20

Al subir la colina, Arkady notaba que las espesas hierbas cedían suavemente bajo sus pies y luego volvían a levantarse. A sus espaldas el hotel aparecía bañado por la luz eléctrica; sus ventanas iluminadas, suspendidas sobre la acera, que era un rayo de luz blanca, inmóvil. En la acera había una figura que parecía moverse lentamente. Era Volovoi, que miraba a derecha e izquierda.

El último grupo de soviéticos se reunía con los demás en la calle, y algunos de ellos se dirigían ya hacia los muelles, como la vanguardia de un rebaño. Varios hombres se rezagaron un poco mientras Lantz visitaba la tienda de licores. Al volver, repartió botellas de vodka que los otros se metieron en los pantalones. Natasha y Lidia también se rezagaron un poco, como si quisieran darle el último abrazo a la noche. ¿Norteamérica? Con tantos soviéticos en la calle, hubiera podido ser un pueblo ruso, con perros rusos ladrando en los patios, hierba rusa cubriendo las colinas. Arkady se imaginó a Kolya en la oscuridad, arrancando orquídeas tiernas, y a Obidin entrando en la iglesia.

Había cruzado la calle alejándose del hotel y pasado entre los contenedores de basura junto al almacén. El edificio sólo tenía ventanas en la fachada, así que se sumergió en las sombras de la parte de atrás, y luego pasó entre las casas prefabricadas, largos hogares de metal con ventanas de aluminio bañadas por los colores cambiantes de los televisores. Un par de perros, animales blanquinegros de ojos claros, se pusieron a ladrarle, pero nadie salió a ver qué pasaba. En los patios había hoyos, piezas de automóvil y mangueras de succión, todo ello cubierto por la nieve; pero Arkady resbaló una sola vez antes de llegar a la colina. Mike le llevaba mucha delantera e iluminaba un camino con la linterna. Hasta el momento no había mirado hacia atrás.

La tierra era tan seductora, oscura pero firme bajo los pies… A veces Arkady pisaba plantas o musgo, y el lupino seco le rozaba las manos. Más que verlas, sentía las montañas volcánicas alzándose como murallas en la neblina. Delante de él, un incendio iluminaba uno de los picos. En el puerto, las luces de los barcos anclados se veían con mayor claridad; las lámparas del Estrella Polar flotaban sobre una sábana inclinada de color negro.

¿Y si huía? No había árboles para esconderse, y pocas casas donde pedir algo de comer. Había un aeropuerto en el otro lado de la isla. ¿Qué podía hacer? ¿Agarrarse a la rueda de un avión en el momento del despegue?

Los montecillos facilitaban la escalada. Había nieve en la ladera norte y suficiente luz para teñirla de azul. Después de diez meses en el mar, era como subir al cielo. Un viento frío, heraldo del invierno que se avecinaba, movía los vapores terrestres de los arbustos de bayas, las plantas herbáceas y el musgo. Daba la impresión de que Mike también lo estaba pasando bien, siguiendo la luz de su linterna sin apresurarse.

Allí donde el camino desembocaba en una carretera sin asfaltar, la niebla se hacía más intensa. En otros puntos el terreno formaba precipicios en ambos lados, y Arkady distinguía entre la tierra firme y el aire sobre todo por el sonido de la brisa marina que subía rápidamente por la pared del acantilado. Sabía qué dirección tenía que seguir porque el incendio, aunque oculto, estaba más cerca y despedía más luz, como un faro.

Luego, en cuestión de unos pocos pasos, la niebla se disipó alejándose. Era como si hubiese subido a la superficie de un segundo océano y a un segundo grupo de montañas. La niebla era espesa, quieta y de un blanco espumoso bajo un cielo nocturno de una claridad tan brillante como el espacio profundo. Los picos de las montañas flotaban como las islas más pequeñas, escondrijos de roca negra y hielo iluminado por las estrellas.

