Cuando Arkady llegó a su camarote, temblaba con tanta violencia, que decidió hacer frente a los espasmos y acabar con ellos. Tomó una toalla, bajó una cubierta y entró en un cubículo donde había duchas, ganchos para colgar la ropa y un rótulo que decía: «Un buen ciudadano respeta la propiedad ajena». Una nota escrita a mano aconsejaba: «Lleva tus objetos valiosos contigo».
Con el cuchillo escondido en la toalla, Arkady entró en el mayor de los lujos del Estrella Polar: la sauna. La había construido la propia tripulación y, si bien no era mucho mayor que una caseta, era toda de cedro rojo. En una caja de cedro había cantos rodados que eran calentados por tuberías que traían vapor desde la lavandería. Un cubo también de cedro contenía agua y un cucharón de la misma madera. En el aire ya flotaba una neblina satisfactoria. Del banco de arriba colgaban dos pares de piernas, pero eran demasiado largas y delgadas para ser piernas de asesinos.
Ya fuera en un balneario suntuoso de Moscú o en una cabaña de Siberia, un credo ruso afirmaba que nada curaba más males que una sauna. Resfriados, artritis, enfermedades de los nervios y de las vías respiratorias y especialmente resacas encontraban alivio en el bálsamo del vapor y, como se utilizaba constantemente, la pequeña sauna del Estrella Polar siempre estaba caliente. Los poros de la piel de Arkady se abrieron por completo a la vez que sentía la picazón del sudor en el cuero cabelludo y el pecho. Aunque le escocían las manos y los pies, no se le habían puesto blancos, la primera señal de congelación. Una vez se hubiese librado de los temblores, podría pensar con claridad. Al echar más agua sobre ellas, las piedras adquirieron un color negro lustroso y luego, con la misma rapidez, se volvieron grises al secarse. La neblina recalentada se hizo más densa. En el rincón había unas ramas de abedul para azotar la piel y expulsar los venenos de una borrachera fuerte, pero Arkady nunca había sido partidario de autoflagelarse, aunque fuera con la excusa de los cuidados médicos.
—¿Piensas comprar algo? —preguntó una voz en inglés surgiendo de la nube. Era Lantz, el observador del Departamento de Pesca norteamericano—. Se trate de polvo o de mierda, Dutch está en la ruta. Muchos de esos pesqueros se desvían de una forma muy curiosa y llegan hasta Colombia, hasta Baja.
—Lo mío es la cerveza y no pienso dejarla —la otra voz pertenecía al representante llamado Day.
—¿Has probado las rocas alguna vez? Se fuman en pipa. Muy intensas. Te relajarán en un abrir y cerrar de ojos.
—No, gracias.
—¿Estás preocupado? Te prepararé un cóctel; parece un cigarrillo normal y corriente.
—Ni siquiera fumo tabaco. Después de esto, me vuelvo a la escuela. No pienso darle al crack en el Yukón. Déjame en paz.
—¡Qué rollo de tío! —exclamó Lantz mientras Day descendía de la neblina y salía por la puerta. Se oyó un ruido como si Lantz se sonara las narices con la toalla. Poco a poco bajó del banco. Era todo piel y huesos, como una salamandra de color claro y patas largas. Sus ojos distinguieron por fin a la persona que se hallaba sentada en el banco de abajo—. Vaya, mira quién se dedica a escuchar lo que dicen los demás. ¿Qué me cuentas, Renko? ¿Vas a tomar tus dólares norteamericanos y a bajar corriendo a tierra cuando lleguemos a Dutch Harbor?
—No creo que baje a tierra —contestó Arkady.
—Nadie bajará. Dicen que les has jodido la marrana a todos.
—Podría ser.
—Y he oído decir que, aunque todos los demás bajen, tú te quedarás a bordo. ¿Se puede saber qué eres tú, Renko? ¿Un policía o un preso?
—Trabajar en un buque de altura es un empleo muy codiciado.
—Si te dejan bajar a tierra de vez en cuando, pero no si te quedases atrapado a bordo. ¡Pobre camarada Renko!
—Parece que me estoy perdiendo algo bueno.
—Parece que lo necesitas mucho. Y te pasarás el rato paseando por cubierta con la esperanza de que alguien te traiga un paquete de pitillos. Patético.
—Es verdad.
