A la conferencia inspiradora sobre el ateísmo científico que en la cantina dio Natasha Chaikovskaya, miembro corresponsal de la sociedad cultural intersindical, asistieron muchos de los tripulantes que estaban libres de servicio, porque Volovoi se encontraba detrás de la última fila comprobando no sólo la asistencia, sino también el entusiasmo de los oyentes, Skiba y Slezko se hallaban sentados en el último banco, proporcionando al inválido cuatro ojos extras. El día antes de hacer escala en algún puerto era siempre el de mayor ansiedad, ya que la escala podía cancelarse por muchas razones: el tiempo no la permitía, las transferencias de dinero no estaban terminadas, el clima político no era favorable.
La escala en Dutch Harbor obsesionaba a todo el mundo. No sólo era la primera tierra que veían desde hacía más de cuatro meses, sino también el motivo principal de todo el viaje, aquel puñado de horas benditas que pasaban en un comercio norteamericano con divisas extranjeras en el bolsillo. Si un hombre quería pescar peces o una mujer quería sencillamente limpiar pescado, podían enrolarse en algún arrastrero que pescara en la Costa soviética en vez de pasar medio año en el mar de Bering. Las mujeres llevaban blusas recién lavadas, blusas con estampados de flores, y el cabello adornado con alfileres. Los hombres estaban más divididos. El buque había aumentado la velocidad para recorrer la larga distancia que les separaba de las Aleutianas, y la mitad de los hombres había aprovechado el agua caliente de las calderas para ducharse; ahora se les veía limpios y contentos, luciendo sus camisas de punto. La otra mitad, la de los escépticos, seguía mostrando una costra de barba y suciedad.
—La religión —dijo Natasha, leyendo un folleto— enseña que el trabajo no es una aportación que se hace libremente al Estado, sino una obligación impuesta por Dios. Es poco probable que un ciudadano que sustente este punto de vista economice materiales.
Obidin habló desde el centro de una hilera de mesas:
—¿Dios economizó cuando hizo el cielo y la tierra? ¿Cuando hizo al elefante? A lo mejor es que a Dios no le interesa economizar materiales.
Natasha había llevado a Arkady a rastras a la conferencia. Arkady no hubiera podido resistirse, y en ese momento se encontraba de pie porque temía no poder levantarse si se sentaba. Tenía los brazos cruzados y temblaba de fiebre.
La gente empezó a gritarle a Obidin:
—¡Cállate! ¡Escucha y aprende!
—Hace dos días la mitad del buque no sabía quién eras —prosiguió Volovoi—. Ahora eres el hombre más odiado de a bordo. Te has pasado de listo. Primero dices que Zina Patiashvili fue asesinada. Ahora no puedes permitir que estas personas, tus propios compañeros de a bordo, bajen a tierra si no dices que no fue asesinada.
—Alguien ha hecho correr el rumor de que la culpa es mía —dijo Arkady.
—Los rumores siempre tienen mil lenguas —comentó Volovoi. Miró su reloj—. Bueno, tienes once horas antes de tomar la gran decisión: ¿Dutch Harbor sí o Dutch Harbor no? ¿Vas a reconocer tu error o te impondrás a todo el buque? Quizás otros dirían que buscarás una fórmula conciliatoria. No te conozco a ti en particular, pero conozco a los de tu tipo en general. Creo que, antes de confesar tu error, tendrías a toda la tripulación anclada en Dutch Harbor sin permitir que una sola persona bajase a tierra.
—La ciencia ha demostrado —decía Natasha— que la llama de una vela de iglesia produce un efecto hipnótico. Comparada con ella, la ciencia es la electrificación de la mente.
—Después de todo —preguntó Volovoi—, ¿qué puedes perder? No tienes carné del partido, no tienes familia.
—¿Tú tienes familia?
Arkady sentía interés. Vio el piso del inválido en una casa de Vladivostok, una casa de muchos pisos; una esposa apocada; una camada de pequeños Volovois, con sus pañuelos rojos de la organización juvenil, sentados ante el resplandor de un televisor.
—Mi esposa es segunda secretaria del soviet de la ciudad.
Arkady pensó que había que borrar lo de esposa apocada y sustituirla por alguien parecido a Volovoi, el martillo y el yunque que servirían para forjar la siguiente generación de comunistas.
