4

Zina Patiashvili yacía sobre la mesa con la cabeza apoyada en un bloque de madera. En vida había sido bonita, con el perfil casi griego que a veces poseían las muchachas georgianas. Labios carnosos, gráciles el cuello y las extremidades, vello negro en el pubis y rubios los cabellos. ¿Qué había querido ser? ¿Una escandinava? Se había sumergido en el mar hasta tocar el fondo y había vuelto sin señales visibles de descomposición aparte de la quietud de la muerte. Tras la tensión del rigor mortis, toda la carne se había aflojado sobre los huesos: los senos reposaban flácidamente sobre las costillas, la boca y la mandíbula aparecían flojas, los ojos se veían apagados debajo de los párpados entreabiertos y la piel mostraba una palidez luminosa. Y el hedor. El quirófano no era ningún depósito de cadáveres, con la correspondiente provisión de formaldehído, y el cuerpo bastaba para llenar la habitación de un olor que hacía pensar en el de la leche agria.

Arkady encendió un segundo Belomor con la colilla del primero y volvió a llenarse los pulmones. El tabaco ruso, cuanto más fuerte, mejor. En un gráfico médico trazó cuatro siluetas: de frente, de espalda, el costado derecho, el izquierdo.

Zina pareció levitar bajo el destello de la cámara de Slava, y luego, al desvanecerse su sombra, posarse nuevamente sobre la mesa. Al principio el tercer oficial no había querido asistir a la autopsia, pero Arkady había insistido para que Slava, que ya se mostraba hostil, no pudiera decir luego que los resultados habían sido decididos de antemano o eran incompletos. Si se trataba de un último vestigio de orgullo profesional, el propio Arkady no sabía si reír o sentir asco. ¡Las aventuras de un destripador de pescado! En ese momento, mientras Arkady se sentía enfermo, Slava sacaba fotos como un periodista gráfico de la agencia Tass, un periodista endurecido por los combates.

—En conjunto —decía el doctor Vainu—, este viaje ha sido muy decepcionante. En tierra hacía un buen negocio con los sedantes. Valeryanka, Pentalginum, incluso píldoras extranjeras. Pero las mujeres de este buque son un hatajo de amazonas. Ni siquiera ha habido muchos abortos provocados.

Vainu era un joven tísico que generalmente recibía a los pacientes vestido con ropa de estar por casa y en zapatillas, pero para hacer la autopsia se había puesto una bata con manchas de tinta en el bolsillo. Como siempre, fumaba un cigarrillo tras otro, mezclándolos con píldoras contra el mareo. Sostenía el cigarrillo entre el dedo anular y el meñique, por lo que cada vez que daba una chupada la mano le cubría la cara como si fuese una máscara. En una mesa lateral tenía sus instrumentos quirúrgicos: bisturíes, pinzas, grapas, una pequeña sierra giratoria para las amputaciones. En el estante inferior de la mesa había un recipiente de acero que contenía la ropa de Zina.

—Lamento lo de la hora de su muerte —añadió despreocupadamente Vainu—, pero ¿qué persona en su sano juicio iba a creer que un arrastrero la recogería más de un día después de caer por la borda?

Arkady trataba de fumar y dibujar al mismo tiempo. En Moscú la autopsia propiamente dicha la llevaba a cabo un patólogo y el investigador se limitaba a entrar y salir. Había laboratorios, equipos de especialistas en medicina forense, un aparato profesional y la seguridad que daba el trabajo habitual. Una de las cosas que le habían consolado durante los últimos años era pensar que nunca tendría que ver a más víctimas. Desde luego, no tendría que ver a una chica sacada del mar. Debajo del hedor de la muerte se notaba otro olor rancio, de agua salada. Era el olor de todos los pescados que habían bajado a la factoría del buque, y ahora era también el de la muchacha recogida por la misma red, con el pelo revuelto y manchas moradas en los brazos, las piernas y los senos.

