18

Las orquídeas siberianas habían caído en el olvido. Kolya se encontraba en el extremo del pasillo como un viajero entre tres postes indicadores. A su izquierda había receptores estereofónicos con sintonizador digital y correctores gráficos de cinco bandas, todos ellos de cromo, y negros altavoces de alta tecnología. A su derecha había casetes Dolby de platina doble que no sólo podían reproducir cintas, sino también copiarlas en gran número, como si fueran conejos. Enfrente había una verdadera torre de receptores del tamaño de maletas, con platina para cintas; eran de plástico resistente y de varios colores, del rosa al marfil pasando por el turquesa, y servían para captar la música occidental directamente del aire. Kolya no se atrevía a mirar atrás porque había allí estanterías llenas de grabadoras de bolsillo, cadenitas para llavero que emitían un pitido cuando aplaudías, ositos de juguete que hablaban gracias a la cinta que llevaban dentro, relojes-calculadora que grababan los kilómetros que llevabas recorridos y te tomaban el pulso: el arsenal aturdidor y proliferante de una civilización basada en el chip de silicio.

Kolya hizo frente a tan extraña situación echando mano de la tradicional técnica soviética: retrocediendo un par de pasos y examinando con ojos de serpiente cada uno de los artículos, como si fuera un barrilito de mantequilla rancia, actitud excelente en la Unión Soviética, donde el estante de artículos «rotos al comprarlos» a veces estaba más lleno que la vitrina de exposición; ningún soviético con experiencia salía de una tienda llevando la compra bajo el brazo sin antes haber sacado el aparato de la caja para ponerlo en marcha y comprobar que hacía algo, lo que fuese. Los compradores soviéticos también buscaban la fecha de fabricación en la etiqueta, con la esperanza de que correspondiera a un día de mediados de mes, en vez de a finales, en que la dirección de la fábrica estuviera tratando de alcanzar el cupo de televisores, grabadoras de vídeo o automóviles con o sin todas las piezas necesarias, o que correspondiese a principios de mes, cuando los trabajadores se hallaban sumidos en una especie de aturdimiento de beodo por haber alcanzado el cupo. En la tienda de Dutch Harbor no había estantes repletos de artículos defectuosos, ni se indicaban fechas en las etiquetas de los fabricantes, de modo que, habiendo llegado por fin a su destino, Kolya y otro centenar de hombres y mujeres soviéticos se encontraban como atontados ante las radios y las calculadoras extranjeras y demás artículos exóticos con los que habían soñado innumerables veces.

—¡Arkady! —Kolya se alegró muchísimo al verle—. Tú has viajado antes. ¿Dónde están los dependientes?

Era cierto que no parecía haber ninguno. Una tienda soviética cuenta con personal numeroso porque el cliente tiene que comprar en tres etapas: obtener un comprobante de un dependiente, pagar a otro y cambiar el recibo por el artículo con un tercero, todos los cuales están demasiado enfrascados en conversaciones personales o hablando por teléfono para acoger de buen grado la interrupción de un desconocido que acaba de entrar desde la calle. Además, los dependientes soviéticos esconden los artículos de calidad —el pescado fresco, las traducciones nuevas, los sujetadores húngaros— debajo del mostrador o en la trastienda y son personas que tienen su orgullo, personas sin prisa alguna por vender artículos de calidad inferior. Todo el asunto les resulta desagradable.

—Prueba con esa señora —sugirió Arkady.

Una mujer con aspecto de abuela sonreía desde un mostrador. Llevaba un suéter de mohair blando como una zorra ártica, y sus cabellos eran de un asombroso color azul plateado. Extendidas sobre el mostrador ante ella había rodajas de naranja y de manzana y galletitas untadas con paté. En una cafetera eléctrica, una tarjeta escrita en ruso decía «Café». Había también una caja registradora y la mujer recibía el dinero de algunos marineros «sofisticados» que, sencillamente, se dirigían a ella con sus aparatos estereofónicos. Detrás de la señora, un gran letrero, escrito también en ruso, decía «¡Dutch Harbor da la bienvenida al Estrella Polar!».

Kolya pareció sentirse aliviado hasta que se le ocurrió otra cosa.

—Arkady, ¿qué haces aquí? No tienes el visado que se necesita para venir.

—Tengo una dispensa especial.

Arkady seguía tratando de acostumbrarse a caminar sobre tierra firme. Hasta los buques factoría se balanceaban y cabeceaban, y después de diez meses a bordo de uno de ellos el cuerpo de Arkady no se fiaba del terreno llano e inmóvil. Las luces fluorescentes y los colores brillantes del almacén y los artículos que en él se vendían daban la impresión de nadar a su alrededor.

