El camarote de la difunta Zina Patiashvili era íntimo como un sueño; por el simple hecho de encender la lámpara, Arkady tuvo la sensación de ser un intruso.
Dynka, por ejemplo, venía de una raza de uzbecos y allí estaba su propio camello de juguete, un camello bactriano, de una Samarcanda en miniatura, de pie en la almohada de su litera de arriba. Estaban también los cojines bordados de madame Malzeva, oliendo a talco y a pomadas todos ellos. Su álbum de postales extranjeras mostraba alminares y templos semiderruidos. Un retrato en relieve de Lenin vigilaba la litera de Natasha Chaikovskaya, pero había también una foto instantánea de una madre que sonreía tímidamente a unos girasoles gigantescos, así como una foto de Julio Iglesias en papel lustroso.
Los mamparos del camarote aparecían teñidos de un romántico color granate por un carillón de cristal que colgaba delante de la portilla. La estancia resultaba un poco mareante: una concha de nautilo llena de colores, de pliegues interiores y cojines, de perfumes contrapuestos y tan fuertes como el incienso, de vida apretujada en un compartimiento de acero. Se veían más fotos que la vez anterior, como si la desaparición de Zina hubiese eliminado las trabas que restringían la libertad de las otras tres ocupantes del camarote. La puerta del armario estaba adornada con más trabajadores uzbecos y siberianos de la construcción, rielando bajo el reflejo acuoso del carillón.
Estaba mirando debajo del colchón a rayas de Zina cuando llegó Natasha. Llevaba un chándal de color azul, húmedo; la indumentaria universal del deporte soviético. El sudor cubría sus mejillas como gotitas de rocío, pero el toque del lápiz de labios aparecía fresco.
—Me recuerdas un cuervo —dijo a Arkady—. Un carroñero.
—Eres observadora.
Arkady no le dijo qué le recordaba ella: su sobrenombre de Chaika, como las grandes limusinas. Una Chaika jadeante, cubierta con una lona azul.
—Estaba haciendo ejercicio en cubierta y me dijeron que querías verme aquí.
Arkady llevaba unos guantes de goma que había sacado de la enfermería, por lo que el sentido del tacto requería toda su capacidad de concentración. Al abrir un corte que había en el colchón, por él salió una cinta para casete cuyo estuche decía «Van Halen». Hurgó un poco más dentro del colchón y encontró otras tres cintas y un pequeño diccionario inglés-ruso. Al hojearlo, vio varias palabras subrayadas con lápiz. Las líneas mostraban el trazo firme de una colegiala y todas las palabras tenían algo que ver con la sexualidad.
—¿Algún avance importante? —preguntó Natasha.
—No del todo.
—¿No tiene que haber dos testigos en un registro policial?
—Esto no es un registro oficial; se trata de mí y nadie más. Puede que tu compañera de camarote sufriese un accidente y puede que no. El capitán me ha ordenado que lo averigüe.
—Ja, ja.
—Eso mismo pienso yo. En otro tiempo fui investigador.
—En Moscú. Me lo han contado todo. Te viste envuelto en una intriga antisoviética.
—Bueno, ésa es una versión. Lo que importa es que durante el último año he estado en la bodega de este buque. Ha sido un honor, por supuesto, participar en el proceso de preparación de pescado para el gran mercado soviético.
—Nosotros alimentamos a la Unión Soviética.
—¡Maravillosa consigna! Sin embargo, como no esperaba que se produjera esta crisis en particular, no he conservado mis habilidades de investigador.
Natasha frunció el ceño como si estuviera examinando un objeto sin acabar de saber cómo debía manipularlo.
—Si el capitán te ha encomendado una tarea, deberías cumplir su orden con alegría.
—Sí. Pero hay otra limitación. Natasha, tú y yo trabajamos juntos en la factoría. Tú has expresado la opinión de que algunos de los hombres que trabajan allí son unos intelectuales blandengues.
—Serían incapaces de encontrarse la polla si no la tuvieran siempre en el mismo sitio.
—Gracias. ¿Tú procedes de un linaje diferente?
—Dos generaciones de trabajadores especializados en la construcción de centrales hidroeléctricas. Mi madre estuvo en el embalse de Bratsk. Yo fui jefa de brigada en la central hidroeléctrica de Bochugany.
—Y eres trabajadora condecorada.
—La Orden del Trabajo, sí —Natasha aceptaba los cumplidos con rigidez.
—Y miembro del partido.
—Tengo ese alto honor.
—Y una persona cuya inteligencia e iniciativa no han sido valoradas como se merecen.
Arkady recordó que, al perder Kolya un dedo en la sierra y salpicado todo de sangre —su cara, el pescado y los compañeros—, Natasha se había apresurado a hacerle un torniquete con su bufanda, luego le había obligado a echarse con los pies en alto y le había vigilado fieramente hasta la llegada de una camilla. Cuando se lo llevaron a la enfermería, Natasha empezó a buscar a gatas el dedo cortado con el fin de que pudieran coserlo en su sitio.
—La estimación del partido es suficiente. ¿Por qué me has hecho bajar aquí?
