10

Por la mañana, tras ducharse y afeitarse, Arkady se dispuso a recorrer la larga distancia que le separaba de la caseta de gobierno y del camarote del ingeniero eléctrico de la flota; iba en busca de consejo.

—Estás de suerte —dijo Anton Hess—. Acabo de terminar el servicio. Estaba preparando un poco de té.

Su alojamiento no era mayor que los camarotes de la tripulación, sólo que lo ocupaba un hombre en lugar de cuatro y había espacio para una mesa de despacho y un mapa de pared que parecía indicar la posición de todas las flotas pesqueras soviéticas en el Pacífico norte. Sobre la mesa, en vez de un samovar, había una cafetera como en cualquier piso de Moscú.

El aspecto de Hess era el que Arkady recordaba haber visto una vez en los tripulantes de un submarino que acababa de volver de un viaje polar: los ojos enrojecidos y desorbitados; los pasos cansinos e inseguros. El hombrecillo tenía los cabellos de punta y desordenados, como si acabara de atacarle un gato, y su jersey olía a tabaco de pipa. De la cafetera caían gotas negras y grasientas. Sirvió dos tazones, añadió una generosa ración de coñac de una botella y dio un tazón a Arkady. —¡Al diablo los franceses!— exclamó.

—Eso, ¡al diablo! —coreó Arkady.

Fue como si el café le diera una patada al corazón que empezó a latir ansiosamente. Hess suspiró y se sentó despacio en una silla. Luego los ojos fatigados se clavaron en un tubo de vidrio vertical que llegaba hasta la cintura, tenía un soporte y un cordón y servía para tomar baños de rayos ultravioleta. Luz solar. Vitamina D. Durante el invierno siberiano los niños se colocaban en círculo alrededor de tubos como aquél. La cara pálida de Hess sonrió.

—Mi mujer insistió en que lo trajera. Me parece que quiere creer que estoy en el Pacífico sur. ¿Qué tal el té?

Llamaba «té» al café, «franceses» a los norteamericanos. Hess tenía una facilidad para llamar a engaño que a Arkady se le antojó apropiada.

No existía el cargo de ingeniero eléctrico de la flota; era un título de conveniencia que permitía a un funcionario del KGB o del servicio de información de la marina trasladarse de un buque a otro. Lo que estaba por ver era a cuál de estos organismos pertenecía el afable Anton Hess. El mejor indicador era Volovoi, el oficial político, que miraba a Hess con una mezcla de respeto y animosidad. Asimismo, en esos tiempos el KGB tendía a ser un club estrictamente ruso donde un apellido como Hess constituía un inconveniente. La marina tendía a dar ascensos a los buenos profesionales, excepto a los judíos.

En el mapa, Alaska suspiraba por Siberia. ¿O era el revés? Fuese como fuere, arrastreros soviéticos salpicaban el mar desde Kamchatka hasta Oregón pasando por el arco de las islas Aleutianas. Arkady nunca se había fijado en lo bien cubierta que estaba la costa norteamericana. Por supuesto, en las empresas conjuntas soviético-norteamericanas los arrastreros soviéticos hacían las veces de buques factoría; cada flota compartía su grupo de pesqueros norteamericanos. Sólo un buque factoría grande como el Estrella Polar podía operar independientemente con su propia familia de pesqueros norteamericanos. El punto rojo que representaba el Estrella polar aparecía a unos dos días al norte de Dutch Harbor y alejado de otras flotas.

—Camarada Hess, te pido disculpas por darte la lata.

Hess meneó la cabeza, agotado pero indulgente.

—No tiene importancia. Haré cuanto pueda por ti.

—Muy bien. Vamos a suponer que Zina Patiashvili no se acuchilló, golpeó y tiró por la borda accidentalmente.

—Veo que has cambiado de parecer —Hess estaba encantado.

—Y vamos a suponer que investigamos el asunto. No será una investigación de verdad, con detectives y laboratorios, sino con los escasos recursos de que disponemos.