—Creía que eras un trabajador de la factoría y te conviertes en investigador —dijo Kolya—. Creía que no podías bajar a tierra y, de pronto, te presentas aquí.

—Yo mismo estoy confundido —reconoció Arkady.

Aunque Kolya quería hacerle más preguntas, sus ojos acababan de posarse en un estante lleno de cintas vírgenes, cintas de alta fidelidad que ejercían una atracción magnética en él. Arkady había reparado en que otras personas le miraban con asombro, pero todo el mundo estaba demasiado ocupado en aquel efímero paraíso para hacerle preguntas. Una figura sí se detuvo: desde el extremo del pasillo el soplón Slezko le miró con expresión de alarma, un diente de oro iluminando su rostro grisáceo. Llevaba en las manos una caja de rulos eléctricos, prueba de que existía una señora Slezkova.

—¡Uf! —un maquinista se estremeció tras dar el primer mordisco a una galletita—. ¿Qué clase de carne hay en este paté?

—Cacahuete —informó Izrail—. Es manteca de cacahuete.

—Oh —el maquinista volvió a morder la galletita—. Pues no está mal.

—Renko, estás hecho todo un Lázaro —comentó Izrail—. Resucitas a cada momento. Ese asunto de Zina… no ha terminado, ¿verdad? Veo tu expresión decidida y noto que se me encoge el corazón.

—¡Arkady, has venido! —Natasha le sujetó los brazos como si acabara de presentarse en un baile—. Esto lo demuestra. Eres un ciudadano digno de confianza, porque, de no serlo, no te hubieran dado permiso. ¿Qué dijo Volovoi?

—Ardo en deseos de oírlo —contestó Arkady—. ¿Qué has comprado hasta ahora?

Natasha se puso colorada. La única compra que llevaba en la bolsa de malla consistía en dos naranjas.

—La ropa está arriba —dijo—. Tejanos, prendas deportivas, zapatillas para correr.

—Albornoces y pantuflas —terció madame Malzeva.

Gury se había puesto en la muñeca un grueso reloj que llevaba una brújula en la correa. Mientras se acercaba al mostrador iba volviéndose en distintas direcciones, como si bailara solo.

—¿Un poco de manzana? —la señora de cabellos azules le ofreció una rodaja.

—Yamaha —Gury probó suerte con su inglés—. Software, programas, discos vírgenes.

Sin dinero, Arkady se sentía como un mirón. Cuando las dos mujeres echaron a andar hacia las escaleras, él se retiró en dirección contraria. Al pasar frente a las estanterías de alimentación, vio que Lidia Taratuta llenaba su bolsa de frascos de café instantáneo. Dos mecánicos compartían una caja de polos; apoyados en un congelador, con los polos en la mano, parecían un par de borrachos. ¿Cómo podían resistirse? La publicidad soviética consistía en una orden: «¡Compra!». A veces el envase llevaba una estrella, una bandera o el perfil de una fábrica. En cambio, los envases norteamericanos aparecían llenos de fotografías en color de mujeres intocablemente bellas y de niños preciosos que disfrutaban de productos «nuevos y perfeccionados». Lidia había seguido su camino hasta la sección de detergentes, y en ese momento empezaba a llenar un carrito.

Hasta Arkady se detuvo en la sección de productos agrícolas. Sí, la lechuga empezaba a tener un color pardusco y estaba envuelta en celofán, los plátanos aparecían llenos de manchas que indicaban su edad, y muchos de los granos de uva estaban partidos y rezumaban, pero era la primera fruta natural, ni en conserva ni en almíbar, que veía desde hacía cuatro meses, de modo que se detuvo el tiempo suficiente para presentarle sus respetos. Luego, el único miembro de la tripulación del Estrella Polar que era capaz de resistirse a las zalamerías del capitalismo salió a la calle.

