14

Mientras Izrail Izrailevich daba un suave masaje a los dedos de las manos de Arkady y Natasha hacía lo propio con los de los pies, el paciente respondía con espasmos hipotérmicos. El director de la factoría miró con expresión de desprecio y decepción los ojos de Arkady, enrojecidos y brillantes a causa de los vapores de gasolina.

—Otros hombres no me sorprende que sean borrachos o que esnifen, pero de ti esperaba otra cosa —dijo Izrail—. Te lo tenías merecido, entrar en una bodega para pescado y estar a punto de morir congelado.

Lo malo era que las sensaciones volvían en forma de una quemazón en la piel, de capilares que estallaban y de oleadas de sacudidas. Por suerte, ninguno de sus compañeros estaba en el camarote cuando Izrail y Natasha le acostaron en la litera de abajo. Enterrado en mantas, cuando el simple roce era una tortura, tenía la impresión de estar cubierto de cristales rotos.

Las escamas de pescado relucían en el jersey del director de la factoría y también en su barba; había abandonado corriendo su puesto para ayudar a llevar a Arkady al camarote.

—¿Tenemos que encerrar bajo llave toda la gasolina, toda la pintura y todo el disolvente que haya bordo, como si se tratara de costosos licores extranjeros?

—Los hombres son débiles —le recordó Natasha. Izrail dio su opinión:

—Un ruso es como una esponja; no sabes cuál es su verdadera forma mientras no esté empapado. Creía que Renko era diferente.

Natasha echó su cálido aliento sobre los dedos desnudos del pie y luego les aplicó un tierno masaje; parecía que debajo de las uñas tuviera agujas al rojo vivo.

—Quizá deberíamos llevarle a que le viese el doctor Vainu —sugirió.

—No —consiguió articular Arkady; sus labios eran como de caucho, otro efecto de los vapores.

—Permití que dejaras tu trabajo en la factoría —dijo Izrail— porque tenías que efectuar una investigación por orden del capitán, no para que pudieras comportarte como un loco.

—Zina estaba en la bodega —dijo Natasha a Izrail.

—¿En qué otra parte íbamos a colocarla? ¿Dices que encendió fuego? —Izrail parecía preocupado—. ¿Descongeló algo de pescado?

—Ni siquiera se descongeló a sí mismo.

Natasha se ocupó de un dedo del pie que seguía amoratado.

—Si ha estropeado el pescado…

—¡Que se joda tu pescado! —exclamó Natasha—. Con perdón.

—Lo único que digo es que si quieres matarte, no te mates en mi bodega de pescado —dijo Izrail a Arkady, mientras le frotaba vigorosamente la otra mano.

A Natasha se le ocurrió un pensamiento que fue extendiéndose por su frente igual que un surco en la nieve virgen.

—¿Esto tiene algo que ver con Zina?

—No —mintió Arkady. Le entraron ganas de decirle que se fuera, pero el castañetear de sus mandíbulas sólo le dejaba pronunciar las palabras de una en una.

—¿Andabas buscando algo? ¿O a alguien? —preguntó Natasha.

—No.

¿Cómo podía hablarle de un teniente que tal vez existía y tal vez no? Tenía que dejar de temblar y permitir que sus nervios traumatizados descansaran un poco; luego podría empezar a hacer preguntas otra vez.

—Quizá convendría que fuese a avisar al capitán —dijo Izrail.

—No —Arkady hizo ademán de levantarse.

—Bueno, bueno, parece que «no» es la única palabra que recuerdas —dijo Izrail—. Pero si ha sido un ataque, no me extraña. No comparto su actitud, pero puedo decirte que a la tripulación no le hace ninguna gracia el rumor de que has prohibido desembarcar en Dutch Harbor. ¿Por qué crees que se embarcan en este apestoso barril de mierda? ¿Por el pescado? ¿Pretendes echar a perder todos unos meses de trabajo para averiguar lo que le pasó a Zina? El buque está lleno de mujeres tontas. ¿Por qué te preocupas tanto?