—Te traerá un caramelo chupón, goma de mascar… Ya lo verás. ¡Será lo mejor de tu viaje!
La puerta aspiró vapor hacia fuera cuando Lantz salió de la sauna. Arkady arrojó más agua a la caja y volvió a dejarse caer en el banco. Se asustó al ver que hasta un norteamericano se percataba de sus grandes apuros.
También le asustaba pensar en lo poco que entendía. No tenía sentido que Zina saliera del baile sólo para preguntarle a Marchuk quiénes la acompañarían cuando fuese de compras en Dutch Harbor. Y luego se había quedado en la cubierta de popa. Según las notas de Skiba y Slezko, Lidia había cruzado la cubierta central del buque a las 11.15, momento en que Zina aún vivía y se encontraba junto a la barandilla de popa.
Faltaban catorce minutos para que Ridley volviera al Eagle y cincuenta y cinco para que el Eagle se alejara de allí. Zina era demasiado lista para tratar de desertar cuando había un pesquero norteamericano atado al buque factoría. Vladivostok exigiría que se llevara a cabo un registro en el Eagle y en el Merry Jane, y la compañía, la mitad de la cual era de propiedad soviética, accedería a ello. A juzgar por lo que había dicho Marchuk, las dos condiciones para que una desaparición tuviera éxito era que los norteamericanos estuvieran lejos, en un punto adonde no pudiera llegarse nadando, y que del Estrella Polar no faltase ningún chaleco salvavidas ni algo por el estilo. Si la deserción era imposible, ¿qué había querido Zina?
Lo que dijera Day sobre la cerveza se le había atragantado; Los arrastreros de Sajalin habían ganado un dinero extra recogiendo cajas de cerveza japonesa que encontraban atadas a nasas para pescar cangrejos. A cambio de ellas, dejaban sacos llenos de huevas de salmón.
Le hubiera sentado bien una de aquellas cervezas, fría como el mar, en vez de la jaqueca líquida y caliente que elaboraba Obidin.
La puerta de la sauna se abrió y le pareció ver, en medio del espeso vapor, que el recién llegado calzaba zapatos. Era un hombre corpulento, desnudo a excepción de una toalla atada a la cintura, y no llevaba zapatos, sino que sus pies eran de color azul oscuro, casi morados. Lucía en ellos un tatuaje de espirales llamativas y cada uno de los dedos sobresalía como si formasen parte de una garra de color verde. El leonino dibujo le llegaba hasta las rodillas, como un grifón. Era lo que un científico hubiese llamado un mesomorfo, musculoso y de pecho casi tan hondo como ancho. Algunos de los tatuajes más viejos se habían vuelto borrosos, pero Arkady pudo distinguir rollizas mujeres encadenadas que subían por los muslos hacia las llamas rojas que se extendían a lo largo del borde de la toalla. El estómago aparecía adornado con nubes azules. En el lado derecho de la caja torácica había una herida sangrante con el nombre de Cristo; en el izquierdo, un buitre sujetando un corazón. El pecho del hombre estaba lleno de tejido cicatrizal. Los administradores de los campos de trabajo hacían eso: si un prisionero se hacía un tatuaje que no les gustaba, se lo quemaban con permanganato potásico. Los brazos del hombre eran mangas verdes: el derecho, cubierto de dragones descoloridos; el izquierdo, mostrando los nombres de prisiones, campos de trabajo, campos de tránsito: Vladimir, Tashkent, Potma, Sosnovka, Kolima, Magadan y más; una lista que denotaba una amplia experiencia personal. Los tatuajes se detenían en las muñecas y en el cuello; el efecto total era el de un hombre que vistiera un traje azul muy ceñido, o el de una cabeza y unos brazos pálidos que estuvieran levitando. Otro efecto era que una persona, al ver aquella especie de salvaje, sabía en el acto que se trataba de un urka, que es el nombre que en Rusia dan a un delincuente profesional.
Se trataba de Karp Korobetz, el capataz. Dirigió una amplia sonrisa a Arkady y dijo:
—Te veo muy jodido.
—Yo te conozco —dijo Arkady al mismo tiempo que le reconocía.
—Fue hace doce años. El otro día, cuando empezaste a hacer preguntas, me dije a mí mismo: «Renko, Renko, ese nombre me suena».
—Artículo 146, atraco a mano armada.
—Intentaste que me ahorcaran por asesinato —le recordó Karp.
