Arkady y los otros dos soviéticos se tomaron unas cervezas sentados a una mesa de secoya recubierta de plástico. Cuando alguien fue a chocar con el tabique de mediana altura que los separaba de la barra, Marchuk comentó:
—Cuando se emborrachan, los norteamericanos arman mucho ruido. Un ruso se pone más serio. Bebe hasta caer con dignidad, igual que un árbol —estudió su cerveza durante un momento—. No pensarás fugarte, ¿eh?
—No —contestó Arkady.
—Compréndelo, una cosa es sacar a un hombre de la factoría y dejarle suelto por el buque y otra sacarle del buque. ¿Qué supones que le ocurre a un capitán cuando uno de sus marineros deserta? ¿A un capitán que permite que un hombre con tu visado baje a tierra? —se inclinó hacia delante, clavando los ojos en Arkady—. Anda, dímelo.
—Es probable que todavía necesiten un vigilante en Norilsk.
—Yo te lo diré. Iré tras de ti y te mataré yo mismo. Por supuesto, cuentas con mi apoyo incondicional. Pero pensé que convenía que lo supieras.
—A tu salud —los hombres honrados le caían bien a Arkady.
—Enhorabuena —George Morgan acercó la silla y tocó la botella de Arkady con la suya—. Tengo entendido que has resuelto el misterio, ¿suicidio?
—Dejó una nota.
—Qué suerte.
Morgan volvía a ser el hombre imperturbable, siempre dueño de la situación. No era un tigre de barba negra como Marchuk ni un gnomo como Hess, sino un profesional de rostro terso perforado por dos ojos azules.
—Estábamos comentando que Dutch Harbor es un lugar muy poco corriente —dijo Hess.
—Estamos más cerca del Polo Norte que del resto de los Estados Unidos —dijo Morgan—. Es extraño.
«Diferente», pensó Arkady.
Un bar soviético era un local silencioso, un lugar donde se reunían hombres callados; el bar donde se encontraban era ruidoso a más no poder. A lo largo del mostrador había un gran número de hombres corpulentos, con camisas a cuadros y gorras, el pelo largo y barbas y una facilidad física que parecía llevar de forma natural a darse palmadas en la espalda y a beber directamente de la botella. La multitud y el ruido se veían multiplicados por dos por un largo espejo instalado encima de una hilera de botellas que brillaban como piedras preciosas. Unos aleutas jugaban al billar en un rincón. Había mujeres sentadas junto a las mesas, chicas de cara ojerosa y cabellos de un rubio extravagante, pero casi nadie les prestaba atención exceptuando un círculo de mujeres que rodeaban a Ridley. El ingeniero de Morgan también se distinguía de la multitud por llevar una camisa de terciopelo y una cadena de oro; parecía un príncipe del Renacimiento alternando con las campesinas.
Se acercó a Arkady.
—Las señoras quieren saber si tienes una polla de dos cabezas.
—¿Qué es lo normal aquí? —preguntó Arkady.
—Aquí nada es normal. Obsérvalo; todos estos empresarios navegantes norteamericanos dependen por completo de vosotros, de los comunistas. Es verdad. Los bancos tenían las pelotas de los pescadores en el cajón porque todos habían pedido préstamos cuando el auge de la pesca del cangrejo. Por esto verás aquí incluso pesqueros del Golfo como el nuestro. Cuando desaparecieron los cangrejos, todo el mundo empezó a perder el barco, el aparejo, el coche, la casa. Estaríamos trabajando en una gasolinera si no estuviéramos pescando. Entonces se presentan los rusos, allá por 1978, y compran todo lo que pescamos. Gracias a Dios por la cooperación internacional. Mal lo pasaríamos si dependiéramos de los Estados Unidos. ¿Querías algo extraño? Pues ya lo tienes.
—¿Cuánto ganas?
—Diez mil o doce mil al mes.
Arkady calculó que él ganaba unos cien dólares al cambio del mercado negro.