La carretera terminaba en el incendio. Su resplandor permitía ver vestigios de una batería militar abandonada: taludes convertidos en una loma cubierta de hierba, círculos de herrumbre que otrora habían sido emplazamientos de cañones. En el sordo forcejeo de las llamas había tablones, muelles de cama, bidones de petróleo y neumáticos. En el extremo más alejado del fuego, Mike abrió una pesada puerta empotrada en la colina. Arkady observó por primera vez que llevaba un fusil.

Las estrellas estaban tan cerca… La Osa Menor seguía encadenada a la Polar. El brazo de Orión se alargaba sobre el horizonte como si estuviera lanzando estrellas. Durante sus diez meses en el mar de Bering, Arkady nunca había, visto una noche tan clara y, pese a ello, las estrellas siempre habían estado allí, por encima de la niebla.

Dio la vuelta al incendio para llegar a la puerta. Era de hierro y tenía el marco de cemento: la entrada de un búnker construido durante la guerra. El cemento estaba desportillado y se veían en él manchas de herrumbre, pero había resistido tanto los años como a los gamberros. Un candado nuevo indicaba que alguien había tomado posesión del lugar y la puerta oscilaba fácilmente en los goznes engrasados.

—¡Mike! —chilló Arkady.

En el suelo ardía una lámpara de queroseno y Arkady pudo ver que alguien había hecho todo lo posible por transformar el búnker en un desván de pescador. Una red de arrastre colgaba artísticamente del techo. En las paredes había estantes con estrellas de mar, conchas de oreja marina y mandíbulas de cría de tiburón. Había un camastro y librerías improvisadas con cajas de fruta llenas de libros de bolsillo y revistas, así como barriles llenos de cinchas aprovechadas, grilletes de remolque torcidos y corchos partidos.

Arkady se tranquilizó al ver el fusil en el camastro. —¿Mike?

En una especie de plataforma, llenando toda la mitad del búnker, se encontraba el kayak más grande que Arkady había visto en su vida. Tenía por lo menos seis metros de eslora, largo y estrecho, con dos escotillas redondas y, aunque estaba sólo a medio terminar, su lisura y su elegancia eran ya evidentes. Arkady recordó la voz de Zina describiendo en la cinta una embarcación nativa, una baidarka, con la que su interlocutor remaría alrededor del Estrella Polar. Cuanto más examinaba el kayak, más impresionado se sentía. La quilla era de madera, con las junturas de hueso. Las costillas, de madera doblada, y estaban atadas con tendones. Arkady no vio ningún clavo en toda la embarcación. Sólo el forro era una concesión a la era moderna: un revestimiento de fibra de vidrio cosido a la brazola de la escotilla de popa mediante hilo de nilón sujeto con una especie de pinza hemostática. En una mesa de trabajo había diversas cuchillas y limas, agujas para coser velas e hilo, pinceles, un secador eléctrico y varias latas de resina epoxídica, de unos dos litros todas ellas. La epoxia era una sustancia volátil; había cubos llenos de arena a ambos lados de la mesa y en el aire se percibía un olor tóxico a causa de una muestra pintada en la piel del kayak.

—¡Sal! —exclamó Arkady—. Sólo quiero hablar. Al contemplar la proa del kayak, que se escindía y curvaba hacia atrás, Arkady imaginó sin dificultad la baidarka doblándose y navegando ligeramente sobre las olas. También comprendió por qué Zina se sentía atraída hacia Mike. Le había llamado «tritón», un romántico que soñaba con navegar con ella a todos los puntos del Pacífico. ¡Qué distinto de él, de Arkady, que únicamente quería quedarse en tierra!

El secador significaba que en el búnker había electricidad. Arkady encontró un cordón prolongador en el suelo y lo siguió hasta una manta colgada en la pared; al apartarla, descubrió una habitación más pequeña. Había un generador que funcionaba con gasolina, aunque en aquel momento estaba parado. Del generador salía un tubo de escape y había también una lata de gasolina tumbada de lado y una linterna, derramando su luz sobre el suelo.

