7

Sonaron unas trompetas mientras unas líneas blancas salían de una estrella roja. Natasha apretó un botón y en la pantalla apareció la esfera de un reloj, blanca sobre un fondo azul. Volvió a apretar el botón y apareció el logotipo del «Novosti», el noticiario de la televisión, luego la imagen muda de un hombre que leía noticias atrasadas ante dos micrófonos; apretó de nuevo el botón hasta que la pantalla del televisor mostró la imagen de una chica enfundada en un ceñido traje de gimnasta. La chica era esbelta, con pecas en la nariz, pendientes en forma de aro y trenzas color latón. Empezó a moverse como un sauce doblándose a impulsos de un ventarrón.

En la cantina del buque, de cara al resplandor de la televisión y del grabador de vídeo, con ropa apropiada para hacer aerobic, veinte mujeres del Estrella Polar se inclinaron a regañadientes como otros tantos robles recios. Cuando la muchacha de la pantalla se inclinaba hacia delante hasta tocarse las rodillas con la nariz, ellas se limitaban a hacer una breve inclinación, y cuando la muchacha corría un poquito, con pies ligeros, ellas armaban tanto ruido como un rebaño enfurecido. Aunque la trabajadora de la factoría Natasha Chaikovskaya se encontraba delante, detrás de ella, no muy lejos, estaba Olimpiada Bovina, la enorme cocinera jefe del buque. Como una cintilla en una caja enorme, una cinta de color azul claro adornaba la frente de Olimpiada. El sudor goteaba de la cinta, se acumulaba alrededor de los ojillos y resbalaba como lágrimas por las mejillas de la mujer mientras ésta imitaba a la acróbata grácil e incansable de la pantalla.

Al llamarla Slava por su nombre, Olimpiada abandonó sus trotes y bufidos; los abandonó con tristeza y a regañadientes, como una masoquista. Hablaron con ella en la parte de atrás de la cantina. Olimpiada tenía la voz afrutada de una mezzosoprano.

—Pobre Zina. Una sonrisa ha desaparecido de la cocina.

—¿Era muy trabajadora? —preguntó Slava.

—Y alegre. Tan llena de vida… Le gustaba bromear. Detestaba remover los macarrones. Preparamos macarrones con frecuencia, ¿sabéis?

—Lo sé —dijo Arkady.

—Así que decía: «Mira, Olimpiada, haz un poco más de ejercicio, que te irá bien». La echaremos de menos.

Slava dijo:

—Gracias, camarada Bovina, ya puedes…

—¿Era una chica activa? —preguntó Arkady.

—Desde luego —repuso Olimpiada.

—Joven y atractiva. ¿Un poquito inquieta?

—Era imposible retenerla en un solo lugar. Arkady dijo:

—El día después del baile no vino a trabajar. ¿Mandaste a alguien a buscada?

—Necesitaba a todo el mundo en la cocina. No puedo permitir que todas mis chicas recorran el buque de un lado para otro. Soy una trabajadora responsable. ¡Pobre Zina! Temí que estuviera enferma o cansada por culpa del baile. Las mujeres somos diferentes, ¿sabéis?

—Hablando de hombres… —dijo Arkady.

—Los mantenía a raya.

—¿Quién ocupaba el primer lugar de esa raya?

Olimpiada se ruborizó y soltó una risita a la vez que se cubría la boca con la mano.

—Os parecerá irrespetuoso. No debería decido.

—Por favor —insistió Arkady.

—No lo dije yo, sino ella.

—Dínoslo, por favor.

—Dijo que seguiría el espíritu del Congreso del Partido y democratizaría sus relaciones con los hombres. Ella lo llamaba «reestructurar a los varones».

—¿No había uno o dos hombres en especial? —preguntó Arkady.

—¿En el Estrella Polar?

—¿Dónde iba a ser?

—No lo sé —Olimpiada se volvió súbitamente discreta.

Slava dijo:

—Nos has ayudado mucho, camarada Bovina.

La cocinera jefe, resoplando, volvió a ocupar su puesto en la clase. La muchacha de la pantalla extendió los brazos y los hizo girar; parecía lo bastante ligera como para volar. Gracias al poder de la televisión, la joven bailarina se había convertido en el ideal de las mujeres de todo el país, un icono reluciente, móvil. Aseadas mujeres letonas, asiáticas que vivían en tiendas de fieltro y colonizadoras de las tierras vírgenes veían el programa y copiaban sus movimientos. Gracias al vídeo, las señoras del Estrella Polar podían hacer lo mismo, aunque al ver sus anchas espaldas y sus brazos poderosos y extendidos, Arkady no pensó en pájaros, sino en una escuadrilla de bombarderos a punto de despegar.

