8

Era de noche cuando Arkady volvió al camarote del capitán. Las paredes color verde mar daban a la habitación un apropiado aspecto submarino. Alrededor de la mesa, en la que había una reluciente colección de vasos y botellas de agua mineral, se encontraban sentados Marchuk, el primer oficial Volovoi y un tercer hombre que no era mucho más alto que un niño. Tenía los párpados oscuros de no dormir, el cabello revuelto como una yacija de paja, y de su boca colgaba una pipa de marinero apagada. Lo que le convertía en un hombre notable era que Arkady nunca le había visto hasta entonces.

Slava ya había empezado a hablar. Tenía un saco de lona a sus pies.

—Después de visitar el Eagle, conferencié con el primer oficial Volovoi. Acordamos que, con la ayuda de los activistas del partido en el buque y de algunos voluntarios, conseguiríamos sondear a la tripulación del Estrella Polar y determinar dónde estaban todos los tripulantes la noche en que desapareció Zina Patiashvili. En dos horas llevamos a cabo tan enorme tarea. Averiguamos que nadie vio a la marinera Patiashvili después del baile. Hicimos indagaciones especiales entre las compañeras de trabajo de la camarada Patiashvili, tanto para acallar los rumores como para obtener respuestas. Hay personas cuyo primer instinto es convertir los accidentes en escándalos.

—Asimismo —intervino Volovoi—, era necesario tener en cuenta nuestra insólita situación, trabajando con ciudadanos extranjeros en aguas extranjeras. La confraternización indebida de tales extranjeros, ¿fue un factor relacionado con la trágica muerte de esta ciudadana? Había que afrontar los hechos. Había que hacer preguntas duras.

Arkady pensó que no estaba mal, que él había estado corriendo por todo el buque mientras Slava y el inválido preparaban un discursito.

—Una y otra vez —dijo Slava—, estas sospechas se disiparon. Camaradas, no hay testimonio que pese más, ante cualquier tribunal socialista, que los pensamientos de los trabajadores que laboraban codo con codo con la difunta. Una y otra vez en la cocina me dijeron: «Patiashvili nunca perdió un día de trabajo» y —Slava bajó la voz en señal de respeto— «Zina era una buena chica». Sus compañeras de camarote se hicieron eco de sentimientos parecidos. Citaré sus palabras: «Era una honrada trabajadora soviética y la echaremos mucho de menos». Eso lo dijo Natasha Chaikovskaya, miembro del partido y trabajadora condecorada.

—A todos les serán alabadas sus sinceras manifestaciones —aseguró Volovoi.

Ninguno de los presentes había saludado aún a Arkady. Se preguntó si debía desaparecer o convertirse en parte del mobiliario. Otra silla hubiera sido útil.

—De nuevo recabé la ayuda del camarada Volovoi —dijo Slava al capitán—. Pregunté a Fedor Fedorovich: «¿Qué clase de chica era Zina Patiashvili?». Me contestó: «Joven, llena de vida, pero políticamente madura».

—Ejemplo típico de la juventud soviética —sentenció Volovoi.

Para asistir a la reunión se había puesto un reluciente chándal típico de los oficiales políticos. Arkady no se había parado a pensar hasta ese momento que el pelo rojo y corto del primer oficial parecía la barba del hocico de un cerdo.

Slava dijo:

—El capataz que encontró el cadáver se llevó una fuerte impresión.

—Korobetz —recordó Volovoi a los demás—. Su equipo va en cabeza de la competición socialista del buque.

—Interrogué a Korobetz y a sus hombres. Aunque sólo la había visto en la cantina, también él recordaba a una trabajadora que servía con generosidad.

«¿El puré de patatas?», se preguntó Arkady.

Como si pudiera leer el pensamiento, el inválido le dirigió una mirada breve y malévola antes de seguir recitando su parte del dúo.

—De todos modos, debemos afrontar el misterio de lo que le sucedió la noche de su muerte. No sólo por ella, sino por todos sus camaradas, para que puedan superar este desdichado suceso y dedicar todos sus esfuerzos a fines productivos.