—Es extraño —tuvo que reconocer.
En un rincón, bajo un fluorescente colgante, los aleutas seguían jugando al billar con sombría concentración. Llevaban gorras, cazadoras y gafas oscuras; todos menos Mike, el marinero de cubierta del Eagle. Mike soltó una exclamación de júbilo cuando la bola rodó hacia una tronera, dio con otra bola y se detuvo a poca distancia de una bambarria. Tres chicas aleutas vestidas con anoraks de colores claros se encontraban sentadas junto a la pared, con las cabezas juntas, hablando. Una muchacha blanca estaba sentada sola junto a la otra pared, mascando goma, siguiendo con los ojos las tacadas de Mike y haciendo caso omiso de los otros jugadores.
—Los aleutas son dueños de toda la isla —dijo Ridley a Arkady— La marina los expulsó durante la guerra, luego Carter les devolvió toda la isla, de modo que no necesitan pescar. Mike…, sencillamente, ama el mar.
—¿Y tú? —preguntó Arkady—. ¿Tú también lo amas?
Daba la impresión de que Ridley no sólo se había cepillado el pelo hasta conseguir la forma de cola de caballo, con trenzas atadas junto a las orejas, sino que también parecía haber sobrecargado sus ojos y su sonrisa deslumbrante.
—Lo detesto. Es antinatural hacer flotar acero sobre el agua. El agua salada es tu enemigo. Destruye el hierro. La vida ya es bastante corta.
—Coletti, tu compañero de a bordo, ¿fue policía?
—Un simple patrullero, no un investigador bilingüe como tú. A menos que cuentes el italiano.
Llegó el whisky escocés y Morgan llenó los vasos. Ridley dijo:
—Lo que echo de menos en el mar es la civilización, porque la civilización significa mujeres y en eso nos gana el Estrella Polar. Mete a Cristo, a Freud y a Karl Marx en un buque durante seis meses y acabarán siendo como nosotros, igual de malhablados y primitivos.
—Tu mecánico es un filósofo —dijo Hess a Morgan—. De hecho, en los años cincuenta teníamos fábricas de conservas flotantes a la altura de Kamchatka, y en ellas había unas setecientas mujeres y una docena de hombres. Preparaban cangrejos en conserva. El proceso exigía que ningún metal tuviera contacto con los cangrejos, así que usábamos un forro especial que se producía en Norteamérica. Sin embargo, por una cuestión de índole moral, vuestro gobierno ordenó que no se facilitaran más forros para las latas comunistas. Nuestra industria del cangrejo se vino abajo.
Arkady recordaba lo ocurrido. Habían estallado revueltas a bordo de las fábricas flotantes, y las mujeres habían violado a los hombres. No era mucha civilización.
—¡Por las empresas conjuntas! —Morgan alzó su vaso.
En la Unión Soviética no se jugaba al billar de carambolas, pero Arkady recordaba a los soldados norteamericanos en Alemania y su obsesión por aquel juego. Mike parecía llevar las de ganar y cosechar besos deseándole buena suerte de su chica, la que mascaba goma. Si el zar no hubiera vendido Alaska, ¿estarían los aleutas empujando peones sobre un tablero de ajedrez?
Ridley siguió la mirada de Arkady.
—En otro tiempo los aleutas cazaban nutrias marianas para Rusia. Cazaban leones marinos, morsas, ballenas. Hoy andan ocupados alquilándole muelles a la Exxon. Ahora son un hatajo de capitalistas nativos de Norteamérica. No son como nosotros.
—¿Como tú y como yo?
—Claro. La verdad es que los pescadores tienen más cosas en común entre ellos que con la gente de tierra. Por ejemplo, a la gente de tierra le encantan los leones marinos. Yo cuando veo un león marino veo un ladrón. Cuando pasas cerca de las islas Shelikof te están acechando… Forman pandillas de cuarenta, cincuenta leones marinos juntos. No tienen miedo; se acercan directamente a la red. ¡Diablo, pesan dos o tres toneladas cada uno! Son como los malditos osos.