—Y un chico —añadió Volovoi—. Tenemos interés en el futuro. Tú, no. Tú eres la manzana podrida y no quiero que eches a perder a la camarada Chaikovskaya.
Natasha avanzó de la electrificación de la mente a la evolución de la carne, del homo erectus al hombre socialista. El curso de repaso de ateísmo se debía a que en Dutch Harbor había una iglesia ortodoxa y era necesario oponer la ciencia a los fantasmas.
—¿Qué te hace pensar que puedo echada a perder?
—Tienes mucha labia —contestó Volovoi—. Tu padre era un hombre importante, fuiste a escuelas especiales de Moscú, tenías todo lo que los demás no teníamos. Puede que la impresiones (puede que incluso impresiones al capitán), pero yo te veo tal como eres. Eres antisoviético. Hueles a antisoviético.
—No hay ninguna diferencia —decía Natasha— entre creer en una «inteligencia suprema» e interesarse caprichosamente por seres extraños que proceden de otras galaxias.
Alguien protestó:
—Según las estadísticas, tiene que haber vida en otras galaxias.
—Pero no vienen a visitamos —objetó Natasha.
—Y nosotros ¿cómo lo sabemos? —dijo Kolya; ¿quién si no él?—. Si son capaces de viajar de una galaxia a otra, sin duda también sabrán disfrazarse.
Nadie molestaba a Natasha más que Kolya Mer. No importaba que trabajasen codo a codo en la factoría. Incluso el hecho de que ella le hubiera socorrido al cortarse él un dedo parecía haberla convertido en enemiga más que en amiga.
—¿Y por qué iban a venir a visitamos? —preguntó Natasha.
—Para ver el socialismo científico en funcionamiento —respondió Kolya, provocando algunos murmullos de aprobación entre los asistentes, aunque para Arkady la idea equivalía a recorrer a pie el mundo a fin de ver un hormiguero.
—Observo que todavía no me has visitado —dijo Volovoi—. No te has tomado la molestia de informarme de tus progresos.
—Creo que ya estás suficientemente informado —replicó Arkady, pensando en Slava—. De todas formas, sólo te pediría que me dejaras ver el expediente de Zina Patiashvili, y tú no me lo enseñarías.
—En efecto.
—Pero me imagino lo que dice: «Trabajadora de confianza, políticamente madura, dispuesta a cooperar». No hacía su trabajo, era una locuela que se acostaba con todo quisque y tú por fuerza tenías que estar enterado de todo ello, lo cual quiere decir que era una soplona… No como un Skiba o un Slezko, pero una soplona de todos modos. O era eso o se acostaba contigo.
—¿Has leído la Biblia? —preguntó Obidin.
—No es necesario leer la Biblia. Eso es como decir que tienes que estar enfermo para ser médico —sentenció Natasha—. Conozco la estructura de la Biblia, los libros, los autores.
—¿Y los milagros? —preguntó Obidin.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —los que rodeaban a Obidin se pusieron en pie para denunciarle—. ¡Natasha es la experta! ¡Los milagros no existen!
Obidin contestó gritando también:
—¡Una mujer muere asesinada, yace en el fondo del mar y vuelve al mismo buque donde la mataron y vosotros decís que los milagros no existen!
Se levantaron más personas, enfurecidas, agitando los puños.
—¡Embustero! ¡Fanático! ¡Decir cosas así es lo que nos impedirá hacer escala en Dutch Harbor!
Slezko se puso en pie y señaló a Arkady; era como mirar el cañón del fusil de un francotirador.
—¡Ése es el provocador que nos privará de visitar Dutch Harbor!
—¡Los milagros son reales! —gritó Obidin.
—El milagro será que salgas vivo de este buque —le dijo Volovoi a Arkady—. Confío en que lo logres. Espero con ilusión la llegada a Vladivostok. Tengo ganas de verte bajar la pasarela y encontrarte con la guardia de fronteras en el muelle.