—Tú.

—Entonces, debemos tener en cuenta la posibilidad de que averigüemos algo, una posibilidad bastante remota. O de que descubramos muchas cosas, y entre ellas algunas inesperadas. Aquí es donde necesito tu consejo.

—¿De veras? —Hess inclinó el cuerpo hacia delante; su actitud invitaba a la comunicación.

—Mira, mi visión es la de un hombre que destripa pescado en la bodega de un buque y, por lo tanto, es muy limitada. Tú, en cambio, piensas en términos de todo el buque, incluso de toda la flota. El trabajo de un ingeniero eléctrico de la flota debe de ser difícil —«Especialmente tan lejos de la flota», pensó Arkady—. Tú estarías al corriente de factores y consideraciones de los que yo no sé nada. Quizá de factores de los que no debería saber nada.

Hess frunció el ceño como si no acertara a adivinar cuáles podían ser dichos factores.

—¿Quieres decir que podría haber alguna razón para no hacer preguntas? Y si hubiera tal razón, ¿insinúas que no hacer ninguna pregunta en absoluto sería preferible a interrumpirse cuando has empezado a hacerlas?

—Yo no hubiera podido expresado mejor —aprobó Arkady.

Hess se frotó los ojos, sacó la petaca y llenó su pipa. Era una pipa de marinero diseñada para no estorbar al fumador mientras estudiaba cartas de navegación. La encendió dando breves chupadas de aire y haciendo un ruido que recordaba el de un radiador.

—No se me ocurre ninguna razón de esa clase. Parece que la muchacha era corriente, joven, un tanto fácil. Pero tengo una solución para lo que te preocupa. Si encuentras algo especialmente insólito, algo que te inquiete, tómate la libertad de acudir a mí antes que a nadie.

—Podría encontrado en un momento en que fuera difícil localizarte.

«Después de todo —pensó Arkady—, anoche ni siquiera conocía tu existencia.»

—El Estrella Polar es un buque grande, pero sigue siendo un buque y nada más. El capitán Marchuk o su oficial principal saben siempre dónde estoy.

—¿Su oficial principal? ¿No te refieres al primer oficial?

—No, el camarada Volovoi, no —la idea hizo sonreír a Hess.

A Arkady le habría gustado saber más acerca de él. Durante cientos de años Rusia había invitado a comunidades alemanas a instalarse a orillas del Volga, a cultivar la región y elevar su tono; pero cuando la gran guerra patriótica, es decir, la Segunda Guerra Mundial, Stalin, anticipándose a la invasión fascista, de la noche a la mañana había arrancado de allí a aquellas gentes y las había enviado a Asia.

Hess miró a Arkady con la misma atención.

—Tu padre era el general Renko, ¿no es así?

—Sí.

—¿Dónde cumpliste el servicio militar?

—En Berlín.

—¿De veras? ¿Y qué hacías allí?

—Me pasaba el día sentado en una estación de radio, escuchando a los norteamericanos.

—¡Estuviste en el servicio de información!

—No exageres.

—Pero seguías los movimientos del enemigo. No cometiste ningún error.

—No provoqué ninguna guerra accidentalmente.

—Ésa es la mejor prueba de que hiciste bien tu trabajo —Hess se alisó el pelo, pero volvió a levantársele, como una barba hirsuta—. Bastará con que me digas lo que necesitas.

—Necesitaré que se me dispense de mis obligaciones habituales.

—Desde luego.

Arkady siguió hablando sin que la voz se le alterase, pero lo cierto era que cada palabra hacía que la sangre circulase precipitadamente por sus venas y produjera una sensación a la vez vergonzosa y embriagadora.

—Puedo trabajar con Slava Bukovsky, pero necesitaré un ayudante elegido por mí mismo. Tendré que interrogar a la tripulación, incluidos los oficiales.

—Todo me parece razonable, si se hace discretamente.

—Y también tendré que interrogar a los norteamericanos, si es necesario.

