Viktor Sergeivich Marchuk no necesitaba uniforme ni galones para proclamar que era capitán. Fuera de la asociación de marineros de Vladivostok, Arkady había visto su rostro entre los retratos gigantescos de los principales capitanes de la flota pesquera del Extremo Oriente. Pero el retrato había suavizado la expresión de Marchuk y le mostraba con chaqueta y corbata, como si fuera el capitán de una mesa de despacho. El Marchuk de carne y hueso tenía una cara llena de ángulos de madera labrada toscamente y afilada por la barba negra y recortada de un individualista, y mandaba su buque vestido con el suéter de lana y los tejanos de un hombre aficionado a vivir al aire libre. En alguna parte de su pasado había sido un asiático; en alguna otra parte, un cosaco. El país entero se veía dirigido por una nueva raza de hombres de Siberia: economistas de Novosibirsk, escritores de lrkutsk y marineros modernos de Vladivostok.
Sin embargo, el capitán parecía desconcertado mientras contemplaba la confusión que había en su mesa de despacho: el expediente de un marinero, un código de señales y una tabla de cifras, papeles llenos de columnas de números, algunos con un círculo rojo a su alrededor, y una segunda página de letras. Marchuk apartó los ojos de ellas y miró a Arkady como si tratara de enfocarle bien. Slava Bukovsky se apartó discretamente del objeto de la atención del capitán.
—Siempre es interesante conocer a miembros de la tripulación —Marchuk señaló el expediente con un movimiento de la cabeza—. «Ex investigador.» Envié un mensaje por radio pidiendo detalles. Marinero Renko, aquí tienes algunos detalles —un grueso dedo golpeó las letras descifradas—. Oficial investigador de la oficina del fiscal de Moscú expulsado por no ser digno de confianza políticamente. Visto luego en la metrópoli inferior de Norilsk, huyendo. No hay motivo para avergonzarse; algunos de nuestros mejores ciudadanos llegaron al este encadenados. Hasta que se reformen. En Norilsk fuiste vigilante nocturno. Como ex moscovita, ¿las noches te resultaban frías?
—Solía encender tres bidones de alquitrán y sentarme en el centro. Parecía un sacrificio humano.
Mientras Marchuk encendía un cigarrillo, Arkady miró a su alrededor. Había una alfombra persa en el suelo, un sofá empotrado en el rincón, una biblioteca náutica en estantes de corredera, un televisor, una radio y una mesa de despacho antigua, grande como una lancha salvavidas. En la pared, sobre el sofá, había una foto de Lenin dirigiendo la palabra a marineros y cadetes. Tres relojes indicaban la hora local, la de Vladivostok y la de Greenwich. El buque se guiaba por la hora de Vladivostok; el diario de a bordo se llevaba de acuerdo con la de Greenwich. En conjunto, el despacho del capitán parecía un estudio privado, cuya única diferencia fuese tener mamparos de color verde claro en lugar de paredes.
—Aquí dice que te echaron por destruir una propiedad del Estado. Supongo que se refiere al alquitrán. Luego conseguiste entrar a trabajar en un matadero.
—Arrastraba renos hasta donde se encontraban los matarifes.
—Pero, una vez más, aquí dice que te echaron por instigación política.
—Trabajaba con dos buriatos. Ninguno de ellos entendía el ruso. Puede que los renos se fueran de la lengua.
—Seguidamente apareces a bordo de un arrastrero de bajura en Sajalin. Esto, marinero Renko, me asombra de veras. Trabajar en uno de esos arrastreros viejos es como estar en la Luna. El peor trabajo a cambio de la peor paga. Los tripulantes son hombres que huyen de sus esposas, de la obligación de mantener a sus hijos, de delitos de poca monta; incluso puede que hayan cometido algún homicidio. A nadie le importa eso, porque necesitamos tripulaciones en la costa del Pacífico. A pesar de ello, helo aquí otra vez: «Despedido por ser indigno de confianza políticamente». Por favor, cuéntanos qué hiciste en Moscú.
—Mi trabajo.
Con gesto brusco, Marchuk apartó el humo azul del cigarrillo.
—Renko, llevas casi diez meses en el Estrella Polar. Ni siquiera dejaste el buque cuando volvimos a Vladivostok.
Al desembarcar, un marinero tenía que pasar por la guardia de fronteras, las tropas fronterizas del KGB.
—Me gusta el mar —fue el comentario de Arkady.