A poca distancia de la puerta yacía Mike con las extremidades extendidas, como abrazando el suelo basto. El ojo izquierdo del aleuta aparecía abierto y mostraba el lustre de la piedra negra y mojada. Mike no daba señales de respirar ni de que le latiera el pulso. Por otro lado, Arkady no vio ningún rastro de sangre. Mike había entrado en el búnker llevándole sólo unos pasos de delantera, había encendido la lámpara de queroseno y luego se había dirigido hacia el generador. A veces los hombres jóvenes sufren un ataque cardíaco. Dio la vuelta al cuerpo del aleuta, le desabrochó la camisa y le golpeó el pecho mientras Mike observaba con un solo ojo.

—¡Vamos! —dijo Arkady en tono apremiante. Mike llevaba una medalla religiosa colgada de una cadena de eslabones metálicos; la cadena emitía un tintineo en el cogote cada vez que Arkady golpeaba el pecho del caído. Estaba demasiado caliente para estar muerto, demasiado joven y fuerte, con una embarcación a medio construir…

—¡Mijail! ¡Vamos!

Arkady abrió la boca de Mike, sopló en su interior e inhaló el sabor de la cerveza. Volvió a golpear el pecho como si quisiera despertar a alguien que estuviese dentro. El metal sonó mientras Mike seguía mirando fijamente con un ojo que iba apagándose.

Arkady pensó que tal vez se trataba de apoplejía, y metió dos dedos en la boca para liberar la lengua. Tocó algo que le sorprendió por su dureza y, al sacar los dedos, vio que las puntas estaban manchadas de rojo. Abrió la boca de Mike tanto como pudo, iluminó el interior con la linterna y vio que de la lengua surgía algo parecido a una espina de plata. Con mucho cuidado, volvió la cabeza del muchacho hacia un lado, apartó el pelo negro y espeso de la base del cráneo y vio dos óvalos de acero que hacían pensar en unos anticuados impertinentes que se hubieran enredado en el pelo. Los varones norteamericanos tenían sus caprichos: pendientes, anillos gruesos en los dedos, trenzas atadas con cintas de cuero. Pero los dos óvalos relucientes estaban incrustados en la cabeza y eran los ojos de unas tijeras que alguien le había clavado limpiamente como si fueran un punzón para romper hielo, sin apenas derramar una gota de sangre, hasta la mitad del cráneo. Eran lo que había hecho un ruidito metálico al chocar con la medalla de Mike. Una mano sola no aplaude; una medalla sola no hace ningún ruidito. El cuerpo cedió agradecidamente cuando Arkady lo dejó en el suelo.

Volovoi entró en el búnker y, tras él, Karp.

—Está muerto —dijo Arkady.

El primer oficial y el capataz parecían más interesados por el búnker que por el cadáver.

—¿Otro suicidio? —preguntó Volovoi mientras miraba a su alrededor.

—Podríamos llamarlo así —Arkady se puso en pie—. Es Mike, un marinero del Eagle. Le seguí y llegó aquí no más de un minuto antes que yo. Nadie salió. Quien le haya matado podría seguir aquí.

—Estoy seguro —dijo Volovoi.

Arkady iluminó con la linterna la segunda habitación del búnker. Exceptuando el generador, sólo vio paredes desnudas con inscripciones y garabatos. Había un charco de agua en un rincón, debajo de un conducto cuyas paredes estaban llenas de manchas rojizas; al final del conducto había una escotilla cerrada que daba al tejado a prueba de bombas. El conducto estaba demasiado alto para llegar a él, aunque había dos largueros rotos que en otro tiempo formarían parte de una escalera.

—Aquí debía de haber una soga o una escalera —dijo Arkady—. Probablemente quien haya salido por aquí la habrá retirado desde arriba y luego habrá cerrado la escotilla.

—Nosotros te estábamos siguiendo —Karp tomó el fusil y lo admiró—. No vimos salir a nadie.

—¿Por qué seguías a un norteamericano? —preguntó Volovoi.

—Vamos a echar un vistazo fuera —sugirió Arkady. Karp le cortó el paso.

—¿Por qué le estabas siguiendo? —volvió a preguntar Volovoi.