—¿Por qué dejaste tu empleo en la construcción para dedicarte a limpiar pescado? En los embalses ganabas el doble, además de la bonificación por trabajar en el Ártico, en algunos casos. Estabas al aire libre y eso siempre es más sano que permanecer en la bodega de un buque.
Natasha se cruzó de brazos y sus mejillas se tiñeron de rubor.
Un marido. Naturalmente. En las obras había más hombres que mujeres, pero no era lo mismo que en un buque, donde más de doscientos hombres sanos se veían atrapados durante meses con unas cincuenta mujeres, la mitad de ellas abuelas, lo que daba una proporción de diez a una. Natasha estaba siempre recorriendo la cubierta enfundada en su chándal o en su abrigo adornado con pieles de zorro o, cuando hacía buen tiempo, en un vestido estampado que le daba aspecto de camelia enorme y amenazadora. Arkady se avergonzó de ser tan obtuso.
—Porque me gusta viajar —dijo Natasha.
—Lo mismo que a mí.
—Pero cuando arribamos a un puerto extranjero, tú no bajas a tierra; te quedas en el buque.
—Soy un purista.
—Lo que pasa es que tienes un visado de segunda clase.
—Eso también. Lo que es peor: tengo una curiosidad de segunda clase. Me he sentido tan contento en la factoría, que no he participado plenamente en la vida social y cultural de a bordo.
—Los bailes.
—Exactamente. Es casi como si no hubiera estado aquí en absoluto. No sé nada de las mujeres ni de los norteamericanos… ni, para ser más concreto, de Zina Patiashvili.
—Era una honrada trabajadora soviética a la que echaremos mucho de menos.
Arkady abrió el armario. Las prendas de vestir estaban colocadas en colgadores y siguiendo el orden de propietaria: los vestidos de talla juvenil de Dynka, los desaliñados vestidos de madame Malzeva, el gigantesco vestido de noche rojo de Natasha, además de sus vestidos de verano y sus chándales de colores claros. Se llevó una decepción al ver la ropa de Dynka, porque esperaba encontrar algunos bordados de colores alegres o pantalones dorados, lo propio de una muchacha uzbeca, pero lo único que vio fue una chaqueta china.
—Ya os llevasteis la ropa de Zina —dijo Natasha.
—Sí, la dejasteis preparada con mucha pulcritud.
En tres de los cajones del armario había ropa interior, medias, pañuelos para la cabeza, píldoras, hasta un traje de baño en el cajón de Natasha. El cuarto cajón estaba vacío. Arkady comprobó la parte posterior y la inferior de los cajones por si había algo pegado con esparadrapo.
—¿Qué estás buscando? —preguntó Natasha.
—No lo sé.
—Menudo investigador estás tú hecho.
Arkady sacó un espejito del bolsillo y lo usó para mirar debajo del lavabo y del banco, donde también podía haber algo pegado con esparadrapo.
—¿No vas a echar polvitos para encontrar huellas dactilares? —preguntó Natasha.
—Eso vendrá después —buscó debajo de las literas, dejando el espejito apoyado en los libros que había en el colchón de Zina—. Lo que necesito es alguien que conozca a la tripulación. Alguien que no sea otro oficial o una persona como yo.
—Soy miembro del partido, pero no soy una chivata. Ve y habla con Skiba o con Slezko.
—Lo que necesito es un ayudante y no un soplón —Arkady volvió a abrir el armario—. En un camarote como éste no hay muchos sitios donde esconder cosas.
—Esconder ¿qué?
Notó que Natasha se ponía tensa a su lado. Ya lo había notado otras veces. Natasha pareció inclinarse al abrir Arkady su cajón por segunda vez. Era el traje de baño, por supuesto, un bikini verde y azul que no podría pasarse más arriba de la rodilla. Era el atuendo que Zina llevaba, junto con las gafas de sol, aquel día caluroso.
En un buque el código moral era como el código en una cárcel. El peor delito —más horrible que el asesinato— era el robo. En cambio, se consideraba natural repartirse las pertenencias de alguien que hubiera muerto. De todos modos, tener el traje de baño y ocultado podía costarle a Natasha su sagrado carné del partido.
—Apuesto a que en tu camarote pasa lo mismo que en el mío —dijo Arkady—. Todo el mundo anda siempre prestando y tomando prestadas cosas de los demás, ¿no es así? A veces resulta difícil saber de quién es tal o cual cosa, ¿no? Me alegro de que hayamos encontrado esto.
—Era para mi sobrina.
—Lo comprendo.