—Soy el principal capitán de la flota del Extremo Oriente —dijo Marchuk—. Me dieron la medalla de héroe del trabajo socialista y ni siquiera a mí, repito, a mí, me entusiasma el mar. De todos modos, quería felicitarte. El doctor ha modificado sus cálculos. La chica, Zina Patiashvili, murió hace dos noches, no anoche. En su condición de representante del sindicato, el camarada Bukovsky, como es natural, se encargará de redactar el informe correspondiente.
—Sin duda el camarada Bukovsky sabrá estar a la altura de su tarea.
—Es muy voluntarioso. Sin embargo, un tercer oficial no es un investigador. Tú eres el único que tenemos a bordo.
—Parece un joven con iniciativa. Hace un rato ya supo encontrar la factoría. Le deseo suerte.
—Seamos adultos. El Estrella Polar tiene una tripulación de doscientos setenta marineros de cubierta, mecánicos y trabajadores de la factoría como tú. Cincuenta tripulantes son mujeres. Somos como un pueblo soviético en aguas norteamericanas. La noticia de una muerte en circunstancias extrañas en el Estrella Polar siempre encontrará oídos interesados. Es importantísimo que nadie saque la impresión de que encubrimos algo o de que el asunto no nos interesa.
—De modo que los norteamericanos ya lo saben —dedujo Arkady en voz alta.
Marchuk le concedió el tanto.
—Su jefe me ha visitado. La situación resulta todavía más complicada debido a que esta infortunada muchacha murió hace dos noches. ¿Hablas inglés?
—Hace mucho tiempo que no practico. De todos modos, los norteamericanos que haya bordo hablan ruso.
—Pero tú no bailas.
—Recientemente no he bailado.
—Hace dos noches celebramos un baile —recordó Slava a Arkady—. En honor de los pescadores de todas las naciones.
—Yo todavía estaba limpiando pescado. Sencillamente asomé la cabeza cuando iba a ocupar mi puesto —el baile se había celebrado en la cantina. Desde la puerta, lo único que Arkady consiguió ver fueron figuras que daban saltos bajo las luces que reflejaba una bola de espejos—. Tú tocabas el saxofón —le dijo a Slava.
—Teníamos invitados —explicó Marchuk—. Había dos pesqueros norteamericanos amarrados al Estrella Polar y algunos pescadores norteamericanos asistieron al baile. Es posible que quieras hablar con ellos. No entienden el ruso. Desde luego, esto no es una investigación. La investigación la llevarán a cabo las autoridades competentes, como suele decirse, cuando volvamos a Vladivostok. Sin embargo, la información hay que recogerla ahora, mientras la gente todavía tenga la memoria fresca. Bukovsky necesita que le ayude alguien que tenga experiencia en esta clase de asuntos y que domine el inglés. Será hoy solamente.
—Con todo el respeto —dijo Slava—, puedo hacer preguntas con corrección total y sin ayuda de Renko. Debemos tener presente que este informe será estudiado por la flota, por departamentos del Ministerio, por…
—Recuerda —le advirtió Marchuk— el pensamiento de Lenin: «¡La burocracia es mierda!» —y volviéndose hacia Arkady, añadió—: La marinera Patiashvili estuvo en el baile, que se celebró más o menos a la hora en que tú dices que murió. Nos consideramos afortunados por tener a alguien con tus conocimientos a bordo del Estrella Polar, y damos por sentado que tú también piensas que es una suerte que se te ofrezca una oportunidad de servir a tu buque.
Arkady miró aquel revoltijo de papeles que cubrían la mesa.
—¿Y qué hay de mi fiabilidad política o de la falta de ella?
La sonrisa de Marchuk resultó sumamente llamativa debido al contraste con la barba.
—Tenemos un experto en lo que se refiere a tu fiabilidad. Slava, nuestro amigo el camarada Volovoi ha mostrado cierto interés por el marinero Renko: no queremos empezar nada sin Volovoi.
En la cantina se daban dos sesiones de cine diarias. Desde fuera, lo único que Arkady podía ver eran imágenes borrosas en una pantalla instalada en la tarima donde Slava y su conjunto habían tocado dos noches antes. Un avión estaba aterrizando en un aeropuerto en el que destacaban unos edificios modernos: un aeropuerto extranjero. Unos coches se detuvieron ante la entrada de la terminal: coches de lujo, un tanto anticuados y con algunos golpes, pero decididamente norteamericanos. Voces con acento norteamericano se llamaban unas a otras «míster tal» o «míster cual». La cámara enfocó unos zapatos puntiagudos, extranjeros.