—Los leones marinos —aclaró Hess a Marchuk, que puso los ojos en blanco para demostrar que lo comprendía.
—Hacen dos cosas —prosiguió Ridley—. No se contentan con atrapar un solo pescado de la red y salir huyendo. No; lo que hacen es arrearle un mordisco al vientre de todos los pescados. Si en la red hay salmones, cada mordisco nos cuesta cincuenta dólares. La segunda cosa que hacen, los muy cabrones, es, cuando se cansan, agarrar un último pescado y sumergirse. Entonces hacen algo realmente extraordinario: salen a la superficie con el pescado en la boca y te saludan con él. Es como si te dijeran: «¡Jódete, mamón!». Para eso se hicieron las Magnum. Me parece que si no es con una Magnum, no hay forma de parar a un macho de gran tamaño. ¿Qué usáis vosotros?
Hess tradujo muy cuidadosamente la respuesta de Marchuk.
—Oficialmente están protegidos.
—Sí, eso es lo que he dicho yo también. En el Eagle tenemos todo un arsenal para ellos. Deberían estar protegidos —Ridley movió la cabeza de arriba abajo.
Arkady pensó que Ridley poseía una cualidad doble: la capacidad de mostrarse como un hombre encantador y como un bandido, al mismo tiempo que en todo momento parecía un poeta. El mecánico le estaba mirando a él también.
—Adivino por tu expresión que te parece un asesinato.
—¿De quién? —preguntó Arkady.
—De quién no, sino de qué —precisó Ridley—. De los leones marinos.
Marchuk levantó su vaso.
—Lo principal es que, seamos soviéticos o norteamericanos, todos somos pescadores y hacemos lo que nos gusta. ¡Por los hombres felices!
—La felicidad es la ausencia de dolor —Ridley apuró su vaso y lo dejó sobre la mesa—. Ahora soy feliz. Dime —preguntó a Arkady—, ¿eres feliz trabajando en la factoría del buque, empapado, pasando frío y cubierto de tripas de pescado?
—En la factoría tenemos otro refrán —contestó Arkady—. La felicidad es la coincidencia máxima de la realidad con el deseo.
—Buena respuesta. Brindaré por ella —dijo Morgan—. ¿Eso es de Tolstoi?
—De Stalin —repuso Arkady—. La filosofía soviética está llena de sorpresas.
—De ti, sí —dijo Susan.
Arkady no sabía cuánto tiempo llevaba Susan junto a la mesa. Vio que tenía el pelo mojado, peinado hacia atrás, y las mejillas húmedas y pálidas, lo que hacía que su boca pareciese más roja y los ojos castaños, más oscuros. El contraste le daba una intensidad que antes no tenía.
Ridley se había ido con Coletti en busca de una partida de naipes. Marchuk había vuelto al buque para que Volovoi pudiese desembarcar. En cuanto se enterase de que Arkady estaba en tierra, el primer oficial emprendería el vuelo como un verdugo alado. Con todo, dos horas en tierra eran mejor que nada. Incluso en un bar, cada minuto que pasaba en tierra era como volver a respirar aire.
Aunque el nivel de ruido continuaba aumentando, Arkady cada vez se fijaba menos en él. Susan estaba sentada con las piernas recogidas debajo del cuerpo. Su rostro se hallaba en la sombra dentro de un círculo de cabellos dorados. Su habitual barniz de animosidad se había agrietado y dejaba ver un plano más oscuro e interesante.
—Detesto a Volovoi, pero creer en él me resulta más fácil que creer en ti.
—Pues aquí me tienes.
—¿Entregado a la verdad, la justicia y la causa soviética?
—Entregado a permanecer lejos del buque.
—Eso es lo gracioso. Los dos vamos a volver al buque y yo ni siquiera soy rusa.
—Pues no vuelvas.