Lidia Taratuta sirvió a Arkady un vaso de vino reforzado con licor. Una bufetchitsa, la mujer encargada del comedor de oficiales, tenía derecho a un camarote con dos literas, pero, al parecer, Lidia disponía de uno para ella sola. Arkady sospechó que el rojo era su color favorito. Un tapiz oriental de color granate y dibujo complicado aparecía clavado en el mamparo, como una enorme mariposa. También había velas rojas en candelabros de latón, y unas botas de fieltro rojo junto a la litera. El camarote daba la impresión de estar ocupado por una actriz que con la edad se hubiese vuelto demasiado voluptuosa. Los cabellos teñidos y los labios carnosos de Lidia resultaban un poco excesivos. Un medallón de ámbar colgaba sobre una blusa medio desabrochada. La blusa expresaba temeridad y generosidad, como si se hubiera desabrochado sola. En la flota pesquera soviética un capitán no escogía su barco, sus oficiales ni su tripulación; sólo elegía una cosa: su bufetchitsa. Marchuk había sabido aprovechar su opción.
—¿Quieres saber con qué oficiales se acostaba Zina? ¿Crees que era un pendón? ¿Quién eres tú para juzgarla? Es una suerte que trabajes con Natasha porque, por lo que puedo ver, no comprendes a las mujeres. Tal vez en Moscú sólo tenías trato con putas. No sé cómo es Moscú. Sólo estuve allí una vez, representando al sindicato. Por otro lado, tú ignoras cómo es la vida en un buque. Así pues, ¿cuál de las dos cosas es peor: que no entiendas a las mujeres o que no conozcas este buque? Bueno, quizá nunca quieras volver a embarcarte. ¿Más vino?
Como Natasha se encontraba de pie ante la puerta por si intentaba escapar, Arkady aceptó el vaso. Era el primero en reconocer que no comprendía a las mujeres. Desde luego, no sabía por qué Natasha le había arrastrado hasta allí.
—No puede abandonar el buque —explicó Natasha—. Es un investigador, pero está en apuros.
—Un hombre con pasado, ¿eh?
—Falta de fiabilidad política —precisó Arkady.
—Eso parece un resfriado de cabeza más que un pasado. Los hombres no tienen pasado. Los hombres se mueven de un lugar a otro como las hojas. Las mujeres sí tenemos pasado. Yo tengo pasado —los ojos de Lidia se desplazaron hacia una fotografía que mostraba a dos niñas de corta edad vestidas de blanco, con lazos blancos en el pelo, sentadas como dos cacatúas en una sola silla—. Eso es pasado.
—¿Dónde está el padre? —preguntó Arkady por cortesía.
—¡Buena pregunta! No le he visto desde que me echó a puntapiés escaleras abajo, embarazada de seis meses. Así que ahora tengo dos niñas en una guardería de Magadan. Hay una enfermera y una ayudante para treinta criaturas. La enfermera es una mujer vieja y tuberculosa y la ayudante, una ladrona. La ayudante es la que está criando a mis ángeles. Las niñas se pasan todo el invierno tosiendo. Bueno, esas mujeres cobran noventa rublos mensuales, así que por fuerza tienen que robar. Yo mando dinero extra cada vez que tocamos puerto, sólo para tener la seguridad de que mis niñas no pasarán hambre ni morirán de neumonía antes de que vuelva a verlas. Gracias a Dios que puedo embarcarme y ganar dinero para ellas, pero si alguna vez volviese a ver a su padre, le cortaría la polla y la usaría de cebo para pescar. Que se echara de cabeza al agua para pescada, ¿verdad, Natasha?
De la Chaika surgió una risita como una burbuja, pero la mujer se reprimió y volvió a mirar a Arkady fijamente, con expresión seria.
—Ándate con cuidado, que éste lee el pensamiento.
—Créeme —dijo Arkady—. No recuerdo haberme visto en una situación más difícil de comprender.
Lidia se alisó el regazo de la falda.
—Bueno, ¿qué sabes de tus compañeros de a bordo? Por ejemplo, ¿qué sabes de Dynka?
Una vez más, Arkady se vio pillado por sorpresa.
—Pues que es una buena… —empezó a decir.
—Casada a la edad de catorce años con un alcohólico —dijo Lidia—. Un taxista. Pero si su Mahmet acude a una clínica para alcohólicos, en cuanto firma el registro pierde su licencia de taxista y no vuelven a dársela hasta después de cinco años, de modo que Dynka tiene que conseguirle Antabuse en el mercado negro. En Kazajstán no puede ganar lo suficiente, de manera que tiene que venir aquí. La anciana que comparte camarote con Natasha, Elizavyeta Fedorovria Malzeva, se pasa todo el día sentada y cosiendo. Su marido era sobrecargo en la flota del mar Negro, hasta que le metió la polla a una pasajera y ésta le acusó de violarla. Lleva quince años en un campo. Malzeva va tirando con su dosis diaria de Valeryanka. Obsérvala en Dutch Harbor y verás cómo trata de conseguir un poco de Valium. Es lo mismo. Así, camarada, que estás rodeado de flaqueza, de mujeres con pasado, de pendones.