El aparato de vídeo era un Panasonic, una de las presas capturadas por el buque en su última visita a Dutch Harbor, y lo habían adaptado a las frecuencias soviéticas. En Vladivostok había un floreciente mercado negro de vídeos japoneses. No era que los vídeos soviéticos, como el Voronezh, el mejor de todos, no fuesen buenos —eran estupendos para las cintas soviéticas—, sino que sencillamente las máquinas soviéticas no podían grabar programas. Además, del mismo modo que las vías de los ferrocarriles soviéticos son más anchas que las extranjeras, con lo que se impide una invasión en tren, los vídeos soviéticos funcionaban con una cinta de mayor tamaño, lo que evitaba la entrada de pornografía extranjera en el país.

—¡Mujeres! —Slava estaba asqueado—. Reducir a un nivel tan trivial una cosa tan importante como es la reestructuración. Y ya estoy harto de que hagas preguntas y te vayas en direcciones diferentes. Tengo mis propias ideas y yo necesito tu ayuda.

Olimpiada miró por encima del hombro y pudo ver cómo Slava salía de la cantina hecho una furia. Natasha dejó de mirar el televisor y clavó sus negros ojos en Arkady.

De niño, Arkady tenía soldaditos de plomo: la caballería del heroico general Davydov, la artillería del astuto mariscal de campo Kutuzov y los ceñudos granaderos del gran ejército de Napoleón, todos guardados en una caja debajo de la cama, donde se mezclaban unos con otros cuando la sacaba, jugaba con las piezas y volvía a meterlas en su lugar. Al igual que las bajas en un campo de batalla auténtico, pronto perdían su pintura original y Arkady volvía a pintados, cada vez peor.

Skiba y Slezko le hacían pensar en un par de aquellos granaderos hacia las postrimerías de sus carreras: feroces, el mentón salpicado de rosa y gris, algunos dientes de oro, idénticos salvo que el pelo de Skiba era negro mientras que el de Slezko era gris. Estaban en la cubierta intermedia, el mismo lugar donde habían estado durante el baile, vigilando la jaula de transporte que trasladaba a los pescadores norteamericanos desde sus botes o los devolvía a ellos.

—¿El Merry Jane estaba amarrado al Eagle y éste lo estaba a nuestro costado de estribor? —preguntó Arkady.

—Preferimos contestar al tercer oficial —replicó Skiba.

—Puedo decide al capitán que os habéis negado a responder a mis preguntas.

Skiba y Slezko recorrieron la cubierta con los ojos y luego se miraron el uno al otro hasta tomar una decisión telepática.

—En privado —exigió Slezko.

Entró en la superestructura y los demás le siguieron. Bajaron unas escaleras, dieron la vuelta a un taller de máquinas y entraron en un cuarto húmedo y mal iluminado en el que había lavabos y cubículos. Los lavabos eran de color pardo a causa del agua del buque; los cubículos tenían bancos de cemento con agujeros. En Moscú los soplones siempre querían encontrarse en lavabos públicos; de hallarse en algún desierto, un soplón desenterraría un retrete para poder hablar con él. Skiba cruzó los brazos y se apoyó en la puerta como si estuviera temporalmente en manos del enemigo.

—Responderemos a una o dos preguntas.

—¿Los barcos estaban colocados como he descrito hace un momento? —preguntó Arkady.

—Sí —Slezko cerró la portilla.

—Cronológicamente, de acuerdo con nuestra hora, ¿cuándo se fueron los norteamericanos? —Arkady abrió la portilla.

Skiba consultó una libreta.

—El capitán y la tripulación del Merry Jane volvieron a su barco a las 23.00 y se alejaron inmediatamente. Un tripulante del Eagle volvió al suyo a las 23.29; luego otros dos y el capitán se fueron a las 23.54. El Eagle se marchó a las 00.10.

—Cuando los arrastreros se pusieron en marcha, ¿hasta dónde llegaron? ¿Un centenar de metros? ¿Se perdieron de vista?

—Había demasiada niebla para distinguido —dijo Slezko después de pensárselo mucho.

—¿Algún soviético salió a despedir a los norteamericanos?

Mientras Skiba consultaba su libreta, los ojos de Arkady se posaron en los periódicos que había en cestas junto a los cubículos; los arrugados titulares del de arriba anunciaban «Atrevida refor…» y «Nueva época de…». Skiba carraspeó.

—La representante jefe Susan salió a cubierta con ellos. El capitán Marchuk le estrechó la mano al capitán Morgan y le deseó buena pesca.

—Nada de confraternización indebida. ¿No había nadie más?

—Nadie —repuso Skiba.

—¿A quién más visteis en cubierta después de las 22.30?

