Generalmente, a Arkady no le gustaba montar en las atracciones, pero en ese momento estaba disfrutando. No era nada del otro jueves. La jaula de transporte tenía una cadena a guisa de puerta y, debajo, un neumático para amortiguar la brusquedad del aterrizaje, pero se alzó de la cubierta del Estrella Polar con un agradable tirón del cable de la grúa, meciéndose mientras subía; durante un momento, colgada en el aire, pareció una gigantesca jaula de pájaros que hubiese emprendido el vuelo. Luego se apartaron del costado del buque y comenzaron a descender hacia el Merry Jane. Al lado del alto casco del buque factoría todos los pesqueros parecían diminutos, aunque el Merry Jane tenía cuarenta metros de eslora. Lucía la característica proa elevada de los arrastreros del mar de Bering, caseta de gobierno también en proa y una chimenea, un mástil lleno de antenas y lámparas, una cubierta de madera con su propia grúa a un lado y, en la popa, una rampa y una grúa de pórtico con tres redes pulcramente enrolladas. El casco estaba pintado de azul con bordes blancos; la caseta de gobierno, de blanco con bordes azules, y la embarcación parecía un juguete mientras rozaba la negra defensa lateral del Estrella Polar. Tres pescadores enfundados en impermeables sostuvieron la jaula al descender ésta sobre la cubierta. Slava desenganchó la cadena y fue el primero en apearse. Arkady le siguió; por primera vez desde hacía casi un año se encontraba fuera del buque factoría. Fuera del Estrella Polar y a bordo de un barco norteamericano. Los pescadores competían entre sí por estrecharle la mano con fuerza, al mismo tiempo que en tono entusiasmado le preguntaban:
—Fala portugués?
Había dos Diegos y un Marco, todos bajitos y morenos, con los ojos sentimentales de los que han tenido que emigrar de su tierra natal. Ninguno de ellos hablaba una palabra de ruso; tampoco sabían mucho inglés. Slava dijo a Arkady que se apresurara a subir los peldaños de la caseta de gobierno, donde les aguardaba el capitán Thorwald, un noruego de cara sonrosada y corpulento como un oso.
—Parece cosa de locos, ¿no es cierto? —Dijo Thorwald—. Es de propiedad norteamericana, eso es todo. Los portugueses pasan diez meses del año pescando aquí, pero tienen familia en Portugal. Es sólo que aquí ganan una fortuna comparado con tú que podrían ganar en su país. Lo mismo me ocurre a mí. Bueno, yo vuelvo a casa para tomar la pala y quitar la nieve de delante de la puerta, y ellos vuelven a casa a freír sardinas. Pero dos meses en tierra son suficientes para nosotros.
El capitán del Merry Jane llevaba un pijama abierto que permitía ver las cadenillas de oro que reposaban sobre la pelambrera roja del pecho. Los rusos afirmaban descender de los incursores vikingos; «russ» significaba «rojo» y hacía referencia al pelo de los invasores. Thorwald daba la impresión de ser un hombre que no iba a despertarse por menos que un ataque vikingo.
—Al parecer, no hablan inglés —Observó Arkady—. Así no se meten en líos. Conocen su trabajo, de modo que no tienen mucha necesidad de conversación. Puede que sean unos cabroncetes, pero son los mejores después de los noruegos.
—Bonito elogio —apostilló Arkady—. Hermoso barco.
El lujoso puente de mando era por sí solo una revelación. La mesa de las cartas de navegación estaba lacada y despedía un bonito brillo, como de ágata; cubría el suelo una alfombra mullida, tan mullida como si fuera para un miembro del comité central; y a cada lado de la consola amplia y acolchada había una rueda con su propia silla alta, tapizada y giratoria. La silla del lado de estribor aparecía rodeada de luces de diversos colores que indicaban la proximidad de bancos de peces; también había pantallas de radar y registros digitales de radio.
Thorwald metió la mano dentro de los pantalones del pijama para rascarse.
—Sí, es un barco sólido, construido para navegar por el Bering. Ya veréis cuando lleguemos a la región de los hielos. Traer hasta aquí un barco como el Eagle es, a mi modo de ver, una verdadera locura. Lo mismo que traer mujeres.
—¿Conocías a Zina Patiashvili? —preguntó Slava.
—Cuando pesco, pesco. Cuando follo, follo. No mezclo las dos cosas.
