morgan siguió enfocando su objetivo con los prismáticos.
—Es un profesional —contestó Susan.
—¿Le diste celos? —preguntó Arkady—. ¿Por eso me hiciste subir a tu habitación?
La mano de Susan se alzó para abofetearle, pero se detuvo. Arkady se preguntó por qué. ¿Pensaba Susan que una bofetada iba a ser demasiado banal, demasiado burguesa? Tonterías. Los sábados por la noche las bofetadas resonaban en el metro de Moscú.
Los altavoces del buque graznaron. Eran las 15.00, la hora de una selección de música ligera emitida por la radio de la flota, empezando por una rumba que hacía pensar en playas cubanas y palmeras meciéndose al viento. Maracas socialistas iniciaron un ritmo latino. Arkady dijo:
—Esta música me recuerda algo. Antes de llegar a Dutch Harbor dijiste que te ibas de vacaciones. Susan, ¿por qué volviste a este buque soviético que tanto odias? ¿Por la pesca? ¿Por la excitación que produce alcanzar el cupo?
—No, pero quizá valdría la pena verte otra vez pudriéndote en la factoría.
El cuarto de la radio era el primer camarote del costado de babor detrás del puente. Nikolai, el joven piloto del bote salvavidas que había llevado a Hess y a Arkady a Dutch Harbor, resolvía sin prisas el crucigrama de la revista Deporte Soviético al entrar Arkady. La mesa de Nikolai aparecía ocupada por radios, amplificadores y una hilera de carpetas, una de ellas con la franja roja que indicaba que contenía los códigos cifrados, pero quedaba espacio para un plato y un tazón. Acogedor. La rumba continuaba saliendo del altavoz y entrando de nuevo en él. No era un mal trabajo. Los tenientes jóvenes con estudios de electrónica eran destinados con frecuencia a las flotas pesqueras, para que hiciesen una gira aparentemente civil por los puertos del extranjero. Incluso vestido con chándal y zapatillas, Nikolai tenía el aire de un oficial recién salido de la academia, con un porvenir lleno de galones dorados. El joven alzó los ojos perezosamente para mirar a Arkady.
—Se trate de lo que se trate, veterano, estoy ocupado.
Arkady comprobó que no hubiera nadie en el pasillo, luego cerró la puerta, derribó de un puntapié la silla del radiotelegrafista y le puso un pie sobre el pecho.
—Tú te tirabas a Zina Patiashvili. Tú la llevaste a una estación de espionaje que hay en este buque. Si tu jefe se entera, irás a parar a un campo de trabajo para militares y tendrás suerte si al salir todavía te quedan dientes y cabello.
Tumbado boca arriba, Nikolai aún sostenía el lápiz en la mano, y sus ojos parecían dos perfectos charcos de color azul.
—Eso es mentira.
—En tal caso, vamos a decírselo a Hess.
Arkady vio ante sus ojos a un joven que estaba experimentando todos los terrores de una caída libre, un joven para el cual un mundo cómodo y prometedor se había transformado súbitamente en un abismo.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Nikolai.
—Así está mejor —Arkady apartó el pie y le ayudó a levantarse—. Puedes levantar la silla. Siéntate.
Nikolai se apresuró a obedecer la orden, lo cual siempre era una buena señal. Arkady subió un poco el volumen en el momento en que la rumba se apagaba y era sustituida por una canción folclórica búlgara.
Mientras el teniente permanecía sentado, en posición de firmes, Arkady reflexionó sobre las diversas maneras de llevar el interrogatorio: como si también él hubiese sido amante de Zina, como un chantajista, como alguien que continuaba investigando en el buque. Pero quería un método que hiciera que un agresivo oficial del Servicio de Información de la Marina se viese arrojado a un pozo de desesperación, como si el joven se encontrara ya en poder del enemigo más despreciado de los militares. Escogió deliberadamente las palabras inverosímiles con que el KGB empezaba siempre sus charlas menos protocolarias:
—Tranquilízate. Si eres honrado, no tienes motivo para preocuparte.