—Vigilancia en el extranjero —dijo alguien, saliendo de la cantina—. Que si la CIA esto, que si la CIA aquello… De ahí no salen.
El que acababa de hablar era Karp Korobetz. Corpulento, de frente estrecha, Korobetz era capataz y parecía una de aquellas estatuas gigantescas que habían erigido después de la guerra: el soldado empuñando el fusil, el marinero disparando su cañón, como si la victoria la hubiese conquistado el hombre primitivo. Era el trabajador modelo del Estrella Polar.
En el salón había un tablero que llevaba la cuenta de la competición entre las tres guardias: cada semana se entregaba un gallardete dorado a la vencedora. Se concedían puntos por la importancia de la captura, por la calidad del pescado tratado, por el porcentaje del importantísimo cupo. El equipo de Karp ganaba el gallardete un mes tras otro. Como el equipo de Arkady en la factoría tenía el mismo turno, ganaba también. «¡Alimentando al pueblo soviético construís el comunismo!», decía una inscripción en la parte superior del tablero. ¡Se refería a él y a Karp!
El capataz sacó un cigarrillo. La gente que trabajaba en cubierta no se fijaba mucho en la que trabajaba bajo ella. Apenas miró a Slava. En la pantalla, unos paquetes blancos pasaban de manos de un agente secreto a otro.
—Heroína —observó Karp.
—O azúcar —dijo Arkady.
El azúcar también era difícil de encontrar.
—El capataz Korobetz fue quien encontró a Zina —aclaró Slava, cambiando de tema.
—¿A qué hora la encontraste? —preguntó Arkady dirigiéndose a Karp.
—Serían las tres de la madrugada.
—¿Había algo más en la red?
—No. ¿Por qué haces tú preguntas? —preguntó a su vez Karp.
Su expresión había cambiado, como si una estatua hubiera abierto los ojos.
—El marinero Renko pasa por tener experiencia en asuntos de esta clase —explicó Slava.
—¿Experiencia en caer por la borda? —preguntó Karp.
—¿La conocías?
—Sólo la veía por aquí. Servía la comida —el interés de Karp iba en aumento. Probó el nombre de Arkady como si fuera una campana—. Renko, Renko… ¿De dónde eres?
—De Moscú —contestó Slava por Arkady.
—¿De Moscú? —Karp soltó un silbido de admiración—. Debes de haberla jodido de verdad para acabar aquí.
—Pero aquí estamos todos, orgullosos trabajadores de la flota del Extremo Oriente —dijo Volovoi, uniéndose a ellos y sin quitar ojo de otro recién llegado, un chico norteamericano pecoso y melenudo que se les acercaba tímidamente—. Entra, entra, Bernie —invitó Volovoi en tono de apremio—. Es una película de espías. Muy apasionante.
—Quieres decir que nosotros somos los malos, ¿verdad?
Bernie tenía una sonrisa borreguil y sólo se le notaba un poco de acento.
—¿Qué esperabas? Si no, no sería una película de espías —ironizó Volovoi.
—Tómatela como si fuera una comedia —sugirió Arkady.
—Eso —a Bernie le gustó la idea.
—Entra, por favor, que te divertirás —le animó Volovoi, aunque ya no reía—. El camarada Bukovsky te conseguirá un buen asiento.
El primer oficial acompañó a Arkady a la biblioteca del buque, una habitación en la que el lector tenía que ponerse de lado para pasar entre las estanterías. Era interesante ver qué autores estaban representados en una colección tan limitada. Jack London[2] era popular, como lo eran también los relatos de guerra, la ciencia ficción y un género literario que llamaban «romances con tractor». Volovoi ordenó a la bibliotecaria que saliera y se sentó ante su mesa de despacho, apartando el cubretetera, los tarros de pegamento y los libros con el lomo roto, a fin de tener espacio pata el expediente que llevaba en la cartera de mano. Arkady siempre había procurado no cruzarse con el oficial político, colocándose detrás de todos en las reuniones y evitando los espectáculos que se ofrecían a la tripulación. Era la primera vez que los dos se encontraban a solas.