—Muy acertado —dijo Arkady.
Thorwald, sin hacer caso del comentario, prosiguió:
—No conocía a Zina y no fui a ningún baile porque estaba en la cámara de oficiales con Marchuk y Morgan tratando de indicarles dónde debían echar las redes. A veces pienso que lo que pretenden los rusos y los norteamericanos no es pescar, bien mirado.
Slava y Arkady bajaron a la cocina, donde la tripulación se hallaba reunida para comer bacalao salado y beber vino, lo que distaba de ser el menú de mediodía en un buque soviético. Pescar era un trabajo arduo, pero de nuevo llamaron la atención de Arkady las comodidades del Merry Jane: los fogones grandes con barras correderas que impedían que los alimentos volaran por los aires cuando el mar estaba picado, la mesa forrada para que la vajilla y los cubiertos no se deslizasen, la banqueta acolchada, la cafetera sujeta por medio de una correa. Había algunos toques hogareños: colgado de un cordón de lámpara, un modelo de madera de un velero con ojos pintados en la proa; un cartel en el que se veían unas casas enjalbegadas junto a una playa. Muy diferente de la cocina del arrastrero de bajura en el que Arkady había servido y que faenaba en la costa de Sajalín. En él, la tripulación tenía que comer con los chaquetones puestos porque no había espacio para quitárselos, y todo —las gachas de avena, las patatas, la col, el té— sabía a moho y a pescado.
Mientras comían, los portugueses miraban una cinta de vídeo. Después de saludar cortésmente con la cabeza, no mostraron más interés por sus visitantes. Arkady se hizo cargo. Si alguien iba a hacerles preguntas, ese alguien tenía que hablar su lengua. Al fin y al cabo, cuando los rusos aún navegaban en barcos de remos, los portugueses tenían un imperio que se extendía por todo el mundo. En la pantalla se escuchaba la narración histérica y se veía la actividad lánguida de un partido de fútbol.
—¿Zina Patiashvili? —preguntó Slava—. ¿Alguno de los presentes conoce a Zina? ¿Alguien sabe algo de ella? —se volvió hacia Arkady—. Esto es perder el tiempo.
—El fútbol —dijo Arkady, sentándose.
El Diego que estaba al lado de Arkady le sirvió un vaso de vino tinto.
—Campeonato do mundo. ¿Tú?
—Guardameta —Arkady se dio cuenta de que habían pasado veinte años.
—Delantero —el pescador se señaló con un dedo; luego indicó al otro Diego y a Marco—. Delantero. Defensa —seguidamente apuntó el televisor con el dedo—. Portugal blanco, inglés rayas. Malo.
Los tres pescadores se estremecieron cuando una figura con camiseta a rayas se separó de las demás y marcó un gol Arkady se preguntó cuántas veces habrían visto la cinta de aquel partido. ¿Diez veces? ¿Cien? Durante un viaje largo los hombres tienden a contar la misma historia una y otra vez. El vídeo era la tortura de la alta tecnología, una tortura más refinada.
Aprovechando un momento en que Diego apartaba los ojos del televisor, Arkady le mostró la foto instantánea en la que se veía a Zina y a Dynka.
—Has robado la foto —dijo Slava—. Zina.
Arkady observó cómo los ojos del pescador se deslizaban de una mujer a la otra, sin detenerse en una más que en otra. Se encogió de hombros. Arkady mostró la foto a los otros dos tripulantes y obtuvo la misma reacción, pero entonces el primer Diego pidió que volviera a enseñársela.
—No baile —dijo a Arkady—. A loura da Rússia. A mulher com os americanos —su tono se volvió apasionado—. Entende? Com americanos.
—Bailó con los norteamericanos. Ya me lo había figurado —dijo Arkady.
—Beba, beba —Diego volvió a llenarle el vaso.
—Gracias.
—Muito obrigado —le enseñó a decir Diego—. Muito obrigado.
—Mea pracer.
Arkady se agarró a la barra central mientras la jaula de transporte descendía hacia el segundo arrastrero. Slava parecía cada vez más desdichado, como un pájaro encerrado en una jaula con un gato.
—Esto está trastornando el programa de trabajo.
—Tómatelo como unas vacaciones —sugirió Arkady.