Nikolai se encogió en la silla.
—Fue una sola vez, eso es todo. Zina me reconoció de Vladivostok. Yo creía que ella era camarera. ¿Cómo iba a saber que me la encontraría a bordo? Quizá debí habérselo dicho a alguien, pero ella me suplicó que no lo hiciese porque la habrían hecho volver al puerto en uno de los cargueros que vienen a recoger el pescado. Me dio lástima y luego una cosa condujo a otra.
—La condujo a tu camastro.
—Yo no tenía intención de que fuera así. En un buque no hay intimidad. Aquélla fue la única vez.
—No.
—¡Lo fue!
—Vladivostok —le recordó Arkady—. El Cuerno de Oro.
—¿La estabas vigilando entonces?
—Háblame de ello.
La historia que contó Nikolai no era muy diferente de la de Marchuk. Había ido al Cuerno de Oro con unos amigos de la base, y todos se habían fijado en Zina, pero, al parecer, él era quien más la había atraído. Cuando ella salió del trabajo, fueron a su piso, escucharon música, bailaron, hicieron el amor y luego Nikolai se fue y nunca volvió a veda hasta encontrada en el Estrella Polar.
—Me figuraba que la investigación de la muerte de Zina había concluido. Oí decir que volvías a estar en la factoría.
—¿Era buena camarera?
—La peor.
—¿De qué hablasteis?
Arkady notó que la mente del radiotelegrafista se detenía como la de un conejo preguntándose en qué dirección tenía que correr. No sólo se veía implicado en el descubrimiento de su misión en el buque, sino que, además, el interrogatorio empezaba a remontarse peligrosamente en el pasado, implicándole otra vez, aunque sólo fuera por una coincidencia. La peor hipótesis era que Zina se había infiltrado en la flota del Pacífico no una sola vez, sino dos, y a través de él en ambas ocasiones. No necesariamente como agente extranjera, por supuesto; el KGB tenía la obsesión constante de infiltrarse en las Fuerzas Armadas, y el Servicio de Información de la Marina ponía constante y paranoicamente a prueba la vigilancia de sus propios oficiales para tratar de infiltrarse en su propio sistema de seguridad.
Al igual que otros hombres ante dilemas parecidos, Nikolai decidió confesarse culpable de un delito menor para demostrar así su honradez.
—Tengo los mejores receptores del mundo en Vladivostok. Puedo sintonizar la radio de las Fuerzas Armadas norteamericanas, Manila, Nome… A veces tengo que controlarlas de todos modos, así que grabo cintas… sólo música y sólo para mí mismo, nunca para lucrarme. Le ofrecí una cinta a Zina como amiga y le dije que teníamos que ir a algún lugar donde pudiéramos escuchada. Sí, sí, fue un engaño, pero nunca hablamos de algo que no fuese música. Zina quería que yo hiciese copias de las cintas y se ofreció a venderlas. Era georgiana de cabo a rabo. Le dije que no. Fuimos a su piso y escuchamos las cintas, y ahí terminó todo.
—No, no todo. Conseguiste lo que querías: te acostaste con ella.
Arkady preguntó cómo era el piso de Zina y de nuevo la descripción que hizo Nikolai se pareció a la que hiciera Marchuk. Un piso particular en un edificio relativamente nuevo, tal vez construido en régimen de cooperativa. Televisión, grabadora de vídeo, casete estereofónica. Grabados japoneses y espadas de samurái en la pared. Puertas y muebles bar tapizados con plástico de color rojo. Una colección de fusiles en una vitrina cerrada con llave. Aunque no había fotografías, era obvio que allí también vivía un hombre, y Nikolai supuso que el amigo de Zina era poderoso y rico, o bien un millonario del mercado negro o algún jefazo del partido.
—¿Eres miembro del partido? —preguntó Arkady.
—De las juventudes comunistas.
