Bajo cubierta todo estaba construido alrededor de las bodegas donde se almacenaba el pescado. Seguramente el Arca de Noé tenía una bodega para pescado. Al llamar a Pedro «pescador de hombres», Cristo debía de haber apreciado las virtudes de una bodega para pescado. Si alguna vez los cosmonautas surcan los vientos solares y recogen muestras de la vida galáctica, necesitarán algún tipo de bodega para pescado.
Pese a ello, durante diez meses el Estrella Polar navegó con la bodega de proa averiada. Se habían dado varias explicaciones de por qué no funcionaba: que si las cañerías reventaban cada dos por tres; que si un cortocircuito en la bomba de calor; que si el aislamiento de plástico rezumaba cierto tipo de veneno. Fuera cual fuese la razón, el resultado era que el Estrella Polar tenía que encontrarse más a menudo con los buques que se llevaban el pescado que abarrotaba las otras dos bodegas. Otro resultado era que la zona de alrededor de la bodega inutilizada estaba llena de duelas para construir barriles y de planchas de acero. A medida que el pasillo iba llenándose, la tripulación tendía a ir por la cubierta, camino más largo, pero al mismo tiempo más rápido.
Una línea de bombillas iluminaba el espacio situado entre el mamparo y la bodega. Se accedía a él por una puerta estanca, provista de una rampa que permitía transportar el pescado congelado por encima de la brazola. El volante de cierre de la puerta estaba inmovilizado por una cadena y un candado de dimensiones impresionantes. A un lado de la puerta había una bomba de calor con la tapa levantada mostrando una maraña impresionante de alambres sueltos. En el otro lado había una lata de petróleo llena de ejes de cabrestante. En el fondo de la lata se movían las ratas. El buque no había sido fumigado desde que Arkady iba a bordo. Resultaba interesante observar que las ratas comían pan, queso, pintura, tubos de plástico, alambres, colchones y prendas de vestir: cualquier cosa, de hecho, menos pescado congelado.
Parecía haber dos Zinas. Una era la mujer ligera; la otra, la mujer reservada que vivía en un mundo de fotografías escondidas y cintas secretas. Sólo una de las cintas podía considerarse peligrosa. El amoroso teniente se había jactado de la temperatura que reinaba en el dormitorio de la bodega y del cuarenta por ciento de humedad. Sólo en una ocasión anterior había oído Arkady a alguien que se tomara la molestia de mencionar el porcentaje de humedad: en la sala de ordenadores del cuartel general de la milicia de la calle Petrovka de Moscú.
Bien. Arkady no tenía nada que decir en contra del Servicio de Información de la Marina. Todos los pescadores soviéticos de la costa del Pacífico sabían que los submarinos norteamericanos violaban constantemente las aguas jurisdiccionales de su país. En las noches oscuras aparecían periscopios en la superficie de la Manga de Tartaria. El enemigo incluso seguía a los navíos de guerra soviéticos hasta el interior del puerto de Vladivostok. Lo que Arkady no alcanzaba a comprender era cómo una estación de escucha instalada en una bodega para pescado albergaba la esperanza de oír algo. Una sonda acústica sólo indicaba lo que estaba directamente debajo, y ningún submarino se aventuraría a navegar por donde hubiera pesqueros de arrastre. Al modo de ver de Arkady, los aparatos de sonar pasivo, como, por ejemplo, los hidrófonos, podían detectar las ondas de sonido desde lejos, pero un viejo buque factoría como el Estrella Polar estaba construido con planchas que no reunían los requisitos normales: eran tan delgadas que, resonando como un tambor, se combaban hacia dentro y hacia fuera con cada ola. Estaban mal soldadas, los remaches se habían gastado y eran demasiado pequeños, las junturas las habían rellenado con cemento que «lloraba», y los puntales de madera crujían como huesos. Todo lo cual hacía que, en cierto modo, el buque fuese más humano, e incluso más digno de confianza en el sentido de que un veterano lleno de vendajes, a pesar de todas sus quejas, es alguien en quien se puede confiar más que en un recluta guapo y pulcro. Con todo, el Estrella Polar marchaba por las aguas como una banda de música; su propio ruido ahogaría el susurro de cualquier submarino.