—Para interrogarle sobre Zina…

—La investigación ha terminado —atajó Volovoi—. Ésa no es una razón admisible para seguir a alguien. Ni para abandonar el buque contraviniendo las órdenes, para separarte de tus compatriotas, para escabullirte, solo y de noche, de un puerto extranjero. Pero no me sorprende; no me sorprende nada de lo que haces. Pégale.

Karp usó el fusil como si fuera una lanza y lo clavó entre los omoplatos de Arkady; luego, con movimientos de agricultor a punto de utilizar una hoz, golpeó con el cañón las corvas de Arkady, que profirió un grito sofocado y cayó al suelo.

Volovoi se sentó en el camastro y encendió un cigarrillo. Sacó una revista muy manoseada de entre las otras, la abrió por las páginas centrales y la tiró a un lado mientras una expresión de asco se pintaba en su rostro sonrosado.

—Esto corrobora mi teoría. Según tu expediente, has matado antes de ahora. Y ahora quieres desertar, pasarte al otro bando, deshonrar a tus camaradas y a tu buque a la primera oportunidad. Escogiste al más débil de los norteamericanos, a este nativo, y cuando se negó a ayudarte, lo mataste.

—No.

Volovoi miró a Karp, y el capataz golpeó con el fusil las costillas de Arkady. La chaqueta amortiguó parcialmente la violencia del impacto, pero Karp era un hombre fuerte y un ayudante entusiasta.

—La nota de suicidio que escribió Zina Patiashvili —dijo Volovoi— fue encontrada en la cama de la difunta. Yo mismo pregunté a Natasha Chaikovskaya por qué no registraste aquel lugar. Me dijo que lo habías registrado, pero tú no dijiste que habías encontrado una nota.

—Porque no la encontré.

A pesar del frío húmedo que hacía en el búnker, el primer oficial estaba sudando. Sería a causa de la subida por la ladera y, además, Arkady ya había tenido ocasión de observar que los interrogatorios eran un trabajo arduo para todos los que participaban en ellos. Bajo la luz deslumbrante de la lámpara, el corte de pelo al cepillo hacía que la cabeza de Volovoi semejara una corona de púas radiantes. Desde luego, Karp, que hacía el trabajo más pesado, sudaba como Vulcano en su fragua. —¿Me habéis seguido juntos?— preguntó Arkady.

—Las preguntas las hago yo. Todavía no lo comprende —se quejó Volovoi a Karp.

Karp atizó un puntapié al estómago de Arkady, que pensó que hasta el momento sus interrogadores no se habían salido de los límites de la labor rutinaria de la policía. Era una buena señal: sólo intimidación, sin nada irreversible todavía. Entonces, el capataz apretó el cuello de Arkady con la culata del fusil, lo apretó fuertemente contra el suelo, y le propinó un puntapié más violento que el anterior, un puntapié que se las compuso para entrar por el estómago y salir por la columna vertebral.

—Basta —ordenó Volovoi.

—¿Por qué? —preguntó Karp, con la bota dispuesta a asestar el tercer puntapié.

—Espera —Volovoi sonrió con expresión indulgente; un jefe no podía explicárselo todo a un colaborador.

Arkady se incorporó un poco, apoyándose en un codo; era importante no quedar inerte del todo.

—Ya me esperaba algo así —dijo Volovoi—. Puede que la reestructuración sea necesaria en Moscú, pero estamos muy lejos de Moscú. Aquí sabemos que cuando levantas piedras despiertas serpientes. Vamos a dar ejemplo.

—¿De qué? —preguntó Arkady, procurando recitar su parte de la conversación.

—Ejemplo de lo peligroso que es estimular a elementos como tú.

Arkady se arrastró hasta apoyarse en la mesa de trabajo. No se incorporó porque no quería dar la impresión de que se sentía demasiado cómodo.

—No me siento estimulado —dijo—. ¿Estabas pensando en un juicio?

—Nada de juicios —rechazó Karp—. Tú no le has visto delante de un juez; no sabes de qué manera tergiversa las palabras.

—Yo no he matado a este chico. Si no le habéis matado vosotros, quien lo haya hecho está bajando por la ladera en este preciso instante.

