12

Arkady disfrutaba de la vista desde la cabina del operario de la grúa: las cubiertas superiores llenas de redes y tablones, las grúas de pórtico amarillas enmarcando la niebla, las gaviotas columpiándose en el viento. Mirando hacia delante, alrededor de las grúas de pórtico de la superestructura de proa había una telaraña de antenas preparadas para captar las bajas frecuencias de radio. Una serie de antenas dipolo se movían bajo la brisa en busca de frecuencias más cortas. Dos círculos entrelazados correspondían a una antena radiogoniométrica, a la vez que antenas en forma de estrella captaban las señales de los satélites. A pesar de todas las apariencias, el Estrella Polar no estaba solo.

—¿Bukovsky está de acuerdo con que me hayas escogido? —preguntó Natasha.

—Lo estará —Arkady se sentía complacido porque el libro que le había regalado Susan era de Mandelstam, un poeta maravilloso, muy urbano, sombrío, que probablemente no era santo de la devoción socialista de Natasha. Aunque fuese solamente una recopilación de cartas, Arkady ya lo había guardado debajo de su colchón, con el mismo cuidado con que hubiera guardado unas hojas de pan de oro.

—Ahí viene —dijo Natasha.

Efectivamente, el tercer oficial cruzaba a buen paso la cubierta de proa y daba una vuelta para evitar a un grupo de mecánicos que, con movimientos perezosos se lanzaban una pelota de voleibol por encima de la red:

—No parece contento —añadió Natasha.

Slava se perdió de vista y Arkady creyó oír las reverberaciones de sus zapatos Reebok subiendo a todo correr tres tramos de escalones. Batiendo un récord olímpico, el tercer oficial apareció en la cubierta de arriba y entró apresuradamente en la cabina de la grúa.

—¿Qué significa eso de que tienes otro ayudante? —preguntó Slava, respirando entrecortadamente—. ¿Y por qué me has hecho llamar? ¿Quién manda aquí?

—Tú —respondió Arkady—. Pensé que aquí podríamos disfrutar de un poco de aire fresco y de intimidad. Es una combinación poco frecuente.

La cabina de la grúa era el último grito en intimidad, ya que las ventanillas estaban rotas y las habían reparado con arandelas y pasadores, como si fueran piezas de porcelana. Se inclinaban hacia dentro, creando una intimidad forzosa siempre que en la cabina había más de una persona. La vista, con todo, era insuperable.

Natasha dijo:

—El camarada Renko piensa que puedo serle de utilidad.

—He escogido a la camarada Chaikovskaya con permiso del ingeniero eléctrico de la flota y del capitán —aclaró Arkady—. Pero como tú eres el que manda, pensé que debía informarte. Además, tengo que confeccionar una lista de los efectos personales de Zina.

—Eso ya lo hicimos —dijo Slava—. Vimos su ropa vieja, examinamos el cadáver. ¿Por qué no buscas una nota de suicida?

—Porque las víctimas raramente dejan una nota. Resultará muy sospechoso si es lo primero que encontramos.

Natasha rió, y luego carraspeó. Como ocupaba la mitad de la cabina, le resultaba difícil ser sutil.

—¿Y se puede saber qué vas a hacer tú? —Slava le dirigió una mirada asesina.

—Recoger información.

Slava rió amargamente.

—Estupendo. Armar más líos. Me cuesta creerlo. Mi primer viaje en calidad de oficial y me nombran representante del sindicato. ¿Qué sé yo de trabajadores? ¿Qué sé yo de asesinatos?

—Todo el mundo tiene que aprender alguna vez —razonó Arkady.

—Me parece que Marchuk me odia.

—Te ha encomendado una misión importantísima.

El tercer oficial se apoyó con violencia en la pared de la cabina, el rostro sumido en la desdicha, los cabellos rizados lacios de autocompasión.

—Y vosotros dos, un par de pobres diablos de la factoría. Renko, ¿a qué viene esa necesidad patológica de levantar todas las piedras? Sé que Volovoi redactará el informe definitivo de todo esto; siempre es un Volovoi el encargado de redactar el informe de… ¡Cuidado!