Arkady no sentía el menor interés por el espionaje. En el ejército, cuando pasaba horas sentado en un cobertizo de radio instalado en la azotea del hotel Adler de Berlín, solía tararear: Presley, Prokofiev, cualquier cosa. Los demás le preguntaban por qué no quería tomar los prismáticos y observar el cobertizo que los norteamericanos tenían en la azotea del hotel Sheraton, en el Berlín occidental. Tal vez carecía de imaginación. Para sentir interés le era necesario ver a otro ser humano. La verdad era que, a pesar de la cinta de Zina, la bodega de pescado, vista desde fuera, parecía una bodega para pescado.
El teniente le había dicho a Zina algo sobre mirar por un agujero. Arkady no vio ninguna mirilla. Tocó la puerta: su superficie era como el resto del barco, pegajosa; no había en ella nada que resultase acogedor.
Miró los ejes que había en la lata y, tras titubear un poco, escogió uno. Era como levantar una palanca de cincuenta kilos; cuando lo tuviera sobre los hombros no podría ahuyentar a ninguna rata que se le acercase. Se puso a sudar al pensarlo. Pero no apareció ningún roedor, y al meter el eje en el cierre del candado y hacerla girar, el candado se abrió como un resorte; otro punto negativo para el organismo estatal que se ocupaba del control de calidad. El cierre del volante propiamente dicho no cedió hasta que Arkady apoyó un pie en la bomba. A regañadientes, con quejidos breves y metálicos, empezó a girar hasta que se abrió la puerta.
El interior de la bodega subía a través de tres cubiertas del Estrella Polar: un pozo de aire oscuro iluminado por una tenue bombilla situada en el nivel de Arkady. Normalmente, cada uno de los niveles de una bodega tenía su propia cubierta, abierta por el centro para poder subir el pescado desde abajo. Era extraño que hubiese un solo pozo, como si no se tuviera ninguna intención de usar la bodega. Una escotilla estanca cerraba la cubierta principal de arriba, dejando en su interior el olor rancio a pescado yagua salada. En los lados había tablones de madera espaciados sobre la red de tuberías por las que circulaba el agua refrigeradora. Una escalera bajaba desde la escotilla hasta la última cubierta, situada dos niveles más abajo. Puso los pies en los peldaños y cerró la escotilla tras él.
A medida que descendía, sus ojos se iban acostumbrando a la oscuridad. De vez en cuando veía alguna rata que huía de él subiendo por las tuberías. Las ratas nunca entraban en una cámara frigorífica que funcionase, lo cual era señal de inteligencia. Se le ocurrió que usar una linterna hubiera sido una señal de inteligencia por su parte. Había tantas ratas, que el ruido de su movimiento era como el del viento al soplar entre los árboles.
La bodega debería haber contenido cubiertas, aparejo, cajas de embalaje con una capa de escarcha. La estiba de un almacén frigorífico era todo un arte marítimo. Las cajas llenas de pescado congelado no debían amontonarse unas sobre otras, sino separarse por medio de tablones que permitiesen la circulación de aire helado. Pero no había nada. Cada nivel tenía una puerta, un enchufe y un termostato. Cada nivel estaba más oscuro que el anterior, y cuando se apeó del último peldaño y llegó a la última cubierta de la bodega, que era más ancha que las otras, apenas podía ver nada, aunque notó que las pupilas se le ensanchaban al máximo. Pensó que estaba en un pozo, en el centro de la Tierra.
