Rodeaba Dutch Harbor un anillo de verdes acantilados cubiertos de espesas hierbas subárticas. No había árboles, nada mayor que un arbusto, pero el viento, al soplar sobre la hierba, producía un efecto mágico, como si las colinas fuesen una ola.
La isla se llamaba en realidad Unalaska y en una orilla de la bahía se alzaba un poblado aleuta que llevaba ese nombre, una línea de casitas junto a la playa y, al final de la línea, una iglesia ortodoxa rusa construida con madera pintada de blanco. Sin embargo, Arkady no podía ver la población de Dutch Harbor, pues quedaba más allá de un depósito de tanques de petróleo y del rompeolas que protegía un muelle de carga en el que se acumulaban chatarra herrumbrosa, nieve sucia, bombas de gas e hileras de jaulas de media tonelada que se usaban para pescar cangrejos. Más allá se extendía un muelle en el que estaban atracados unos pesqueros y un buque de gran calado convertido en fábrica de conservas, y cuyo casco aparecía rodeado de una valla de pilotes. Detrás de todo esto, las laderas de las colinas subían abruptamente hasta los picos volcánicos ribeteados de piedra negra y nieve.
Arkady pensó que era extraño ver cómo los ojos pasaban hambre de colores. El sol se filtraba entre las nubes y su luz iluminaba algunos puntos de la bahía.
Desde los acantilados más bajos, unas aves de las denominadas frailecillos se arrojaban al mar y caían como piedras en el agua. Las águilas emprendían el vuelo desde los acantilados más altos y se remontaban en el aire para inspeccionar el Estrella Polar; eran unas aves enormes, de color pardo, con cabeza blanca e imperiosa y ojos de color ámbar. Era como estar en la cima del mundo.
Los norteamericanos ya habían bajado a tierra en la lancha del práctico. Susan volvería a casa ataviada con una chaqueta de pescador que le habían regalado y que aparecía adornada con alfileres. Al marcharse del buque, había repartido besos de despedida con la generosidad de quien sale de la cárcel. A bordo de la lancha del práctico llegó un nuevo representante jefe con una maleta que contenía cien mil dólares, las divisas extranjeras para la escala del Estrella Polar. Toda la tripulación había esperado mientras se contaban los billetes y luego se contaban otra vez en el camarote del capitán. Ahora, después de cuatro meses de pesca, los compañeros de trabajo de Arkady hacían cola junto a la barandilla de estribor y bajaban por una pasarela para embarcar en el bote salvavidas que les llevaría, a ellos y a sus dólares norteamericanos, al puerto con el que habían soñado durante todo aquel tiempo. Pero no se les notaba. Un marinero soviético podía vestirse para ocasiones especiales, pero eso no quería decir que también se afeitara. Sí lustraba sus zapatos, se peinaba bien y se ponía su chaqueta de deporte aunque las mangas fueran demasiado cortas. También mostraba una expresión de máxima indiferencia, no sólo por Volovoi, sino también por sí mismo, de modo que la expectación sólo se notaba en sus ojos semicerrados y cautelosos.
Había excepciones. Debajo del ala de un gorro cuadrado de campesino, los ojos de Obidin se hallaban clavados en la iglesia que se alzaba al otro lado del agua. Kolya Mer se había metido numerosas macetas de cartón debajo de la chaqueta y contemplaba las colinas como Darwin contemplaría la costa al desembarcar en las Galápagos. Las mujeres llevaban sus mejores vestidos de algodón debajo de las habituales capas de jerseys y chaquetones de piel de conejo. También ellas mostraban una expresión de turista desanimado, hasta que se miraban unas a otras y prorrumpían en risitas nerviosas, y luego saludaban con la mano a Natasha, que se encontraba en cubierta con Arkady.
Las mejillas de Natasha aparecían casi tan rojas como sus labios pintados y no llevaba uno, sino dos peines, como si fuera a necesitar munición extra en Dutch Harbor.
—Es la primera vez que visito los Estados Unidos —dijo a Arkady—. No parecen tan diferentes de la Unión Soviética. Tú ya has estado aquí. ¿Dónde?
—En Nueva York.
—Eso es diferente.
—Sí —reconoció Arkady tras una pausa.
—Bueno, ¿así que has venido a despedirme?
Natasha parecía a punto de volar por encima de las aguas hacia los comercios que esperaban en tierra. En realidad, Arkady estaba allí para ver si Karp bajaba a tierra. Hasta el momento no había bajado.
—Para darte las gracias y despedirme de ti —dijo.
—Sólo serán unas horas.
—Aun así.
Natasha bajó la voz y los ojos.