—Justamente —Slava no podía estar más de acuerdo—. Y esto es lo que hemos conseguido hoy. Hemos comprobado que Zina Patiashvili asistió al baile que se celebró en la cantina aquella noche. Yo mismo formaba parte del conjunto de música, y puedo dar testimonio del calor que la gente que baila activamente genera en un espacio cerrado. Esto me llevó a preguntar entre las mujeres de la tripulación que asistieron al baile si en algún momento se sintieron incómodas por culpa del calor. Algunas contestaron que sí, que tuvieron que salir de la cantina en busca del aire fresco de la cubierta. Entonces volví a la enfermería y le pregunté al médico del buque si Zina Patiashvili se había quejado alguna vez de mareos o jaquecas. Su respuesta fue afirmativa. Con anterioridad a eso, el doctor Vainu había practicado la autopsia de la difunta. Le pregunté si había encontrado señales de violencia que pudieran no ser accidentales. «No», me dijo. «¿Había señales que le resultaran difíciles de explicar?», le pregunté. «Sí, había una coloración en el torso y en las extremidades, y magulladuras espaciadas de forma uniforme a lo largo de las costillas y las caderas», y que él no podía explicarse. Además, había una pequeña punzada en el abdomen.

»Camaradas, no hay ningún misterio. Yo mismo reconstruí los pasos de Zina Patiashvili la noche de su desaparición. No fue vista en los pasillos que conducían a su camarote, ni en la cubierta de descarga. El único lugar adonde pudo haber ido era la popa. Si hubiera caído por la borda directamente al agua, sí, las señales que había en su cuerpo serían difíciles de explicar; Sin embargo, a solas y en la oscuridad, Zina Patiashvili no cayó por la barandilla lateral, sino por la barandilla que rodea la escalera abierta que hay sobre la rampa de popa, golpeándose la parte posterior de la cabeza al rodar por las escaleras. Al deslizarse peldaños abajo también se magulló el torso y las extremidades.

Arkady pensó que era un «también» muy oportuno. Marchuk estudió atentamente el informe de la autopsia que tenía sobre la mesa. Arkady se apiadó de él. Viktor Marchuk no habría sido capitán sin tener carné del partido, y no le hubieran dejado pescar con norteamericanos de no haber sido un activista. Era un hombre ambicioso, pero también un buen capitán. El invitado anónimo que ocupaba la tercera silla apoyó la cabeza en la mano. Mostraba la expresión esclarecida de la persona que realmente disfrutaba de las notas falsas que se oían en un recital de piano dado por un aficionado.

—Hay un descansillo en aquella escalera —dijo Marchuk.

—Exactamente —corroboró Slava—, y allí quedó tendido el cuerpo de Zina Patiashvili mientras continuaba el baile. Yacía con el cuerpo apretado contra la barandilla exterior del descansillo, lo que explica las magulladuras de las costillas y las caderas. Luego, cuando terminó el baile y en el Estrella Polar se reanudó el trabajo, el movimiento del buque hizo rodar el cuerpo. Como sabéis, nuestros proyectistas dirigen sus esfuerzos a construir los buques más seguros del mundo para nuestros marineros soviéticos. Por desgracia, no pueden preverse todos los accidentes. No hay ninguna barandilla de protección en el lado interior del descansillo. Zina Patiashvili rodó sin que nada la detuviera y fue a caer sobre la rampa. Más arriba de ésta hay una puerta de seguridad cuyo objeto es proteger a quien caiga desde la cubierta de descarga pero no a quien se precipite desde el pozo. Inconsciente y sin poder gritar, Zina Patiashvili se deslizó por la rampa hasta sumergirse en el mar.

Slava relató su conclusión como si fuera una obra de teatro radiofónico. Muy a su pesar, Arkady se imaginó la escena: la muchacha de Georgia con sus pantalones tejanos y su pelo aclarado saliendo de la habitación llena de humo y calurosa donde se celebraba el baile; sintiéndose mareada, clavando la mirada en el suave olvido de la niebla, retrocediendo imprudentemente hacia la barandilla del pozo… No, con toda franqueza, no le cabía en la cabeza. No era propio de Zina, la muchacha que llevaba la reina de corazones en el bolsillo; no lo habría hecho sola, de aquel modo.