—¡Ja! —Slava miró con expresión seria una gaviota que revoloteaba cerca de uno de los agujeros de desagüe del Estrella Polar, esperando que por él salieran desperdicios—. Sé qué estás pensando.
—¿Qué? —preguntó Arkady, desconcertado.
—Que, como me encontraba en el estrado, podía ver con quién estaba Zina. Pues te equivocas. Cuando estás en el estrado tocando, las luces dan directamente en los ojos. Pregúntales a los otros miembros del conjunto. Te dirán lo mismo. No podíamos ver a nadie.
—Pregúntales tú —dijo Arkady—. Tú eres el que manda.
El Eagle era más pequeño que el Merry Jane, rojo y blanco, con la cubierta más cerca del agua, una grúa lateral y otra grúa de pórtico con un solo carrete. Otra diferencia fue que ni un solo pescador se encontraba en cubierta para recibidos. Sus pies se posaron en tablones donde no había nada salvo los restos de la última captura: platijas muertas, cangrejos esqueléticos.
—No lo entiendo —dijo Slava—. Normalmente se muestran tan amistosos…
—¿Tú también notas algo? —preguntó Arkady—. Cierta frialdad. A propósito, ¿qué lengua hablan aquí? ¿El sueco? ¿El español? ¿Qué clase de americanos serán éstos?
—Piensas ponerme en una situación embarazosa, ¿no es así?
Arkady miró a Slava de pies a cabeza.
—Llevas puestos los zapatos de hacer deporte, los tejanos. Eres la viva imagen del joven comunista. Me parece que ya estamos preparados para presentarnos ante el capitán.
—Menudo ayudante me ha tocado en suerte; un verdadero fugitivo.
—Peor; alguien que no tiene nada que perder. Usted primero, por favor.
El puente del Eagle era más reducido que el del Merry Jane y no estaba alfombrado ni había en él rastros de laca, pero, eso aparte, se parecía más a lo que Arkady había supuesto que sería el puente de una pesquero norteamericano: una verdadera cápsula espacial con multitud de lucecitas de colores distintos instaladas alrededor de la silla del capitán; un círculo de pantallas de radar y el verde catódico de los instrumentos de localización de bancos de peces, que aparecían en las pantallas transformados en nubes móviles de color anaranjado. Del techo colgaban radios, con sus números de rubí flotando en la estática de los canales abiertos. Las caperuzas de cromo de la aguja náutica y del repetidor relucían como el cristal de tanto bruñirlas. En conjunto, brillo sin desorden.
El hombre sentado en la silla del capitán hacía juego con su entorno.
Los pescadores solían ser hombres llenos de cicatrices causadas por cuchillos, espinas y sogas desgastadas, además de curtidos por el frío y el aire marino, pero Morgan parecía desgastado por algo más cortante. Estaba delgado hasta rozar lo esquelético, el pelo prematuramente encanecido. Aunque llevaba una gorra y una camiseta, tanto él como el puente de su barco hacían pensar en el orden que se ve en un monasterio. El capitán daba la impresión de ser un hombre que alcanzaba la mayor felicidad cuando se encontraba solo y controlándolo todo. Cuando se levantó de su silla, Slava le saludó con la cabeza, sumisamente, y Arkady pensó que el tercer oficial habría sido un buen perro.
—George, te presento al marinero Renko. Llámale Arkady, si así lo prefieres —Slava se volvió hacia Arkady y añadió—: El capitán Morgan.
El capitán apretó brevemente la mano de Arkady.
—Lamentamos lo de Zina Pishvili.
—Patiashvili.
Slava se encogió de hombros como si el nombre fuese ridículo o realmente no tuviese importancia.
—¿Pashvili? Lo siento —Morgan se dirigió a Arkady—: Es que no hablo ruso. Las comunicaciones de barco a barco pasan por los representantes de la compañía a bordo del Estrella Polar. Quizá deberías pedirle a un representante que se reuniera con nosotros, porque en estos momentos estamos perdiendo tiempo de arrastre y eso equivale a perder dinero. ¿Puedo ofreceros algo de beber? —sobre el cofre donde guardaba las cartas de navegación había una bandeja con tres vasos bajos y una botella de vodka soviética. Mejor que la que los soviéticos bebían en su país: era vodka de calidad destinada a la exportación. Levantó la botella un milímetro de la bandeja, como si estuviera midiendo el mínimo de hospitalidad—. ¿O acaso tenéis prisa?