—Oh —Skiba hojeó su libreta, confundido pero también enfadado, como si ya supiera que iba a salir una pregunta sorpresa—. Del capitán ya te he hablado. A las 22.40, los norteamericanos Lantz y Day se encaminaron hacia popa —se volvió para asegurarse—. A las 23.15, la camarada Taratuta —era la mujer encargada del alojamiento del capitán y de la cocina.

—¿En qué dirección?

Slezko alzó la mano izquierda y luego la derecha; Skiba miró hacia la puerta y luego hacia otro lado.

—Hacia popa… —empezó Slezko—… a proa —terminó Skiba.

—Nuevas formas de pensar. Esto ¿qué quiere decir? —preguntó Gury—. Las viejas formas querían decir Brezhnev…

—No —le corrigió Arkady—. Puede que signifiquen Brezhnev, pero no hay que pronunciar su nombre. Brezhnev ya no existe; sólo existen los problemas de las viejas formas, el obstruccionismo y la pereza.

—Resulta confuso.

—Tanto mejor. Un buen líder tiene desconcertado al pueblo por lo menos durante la mitad del tiempo.

Gury se había pasado un mes leyendo dos libros norteamericanos sobre el mundo de la empresa, En busca de la excelencia y El ejecutivo al minuto, proeza de concentración que era religiosa si se consideraba lo poco que entendía el inglés. Arkady había traducido gran parte de aquellas crónicas de la codicia empresarial, y la colaboración les había convertido en buenos amigos, al menos en opinión de Gury.

En ese momento Arkady contemplaba cómo Gury probaba condones en una bañera. Los usuarios los llamaban «chubasqueros» y se servían en sobres de papel que contenían dos condones enrollados en polvo de talco. El polvo producía como un pequeño estallido cuando Gury hinchaba el condón, lo ataba y lo sumergía en el agua. Una película de talco cubría su chaqueta de cuero.

El lugar que Gury había escogido para el examen era un depósito de combustible vacío. Aunque en teoría lo habían limpiado, flotaba en el aire un olor acre y también la promesa de un dolor de cabeza provocado por el petróleo. A falta de vodka, muchos marineros esnifaban vapores; luego los encontraban riendo o llorando de forma incontenible o bailando solos y chocando con las paredes.

«O entregados a nuevas formas de pensar», supuso Arkady.

Las burbujas eran grandes como las del champaña y subían hasta la superficie de la bañera atravesando la capa de talco. Gury estaba furioso.

—Falta de control de calidad. Falta básica de compromiso de gestión y de integridad del producto.

Arrojó el condón sobre un montoncito cada vez mayor de preservativos probados y rechazados, desenvolvió otro, lo hinchó y lo sostuvo bajo el agua. Su plan no consistía en comprar sólo radios y casetes en Dutch Harbor, sino que también pensaba sacar tantas pilas como pudiera en recipientes elásticos e impermeables que fuesen fáciles de esconder en un bidón de petróleo.

Obtener condones no era difícil; Gury estaba encargado del almacén del buque. El problema estaba en que el KGB tenía espías a los que ni siquiera Volovoi conocía. Al parecer, siempre había alguien que sabía lo del libro en el cubo de arena o las medias de nilón en el compartimiento del ancla. A no ser, claro, que el propio Gury fuese uno de los oídos extras del Comité de Seguridad del Estado. Arkady recordaba que en todas partes había encontrado a un soplón: en lrkutsk, en el matadero, incluso en Sajalin. Al zarpar de Vladivostok a bordo del Estrella Polar sencillamente había dado por sentado que uno de sus compañeros de camarote era un espía, pero lo mismo si se trataba de Gury, de Kolya o de Obidin, la paranoia no podía luchar siempre contra la amistad. Ahora todos parecían camaradas.

—¿Cómo lograrás meter las pilas a bordo? —preguntó Arkady—. Registrarán a todo el mundo al volver al buque. A algunos incluso los obligarán a desnudarse.

—Ya se me ocurrirá algo.

A Gury siempre se le estaba ocurriendo algo. Lo más reciente era un libro que enseñaría a todo el mundo nuevas formas de pensar en sólo un minuto.

—Lo absurdo —prosiguió— es que me declararon culpable de reestructuración. Lo que hacía yo era eliminar la planificación estatal, ofrecer iniciativas…

—Te declararon culpable de comprar ilegalmente un tostador de café propiedad del Estado, de vender café particularmente y de mezclar los granos con un cincuenta por ciento de otros granos.

—Era un empresario prematuro y nada más. Las burbujas seguían subiendo a la superficie y reventando.

—Le vendías condones a Zina —dijo Arkady.