—Además, es muy arriesgado calcular la hora de la muerte basándose en el rigor mortis, especialmente en climas fríos —prosiguió Vainu—. Es solamente una contracción causada por reacciones químicas después de la muerte. ¿Sabíais que, si se corta un filete de pescado antes de que aparezca el rigor mortis, la carne se encoge y se vuelve dura?

A Arkady se le cayó la pluma de la mano y su bota la golpeó al agacharse para recogerla.

—Cualquiera diría que esta es su primera autopsia —Slava recogió la pluma y examinó la mesa con ojos clínicos. Luego se volvió hacia el doctor—. Parece muy magullada. ¿Crees que fue a dar contra la hélice?

—Pero no tenía la ropa destrozada. Fueros puñetazos y no la hélice. Lo sé por experiencia —dijo Vainu.

¿La experiencia de Vainu? Había aprendido a tratar huesos rotos y a practicar apendicectomías. Para todo lo demás recurría a linimentos o aspirinas porque, según él, la enfermería trataba principalmente casos de alcohol y drogas. Por eso la mesa estaba provista de correas de sujeción. Hacía un mes que al Estrella Polar se le había terminado la morfina.

Arkady leyó la parte superior del gráfico:

—«Patiashvili, Zinaida Petrovna. Nacida 28/8/1961, en Tbilisi, R. S. S. de Georgia. Estatura: 1,60 m. Peso: 48 kg. Pelo: negro (teñido de rubio). Ojos: castaños.»

Entregó la tablilla a Vainu y empezó a dar la vuelta a la mesa. Del mismo modo que un hombre al que aterran las alturas concentra su atención en los peldaños de uno en uno, Arkady habló despacio, pasando de un detalle a otro.

—Doctor, ¿harás constar que tiene los codos rotos? La pequeñez de las magulladuras induce a pensar que la fractura se produjo después de la muerte y cuando la temperatura del cuerpo era baja —aspiró hondo y flexionó las piernas del cadáver—. Indica lo mismo en el caso de las rodillas.

Slava dio un paso al frente, enfocó la cámara y tomó otra foto, escogiendo los ángulos como un director de cine en su primera película.

—¿Estás usando color o blanco y negro? —preguntó Vainu.

—Color —repuso Slava.

—En los antebrazos y las pantorrillas —continuó Arkady— indica un estancamiento de sangre. No se trata de magulladuras. Probablemente el estancamiento se debe a la postura en que quedó después de morir. Indica lo mismo para los senos —la sangre estancada en los pechos parecía un segundo par de areolas de color amarillento. Arkady se dijo que aquello era demasiado, que no podía soportarlo, que debería haberse negado—. En el hombro izquierdo, en el mismo lado de la caja torácica y en la cadera hay algunas magulladuras leves y espaciadas de modo regular —tomó una regla de la mesa del laboratorio—. En total diez magulladuras visibles, separadas por unos cinco centímetros.

—¿No puedes sostener la regla con más firmeza? —preguntó Slava en tono quejoso, y seguidamente tomó otra foto.

—Me parece que nuestro ex investigador necesita un trago —dijo Vainu.

Arkady accedió en silencio. Las manos de la chica tenían el tacto de la arcilla fría y blanda.

—No hay señales de uñas rotas ni de tejido desgarrado debajo de ellas. El doctor tomará muestras y las examinará con el microscopio.

—Una copa o una muleta —dijo Slava.

Arkady dio una larga chupada al Belomor antes de abrir la boca de Zina por completo.

—No veo magulladuras ni cortes en los labios y la lengua —cerró la boca y echó la cabeza de la muerta hacia atrás para mirar en sus ventanas y fosas nasales. Apretó el dorso de la nariz, luego levantó los párpados apartándolos de los irises elípticos—. Indica decoloración del blanco del ojo izquierdo.

—Y esto ¿qué quiere decir? —preguntó Slava.

