9

El viento había empujado la niebla hacia atrás hasta formar un denso banco con ella. Arkady cruzaba la cubierta con la intención de acostarse cuando vio a Kolya, su compañero de camarote, apoyado en la barandilla. Cuando la noche era despejada, Kolya siempre salía a cubierta, como si hubieran encendido la Luna sólo para él. Sus cabellos aparecían ensortijados alrededor de un gorro de lana mientras su larga nariz señalaba los fenómenos.

—Arkasha, he visto una ballena. Sólo la cola, pero se sumergió en línea recta, lo que quiere decir que era una ballena gibosa.

Lo que Arkady admiraba a Kolya era que, a pesar de que el botánico se había visto obligado a abandonar tierra firme, continuaba recopilando datos científicos. Era valiente como un monje que, pese a su mansedumbre, estuviese dispuesto a ser torturado por sus creencias. Reluciente en sus manos, como una pequeña trompa, tenía uno de sus bienes más preciados: un anticuado y bruñidísimo sextante de latón.

—¿Has terminado con el capitán? —preguntó.

—Sí.

Kolya tuvo la delicadeza de no hacerle más preguntas. No le preguntó, por ejemplo, por qué no les había dicho a los amigos que era investigador en otro tiempo; tampoco por qué ahora no lo era; ni qué había averiguado sobre la muchacha muerta. En vez de ello, comentó alegremente:

—Muy bien. Entonces puedes ayudarme —entregó un reloj a Arkady. Era de plástico, digital y japonés—. El botón de arriba sirve para iluminarlo.

—¿Por qué haces esto? —preguntó Arkady.

—Porque así la mente permanece activa. ¿Preparado?

—Preparado.

Kolya acercó un ojo al telescopio del sextante y dirigió el instrumento hacia la Luna al mismo tiempo que movía la alidada a lo largo del arco. En cierta ocasión había explicado a Arkady que los sextantes tenían el encanto de ser arcaicos, sencillos y complicados al mismo tiempo. En esencia, un par de espejos montados en el arco hacían que una imagen de la Luna bajase hasta el horizonte y el arco señalaba a cuántos grados de un ángulo recto con el horizonte se encontraba la Luna en ese preciso instante.

—Señala.

—10.15.31.

—22.15.31 —Kolya hizo la conversión a horas náuticas.

De joven, cuando estaba encuadrado en la organización juvenil, una vez Arkady había practicado la navegación astronómica. Recordó que estaba rodeado de almanaques náuticos, tablas de reducción, papel para tomar notas, cartas de navegación y reglas de paralelas. Kolya lo hacía todo mentalmente.

—¿Cuántos almanaques te has aprendido de memoria? —preguntó Arkady.

—El Sol, la Luna y la Osa Mayor.

Arkady miró al cielo. Las estrellas aparecían inmensamente brillantes y lejanas, con colores y profundidad, como una noche llameante.

—Allí está la Osa Menor —Arkady miró en línea recta hacia arriba.

—La Osa Menor siempre la verás ahí —dijo Kolya—. En esta latitud nos encontramos siempre bajo la Osa Menor.

Cuando hacía cálculos, los ojos de Kolya mostraban una expresión fija, reconcentrada, una especie de felicidad total. Arkady adivinó que estaba restando la refracción de la Luna, sumando el paralelaje, pasando a la declinación de la Luna.

—Has estado demasiado tiempo bajo la Osa Menor. Te has vuelto majareta —comentó Arkady.

—No es más difícil que jugar al ajedrez con los ojos vendados —Kolya incluso sonrió para demostrar que podía hablar mientras pensaba.

—No te paras nunca a pensar que el sextante se basa en la idea de que el Sol gira alrededor de la Tierra.

Kolya titubeó durante un segundo.

—A diferencia de algunos sistemas, funciona.

Quedó fijada una declinación; el cerebro de Kolya repasaría las tablas aprendidas de memoria. Era el tipo de actividad a la que sólo podía dedicarse una personalidad silenciosamente maníaca, como buscar ballenas en la oscuridad. Aunque no estaba tan oscuro. El oleaje levantaba los reflejos de la luna, y el mar parecía respirar lentamente, acompasadamente.