El capitán Marchuk preguntó inesperadamente:

—¿Qué piensas de esta teoría, camarada Renko?

—Muy emocionante.

Slava siguió hablando.

—No necesito explicarles a unos marineros veteranos como vosotros que Zina Patiashvili duraría muy poco en unas aguas tan gélidas. ¿Cinco minutos? Diez, como mucho. El único interrogante que queda por aclarar es la herida del abdomen, una herida sobre la que el marinero Renko nos llamó la atención. —Renko, sin embargo, no es pescador y no está familiarizado con las artes de la pesca de arrastre. ¿Alguna vez ha manipulado un cable desgastado tras arrastrar cuarenta toneladas de pescado por las rocas del fondo del mar?

«Pues sí», pensó Arkady, pero no quiso interrumpir al tercer oficial, que poco a poco iba acercándose al apogeo de su discurso o, cuando menos, al final. Slava abrió el saco que yacía en el suelo, sacó un trozo de cable de acero, de un centímetro, y lo alzó con aire triunfal. En varios puntos del cable los hilos de acero sobresalían como pinchas.

—Un cable como éste, desgastado como éste —dijo Slava—. Es un hecho que el cuerpo de Zina Patiashvili subió en la red. Nosotros, los marineros, sabemos que la red es arrastrada por cables desgastados. Sabemos que los cables vibran cuando arrastran la red por el agua y que los hilos que sobresalen los convierten virtualmente en sierras. Eso fue lo que le produjo un corte a Zina Patiashvili. Fin del misterio. Una muchacha fue a un baile, al cabo de un rato se sintió acalorada, salió a cubierta, sola, en busca de aire, cayó a la borda y, lamento decirlo, murió. Pero eso y nada más que eso es lo que pasó.

Slava mostró el trozo de cable a Volovoi, que aparentó interesarse mucho por él, y al desconocido, que lo apartó con un gesto de la mano, y finalmente lo enseñó a Marchuk, que estaba ocupado leyendo un nuevo documento. El capitán parecía un felino acariciándose la barba negra y recortada mientras leía atentamente el papel.

—Según tu informe, recomendaste que no se hicieran más indagaciones a bordo y que de resolver los interrogantes que quedasen pendientes se encargaran las autoridades competentes en Vladivostok.

—Así es. Por supuesto, la decisión te corresponde a ti.

—Si no recuerdo mal, había otras recomendaciones —terció Volovoi—. Sólo pude examinar el informe unos momentos.

—En efecto —respondió Slava en tono obediente. A Arkady le pareció realmente maravilloso, casi tan bueno como una partida de tenis de mesa—. Si alguna lección hay que aprender de este trágico incidente, es que la seguridad jamás puede pasarse por alto. Propongo dos recomendaciones en firme. La primera: que durante los actos sociales que se celebren de noche unos voluntarios se encarguen de vigilar los dos lados de la cubierta de popa. La segunda: que, en la medida de lo posible, dichos actos sociales se celebren de día.

—Me parecen unas recomendaciones muy útiles y estoy seguro de que se estudiarán con gran interés en la próxima asamblea plenaria del buque —dijo Volovoi—. El buque entero te debe agradecimiento por la labor que has efectuado, por la minuciosidad y la rapidez de tu investigación, y por la naturaleza realista y clarividente de tu conclusión.

Los aristócratas de Tolstoi hablaban un francés efervescente. Los nietos de la Revolución hablaban un ruso afanoso y mesurado, como si cada palabra midiera tantos centímetros que, al colocadas todas en fila, se llegara inevitablemente a un consenso; un ruso que se hablaba con cortesía y sobriedad porque el genio de la democracia soviética hacía que todas las reuniones como aquélla alcanzasen una unanimidad propia de camaradas. Un trabajador, por ejemplo, se presentaba ante un comité de fábrica y señalaba que estaban produciendo coches con tres ruedas; o un peón agrícola informaba al comité de la granja de que estaban produciendo terneras con dos cabezas. Semejantes noticias jamás impedían que un comité sereno y experimentado marchara en una única formación.