—No hay señales de un golpe directo —prosiguió Arkady—. Posiblemente contusión en la parte posterior del cráneo, a causa de un golpe —colocó a Zina sobre un costado y retiró los cabellos de la nuca; estaban rígidos a causa de la sal. La piel aparecía magullada, negra. Tomó la tablilla de manos de Vainu y dijo—: Córtala.

El doctor escogió un bisturí y, sin dejar de fumar un cigarrillo en el que había mucha ceniza, practicó una incisión a lo largo de las vértebras cervicales. Arkady sostuvo la cabeza entre las manos mientras Vainu hurgaba.

—Hoy es tu día de suerte —dijo el doctor secamente—. Indica aplastamiento de una primera vértebra y de la base del cráneo. Esto debe de ser un pequeño triunfo para ti —miró de reojo a Arkady y luego miró la sierra—. Podríamos sacar el cerebro para estar seguros. O abrir el pecho y comprobar si tiene agua de mar en las vías respiratorias.

Slava sacó una foto del cuello y se irguió, tambaleándose un poco.

—No —Arkady dejó la cabeza del cadáver apoyada sobre el bloque de madera y le cerró los ojos. Luego se frotó las manos en la chaqueta y encendió un tercer Belomor con el segundo, chupándolo ferozmente; a continuación rebuscó entre las prendas de vestir que había en el recipiente de acero. De haberse ahogado, hubiera encontrado desgarros en la nariz y la boca de la muchacha; hubiera habido agua en el estómago y también en los pulmones, y al moverla seguiría expulsando agua como una esponja. Además, Vladivostok disponía de investigadores y técnicos que gustosamente trocearían el cadáver y analizarían hasta sus elementos atómicos. El recipiente contenía un zapato de plástico rojo de fabricación soviética, unos pantalones de gimnasia, holgados y de color azul, unas braguitas, una blusa de algodón blanco con una etiqueta de Hong Kong y un pasador que decía I love The A. («Amo Los Ángeles»). La chica era internacional. En un bolsillo de los pantalones había una cartulina azul, completamente empapada, que en otro tiempo había sido un paquete de Gauloises. También un naipe, la reina de corazones. Una muchacha romántica, Zina Patiashvili. Y un resistente condón soviético. Romántica, pero también práctica. Volvió a mirar el rostro cerúleo, el cuero cabelludo que ya empezaba a retirarse de las raíces negras del pelo rubio. La chica estaba muerta y había dejado atrás su vida de fantasía. Arkady siempre se enfurecía en las autopsias; se enfurecía con las víctimas además de con los asesinos. ¿Por qué algunas personas no se pegaban un tiro en la cabeza momentos después de nacer?

El Estrella Polar navegaba en círculo, siguiendo a los pesqueros. Arkady, moviéndose inconscientemente, procuró recuperar el equilibrio. Slava hizo lo mismo, tratando de no tocar la mesa.

—¿Vas a perder tu pie marino? —preguntó Vainu.

El tercer oficial le miró fijamente.

—Estoy bien.

Vainu sonrió con afectación.

—Por lo menos deberíamos sacarle las vísceras —dijo a Arkady.

Arkady sacó las prendas de vestir del recipiente. Estaban manchadas de sangre de pescado, rasgadas por las espinas, como cabía esperar después de viajar en una red. Podría haber habido una mancha de aceite en una de las rodilleras de los pantalones. Extendió la blusa y observó que en la pechera había unas manchas diferentes, y un corte en lugar de una rasgadura.

Volvió a ocuparse del cadáver. Había una coloración granate en las extremidades, los senos y alrededor del ombligo. Tal vez no todo era sangre estancada; quizá se había precipitado al decirlo, sólo para poder alejarse del cuerpo. En efecto, al apretar el vientre cerca del ombligo vio una punzada, una herida estrecha, de unos dos centímetros de longitud, causada por un cuchillo. Justamente la clase de herida que cabía esperar de un cuchillo de pescador. Todos los que iban en el Estrella Polar tenían un cuchillo con mango de plástico blanco y hoja de doble filo, de veinte centímetros de largo, que se usaba para destripar el pescado o para cortar las redes. En todo el barco había rótulos que aconsejaban: «Estad preparados para casos de emergencia. Llevad siempre el cuchillo encima». Arkady tenía el suyo en el armario.