—Zina no era una chica dispuesta a correr riesgos. —Gury arrojó el último fracaso sobre los demás, tomó otro y estornudó—. Al menos riesgos de esta clase.

—¿Los compraba con regularidad?

—Era una chica activa.

—¿Con quién?

—¿Con quién no? Eso no quiere decir forzosamente que fuera un pendón; no aceptaba dinero; no le gustaba sentirse obligada. Ella era quien elegía. Una mujer moderna. ¡Ajá! —arrojó un condón sobre los que podían usarse—. La calidad va mejorando.

—¿De veras es esa la dirección en que va el país? —preguntó Arkady—. ¿Una nación de empresarios clasificando felizmente condones, coches, muebles de diseño?

—Y eso ¿qué tiene de malo?

—La gran visión de Rusia que tuvo Gogol era la de una troika corriendo alocadamente por la nieve, levantando chispas, mientras las demás naciones de la Tierra contemplaban la escena llenas de asombro. La tuya es la del maletero de un coche repleto de casetes estereofónicos.

Gury sorbió aire por la nariz.

—Son las nuevas formas de pensar. Yo me atengo a ellas. Es obvio que tú no.

—¿Quiénes eran los amigos de Zina? —preguntó Arkady.

—Hombres. Se acostaba contigo; luego se negaba a acostarse contigo otra vez, pero sin herir tus sentimientos.

—¿Mujeres?

—Se llevaba bien con Susan. ¿Has hablado con ella?

—Sí.

—Es fantástica, ¿verdad?

—No está mal.

—Es hermosa. ¿Sabes que a veces un buque deja una estela bioluminiscente? A veces veo el mismo resplandor cuando paso por algún lugar del buque donde ella ha estado momentos antes.

—¿Una estela bioluminiscente? Quizá podrías embotellarla y venderla.

—Esa dureza que hay en ti me tiene preocupado —dijo Gury—. Desde que sé que fuiste investigador te veo con otros ojos. Es como si hubiera otra persona dentro de ti. Mira, lo único que quiero es ganar dinero. La Unión Soviética está a punto de salir del siglo diecinueve, y va a haber… —se dio cuenta de que agitaba un condón en la mano mientras hablaba, lo dejó y suspiró—. Todo va a ser diferente. Me ayudaste tanto con aquellos libros… Si pudiéramos combinados con las palabras inspiradoras del partido…

Arkady conocía los tópicos a pesar suyo. El partido los había lanzado como una lluvia de pedruscos que iban subiendo hasta los tobillos, hasta las rodillas.

—¿La clase trabajadora, la vanguardia de la reestructuración, el análisis científico, ensanchar y al mismo tiempo profundizar la victoria ideológica y moral?

—Exactamente. Pero no como tú lo has dicho. Yo creo en la reestructuración —Gury se percató de que volvía a agitar un condón en el aire—. En todo caso, ¿no crees que deberíamos dejar atrás el estancamiento y la corrupción? —vio que Arkady miraba de reojo la bañera—. Bueno, yo no llamaría corrupción a esto…, corrupción de verdad. La hija de Brezhnev hacía contrabando de diamantes, organizaba orgías, follaba con un gitano. ¡Eso sí es corrupción!

—¿No hay ningún hombre especial en la vida de Zina?

—Empiezas a hablar como un investigador y eso es lo que me da miedo —Gury comprobó otro condón—. Ya te he dicho que era muy demócrata. Diferente de las otras mujeres. Permíteme que te dé un consejo. Averigua qué es lo que quieren oír y luego les dices exactamente eso. Si te pones serio, Arkady, te clavarán en un cruz como al Cristo de Obidin. Tómatelo a la ligera.

Gury parecía sinceramente preocupado. Eran compañeros de camarote y camaradas, ambos con un pasado turbulento. Arkady se preguntó quién era él para despreciar las aspiraciones de otro hombre, dado que él no tenía más aspiración que pasar inadvertido y sobrevivir. ¿De dónde salía su actitud santurrona? Creía haberla eliminado hacía mucho tiempo.

—Sí, tienes razón —admitió—. Pensaré de una forma nueva.

—Muy bien —Gury, sintiéndose aliviado, sumergió otro condón—. De una forma nueva y, a ser posible, provechosa.

Arkady decidió probado a modo de experimento.

—Oye, no te limites a disimular el olor para que la guardia de fronteras no lo descubra. Prueba otro método. Cuando lleguemos a Vladivostok, engaña a los perros haciéndoles oler otra cosa. Recoge un poco de orina de perro o de gato y échala sobre algunas cajas de embalaje.

—Me gusta la idea —dijo Gury—. El nuevo Arkady. Todavía hay esperanza para ti.