—Trabajar contigo ha sido una experiencia estimulante para mí, Arkady Kirilovich. No te importa que te llame Arkady Kirilovich, ¿verdad?
—Como gustes.
—Te había tomado por tonto, pero ahora veo que no lo eres.
—Gracias.
—El asunto ha concluido bien.
—Sí, el capitán ha declarado la investigación oficialmente cerrada. Puede que ni siquiera se lleve a cabo otra investigación en Vladivostok.
—Fue una suerte que el tercer oficial Bukovsky encontrara aquella nota.
—Algo más que una suerte; fue increíble —comentó Arkady recordando que él había mirado debajo del colchón de Zina mucho antes de que Slava encontrase la nota allí.
—¡Natasha! —a medida que iban desfilando junto a la barandilla, las amigas de Natasha movían frenéticamente las manos indicándole que ocupara su lugar en la cola.
Natasha parecía a punto de correr, de navegar, de volar, pero en su frente había una arruga de preocupación porque había visto a Arkady registrar la cama antes de que apareciese la nota.
—En el baile no se la veía tan alicaída como para suicidarse.
—No —tuvo que reconocer Arkady.
Bailar y flirtear no eran, en efecto, los síntomas habituales de la depresión. La última pregunta fue la más difícil para Natasha.
—¿De veras crees que se suicidó? ¿La creías capaz de hacer algo tan irreflexivo?
Arkady pensó un poco antes de contestar porque sabía que Natasha llevaba meses esperando ilusionadamente la excursión de ese día y, pese a ello, se hubiera quedado a bordo con él, empujada por la lealtad, de haberle dado alguna razón para ello.
—Pienso que es irreflexivo escribir una nota de suicidio. Yo no lo habría hecho —señaló el bote salvavidas—. Date prisa o se te escapará el bote.
—¿Qué quieres que te traiga? —la arruga había desaparecido de la frente de Natasha.
—Las obras completas de Shakespeare, una cámara de vídeo, un coche.
—Eso no puedo traértelo —Natasha se encontraba ya en la escalerilla que bajaba a cubierta.
—Con una fruta tengo suficiente.
Natasha se abrió paso a codazos hasta donde estaban sus amigas en el preciso momento que empezaban a bajar por la pasarela. Arkady pensó que eran como niñas, como las que se veían en Moscú golpeando el suelo con los pies delante de la escuela en las oscuras mañanas de diciembre, abrigadas hasta los ojos, aquellos ojos que se iluminaban al abrirse la puerta para que pudieran entrar en las aulas bien caldeadas. Sintió deseos de unirse a ellas.
El bote salvavidas parecía un submarino que hubiera salido a la superficie; tenía cabida para cuarenta pasajeros en caso de naufragio y estaba pintado de ese color que llamaban «anaranjado internacional». Para la excursión habían abierto las escotillas con el fin de que el timonel y los pasajeros pudieran disfrutar del aire fresco. Natasha volvió a saludar con la mano antes de adoptar una pose de decidida seriedad soviética. El bote empezó a alejarse, y sus ocupantes, vestidos con ropa de colores apagados que contrastaban con el anaranjado del bote, parecían dirigirse a un entierro o a una merienda campestre.
El Merry Jane se acercaba para llevar a más gente a tierra, y junto a la barandilla se había formado una nueva cola. Uno de los que esperaban era Pavel, del equipo de cubierta de Karp. Pavel miró a Arkady y se pasó un dedo por la garganta.
Arkady pensó que la tierra olía de verdad. Unalaska olía como un jardín, y Arkady sintió deseos de caminar sobre tierra firme y abandonar la barcaza donde había vivido los últimos diez meses, aunque sólo fuera durante una hora.
Hasta el momento no había hablado con nadie de la agresión que había sufrido. ¿Qué podía decir? No había visto a Karp ni a los demás hombres. Hubiera sido su palabra contra la de seis marineros de primera que, además, eran hombres políticamente fiables y socialmente responsables. Lo único que podía demostrarse era que había inhalado vapores y sufrido las consiguientes alucinaciones. Y que había intentado pegar fuego a la bodega del pescado.
El humo ensuciaba el aire sobre el lugar donde seguramente estaba Dutch Harbor. ¿Sería muy grande la población? Jirones más limpios colgaban de las laderas de las montañas que se alzaban directamente desde el fondo del océano. Arkady imaginó que remontaba el vuelo sobre las montañas y descendía hacia el valle verde, acercándose lo suficiente para ver las preciosas orquídeas de Kolya Mer, lo suficiente para recoger tierra con la mano.