Marchuk bebió unos sorbos de un vaso, encendió otro cigarrillo, un Player’s de humo aromático y extranjero, y, con la cabeza baja, estudió el informe. El ángulo de la cabeza acentuaba la forma asiática de sus pómulos. El capitán parecía un hombre hecho para someter la taiga, no para encararse con la jerga burocrática. El desconocido del jersey sonreía pacientemente, como si participara en la reunión por casualidad, pero no tuviera mucha prisa en dejada. Marchuk alzó la vista.

—¿Llevaste a cabo esta investigación con el marinero Renko?

—Sí —respondió Slava.

—Sólo veo tu firma al pie.

—Es que no tuvimos oportunidad de hablar antes de esta reunión.

Marchuk hizo un gesto indicando a Arkady que se acercara un poco más.

—¿Tienes algo que añadir, Renko?

Arkady reflexionó unos instantes y dijo:

—No.

—Entonces, ¿quieres firmar el informe? —Marchuk le ofreció una gruesa estilográfica, una Monte Cristo, apropiada para un capitán.

—No.

Marchuk volvió a colocar la caperuza de la pluma en su sitio. La cosa iba a resultar más complicada.

El inválido se sirvió un poco más de agua y dijo: —Dado que el marinero Renko no hizo el grueso del trabajo, y dado que las recomendaciones son puramente las del tercer oficial, la firma de Renko no es necesaria.

—Veamos —Marchuk se volvió nuevamente hacia Arkady—. ¿No estás de acuerdo con la conclusión de que los cabos sueltos los aten los chicos de Vladivostok?

—No.

—Entonces, ¿con qué no estás de acuerdo?

—Sólo… —Arkady buscó las palabras exactas—. Sólo con los hechos.

—Ah.

Por primera vez el desconocido del jersey se incorporó, como si por fin acabara de oír una palabra en una lengua que entendía.

—Perdona —dijo Marchuk—. Marinero Renko, éste es el ingeniero eléctrico de la flota Hess. Le he pedido al camarada Hess que aportase su inteligencia a la reunión de esta noche. Explícanos, a él y a mí, cómo puedes no estar de acuerdo con los hechos y sí estarlo con la conclusión.

El Estrella Polar no había avistado la flota desde hacía seis semanas y no volvería a verla hasta transcurridas cuatro. Arkady se preguntó dónde se habría escondido Hess, pero concentró su atención en la pregunta que acababan de hacerle.

—Zina Patiashvili murió la noche del baile —dijo Arkady—. Dado que nadie la vio bajo cubierta, camino de su camarote, es probable que o bien fuera a otro compartimiento situado en la superestructura de popa o, como dice el tercer oficial, a la cubierta de popa. Sin embargo, alguien que se desmaya cae al suelo, no echa a correr para poder saltar por encima de una barandilla que llegaría a la altura de las costillas de Zina. En una persona que ha perecido ahogada se encuentran una señales características, ninguna de ellas presente en el cuerpo de Zina, y cuando le abran los pulmones en Vladivostok no encontrarán ni gota de agua salada. Las señales características observadas en el cuerpo (la lividez de los antebrazos, las pantorrillas, los senos y el vientre) sólo aparecen después de la muerte, por permanecer a gatas durante cierto tiempo, y las magulladuras de las costillas y las caderas no son resultado de apoyarse en una barandilla, sino de haber sido empujada violentamente contra unas protuberancias duras. Fue muerta en el Estrella Polar y escondida a bordo. En cuanto a la herida del vientre, se la hicieron con un cuchillo afilado, de un solo golpe. No había arañazos ni señales de sierra, y sangró poco. Los hechos son que antes de ser arrojada por la borda la apuñalaron para impedir que subiera flotando hasta la superficie. Otra prueba de que el corte no fue causado por la red que la subió a bordo es que estuviera en el fondo del mar, a una profundidad de treinta brazas, la suficiente para que unas mixinas penetrasen por la herida y anidaran en su cuerpo.