Durante sus primeros meses en el mar, Arkady había pasado mucho tiempo en cubierta escudriñando las aguas en busca de delfines, leones marinos y ballenas, sólo para ver cómo se movían. El mar daba la ilusión de escapar. Pero al cabo de un tiempo comprendió que todos aquellos seres que nadaban de un lado a otro tenían algo que a él le faltaba: un propósito.

Volvió a mirar la Osa Menor y su larga cola que terminaba en la Polar, la Estrella del Norte. Según un cuento popular ruso, la Polar era en realidad un perro enloquecido que estaba atado con una cadena de hierro a la Osa Menor, y si la cadena se rompiese alguna vez, sería el fin de mundo.

—¿No te pones furioso, Kolya, al pensar que tú, que eres botánico, te encuentras aquí, a centenares de kilómetros de tierra?

—Sólo a un centenar de brazas del fondo del mar. Y siempre hay más tierra. Las islas Aleutianas siguen creciendo.

—Me parece que eso es ver las cosas a largo plazo… Arkady se dio cuenta de la inquietud de su amigo; Kolya siempre se inquietaba cuando veía a Arkady deprimido.

—¿Alguna vez te has parado a pensar cuánto nos cuestan los Volovois de este mundo? _Kolya quería cambiar de tema, como si un buen acertijo fuese siempre en bálsamo. —¿Qué nos pagan?

—Creía que estabas observando la Luna.

—Puedo hacer ambas cosas. ¿Qué nos pagan?

La pregunta era complicada. La paga del Estrella Polar se repartía basándose en un coeficiente que iba de 2,55 partes para el capitán a 0,8 para un marinero de segunda. Había luego un coeficiente polar de 1,5 por pescar en mares árticos, una bonificación del diez por ciento por un año de servicio, otro diez por ciento por alcanzar el cupo del buque y otra bonificación de hasta el cuarenta por ciento por sobrepasar el cupo. El cupo lo era todo. Podía aumentarse o reducirse después de que el buque saliera de puerto, pero generalmente se aumentaba porque el administrador de la flota recibía su bonificación basándose en lo que ahorrara en concepto de salarios de los marineros. La travesía hasta los caladeros debía durar un número determinado de días, y toda la tripulación perdía dinero cuando el capitán se metía en una tempestad; de ahí que a veces los buques soviéticos siguieran navegando a toda máquina a pesar de la niebla y del mar embravecido. En conjunto, la escala salarial de un pescador soviético era sólo un poco menos complicada que la astronomía.

—Alrededor de trescientos rublos mensuales para mí —conjeturó Arkady.

—No está mal. Pero ¿has tenido en cuenta a los norteamericanos? —le recordó Kolya.

Debido a la presencia de norteamericanos a bordo, las reglas laborales eran diferentes: un cupo inferior y un ritmo más lento para que los visitantes fueran testigos del humanitarismo de la industria pesquera soviética. —¿Lo dejamos en trescientos veinticinco rublos?

—Trescientos cuarenta para un marinero de primera. Doscientos setenta y cinco para ti. Cuatrocientos setenta y cinco para un primer oficial como Volovoi.

—Para animar a cualquiera —comentó Arkady.

Pero le divertía el virtuosismo de su compañero de camarote, y Kolya sonreía orgulloso, como un malabarista pidiendo que añadieran otra bola a las que ya estaban en el aire.

—Hay casi veinte mil arrastreros y buques factoría soviéticos con sus correspondientes oficiales políticos, ¿no es así? Pagándoles un salario medio de sólo cuatrocientos rublos al mes, nos sale un desembolso total de ocho millones de rublos anuales para estos inválidos totalmente inútiles. Eso sólo para la flota pesquera; si contamos que la Unión Soviética tiene…

—¡Pescar! ¡Estamos aquí para pescar y no para cultivar las matemáticas, camarada Mer!

Volovoi salió de las sombras de un tambucho, el chándal iridiscente bajo la luz de la luna. Había algo especialmente jactancioso en su forma de andar, y Arkady se dio cuenta de que el primer oficial le había seguido con aire de triunfo desde el camarote del capitán. Como de costumbre, Kolya miró automáticamente hacia otro lado.

Volovoi alargó la mano y tomó el sextante. —¿Qué es esto?

—Es mío —dijo Kolya—. Estaba calculando la altura de la Luna.