—Deja, eso ya lo haré yo —Vainu empujó a Arkady con el codo para que se apartase.

—Has encontrado un chichón y un arañazo —dijo Slava—. ¿Y qué?

Arkady replicó:

—Es más de lo que se encuentra en estos casos, aunque la caída sea desde una altura considerable.

Vainu se apartó de la mesa con pasos vacilantes. Arkady pensó que debía de haber abierto la herida un poco más, porque de ella surgían unos pocos centímetros de intestino de color gris tirando a morado. El intestino continuó saliendo como si tuviera vida propia, en medio de un burbujear de agua salada y un líquido blancuzco.

—¡Una mixina del cieno!

Mixina o lamprea. Podía llamarse de las dos maneras y era una forma de vida primitiva, pero eficiente.

A veces la red subía una platija de dos metros de largo, un animal que debería haber pesado un cuarto de tonelada y que no era nada salvo un saco de pellejo y huesos y un nido de anguilas de cieno. La parte exterior del pescado podía aparecer intacta; las anguilas entraban por la boca o por el ano y se abrían paso hasta el vientre.

Cuando aparecía una anguila en la factoría, las mujeres salían corriendo en todas direcciones y no volvían a ocupar sus puestos hasta que los hombres la mataban a golpes de pala.

La cabeza de la anguila, un muñón sin ojos, con cuernos carnosos y boca fruncida, se movía de un lado a otro contra el estómago de Zina Patiashvili; luego la anguila entera, larga como un brazo, aparentemente interminable, salió de ella, se retorció en el aire y fue a parar a los pies de Vainu. El doctor le dio una cuchillada con el bisturí y el instrumento se partió en dos contra el suelo. El médico se puso a patear, luego tomó otro cuchillo de la mesa. La anguila daba tremendos coletazos, rodaba de un lado a otro de la habitación. Su principal defensa era un líquido blancuzco y viscoso que impedía agarrada. Una sola anguila podía llenar un cubo con aquel líquido, y podía esconder su alimento en él, pues ni siquiera un tiburón se atrevía a tocarlo. La punta del cuchillo se partió y saltó por los aires, produciéndole un corte en la mejilla a Vainu. El doctor dio un traspié, cayó de espaldas y vio cómo la anguila se acercaba a él retorciéndose.

Arkady salió al pasillo y volvió con un hacha de bombero, la alzó en el aire y golpeó la anguila con el extremo romo. A cada golpe el animal daba coletazos, ensuciando todo el suelo. Arkady perdió el equilibrio por culpa de la viscosidad, lo recuperó, dio una vuelta al hacha y partió la anguila en dos. Ambas mitades siguieron retorciéndose independientemente hasta que Arkady cortó cada una de ellas en otros dos trozos. Los cuatro se movían en medio de los charcos de substancia Viscosa y sangre.

Vainu, apenas teniéndose en pie, se acercó al armarito, sacó los instrumentos del frasco esterilizador y vertió el alcohol en dos vasos, uno para Arkady y otro para él mismo. Slava Bukovsky se había ido. Arkady creía recordar vagamente que el tercer oficial se había precipitado hacia la puerta instantes después de que apareciese la anguila.

—Éste es el último viaje que hago —musitó Vainu—. ¿Por qué nadie se dio cuenta de que no estaba en su puesto de trabajo? —preguntó Arkady—. ¿Padecía alguna enfermedad crónica?

—¿Zina? —Vainu sujetaba el vaso con ambas manos—. Ella no.

Arkady apuró de un trago su propio vaso. Un poco antiséptico, pero no estaba mal.