—Tu informe no dice nada de anguilas —dijo Marchuk a Slava.

Los pescadores detestaban a las mixinas. —¿Sigo?— preguntó Arkady.

—Por favor.

—Sus compañeras de trabajo afirman que Zina Patiashvili trabajaba sin parar, pero los norteamericanos dicen que salía a popa cada vez que el pesquero Eagle entregaba una red, fuera de día o de noche. A menudo eso coincidía con la guardia de Zina, lo que quiere decir que dejaba su trabajo cuando le daba la gana y volvía al cabo de media hora.

—¿Insinúas que los soviéticos mentimos y los norteamericanos dicen la verdad? —preguntó Volovoi como si no estuviera seguro de una distinción.

—No. Zina pasaba todos los bailes en compañía de los norteamericanos del Eagle, bailando y charlando con ellos. No creo que una mujer salga corriendo hasta la popa en plena noche o bajo la lluvia para saludar a todos los hombres de un pesquero; en todo caso, lo hará para saludar a un solo hombre. Sin duda los norteamericanos mienten sobre quién puede ser ese hombre.

—¿Quieres decir que uno de nuestros muchachos estaba celoso? —preguntó Marchuk.

—Eso sería una calumnia —afirmó Volovoi, como si no hubiera nada más que decir al respecto—. Por supuesto, si hubo negligencias en la cocina, si alguna de las trabajadoras abandonó su puesto, recibirá una seria reprimenda.

—¿Un poco de agua? —Marchuk ofreció la botella a Volovoi.

—Sí, gracias.

Las burbujas danzaron en el vaso del inválido. En la sonrisa de Marchuk había una expresión amenazadora, pero las palabras seguirían siendo soviéticas, ecuánimes y prácticas.

—El problema —dijo Marchuk, definiéndolo— son los norteamericanos. Estarán atentos por si llevamos a cabo una investigación en serio.

—Así se hará —aseguró Volovoi—. En Vladivostok.

—Naturalmente —reafirmó Marchuk—. Sin embargo, nos encontramos en una situación poco común y quizás haya que hacer algún esfuerzo más inmediato —ofreció un cigarrillo al inválido.

Todo seguía dentro de los límites de un debate a la soviética. A veces se producían crisis apremiantes, por ejemplo cuando se acercaba fin de mes y la única manera de cumplir el cupo consistía en fabricar coches con tres ruedas. El equivalente en un pesquero era cumplir el cupo de toneladas transformando toda la captura, mala o buena, en harina de pescado.

—El doctor se mostró de acuerdo con el camarada Bukovsky —señaló Volovoi.

—El doctor… —dijo Marchuk, tratando de tomarse la sugerencia en serio—. El doctor se equivocó incluso al calcular la hora de la muerte, según recuerdo. Buen médico para los sanos, no tan bueno para los enfermos o los muertos.

—Puede que el informe tenga algunos defectos —reconoció Volovoi. Lleno de pesar, Marchuk se dirigió a Slava.

—Con perdón, pero el informe es una mierda —y, volviéndose hacia Volovoi, añadió—: Estoy seguro de que lo hizo tan bien como pudo.

El último buque ruso que había visto el Estrella Polar era un carguero que se había llevado tres mil toneladas de lenguado, cinco mil toneladas de bacalao, ocho mil toneladas de harina de pescado y cincuenta toneladas de aceite de hígado a cambio de harina, jamones, col, latas de película, correo personal y revistas. Arkady, que estaba entre la gente en cubierta aquel día, no había visto subir a bordo a ningún ingeniero eléctrico de la flota.

Debajo de su pelambrera, el rostro de Anton Hess era mitad frente y el resto se apretujaba en un hemisferio sur de cejas redondeadas, nariz afilada, grueso labio superior y hoyuelo en el mentón, todo iluminado por unos ojos azules y afables. Parecía un director de coro alemán, alguien que hubiese colaborado con Brahms.

Sin dejar el tono mesurado de la autoridad soviética, que hechos expuestos a regañadientes, el primer oficial había decidido pasar a la ofensiva.