Volovoi dirigió una mirada suspicaz hacia la Luna. —¿Para qué?

—Para saber nuestra posición.

—Tu tarea es limpiar pescado. ¿Para qué necesitas conocer nuestra posición?

—Por pura curiosidad. Es un sextante antiguo, una pieza de museo.

—¿Dónde están tus cartas de navegación?

—No tengo ninguna carta.

—¿Quieres saber a qué distancia estamos de Norteamérica?

—No. Sólo quería saber dónde estábamos.

Volovoi abrió la cremallera de la parte superior del chándal y metió el sextante dentro.

—El capitán sabe dónde estamos. Con eso hay suficiente.

El inválido se alejó sin decir una sola palabra a Arkady; no era necesario.

A acostarse tocaban.

El camarote estaba negro como una tumba, una morada apropiada. Kolya se acurrucó con sus macetas mientras Arkady se quitaba las botas y luego se encaramaba a su litera, envolviéndose los hombros con una sábana muy apretada. El perfume avinagrado de los mejunjes caseros de Obidin llenaba el aire. Se durmió sin tiempo a aspirar aire por segunda vez. Era un sueño que parecía un vacío sin luz, un sueño que conocía bien.

En el jardín de circunvalación de Moscú, cerca de la biblioteca infantil y del Ministerio de Educación, se alzaba un edificio de tres pisos con una valla de color gris, el instituto Serbsky de psiquiatría forense. Coronaban la valla unos alambres delgados que no podían verse desde la calle. Entre la valla y el edificio patrullaban guardias con perros a los que se había enseñado a no ladrar. En el segundo piso del edificio estaba la sección cuatro. A lo largo del pasillo con pavimento de parquet había tres salas generales que Arkady sólo vio el día de su llegada y el día de su partida, ya que lo mantuvieron en el fondo del pasillo, en una celda «de aislamiento» en la que había una cama, un retrete y una bombilla de luz mortecina. A su llegada fue bañado por dos ordenanzas, dos mujeres viejas vestidas de blanco; otro paciente le afeitó la cabeza, los sobacos y el pubis, para que estuviese limpio y sin pelo cuando compareciera ante los doctores. Luego lo vistieron con un pijama a rayas y una bata sin cinturón. No había ninguna ventana, ni día ni noche. El diagnóstico fue «síndrome preesquizofrénico», como si los doctores pudieran predecirlo sin temor a equivocarse.

Le administraron una inyección subcutánea de cafeína para que le entrasen ganas de hablar, y después le pusieron otra inyección de sodio barbital en la vena del brazo para debilitar su voluntad. Sentados en taburetes blancos, con cara de preocupación, los doctores le preguntaban:

—¿Dónde está Irina? Tú la querías; sin duda la echas de menos. ¿Teníais planeado encontraras? ¿Qué crees que estará haciendo ahora? ¿Dónde crees que está?

Pasaban de un brazo a otro y luego a las venas de las piernas, pero las preguntas eran siempre las mismas, igual que el humor que allí reinaba. Como no tenía idea de dónde se encontraba Irina ni de lo que estaría haciendo, respondía detalladamente a todo, y, como los doctores estaban convencidos de que sabía más, pensaban que ocultaba algo. Les dijo que se engañaban, y ello no le hizo ningún bien.

Naturalmente, la frustración desembocó en castigos. El favorito era la punción lumbar. Le ataron a la cama con correas, le limpiaron el espinazo con tintura de yodo, y con un golpe vigoroso le clavaron la aguja. La punción fue una experiencia doble: el tremendo dolor de la aguja que le hurgaba y luego, durante horas, unos espasmos que eran exactamente iguales a la cómica reacción de la pata de una rana al recibir una corriente eléctrica.

Fue un trabajo arduo para todo el mundo. Al cabo de un tiempo, optaron por vestirlo sólo con un albornoz, para que fuese más, fácil llegar a las venas. Los doctores se quitaban las batas y hacían su trabajo vestidos de uniforme, que era de color azul oscuro, con las charreteras rojas de la milicia.

Entre una sesión y la siguiente le administraban aminacina para que se mantuviera callado. Tan callado estaba, que a través de dos puertas cerradas e insonoriza das podía oír las pisadas de zapatillas en el pasillo durante el día y el crujir de los zapatos de los guardianes durante la noche. La luz permanecía encendida en todo momento. La mirilla de la puerta se abría: era la ronda del doctor.