—¿Por qué no? No hay motivo para que no cooperen. Después de todo, esto no es más que una investigación preliminar; más adelante se efectuará la de Vladivostok.

—Parece que no me llevo bien con ellos.

—Creo que el camarote de la representante principal está directamente debajo del mío. Puedes hablar con ella ahora mismo.

—Parece que todo lo que digo la pone de mal humor.

—Estamos todos juntos aquí, pescando pacíficamente. Háblale del mar.

—¿Del mar de Bering?

—¿Por qué no?

Hess estaba sentado con las manos apoyadas en el vientre, como un pequeño Buda alemán. Se le veía demasiado cómodo. ¿Sería del KGB? A veces había que hurgar mucho para averiguar algo. Arkady dijo:

—Oí hablar por primera vez del mar de Bering a los ocho años. Teníamos la enciclopedia. Un día recibimos por correo una página nueva. A todos los suscriptores de la enciclopedia les enviaron la misma página nueva, junto con instrucciones para suprimir el artículo dedicado a Beria y añadir información nueva e importantísima sobre el mar de Bering. Por supuesto, en aquel momento a Beria ya le habían fusilado y había dejado de ser un héroe de la Unión Soviética. Fue una de las pocas veces en que vi a mi padre verdaderamente feliz. Cortarle la cabeza a la policía secreta le llenó de satisfacción.

Si Hess era del KGB, la entrevista terminaría en ese mismo momento. Sin embargo, sonrió forzadamente, como el hombre cuyo nuevo perro ha salido mordedor.

—Tú mataste al fiscal de Moscú, a tu jefe. Volovoi no mintió en eso.

—Fue en defensa propia.

—Murieron otras personas también.

—No las maté yo.

—Un alemán y un norteamericano.

—Sí, es verdad.

—Fue un asunto feo. También ayudaste a una desertora.

—No fue así realmente —Arkady se encogió de hombros—. Tuve la oportunidad de decirle adiós con la mano.

—Pero tú no te fuiste. Al final demostraste que seguías siendo ruso. Con eso contamos. ¿Has visto las focas?

—¿Las focas?

—En invierno. Se esconden debajo de la capa de hielo cerca de un agujero, y sólo salen para respirar. ¿Las has visto? ¿No es lo que estás haciendo tú en estos momentos?

Al ver que Arkady no contestaba, Hess dijo:

—No deberías confundir al KGB ni confundimos a nosotros. Confieso que a veces parecemos duros. Cuando yo era cadete, hace muchos años, en tiempos de Jruschof, hicimos estallar un artefacto de hidrógeno en el mar Ártico. Era una bomba de cien megatoneladas, la mayor que se había hecho estallar hasta entonces e, incluso, hasta ahora. En realidad, se trataba de una cabeza nuclear de cincuenta megatoneladas envuelta en una cápsula de uranio para doblar su rendimiento. Una bomba muy sucia. No avisamos a los suecos ni a los finlandeses y, desde luego, tampoco a nuestra propia gente, que siguió bebiendo leche bajo esta lluvia radiactiva que era mil veces peor que la de Chernobil. A visamos a nuestros pescadores que navegaban por el Ártico. Yo iba a bordo como tercer oficial, y mi misión consistía en manejar un contador Geiger sin decir nada a las demás personas que iban a bordo. Pescamos un tiburón que dio una lectura de cuatrocientos roentgenios. ¿Qué podía decirle yo al capitán…, que arrojase su cupo por la borda? La tripulación hubiese hecho preguntas y habría corrido la voz. Pero se lo hicimos saber a los norteamericanos y el resultado fue que Kennedy se asustó lo suficiente como para sentarse a la mesa de negociación y firmar un tratado prohibiendo las pruebas nucleares.

Hess dejó que su sonrisa se apagara y sostuvo la mirada de Arkady, del mismo modo que un verdugo podía mostrarle brevemente su rostro profesional a un hijo. Luego volvió a sonreír.