—No, gracias —Slava sabía captar una indirecta.
—¿Por qué no? —preguntó Arkady.
Slava habló con voz sibilante:
—¿Primero vino, ahora vodka?
—Es como la víspera de Año Nuevo, ¿no? —dijo Arkady.
Morgan sirvió medio vaso a Arkady y, con expresión aturdida, otro para sí mismo. Slava se abstuvo.
—Nazdrovya —dijo Morgan—. ¿No se dice así?
—Salud —replicó Arkady.
Arkady se bebió su vaso de tres tragos; Morgan, de uno solo, al que siguió una sonrisa que puso al descubierto una dentadura excelente.
—No queréis un representante de la compañía —dijo.
—Procuraremos pasar sin él.
Lo último que deseaba Arkady era que Susan participara en su conversación.
—Bien, Arkady; pregunta ya.
Morgan parecía tan seguro de sí mismo, que Arkady se preguntó qué le haría perder la compostura.
—¿Este barco es seguro?
Slava se sobresaltó.
—Oye, Renko, eso…
—No importa —dijo Morgan—. Es un barco del golfo, de veintidós metros de eslora, con aparejo para el mar del Norte. Eso quiere decir que se construyó para que atendiese a las plataformas de perforación del golfo de México, y que luego fue reacondicionado para que viniese a pescar aquí arriba aprovechando el auge de la captura del cangrejo. Cuando el negocio de los cangrejos se fue a paseo, le instalaron la grúa de pórtico para que se dedicara a la pesca de arrastre y le pusieron algunas planchas de más para que pudiese navegar entre los hielos. Los gastos principales se hicieron en lo que realmente cuenta, la electrónica. No tenemos toda la tradición de nuestro amigo de cabeza redonda, el que manda el Merry Jane, ni de sus tres enanitos, pero pescamos más que ellos.
—¿Conocías a Zina?
—Sólo de vista. Siempre se mostraba amistosa; saludaba con la mano.
—¿Bailaste con ella?
—Personalmente no tuve el gusto de bailar con ella. Me encontraba en la sala de oficiales repasando las cartas de navegación con mis buenos amigos los capitanes Marchuk y Thorwald.
—¿Te gusta la pesca conjunta?
—Es emocionante.
—¿Emocionante? —a Arkady nunca se le había ocurrido que fuera emocionante—. ¿En qué sentido?
—Cuando zarpemos de Dutch Harbor iremos a la región de los hielos. Los capitanes soviéticos son intrépidos. El año pasado una flota pesquera vuestra, toda ella, cincuenta barcos, quedó bloqueada por el hielo a la altura de Siberia y casi la perdisteis toda. Sí perdisteis un buque factoría, y si la tripulación no se hundió con él fue sólo porque los hombres pudieron cruzar el hielo.
—Eran barcos soviéticos —comentó Arkady.
—En efecto, y yo no quiero terminar como un barco soviético. No me interpretes mal; los rusos me caéis bien. Ésta es la mejor pesca conjunta. Los coreanos roban la mitad de todas las capturas. Los japoneses son demasiado orgullosos pata hacer trampas, pero se muestran más fríos que el pescado —Morgan era la clase de hombre que sonreía mientras se replanteaba una situación—. Oye, Arkady, ¿a qué se debe que no recuerde haberte visto nunca en el Estrella Polar? ¿Es que eres oficial de la flota o trabajas en el Ministerio o qué?
—Trabajo en la factoría.
—Destripando pescado —precisó Slava.
—¿Hablando el inglés con soltura e investigando accidentes? Me parece que tu preparación es demasiado buena para limpiar pescado —en los ojos de Morgan había una expresión sincera que les dijo a Slava y Arkady que el norteamericano les tomaba por un par de embusteros—. ¿Fue un accidente?
—No cabe la menor duda de ello —confirmó Slava. Morgan tenía los ojos clavados en Arkady. Su mirada se desplazó hacia la red que en ese momento colgaba ociosamente de la grúa de pórtico; luego se movió hacia dos tripulantes ataviados con sendos monos impermeables, que subían por la escalera exterior desde la cubierta, y, finalmente, volvió a posarse en Arkady.
—De acuerdo. Ha sido una visita deliciosa. Recordad sólo que éstas son aguas norteamericanas.