—Es mejor que hables con nosotros y te libres de esta paranoia. Si no lo haces, siempre habrá más preguntas, otro interrogador cuando menos lo esperes. Te volverás loco de verdad.

Era cierto, pues se daba cuenta de que estaba perdiendo el control de sí mismo. De vez en cuando le llegaba desde la calle la sirena de un coche policial o de los bomberos, bocinazos amortiguados por el cemento, y ponía mala cara como un muerto cuya sepultura ha sido profanada. «Dejadme en paz.»

Arkady se retorció, atado con las correas.

—¿Qué significa «síndrome preesquizofrénico», si puede saberse?

Su pregunta animó al doctor, que sonrió de oreja a oreja.

—También lo llaman «esquizofrenia perezosa».

—Tiene que ser terrible —reconoció Arkady—. ¿Cuáles son sus síntomas?

—Son muy variados. Suspicacia y resistencia a mostrarse comunicativo… ¿Los reconoces? ¿Abatimiento? ¿Grosería?

—Después de las inyecciones, sí —confesó Arkady.

—Tendencia a discutir y arrogancia. Un interés anormal por la filosofía, la religión o el arte.

—¿Y la esperanza?

—En algunos casos, desde luego.

La verdad era que los interrogatorios le infundían esperanza sencillamente porque no le hubiesen llevado allí si Irina no hubiera estado bien. Nada gustaba más al KGB que descartar a una desertora diciendo que era «otra emigrante que hacía de camarera», o que «Occidente no es un lecho de rosas, ni siquiera para las putas», o «La estrujaron hasta dejarla seca y luego la echaron, y ahora quiere volver, pero, por supuesto, es demasiado tarde». Cuando le preguntaron si trataba de ponerse en comunicación con ella, su esperanza creció al tiempo que se preguntaba si Irina había intentado comunicarse con él.

Cambió de táctica para proteger a Irina. No quería decir nada, ni cuando más débil estuviera, de modo que procuró pensar en ella lo menos posible. En cierto sentido, los doctores crearon la esquizofrenia que habían predicho. Le animó saber que Irina seguía viva, pero procuró borrar el recuerdo de su rostro, dejar en su memoria un espacio vacío.

Aparte el albornoz, Arkady tenía un jarro de esmalte verde, el obsequio perfecto, algo que uno no podía tragarse y tampoco utilizarlo para cortarse las venas o ahorcarse. A veces colocaba el jarro delante de la puerta para que los doctores lo volcasen al entrar. Luego no lo hacía durante una semana, lo justo para sembrar un poco de incertidumbre entre el personal. Un día entraron en grupo y se llevaron el jarro.

Esta vez utilizaron insulina. La insulina era el tranquilizante más primitivo; de hecho, provocaba un coma.

—Entonces, nosotros te lo diremos. Está casada. Sí, esta mujer a la que proteges no sólo disfruta del lujo con que rodean a los traidores, sino que, además, vive con otro hombre. Se ha olvidado de ti.

—Ni siquiera nos escucha.

—Nos oye.

—Prueba con digitalina.

—Podría sufrir una conmoción. Entonces no tendríamos nada.

—Fíjate en su color. Dentro de un minuto tendrás que golpearle el pecho.

—Está fingiendo. Renko, estás fingiendo.

—Se ha puesto blanco como la nieve. Eso no es fingir.

—Mierda.

—Será mejor que se la des en seguida.

—Bueno, bueno. ¡Joder!

—Mírale los ojos.

—Se la estoy dando.

—Los tipos como él se te pueden escapar de entre las manos, ya lo sabes.

—¡Maldito cabrón!

—Sigo sin encontrarle el pulso.

—Mañana estará bien. Entonces empezaremos otra vez; eso es todo.

—No le encuentro el pulso.

—Mañana hablará como un periquito, ya lo verás.

—Ni rastro del pulso.

—Sigo pensando que finge.

—Yo pienso que ha muerto.

No, sólo se estaba ocultando en una lejanía profunda. —Sólo medio muerto— juzgó un visitante. Su nariz chata se arrugó al husmear el aire astringente de la celda de aislamiento. —Vaya llevarte a alojamientos más rigurosos, lejos de este balneario.