A medida que los temblores fueron menguando, Arkady se sumió en un estado comatoso. Se percató de que le habían quitado la ropa congelada y le habían puesto ropa seca, tarea que seguramente habían llevado a cabo Izrail y Natasha y que era tan erótica como limpiar un pescado. Tuvo una visión de sí mismo en una cinta transportadora que avanzaba hacia la sierra.

Obidin y Kolya entraron en el camarote, buscaron algo en silencio y salieron de nuevo sin prestar atención a Arkady ni al hecho de que ocupaba una litera que no era la suya. En un buque la buena educación obligaba a dejar dormir a los demás.

Cuando volvió a la superficie, Natasha se encontraba sentada en la litera de enfrente. Al verle despierto, le dijo:

—Izrail Izrailevich se pregunta por qué te importa tanto Zina. ¿La conocías?

Arkady se sentía cómicamente débil, como si su cuerpo hubiera sido apaleado y se hubiese tostado al sol mientras dormitaba. Al menos ahora podía hablar, soltar un torrente de palabras entre un temblor y el siguiente.

—Tú sabes que no.

—Creía saberlo, pero luego me pregunté por qué te interesabas tanto por ella —le miró, luego apartó los ojos—. Supongo que sentir interés es una ayuda, en tu profesión.

—Sí, es un truco del oficio. Oye, Natasha, ¿qué haces aquí?

—Pensé que podían volver.

—¿Quiénes?

Natasha cruzó los brazos como diciendo que no estaba dispuesta a jugar.

—Tus ojos son dos rayitas enrojecidas.

—Gracias.

—¿Todas las investigaciones son así?

Eructó mientras dormía, y el camarote entero olió como un garaje lleno de vapores de gasolina. Cuando Natasha abrió la portilla para despejar el ambiente, una lúgubre canción entró desde el exterior.

¿Dónde estáis, lobos, antiguas bestias salvajes?

¿Dónde estás, mi vieja tribu de ojos amarillos?

Otra canción de ladrones, otra canción de lobos, entonada del modo más sentimental posible por un pescador de manos endurecidas. O, con igual probabilidad por un mecánico de mono grasiento, o incluso por un oficial tan estirado como Slava Bukovsky, porque en privado todo el mundo cantaba canciones de ladrones.

Pero especialmente las cantaban los trabajadores. Rasgueaban sus guitarras, siempre afinadas de forma primitiva RE-SOL-SI-re-sol-si-re.

Me rodean los lebreles, parientes débiles,

a los que antes considerábamos nuestra presa.

Los occidentales veían a los rusos como si fueran osos. Los rusos se veían a sí mismos como lobos, delgados y salvajes, difíciles de dominar. Verles hacer cola durante horas para conseguir una cerveza es difícil de entender a menos que veas al hombre soviético por dentro. La canción era otra de las de Vysotsky. A ojos de sus compatriotas, gran parte del atractivo de Vysotsky residía en sus vicios, en su afición a la bebida y en su forma alocada de conducir. La gente decía que le habían metido un «torpedo» en el culo. Un «torpedo» era una cápsula de Antabuse, un producto que le haría vomitar cada vez que tomara alcohol. ¡Pero él seguía bebiendo!

Sonrío al enemigo con mi expresión de lobo,

mostrando los raigones podridos de mis dientes,

y la nieve manchada de sangre se funde

sobre el letrero que dice «¡Ya no somos lobos!».

Cuando Natasha cerró la portilla, Arkady despertó del todo.

—Ábrela —dijo.

—Hace frío.

—Ábrela.

Demasiado tarde. La canción había terminado, y lo único que pudo oír por la portilla abierta fue el pesado suspiro del agua que se deslizaba abajo. El cantante era el mismo que oía en la cinta de Zina. Quizá. Si volvía a cantar, Arkady estaría seguro. Pero empezó a temblar, y Natasha cerró herméticamente la portilla.

Al abrirse la puerta de la cabina, Arkady se incorporó rápidamente con el cuchillo en la mano. Natasha encendió la luz y le miró con expresión preocupada.

—¿A quién esperabas?

—A nadie.