Se preguntó qué clase de médico solía haber en los buques factoría. Desde luego, no tenían facultativos que sintieran curiosidad por toda la variedad de disfunciones físicas, de partos, de enfermedades infantiles, de dolencias geriátricas. En el Estrella Polar no existía siquiera el habitual riesgo marítimo de las enfermedades tropicales. El trabajo de un médico en aguas del Pacífico norte era aburrido, por esto atraía a borrachos y a médicos recién salidos de la facultad, aunque estos últimos eran destinados en contra de su voluntad a los barcos que surcaban aquellas aguas. Vainu no era ni una cosa ni otra. Era estoniano, de una república del Báltico donde consideraban a los rusos como si fueran tropas de ocupación. No era hombre que sintiese mucha simpatía por la tripulación del Estrella Polar.

—¿No sufría mareos, jaquecas, desvanecimientos? ¿Ningún problema de drogas? ¿No la trataste por nada?

—Ya has visto los expedientes. Absolutamente limpios.

—En tal caso, ¿a qué se debe que la ausencia de esta trabajadora tan sana no sorprendiera a nadie?

—Renko, tengo la impresión de que eres el único hombre de a bordo que no conocía a Zina.

Arkady asintió con la cabeza. También él estaba sacando aquella impresión.

—No olvides tu hacha —dijo Vainu cuando Arkady echó a andar hacia la puerta.

—Me gustaría que examinases el cadáver en busca de señales de actividad sexual. Tómale las huellas dactilares y extrae sangre suficiente para determinar su tipo. Me temo que tendrás que limpiarle el interior del abdomen.

—¿Y si…? —el doctor miró fijamente los pedazos de la anguila.

—De acuerdo —dijo Arkady—. Quédate el hacha.

Slava Bukovsky se hallaba inclinado sobre la barandilla. Arkady se colocó junto a él, como si estuvieran tomando el aire. En la cubierta de descarga, montones de lenguados amarillos esperaban que las palas los arrojaran por el conducto que desembocaba en la factoría.

Una red de nilón norteamericana aparecía colgada entre dos plumas de carga y una aguja para redes —una lanzadera de punta hendida— colgaba de una red a medio remendar. Arkady se preguntó si sería la red que había recogido a Zina. Slava tenía los ojos clavados en el mar. A veces la niebla surtía el mismo efecto que el aceite en el agua. La superficie estaba totalmente en calma, negra, y unas cuantas gaviotas revoloteaban sobre un arrastrero que Arkady podía distinguir sólo porque las embarcaciones norteamericanas tenían unos colores tan vivos como señuelos para pescar. El de ahora estaba pintado de rojo y blanco y los tripulantes llevaban impermeables amarillos. Se mecía, apareciendo y desapareciendo por detrás de la popa del Estrella Polar, cuyo casco herrumbroso se alzaba doce metros sobre el pesquero. Por supuesto, los norteamericanos sólo pasaban unas semanas lejos del puerto, mientras que el Estrella Polar tardaba medio año en volver. El pesquero norteamericano era un juguete en el agua; el Estrella Polar era todo un mundo independiente.

—Eso no suele suceder en las autopsias —comentó Arkady en voz baja.

Slava se secó la boca con un pañuelo.

—¿Por qué la acuchillarían si ya estaba muerta?

—En el estómago hay bacterias. La cuchillada fue para que saliesen los gases e impedir que flotara. Puedo arreglármelas solo durante un rato. ¿Por qué no esperas hasta que te encuentres mejor?

Slava se apartó de la barandilla, irguió el cuerpo y dobló el pañuelo.

—Todavía soy el encargado. Lo haremos todo como en una investigación normal.

Arkady se encogió de hombros.

—En la investigación normal de un caso de homicidio, cuando encuentras el cadáver examinas el lugar con una lupa y detectores de metal. Mira a tu alrededor. ¿Hay alguna ola en particular que quieras examinar?