Como reconoció la voz, Arkady no hizo ningún esfuerzo por enfocar con los ojos la gruesa cabeza eslava con ojillos de cerdo y quijadas que parecían salir de un uniforme marrón y rojo con las insignias del KGB.

—¿El mayor Pribluda?

—Coronel Pribluda —el visitante señaló las charreteras nuevas; luego arrojó una bolsa de papel al ayudante que entró corriendo—. Vístele.

Siempre era estimulante ver el efecto que un bruto vestido con el uniforme apropiado podía surtir, incluso en el mundillo médico. Arkady había creído que estaba perdido para siempre, como una larva en el centro de una colmena, pero en diez minutos Pribluda lo sacó a la calle: vestido con unos pantalones y envuelto en un abrigo que, desde luego, era dos tallas mayor que la que le correspondía. Tiritaba bajo la nieve, hasta que Pribluda, con gesto despreciativo, le obligó a subir a un coche.

El coche era un Moskvitch muy abollado al que le faltaban los limpiaparabrisas y el espejo retrovisor; no era un Valga con matrícula oficial. Pribluda se apartó del bordillo rápidamente, mirando adelante y atrás por la ventanilla abierta, luego echó la cabeza hacia atrás y rió estruendosamente.

—No soy mal actor, ¿eh? A propósito, tienes un aspecto fatal.

Arkady se sentía ridículo. Mareado por la libertad y agotado por el breve paseo, iba recostado en la portezuela.

—¿No tenías papeles para que me dieran de alta?

—En los que constase mi nombre, no. No soy tan estúpido, Renko. Cuando se den cuenta, tú ya estarás fuera de Moscú.

Arkady volvió a mirar las charreteras de Pribluda.

—¿Te han ascendido? Mi enhorabuena.

—Gracias a ti —Pribluda tenía que sacar la cabeza por la ventanilla y volver a meterla para conducir al mismo tiempo que conversaba—. Me hiciste quedar muy bien cuando volviste. Esa chica… que se vaya y se venda por las calles de Nueva York. ¿Qué secretos de Estado conocía? Te comportaste como un buen ruso; hiciste lo que tenías que hacer y luego volviste.

Algunos copos de nieve se posaban en el pelo y las cejas de Pribluda, dándole aspecto de cochero.

—El problema es el fiscal. Tenía muchos amigos.

—También él era del KGB.

A lo largo de una manzana de casas, Pribluda se hizo el ofendido.

—Así que ya ves —dijo finalmente—. La gente cree que sabes más de lo que sabes en realidad. Por su propia seguridad, tienen que escurrirte como si fueras un trapo, hasta sacar la última gota, y no me refiero a gotas de agua.

—¿Dónde está Irina? —preguntó Arkady. Pribluda sacó una mano por la ventanilla y quitó la nieve del parabrisas sin dejar de conducir. Más allá de donde se encontraban, un automóvil Wartburg, construido en la Alemania Oriental, una especie de bañera puesta al revés, hizo un giro de sesenta grados completo sobre las vías del tranvía.

—¡Fascista! —el coronel se metió un cigarrillo en la boca y lo encendió—. Olvídala. Para ti es como si hubiera muerto… peor que muerto.

—Eso quiere decir que está muy enferma o muy sana.

—Para ti no tiene importancia.

El coche cruzó una entrada y rebotó al pasar por algo que al principio, por encontrarse en el centro de Moscú, Arkady no creyó que pudieran ser carriles, pero luego vio fugazmente una estación de maniobras con plataformas que permitían a los camiones pasar por encima de los raíles. Había numerosos trenes bajo la nieve, como una hueste acorazada, con vagones plataforma cargados con rollos de cable, tractores y paredes prefabricadas medio cubiertas por la nieve. A lo lejos, aparentando alzarse bajo la nieve que caía, se alzaban las agujas góticas de la estación de Yaroslav, la entrada de Oriente. Pribluda detuvo el automóvil entre dos trenes de pasajeros, uno con la locomotora corta propia de las líneas de cercanías, el otro con los vagones largos y rojos del Rossiya, el Expreso Transiberiano. A través de las ventanillas Arkady pudo ver a los pasajeros ocupando sus asientos.

—Bromeas.