—No puedo.
—¿Quién te obliga a quedarte? —preguntó Arkady. Susan encendió un cigarrillo, añadió whisky escocés a su hielo y no respondió.
—En tal caso, juntos —dijo Arkady.
George Morgan y Hess estaban compartiendo su botella.
—Imaginaos —sugirió Hess— si lo hiciéramos todo como si fuese una empresa conjunta.
—¿Si cooperásemos realmente? —preguntó Morgan.
—Si acabáramos con las suspicacias y no siguiéramos tratando de derribarnos los unos a los otros. Seríamos unos verdaderos socios naturales.
—Nosotros nos encargamos de los japoneses y vosotros, de los chinos.
—Y tenemos a los alemanes divididos mientras podamos.
—¿Cómo describirías el infierno? —preguntó Susan a Arkady.
Arkady reflexionó un poco.
—Un congreso del partido. Un discurso de cuatro horas del secretario general. No; un discurso eterno. Los delegados se desparraman como platijas mientras escuchan un discurso que sigue y sigue y sigue.
—Una velada imaginaria con Volovoi. Contemplarle mientras levanta pesas. Él está desnudo, o lo estoy yo. Da lo mismo cuál; es horrible.
—Volovoi te llama «Susan».
—Tú también. ¿Qué nombre sabes pronunciar mejor?
—Irina.
—Descríbela.
—Cabello castaño claro, ojos castaños muy oscuros. Alta. Llena de vida y de ánimo.
—No está en el Estrella Polar.
—No, no está.
—¿Está en casa?
Arkady cambió de tema:
—¿Simpatizan contigo en el Estrella Polar?
—Me caen bien los rusos, pero no me gusta que escondan micrófonos en mi camarote. Si digo que no hay mantequilla, de pronto me sirven una bandeja de mantequilla. Bernie mantiene una discusión política con un marinero de cubierta y a éste lo mandan a otro barco. Al principio procuras no decir nada ofensivo, pero al cabo de un tiempo, para no volverte loca, empiezas a hablar de Volovoi y sus babosas. El Estrella Polar es un infierno para mí. ¿Y para ti?
—Sólo el limbo.
—Todo puede ser una empresa conjunta —dijo Hess—. La ruta marítima más corta entre Europa y el Pacífico consiste en cruzar el Ártico, y nosotros podríamos proporcionar los rompehielos del mismo modo que el Estrella Polar guía al Eagle a través de la capa de hielo.
—¿Y depender de vosotros? —preguntó Morgan—. No creo que las cosas hayan cambiado tanto.
—Tú simpatizabas con Zina —dijo Arkady—. Le diste tu traje de baño, le prestaste tus gafas de sol. Y, a cambio, ella te daba… ¿qué?
Susan tardó mucho en responder; era como sostener una conversación con un gato negro en la oscuridad.
—Diversión —dijo finalmente.
—Tú le hablabas de California y ella, de Vladivostok. ¿Un intercambio igualado?
—Zina era una combinación de inocencia y astucia. Una Norma Jean rusa.
—No te entiendo.
—Norma Jean se aclaró el pelo y se convirtió en Marilyn Monroe. Zina Patiashvili se aclaró el pelo y siguió siendo Zina Patiashvili. La misma ambición, diferente resultado.
—Erais amigas.
Susan volvió a llenarle el vaso; se lo llenó tanto, que el whisky se hinchó como el petróleo por encima del borde. Luego hizo lo mismo con el suyo.
—Esto es un juego de los bebedores noruegos —explicó—. El primero que derrama licor tiene que beber. Si pierdes dos veces, tienes que sentarte en una silla mientras la otra persona te golpea la cabeza y trata de derribarte.
—Lo haremos sin los golpes. Así que tú y Zina erais amigas —replicó Arkady.