El bote salvavidas surcaba ahora las aguas frente a las casitas de los aleutas. El bote anaranjado, navegando por delante de la iglesia blanca, era una bonita escena. Arkady se imaginó a Zina en el bote.
—Es irónico —dijo Hess, colocándose junto a Arkady.
El ingeniero eléctrico de la flota estaba resplandeciente con su lustrosa cazadora negra, sus tejanos y sus botas de fieltro siberiano. Arkady no le había visto desde la mañana del día anterior. Desde luego, Hess era bajito; cabía incluso que fuera lo bastante bajito como para moverse por el buque sin que nadie le viera, utilizando las chimeneas y los respiraderos.
—¿Qué es irónico? —preguntó Arkady.
—Que el único miembro de la tripulación que una vez tuvo la oportunidad de desertar, el único hombre cuya lealtad ha sido realmente puesta a prueba, sea el único a quien no se le permite abandonar el buque.
—En lo que se refiere a la ironía, vamos en cabeza en el mundo.
Hess sonrió. La brisa le alborotaba el pelo, pero él permanecía firmemente plantado en cubierta, en la sólida postura del marinero, mientras sus ojos se fijaban en todo lo que había a su alrededor.
—Bonito puerto. Durante la guerra los norteamericanos tenían cincuenta mil hombres aquí. Si Dutch Harbar fuera nuestro, seguiría habiendo cincuenta mil hombres, en vez de unos cuantos nativos y un puñado de redes de pesca. Bueno, a veces los norteamericanos son gente melindrosa. El océano Pacífico es un lago norteamericano. Alaska, San Francisco, Pearl Harbor, Midway, las Marshall, las Fiji, Samoa, las Marianas… Todo es suyo.
—¿Vas a bajar a tierra?
—A estirar las piernas. Podría ser interesante.
Arkady se dijo que quizá no lo sería para un ingeniero eléctrico de la flota, pero sí para un oficial del Servicio de Información de la Marina: un paseo por el principal puerto de las Aleutianas podía resultar informativo.
Hess dijo:
—Permíteme que te felicite por resolver el caso de aquella pobre chica.
—Tus felicitaciones deberían ser todas para Slava Bukovsky, porque él encontró la nota. Yo había registrado el mismo sitio sin encontrar absolutamente nada.
Arkady había examinado la nota después de que Slava dejara de alardear de su descubrimiento. Estaba escrita en la mitad de una página rayada que parecía proceder de la libreta espiral de Zina. La letra era de Zina; las huellas dactilares, de ella y de Slava.
—Pero ¿fue un suicidio?
—Una nota de suicidio, es prueba concluyente de suicidio. Por supuesto, recibir un golpe mortal en la parte posterior de la cabeza y una cuchillada o más después de morir es prueba de otra cosa.
Hess parecía estar estudiando el pesquero de arrastre que se mecía al lado del Estrella Polar. Arkady se preguntó si sería un oficial del cuerpo general. Teniendo en cuenta la lentitud con que ascendían a los alemanes, quizá no fuera más que un capitán de segunda. Pese a ello, si se encontraba cerca de Leningrado, cerca del cuartel general de la marina, tal vez daba clases en las academias de oficiales y tenía título de profesor. Hess parecía un profesor, en efecto.
—El capitán se sintió aliviado cuando supo que te mostrabas de acuerdo con las conclusiones de Bukovsky. De no haber estado tú enfermo en cama, te hubiera interrogado personalmente. Ahora tienes mejor aspecto.
Los temblores habían perseguido a Arkady hasta su camarote, era cierto, y ahora se sentía mejor; lo suficiente para encender un Belomor y empezar a envenenarse de nuevo. Tiró la cerilla lejos de sí.
—Y tú, camarada Hess —preguntó—, ¿te sentiste aliviado?
Hess se permitió otra sonrisa.
—Pensé que era una conclusión demasiado oportuna para que tuvieras algo que ver con ella. Pero podrías haber corregido a Bukovsky y hablado con el capitán.
—¿E impedir que la gente bajara a tierra? —Arkady contempló cómo un tripulante portugués ayudaba a madame Malzeva a subir al pesquero desde la pasarela. La mujer bajó con pasitos delicados, el chal sobre los hombros, como si embarcara en una góndola—. Ésta es la razón de todo el viaje para ellos. No vaya estropearles los dos días que pasarán aquí. ¿Volovoi ha bajado a tierra?