—En Moscú estás rodeado de enemigos —dijo Pribluda—. No estás en condiciones de protegerte, y yo no podré salvarte dos veces… Aquí, no. Lo mismo ocurriría en Leningrado, Kiev, Vladimir…, en cualquier lugar cercano. Es necesario que vayas adonde nadie quiera seguirte.

—Me seguirán.

—Pero serán uno o dos en vez de veinte, y tú podrás continuar sin detenerte. Tú no lo comprendes; aquí ya estás muerto.

—Y allí será como si lo estuviera.

—Eso es lo que te salvará. Créeme, sé cómo funcionan sus cerebros.

Arkady no podía negar que era cierto; la línea que había entre Pribluda y «los demás» era bastante fina.

—Dos o tres años nada más —dijo el coronel—. Con el nuevo régimen todo está cambiando… aunque no siempre para mejorar, en lo que a mí se refiere. Como sea, dales una oportunidad de olvidarte y luego vuelve.

—Sí, ha sido una buena comedia —reconoció Arkady—, pero me has sacado con demasiada facilidad. Habrás hecho un pacto.

Pribluda paró el motor, y durante un momento no se oyó nada salvo la nieve que caía, toneladas de copos de nieve que cubrían suavemente la ciudad.

—Para salvarte la vida —el coronel estaba exasperado—. ¿Qué tiene eso de malo?

—¿Qué les has prometido?

—Que no habrá ningún contacto, ni siquiera la posibilidad de un contacto, entre tú y ella.

—Sólo de una manera podías prometerles que ni siquiera existiría la posibilidad de un contacto.

—Deja de jugar al interrogador conmigo. Siempre pones las cosas difíciles —debajo de la gorra, Pribluda tenía unos ojillos hundidos como clavos. Resultaba extraño ver en ellos una expresión cohibida—. ¿Soy tu amigo o no? Vamos.

En cada uno de los vagones había un martillo y una hoz dorados y una placa que rezaba «Moscú-Vladivostok» Pribluda tuvo que ayudar a Arkady a subir los altos escalones del andén hasta alcanzar una sección de «clase dura». Familias exóticas con gorros y bufandas de vivos colores se encontraban acampadas en colchones enrollados, sus literas ocupadas por electrodomésticos nuevos que aún no habían sacado de las cajas de embalaje; eran artículos que sólo podían comprar en Moscú. Niños de piel morena atisbaban entre cortinillas enrolladas como colgaduras de adorno. Algunas mujeres abrían sus fardos, y los olores de cordero frío, kéfir y queso llenaban el aire. Estudiantes que iban a los Urales amontonaban sus esquíes y guitarras. Pribluda habló con la revisora, una mujer corpulenta que llevaba una especie de gorra de piloto civil y una falda corta. Al volver, metió en el abrigo de Arkady un billete directo, un sobre lleno de rublos y un permiso de trabajo de color azul.

—Todo está arreglado —concluyó Pribluda—. Unos amigos te recogerán en Krasnoyarsk y te pondrán en un avión para Norilsk. Tendrás un empleo de vigilante, pero es mejor que no te quedes mucho tiempo. Lo principal es que llegues más allá del Círculo Ártico; una vez logrado este propósito, hacerte volver les causaría demasiadas molestias. No es para toda la vida, sino sólo para unos cuantos años.

Arkady nunca había odiado a nadie tanto como en otro tiempo odiara a Pribluda, y sabía que éste le correspondía. Pese a ello, en aquel momento estaban tan cerca de ser amigos como podían estado. Era como si todos viajaran por el mundo en la oscuridad, sin saber a dónde iban, siguiendo ciegamente un camino que daba vueltas, subía y bajaba. La mano que te empujaba hacia abajo un día te ayudaba a subir al siguiente. El único camino recto era… ¿Qué? ¡El tren!

—Lo del ascenso lo he dicho en serio —dijo Arkady—. Me alegro.

En el andén, una hilera de revisores levantaba banderolas para indicar que el expreso se disponía a salir. La locomotora soltó sus frenos de aire, y un temblor recorrió todo el convoy. Sin embargo, el coronel no acababa de irse.

—¿Sabes qué dicen? —sonrió.

—¿Qué dicen? —preguntó Arkady.

Pribluda no era hombre conocido por su humor.