—Yo no he dicho eso.
De hecho, había sido Natasha la primera en llamar «pendón» a Zina, pero Arkady pensó que probablemente de nada le serviría protestar de todas formas, ya no trataba de combatir contra la situación. Siempre había sospechado que, si bien los hombres podían ser los mejores policías, las mujeres serían las mejores investigadoras. O, como mínimo, un tipo distinto de investigador que recurriría a métodos diferentes para encontrar pistas distintas, que buscaría de lado o hacia atrás, en comparación con el método que utilizaban los hombres.
—Le interesan más los norteamericanos —dijo Natasha—. Acabamos de dejar a Susan sonriendo como una tonta en cubierta.
—¿Está enfermo? —preguntó Lidia.
Arkady se había acostumbrado tanto a temblar, que ya no se daba cuenta.
—No se cuida como es debido —explicó Natasha—. Va a sitios adonde no debería ir y hace preguntas que no debería hacer. Quiere averiguar cosas sobre Zina y los oficiales.
—¿Qué oficiales? —preguntó Lidia.
Arkady, poniéndose a la defensiva, dijo:
—Me limité a mencionarle a Natasha lo de que algunos oficiales se acuestan con tripulantes.
—Eso resulta muy inconcreto —Lidia volvió a llenarle el vaso—, en un buque vivimos juntos durante seis meses seguidos. Pasamos más tiempo aquí que con la familia. Como es natural, nacen relaciones porque somos humanos. Somos normales. Pero si empiezas a poner cosas así en tu informe, puedes perjudicar a la gente. Una vez un nombre se escribe en un informe, nunca se borra. Visto desde fuera, puede parecer malo. De pronto, una investigación relativa a Zina se convierte en una investigación de todo el buque, de tenorios y mujeres fáciles. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—Empiezo a comprenderlo.
—Así es —Natasha asintió con la cabeza.
—Te refieres a tu nombre —dijo Arkady.
—Todo el mundo sabe lo que hace la bufetchitsa —prosiguió Lidia—. Dirijo el comedor de oficiales, limpio el camarote del capitán, tengo feliz al capitán. Es la costumbre. Lo sabía el día que solicité el empleo. El Ministerio de Pesca lo sabe. Su esposa lo sabe. Si yo no le atendiera a bordo del buque, la violaría en cuanto abriese la puerta, de modo que ella lo sabe. Otros oficiales superiores tienen otros planes. Esto nos hace humanos, ¿comprendes?, pero no quiere decir que seamos delincuentes. Si dices algo sobre ello, si lo insinúas siquiera, obligarás al Ministerio y a todas las esposas que se quedaron en tierra, que prefieren besar las fotos de sus maridos a embarcarse en el Estrella Polar, les obligarás, decía, a pedir nuestras cabezas —con aires de gran señora, Lidia bebió un sorbo de vino—. Zina era distinta. No es que fuese una vagabunda, necesariamente; era sólo que acostarse con un hombre no significaba nada para ella, no daba ni pizca de afecto. No creo que se acostara con alguien más de una sola vez; ella era así. Por supuesto, cuando me enteré de lo que estaba pasando, tomé medidas para eliminar la tentación.
—¿Por ejemplo? —preguntó Arkady.
—Zina trabajaba en el comedor de oficiales. La trasladé al de tripulantes.
—Más que eliminada, eso parece aumentar la tentación.
—De todos modos, se obsesionó con los norteamericanos, así que, como ves, no hay necesidad de mencionar siquiera a nuestros buenos hombres soviéticos.
—¿Se obsesionó con los norteamericanos en general o con uno de ellos en particular? —preguntó Arkady.
—¿Te das cuenta de lo agudo que es? —apostilló Natasha en tono orgulloso.
Lidia respondió con evasivas:
—Tratándose de Zina, cualquiera sabe.
Arkady se dio unos golpecitos en la cabeza como si quisiera despertar alguna idea. Había recibido el mensaje que Lidia le mandaba —«no nombres a los oficiales del buque en ningún informe»—, pero no comprendía la razón que la empujaba a mandado.