Se agachó al ver que la culta del fusil se le venía encima, por lo que, en vez de aplastarle la cara, hizo saltar las latas que había sobre la mesa de trabajo. Arkady empezaba a sentirse más preocupado porque, si bien podía tolerar una paliza oficialmente autorizada, una paliza que se mantuviera dentro de unos límites más o menos definidos, las cosas se estaban saliendo de madre.

—¡Camarada Korobetz! —advirtió Volovoi a Karp—. Ya hay suficiente.

—Mentirá y nada más.

Volovoi miró a Arkady y comentó:

—Korobetz no es un intelectual, pero sí un trabajador sobresaliente, y acepta la dirección del partido, cosa que tú nunca has hecho.

Exceptuando una cicatriz blanca que le cruzaba la frente por el punto donde le habían extirpado parte de la piel, la cara de Karp era de color rojo.

—¿Vuestra dirección? —Arkady se movía un poco más hacia una cuchilla que había caído con las latas.

—Le hemos atrapado huyendo, le hemos atrapado matando a alguien —insistió Karp—. No es necesario que siga vivo.

—Esta decisión no te corresponde a ti —le recordó Volovoi—. Hay preguntas concretas que deben hacerse y que exigen respuesta. Por ejemplo, sabiendo que Renko es un hombre de personalidad peligrosa e inestable, ¿quién persuadió al capitán a dejarle suelto en un puerto extranjero? ¿Qué tramaba Renko con ese círculo de norteamericanos? Las nuevas formas de pensar son necesarias para incrementar la productividad del trabajo, pero en lo que se refiere a la disciplina política, nuestro país se ha vuelto negligente. Por eso es tan importante dar ejemplo.

—Yo no he hecho nada —protestó Arkady. Volovoi había pensado en todos los detalles.

—Tenemos tu investigación provocadora, tu intento de influir en el capitán y en la tripulación del Estrella Polar, abusando para ello de la confianza depositada en ti, tu deserción en cuanto pisaste suelo extranjero… ¿Quién sabe en cuántas otras cosas andarás metido? Desmontaremos todo el buque, desmantelaremos todos los mamparos y todos los depósitos. Marchuk captará la onda. Todos los capitanes captarán la onda.

—Pero Renko no es un contrabandista —objetó Karp.

—¿Quién sabe? Además, siempre encontraremos algo. Cuando haya terminado, el Estrella Polar parecerá una colección de pedacitos.

—¿A eso llamas reestructuración? —preguntó Karp. Volovoi perdió la paciencia.

—Korobetz, no pienso entablar un debate político con un presidiario.

—¡Yo te enseñaré lo que es un debate! —amenazó Karp.

Recogió el cuchillo del suelo antes de que Arkady pudiera agarrarlo, se volvió hacia el camastro y lo clavó hasta el mango en la garganta de Volovoi.

—Así llevamos los debates los presidiarios —ironizó Karp y, apoyando la mano en la nuca de Volovoi, la apretó hacia delante, contra el cuchillo.

Un chorro de sangre salpicó la pared mientras Volovoi se movía espasmódicamente. Su cara se hinchó y la incredulidad hizo que sus ojos se desorbitaran.

—¿Qué? ¿Se acabaron los discursos? —preguntó Karp—. La reestructuración satisface las exigencias de… ¿qué? No te oigo. Habla más alto. ¡Satisface las exigencias de la clase trabajadora! Tú deberías saberlo.

Un hombre levanta pesas, se mantiene en forma, pero no es lo mismo que el trabajo de verdad, y saltaba a la vista que los músculos de Volovoi no eran nada comparados con los de Karp. El primer oficial daba manotazos, pero el capataz seguía apretándole el cuchillo contra la garganta con la misma facilidad con que hubiese manejado una palanca. Era lo que se hacía en los campos de trabajo cuando los urkas descubrían a un soplón. Siempre la garganta.

—¿Exigencias de más trabajo? ¿De veras? —dijo Karp.

El rostro de Volovoi se volvió más oscuro a la vez que sus ojos se ponían más blancos, como si todas las conferencias que seguía llevando dentro se le hubieran atragantado y su presión fuese en aumento. La lengua se le salió de la boca y quedó colgando sobre la barbilla.