—El Estrella Polar es como un depósito de privaciones. ¿Sabes lo raro que resulta encontrarte con alguien que realmente parece estar vivo y ser imprevisible? El problema es que vosotros, los soviéticos, tenéis un concepto muy especial de lo que son los amigos. Todos somos pueblos de buena voluntad y amantes de la paz, pero no quiera Dios que un norteamericano y un soviético se acerquen demasiado el uno al otro. Si ocurre así, lo siguiente que se sabe del soviético es que está embarcado en un buque que navega con rumbo a Nueva Zelanda.
—A Zina no la embarcaron en otro buque.
—No; lo cual significaba que nos espiaba, al menos hasta cierto punto. Y yo estaba dispuesta a aceptarlo porque Zina tenía tanta vitalidad, era tan ingenua, tan divertida… Mucho más lista de lo que imaginaban los hombres.
—¿Con cuál de tus hombres se acostaba?
—¿Cómo sabes que se acostaba con alguien?
—Siempre se acostaba; era su forma de actuar. Si había cuatro norteamericanos a bordo, se acostaba por lo menos con uno de ellos.
—Lantz.
Arkady recordaba a Lantz, el observador delgado y lánguido de la sauna.
—Después de eso, ¿tú le advertiste que no lo hiciera? ¿No habría sido Volovoi? —Arkady bebió un sorbo—. Buen whisky.
Llenó el vaso hasta el borde. La superficie de la bebida de Susan tembló pero sin llegar a derramarse. La luz de neón yacía sobre ella como una luna.
—¿Con quién te acuestas tú en el Estrella Polar? —preguntó Susan.
—Con nadie.
—Entonces el Estrella Polar es un depósito de privaciones también para ti. Bebo a tu salud.
Por primera vez Morgan alzó la cabeza para mirar a Susan; luego volvió a prestar atención a Hess, que le estaba describiendo la invasión más reciente sufrida por Moscú.
—Los japoneses estaban en todas partes, al menos en los mejores hoteles. El mejor restaurante de Moscú es japonés, pero no puedes entrar porque está lleno de japoneses.
—Zina te habló de lo suyo con el capitán Marchuk, ¿verdad? —preguntó Arkady—. ¿Por eso no me dijiste que los habías visto junto a la barandilla de popa duran te el baile, para no causarle complicaciones al capitán?
—Estaba oscuro.
—El capitán no cree que Zina tuviera tendencias suicidas. Tú hablabas con ella. ¿Crees que estaba deprimida?
—¿Tú estás deprimido? —preguntó Susan—. ¿Tienes tendencias suicidas?
Una vez más, Arkady quedó desconcertado. Había perdido la práctica de interrogar; era demasiado lento, se dejaba llevar por las preguntas con que Susan respondía a las suyas.
—No; diría que soy un hombre sin preocupaciones que disfruta de la vida. Tenía al menos preocupaciones cuando era miembro del partido, por supuesto.
—Seguro.
—Resulta más difícil meterse en apuros si tienes un carné.
—¿De veras? ¿Por ejemplo?
—El contrabando. Sin carné del partido, tragedia. Con carné del partido, comedia.
—¿Cómo es eso?
—Un drama. Supongamos que pillan al segundo oficial contrabandeando. El hombre comparece ante los demás oficiales, sollozando, y dice: «No sé qué se apoderó de mí, camaradas. Nunca había hecho una cosa así. Os ruego que me deis una oportunidad de redimirme».
—¿Y entonces? —Susan se había dejado atraer hacia la luz.
Hess y Morgan habían dejado de hablar y escuchaban.
—Se procede a votar —explicó Arkady— y se decide anotar una reprimenda severa en su expediente del partido. Pasan dos meses y se celebra otra reunión.
—¿Sí? —dijo Susan.
—El capitán dice: «Todos nos llevamos una decepción con la conducta de nuestro segundo oficial, y hubo momentos en que pensé que nunca más querría volver a navegar con él, pero ahora veo un esfuerzo sincero por redimirse…».