—Marinero Renko, para nuestro buen gobierno, ¿es cierto que te despidieron de la oficina del fiscal de Moscú?

—Sí.

—¿También es cierto que te expulsaron del partido?

—Sí.

Hubo una pausa sombría y apropiada para un hombre que acabara de confesar que padecía dos enfermedades incurables.

—¿Puedo hablar sin tapujos? —suplicó Volovoi a Marchuk.

—Adelante.

—Desde el principio fui contrario a que este trabajador participara en una investigación, especialmente si en ella se veían envueltos nuestros colegas norteamericanos. Tenía ya en mi poder un expediente lleno de información negativa relativa al marinero Renko. Hoy he enviado por radio un mensaje al KGB de Vladivostok pidiendo más información, porque no quiero juzgar a este marinero injustamente. Camaradas, tenemos a un hombre de pasado turbio. Nadie quiere decir qué fue exactamente lo que ocurrió en Moscú; lo único que dicen es que se vio envuelto en la muerte del fiscal y en la deserción de una ex ciudadana. Asesinato y traición, he aquí la historia del hombre que tenéis ante vosotros. Por esto corre de un empleo a otro en toda Siberia. Miradle bien… No ha prosperado.

Arkady reconoció que era cierto. Sus botas sucias de escamas y lodo seco no eran el calzado propio de un hombre próspero.

—De hecho —prosiguió Volovoi, como si tuviera que hacer un esfuerzo supremo para que las palabras acudiesen a sus labios—, le estaban buscando en Sajalin cuando se enroló en el Estrella Polar. No dicen por qué le buscaban. Tratándose de un hombre así, podría ser por un millón de cosas. ¿Puedo hablar con sinceridad?

—Faltaría más —respondió Marchuk.

—Camaradas, en Vladivostok no examinarán lo que le ocurrió a una chica tonta que se llamaba Zina Patiashvili, sino que investigarán si hemos mantenido la disciplina política a bordo. Vladivostok no comprenderá por qué en una investigación tan delicada hemos metido a un sujeto como Renko, un hombre cuyas ideas políticas inspiran tan poca confianza, que no se le permite desembarcar cuando arribamos a un puerto norteamericano.

—Excelente observación —reconoció Marchuk—. A decir verdad —agregó Volovoi—, tal vez lo prudente sería no permitir que ningún tripulante bajase a tierra. Llegaremos a Dutch Harbor dentro de dos días. Quizá lo mejor sea no conceder permisos a nadie.

El rostro de Marchuk se ensombreció al oír la sugerencia. Se sirvió un poco más de agua, estudiando la columna plateada de líquido.

—¿Después de cuatro meses de navegación? Para eso han estado navegando, para ese único día en el puerto. Además, nuestra tripulación no es el problema; no podemos impedir que los norteamericanos bajen a tierra.

Volovoi hizo un gesto de indiferencia.

—Los representantes informarán a la compañía, sí, pero la mitad de la compañía es de propiedad soviética. La compañía no hará nada.

Marchuk apagó su cigarrillo y mostró una sonrisa en la que había más ironía que humor. Daba la impresión de que la etiqueta se estaba agotando.

—Los observadores darán cuenta al gobierno, que es norteamericano, y los pescadores harán correr toda suerte de rumores. Dirán que he ocultado un asesinato en mi buque.

—Una muerte es una tragedia —dijo Volovoi—, pero una investigación es una decisión política. Considero un error emprender más investigaciones a bordo. Tengo que consultarlo con el partido.

En un millar de comunas, fábricas, universidades y tribunales tal vez se acababan de pronunciar las mismas palabras en el mismo instante, porque ninguna reunión seria de administradores o fiscales podía considerarse completa sin que finalmente alguien hablara en nombre del partido, momento en que las sutilezas del debate terminaban, y aquella palabra decisiva, ineludible, disipaba el humo de los cigarrillos.

Sólo que esta vez Marchuk se volvió hacia el hombre sentado a su derecha.

—¿Tienes algo que decir, camarada Hess?