—¿Creías que iba a pasarme toda la vida besándote la picha y el culo? —preguntó Karp.

El rostro de Volovoi se tiñó de negro, el cuerpo empujó el camastro contra la pared y las manos salieron disparadas hacia delante. Sus ojos seguían mostrando sorpresa, como si estuviera contemplando lo que le pasaba a otra persona, como si aquello no le estuviera ocurriendo a él.

Arkady pensó que no, que Volovoi ya no se sentía sorprendido. Estaba muerto.

—Hubiera hecho mejor cerrando el pico —dijo Karp a Arkady, moviendo bruscamente el cuchillo hacia un lado, luego hacia el otro, antes de arrancarlo de la garganta.

Arkady sintió deseos de salir volando por la puerta, pero lo más que pudo hacer fue levantarse trabajosamente blandiendo una lata de epoxia a modo de arma defensiva.

—Te has pasado.

—Sí —reconoció Karp—. Pero pienso que dirán que eres tú el que se ha pasado.

Volovoi seguía sentado en el camastro, como si de un momento a otro fuera a intervenir en la conversación. Del cuello al pecho parecía haber reventado bajo el peso de la sangre.

—¿Has estado internado algún tiempo en un pabellón psiquiátrico? —preguntó Arkady.

—¿Y tú? ¿Ves? —Karp sonrió—. De todos modos, ya estoy curado. Soy un hombre nuevo. Déjame que te haga una pregunta.

—Adelante.

—¿Te gusta Siberia?

—¿Cómo?

—Me interesa tu opinión. ¿Te gusta Siberia?

—Claro.

—¿Qué mierda de contestación es ésa? ¡A mí me encanta Siberia! El frío, la taiga, la caza, todo; pero, más que nada, la gente. Gente de verdad, como los nativos. Los de Moscú parecen duros, pero son como tortugas. Llévalos al este, hazlos salir de sus caparazones, y puedes pisotearlos. Ir a Siberia es lo mejor que me ha pasado en la vida. Es como el hogar.

—Estupendo.

—Sólo la caza —Karp limpió la hoja del cuchillo con la manga de Volovoi—. Algunos tipos salen a cazar en helicópteros y armados con Kalashnikovs. A mí me gusta el Dragunov, un fusil de gran precisión que lleva mira telescópica. A veces ni siquiera me tomo la molestia de ir de caza. El último invierno, por ejemplo, Un tigre se coló en Vladivostok y se puso a matar perros.

Un tigre salvaje en el centro de la ciudad. La milicia lo mató a tiros, como es natural. ¿Sabes qué? Yo no lo hubiese matado; yo lo hubiese sacado de la ciudad y lo hubiese soltado. Ésa es la diferencia entre tú y yo: yo no hubiese matado al tigre —apoyó el cuerpo de Volovoi contra la pared—. ¿Cuánto tiempo crees que puede permanecer así? Pensaba dejar las cosas de modo que hicieran juego. Ya sabes… la simetría.

Arkady pensó que la simetría era siempre un fetiche interesante. Recordó que en la puerta del búnker había un candado; si lograba salir podría dejar a Karp encerrado.

—Pero no quedaría bien —dijo Arkady—. No querrás dejar tres asesinados aquí. Es una cuestión de aritmética. Yo no puedo ser una víctima también.

—Al principio no pensaba hacerla —confesó Karp—, pero Volovoi era tan estúpido… Toda la vida he estado escuchando a capullos como él y como tú. Zina…

—¿Zina?

—Zina decía que las palabras te liberaban o te jodían o te volvían al revés. Todas las palabras, cada una de ellas, eran un arma o una cadena o un par de alas. Tú no conocías a Zina. Y tú tampoco conocías a Zina —añadió, volviéndose hacia Volovoi. El oficial político, la cabeza ladeada, daba la impresión de estar escuchando—. ¿Un inválido no quiere entablar debate con alguien procedente de los campos de trabajo? ¡Las cosas que podría contarte yo acerca de los campos! —se volvió hacia Arkady—. Gracias a ti.