—Deja de hablar de homicidio. Darás pábulo a rumores.

—Con esas heridas no puedo dejar de hablar de homicidio.

—Puede que se las causara la hélice —dijo Slava.

—Sí, si alguien la usó para golpearla en la cabeza.

—No había señales de lucha… tú mismo lo dijiste. El mayor problema es tu actitud. No voy a permitir que tu postura antisocial me comprometa.

—Camarada Bukovsky, no soy más que un trabajador salido de la factoría. Tú eres un emblema del radiante futuro soviético. ¿Cómo puedo comprometerte yo?

—No me vengas a mí con el cuento de que eres un trabajador. Volovoi me ha hablado de ti. Armaste una gorda en Moscú. El capitán Marchuk ha cometido una locura al llamarte.

—¿Por qué? —Arkady sentía verdadera curiosidad.

—No lo sé —Slava parecía tan confundido como Arkady.

En lo tocante al espacio y la distribución, el camarote de Zina Patiashvili era igual que el de Arkady: cuatro personas compartían lo que podía pasar por una cámara de descompresión bastante cómoda con cuatro literas, una mesa y un banco, un ropero y un lavabo. El ambiente propiamente dicho era distinto. En lugar de sudor masculino, el aire contenía una mezcla potente de perfumes que rivalizaban unos con otros. En lugar de las fotos de chicas ligeras de ropa de Gury y el icono de Obidin, decoraban la puerta del ropero postales cubanas, pueriles tarjetas de felicitación del día internacional de la mujer, fotos de niños luciendo las bufandas de alguna organización juvenil y fotos de astros de cine y músicos recortadas de las revistas. Había una foto risueña de Stas Namin, el rollizo astro del rock soviético. Otra mostraba la expresión ceñuda de Mick Jagger.

—Ésa era de Zina —Natasha Chaikovskaya señaló la foto de Jagger.

Las otras ocupantes del camarote eran madame Malzeva, la trabajadora de más edad de la sección de la factoría donde trabajaba Arkady, y una muchachita uzbeca que se llamaba Dynama en honor de la electrificación del Uzbekistán. La familia no le había hecho ningún favor a la pobre inocente, ya que en partes más avanzadas de la Unión Soviética una «dinama» es un ligue que se deja invitar a cenar por un hombre y luego, con la excusa de ir al lavabo, se despide a la francesa. Las amigas, movidas por la compasión, la llamaban Dynka. Sus ojos eran negros y de expresión ansiosa, en equilibrio sobre unos pómulos enormes. Llevaba el pelo recogido en dos colas de caballo que parecían alas negras.

Para una ocasión tan triste, Natasha había renunciado a pintarse los labios y, a modo de solución intermedia, lucía una peineta grande. A sus espaldas la llamaban «Chaika», nombre de una limusina de carrocería voluminosa. De un solo apretón hubiera podido estrujar a Stas Namin; Jagger no hubiera tenido la menor probabilidad de salir vivo. Era una lanzadora de pesos con alma de Carmen.

—Zina era una buena chica, una chica popular, la alegría del buque —dijo madame Malzeva. Como si estuviera de recibo en su salón, llevaba un chal adornado con borlas y remendaba un cojín de raso en el que aparecían bordadas las palabras «Visitad Odessa»—. Dondequiera que hubiese risa, allí estaba nuestra Zina.

—Zina era buena conmigo —dijo Dynka—. A veces bajaba a la lavandería y me traía un bocadillo.

—Era una honrada trabajadora soviética a la que se echará mucho de menos —Natasha era miembro del partido y tenía la correspondiente capacidad de hablar como una grabación en cinta.

—Estos testimonios son valiosos —dijo Slava.