—Mejor, porque en tu estado no asustarías ni a un lirón —le aflojó los dedos que se crispaban alrededor del mango del cuchillo—. Además, no necesitas luchar. Tienes cerebro y puedes pensar más que nadie.

—¿Pensar puede ayudarme a salir de este buque?

—El cerebro es una cosa maravillosa —Natasha guardó el cuchillo.

—Ojalá el cerebro fuese un billete. ¿Cuánto tiempo he estado dormido?

—Una hora, tal vez dos. Háblame de Zina —le secó el sudor de la frente y le ayudó a acostarse de nuevo con la cabeza sobre la almohada. Seguía teniendo calambres en la mano debido a la fuerza con que había empuñado el cuchillo, y Natasha se puso a darle masaje en los dedos—. Me gusta oírte pensar, incluso cuando estás equivocado.

—¿De veras?

—Es como escuchar a alguien tocando el piano. ¿Por qué se embarcó en el Estrella Polar? ¿Para hacer contrabando con aquellas piedras?

—No; eran demasiado baratas. Natasha, quiero el cuchillo.

—Pero puede que las piedras fueran suficientes para ella sola.

—Un delincuente soviético raras veces actúa solo. No se ven delincuentes soviéticos solos en el banquillo: Siempre hay cinco, diez, veinte juntos.

—Si no fue un accidente, y ni por un segundo pretendo decir que no lo fuera, quizá fue un crimen pasional.

—Fue un asesinato demasiado limpio. Y planeado. Para que la sangre se estancara de aquella forma debieron tenerla escondida por lo menos medio día antes de arrojarla al mar. Eso quiere decir que la transportaron para esconderla, que luego volvieron a transportada para tirarla a la borda. En aquel momento estábamos en plena faena, había gente en cubierta.

Arkady se interrumpió para tomar aliento. No era fácil distinguir un masaje terapéutico de un tormento.

—Continúa.

—Zina confraternizaba con los norteamericanos, cosa que sólo podía hacer con permiso de Volovoi. Actuaba como soplona por cuenta de Volovoi. Ninguna de las personas que trabajaban en la cocina iba a reñirle, porque tenían órdenes de dejarla hacer, y es probable que tuviese contenta a Olimpiada dándole bombones y coñac. Pero ¿por qué Zina iba siempre a la cubierta de popa cuando el Eagle descargaba pescado? ¿Y sólo cuando se trataba del Eagle? ¿Para saludar con la mano a un hombre con el que quizá bailaba una noche cada dos o tres meses? ¿Tan bueno es el conjunto de Slava? Quizá debería hacer la pregunta al revés. ¿Qué buscaban los norteamericanos cuando entregaban pescado?

Arkady no mencionó la posibilidad de que hubiera una estación de espionaje en el Estrella Polar. En la cinta, el teniente invitaba a Zina a la estación cuando subían pescado a bordo. ¿Acaso la estación sólo funcionaba entre la descarga de una red y la de otra? ¿Era una cuestión de redes o de norteamericanos?

—En cualquier caso, los norteamericanos, diversos amantes, Volovoi…; mucha gente utilizaba a Zina o era utilizada por ella. No tenemos que hacer proezas; sencillamente debemos encontrar la pauta.

Recordó la voz de Zina en la cinta: «El cree que me dice lo que tengo que hacer. Un segundo hombre cree que me dice lo que tengo que hacer».

Arkady contó los hombres. Cuatro hombres significativos e incluso Zina sabía que uno de ellos era un asesino.

—¿Qué hombres?

—Un oficial, entre otros. Podría verse comprometido.

—¿Cuál de ellos?

Natasha puso expresión de alarma.

Arkady meneó la cabeza. Tenía las manos enrojecidas, como si acabara de sacadas de un recipiente de agua hirviendo. La sensación hacía juego con ello. —¿Qué piensas?— preguntó Arkady.

—En lo que se refiere al primer oficial Volovoi, no estoy de acuerdo. En cuanto a los norteamericanos, que respondan por sí mismos. Puede que tengas razón en lo de Olimpiada y los bombones.