—Algún día volveré a mandarte allí.

—Eso será si puedes —contestó Karp y extendió los brazos si como si quisiera indicar que finalmente habían llegado a lo importante, a un punto en que las palabras ya no servían, y él se encontraba en su elemento. A modo de conclusión personal, agregó—: Deberías haberte quedado a bordo.

Cuando Arkady le arrojó la lata de epoxia, Karp levantó tranquilamente un brazo y la lata rebotó en él. Dos pasos bastaron a Arkady para cruzar la habitación y abrir la puerta, pero Karp alargó la mano y le obligó a retroceder. Arkady esquivó una cuchillada y asió la muñeca de Karp con el gesto de «sígueme» que el instructor de la milicia le había enseñado en Moscú, lo que provocó una carcajada apreciativa de Karp. Dejó caer el cuchillo, pero arrojó a Arkady contra el estante de libros, que salieron volando como pájaros.

De nuevo echó a correr Arkady hacia la puerta, pero Karp lo levantó del suelo y lo arrojó por encima de la baidarka contra la pared del otro lado, haciendo caer mandíbulas de tiburón y conchas iridiscentes sobre el suelo del búnker. Karp apartó la embarcación de un manotazo. A pesar de su fuerza, se agachó adoptando la postura favorita de los ukas, con dos dedos extendidos hacia los ojos, estilo que Arkady ya había visto otras veces. Avanzó hacia Karp y le golpeó de lleno en la boca, lo cual no impidió que el capataz siguiera avanzando, de modo que Arkady le atizó en el estómago, que era duro como el cemento, luego le dio en el mentón con un fado y Karp cayó sobre una rodilla.

Soltando grandes rugidos, Karp empujó a Arkady contra una pared y luego contra otra, hasta que éste alzó las manos y se aferró a la red que colgaba del techo. Cuando Karp se abalanzó sobre él, Arkady le envolvió la cabeza con la red y a fuerza de puntapiés le obligó a doblar las piernas. Al correr hacia la puerta por tercera vez, Arkady tropezó con las costillas abiertas de la embarcación y Karp le asió el tobillo antes de que pudiera levantarse. En el suelo no podía hacer nada contra el peso del capataz, que se subió sobre su cuerpo, haciendo caso omiso de los golpes hasta que Arkady consiguió darle en la cabeza con un barril lleno de grilletes.

Arkady se liberó, y estaba tratando de abrir la puerta cuando un barril pasó volando junto a su oreja y la cerró. Karp le arrancó de la puerta y le arrojó sobre el camastro al lado de Volovoi. El muerto se inclinó sobre el hombro de Arkady, como si quisiera expresarle su condolencia. Karp sacó su cuchillo de la chaqueta, el cuchillo de doble filo que los pescadores tenían órdenes de llevar consigo en todo momento, para casos de apuro. Arkady encontró en el camastro el cuchillo que se le había caído a Karp un poco antes.

Karp fue más rápido, y su cuchillada hubiera rajado a Arkady del ombligo para arriba, pero el cadáver de Volovoi perdió finalmente el equilibrio y cayó de lado enfrente de Arkady. El cuchillo se clavó en el primer oficial con un ruido sordo y, durante un momento, inclinado hacia delante, la hoja clavada donde no debía estar clavada, Karp quedó en situación vulnerable del corazón al cuello. Arkady titubeó. Luego fue demasiado tarde. Karp volcó el camastro, dejándole atrapado contra la pared. Al intentar levantarse, Arkady perdió su cuchillo.

Karp lo levantó de detrás del camastro y lo arrojó a la habitación más pequeña pasando por encima del cuerpo de Mike. El capataz hizo una pausa para desclavar el cuchillo del cadáver de Volovoi antes de seguir a Arkady. Aunque apenas pudo mover el generador, Arkady logró levantar la lata de gasolina. Karp, adivinando su intención, permaneció agachado hasta que la lata hubo pasado por encima de él antes de sortear el cadáver de Mike.