—Bueno, el caso es que para la mayoría de la tripulación navegar en el Estrella Polar no es distinto de trabajar en cualquier fábrica, exceptuando el aspecto positivo de visitar un puerto extranjero y el negativo de los mareos. Para algunos, sin embargo, existe el atractivo de la libertad. Es el aura del mar inmenso. Estamos lejos del puerto. La guardia de fronteras se encuentra en el otro confín de la Tierra y estamos en el mundo de la flota del Pacífico.

—¿Esto quiere decir que cuento con tu apoyo o que no cuento con él?

—Desde luego, cuentas con él —respondió Hess—. Con mi apoyo y con mi creciente interés.

Al salir del camarote, Arkady vio a Skiba y a Slezko, los soplones, escabulléndose al final del pasillo.

«Caminad, no corráis. Cuidado con tropezar —pensó Arkady—. No se os vayan a partir los labios antes de decirle al inválido qué marinero ha visitado el alojamiento del ingeniero eléctrico de la flota. Llevad la noticia como si fuera un tazón de té del propio Hess. No derraméis ni una gota.»

Susan estaba sentada ante la mesa de su camarote, con la cabeza apoyada en una mano y el humo del cigarrillo enroscándose en su cabellera. De hecho, era una pose muy rusa, poética, trágica. Slava se reunía con ella y los dos comían pan y sopa que Arkady sospechó que el tercer oficial había traído directamente de la cocina.

—¿No interrumpo? —preguntó Arkady—. No pensaba entrar, pero como tenías la puerta abierta…

—Tengo establecido que mi puerta esté abierta cuando me visitan hombres soviéticos —dijo Susan—. Incluso cuando traen desayunos extraños.

Sin la chaqueta y las botas era prácticamente una chica. Los ojos castaños y el cabello rubio formaban un contraste interesante, pero difícilmente cabía calificarlos de incomparables. Su rostro no presentaba la forma completamente ovalada ni los pómulos eslavos de las mujeres rusas. El cigarrillo resaltaba una boca carnosa y alrededor de los ojos aparecían las primeras líneas que hacían que una mujer fuese más real. Pero estaba demasiado delgada, como si la comida soviética no surtiera efecto en ella. Desde luego, la sopa era un líquido pastoso con salpicaduras de grasa. De vez en cuando pescaba algún hueso y lo dejaba caer otra vez en el plato.

—Es mantequilla dulce —le dijo Slava—. Le dije a Olimpiada que nada de ajo. Bueno, tienes que visitar el lago Baikal. Contiene el dieciséis por ciento del agua dulce que hay en el mundo.

—¿Cuánta contiene esta escudilla? —preguntó Susan, Arkady empezó a hablar:

—Me estaba preguntando si…

Slava aspiró hondo. Si Arkady iba a echar a perder la intimidad de un refrigerio civilizado, el tercer oficial se lo haría pagar.

—Renko, si tienes alguna pregunta, deberías haberla hecho ayer. Me parece que en la factoría te están llamando.

—Ya me he fijado —dijo Susan—. Siempre estás «preguntándote» algo. ¿De qué se trata esta vez?

—¿Te gusta la pesca? —preguntó Arkady.

—¿Que si me gusta la pesca? Cielos, seguramente me encanta o no estaría aquí, ¿de acuerdo?

—Entonces hazlo así —Arkady le quitó la cuchara de la mano—. Pesca. Si quieres los huesos, haz lo que haces y rastrea el fondo. Pero todo está en un nivel diferente. La col y las patatas están un poco más arriba.

—En el Baikal hay focas indígenas…, peces ciegos… —Slava procuraba no perder el hilo de su monólogo—. Numerosas especies de…

—Pescar una cebolla es más difícil —explicó Arkady—. Tienes que recurrir a un arrastre pelágico entre dos aguas para dar con ella. ¡Ya está!

Sacó una cebolla con aire triunfal. Una perla quemada.

—¿Qué me dices de la carne? —preguntó Susan—. Esto es un estofado de carne.