—Pues… —dijo el ingeniero eléctrico de la flota, como si acabara de ocurrírsele algo. El timbre de su voz era como un instrumento de madera con la lengüeta rota y habló directamente a Volovoi—. En otro tiempo, camarada, todo lo que dices hubiera sido correcto. A mí me parece, no obstante, que la situación ha cambiado. Tenemos un dirigente nuevo que ha pedido más iniciativa y un examen más sincero de nuestros errores. El capitán Marchuk es un símbolo de estos líderes jóvenes y sinceros. Creo que deberíamos prestarle apoyo. En cuanto al marinero Renko, también yo pedí información por radio. No fue acusado de asesinato ni de traición. De hecho, consta en su expediente que el coronel Pribluda del KGB respondió por él. Puede que Renko sea temerario en política, pero su capacidad profesional jamás se ha puesto en duda. Asimismo, hay una consideración que se impone a todas las demás. Éste es un programa conjunto que hemos emprendido con los norteamericanos. No todo el mundo se siente feliz al ver que soviéticos y norteamericanos trabajamos juntos. ¿Qué le ocurrirá a nuestra misión? ¿Qué será de la cooperación internacional si se dice por ahí que a los soviéticos que confraternizan con norteamericanos les abren el vientre a cuchilladas y los arrojan por la borda? Debemos hacer un esfuerzo sincero y auténtico, no sólo en Vladivostok. El tercer oficial Bukovsky posee mucha energía, pero carece de experiencia en asuntos de esta clase. Ninguno de nosotros la tiene exceptuando al marinero Renko. Procedamos con mayor confianza; averigüemos qué ocurrió.

La escena le pareció curiosa a Arkady, como si estuviera presenciando la resurrección de los muertos. Por una vez, el inválido no había pronunciado la última palabra en un debate.

Volovoi dijo:

—A veces hay que pasar por alto los rumores desagradables del momento. Ésta es una situación que debe controlarse en vez de removerla o darla a conocer. Pensadlo bien. Si Patiashvili fue asesinada, como sostiene insistentemente el marinero Renko, entonces tenemos un asesino en nuestro buque. Si fomentamos una investigación a bordo, lo mismo da que se haga de forma inteligente que inepta, ¿cuál será la reacción natural de esta persona? Ansiedad y miedo… De hecho, el deseo de escapar. Una vez en Vladivostok, eso no le hará ningún bien, ninguno en absoluto; una investigación como es debido en nuestro propio puerto la encontrará ya en nuestras manos. Aquí, en cambio, la situación es diferente: en alta mar, los pesqueros norteamericanos y, lo más peligroso de todo, un puerto norteamericano. El celo prematuro aquí puede empujar a acciones desesperadas. ¿No sería posible, hasta lógico, que un criminal, temiendo ser descubierto, abandonara su grupo en Dutch Harbor e intentara zafarse de la justicia soviética pidiendo asilo político? ¿No es eso lo que empuja a muchos de los llamados desertores? Los norteamericanos son imprevisibles. Una situación, cuando se politiza, se desmanda, se vuelve un circo, la verdad compite con las mentiras. Por supuesto, andando el tiempo recuperaríamos a nuestro hombre, pero ¿es esta la forma correcta en que debe actuar un buque soviético? ¿Asesinato? ¿Escándalo? Camaradas, nadie discutiría que esta tripulación, en circunstancias normales, merece bajar a tierra después de cuatro meses de arduo trabajo en el mar. Sin embargo, no quisiera ser yo el capitán que arriesgara el prestigio y la misión de toda una flota para que su tripulación pudiera comprar zapatos de deporte y relojes de fabricación extranjera.

Después de un trabajo de pala tan inmaculado por parte del inválido, Arkady creyó que el asunto volvía a estar enterrado. Hess, no obstante, replicó en seguida:

—Debemos separar las cosas que nos preocupan. Una investigación a bordo crea una situación anormal, y una situación anormal impide que se concedan permisos para bajar a tierra. A mí me parece que una cosa puede resolver la otra. Nos falta un día y medio para llegar a Dutch Harbor, es decir, tiempo suficiente para sacar conclusiones más definidas acerca de la muerte de esa pobre chica. Si dentro de treinta y seis horas sigue pareciendo sospechosa, entonces podemos decidir que a los tripulantes no se les permite bajar a tierra. Si no, que pasen su día de asueto, que bien merecido se lo tienen. Tanto si hacemos una cosa como si hacemos la otra, nadie se fugará, y seguirá esperándonos una investigación en toda regla cuando volvamos a Vladivostok.