El estrecho puente quedó abarrotado cuando entraron los pescadores. Eran los norteamericanos que habían despertado la curiosidad de Arkady al oír que Lantz los llamaba «la pandilla de las motocicletas». En la Unión Soviética, donde dos ruedas encadenadas a un motor de explosión eran el símbolo de la libertad personal, a los motoristas los llamaban «rockeros». Las autoridades procuraban siempre que los rockeros utilizaran velódromos autorizados, pero las pandillas se escapaban como mongoles empeñados en echar una cana al aire, se hacían los amos de pueblos enteros y luego se esfumaban antes de que llegara una patrulla motorizada de la milicia.
El más corpulento de los dos pescadores tenía el rostro cetrino, los ojos hundidos y los brazos fuertes y colgantes de alguien que se ha pasado mucho tiempo acarreando cubos llenos de cangrejos y redes. No era un hombre afable. Miró a Arkady de la cabeza a los pies.
—¿Quién es este tío mierda?
—Esto, Coletti —le explicó Morgan—, es una empresa conjunta. El hombre que acompaña a nuestro viejo amigo Slava habla el inglés muy bien; hasta podría darte clases. De modo que cuidado con lo que dices.
—Renko, éste es Mike —Slava presentó al pescador más joven, un aleuta de agradables facciones asiáticas en un rostro ancho—. Mike es la abreviatura de Mijail.
—¿Un nombre ruso? —preguntó Arkady.
—Aquí arriba los nombres rusos son muy frecuentes —la voz de Mike era suave, titubeante—. Antes había por aquí muchos cosacos locos.
—Hubo un tiempo en que las Aleutianas y Alaska pertenecían a los zares —dijo Morgan a Arkady—. Tú deberías saberlo.
—¿Hablas ruso?
El pescador era alguien que podría haber hablado con Zina.
—No. Es que a veces usamos locuciones rusas —explicó Mike— sin saber qué significan realmente. Por ejemplo, si te golpeas un dedo con el martillo, ¿comprendes? O cuando vamos a la iglesia, porque una parte de los oficios es en ruso.
—Todavía hay una iglesia rusa en Dutch Harbor —aclaró Slava.
El aleuta se arriesgó a mirar de reojo a Coletti antes de decir:
—Sentimos de veras lo de Zina. Cuesta creerlo. Cada vez que cargábamos una red llena de pescado ella nos saludaba alegremente desde popa. Con lluvia o con sol, de noche o de día, siempre estaba allí.
—¿Bailaste con ella? —preguntó Arkady.
Coletti se adelantó.
—Todos bailamos con ella.
—¿Y después del baile?
—Cuando nos fuimos el baile aún no había terminado —Coletti tenía la cabeza ladeada y miraba fijamente a Arkady.
—¿Zina seguía bailando?
—Se marchó antes que nosotros.
—¿Parecía enferma? ¿Bebida, mareada, aturdida o algo así? ¿Tal vez nerviosa, preocupada, temerosa?
—No.
Coletti respondía a las preguntas igual que un miliciano de Moscú, el tipo de hombre que no daba ninguna información voluntariamente.
—¿Con quién se marchó? —preguntó Arkady.
—¿Quién sabe? —contestó un hombre que acababa de subir las escaleras que comunicaban la cocina con el puente.
El recién llegado enarcó las cejas fingiendo enfado, como si la fiesta hubiese empezado sin él. Un anillo de oro adornaba su oreja izquierda y llevaba el pelo largo, recogido en una cola de caballo atada con una cinta de cuero. El pelo de su barba era fino, casi de mujer, como el de un actor joven. No hizo ademán de estrecharle la mano a nadie porque se estaba limpiando las suyas con un trapo grasiento.
—Soy Ridley, el maquinista. Quería añadir mi propio pésame al de los demás. Zina era una chiquilla estupenda.
—Entonces, ¿hablaste con ella en el baile? —preguntó Arkady.
—Pues… —Ridley hizo una pausa, con aire de pedir disculpas—. Vuestro capitán nos agasajó generosamente en cuanto subimos a bordo: salchichas, cerveza, coñac… Luego visitamos a los norteamericanos, a Susan y sus muchachos. Somos viejos amigos, de modo que hubo más cerveza y más vodka. Por lo que tengo entendido, vuestro reglamento prohíbe tener bebidas alcohólicas a bordo, pero el alcohol corre a chorros cada vez que visito el Estrella. Además, está el factor tiempo. El Estrella se guía por la hora de Vladivostok; es decir, nos lleva tres horas de adelanto. Vosotros empezáis los bailes a las nueve de la noche. Para nosotros eso es medianoche. A esa hora nos relajamos a base de bien.