Se oyó un ruido de cristales rotos que sonaron como un carillón. Seguramente el sonido se oyó antes de que Karp entrara en la habitación, pero más adelante Arkady sólo recordaría la cara de sorpresa del capataz y la luz que le iluminaba desde atrás, como si de pronto el sol hubiera salido a sus espaldas. A la explosión de la lámpara de queroseno y de la lata de gasolina siguió el ruido sibilante de la epoxia derramada, al encenderse. Al extenderse la gasolina, el fuego prendió en los libros desparramados por el suelo, en la sábana arrugada del camastro, en una esquina de la mesa de trabajo. Karp intentó asestar una cuchillada a Arkady, pero lo hizo con poca fuerza, como desconcertado. Se oyó una segunda explosión al encenderse el cubo lleno de epoxia y una llamarada se alzó hacia el techo. Unos vapores espesos, parduscos, irritantes subieron por las paredes.

—Mejor aún —dijo Karp.

Blandió el cuchillo por última vez y salió corriendo de la habitación en llamas; parecía un demonio retirándose del infierno. Abrió la puerta del búnker y se detuvo para dirigir a Arkady una última mirada con sus ojos encendidos por las llamas. Luego salió disparado y la puerta se cerró.

El fuego prendió en la baidarka, sus costillas negras en el pellejo traslúcido de los costados, que rezumaba gotas de epoxia encendida. El techo ya quedaba oculto por un humo ponzoñoso que avanzaba lentamente como un nubarrón. De pie junto al cuerpo de Mike, Arkady pensó que la escena era notable: tormenta, fuego, el aleuta tendido en dirección a su baidarka en llamas, Volovoi en su pira funeraria vuelta al revés, las llamas lamiendo una de sus mangas… Recordó una frase que en cierta ocasión había leído en una guía francesa: «Merece visitarse». A veces, en momentos de pánico, la mente reaccionaba de aquel modo; emprendía por propia iniciativa excursiones en el último momento. Tenía ante él dos alternativas: morir abrasado en una habitación o asfixiado en la otra.

Cubriéndose la boca con una mano, cruzó rápidamente la habitación que ardía y se lanzó contra la puerta. Notó que cedía; no estaba cerrada con el candado; sólo por la presión que Karp ejercía desde fuera. Igual que en la bodega del pescado. Las ideas sencillas eran las mejores. Las llamas avanzaban hacia sus pies. Se inclinó por debajo del humo, jadeando entre toses. No tardaría cinco minutos, diez a lo sumo; luego Karp podría abrir la puerta de par en par para comprobar su triunfo.

Arkady echó el pestillo interior de la puerta. Una vez conoció a un patólogo que decía que el mayor talento de Renko no consistía en librarse de situaciones desastrosas, sino sólo en complicadas. Conteniendo la respiración, volvió a pasar entre las llamas, sacó un barril de entre ellas y lo llevó a la segunda habitación. Dentro del barril había desperdicios, los fragmentos de red que Mike coleccionara. Con ojos de pescador, escogió el más largo de los fragmentos de nilón iluminado por las llamas de la puerta, el charco de agua del rincón se había convertido en un estanque dorado, y Arkady apenas si pudo ver los dos largueros rotos, dos tubos de hierro herrumbroso, debajo de la escotilla cerrada. Colocó el barril cabeza abajo sobre el agua y se encaramó a él. Poniéndose de puntillas, podía lanzar el fragmento de red lo suficientemente alto para que llegase arriba. La escotilla no estaba cerrada herméticamente, y en ese momento el humo ya penetraba en la habitación, reptando por el suelo y siguiendo la corriente de aire hacia el lugar donde Arkady se mantenía en equilibrio. Al enganchar la red en el larguero, el barril volcó y se alejó rodando. Mientras trepaba por la red, oyó el ruido de botellas que se rompían en medio del estruendo cada vez mayor del fuego, que hacía pensar en el ruido de las olas al romper en la playa. Abrió la escotilla. El humo salió disparado hacia arriba, como si quisiera arrastrarle de nuevo al interior, pero Arkady ya había salido y saltado por encima del talud, y en ese momento rodaba por la hierba humedecida por la niebla, en dirección al mar.