—Háblame de estas radios que tienes aquí.
El radiotelegrafista se alegró de dejar de hablar de Zina Patiashvili y se puso a disertar sobre cosas más técnicas. La sala de radio del Estrella Polar tenía una radio de alta frecuencia con alcance de alrededor de cincuenta kilómetros para comunicarse con los pesqueros, y dos radios mayores, de una sola banda, para comunicarse con puntos más distantes. Una de ellas solía estar sintonizada con la radio de la flota. La otra era para conferenciar con otros buques soviéticos que se hallaban dispersos por el mar de Bering, o para establecer contacto con el cuartel general de la flota en Vladivostok y la oficina de la compañía en Seattle. Entre una cosa y otra, la radio seguía un canal de urgencias que todos los buques mantenían abierto. Había también una radio de onda corta para captar Radio Moscú o la BBC.
—Te enseñaré algo más —Nikolai sacó de debajo de la mesa un receptor cuyas dimensiones no eran mayores que las de una novela histórica—. Ésta es de banda de radiocomunicación urbana. Tiene un alcance muy corto, pero es la que usan los pesqueros para hablar unos con otros cuando no quieren que escuchemos lo que dicen. Motivo de más para que nosotros la tengamos.
Puso el aparato en marcha y se oyó la voz de Thorwald, el capitán del Merry Jane, que con acento noruego decía: «… Estos rusos de mierda han agotado el jodido banco de George y ahora le arrearán a la jodida costa africana hasta que no quede allí ni un jodido pez. ¡Qué coño!, al menos ganaremos un poco de dinero…».
Arkady cerró la radio.
—Sigue hablándome de Zina.
—No era rubia natural. Pero sí muy alocada.
—De sexo no quiero oír nada. ¿De qué hablabais?
—De las cintas. Ya te lo he dicho.
Nikolai tenía la expresión confundida de un estudiante que tratara de cooperar pero no supiera qué quería su nuevo maestro.
—¿Del tiempo? —apuntó Arkady.
—Para ella todo el mundo, excepto Georgia, era demasiado frío.
—¿Georgia?
—Dijo que los hombres de Georgia se cepillaban cualquier cosa que se les pusiera bien.
—¿Del trabajo?
—Expresó una filosofía muy poco soviética acerca del trabajo.
—¿De diversiones?
—El baile.
—¿De hombres?
—El dinero —Nikolai rió—. No sé por qué he dicho eso, porque no me pidió dinero. Pero tenía una forma de mirarte un momento, como si fueras el hombre más guapo y más deseable de la Tierra, lo cual produce una sensación muy erótica, y al cabo de un minuto te rechazaba con los ojos como si te fuera completamente imposible satisfacer sus expectativas. Es una locura, pero no sé por qué me dio la sensación de que en el caso de Zina las emociones y el dinero nunca se encontraban. Yo le preguntaba: «¿Por qué me miras tan fríamente?», y ella me contestaba: «Me estoy imaginando que no eres un marinerito, que eres un afganets, un soldado al que han mandado a combatir contra Alá y sus locos, y que acabas de volver a casa en un ataúd forrado de cinc, y esto me pone triste». Decía cosas crueles como ésa… y, además, las decía en medio del amor.
—¿Qué me dices de los fusiles que había en el piso? ¿Te habló de ellos?
—No. Me dio la impresión de que iba a tomarme por un tío blandengue si le preguntaba algo. Lo que sí dijo fue que el tipo, quienquiera que fuese, dormía con un arma de fuego debajo de la almohada. Me pareció algo típicamente siberiano.
—¿Te hizo preguntas?
—Sólo acerca de mi familia, mi hogar, si escribía a menudo como un buen hijo y si mandaba paquetes de café y de té.
—¿La Marina no tiene su propio sistema para que los paquetes no lleguen abiertos, meses después de mandarlos?
—La Marina cuida a su gente.
—¿Y ella te pidió que mandaras un paquete suyo?