La tarde septentrional había adquirido una luminosidad que iba menguando poco a poco y que revelaba con toda la dulzura posible, la gran plaza de barro que era el centro de Dutch Harbor. A un lado se alzaba el almacén; al otro, el hotel. Ambas eran estructuras prefabricadas, de paredes metálicas y ventanas de corredera, y eran tan largas, que hacían pensar que algunos de los pisos inferiores se habían hundido en el barro y desaparecido. Una veintena de casas más pequeñas, también prefabricadas, buscaban cobijo en la cresta inferior de una colina. Había contenedores para transportar mercancías y otros para depositar la basura, así como mangueras de succión que se usaban pata descargar pescado. Más que cualquier cosa, había barro. Las calles eran olas de barro helado; al cruzar la plaza, los camiones y las furgonetas daban bandazos como si fueran barcos, y todos los vehículos llevaban los bajos recubiertos de barro. Todas las estructuras eran del color de la tierra, ocre o tostado, rendición calculada ante el barro. Hasta la nieve aparecía manchada de barro y, pese a ello, Arkady sintió ganas de echarse al suelo y revolcarse en ella, de entregarse al abrazo inflexible y mordedor del barro frío.

Una docena de soviéticos se encontraban reunidos ante la puerta del almacén, ya fuera porque estaban aplazando el momento culminante, el momento de empezar a comprar cosas, o porque la pura excitación les había empujado a hacer una pausa y a salir a fumarse un cigarrillo. Formaban un corro, como si contemplar la población por encima del hombro de un compañero resultara menos peligroso.

—No es tan diferente de casa, ¿sabéis? —dijo uno de ellos—. Esto podría ser Siberia.

—Nosotros utilizamos bloques de cemento prefabricados —dijo otro.

—Lo importante es que coincide con lo que nos dijo Volovoi. Yo no le creí.

—¿Ésta es una típica población norteamericana? —preguntó un tercero.

—Eso dijo el primer oficial.

—Pues no es lo que yo esperaba.

—Nosotros utilizamos cemento.

—Eso no es lo importante.

Arkady miró a su alrededor y vio que en la plaza desembocaban tres calles: una costeaba la bahía hasta el depósito de tanques de petróleo; la segunda iba hasta la orilla, donde vivían los aleutas; y la tercera penetraba tierra adentro. Antes, desde el buque, había visto otros fondeaderos y un aeropuerto.

La conversación prosiguió:

—Tantas cosas de comer, tantas radios… ¿Os parece normal? Una vez vi un documental. ¿Sabéis por qué tienen tantos alimentos en los almacenes? Pues porque la gente ya no tiene dinero para comprados.

—¡Anda ya!

—Es verdad. Posner lo dijo en la televisión. Le gustan los norteamericanos, pero lo dijo.

Arkady sacó un Belomor, aunque una papirosa parecía fuera de lugar. Observó que en el edificio donde estaba el almacén había también un banco en el primer piso y algunas oficinas en el segundo. En los comienzos del crepúsculo, sus luces eran cálidas como una estufa. En el otro lado de la calle, el hotel tenía unas ventanas más pequeñas y menos iluminadas, exceptuando los relucientes escaparates de una tienda de licores que la tripulación tenía instrucciones de evitar.

—Hay un lugar como ése en casa. Un hostal para marineros, a diez copas por noche. ¿Cuánto es eso al cambio?

El segundo piso del hotel sobresalía por encima del primero y formaba una especie de acera resguardada que debía de resultar útil durante la estación de las lluvias o cuando nevaba copiosamente en invierno. Por otro lado, la población de Dutch Harbor quedaba reducida a la mitad en noviembre, cuando terminaba la temporada de pesca.

—Lo que ocurre es que durante toda la vida oyes hablar de un lugar hasta que se convierte en algo fantástico. Como un amigo mío que estuvo en Egipto. Antes de hacer el viaje, leyó muchos libros sobre los faraones, los templos y las pirámides. Y volvió con enfermedades que os costaría creer que existen.

—Calla, que viene alguien.

Una mujer de unos treinta años caminaba hacia el almacén. Tenía el pelo rubio y rizado y una expresión malhumorada en el rostro. A pesar del frío, sólo llevaba una chaqueta corta, de piel de conejo, tejanos y botas de cowboy. El círculo de cosmopolitas soviéticos se puso a admirar la vista de la bahía. Un guerrero africano armado con una lanza habría podido pasar por su lado sin distraer la atención de los marineros. Hasta que la mujer hubo pasado de largo no se atrevieron a mirarla.

—No está mal.

—No es tan diferente.

—A eso me refería. No es mejor.

El hombre que acababa de decir esto pisoteó el barro, inhaló profundamente y sus ojos de entendido recorrieron el austero edificio del hotel, las colinas y la bahía.

—Me gusta.

Uno tras otro apagaron los cigarrillos, formaron tácitamente grupos de cuatro, como estaba mandado, y, haciendo acopio de valor por medio de un intercambio de gestos con los hombros y la cabeza, se dispusieron a entrar de nuevo en el almacén.