—Está pensando —dijo Natasha.
Arkady parecía haber desalojado un nuevo dolor de cabeza.
—¿Estuviste en el baile?
—No —contestó Lidia—. Aquella noche tuve que preparar un bufete para los norteamericanos en el comedor de oficiales: salchichas, escabeches, cosas que no tienen en su propio barco. Estábamos demasiado ocupados para bailar.
—¿Estabais?
—Los capitanes Marchuk, Morgan y Thorwald y yo. Los tripulantes norteamericanos asistieron al baile, pero los capitanes se dedicaron a estudiar las cartas de navegación, y yo estuve sirviendo y limpiando.
—¿Toda la noche?
—Sí. No; me tomé un descanso: un cigarrillo en cubierta.
Arkady recordó que Skiba la había visto en los medios del buque a las 11.15, caminando hacia proa.
—Alguien te vio.
Lidia dedicó mucho trabajo a titubear, abriendo y cerrando las pestañas, soltando incluso un suspiro desde lo más hondo de su pecho.
—No significa nada, estoy segura. Yo vi a Susan en la barandilla de popa.
—¿Cómo iba vestida?
La pregunta pilló a Lidia por sorpresa. —Pues… supongo que llevaría una camisa blanca y unos tejanos.
—¿Y Zina? ¿Cómo iba vestida?
—Camisa blanca, me parece, y pantalones azules.
—Así que también viste a Zina.
Lidia parpadeó, como una persona que ha dado un paso en falso.
—Sí.
—¿Dónde?
—En la cubierta de popa.
—¿Te vieron?
—No me lo pareció.
—¿Era de noche y te acercaste lo suficiente para ver lo que llevaban dos mujeres diferentes y ninguna de ellas te vio a ti?
—Tengo una vista excelente. El capitán suele decir que le gustaría tener un oficial con una vista tan buena como la mía.
—¿Cuántas veces has navegado ya con el capitán Marchuk?
Los excelentes ojos de Lidia se iluminaron como un par de velas.
—Éste es mi tercer viaje con Viktor Sergeivich. Se convirtió en un capitán destacado de la flota en nuestro primer viaje. En el segundo superó su cupo en un cuarenta por ciento y fue nombrado héroe de la Unión Soviética. También le nombraron delegado en el Congreso del Partido. En Moscú le conocen y tienen grandes planes para él.
Arkady apuró el vino y se levantó, notando que sus pies no eran excelentes, ni siquiera buenos, pero hacían su trabajo. El cerebro empezaba a funcionarle por fin.
—Gracias.
—Podría conseguir un poco de pescado ahumado —ofreció Lidia—. Podemos tomar más vino y comer un poco.
Arkady dio uno o dos pasos vacilantes y le pareció que conseguiría llegar a la puerta.
—Arkady —le aconsejó Natasha—, ten cuidado dónde arrojas la primera piedra.
El puente estaba a oscuras exceptuando el resplandor verde de las pantallas de radar y lorán, de las instalaciones de radio de frecuencia muy alta y de bandas laterales, de la bola de cristal del girocompás, de la cara lunar del telégrafo transmisor de órdenes. Las figuras gemelas de los controles del timón izquierdo y del derecho se alzaban a uno y otro lado de la cubierta. Marchuk estaba junto a la ventana de estribor, y un hombre manejaba la rueda del timón. Arkady se dio cuenta de hasta qué punto el Estrella Polar funcionaba solo. Soltando algunos clics meditativos, el piloto automático seguía el rumbo fijado de antemano. Los números luminosos que parecían colgados en el aire eran en gran parte información posterior que el buque factoría facilitaba mientras navegaba en plena noche.
—Renko —Marchuk se fijó en Arkady—. Bukovsky te está buscando. Dice que no has informado.
—Ya hablaré con él. Camarada capitán, ¿podemos hablar?
Arkady se dio cuenta de que el timonel se ponía rígido. Los trabajadores de fábrica no subían al puente sin ser invitados.
—Déjanos solos —ordenó Marchuk al hombre.
—Pero…
Según el reglamento, dos oficiales o un oficial y un timonel debían permanecer en el puente en todo momento.
—No te preocupes —dijo Marchuk—. Yo me encargo de todo. El marinero Renko escudriñará los cielos y los mares y nada malo nos pasará.