—¿El baile estuvo bien?
—El mejor conjunto de rock and roll del mar de Bering.
Slava meneó la cabeza, empujado por la fuerza de la adulación.
—La verdad —añadió Ridley en tono de estar confesándose— es que pienso que causamos molestias cuando subimos al Estrella Polar. Nos emborrachamos y tratamos de estar a la altura de nuestra reputación de norteamericanos alocados.
—No, no —rechazó Slava.
—Sí, sí —insistió Ridley—. ¡Los rusos sois tan hospitalarios! Nosotros nos ponemos morados a fuerza de beber y vosotros nos recogéis del suelo sin dejar de sonreír un solo momento. Yo estaba tan bebido, que tuve que volver temprano.
Toda tripulación tenía un líder natural. Incluso en el estrecho espacio del puente del Eagle, Coletti y Mike dieron un paso perceptible hacia el maquinista.
—¿Nos hemos visto antes? —preguntó Arkady.
—Ridley pasó dos semanas en el Estrella Polar —explicó Slava.
Ridley asintió con la cabeza.
—El viaje anterior a éste. La compañía quiere que nos familiaricemos con las técnicas soviéticas. Puedo decirte que, después de trabajar con vuestros aparatos, mi buena opinión de los pescadores soviéticos mejoró.
Arkady recordó que le habían señalado a Ridley.
—¿Hablas ruso?
—No, nos entendíamos por señas. Los idiomas no son mi fuerte. Mira, tenía un tío que vivía con nosotros. Le dio por estudiar el esperanto, la nueva lengua internacional. Finalmente encuentra a una mujer que también estudia el esperanto. En el estado de Washington debían de ser unos cinco. El caso es que ella viene a visitamos y nos encontramos todos reunidos en la salita esperando el gran momento, el momento de escuchar a dos personas hablando el esperanto; hubiera sido como vislumbrar el futuro. Tardamos unos diez segundos en damos cuenta de que no se entienden en absoluto. Ella le pide que le acerque el vino, él le dice qué hora es. Lo mismo pasaba conmigo y los rusos. Lo siento. Sólo por curiosidad, ¿serviste en Afganistán?
—Era demasiado mayor para cumplir con mi «deber internacionalista» —contestó Arkady—. ¿Tú serviste en Vietnam?
—Demasiado joven. Bueno; el caso es que ni siquiera recuerdo haberme despedido de Zina. ¿Qué ocurrió? ¿Desapareció?
—No; volvió.
A Ridley le gustó la respuesta, como si hubiera encontrado a alguien con quien valía la pena hablar.
—¿De dónde volvió?
—Según tengo entendido —dijo Morgan, intentando que la conversación discurriera de nuevo por cauces convencionales—, nuestra red recogió su cuerpo y lo encontraron al abrirla en el Estrella Polar.
—¡Dios mío! —exclamó Ridley—. Debió de ser tremendo. ¿Cayó por la borda?
—Sí —confirmó Slava.
Coletti señaló a Arkady.
—Quiero oírselo decir a él.
—Es demasiado pronto para asegurarlo —contestó Arkady.
—¡Y una mierda! —estalló Coletti—. No sabemos qué le ocurrió a Zina. No sabemos si dio el salto del ángel o qué, pero nos marchamos de aquel buque de mierda mucho antes de que pasara algo.
—Coletti —el capitán Morgan se colocó delante de él—. Algún día te abriré la cabeza sólo para ver lo pequeño que es tu cerebro.
Ridley dio un empujoncito a Coletti para que se calmase.
—Eh, que aquí somos todos amigos. Tómatelo con calma, como hace Arkady. ¿Ves cómo nos está observando?
—Sí —Morgan se fijó en ello y, dirigiéndose a Arkady, dijo—: Perdónanos. Lo que le pasó a Zina, fuera lo que fuese, fue una tragedia, pero esperamos que no afecte la empresa conjunta. Todos creemos en ella.