Una de las literas de arriba aparecía deshecha. En una caja de cartón pensada para contener treinta kilos de pescado congelado había prendas de vestir, zapatos, una casete estéreo y cintas, rulos y cepillos para el pelo, una libreta de tapas grises, una foto instantánea de Zina en traje de baño, otra en la que aparecían ella y Dynka, y un joyero de las Indias Orientales cubierto con un paño de color y pedacitos de espejo. Sobre la litera, un rótulo enmarcado y atornillado al tabique indicaba el puesto que correspondía al ocupante en caso de alarma. El de Zina estaba con los bomberos en la cocina.

Arkady adivinó en seguida de quiénes eran las otras literas. Una mujer de edad ocupaba siempre una de las literas de abajo, en este caso una adornada con cojines de otros puertos —Sochi, Trípoli, Tánger—, de tal manera que madame Malzeva podía reposar sobre un mullido atlas. La litera de Natasha contenía una selección de folletos con títulos como, por ejemplo, «Las consecuencias del desviacionismo socialdemócrata» y «Para lograr un cutis más limpio». Quizá comprender una cosa llevaba a la otra; sería un gran avance propagandístico. En la litera de Dynka, una de las de arriba, había un camello de juguete. Las mujeres, más que los hombres, habían convertido el camarote en un verdadero hogar, lo suficiente para que Arkady tuviera la sensación de ser un intruso.

—Lo que nos interesa —dijo Arkady— es saber cómo la desaparición de Zina pasó inadvertida. Vosotras compartíais este camarote con ella. ¿Cómo es posible que no reparaseis en su ausencia durante un día y una noche?

—Era una muchacha tan activa… —comentó Malzeva—. Además, tenemos turnos diferentes. Mira, Arkasha, nosotras trabajamos de noche. Ella trabajaba durante el día. A veces pasaban días sin que viéramos a Zina. Cuesta creer que nunca volveremos a verla.

—Debes de haberte llevado un disgusto —en el cine, cuando daban películas de guerra, Arkady había visto a madame Malzeva llorar cuando mataban alemanes. Todos los otros espectadores chillaban «¡Chúpate ésa, alemán de la mierda!», pero Malzeva sollozaba.

—Me pidió que le prestara el gorro de ducharme y nunca me lo devolvió —la anciana alzó sus ojos secos.

—Nos iría bien conocer el testimonio de sus demás compañeras —sugirió Slava.

—¿Qué me dices de sus enemigos? —preguntó Arkady—. ¿Crees que alguien querría hacerle daño?

—¡No! —exclamaron a coro las tres mujeres.

—No hay necesidad de hacer preguntas de esta clase —advirtió Slava.

—Olvídala. ¿Qué otras cosas eran de Zina? —Arkady examinó el montaje fotográfico que decoraba la puerta del armario.

—Su sobrino —el dedo de Dynka señaló la instantánea de un chico de cabellos negros que sostenía un racimo de uvas grandes como higos.

—Su actriz —Natasha señaló una foto de Melina Mercouri, que aparecía con expresión malhumorada y envuelta en humo de cigarrillo.

Arkady se preguntó si Zina se veía a sí misma como una griega de carácter hosco.

—¿Algún novio? —preguntó Arkady.

Las tres mujeres se miraron como si estuvieran consultándose; luego Natasha contestó:

—Ningún hombre en especial, que nosotras sepamos.

—Ninguno —dijo Malzeva.

—No —Dynka soltó una risita.

—Confraternizar con todas las compañeras es lo mejor que se puede hacer —dijo Slava.

—¿La visteis en el baile? ¿Vosotras estuvisteis en el baile? —preguntó Arkady.

—No, Arkasha, a mi edad una ya no asiste a los bailes —respondió Malzeva, des empolvando cierta coquetería—. Y olvidas que de la factoría continuó tratando pescado durante el baile. Natasha, ¿no estabas enferma cuando el baile?

—Sí —al ver que Slava, antiguo músico, se sobresaltaba, Natasha añadió—: Puede que entrara a echar un vistazo.

«Luciendo un vestido», adivinó Arkady.

—¿Tú estuviste en el baile, Dynka? —preguntó Arkady.