—No, pero el capitán sí ha bajado. Ya conoces el reglamento; el capitán o el comisario debe permanecer en el buque en todo momento. Marchuk bajó en la lancha del práctico para cerciorarse de que los comerciantes de Dutch Harbor estaban preparados para nuestra invasión. He oído decir que no sólo están preparados, sino ansiando vernos —miró a Arkady—. Entonces es un asesinato, ¿eh? Cuando volvamos a estar en alta mar, ¿seguirás haciendo preguntas? La investigación ha concluido oficialmente. No tendrás el apoyo del capitán, ni siquiera podrás contar con la ayuda de Bukovsky. Estarás completamente solo: un trabajador de la factoría del fondo del buque. Parece peligroso. Aunque supieras quién fue el responsable de la muerte de la muchacha, quizás sería mejor olvidarlo.
—Es posible —Arkady permaneció pensativo un momento—. Pero si fueses el asesino y te constara que yo lo sabía, ¿dejarías que viviese hasta regresar a Vladivostok?
Hess reflexionó un poco.
—Harías un largo viaje de regreso.
«O corto», pensó Arkady.
—Ven conmigo —le invitó Hess.
Hizo un gesto y Arkady entró tras él en la superestructura de popa. Supuso que iban a hablar en algún rincón tranquilo, pero Hess le llevó directamente a la cubierta de botes que había en el costado de estribor del buque. De la barandilla colgaba una escala de gato que llevaba a otro bote salvavidas que ya estaba en el agua. El timonel les hizo una señal con la mano; era el único hombre que había en el bote. Un ingeniero eléctrico de la flota no podía viajar en la abarrotada cubierta de un arrastrero.
—A tierra —dijo Hess—. Ven conmigo a Dutch Harbor. Todos los demás están disfrutando de un permiso en el puerto gracias a ti. Lo justo es que tengas alguna recompensa.
—Sabes que carezco de permiso de marinero de primera.
—Bastará con mi autoridad —Hess lo dijo a la ligera, pero también como si hablara en serio.
La idea misma de bajar a tierra surtió el efecto de un vaso de vodka. La perspectiva cambió e hizo que las casas, la iglesia y las montañas estuvieran más cerca. El viento refrescó las mejillas de Arkady y el agua empezó a lamer de forma más audible el casco del buque. Cuando Hess se puso unos guantes negros, de piel de becerro, Arkady se miró las manos desnudas, la manchada chaqueta de lona, los pantalones de tela burda y las botas de goma. Hess se percató de la autoinspección.
—Te has afeitado —dijo a Arkady—. Un hombre que se ha afeitado está en condiciones de ir a cualquier parte.
—¿Y el capitán?
—El capitán Marchuk sabe que ahora la iniciativa está a la orden del día. Lo mismo que la confianza en la lealtad de las masas.
Arkady aspiró hondo.
—¿Y Volovoi?
—Está en el puente vigilando en la otra dirección. Cuando te vea ir a tierra, tú ya habrás llegado. Eres como un león que encuentra la puerta de la jaula abierta. Veo que titubeas.
Arkady se asió a la barandilla como buscando un punto de apoyo.
—No es tan sencillo.
—Hay una cosilla —dijo Hess, sacando un papel del bolsillo de la cazadora y extendiéndolo sobre el mamparo. En la página había dos oraciones que reconocían que desertar de un buque soviético era un delito contra el Estado y que la familia del desertor podía sufrir las consecuencias—. Todo el mundo lo firma. ¿Tienes familia? ¿Esposa?
—Divorciado.
—Da lo mismo —cuando Arkady hubo firmado el papel, Hess dijo—: Otra cosa: nada de cuchillos en el puerto.
Arkady sacó el suyo del bolsillo de la chaqueta. Hasta el día antes, el cuchillo había vivido en el armario. Ahora Arkady y su cuchillo se habían vuelto inseparables.
—Yo te lo guardaré —prometió Hess—. Me temo que no se te han asignado divisas extranjeras para esta inesperada visita que vas a hacer. No tendrás dólares norteamericanos, ¿verdad?
—No, ni francos ni yens. Nunca los he necesitado.
Hess dobló pulcramente el papel y volvió a guardárselo en el interior de la cazadora. Como un anfitrión que disfruta al máximo de las fiestas improvisadas, propuso:
—Entonces tienes que ser mi invitado. Ven, camarada Renko; te enseñaré el famoso Dutch Harbor.
Viajaban sentados en las escotillas abiertas y aspiraban los vapores penetrantes de las aguas sedosas a causa del petróleo. Durante los últimos diez meses, Arkady ni siquiera había estado tan cerca de la superficie del agua, y mucho menos de tierra. Cuando el bote salvavidas atravesó el puerto, Arkady pudo ver que las casitas de los aleutas estaban metidas entre las montañas y la bahía, y que todas ellas parecían marchar orgullosamente detrás de la iglesia blanca con la cúpula en forma de cebolla. Había luces en las ventanas y siluetas humanas en las sombras, y la existencia misma de las sombras parecía milagrosa después de un año contemplando fijamente la niebla. Y el olor era fortísimo; el perfume salobre de la arena gris de la playa y, poderoso como la gravedad, el dulce aroma de la hierba y el musgo verdes. Incluso había un cementerio con cruces ortodoxas, como si pudiera enterrarse a la gente sin hundida directamente en el océano.