La memoria de Arkady funcionaba ya a la perfección. Doce años antes, Korobetz era un chico corpulento y blando que explotaba a putas que le doblaban en edad en un turbulento sector de Moscú. Por regla general, existía un acuerdo entre los macarras y la Milicia sobre todo en aquel tiempo en que oficialmente no había prostitución, pero al chico le dio por robar a las víctimas cuando se habían bajado ya los pantalones. Un viejo, un ex combatiente con el pecho cubierto de medallas, ofreció resistencia y Karp le hizo callar a martillazos. En aquel tiempo tenía el cabello de color más claro y más largo, con trenzas caprichosas alrededor de las orejas. Arkady había comparecido durante el juicio sólo para prestar declaración en calidad de investigador principal para casos de homicidios. Pero había otra razón por la que no había reconocido a Korobetz. Tenía el rostro cambiado y, de hecho, el borde del pelo llegaba más abajo que antes. Si los prisioneros se tatuaban algo en la frente, algo como, por ejemplo, «Esclavo de la URSS», las autoridades hacían que les quitasen la piel por medio de una operación quirúrgica. Todo el cuero cabelludo se había desplazado hacia delante.
—¿Qué escribiste ahí? —Arkady señaló la frente del capataz.
—«Los comunistas beben la sangre del pueblo.»
—¿Todo eso te cupo en la frente? —Arkady quedó impresionado—. ¿Y ahí? —añadió, mirándole el pecho.
—«El partido es la muerte» Eso me lo quitaron con ácido en Sosnovka. Entonces escribí «El partido es una puta». Después de que me quitaran eso también, la piel quedó inservible y no pude escribir más cosas.
—Tu carrera fue corta. Bueno, Pushkin murió joven.
Karp apartó un jirón de vapor. Sus ojos de color azul grisáceo yacían en una arruga que atravesaba el caballete de la nariz. Se peinó el pelo húmedo con los dedos. Llevaba el cabello largo en la coronilla y corto en los lados, al estilo soviético, a la vez que su cuerpo era ahora en el de un hombre de Neanderthal. Un hombre de Neanderthal embadurnado de tinta.
—Debería darte las gracias —dijo Karp—. En Sosnovka aprendí un oficio.
—No me des las gracias a mí. Dáselas a las personas a las que robaste y golpeaste; ellas fueron las que te identificaron.
—Nos enseñaron a hacer cajas de televisores. ¿Has tenido alguna vez un televisor Melody? Puede que la caja la hiciese yo. Por supuesto, de eso hace mucho tiempo, antes de que mi rehabilitación social surtiese efecto. ¿Te das cuenta de lo extraña que es la vida? Ahora soy un marinero de primera clase y tú eres un marinero de segunda clase. Y yo estoy por encima de ti.
—El mar es un lugar extraño.
—Tú eres la última persona a la que esperaba encontrar en el Estrella Polar. ¿Qué le ocurrió al engreído investigador?
—La tierra es un lugar extraño.
—Ahora todo te resulta extraño. Eso es lo que pasa cuando pierdes tu mesa de despacho y tu carné del partido. Dime, ¿qué estás haciendo para el supuesto ingeniero eléctrico de la flota?
—Estoy haciendo algo para el capitán.
—¡A la mierda el capitán! Dónde te crees que estás, ¿en el centro de Moscú? Hay unos diez oficiales en el Estrella Polar; el resto son tripulantes. Tenemos nuestro propio sistema; resolvemos las cosas entre nosotros mismos. Yo resuelvo las cosas. ¿Por qué haces preguntas acerca de Zina Patiashvili?
—Porque tuvo un accidente.
—Eso ya lo sé; fui yo quien la encontró. Si se trata de un simple accidente, ¿por qué te han pedido que investigaras?
—Por mi experiencia. Tú conoces mi experiencia. ¿Qué sabes de Zina?
—Era una honrada trabajadora. Su muerte ha sido una gran pérdida para el buque —Karp sonrió mostrando sus muelas de oro—. ¿Ves? Me enseñaron a decir todas esas estupideces.
Arkady se puso en pie. Los ojos de los dos hombres estaban a la misma altura, aunque Karp era más corpulento.
—Fui un estúpido al no reconocerte —dijo Arkady—. Y tú has sido doblemente estúpido al decirme quién eres.