Encendió una cerilla. La cubierta consistía en más tablones instalados sobre una red de tuberías debajo de las cuales había una base de cemento. Vio mondas de naranja, un fragmento de tablón, botes de pintura vacíos y una manta; alguien había utilizado la bodega para esnifar vapores. También vio unos huesos que parecían un peine y que explicaban lo que le había pasado al gato del buque. Lo que no vio fue a un teniente del Servicio de Información de la Marina, un camastro, un televisor o una terminal de ordenador. Debajo de la base había un casco doble con depósitos para combustible y para agua, espacio suficiente, quizá, para ocultar artículos de contrabando, pero no para esconder toda una habitación amueblada. Metió un trozo de madera entre dos tablones de la pared. Ninguna puerta secreta se abrió ante él. Al ver que la sutileza no daba resultado, golpeo los tablones con violencia. Entre el resonar del eco llegaron a sus oídos los chillidos de protesta de las ratas que había en la galería de arriba, pero no apareció ningún oficial del Servicio de Información de la Marina.
Mientras subía por la escalera, Arkady tenía la impresión de volver a la superficie del agua, como si contuviera la respiración y nadase hacia la bombilla. La cinta de Zina ya no tenía ningún sentido. Tal vez había interpretado mal la conversación. Quizá podría encontrar un poco de vodka en el consultorio de Vainu. Un poco de vodka en una habitación iluminada sería agradable. Al llegar arriba abrió la escotilla y salió a cubierta. Las duelas de barril y la bomba de calor presentaban ahora un aspecto hogareño, de bienvenida. Puso el candado roto sobre el volante; Gury, el «hombre de negocios», le ayudaría a encontrar otro.
Cuando Arkady echó a andar hacia la factoría, se apagó la luz que había sobre el cofferdam, luego se apagó la que había sobre la bomba de calor. Una figura surgió de la oscuridad y le golpeó en el estómago. El dolor fue tan agudo, que al principio creyó que acababa de recibir una cuchillada. Se agachó dando boqueadas y entonces le metieron unos trapos húmedos en la boca y le amordazaron con otro trapo. Luego le cubrieron la cabeza y los hombros con un saco que le llegaba hasta los pies. Con un cinturón o algo parecido le rodearon los brazos y el pecho. Reaccionó del modo correcto: aspirando hondo y flexionando los brazos, y en seguida notó la sensación de asfixia porque los trapos que tenía en la boca estaban empapados en gasolina. Los trapos le apretaban la lengua contra el paladar y estaba a punto de tragársela. Sopló con fuerza, tratando de liberar la lengua, y entonces le apretaron más el cinturón, como si fuera una cincha.
Se sintió transportado, al parecer por tres hombres. Seguramente habría otro hombre más adelante, vigilando para impedir que alguien se acercara, y posiblemente les seguiría otro con el mismo propósito. Eran fuertes y le conducían con facilidad, como si fuera una escoba. Procuró no asfixiarse con los vapores de la gasolina. En los viajes largos, los marineros se reunían para esnifar vapores y quedar un poco colocados. Una espiral de vapor acre empezó a descender por su garganta.
Hubieran podido arrojarle a la bodega para pescado y no habrían encontrado su cuerpo hasta transcurridos unos días. Así que quizás era una buena señal que le hubiesen golpeado, amordazado y cubierto con un saco. Nunca le habían secuestrado hasta entonces, ni una sola vez en todos los años en que había trabajado en la oficina del fiscal, y no estaba seguro de lo que significaba verse golpeado y atado, pero saltaba a la vista que no querían matarle en seguida. Probablemente eran hombres de la tripulación a los que enfurecía la posibilidad de quedarse sin permiso para bajar a tierra. Aunque el saco le cubría de la cabeza a los pies, tal vez reconocería alguna voz si hablaban en susurros.
El paseo fue corto. Se detuvieron e hicieron girar el volante de apertura de una puerta. Arkady no se había dado cuenta de si doblaban hacia la derecha o hacia la izquierda, y se preguntó si habrían vuelto a la bodega para pescado. Las únicas entradas estancas que había en ese nivel daban a las bodegas. La puerta se abrió al mismo tiempo que se oía el ruido del hielo al partirse. De un horno sale un calor de fuego; de una cámara frigorífica cuya temperatura es de cuarenta bajo cero sale un vapor más lánguido, un vapor congelado, y Arkady pudo notarlo a pesar del saco; empezó a dar puntapiés y a retorcerse. Demasiado tarde. Le arrojaron dentro.