La pared de debajo de la cabina resonó al rebotar la pelota en ella. La pelota cayó de nuevo sobre cubierta y pasó rodando junto a los mecánicos, que miraron al trío de la cabina con cara de pocos amigos.

—¿Veis? —dijo Slava—. La tripulación ya se ha enterado de que el permiso para bajar a tierra depende de esta investigación tuya. Estaremos de suerte si no terminamos con un cuchillo clavado en la espalda.

Arkady recordó que a las grúas de pórtico les daban otro nombre: horcas. Una serie de horcas de vivo color amarillo navegando a través de la niebla.

—Pero ¿sabes lo que más me fastidia? —preguntó Slava—. Cuanto más empeora nuestra situación, más feliz se te ve. ¿Qué importa que seamos dos o tres? ¿De veras crees que averiguaremos algo referente a Zina?

—No —reconoció Arkady. No pudo por menos de observar que el pesimismo de Slava empezaba a afectar a Natasha, de modo que agregó—: Pero las palabras de Lenin deberían estimulamos.

—¿Lenin? —Natasha se animó—. ¿Qué dijo Lenin acerca del asesinato?

—Nada. Pero acerca de las vacilaciones dijo: «Primero la acción, luego ya veremos qué pasa».

Con las manos enfundadas en guantes de goma, Arkady puso sobre la mesa de operaciones varios pares de tejanos y blusas con etiquetas extranjeras. La cartilla de cobros. El diccionario. La instantánea de un chico entre racimos de uvas. La postal de la actriz griega con ojos de mapache. La ferretería íntima de los rulos y cepillos en los que aún había cabellos aclarados. La casete Sanyo con auriculares y un surtido de seis cintas occidentales. El bikini para un solo día soleado. La libreta espiral. El joyero que contenía perlas falsas, naipes y billetes de color de rosa, de diez rublos. Una chaqueta china con bordados y un bolsillo lleno de piedras preciosas.

La cartilla de cobros: Patiashvili, Z. P. Nacida en Tbilisi, República Socialista Soviética de Georgia. Formada en la escuela vocacional para trabajar en las industrias alimentarias. Tres años de trabajo en cocinas de la flota del mar Negro con base en Odessa. Un mes en Irkutsk. Dos meses trabajando en el vagón restaurante de la línea principal Baikal-Amur. Dieciocho meses en el restaurante Cuerno de Oro de Vladivostok. El Estrella Polar era su primer viaje por el Pacífico.

Arkady encendió un Belomor y aspiró el humo rasposo. Era la primera vez que se encontraba a solas con Zina, no con el cadáver frío, sino con los objetos inanimados que contenían el alma que quedase de ella. De un modo u otro, fumar lo hacía más social.

Odessa siempre había sido demasiado rica y mundana. La gente de allí no se conformaba con hacer contrabando de piedras semipreciosas; importaba lingotes de oro de la India para el mercado local y sacos de hachís afgano que luego transportaba en camión a Moscú. Odessa debería haber sido un hábitat natural para una chica como Zina.

¿Irkutsk? Jóvenes comunistas furibundos se ofrecían voluntariamente para colocar traviesas ferroviarias y freír salchichas en Siberia; pero no una muchacha como Zina. De modo que en Odessa había ocurrido algo.

Contó los billetes de diez rublos: mil rublos; mucho dinero para llevado a bordo.

Vladivostok. Servir mesas en el Cuerno de Oro era una maniobra inteligente. Los pescadores bebían botellas y más botellas para compensar los meses relativamente secos que pasaban en el mar y, a su modo de ver, las bonificaciones que tanto les había costado ganar en el Ártico eran pesadas cargas que había que compartir con la primer mujer que encontrasen. Seguramente a Zina le habían ido bien las cosas.

Mujerzuela. Contrabandista. Según las ideas políticas o los prejuicios, era fácil tachar a Zina de materialista corrompida o de georgiana típica. Sólo que normalmente eran los georgianos, y no las georgianas, quienes mostraban aptitudes para los negocios poco limpios. De un modo u otro, Zina había sido diferente desde el principio.