Después de cerrar la puerta detrás del timonel, Marchuk comprobó que en la sala de navegación no hubiera nadie, y luego ocupó su puesto detrás de la rueda del timón. En el mamparo situado detrás de él había un cuadro de mandos para casos de incendio y una caja cerrada de detectores de irradiación para casos de guerra. Cada vez que el piloto automático emitía un chasquido para ajustarse al oleaje, la rueda giraba de un modo apenas perceptible.
—¿Te acostaste con Zina Patiashvili? —preguntó Arkady.
Durante un rato, Marchuk no dijo nada. Unos enormes limpiaparabrisas extendían la nieve por el cristal y a través de los surcos Arkady podía ver los cabrestantes de las anclas en la cubierta de proa y unos pequeños arabescos que eran rollos de cuerda a cada lado de los cabrestantes. Más allá, bajo el ancho haz del reflector, había un muro de nieve, un muro aparentemente sólido. En el puente hacía frío y Arkady empezó a temblar otra vez. El monitor de radar que había en el tablero de instrumentos era un Foruna, de fabricación japonesa. Su haz de luz se movía constantemente, un poco fragmentado por la nieve, y mostraba dos manchas luminosas situadas a la misma altura, y que Arkady supuso que serían el Eagle y el Merry Jane. Al menos la sonda acústica era soviética, una Kalmar, y en ese momento indicaba que el Estrella Polar hacía catorce nudos sobre el fondo, lo cual significaba que el viejo buque contaba con la ayuda del mar en popa. De acuerdo con las condiciones de la pesca conjunta, los buques soviéticos no estaban autorizados a utilizar sus sondas acústicas en aguas norteamericanas, pero ningún capitán navegaba a ciegas cuando no había norteamericanos en el puente.
—¿Así es cómo tú llevas a cabo una investigación? —preguntó Marchuk—. ¿Lanzando acusaciones descabelladas?
—Cuando dispongo de poco tiempo como ahora, sí.
—Me han dicho que has tomado a Chaikovskaya como ayudante. Me parece una elección extraña.
—No es más extraña que la tuya al escogerme a mí.
—Hay cigarrillos sobre el tablero de instrumentos. Enciéndeme uno.
Marlboros. Cuando Arkady le encendió uno, el capitán le miró fijamente a la cara a través de la llama.
Era una forma de intimidación con la que los hombres fuertes pretendían captar señales de acobardamiento.
—¿Tienes fiebre?
—Escalofríos.
—Slava os llama a ti y a Natasha su «par de diablillos». ¿Qué piensas de eso?
—A Slava le vendría bien un par de diablillos.
—¿Natasha dijo algo acerca de mí?
—Me presentó a Lidia.
—¿Lidia te lo dijo? —Marchuk parecía alarmado.
—Fue sin querer —Arkady apagó la cerilla y volvió junto al parabrisas y al ritmo letárgico del mecanismo encargado de limpiado. La niebla había incubado la nieve que caía ahora. Si la niebla era pensamiento, la nieve era acción—. Oyó decir que yo andaba haciendo preguntas sobre Zina y los oficiales. Empezó a preocuparse por tu reputación y me hizo una confidencia: que tú ya tenías una amante… ella misma. ¿Por qué? Como ella dice, todo el mundo, incluyendo tu esposa, sabe que te acuestas con tu bufetchitsa. Hasta yo lo sabía. Lidia intentaba evitar que el interrogatorio siguiera determinado derrotero, arrojándose bajo las ruedas de un tren para ti.
—Entonces estás haciendo conjeturas.
—Las estaba haciendo. ¿Cuándo?
La rueda dejó oír un chasquido y giró a la derecha, luego hacia la izquierda, de nuevo hacia la izquierda, y mantuvo el rumbo. La sonda acústica indicaba la profundidad: diez brazas. El mar era muy poco profundo en esa zona.
Marchuk carraspeó o rió.
—En el puerto. Pasé tanto tiempo allí mientras preparaban el buque… Mira, generalmente estoy ocupado mientras reparan el buque porque los astilleros te endilgan tanta mierda… planchas de calidad inferior, soldaduras malas, calderas agrietadas. La Marina de Guerra se lleva el material de calidad, así que hay que dedicar muchas horas a conseguir material decente. Esta vez otros se ocuparon de ello.