Cuando despertó de nuevo, Natasha había vuelto con un samovar gigante, una urna de plata con una espita por nariz y mejillas relucientes de calor bonachón. Mientras tomaban el té en sendos vasos humeantes, Natasha cortó un pan redondo.

—Mi madre conducía camiones. ¿Recuerdas cómo construíamos los camiones entonces, cuando las fábricas cumplían su cupo de acuerdo con el peso bruto? Cada camión pesaba el doble de lo que pesaban los camiones que se fabricaban en el resto del mundo. Trata de gobernar uno de ellos bajo la nieve.

»La ruta cruzaba un lago helado. Mi madre era una trabajadora de choque, por así decido, del movimiento laboral comunista; siempre iba en el primer camión. Era popular. Tenía un álbum de fotos y me enseñó una foto de mi padre. También conductor. Tal vez a ti no te lo parecería, pero sorprendía por su aspecto de intelectual. Leía todo lo que caía en sus manos, podía discutir con cualquiera. Usaba gafas. Tenía el pelo claro, pero se parecía un poco a ti. Mi madre decía que el problema de mi padre era su temperamento demasiado romántico; siempre se metía en líos con los jefes. Iban a casarse, pero en primavera, cuando el deshielo, el camión de mi padre se hundió en el hielo.

»Crecí alrededor de embalses. Siempre me encantaron. En la Tierra no hay nada tan hermoso y beneficioso para la humanidad. A otros estudiantes les interesaban los institutos especiales, pero yo dejé la escuela tan pronto como pude y me subí a un andamio a trabajar con una mezcladora. Una mujer puede mezclar cemento tan bien como cualquier hombre. Lo más emocionante es trabajar de noche bajo las luces que funcionan con la energía que les proporciona el último embalse que ayudaste a construir. Entonces sabes que eres alguien. Muchos hombres, sin embargo, van a la deriva porque ganan tanto dinero… Ése es su dilema. Ganan tanto dinero, que tienen que bebérselo o gastárselo en ir al mar Negro o con la primera chica como Zina que encuentran. No fundan un hogar. La culpa no es suya. Los que no tienen vergüenza son los directores de las obras, que ofrecen cualquier cosa para que su proyecto sea el primero en quedar terminado. Los hombres, como es natural, se preguntan por qué van a quedarse en un sitio cuando pueden venderse por más dinero en otra parte. Eso es Siberia hoy día.

La red subió por la rampa de popa hasta entrar en un círculo de lámparas de sodio, se alzó colgada de los cables de las plumas de carga y se meció como si estuviese viva, chorreando agua sobre cubierta y fluyendo en olas poco profundas. ¡Cuarenta o cincuenta toneladas de pescado, tal vez más! La mitad del cupo de una noche en una sola vez. Los cangrejos bailaban sobre los tablones de madera. Tensos cables gemían a causa del peso mientras el capataz rasgaba con el cuchillo el vientre de la red, de un extremo a otro. La red entera parecía abrirse al mismo tiempo, inundando toda la cubierta, hasta la barandilla de la borda y los escalones que llevaban a la cubierta de botes, de una masa viva y serpenteante de mixinas, de color azul lechoso bajo las lámparas…

Arkady despertó sobresaltado, apartó las mantas, se puso las botas, tomó el cuchillo y forcejeó con la puerta para salir del camarote. No era simple claustrofobia, sino la sensación de estar enterrado vivo; levantarse de la litera no servía de nada si continuaba bajo cubiertas de acero.

En el exterior, una niebla nocturna amortiguaba las luces, aunque no era peor que el humo de una fogata. Había dormido toda la tarde. Ya había transcurrido un día y medio desde que viera por primera vez el cadáver de Zina Patiashvili, y también él tenía la sensación de ser un cadáver. Y faltaban menos de doce horas para el momento en que esperaban que hiciese alguna revelación sorprendente que resolviera a satisfacción de todos la misteriosa muerte de Zina Patiashvili y permitiese que la tripulación del buque bajara a tierra. Tropezó con la barandilla, alejándose poco a poco de la cubierta de descarga en dirección a proa. Los pesqueros habían desaparecido, así que no había estrellas ni otras luces que empujaran a los ojos a desviarse del resplandor mortecino de las lámparas del Estrella Polar.