Extendió los naipes sobre la mesa. No componían una baraja, sino una colección. Una variedad de naipes soviéticos con las esquinas gastadas, muchachas campesinas de mejillas relucientes en una cara y, en la otra, el dibujo de una estrella y gavillas de trigo. Naipes suecos con desnudos. La reina Isabel de Inglaterra en las bodas de plata de su coronación. Pero todos correspondían a la reina de corazones.

Arkady no había oído a los Rolling Stones desde hacía mucho tiempo. Metió la cinta en la casete y apretó un botón. Del altavoz salió una conmoción parecida al ruido que haría Jagger al caer desde muy alto sobre una batería y ser aporreado seguidamente por las guitarras; algunas cosas no cambiaban nunca. Apretó el botón de avance. Los Stones en la mitad de la cinta. Volvió a apretarlo. Los Stones al final. Dio la vuelta a la cinta y escuchó la otra cara.

Arkady arrancó un trozo de un rollo de papel para electrocardiogramas y dibujó un buque señalando la cantina donde se celebrara, el baile, el camarote de Zina y todas las rutas posibles para ir de un sitio al otro.

Añadió la posición de todos los tripulantes que estaban de guaria y la jaula de transporte en la cubierta de descarga.

Se acabaron los Stones y empezó The Police.

—Sus preciosas cintas —había comentado Natasha—. Siempre usaba auriculares. Nunca las compartía.

Apretó el botón de avance. Con el mar de popa, el buque parecía cobrar velocidad, como si se arrojara pendiente abajo, ciego, a través de la nieve. Arkady no podía verlo, pero sí sentirlo.

¿Por qué se había embarcado Zina en el Estrella Polar? ¿Por dinero? Hubiera podido sacarles el mismo a los marineros en el Cuerno de Oro. ¿Por los artículos extranjeros? Los pescadores podían llevarle cualquier cosa que le apeteciese. ¿Porque quería viajar? ¿A las Aleutianas?

Se acabó The Police y empezaron los Dire Straits. Dibujó la cubierta de popa y el pozo que daba a la rampa. Había espacio para matarla, pero ningún lugar para ocultar el cadáver.

¿Qué llevaba en los bolsillos Zina? Gauloises, un naipe, un condón. ¿Los tres grandes placeres de la vida? El naipe era una reina de corazones de un estilo con el que no estaba familiarizado. Apretó el botón de avance. Debajo del Estrella Polar dibujó el Eagle.

«Políticamente madura» era la etiqueta que el partido aplicaba a cualquier persona joven que no, hubiese sido condenada, que no fuera disidente y que no defendiese abiertamente la música occidental, que era en sí misma todo un campo de subversión. Había hippies maduritos que aún escuchaban a los Beatles y emigraban a los montes Altai con el propósito de meditar y tomar ácido. Los chicos tendían a ser «rompedores» que bailaban al compás del rap o «metalistas» que se saturaban de heavy metal y usaban prendas de cuero. A pesar de sus gustos musicales, a pesar de sus ausencias de la cocina, a pesar de acostarse con varios hombres, Zina, según un árbitro tan conservador como Volovoi, seguía siendo una «trabajadora honrada y políticamente madura.»

Lo cual sólo tenía sentido si se pensaba que la tarea del primer oficial consistía en vigilar a los provocadores extranjeros.

Mujerzuela, contrabandista, soplona. Un total pulcro y sencillo. Un deslizar las bolas en un ábaco; la respuesta como adición. Una muchacha de Georgia. La educación limitada a servir cucharones de sopa. Ampliada a Contrabandear en Odessa. A acostarse con muchos en Vladivostok. A delatar en el mar. Una vida abismal comenzada y terminada en la ignorancia, sin moral, sin alma y sin un solo pensamiento reflexivo. Al menos, eso parecía.

Arkady observó que en la cinta de Van Halen había una perforación. La puso en el aparato y oyó que una mujer con acento georgiano decía:

—Cántame, canta y nada más.

Era la voz de Zina; Arkady la reconoció de la cantina. En la esquina del aparato había un micrófono.

Un hombre acompañado por una guitarra respondió:

Puedes degollarme,

puedes cortarme las muñecas,

pero no cortes las cuerdas de mi guitarra.