»En pocas palabras: me aburría, y mi esposa había estado un mes en Kiev. Mira, ésta es una historia típicamente sensiblera. Unos chicos de la Armada querían comer en un auténtico restaurante de marineros y los llevé al Cuerno de Oro. Zina trabajaba de camarera allí. Todos intentamos ligar con ella. Cuando mis invitados se hubieron acostado, totalmente borrachos, yo volví al restaurante. Fue la única vez que he hecho algo así. Ni siquiera sabía cuál era su apellido. Puedes imaginarte la sorpresa que me llevé cuando la vi a bordo.
—¿Zina pidió que la enrolaran en el Estrella Polar?
—Sí, pero un capitán no tiene autoridad en estos casos.
Arkady pensó que Marchuk estaba diciendo la verdad. Aunque Marchuk le hubiera asignado la litera, desde luego no la habría colocado bajo los ojos de Lidia Taratuta.
—¿Viste a Zina la noche del baile?
—Yo me encontraba en el comedor de oficiales. Hice que preparasen una cena fría para los pescadores norteamericanos.
—¿De qué barcos eran?
—Del Eagle y del Merry Jane. Las tripulaciones se fueron al baile y los capitanes se quedaron para hablar de las cartas de navegación.
—¿Entre los capitanes hay diferencias de opinión?
—No serían capitanes si no las hubiera. Por supuesto, hay diferencias en la formación de los capitanes. Un capitán soviético tiene que estudiar seis años en una escuela náutica, luego pasar dos años como oficial en un barco de cabotaje, luego otros dos años en un buque de altura hasta que, finalmente, le conceden el título de capitán de buques de altura. Siempre hay unos cuantos, a quienes no vamos a nombrar, que piensan que un padre en el Ministerio puede hacerles oficiales, pero son casos excepcionales. Un capitán soviético tiene títulos de navegación, electrónica, construcción naval y derecho marítimo. Un norteamericano compra, así como lo oyes, compra un barco y se convierte en capitán. El hecho es que cuando zarpemos de Dutch Harbor iremos a la región de los hielos. Allí hay buena pesca, pero tienes que saber lo que haces.
—¿Y Lidia estuvo contigo?
—Todo el tiempo.
A Arkady no le hizo ninguna gracia lo de los hielos.
El cielo ya aparecía cubierto de niebla. Una capa de hielo en el mar, el agua pavimentada de blanco, todo ello haría desaparecer el poco sentido de las dimensiones que todavía le quedaba. Además, detestaba el frío.
—¿Qué distancia hay del comedor de oficiales a popa?
—Unos cien metros. A estas alturas ya deberías saberlo.
—Es sólo que hay algo que no entiendo. Lidia dice que salió un momento de aquí y, casualmente, vio a Zina en la cubierta de popa. Pero desde aquí no puede verse la cubierta de popa, aunque tengas una vista muy penetrante. Tienes que andar hasta allí. Eso representa doscientos metros en total, ir de un extremo a otro del buque y luego volver. Es decir, Lidia recorrió esa distancia bajo el frío para fumarse un cigarrillo y, casualmente, vio a una joven rival que murió aquella misma noche. ¿Por qué haría Lidia una cosa así?
—Quizás es tonta.
—No; creo que está enamorada de ti.
Marchuk guardó silencio. La nieve chocaba contra el parabrisas y abría cráteres mojados, lo cual quería decir que en el exterior no helaba. La nieve espesa calmaba también las aguas y el Estrella Polar parecía navegar sin ninguna dificultad bajo la noche.
—Me siguió —dijo Marchuk—. Encontré una nota debajo de mi puerta diciéndome que Zina quería hablar conmigo. Decía solamente que me reuniera con ella a popa a las once.
—¿Era de Zina?
—Reconocí la letra.
—De modo que habías recibido otras notas, ¿eh?
—Sí, una o dos veces. Lidia se enteró. Las mujeres tienen un sexto sentido para estas cosas; sencillamente las saben. Lidia es más celosa que mi propia mujer. De todos modos, lo único que Zina quería saber era con quién bajaría a tierra en Dutch Harbor. No quería cargar con ninguna vieja. Le dije que las listas las redactaba Volovoi y no yo.
—En Vladivostok, la noche que estuviste con Zina, ¿fuiste a su casa?
—Desde luego, no iba a llevármela a la mía.