El radiotelegrafista tenía los ojos cada vez más abiertos, una expresión como de ternero.
—Sí.
—¿De té?
—Sí.
—¿Y a estaba hecho y sólo tenías que llevártelo?
—Sí. Pero en el último momento cambió de parecer y me marché sin el paquete. Fue otra de las veces en que me miró con desprecio.
—Cuando os encontrasteis en el Estrella Polar, ¿te contó cómo había venido a parar aquí?
—Sólo dijo que en el restaurante se aburría, que Vladivostok la aburría, que Siberia le parecía aburrida. Cuando le pregunté cómo había conseguido un carné del sindicato de marineros, se rió en mis propias narices y dijo que lo había comprado, que cómo creía yo que se conseguían esas cosas… Las reglas sobre esto son muy conocidas, pero, al parecer, no eran aplicables a Zina.
—¿Era diferente?
Nikolai trató de encontrar palabras apropiadas; luego se dio por vencido.
—Había que conocerla.
Arkady cambió de tema:
—Nuestras radios de una sola banda ¿qué alcance tienen?
—Varía según las condiciones atmosféricas. El capitán te lo puede decir; un día pescamos México y al día siguiente no pescamos nada. Pero la tripulación del buque llama a casa con frecuencia, habla con Moscú por medio de una conexión de radioteléfono. Es bueno para la moral.
—Esas conversaciones ¿pueden escucharse desde otros buques? —preguntó Arkady.
—Si casualmente están siguiendo el canal apropiado, pueden oír una parte de la conversación, la que viene de allí, pero no pueden oír lo que decimos nosotros.
—Muy bien. Ponme con el cuartel general de la Milicia en Odessa.
—No es problema —Nikolai ansiaba complacer—. Por supuesto, antes de hacer una llamada siempre hay que pedirle permiso al capitán.
—En este caso no pidas permiso, ni siquiera tomes nota en el libro de registro. Vamos a pasar revista —dijo Arkady, porque el radiotelegrafista era un joven que necesitaba que le instruyesen cuidadosamente—. Dada tu condición de oficial de la Marina, el simple hecho de haberle permitido a Patiashvili que entrara en tu estación en el Estrella Polar puede significar que te acusen de haber traicionado una confianza sagrada. Dado que se trataba de una relación en marcha; cabe que te acusen de conspirar para cometer traición, y, como sabes, es un delito de Estado. Aun en el caso de que sólo estuvieras tratando inocentemente de seducir a una ciudadana, aún podrían acusarte de actividades perjudiciales para la elevada condición de las mujeres soviéticas, de no denunciar unas armas ilegales, de robar propiedad del Estado —las cintas— y de difundir propaganda antisoviética —la música—. En todo caso, tu vida de oficial de la Marina ha terminado.
Mientras escuchaba, Nikolai parecía un hombre que acabara de tragarse un pescado entero.
—No es ningún problema. Puede que tarde una hora más o menos en sintonizar con Odessa, pero lo conseguiré.
—Por cierto, ya que eres aficionado a la música ¿dónde estuviste durante el baile en el buque?
—Mis otras obligaciones —Nikolai bajó los ojos como para indicar la estación de espionaje que había en el fondo del buque y que Arkady aún tenía que encontrar—. Es curioso que menciones la música. ¿Las cintas que Zina tenía en el piso de Vladivostok? Algunas eran de rock, pero la mayoría eran de magnatizdat. Ya sabes, canciones de ladrones.
—Puedes degollarme, pero no cortes las cuerdas de mi guitarra.
—¡Exactamente! Así pues, la conocías.
—La conozco ahora.
Al salir, Arkady tuvo que reconocer que había sido más duro con el radiotelegrafista de lo que en realidad era necesario. El error de Nikolai había sido la broma, el haberle llamado «veterano». Se dio cuenta de que se estaba pasando la mano por la cara y se preguntó si tenía aspecto de viejo. No se sentía viejo.