Que me hundan en el barro,

que me sumerjan en el agua,

pero que dejen en paz mis cuerdas de plata.

Mientras escuchaba, Arkady encontró cucharas en un cajón de la mesa y se puso a buscar cristales de yoduro. Al no dar con ellos, buscó píldoras de yoduro. Había un armario cerrado con candado donde se guardaban las medicinas para casos de radiación; dicho de otro modo, para la guerra. Rompió el candado pasando un destornillador por la espiga y dándole la vuelta, pero dentro del mueble no había nada excepto dos botellas de whisky escocés, y un folleto sobre la distribución efectiva del yoduro y la vitamina E en caso de explosiones nucleares. El yoduro lo encontró en un cajón abierto.

—Canta otra —dijo Zina—. Una canción de ladrones. El hombre de la cinta rió.

—Son las únicas que conozco —susurró.

Arkady no acertaba a ponerle nombre a la voz del hombre, pero conocía la canción. No era occidental, no era un rack ni era «rap»; la había escrito un actor de Moscú llamado Vysotsky, que se había hecho famoso clandestinamente en toda la Unión Soviética escribiendo, en el estilo ruso más tradicional, las canciones lastimeras y amargas de los delincuentes y los presos, y cantándolas acompañado por una guitarra rusa de siete cuerdas, el instrumento más fácil de rasguear que había en la Tierra. Por medio del magnatizdat, la versión en cinta del samizdat[3], las canciones se habían oído en todas partes, y luego Vysotsky había sellado su fama bebiendo hasta sufrir un ataque al corazón, un ataque fatal, cuando todavía era joven. La radio soviética ofrecía una bazofia tan estúpida —«Amo la vida, la amo una vez y otra»—, que no hubiese sido extraño que la gente se tapara las orejas; a pesar de ello, lo cierto era que ningún otro país dependía tanto de la música ni era tan vulnerable a ella. Después de setenta años de socialismo, las canciones de ladrones se habían convertido en el contrahimno de la Unión Soviética.

El hombre que cantaba en la cinta no era Vysotsky, pero no lo hacía mal:

—¡La caza del lobo ha empezado, la caza ha empezado! Merodeadores grises, viejos y cachorros; gritan los batidores, los perros corren hasta caer, hay sangre en la nieve y los límites rojos de las banderas. Mas nuestras mandíbulas son fuertes y nuestras piernas son rápidas. ¿Por qué, pues, capitán de la jauría, respóndenos, corremos siempre hacia los que disparan, y nunca tratamos de correr más allá de las banderas?

Al finalizar la cinta, Zina se limitó a decir:

—Ya sé que son las únicas que conoces. Son las que me gustan.

A Arkady le gustó que a ella le gustaran las canciones de aquella clase. Pero la siguiente cinta era completamente distinta. De pronto, Zina hablaba en voz baja, fatigada:

—Modigliani pintó a Akhmatova dieciséis veces. Ésa es la forma de conocer a un hombre, hacer que te pinte. Cuando lo hace por décima vez ya debes empezar a saber cómo te ve realmente.

»Pero yo atraigo a hombres que no me convienen. No a pintores. Me sostienen como si fuera un tubo de pintura que tienen que vaciar de un solo apretón. Pero no son pintores.

La voz de Zina era a ratos melosa y a ratos reflejaba un cansancio de muerte, a veces todo ello en una sola oración, como si estuviera tocando despreocupadamente un instrumento.

—En la factoría hay un hombre que parece interesante. Más pálido que un pescado. Ojos insondables, como de sonámbulo. No se ha fijado en mí ni lo más mínimo. Sería interesante despertarle.

»Pero no necesito otro hombre. Uno cree que me dice lo que tengo que hacer. Un segundo hombre cree que me dice lo que tengo que hacer. Un tercero cree que me dice lo que tengo que hacer. Y un cuarto cree que me dice lo que tengo que hacer. Sólo yo sé lo que vaya hacer —hubo una pausa; luego—: Ellos sólo me ven, no pueden oír cómo pienso. Nunca me han oído pensar.

«¿Qué harían si pudieran oírte?», se preguntó Arkady.