—En teoría —Arkady le devolvió la cuchara. Susan se comió la cebolla.

Slava perdió la paciencia.

—Renko, a esta hora estás de servicio.

—Puede que la pregunta te parezca tonta —dijo Arkady a Susan—, pero me estaba preguntando qué llevabas puesto en el baile.

Susan rió a su pesar.

—Desde luego, no llevaba el vestido de gala.

—¿El vestido de gala?

—Miriñaque y corpiño. No importa, digamos que llevaba mi indumentaria básica de camisa y tejanos.

—¿Camisa blanca y tejanos azules?

—Sí. ¿Por qué lo preguntas?

—¿Saliste del baile a tomar aire fresco? ¿Quizá saliste a cubierta?

Susan guardó silencio.

Apoyó la espalda en el mamparo y le miró atentamente con una expresión de desconfianza confirmada.

—Sigues haciendo preguntas relativas a Zina.

Slava también se indignó.

—¡Eso se acabó! Tú mismo lo dijiste anoche.

—Bueno. Esta mañana he cambiado de parecer.

—¿A qué viene esa fijación con los norteamericanos? —dijo Susan—. En este buque factoría hay cientos de soviéticos, pero tú vienes una y otra vez a interrogamos. Eres igual que mi radio; funcionas al revés —con el cigarrillo señaló un altavoz instalado en un ángulo del camarote—. Al principio me preguntaba por qué no funcionaba. Luego me encaramé y encontré un micrófono. ¿Ves? Sí funcionaba, sólo que no de la forma que yo creía —ladeó la cabeza y expulsó humo que flotó hacia Arkady como una flecha—. Cuando baje a tierra en Dutch Harbor, se acabaron las radios y los detectives de imitación. Nunca más. ¿Alguna otra pregunta?

—Yo no sabía nada de esto —aseguró Slava a Susan.

—¿Te llevarás tus libros? —preguntó Arkady.

En la litera de arriba estaban la máquina de escribir y las cajas llenas de libros que Arkady había admirado en otra ocasión. Lo que la poesía soviética y el papel higiénico tenían en común era la escasez, que se debía a las deficiencias de la industria papelera, pese a disponer de los bosques más extensos del mundo.

Susan preguntó:

—¿Quieres uno? Aparte de ser destripador de pescado e investigador, ¿eres aficionado a los libros?

—A algunos libros.

—¿Qué autores te gustan? —preguntó ella.

—Susan es escritora —dijo Slava—. A mí me gusta Hemingway.

—Los escritores rusos —dijo Susan a Arkady—. Eres ruso y tienes alma rusa. Nómbrame a uno.

—Tienes tantos…

«Hay más libros que en la biblioteca de a bordo», pensó.

—¿Akhmatova?

—Naturalmente —Arkady se encogió de hombros. Susan recitó:

—«¿Qué quieres?», pregunté. «Estar contigo en el infierno», dijo él.

Arkady continuó con el verso siguiente: —«Alzó la mano delgada y acarició ligeramente las flores. “Dime cómo te besan los hombres. Dime cómo besas tú”.»

Slava miró a Susan, luego a Arkady.

—Éste se lo sabe de memoria todo el mundo —dijo Arkady—. La gente se aprende las cosas de memoria cuando no es posible comprar libros.

Susan dejó caer el cigarrillo en la sopa, se puso de pie, tornó el primer libro que encontró a mano en la litera de arriba y se lo arrojó a Arkady.

—Aquí tienes un regalo de despedida. Se acabaron las preguntas, se acabó el «me estaba preguntando»… Ha sido una suerte que no hayas aflorado a la superficie hasta ahora, cuando falta poco para finalizar el viaje.

—Bueno —sugirió Arkady—, de hecho, puede que tu suerte haya sido mayor que la mía.

—¿Por qué lo dices?

—Porque ibas vestida igual que Zina. Si alguien la arrojó por la borda, es una suerte que no te arrojara a ti por error.