El bote salvavidas tenía un puente minúsculo, pero el timonel, un chico rubio que llevaba un grueso jersey, utilizaba la rueda exterior. Detrás de él, en un mástil corto, ondeaba una enseña soviética como un pañuelo raja.
—La construyeron para la guerra y luego dejaron que se desmoronase —dijo Hess, señalando una casa situada en lo alto de un acantilado. La mitad del edificio se había derrumbado, dejando a la vista escaleras y barandillas como si fueran el interior de una concha de mar. Arkady miró a su alrededor y vio otra media docena de estructuras pintadas de gris militar en otras colinas—. Me refiero a la guerra en que éramos aliados —añadió Hess para que se enterase el joven timonel—. Lo que tú digas, jefe —aprobó el timonel.
Protegida por la tierra circundante, la bahía interior aparecía en calma. Un círculo reflejado e invertido de verde ondulante rodeaba el bote salvavidas.
—Eso fue antes de que tú nacieras —dijo Arkady al muchacho, al que ahora reconoció; un técnico de radio que se llamaba Nikolai. Parecía el personaje de un cartel de reclutamiento: cabellos rubios como las barbas del maíz, ojos del color del trigo azulejo y los hombros anchos y la sonrisa indolente de un atleta.
—Ésa fue la guerra de mi abuelo —dijo el chico.
Al oírle, Arkady se sintió inmediatamente viejísimo, pero continuó… dándole conversación.
—¿Dónde sirvió?
—En Murmansk. Hizo el viaje de ida y vuelta a Norteamérica diez veces —explicó Nikolai—. Le hundieron en dos ocasiones.
—Pero esto también es duro; me refiero al trabajo que haces tú.
Nikolai hizo un gesto de indiferencia.
—Trabajo mental.
Arkady ya había reconocido la voz del teniente de Zina. No le costaba imaginarse a Nikolai seguro de sí mismo y navegando entre las camareras del Cuerno de Oro, las estrellas rehaciendo en sus charreteras, la gorra ladeada. Se le ocurrió, aunque no por primera vez, que no le habían atacado hasta que empezó a buscar al ayudante de Hess.
—¡Qué bonito es este puerto!
Los ojos de Hess se desplazaron del depósito de tanques de petróleo al muelle de cemento, que mediría unos dos kilómetros, y luego a la torre de radio que se alzaba en la colina, como si estuviesen pasando revista a los encantos de una isla tropical que no constara en los mapas.
Pensó que tal vez nadie le había visto bajar al bote. Hubiese resultado fácil quitarle de en medio. Los buques acostumbraban tirar la basura al agua cuando entraban en puerto, lastrándola para que se hundiese. Dentro de cada bote salvavidas había un ancla extra con su correspondiente cadena.
Pero el bote salvavidas continuó deslizándose sobre la superficie iridiscente, pasando por delante de los colores primarios y húmedos de pesqueros que Arkady nunca había visto, lo bastante cerca como para ver a los hombres que limpiaban las cubiertas con mangueras e izaban redes para remendadas, y para oír los gritos procedentes de muelles que hasta entonces habían quedado escondidos detrás del casco azul grisáceo del buque que hacía las veces de fábrica de conservas.
A medida que las colinas iban acercándose y que el puerto se estrechaba hasta quedar reducido a las dimensiones de una caleta, Arkady pudo distinguir los puntitos de color de las flores árticas y las vetas de nieve escondidas entre la hierba. El aire transportaba un humo de leña cuyo sabor se metía en la garganta. Al dejar atrás la fábrica de conservas flotante, vio que en el extremo de la caleta desembocaba una corriente de agua y que había muelles donde permanecían amarradas embarcaciones de menor calado, entre ellas algunas que se usaban para pescar con cercos de jareta y que no eran mayores que los botes de remo, así como un par de hidroaviones de un solo motor y el inconfundible color anaranjado del primer bote salvavidas del Estrella Polar. Slava Bukovsky estaba de guardia y puso cara de sorpresa, que en el acto dio paso al desánimo, al ver acercarse el segundo bote salvavidas. Más allá de Bukovsky había perros husmeando los montones de basura, águilas posadas en los tejados y, lo más milagroso de todo, hombres que pisaban tierra firme.