—Él me mataría se pudiera oírme pensar —prosiguió Zina—. Dice que los lobos se aparean para toda la vida. Creo que me mataría y luego se mataría él.

La quinta cinta empezaba con un ruido sibilante, un crujir de ropa, y algún que otro golpe amortiguado. Luego una voz de hombre pronunciaba el nombre de Zina. No era el cantante, sino una voz más joven.

—¿Qué clase de lugar es éste?

—Zinushka…

—¿Y si nos pillan?

—El jefe está dormido. Y aquí mando yo. Estáte quieta.

—Tómate tu tiempo. Eres como un chico. ¿Cómo conseguiste traer todo esto aquí abajo?

—Eso no es cosa tuya.

—¿Eso es un televisor?

—Bájatela.

—Con cuidado.

—Por favor.

—No voy a desnudarme del todo.

—Hace calor. Veintiún grados Celsius, cuarenta por ciento de humedad. Es el lugar más cómodo del buque.

—¿Cómo es que tienes un lugar como éste? Mi cama es tan fría…

—Me metería en ella en cualquier momento, Zinushka, pero esto es más privado.

—¿Por qué hay un camastro aquí? ¿Duermes aquí? —Trabajamos muchas horas.

—Mirando la televisión. ¿Eso es trabajar?

—Trabajo mental. Olvídalo. Vamos, Zinushka, ayúdame.

—¿Estás seguro de que en este momento no deberías estar haciendo algún trabajo mental importante?

—No, mientras subimos una red, no.

—¡Una red! Cuando te conocí en el Cuerno de Oro eras un teniente guapo. Y, ahora, mírate: en el fondo de una bodega de pescado. ¿Cómo sabes que estamos subiendo una red?

—Hablas demasiado y besas muy poco.

—¿Qué te parece así?

—Eso está mejor.

—¿Y así?

—Mucho mejor.

—¿Y así?

—Zinushka…

El micrófono era de los que se activan por la voz y al parecer Zina no había tenido oportunidad de cerrarlo. Probablemente la grabadora estaba en el bolsillo de su chaqueta de pescador y ésta se encontraba debajo de ella o colgada al lado del camastro. A Arkady le quedaban dos cigarrillos. En su cerilla una llama temblorosa avanzaba hacia sus dedos.

Tenía cinco años de edad. Era verano al sur de Moscú y en las noches calurosas todo el mundo dormía en el porche con las puertas y las ventanas abiertas. En la casa de campo no había electricidad. Las mariposas nocturnas entraban y revoloteaban sobre las lámparas, y él siempre creía que los insectos iban a encenderse como si fueran de papel. Algunos amigos de su padre, oficiales también, habían acudido a cenar. La pauta social marcada por Stalin establecía que las cenas tenían que empezar a medianoche y terminar en un estupor provocado por la bebida, y el padre de Arkady, uno de los generales favoritos del líder de la humanidad, seguía ese estilo, si bien, mientras otros se emborrachaban, él sólo se ponía más furioso. Luego daba cuerda al gramófono y siempre tocaba el mismo disco. Sonaba entonces la banda de jazz del Estado, de Moldavia, que había seguido a las tropas del general Renko en el segundo frente ucraniano y tocaba con los tabardos puestos en todas las plazas de las poblaciones el día después de que fueran liberadas de los alemanes. La melodía era Chattanooga chao chao.

Los otros oficiales no habían traído a sus esposas, de manera que el general les hizo bailar con la suya. Accedieron encantados, pues ninguna de sus mujeres era tan esbelta, tan alta y tan bella.

—¡Anímate, Katerina! —ordenaba el general. Desde el porche, el joven Arkady sentía cómo el suelo se estremecía bajo las pesadas botas. Los pies de SU madre no se oían en absoluto; era como si la hiciesen dar vueltas por el aire.

Lo peor venía siempre después de que se fueran los invitados. Entonces su padre y su madre se acostaban en la cama instalada detrás de un biombo, en el extremo más alejado del porche. Primero las dos clases de susurros, unos suaves y suplicantes; los otros, escapándose entre los dientes, con una rabia que encogía el corazón. Toda la casa se mecía como un columpio.