—Dicen que algunas aguas son demasiado frías incluso para los tiburones.

Si el hospital le había dejado aturdido, la cochera de Norilsk le dejaba aterido de frío. Para evitar la congelación, dejaban los camiones con el motor en marcha toda la noche, funcionando con gasóleo siberiano, el más barato de la Tierra. O encendían una hoguera debajo del bloque del motor, pero procurando que las llamas no alcanzaran la tubería del combustible. El problema consistía en que la superficie era en realidad una tenue capa de musgo y tierra sobre el gélido suelo que, al fundirse y volver a congelarse alrededor de las hogueras, se transformaba en un cenagal helado.

Una noche, durante su segundo mes en el empleo, Arkady estaba preparando una hoguera en el espacio muerto que había debajo de una excavadora Belarus, que tenía diez ruedas y parecía una casa de hierro, cuando vio unas figuras que se aproximaban desde lados opuestos del patio. Los camioneros llevaban botas, chaquetas acolchadas y gorras. Las dos figuras vestían abrigo y se cubrían con sombrero y caminaban con cuidado por el hielo lleno de surcos. La que andaba a lo largo de un montón de carbón recogió un zapapico y siguió caminando. No eran raros los robos de material para la construcción, sagrada propiedad del Estado; por eso había vigilantes como Arkady. Pensó que podían llevarse lo que quisieran. Los dos hombres se apostaron en las sombras. La temperatura era de diez grados bajo cero y Arkady empezaba a helarse. Era como quemarse en un asador. Se metió un guante en la boca para impedir que los dientes castañeteasen. En medio de la oscuridad pudo ver que los dos hombres tiritaban, los brazos cruzados, dando saltitos, la respiración cristalizándose y flotando a la deriva hasta el suelo. Finalmente, cansados de esperar, se dieron por vencidos y se acercaron al fuego que ardía en una lata de petróleo. El zapapico cayó al suelo, rebotó y fue a dar contra la rodilla del hombre, pero éste pareció no sentir nada. El otro tenía tanto frío que lloraba, y las lágrimas se helaban y se convertían en franjas céreas que surcaban su rostro. Intentó fumar, pero las manos le temblaban demasiado para sacar un cigarrillo, y derramó la mitad del paquete sobre la lata y el hielo. Finalmente, caminando despacio, con el cuerpo tan doblado y los pasos tan vacilantes como si un viento fuerte les diese de cara, se alejaron. Arkady oyó una caída: un impacto amortiguado y una maldición dolorida. Al cabo de un minuto oyó que las portezuelas de un coche se cerraban y un motor se ponía en marcha.

Arkady se arrastró sobre los codos hasta la lata encendida. Echó queroseno en el fuego y vodka en su estómago, y por la mañana no volvió a su albergue. Se dirigió al aeropuerto y tomo un avión hacia el este, adentrándose más en Siberia, como un zorro en busca de bosques más espesos.

Estaba fuera de peligro. Con la escasez de mano de obra que había en Siberia, cualquier hombre fuerte recibía doble paga por colocar traviesas de ferrocarril, serrar hielo o sacrificar renos; y nadie hacía preguntas, pues los administradores de Siberia también tenían sus cupos. Un hombre que cortaba hielo con una sierra mecánica, su propia cara cubierta de escarcha, podía ser un alcohólico, un delincuente, un vagabundo o un santo. ¿Qué más daba? Una vez cumplido el cupo, un apparatchik local comparaba los nombres con los de una lista de personas por las cuales se interesaba la milicia o el KGB. Pero cada uno de los campos de trabajo era un puntito minúsculo en una masa de tierra cuya extensión doblaba la de China. Los habitantes de Siberia, sólo quince millones, se encontraban ante mil millones de chinos envidiosos. ¡Por eso los trabajadores eran tan preciados! Cuando llegaba algún agente de la Seguridad del Estado, Arkady ya se había ido.

Lo interesante era que, aunque Irina había nacido en Siberia, jamás veía a ninguna mujer que se le pareciese, en ninguno de los pueblos y campos de trabajo por los que pasaba. Desde luego, no la vio entre los uzbecos y los buriatos, ni entre las mujeres que rodeaban las mezcladoras de cemento como otras tantas lecheras alrededor de una vaca. Tampoco la vio entre las jóvenes princesas del Komsomol que acudían a posar a bordo de tractores durante seis meses y luego, cumplido el cupo de trabajo voluntario de su vida, tomaban el avión para volver a casa.