Arkady puso el bikini sobre la cama. En el espejo vio que los ojos de Natasha permanecían clavados en el armario. Observada por el espejo le hizo sentirse avergonzado, pero no disponía de tiempo ni de medios para llevar a cabo una investigación ética, científica. Volvió a colocarse junto a Natasha y examinó nuevamente la ropa colgada en el armario. Generalizando un poco, podía decirse que las rusas adultas experimentaban una metamorfosis que les proporcionaba un volumen digno de Rubens que las protegía de los inviernos del norte. Zina había nacido en Georgia, era del sur. De sus tres compañeras de camarote, la única que hubiese podido usar sus vestidos era la pequeña Dynka, y la única prenda con el toque de atrevimiento propio de Zina era la chaqueta china de Dynka, que estaba acolchada y era de color rojo. En la mayoría de los puertos extranjeros había tiendas de escasa categoría especializadas en los artículos baratos que estaban al alcance de los marineros y pescadores soviéticos. Con frecuencia las tiendas se encontraban en barrios pobres y alejados del puerto, y podía verse a grupos de soviéticos caminar kilómetros y kilómetros para ahorrarse el importe de un taxi. Un recuerdo excelente era una chaqueta como aquélla, de color rojo, con dorados dragones orientales y bolsillos que se cerraban por medio de corchetes de presión. El problema residía en que era el primer viaje de Dynka y todavía no habían hecho escala en ningún puerto. Pensando un poco, no habría tenido necesidad de usar el espejito. Se sentía realmente avergonzado.
Cuando Arkady descolgó la chaqueta, los ojos de Natasha se agrandaron como los de una niña al ver a su primer mago.
—¿Y esto? —dijo Arkady—. ¿Zina le prestó esto a Dynka antes del baile?
—Sí —en tono más firme añadió—: Dynka jamás robaría nada. Zina andaba siempre pidiendo que le prestasen dinero y nunca lo devolvía, pero Dynka no sería capaz de robar.
—Eso es lo que he dicho.
—Zina nunca se la ponía. Siempre estaba haciendo algo con ella, pero nunca se la ponía a bordo. Decía que la tenía guardada para Vladivostok.
Las palabras fueron pronunciadas en tono de alivio.
No hubo más miradas de reojo hacia el armario.
—¿Haciendo algo con ella?
—Cosiéndola. Remendándola.
A Arkady la chaqueta le parecía nueva. Se puso a palparla y a examinada bien. La etiqueta decía «Hong Kong. Rayón».
—¿Tienes un cuchillo?
—Aguarda un segundo —Natasha encontró uno en un delantal colgado junto a la puerta.
—Deberías llevar siempre el cuchillo encima —le recordó Arkady—. Hay que estar preparado para casos de apuro.
Palpó la parte posterior y las mangas, luego apretó el borde del cuello y el dobladillo. Al cortar el borde por el centro, una piedra del tamaño de un caramelo le cayó en la palma de la mano. Se puso a pellizcar el dobladillo, y más piedras cayeron en el hueco de la palma hasta dejada llena de rojos, azules claros y azules oscuros: amatistas, rubíes y zafiros, pulidos pero sin tallar. Aunque eran bonitas, las piedras no parecían de gran calidad.
Metió las piedras en uno de los bolsillos de la chaqueta china y lo cerró; luego se quitó los guantes de goma.
—Puede que procedan de Corea, de Filipinas o de la India. De ningún lugar donde hayamos estado, así que Zina los obtuvo de otro buque. Podemos estar contentos de que a Dynka no se le ocurriera ponerse esta chaqueta para pasar el control de la guardia de fronteras.
—Pobre Dynka —musitó Natasha al pensar en la perspectiva de que a su amiga la pillasen por hacer contrabando—. ¿Cómo conseguiría Zina pasar las piedras?
—Se las tragaría, después cosería la chaqueta y con ella puesta bajaría por la pasarela, tal como dijo. Más tarde recogería las piedras.
Natasha sentía asco.
—Sabía que Zina era descarada. Sabía que era georgiana. Pero esto…
Arkady aprovechó que la Chaika seguía impresionada por su razonamiento elemental y por su buena suerte.
—Mira, yo no sabía que fuese «descarada». No sé nada acerca de la tripulación. Por eso te necesito, Natasha.
—¿Tú y yo?
—Hemos trabajado en la misma factoría durante seis meses. Eres metódica y tienes sangre fría. Confío en ti, del mismo modo que tú puedes confiar en mí.
Natasha miró de reojo la chaqueta y el traje de baño.
—¿Y si no te ayudo?
—No temas. Diré que estaban debajo del colchón. El tercer oficial y yo deberíamos haberlas encontrado antes.
Natasha se apartó un mechón de cabellos húmedos de los ojos.
—No soy de las que se chivan.
Sus ojos eran bonitos, casi tan negros como los de Stalin, pero bonitos. Resaltaban, de hecho, debido al chándal azul.
—No tendrías que denunciar a nadie; te limitarías a hacer preguntas. Luego me dirías a mí lo que otras personas te contaran.
—No estoy segura.
—Antes de que lleguemos a Dutch Harbor, el capitán quiere saber qué le pasó a Zina. El primer oficial dice que no deberían concedemos permiso para bajar a tierra.
—¡Ese cabrón! Lo único que hace Volovoi es manejar el proyector de cine. Nosotros nos hemos pasado cuatro meses limpiando pescado.
—Sólo te queda un turno más en la factoría. Sáltatelo. Trabajarás conmigo.
Natasha miró con atención a Arkady, como si en realidad le viese por primera vez.
—¿Nada de agitación antisoviética?
—Todo de acuerdo con las normas leninistas —le aseguró Arkady.
A Natasha aún le quedaba una última duda:
—¿De veras me necesitas?