No había nadie en cubierta, lo cual significaba que era la hora de cenar. Todo el mundo seguía un solo horario desde que el buque había dejado de recibir pescado y se dirigía hacia el puerto. Arkady buscó apoyo en la barandilla para no caerse. No iba a recorrer la cubierta con pasos rápidos, como de costumbre, sino que daría un paseo y se tomaría el tiempo necesario para pensar en morir ahogado, en el miedo que envolvía su corazón como un sudario mojado. Decidió llegar hasta el taller de máquinas. El puente era una meta lejana que se disolvía en la neblina.

—El amante de la poesía.

Arkady se volvió hacia la voz de Susan. No la había oído acercarse.

—¿Te estás tomando un descanso? —preguntó ella.

—Me gusta el aire de mar.

—Ya se nota —Susan se apoyó en la barandilla a su lado, echó la capucha hacia atrás, encendió un cigarrillo y luego acercó la cerilla a los ojos de Arkady—. ¡Cielos!

—¿Siguen enrojecidos?

—¿Qué te ha pasado?

Seguía sintiendo calambres en los músculos, que dejaban de estar entumecidos para dolerle como si ardieran y volver luego a entumecerse. Con la mayor naturalidad posible se agarró a la barandilla. Se hubiera alejado de allí de haber tenido la certeza de que las piernas le permitirían irse con dignidad.

—Sólo estaba ensayando nuevas formas de ver las cosas. Resulta agotador.

—Ah, ya entiendo —dijo Susan recorriendo la cubierta con los ojos—. Éste es el lugar del accidente; por esto has venido. Sigue siendo un accidente, ¿no?

—De los que no se explican —reconoció Arkady.

—Estoy segura de que encontrarás la explicación apropiada. De lo contrario, no te hubieran elegido.

—Te agradezco la confianza —notó que las rodillas le fallaban peligrosamente. Si Susan le desdeñaba tanto, ¿por qué no se iba y le dejaba en paz?

—Me estaba preguntando algo.

—¿Ahora eres tú la que se pregunta algo?

—Bueno, tú interrogaste a los hombres de los pesqueros. ¿No se fueron todos del Estrella Polar antes de que a Zina le ocurriera algo?

—Eso parece —contestó Arkady, pensando que a Susan le interesaba el asunto.

—Tú vas en serio, ¿no es verdad? Me han dicho que Slava anda buscando una nota de suicida, pero tú das la impresión de que quieres averiguar lo que sucedió en realidad. ¿Por qué?

—Eso es un misterio para todos.

Aunque su boca sabía a depósito de gas, le entraron grandes deseos de fumar y se palpó los bolsillos.

—Toma.

Susan le puso su cigarrillo entre los labios y luego se apartó de la barandilla. Al principio Arkady creyó que se apartaba de él; luego vio que el Eagle se acercaba al buque factoría después de surgir de la niebla. Cuando el arrastrero estuvo más cerca, Arkady pudo distinguir la silueta de George Morgan en la oscuridad del puente. Bajo las luces de cubierta, dos pescadores con impermeable estaban haciendo un fardo de redes rotas y basura para tirarlo al mar. Arkady reconoció la expresión hosca de Coletti y la sonrisa franca de Mike. El aspecto del aleuta era el mismo que presentaba en la foto de Zina: de inocencia sin matices.

Alrededor de los dos hombres la cubierta estaba mojada y había en ella algunas platijas y cangrejos, y aunque el arrastrero se movía más que el Estrella Polar, los dos norteamericanos parecían haber echado raíces en cubierta, inclinados hacia delante, las rodillas inmóviles. Entre los dos barcos había como una pantalla Variable de pájaros que se habían presentado empujados por la costumbre. Quizá había un centenar de pájaros revoloteando por allí: golondrinas de cabeza negra y cola ahorquillada, petreles y gaviotas blancas como la leche.