Por la mañana Arkady desayunaba pasteles de pasas y té, el aire libre, al pie de los abedules. Su madre salía, vestida aún con el camisón de dormir, una prenda de seda y encaje que su padre había encontrado en Berlín. Llevaba un chal sobre los hombros para protegerse del frío matutino. Sus cabellos eran negros, sueltos, largos.

Le preguntaba si oía algo durante la noche. Él decía que no, le aseguraba que no oía nada.

Cuando su madre dio la vuelta para volver a casa, el chal se le enganchó en una rama y cayó al suelo. En sus brazos había magulladuras, señales de dedos. Recogió el chal, se lo echó sobre los hombros y lo ató bien con los cordones de los extremos. Añadió que, de todas formas, ya había terminado. En ese momento sus ojos eran tan serenos, que Arkady casi le creyó.

En ese momento podía oído: Chattanooga chao chao.

—En serio, Zina, el jefe pediría mi cabeza y la tuya si se enterara de esto. No puedes decírselo a nadie.

—Decir ¿qué? ¿Esto?

—Basta ya, Zina. Estoy hablando en serio.

—¿Decide a alguien que tienes este cuartito aquí?

—Sí.

—Tienes que ser seria.

Cada una de las cintas duraba treinta minutos. Al terminar, Zina no podía desconectar la grabadora. Su compañero hubiese oído el clic.

—Tan pronto me dices «Te quiero, Zinka», la mar de cariñoso, como «Tienes que ser seria, Zina». Estás lleno de confusión.

—Esto es secreto.

—¿En el Estrella Polar? ¿Quieres espiar o pescar? ¿Espiar a nuestros norteamericanos? Son más tontos que los peces.

—¡Eso es lo que crees tú!

—¿Eso es tu mano?

—Tienes que vigilar a Susan.

—¿Por qué?

—Es lo único que te digo. No trato de impresionarte, sino de ayudarte. Deberíamos ayudamos mutuamente. El viaje es largo. Me volvería loco sin alguien como tú, Zina.

—Ah, ya hemos dejado de ser serios.

—¿Adónde vas? Todavía tenemos tiempo.

—Tú, sí; pero yo, no. Es la hora de mi turno y esa zorra de Lidia anda buscando un motivo para causarme complicaciones.

—¿Un minutito?

Se oyó un ruido de lona sobre el micrófono, el suspiro de un camastro al levantarse un cuerpo.

—Vuelve a tu trabajo mental. Yo tengo que remover un poco de sopa.

—¡Maldita sea! Al menos espera hasta que haya mirado por el agujero antes de irte.

—¿Tienes alguna idea de lo ridículo que estás en este momento?

—Bueno, no hay moros en la costa. Vete.

—Gracias.

—No se lo digas a nadie, Zina.

—A nadie.

—¿Mañana, Zina?

Una puerta se cerró de mala gana. Clic.

La otra cara de la cinta empezaba en blanco. Apretó el botón de avance. Estaba toda en blanco.

Arkady examinó atentamente la libreta espiral. Un mapa del Pacífico aparecía pegado en la primera página. Zina había añadido ojos y labios, por lo que Alaska se inclinaba como un hombre barbudo hacia una Siberia tímida y femenina. Las Aleutianas se alargaban hacia Rusia como un brazo.

La última cinta empezaba con Duran Duran. Arkady apretó el botón de avance.

En la segunda página había una foto del Eagle anclado en una bahía rodeada de montañas nevadas. En la tercera página, el Eagle meciéndose en un mar picado.

—Haciendo una baidarka —dijo la cinta en inglés—. Es como un kayak. ¿Sabes qué es un kayak? Bueno, pues esto es más largo, más estrecho, con la popa cuadrada. Las antiguas las construían con pellejo y marfil, incluso las junturas eran de marfil, por lo que navegaba a través de las olas. Cuando llegó Bering con los primeros barcos rusos no podía creer que las baidarkas fuesen can rápidas. Las mejores baidarkas han sido siempre las de Unalaska. ¿Entiendes algo de lo que te estoy diciendo?

—Sé lo que es un kayak —contestó Zina hablando el inglés despacio y cuidadosamente.