El impacto de la caída hizo que el cinturón se partiera. Arkady se levantó pero antes de poder quitarse el saco oyó que la puerta se cerraba y el volante daba vueltas. Se encontró de pie sobre una caja de madera. Al quitarse la mordaza y los trapos de la boca, la primera bocanada de aire le quemó los pulmones. Era una broma, tenía que ser una broma. Los tablones rezumaban un vapor blanco, casi líquido, que se deslizaba por las paredes de la bodega; debajo de los tablones podía verse la red de refrigeración, las cañerías envueltas en hielo esquelético. Tenía los dos pies metidos en sendos charcos de vapor lechoso. El vello del dorso de la mano se erizó a la vez que se cubría de escarcha blanca. Al salir por los labios, el aliento se transformaba en cristales que brillaban y caían como copos de nieve.
Sus manos se detuvieron a escasos centímetros del volante de la puerta: la piel desnuda se hubiese pegado al metal. Cubrió la rueda con el saco y luego apoyó su peso contra ella, pero no logró que se moviera. Los hombres del exterior debían de estar apretándola para que no pudiese abrirla, y Arkady no tenía la menor probabilidad de vencer a tres individuos o más. Gritó. La cámara estaba forrada con un aislante de fibra de vidrio, de diez centímetros de grueso; hasta la parte interior de la puerta se hallaba acolchada. Nadie iba a oírle a menos que pasara por delante mismo de la puerta. Durante la última semana, con el fin de mantener el equilibrio horizontal del buque, habían almacenado pescado en la bodega de popa. Si el lugar donde se encontraba Arkady correspondía al centro del buque, nadie le oiría. Sobre su cabeza, fuera de su alcance, había una escotilla estanca y aislada. Tampoco a través de ella le oiría nadie. Dos cajas más abajo se encontraban la cubierta falsa, el acceso a un nivel inferior y otra puerta. Era inútil pensar siquiera en levantar dos cajas él solo, dos cajas que pesaban un cuarto de tonelada cada una. Una de ellas aparecía tapada con una lona arrugada y rígida a causa del hielo. El sello estampado en las cajas rezaba: «Lenguado congelado. Producto de la URSS». No era broma, pero había algo cómico en ello.
Los veteranos del norte conocían las sucesivas etapas de la congelación. Arkady temblaba y eso era bueno. De hecho, los temblores permitían que el cuerpo mantuviera su temperatura durante algún tiempo. A pesar de ello, perdía un grado cada tres minutos. Cuando perdiera dos, el temblor cesaría y el corazón empezaría a latir más despacio y la sangre dejaría de fluir hacia la piel y las extremidades para mantener el núcleo de calor de las mismas; eso era lo que provocaba la congelación. Cuando perdiera once grados, el corazón se pararía. El coma se producía a mitad del camino. Tenía quince minutos.
Había otro problema. Presentaba los primeros síntomas clásicos de envenenamiento que había podido ver en marineros que habían inhalado vapores: parpadeos, mareo, intoxicación. A veces aullaban como hienas; otras veces se subían a las paredes. Empezó a reír sin poder evitarlo. ¿Se había hecho a la mar para morir congelado en una cámara frigorífica? Resultaba divertido.
Los brazos se movían de forma espasmódica, como si un maníaco le estuviera doblando los huesos. A veces había trabajado bajo un frío tan intenso como el de ahora, aunque, por supuesto, vestido con un mono acolchado, calzando botas de fieltro y cubriéndose la cabeza con una capucha forrada de piel. La escarcha depositaba su propio forro blanco sobre los zapatos y los puños de la chaqueta. Empezó a tambalearse y procuró no perder el equilibrio y no meter el pie en el espacio estrecho que había entre las cajas, pues estaba seguro de no conseguir sacarlo otra vez.