—¿Y si fue un suicidio? —preguntó Slava—. ¿Y si se tiró por la borda, por el pozo o por donde fuese?

—¿Qué dices tú al respecto? —preguntó Hess a Arkady.

—El suicidio es siempre algo dudoso —contestó Arkady—. Existe el delincuente suicida que denuncia a sus compinches antes de encerrarse en el garaje y poner el coche, en marcha. O el suicida que escribe «A tomar por el culo el sindicato de escritores soviéticos» en la pared de la cocina antes de meter la cabeza en el horno de gas. O el soldado que dice «Consideradme un buen comunista» antes de cargar contra una ametralladora.

—Lo que estás diciendo es que el elemento político es siempre diferente —observó Hess.

—¡El elemento político lo determinaré yo! —exclamó Volovoi—. Sigo siendo el oficial político.

—Sí —admitió Marchuk con frialdad—. Pero no el capitán.

—En una misión tan delicada…

—Hay más de una misión —dijo Hess, interrumpiendo a Volovoi.

Se produjo una pausa y pareció que todo el buque hubiera virado en una dirección nueva.

Marchuk ofreció un cigarrillo a Volovoi, y la llamita del encendedor iluminó un abanico de capilares en los ojos del primer oficial. Volovoi exhaló humo y dijo:

—Bukovsky puede redactar otro informe.

—Bukovsky y Renko se complementan bien, ¿no te parece? —preguntó Hess.

Volovoi se agachó hacia adelante mientras el consenso, meta del proceso de toma de decisiones en la Unión Soviética, pasaba por encima de él.

Marchuk cambió de tema;

—No paro de pensar en esa chica en el fondo del mar, en las anguilas. Renko, ¿qué probabilidades había de que una red la encontrase? ¿Una entre un millón?

La participación de Arkady en la reunión había sido una orden, pero también un honor, como si a uno de los dedos de los pies lo hubieran invitado a tomar parte en las deliberaciones del cerebro. La pregunta de Marchuk era un gesto que servía para demostrar esa inclusión.

—Una entre un millón es la probabilidad de que el camarada Bukovsky y yo encontremos algo —dijo Arkady—. Vladivostok tiene investigadores y laboratorios de verdad, y allí saben lo que tienen que encontrar.

—Lo que importa es la investigación que se lleve a cabo aquí y ahora —precisó Marchuk—. Infórmame de los hechos a medida que los averigües.

—No —replicó Arkady—. Estoy de acuerdo con el camarada Volovoi. Es mejor dejado para Vladivostok.

—Me hago cargo de tu resistencia —el tono de Marchuk revelaba comprensión—. Lo importante es que puedas redimirte…

—No necesito redimirme. Accedí a pasarme un día haciendo preguntas. El día ya ha terminado —Arkady echó a andar hacia la puerta—. Buenas noches, camaradas.

Marchuk se levantó, atónito. La estupefacción dio paso a la rabia de un hombre poderoso cuyas buenas intenciones se han visto traicionadas. Mientras tanto, Volovoi permanecía sentado, sin poder dar crédito a semejante cambio de suerte.

—Oye, Renko, ¿dices que alguien mató a esta chica y no quieres averiguar quién fue? —preguntó Hess.

—No creo que pudiera averiguado… y no me interesa.

—Te lo ordeno —le apremió Marchuk.

—Y yo me niego.

—Olvidas que estás hablando con tu capitán.

—Y tú olvidas que estás hablando con un hombre que se ha pasado un año destripando pescado en tu buque —Arkady abrió la puerta—. ¿Qué puedes hacerme? ¿Qué podría ser peor que destripar pescado?