—Bueno, te enseñaré una baidarka y tú misma podrás verlo. Remaré alrededor del Estrella Polar.

—Debería tener una cámara cuando lo hagas.

—Ojalá pudiéramos hacer algo más que eso. Lo que me gustaría hacer es enseñarte el mundo. Ir a todas partes… California, México, las Hawai. Hay tantos lugares estupendos… Sería un sueño.

—Cuando le escucho —decía Zina en la segunda cara— oigo a un primer novio. Los hombres son como niños traviesos, pero él es como un primer novio, el más dulce. Quizá es un tritón, un hijo del mar. Cuando el mar está embravecido, en un buque grande, me agarro a la barandilla. Abajo, en su pequeña cubierta, se mantiene en pie en perfecto equilibrio, cabalgando sobre las olas. Escucho su voz inocente una y otra vez. Dice que sería un sueño.

En la siguiente docena de páginas había fotos del mismo hombre de cabellos lacios y negros. Ojos negros con párpados gruesos. Pómulos anchos alrededor de una nariz y una boca finas. El norteamericano. El aleuta de nombre ruso. Mike. Mijail. Las fotos, todas tomadas desde arriba y desde lejos, le mostraban en la cubierta del Eagle manejando la grúa, posando en la proa, remendando una red, saludando con la mano a la persona que tomaba las fotos.

Arkady fumó el último e intoxicante cigarrillo. Recordó a Zina en la mesa de autopsias en aquella misma habitación. La carne empapada y los cabellos aclarados. El cuerpo estaba tan alejado de la vida como una concha en la playa. La voz, sin embargo…, era Zina, de alguien a quien nadie en el buque había conocido. Era como si hubiese entrado por la puerta y se hubiera sentado al otro lado de la mesa, entre las sombras, a poca distancia del velo de luz de la lámpara, como si hubiese encendido su propio cigarrillo fantasma y, habiendo encontrado por fin unos oídos comprensivos, se hubiese confiado por completo.

Naturalmente, Arkady hubiera preferido que el laboratorio técnico de Moscú participara en el combate con un gran despliegue de disolventes y reactivos, o con microscopios alemanes grandes como morteros y aparatos de cromatografía de gases. Él utilizaba lo que podía.

Frente a la libreta espiral colocó cucharas, píldoras y la tarjeta con las huellas dactilares que Vainu había tomado del cadáver. Aplastó las píldoras entre las cucharas, envolvió con la manga de su camisa el mango de la cuchara que contenía el yoduro pulverizado, encendió una cerilla y la acercó al cuenco de la cuchara. Acercó ambos objetos a la libreta para que los vapores del yoduro calentados pasaran por la página que había al lado del mapa. En el método del yoduro caliente se usaban cristales de yoduro sobre un infiernillo de alcohol instalado en una caja de vidrio. Se recordó a sí mismo que, siguiendo el espíritu de la «nueva forma de pensar» anunciada en el último Congreso del Partido, todos los buenos soviéticos estaban dispuestos a dirigir la teoría hacia la aplicación práctica.

Los vapores del yoduro reaccionaron rápidamente a los aceites de la perspiración que formaban parte de una huella latente. Primero apareció el contorno fantasmal de toda una mano izquierda, de color sepia, como una fotografía antigua. La palma, la muñeca, el pulgar y cuatro dedos extendidos, como estarían mientras Zina sostenía la libreta para pegar una fotografía en ella. Luego los detalles: espirales, deltas, crestas, bucles radiales. Se concentró en el primer dedo y lo comparó con la tarjeta. Una curva doble, como el yin y el yang. Una isla en el delta derecho de la curva. Un corte en el delta izquierdo. La tarjeta y la página eran iguales; eran la libreta de Zina y la huella de su mano como si se la estuviera tendiendo. Había otras dos huellas, masculinas a juzgar por su tamaño; huellas toscas, apresuradas.

Al apagarse la cerilla, la mano empezó a desvanecerse y en un minuto desapareció. Arkady volvió a guardar todos los efectos, pulcramente. Había encontrado a Zina. Ahora tenía que encontrar al teniente que la llamaba Zinushka.