A la altura de su pecho había una plancha de acero que cubría el termopar, un rollo de alambre de cobre constantán. No pudo aflojar la plancha con las uñas; era otro buen ejemplo de una clase de apuro que hace aconsejable que un pescador lleve siempre el cuchillo consigo.
Sacó las cerillas del bolsillo y se le cayeron al suelo. Para no perder el equilibrio, las recogió penosamente, haciendo una reverencia elegante como la de un caballero francés recogiendo el pañuelo de una dama. Volvieron a caérsele y esta vez se puso a cuatro patas para recuperarlas. La llama era una bolita minúscula y amarilla abrumada por el frío, pero en la plancha del termopar se formó un rocío precioso al calentarse. El problema era que las manos le temblaban con tanta violencia, que no podía mantener la llama junto a la plancha durante más de un segundo seguido.
El método que habían elegido para matarle denotaba cierta astucia. Congelarle y, era de suponer, trasladar el cuerpo a otro lugar para que se descongelase, tras lo cual lo llevarían a un tercer lugar con objeto de que lo encontraran allí. Había quedado bien claro que Vainu no era el más experto de los patólogos, por lo que las pruebas más obvias que encontraría serían los síntomas de haber esnifado vapores, el trágico vicio del hombre de la edad del petróleo. Con la aprobación oficial, volverían a meter su cadáver en la misma cámara frigorífica hasta que llegasen a Vladivostok. Se vio a sí mismo montado en un bloque de hielo durante la vuelta a casa.
Las cerillas eran excelentes, de madera con la punta de fósforo y enceradas para que resistiesen el pésimo clima que debían soportar los pescadores. En la tapa de la cajita aparecía dibujada la proa de un buque hendiendo una ola encrespada. En la chimenea del buque se veían la hoz y el martillo. Arkady temblaba de la cabeza a los pies, con tanta fuerza que incluso le costaba dirigir la llamita hacia la plancha. De repente, sin que viniera a cuento, recordó un caso de suicidio que era aún mejor que los que había mencionado a Marchuk y Volovoi. Un marinero se había ahorcado en Sajalin. No hubo ninguna investigación porque el chico había atado la soga a la hoz y el martillo de la chimenea. Colocaron junto a su cuerpo unas flores de papel y le enterraron el mismo día, ya que nadie deseó siquiera hacer preguntas.
Al menos había dejado de temblar y podía sujetar la cerilla con firmeza. Al bajar los ojos, vio que las dos perneras de los pantalones estaban cubiertas de escarcha. Un pescado grande quedaba congelado hasta la médula en una hora y media. La cajita se le escurrió de entre los dedos, que empezaban a ponerse morados y se movían con gran lentitud. Al arrodillarse para recoger la cajita, sus manos se movieron torpemente, como un par de garfios. Cuando encendió una cerilla, la cajita cayó de nuevo, rebotó y fue a parar entre la caja de embalaje y la pared. Oyó cómo iba golpeando las cajas de debajo mientras caía hacia cubierta.
Echando mano de toda su capacidad de concentración, volvió a acercar la llamita al termopar, maravillándose al observar cómo el ligero calor de la cerilla se extendía visiblemente, como la respiración, por la plancha de metal. Era la última cerilla que le quedaba. La sostuvo pese a que comenzaba a quemarle las uñas. Aún tenía un poco de gasolina en las manos, de cuando se había quitado los trapos de la boca. En las palmas de las manos se le encendieron llamas secundarias, como si fueran otras tantas velas. No sintió ningún dolor. Se quedó mirándolas fijamente porque eran extrañas, como una experiencia religiosa. Poco a poco sus ojos se desplazaron hacia los trapos. Se preguntó si era ésa la lentitud con que pensaban los peces. En el momento en que la llamita de la cerilla parecía a punto de apagarse, metió la cerilla y las manos entre los trapos, que estallaron en una hermosa llamarada que parecía hecha de flores. Con los pies acercó los trapos encendidos a los tablones que quedaban debajo de la plancha.