—Y el oficial político dice… —apremió Susano
—El oficial político dice: «Ha vuelto a beber de los puros manantiales del pensamiento comunista. Sugiero que, teniendo en consideración su renacimiento espiritual, se borre la severa reprimenda del expediente del partido». ¿Qué podría ser más cómico?
—Eres un hombre gracioso, Renko —dijo Susan.
—Es un hombre airado —corrigió Hess.
—Así termina el asunto si eres miembro del partido —dijo Arkady—. Pero si no lo eres, si no eres más que un trabajador y te pillan pasando de matute cintas de vídeo o piedras preciosas, el resultado no tiene nada de cómico ni de humanitario. En tal caso, te caen cinco años en un campo de trabajo.
—Dime más cosas acerca de Irina —le pidió Susan—. Parece una mujer interesante; ¿dónde está?
—No lo sé.
—En alguna parte… —Susan extendió los brazos para indicar las más vagas direcciones—. ¿Por ahí?
—Algunas personas son así —dijo Arkady—. Ya sabes, hay un Polo Norte y un Polo Sur. Hay otro lugar llamado Polo de la Inaccesibilidad. En otro tiempo creían que todo el hielo del Ártico giraba alrededor de un solo punto, de un polo mítico rodeado de masas de hielo flotante que daban vueltas y no podían cruzarse. Creo que allí está ella —sin hacer ninguna pausa preguntó—: ¿Zina se sentía deprimida la noche del baile?
—Yo no he dicho que hubiese hablado con ella.
—Si tú le aconsejaste que no tuviera líos con los norteamericanos del Estrella Polar, ¿no le recomendarías lo mismo en el caso de los del Eagle?
—Dijo haber encontrado el verdadero amor. Eso es algo que no se puede parar.
—¿Cuáles fueron exactamente sus palabras?
—Que nadie podía pararla.
—Si te refieres a Mike —terció Morgan—, sólo se vieron en un par de bailes. Por lo demás, lo único que hacían era saludarse con la mano. De todos modos, mis hombres ya habían vuelto a mi barco; así pues, ¿qué más da?
—A no ser que la asesinaran —insinuó Susan. Morgan reaccionó con la débil sonrisa del hombre que empieza a perder la paciencia ante una persona tonta, Y Arkady pensó que opinaba que en esa categoría entraban todos menos Hess.
—Se me han terminado los cigarrillos —dijo Susan—. En el vestíbulo hay una máquina expendedora. ¿Te está permitido venir conmigo? —preguntó a Arkady. Arkady miró a Hess, que asintió lentamente con la cabeza. Morgan miró a Susan Y. meneó la cabeza, pero ella no le hizo caso.
—Es sólo cuestión de unos segundos —dijo Susan.
La máquina ofrecía una docena de marcas. Susan, sin embargo, no llevaba monedas de las que exigía la máquina.
—Ya sé que no tienes dinero.
—Ni cinco —admitió Arkady.
—Tengo cigarrillos en mi habitación. Ven conmigo. La habitación de Susan estaba en el segundo piso, en el extremo más alejado del pasillo, que era una sinfonía de sonidos varios. En cada habitación alguien discutía o escuchaba una cinta. Susan tocó las paredes un par de veces para mantener el equilibrio y Arkady se preguntó si estaría muy bebida.
Susan abrió la puerta de una habitación que no era mucho mayor que su camarote en el Estrella Polar, pero que ofrecía dos camas, una ducha teléfono y, en vez de una radio empotrada, soviética y de dos emisoras, un televisor colocado sobre un escritorio, en el que también había una botella de whisky escocés, un cubo de plástico para el hielo y una lámpara de brazo largo. Las camas estaban junto a la ventana y, aunque ésta era pequeña, estaba sucia y ni siquiera tenía cristales dobles, Arkady se sintió inmerso en el lujo más absoluto.