—Oíd —dijo uno de ellos—, ¿sabéis si aquí pueden comprarse botas de ésas?

Arkady estaba pensando en el final de Crimen y castigo, en la redención de Raskolnikov cerca del mar. Quizá se había hecho investigador seducido por la descripción de Dostoyevski del interrogador inteligente; sin embargo, en ese momento, en la mitad de su vida, se encontraba con que él no era el policía, sino el delincuente, una especie de convicto no condenado que se encontraba a orillas del Pacífico, exactamente igual que Raskolnikov, pero en la otra orilla del océano. ¿Cuánto tiempo tardaría Volovoi en ordenar que le llevaran a rastras al buque? ¿Se aferraría él a la tierra como un cangrejo cuando fueran a buscarle? Sabía que no deseaba volver. Resultaba tan agradable permanecer inmóvil a la sombra de una colina y saber que ésta era fija, a diferencia de las olas, y que no se escurriría bajo sus pies… La hierba movida por la brisa continuaría en la misma ladera al día siguiente. Las nubes se reunirían en los mismos picos y se encenderían como llamas en el crepúsculo. El propio barro se helaría y deshelaría según la estación, pero no cambiaría de sitio.

—Te he visto y no podía creerlo —Susan había salido del hotel y cruzado la calle. Su chaqueta, la misma que llevaba en el buque, aparecía torcida, tenía el pelo revuelto y los ojos enrojecidos, como si hubiera llorado—. Luego me dije a mí misma que claro que eras tú. Quiero decir que casi llegué a creer que en la factoría trabajaba alguien que tal vez había sido detective, hace mucho tiempo. Y que hablaba inglés. Después de todo, es la clase de hombre que se habría metido en tantos líos, que no tendría visado para bajar a tierra. Era posible. Luego me asomo al vestíbulo y, ¿a quién veo? A ti. Aquí, de pie, con aire de ser el dueño de la isla.

Al principio Arkady creyó que estaba borracha. Las mujeres bebían, incluso las norteamericanas. Vio que Hess y Marchuk salían del hotel, seguidos por George Morgan. Los tres iban en mangas de camisa, aunque el capitán del Eagle seguía llevando la gorra puesta.

—¿Cuál es la versión de hoy? —preguntó Susan—. ¿Qué cuento de hadas tenemos que creemos?

—Que Zina se suicidó —repuso Arkady.

—¿Y tu recompensa ha consistido en bajar a tierra? ¿Le encuentras sentido a eso?

—No —confesó Arkady.

—Aventuremos otra hipótesis —Susan le apuntó con el dedo como si fuera un palo puntiagudo y Arkady, una serpiente—. Tú la mataste y te lo han premiado dejándote bajar a tierra. Eso sí tiene sentido.

Morgan agarró la manga de la chaqueta de Susan y la apartó de Arkady.

—¿Por qué no piensas lo que dices?

—Sois un par de cabrones —Susan forcejeó hasta liberar su brazo—. Probablemente lo maquinasteis entre los dos.

—Lo único que te pido —le dijo Morgan— es que pienses lo que dices.

Susan intentó volver junto Arkady pasando alrededor de Morgan, pero éste extendió los brazos.

—¡Menudo par estáis hechos! —exclamó ella.

—Cálmate —dijo Morgan en tono tranquilizador—. No digas nada que luego tengamos que lamentar todos. Porque las cosas pueden complicarse mucho, Susan, y tú lo sabes.

—Sois un perfecto par de cabrones.

Se volvió hacia otro lado, asqueada, y clavó los ojos en el cielo. Arkady sabía que era un truco para contener las lágrimas. Cuando Morgan empezó a hablar pronunciando el nombre de Susan, ella le hizo callar levantando una mano y, sin decir otra palabra, echó a andar hacia el hotel.

Morgan dirigió una sonrisa torcida a Arkady.

—Lo siento; no sé a qué venía todo esto.

Susan pasó entre Marchuk y Hess al entrar en el hotel. Los dos hombres se reunieron con Morgan y Arkady en la calle. Los ojos del capitán soviético ya brillaban como los de un hombre que se ha tomado una o dos copas. Hacía frío, el suficiente para que se viera la respiración. Los cuatro hombres parecían un tanto avergonzados por el comportamiento de Susan. Morgan dijo:

—Acaba de enterarse de que su sustituto tuvo que volver a Seattle. Susan tendrá que quedarse en el Estrella Polar.

—Eso explica su comportamiento —dedujo Arkady.