—Sí. Los norteamericanos bailan como monos —dijo la chica—. Zina era la única que sabía bailar como ellos.

—¿Bailaba con ellos? —le preguntó Arkady.

—A mí me parece advertir cierta sexualidad poco sana cuando los norteamericanos bailan —dijo madame Malzeva.

—El propósito del baile era fomentar la amistad entre trabajadores de ambas naciones —contestó Slava—. ¿Qué importa con quién bailó si el accidente lo sufrió después del baile?

Arkady vació el contenido de la caja sobre la litera de Zina. Las prendas de vestir eran extranjeras y estaban muy gastadas. Nada en los bolsillos. Las cintas eran de los Rolling Stones, los Dire Straits e intérpretes por el estilo; la casete era Sanyo. No había ningún documento de identidad, ni esperaba encontrarlo; la cartilla de cobros y el visado estarían en la caja fuerte del buque. Sobre la litera había lápices de labios y perfumes. ¿Cuánto tiempo persistiría el perfume de Zina Patiashvili en el camarote? En el joyero había un collar de perlas cultivadas y medio mazo de naipes, todos de la reina de corazones. También un fajo de «rosas», billetes de diez rublos, sujetos con una gomita. Examinar los efectos personales requeriría más tiempo del que tenía en ese momento. Volvió a meterlo todo en la caja.

—¿Todo está aquí? —preguntó—. ¿Todas sus cintas? Natasha sorbió aire por la nariz.

—Sus preciosas cintas. Siempre utilizaba sus auriculares. Nunca las compartía.

—¿Qué tratas de encontrar? —preguntó Slava en tono imperioso—. Estoy cansado de que prescindas de mí.

—No prescindo de ti —replicó Arkady—, pero tú ya sabes lo que sucedió. Yo soy más corto de entendederas y tengo que hacer las cosas paso a paso. Gracias —dijo a las tres mujeres.

—Eso es todo, camaradas —concluyó Slava en tono decidido. Levantó la caja—. Yo me encargo de esto. Al llegar a la puerta, Arkady se detuvo y preguntó: —¿Se divirtió en el baile?

—Es posible —dijo Natasha—. Camarada Renko, quizá deberías asistir a un baile alguna vez. A los intelectuales les convendría mezclarse con los trabajadores.

Arkady no alcanzó a adivinar por qué Natasha le había puesto la etiqueta de intelectual; la sección de limpieza de pescado no era un lugar donde proliferasen los filósofos. Había en la expresión de Natasha algo de mal agüero que Arkady quería evitar, de modo que le preguntó a Dynka:

—¿Parecía mareada? ¿Enferma?

Dynka dijo que no con la cabeza y sus trenzas se mecieron con el movimiento.

—Se la veía feliz cuando se fue del baile.

—¿A qué hora se fue? ¿Adónde iba?

—A popa. No sé qué hora era; la gente todavía bailaba.

—¿Con quién iba?

—Estaba sola, pero se la veía feliz, como una princesa en un cuento de hadas.

Era una fantasía mucho mejor que la que hubiera inventado un hombre. Aquellas mujeres creían estar surcando los mares con todas las intrigas normales en un apartamento de mujeres, como si no fuera posible caer al ancho mar y, sencillamente, desaparecer. Durante los diez meses que Arkady llevaba a bordo había tenido la impresión creciente de que el océano era un vacío hacia el que las personas podían verse arrastradas en cualquier momento. Las personas tenían que aferrarse a sus literas y asirse a lo que fuera para conservar la vida si salían a cubierta.

Cuando llegaron a cubierta, Slava y Arkady encontraron a Vainu con el cuerpo doblado sobre la barandilla, la bata sucia de sangre y cieno. El hacha yacía a sus pies. El doctor alzó dos dedos.

—… más —dijo bruscamente, y de nuevo volvió el rostro de cara al viento.

Un vacío o un pozo donde hay demasiada vida. Elegid lo que os guste más.