—Nos quedaríamos sin trabajo si se fuera al cuerno —razonó Ridley—. Y nos gusta hacer nuevos amigos, escuchar a Slava tocar su saxo o explicamos qué es la perestroika y cómo toda la Unión Soviética, de arriba abajo, adopta nuevas formas de pensar.
«Nuevas formas de pensar» era una consigna de los nuevos hombres del Kremlin, como si a los cerebros soviéticos se les pudieran cambiar los cables igual que se hace con los circuitos eléctricos.
—¿Tú piensas de alguna forma nueva? —preguntó Ridley a Arkady.
—Lo intento.
—Un hombre importante como tú tiene que estar al día.
Slava dijo:
—Es sólo un trabajador de la factoría.
—No —Coletti habló como si tuviera alguna información especial—: Hace años fui poli y puedo oler a otro poli. Es un poli.
Subir en una jaula por el casco del Estrella Polar era como flotar por delante de una gran cortina de acero supurante.
Slava estaba furioso.
—Hemos quedado como un par de cretinos. Esto es un asunto soviético, no tiene nada que ver con ellos.
—No parece tenerlo —reconoció Arkady.
—Entonces, ¿por qué estás tan alegre?
—Porque pienso en todo el pescado que no he visto hoy.
—¿Sólo por eso?
Arkady miró hacia abajo por entre los barrotes de la jaula, en dirección al pesquero.
—El Eagle tiene el casco bajo. Yo no me metería entre los hielos a bordo de un barco como él.
—¿Y tú qué sabes de arrastreros? —preguntó Slava.
Pensó en el arrastrero de Sajalin. Capturado a los japoneses durante la guerra, era un barco pequeño, un casco de madera porosa alrededor de un viejísimo motor diésel. Cuando la pintura se desprendía, aparecían fantasmales indicaciones en japonés. No costaba nada encontrar plaza en un barco que, en buena lógica, debería haberse hundido mucho antes, especialmente cuando las instrucciones del capitán eran sencillas: abarrotar la bodega de salmón hasta que el barco empezara a hacer agua. Por ser el último mono, destinaron a Arkady al agujero de la estacha; cuando recogían la red tenía que correr agachado, dando vueltas y más vueltas, enrollando una estacha llena de alambres desgastados. Cuando la estacha llenaba el agujero tenía que andar a cuatro patas, coma una rata en un ataúd; luego salía a ayudar a sacudir la red. Al segundo día apenas podía levantar las manos, aunque cuando hubo aprendido el truco se le desarrollaron los hombros por primera vez desde que le licenciaran del ejército.
Por supuesto, la lección que aprendió en aquel barco sucio y pequeño fue que los pescadores tenían que ser capaces de moverse en un espacio reducido durante largos períodos de tiempo. Todo lo demás —saber de dónde venía el viento o remendar redes— no significaba nada si un hombre irritaba a sus compañeros de a bordo. Arkady nunca había visto en el pequeño pesquero tanto antagonismo como acababa de presenciar en el rutilante puente del Eagle.
La jaula se balanceaba por culpa de la agitación de Slava.
—Has tenido un día de fiesta; es todo lo que querías.
—Ha sido interesante —reconoció Arkady—. Tratar con norteamericanos representa un cambio.
—Pues te prometo que no volverás a salir del Estrella Polar. ¿Qué vas a hacer ahora?
Arkady se encogió de hombros.
—Había mucha gente que estaba de servicio, de servicio especial, durante el baile. Preguntaré si alguien vio a Zina en cubierta o abajo. Intentaré averiguar a qué hora se fueron los norteamericanos. Hablaré con personas que asistieron al baile. Y con mujeres que trabajaban con ella en la cocina. Quiero hablar otra vez con Karp.
—Cuando hayamos hablado con las mujeres nos separaremos —decidió Slava—. Yo me encargaré de Karp. Tú habla con los tripulantes de abajo; se ajusta más a tu estilo.
La jaula se apartó del costado del buque y empezó su descenso hacia la conocida y escrofulosa cubierta, hacia los barriles apilados alrededor de la chimenea, como los desperdicios que la marea alta deja en la playa.
—Los has puesto de mal humor —dijo Slava—. Los tripulantes del Eagle suelen portarse a maravilla. Susan generalmente es un ángel. ¿Por qué todo el mundo está tan nervioso? Estamos en aguas norteamericanas.
—Un barco soviético es territorio soviético. Tienen motivos para estar nerviosos.