Pese a ello, cuando le venía en gana podía tener la certeza de que la próxima mujer que saltara de un camión al barro de un campo de trabajo, la chaqueta abierta, un pañuelo sujetándole el pelo, la fiambrera en la mano, sería Irina. De un modo u otro Irina había vuelto y, debido a una serie de coincidencias increíbles, había llegado al mismo lugar donde se encontraba él. Su corazón quedaba paralizado hasta que la mujer alzaba el rostro. Entonces estaba seguro de que Irina sería la siguiente. Era como un juego de niños.

Así no pensaba en ella.

Al finalizar el segundo año, huyendo de la guardia de fronteras en Sajalin, pasó al continente y tomó un tren hacia el sur y, después de tanto tiempo, de nuevo subió al rojo Expreso Transiberiano. Pero esta vez viajó en la plataforma porque olía como una red de pescador. Al atardecer llegó a Vladivostok, «el Señor del Océano», el principal puerto de la Unión Soviética en el Pacífico. Personas bien vestidas y bien alimentadas circulaban a la luz de farolas altas y acanaladas. Las motos entablaban carreras con los autobuses. Enfrente de la terminal, una estatua de Lenin apuntaba hacia el Cuerno de Oro, la bahía de Vladivostok, y en la azotea situada por encima de la frente de acero de Lenin relucían unas letras de neón dando la bienvenida: «¡Adelante, hacia la victoria del comunismo!»

¿Adelante? Tras dos años de exilio, Arkady tenía diez rublos en el bolsillo; el resto de su dinero estaba en la isla. Pasar la noche en un albergue para marineros costaba sólo diez copecs, pero tenía que comer. Siguió los autobuses hasta la administración marítima, donde un tablero daba detalles de todos los buques civiles cuyo puerto de origen era Vladivostok. Según el tablero, el buque factoría Estrella Polar había zarpado ese mismo día, pero mientras vagaba por los muelles vio que seguía cargando mercancía y combustible. Bajo la luz de los focos, las grúas de pórtico izaban a bordo barriles que acababan de ser inspeccionados por la guardia de fronteras, veteranos del ejército a los que el KGB equipaba con uniformes de color azul marino. Sus perros husmeaban todos los barriles, aunque costaba entender cómo podían los animales descubrir algo en medio de los múltiples olores del puerto, el de gasóleo y el de amoníaco de las plantas de refrigeración.

Por la mañana, Arkady fue el primer hombre que entró en el hogar del marinero, donde un escribiente reconoció que el Estrella Polar seguía en el puerto y necesitaba un trabajador para la factoría. Llevó su permiso de trabajo a una habitación con puerta de acero para que se lo sellara la sección marítima del KGB, y también firmó un papel que decía que la deserción de un marinero soviético era una traición. En la mesa de despacho había dos teléfonos negros para comunicar con oficinas locales y uno rojo para hablar directamente con Moscú. Arkady se sorprendió de que no tomaran tantas precauciones en el caso de la navegación de cabotaje. Se dijo que los teléfonos negros no representaban ningún peligro, a menos que los usaran para llamar a Sajalin. Si alguien se tomaba la molestia de comprobar su nombre por medio del teléfono rojo, no llegaría más lejos de donde estaba.

—Hay norteamericanos —advirtió el capitán encargado de atenderle.

—¿Cómo? —Arkady estaba distraído mirando los teléfonos.

—Que hay norteamericanos en el buque. Bastará con que actúes de forma natural y con que te muestres amistoso, pero sin excederte. De hecho, lo mejor es no decir nada de nada —selló el permiso de trabajo sin leer siquiera el nombre que constaba en él—. No quiero decir que tengas que esconderte.

Esconderse… ¿Cuántas veces se había escondido ya? Primero en la profunda lejanía de la sala psiquiátrica y después de que Pribluda lo hiciera resucitar, en Siberia y en el buque, comportándose como un ser inerte, medio muerto.

Ahora, dormido en su estrecha litera, se preguntó a sí mismo:

«¿No sería bueno volver a vivir?»

Zina Patiashvili había vuelto nadando. Quizás él también podría hacerlo.