—Descríbela.
—Un piso en la calle Russkaya. Bastante bonito, de hecho… figurillas africanas, grabados japoneses, muchas armas de fuego. Lo compartía con un tipo que se hallaba ausente. Yo le hubiera denunciado por lo de las armas, pero hubiese tenido que explicar cómo las había visto. No hubiese sentado bien en el cuartel general de la flota… un capitán destacado denunciando a un hombre tras acostarse con su mujer. No sé por qué te lo estoy contando.
—Porque más adelante puedes negado todo. Por esto me escogiste para empezar, para poder rechazar todo lo que yo averigüe si no te gusta. Lo que no entiendo es por qué quisiste que se llevara a cabo una investigación, a sabiendas de las historias que quizá saldrían a la superficie. ¿Fue una locura o una estupidez de tu parte?
Marchuk permaneció callado tanto tiempo, que Arkady pensó que tal vez no había oído la pregunta. En cualquier caso, el capitán no era el primer hombre con apetito sexual.
Cuando finalmente habló, lo hizo con voz sofocada por el asco que se inspiraba a sí mismo:
—Te diré por qué. Hace dos años tenía un pesquero de arrastre en el mar de Japón. Era de noche, con mal tiempo; viento de fuerza nueve. Yo intentaba alcanzar el cupo porque acababan de nombrarme capitán destacado. Bueno, el caso es que hice salir a mis hombres a cubierta. Una ola nos golpeó de costado. Ocurre a veces. Cuando ha pasado, cuentas las cabezas. Nos faltaba un hombre. Sus botas estaban en cubierta, pero él había desaparecido. ¿La ola se lo llevó por la borda? ¿Por la rampa? No lo sé. Naturalmente, dejamos de pescar y lo buscamos. De noche, con semejantes olas, en aguas tan frías, seguramente murió de hipotermia en cuestión de minutos. O le entró agua por la boca y se fue directamente al fondo. No dimos con él. Cursé un mensaje por radio al mando de la flota en Vladivostok informando de la muerte. Me ordenaron que siguiese buscando y también que inspeccionara el barco para tener la certeza de que no faltaba ningún chaleco salvavidas o cualquier cosa que flotara. Nos pasamos medio día recorriendo la zona, arriba y abajo, registrando las aguas, y, por así decido, desmontando el barco y contando los chalecos salvavidas, las boyas, los barriles. Hasta que pudimos declarar que nada faltaba, no recibimos del mando de la flota permiso para seguir pescando. El mando de la flota no lo dijo directamente en ningún momento, pero todo el mundo sabía por qué: porque estábamos a sólo veinte millas náuticas de Japón. Para los cerebros del mando era posible que aquel pescador hubiera concebido la idea de desertar y pensara cruzar a nado las aguas casi heladas, embravecidas, en medio de la oscuridad. ¡Qué grotesco! Tuve que ordenarles a los amigos del muerto que lo buscasen, no para encontrarle, no para devolver su cadáver a la familia, sino como si se tratara de un prisionero fugitivo, como si todos fuéramos prisioneros. Y así lo hice, pero me dije a mí mismo que nunca volvería a dejar a mi tripulación a merced de lo que dispusieran en Vladivostok. ¿De modo que Zina no era perfecta? Tampoco yo lo soy. Averigua qué pasó.
—¿Por el bien de la tripulación?
—Sí.
Había algo en la nieve que confundía y, al mismo tiempo, resultaba asfixiante. El radar tenía mandos para la luminosidad, el color, el alcance. En la pantalla no había ante el buque nada salvo los puntos verdes y dispersos que indicaban el oleaje.
—¿Cuánto falta para arribar a Dutch Harbor?
—Diez horas.
—Si quieres hacer algo por tu tripulación, dale permiso para bajar a tierra. En diez horas no voy a averiguar nada.
—Tú fuiste mi compromiso con Volovoi. Es el primer oficial. Ya oíste lo que dijo.
—Tú eres el capitán. Si quieres que tu tripulación baje a tierra, da la orden correspondiente.
Marchuk volvió a guardar silencio. El cigarrillo ardió hasta quedar convertido en una pequeña brasa entre sus labios.
—Sigue buscando —dijo finalmente—. Tal vez encuentres algo.
Arkady salió por el puente exterior. Dentro, Marchuk parecía un hombre encadenado a la rueda.