Los trapos ardían con llamas de color violeta y azul que seguidamente se transformaban en un rico humo negro. Alrededor del fuego, sobre los tablones y sobre la caja, iba formándose un círculo de humedad de hielo que se derretía, volvía a congelarse y de nuevo se deshacía. Arkady se sentó al borde de las llamas, los brazos extendidos para recibir el calor en las manos. Recordó una merienda campestre en Siberia a base de pescado congelado en astillas, carne de reno congelada en tiras, bayas congeladas formando pastelillos y vodka siberiano en una botella que era necesario hacer girar constantemente, primero en un sentido y después en el contrario, cerca del fuego. Un año antes, un guía del Inturist había acompañado a un grupo de norteamericanos a la taiga y les había ofrecido un almuerzo aún más espléndido, pero se le había olvidado que tenía que hacer girar la botella. Después de muchos brindis con té caliente por la amistad internacional, el respeto mutuo y una mayor comprensión, el guía llenó unos vasos de vodka casi congelado y les enseñó a sus invitados cómo bebérselo de un trago. Se acercó el vaso a los labios, bebió y cayó muerto al suelo. Lo que se le había olvidado al guía era que la vodka siberiana tenía casi doscientos grados, era casi alcohol puro, y seguiría fluyendo a una temperatura que helaría el gaznate y pararía el corazón como una espada. La sacudida bastó para matarle. Era triste, por supuesto, pero también resultaba cómico. Había que imaginarse a los pobres norteamericanos sentados alrededor de la hoguera del campamento, mirando a su guía ruso y preguntando:
—¿Esto es una merienda campestre siberiana?
La batalla entre una simple hoguera de trapos y la gélida cueva de la bodega del buque era desigual. Las llamas bajaron hasta quedar en ojos de luz, en un nido de luciérnagas luchando unas con otras, luego expulsó una última voluta de humo negro que se elevó sobre las cenizas.
La gasolina se parecía un poco a la vodka siberiana. Arkady se sentía más siberiano a cada momento. Finalmente, navegando a la altura de la costa norteamericana, había alcanzado tan maravillosa distinción. La escarcha volvía a subirle por los pantalones y las mangas. Parpadeó para que el hielo no le cerrara los ojos y vio cómo su aliento estallaba en cristales que primero subían y luego descendían en finos remolinos. ¿De qué otro modo respiraría un siberiano? ¿No habría sido él un buen guía? Pero ¿de quién?
Hora de acostarse. Arrancó la lona de la caja para usada a modo de manta. Estaba rígida a causa del hielo y al retirarla dejó al descubierto a Zina Patiashvili metida en un saco de plástico transparente. Transparente, pero cubierto por dentro de maravillosos dibujos de escarcha cristalina, como una capa de diamantes. Zina estaba blanca como la nieve y sus cabellos aparecían espolvoreados con hielo. Tenía un ojo abierto, como si se preguntara quién se reunía con ella.
Arkady se acurrucó en el rincón más alejado de Zina. No creyó que el volante estuviera girando de verdad hasta que la puerta se abrió. Natasha Chaikovskaya llenó el umbral, los ojos y la boca abiertos de par en par al ver los restos de la hoguera, a Zina y luego a Arkady. Entró corriendo en la bodega y le levantó, primero con cuidado para que la piel que tocaba el hielo no se desprendiese, luego como una levantadora de pesos al comenzar su actuación. Nunca le había levantado una mujer. Probablemente Natasha no se hubiera tomado eso como un cumplido.
—He encendido fuego —le dijo Arkady. Al parecer, había dado resultado. Había conseguido que la temperatura del termopar descendiera y las sensibles unidades de vigilancia habían sonado—. ¿Oíste una alarma?
—No, no. No hay ninguna alarma. Casualmente pasaba por aquí y te oí desde fuera.
—¿Gritaba? —Arkady no recordaba nada.
—Reías —Natasha cambió de postura para sacarlo por la puerta. Estaba asustada, pero también mostraba el asco que los borrachos inspiran a todo el mundo—. Te reías a carcajadas.