En el exterior, el sol se había puesto, y Dutch Harbor flotaba a la deriva en la oscuridad. Desde una habitación de hotel, Arkady vio cómo sus compañeros de a bordo salían del almacén y formaban un grupo en la calle, reacios a echar a andar hacia el muelle aunque iban cargados de bolsas de plástico y de malla repletas de cosas que acababan de comprar. Estaban acostumbrados a hacer cola durante horas para adquirir una sola piña o un par de medias. Lo de ahora no era nada; lo de ahora era el cielo. Las cámaras Polaroid lanzaban sus destellos, captando una prieta hilera de amigos, una hilera blanquiazul en el puerto norteamericano. Natasha y Dynka. Lidia y Olimpiada. En una colina situada por encima del depósito de tanques de petróleo, un incendio ardía como un faro. Ridley dijo que los incendios eran constantes, que los chiquillos pegaban fuego a las estructuras de madera que databan de la guerra.
La niebla se había espesado alrededor de la colina, convirtiendo las llamas en una suave aulaga de luz. Arkady encontró el interruptor y encendió la luz.
—¿Qué quisiste decir con lo de que Morgan y yo habíamos «maquinado algo juntos»?
—El capitán Morgan no tiene demasiadas manías a la hora de escoger compañía —Susan apagó la luz—. Supongo que yo tampoco las tengo.
—Alguien intentó matarme hace un par de días.
—¿En el Estrella Polar?
—¿Dónde iba a ser?
—Se acabaron las preguntas —Susan le puso la mano sobre la boca—. Pareces de verdad, pero sé que tienes que ser falso porque todo es falso. ¿Recuerdas el poema?
Los ojos de Susan parecían tan oscuros, que Arkady se preguntó cuánto había bebido él también. Notaba el olor a humedad de los cabellos de Susan.
—Sí —sabía a qué poema se refería.
—Recítalo.
—Dime cómo te besan los hombres.
Susan se apoyó en él a la vez que acercaba su rostro al de Arkady. Era extraño. Un hombre se considera casi muerto, frío, inerte; luego aparece la llama apropiada y vuela hacia ella como una polilla. Los labios de Susan se abrieron ante los suyos.
—Si fueras de verdad… —dijo ella.
—Tan verdadero como tú.
La alzó en bazos y la llevó hasta la cama. Por la ventana vio la plaza iluminada por los destellos de las cámaras, como fuegos artificiales silenciosos; las últimas fotografías antes de que los felices visitantes, sus compañeros de a bordo, emprendiesen el regreso al muelle. En la calle, el destello de una cámara iluminó a Natasha, que había adoptado una pose coqueta, la chaqueta abierta para lucir el collar de cuentas de vidrio, la cabeza de perfil para que se vieran bien los pendientes de cristal. Arkady sintió algo raro, tuvo la sensación de ser un traidor, al verla desde una ventana de hotel.
Se quedó inmóvil junto a la cama, en uno de esos puntos que influyen en el resto de una vida. En la calle, un destello azul iluminó a Gury y a Natasha y, casualmente, captó a Mike, el aleuta, en el momento en que salía del hotel.
—¿Qué pasa? —preguntó Susan.
Otro destello bañó de luz a una madame Malzeva feliz con un rollo de raso en la mano, y pilló también a Volovoi entrando apresuradamente en el hotel.
—Tengo que irme —dijo Arkady.
—¿Por qué? —preguntó Susan.
—Ha venido Volovoi. Me está buscando.
—¿Vas a ir con él?
—No.
—¿Vas a huir? —Susan se incorporó a medias.
—No. En esta isla no podría huir aunque quisiera. Dependéis demasiado de nosotros. ¿A quién, si no a vosotros, venderían los pescadores de aquí sus capturas? ¿Quién más viene a un lugar tan lejano a comprar aparatos estereofónicos y zapatos? Si algún soviético intentara huir aquí, lo devolveríais a sus camaradas en cuanto le echaseis el guante.
—Entonces, ¿adónde vas?
—No lo sé. Pero no vuelvo al buque. Todavía no.