Sus palabras parecieron herir a Karp.
—Creí que te complacería ver que me he reformado y que ahora soy un trabajador modelo. Tenía la esperanza de que pudiéramos ser amigos, pero veo que no has cambiado nada.-con aire de haberle perdonado, se inclinó hacia Arkady para ofrecerle un consejo. —En el campo teníamos un tipo que me recordaba a ti. Era un preso político, un oficial del Ejército que se negó a llevar sus tanques a Checoslovaquia para aplastar a los contrarrevolucionarios… o algo por el estilo. Yo era el jefe de su sección y el tipo era incapaz de obedecer órdenes; se figuraba que todavía era él quien mandaba. Nos llevaban a un ramal corto del ferrocarril y allí talábamos árboles y los cargábamos. Éramos lo que se llama un colectivo forestal. Un trabajo saludable y regenerador a unos treinta grados bajo cero. La parte peligrosa viene cuando tienes los árboles apilados en el suelo, porque a veces echan a rodar. Es curioso que el único tipo que tenía una cultura, ese oficial del que te hablaba, fuera el que sufrió el accidente, y ni siquiera fue un accidente. Él dijo que le habían inmovilizado mientras alguien le rompía los huesos con el mango de un hacha. Quiero decir los huesos de los antebrazos, de la parte inferior de los brazos, de las manos, de los dedos… ¡Todos! Imagínate. Tú has visto fiambres y sabes que el cuerpo tiene un montón de huesos. Pero yo estaba allí y no vi nada de lo que él dijo. Es lo que pasa cuando cometes un error. Y un montón de troncos se te viene encima. El tipo se volvió loco. Al final murió de una perforación del bazo. Apuesto a que para entonces ya deseaba morir para no tener que pasarse el resto de su vida convertido en una especie de cáscara de huevo rota. Si te hablo de él es sólo porque me recordaba a ti y tú me recuerdas a él, y también porque un buque en alta mar es un lugar peligroso. Eso es lo que quería decirte. Deberías andarte con cuidado— dijo Karp al salir. —Aprende a nadar.
Los temblores de Arkady redoblaron. Se preguntó si alguna vez se había asustado tanto en sus tiempos de investigador. Quizás era justo que hubiese llegado de un sitio tan lejano como Moscú para navegar con Karp Korobetz. ¿Por qué no le había reconocido? El nombre no era tan común. Por otro lado, cabía preguntarse si la propia madre de Karp le hubiera reconocido ahora.
El capataz era la persona que le había arrojado a la bodega del pescado; sus temblores se lo decían. Le habían transportado tres hombres y probablemente otro se había adelantado y otro les seguía. Sin duda eran Karp y su equipo de cubierta, aquel equipo bien organizado, ganador de la competición socialista.
El sudor brotaba del cuerpo de Arkady, dándole un lustre propio del miedo. Karp estaba loco, no era un simple caso de «esquizofrenia perezosa». Pero tampoco era imbécil; así pues, ¿por qué habría llamado la atención sobre sí mismo cuando Arkady aún poseía cierta autoridad, aunque fuese temporal?
¿Qué había dicho y qué había omitido Karp? No mencionó la bodega del pescado. ¿Por qué iba a mencionada? Pero tampoco habló de Dutch Harbor. Todos los demás tripulantes estaban preocupados por el permiso para bajar a tierra; todos menos Karp. Lo que quería el capataz era averiguar cosas referentes a Hess. Y, sobre todo, quería infundirle un poco de terror, y lo había conseguido.
De nuevo se abrió la puerta de la sauna. Arkady vio un pie oscuro e inmediatamente alargó la mano hacia atrás para tomar el cuchillo. Sin embargo, cuando el aire fresco que entraba por la puerta abierta dispersó la neblina, pudo ver que el pie era un zapato, un Reebok de color azul.
—¿Slava?
El tercer oficial apartaba el vapor con gestos irritados.
—Renko, te he estado buscando por todas partes. ¡La he encontrado! ¡He encontrado la nota! Arkady seguía sin poder quitarse a Karp de la cabeza.
—¿Qué? ¿De qué me estás hablando?
—Mientras tú dormías y tomabas saunas, yo he encontrado la nota de Zina Patiashvili. Escribió una nota —el rostro de Slava apareció entre la neblina—. Una nota de suicida. Es perfecta. Entraremos en el puerto.