Daban la impresión de ser páginas empujadas por el viento después de que alguien arrojara el contenido de una papelera por la borda. El menor descenso de uno de los pájaros provocaba una serie de reajustes de la bandada, que cambiaba constantemente de forma.

Mike volvió a saludar con la mano y Arkady tardó un momento en darse cuenta de que una tercera persona se había reunido con él y con Susan junto a la barandilla. Natasha habló al oído de Arkady:

—He encontrado a alguien que quiere hablar contigo. He ido a tu camarote y no estabas. ¿Por qué te has levantado de la cama?

Al empezar a describir los beneficios del aire fresco, Arkady tuvo un acceso de tos y sintió un escalofrío que le hizo doblar el cuerpo. Parecía tener pedacitos de hielo en su interior, pedacitos que se fundían y hacían que corrientes de frío debilitador recorriesen su cuerpo.

Vigilando a Susan con un ojo, Natasha siguió hablando como si estuvieran tomando el té junto a la barandilla:

—Ahora tengo que dar mi conferencia. Luego iremos a ver a mi amiga.

—¿Tu conferencia?

Susan hizo que se notara su esfuerzo por no sonreír.

—Soy la representante de la sociedad cultural intersindical en el buque.

—¿Cómo se me ha podido olvidar? —dijo Susan.

Habría sido menos cruel si se hubiese reído francamente, porque sólo consiguió dar a Natasha la impresión de que se estaba mofando de ella, del mismo modo que una mujer a la que la combinación se le ve sólo por detrás se da vagamente cuenta de que se ríen de ella, pero no sabe por qué. Actuando por puro nerviosismo, tomó el cigarrillo de los labios de Arkady.

—Estando como estás, esto es lo último que necesitas —se volvió hacia Susan—. Es el hábito más repugnante de los hombres soviéticos. Fumar es la cosa más antinatural que hacen los hombres.

Tiró el cigarrillo a los pájaros. Una gaviota lo atrapó al vuelo, y luego lo dejó caer. Un petrel capturó el pitillo, se comió la mitad y rechazó el resto. El filtro cayó al agua y una golondrina se puso a estudiarlo.

—Seguramente son pájaros rusos —dijo Susan.

A Arkady se le ocurrió una idea mientras tosía. Susan llevaba una chaqueta de pescador y Natasha, otra; era más o menos lo único que las dos mujeres tenían en común. ¿Dónde estaba la chaqueta de pescador de Zina? No había pensado en ella antes porque nadie se ponía la chaqueta para ir a un baile, y en el descanso, cuando salían a cubierta, podían soportar el aire subártico durante unos minutos. Las mujeres soviéticas, en especial, no querían saber nada de chaquetas que pudieran resultar un estorbo para un abrazo. En sus corpachones anidaban unas almas románticas que se alzaban como tórtolas a la menor brisa que soplara.

Cuando Arkady soltó la última tos y se irguió, Susan encendió otro cigarrillo para ella misma.

—Renko, ¿eres el investigador o la víctima?

—Sabe lo que hace —dijo Natasha.

—¿Por eso su aspecto es el del almuerzo de los tiburones?

—Tiene un sistema.

Arkady se preguntó cuál sería.

La voz de Morgan se oyó por la radio que Susan llevaba en el bolsillo:

—Pregúntale a Renko qué le sucedió a Zina. Todos queremos saberlo.

En la cubierta del Eagle, Mike saludó otra vez con la mano y su puso a hacer gestos, como si invitara a Natasha a visitarles. Las mejillas de la mujer enrojecieron, pero no hizo caso al pescador, indicando así que la confraternización había terminado para ella.

—Tenemos que ir a la conferencia —recordó en tono firme.

—Quieren saber qué le ocurrió a Zina —dijo Susan.

Arkady movió los pies para comprobar si las piernas iban a sostenerle, ya que no estaba seguro de ello.

—¿Qué quieres que les diga? —preguntó Susan.

—Pues… —Arkady titubeó—. Diles que todavía saben más que yo.