Aunque Volovoi era el primer oficial del buque y normalmente llevaba una chaqueta de lona y botas, jamás tocaba el timón, una red o una carta de navegación. Ello se debía a que un primer oficial era el oficial político. Había un oficial jefe que se ocupaba de asuntos más vulgares relacionados con la pesca y con la navegación. Resultaba muy confuso. El primer oficial Volovoi era responsable de la disciplina y de la moral; de los letreros pintados a mano que proclamaban «El tercer turno gana el gallardete de oro de la competición socialista»; de dar las noticias todas las tardes por la radio del buque, mezclando los telegramas dirigidos a tripulantes que, llenos de orgullo, se enteraban así de que acababan de ser padres en Vladivostok, con noticias procedentes de la revolucionaria Mozambique; de organizar sesiones de cine y torneos de voleibol; y, lo más importante de todo, de redactar una evaluación laboral y política de todos los miembros de la tripulación, del capitán para abajo, y de entregada luego a la sección marítima del KGB.
No es que Volovoi fuese un tipo débil. Era el campeón de levantamiento de pesas del buque, uno de esos pelirrojos que siempre tienen los ojos inyectados de sangre, cuyos párpados y labios aparecen siempre cubiertos de eccema, cuyas manos carnosas y bien curvadas están cubiertas de vello dorado. Los tripulantes llamaban «inválidos» a los oficiales políticos porque no trabajaban de verdad, pero Pedor Volovoi era el «inválido» más sano que Arkady había visto en su vida.
—«Renko —leyó Volovoi, como si se estuviera familiarizando con un problema—. Investigador jefe. Despedido. Expulsado del partido. Rehabilitación psiquiátrica.» Como puedes ver, dispongo del mismo expediente que tiene el capitán. Destinado a trabajos en la sección oriental de la República rusa.
—Siberia.
—Sé dónde está la sección oriental. También observo que tienes sentido del humor.
—Básicamente en eso he estado trabajando durante los últimos años.
—Muy bien, porque también tengo un informe más completo —Volovoi puso un expediente más grueso sobre la mesa—. Hubo un caso de asesinato en Moscú. Por alguna razón, al final tú mataste al fiscal de la ciudad. Fue un final inesperado. ¿Quién es el coronel Pribluda?
—Un oficial del KGB. Habló por mí en la investigación que decidió no presentar acusaciones contra mí.
—También te expulsaron del partido y te tuvieron en observación psiquiátrica. ¿Ésta es la suerte que corre un hombre inocente?
—La inocencia no tuvo nada que ver en el asunto.
—¿Y quién es esa Irina Asanova? —Volovoi leyó el nombre.
—Una ex ciudadana soviética.
—Te refieres a una mujer a la que ayudaste a desertar y que desde entonces ha hecho correr rumores difamatorios acerca de tu suerte.
—¿Qué dicen esos rumores? —preguntó Arkady—. ¿Han llegado muy lejos?
—¿Has estado en contacto con ella?
—¿Desde aquí?
—Veo que ya te han interrogado antes.
—Muchas veces.
Volovoi hojeó el expediente.
—«Poco fiable desde el punto de vista político…», «poco fiable». Permíteme que te diga lo que me hace gracia a mí como primer oficial. Dentro de pocos días estaremos en Dutch Harbor. Todos los que vamos en este buque bajaremos a tierra e iremos de compras con una sola excepción: tú. Porque todos los que vamos en este buque tenemos un visado de primera con una sola excepción: tú. Debo suponer que sólo tienes un visado de segunda porque las personas que se ocupan de estos asuntos saben que no se puede confiar en ti, que no se te puede permitir que bajes a tierra en un puerto extranjero y te mezcles con extranjeros. A pesar de ello, eres el hombre que el capitán quiere que ayude a Bukovsky, incluso que le ayude a hablar con los norteamericanos que llevamos a bordo o los que tripulan los arrastreros. Esto es una broma o, por el contrario, algo muy serio.
Arkady se encogió de hombros.
—El humor es una cosa tan personal…
—Pero ser expulsado del partido… —Arkady pensó que al inválido le gustaba hacer hincapié en lo de la expulsión.
La expulsión y el exilio eran lo de menos; el verdadero castigo, el temor de todo apparatchik, era perder el carné del partido. A Molotov, por ejemplo, lo denunciaron porque había redactado las listas de miles de víctimas de Stalin. Pero no se vio en verdaderos apuros hasta que le retiraron el carné.
—Pertenecer al partido era un honor demasiado grande. No podía soportarlo.
—Eso parece —Volovoi hojeó otra vez el expediente. Quizá las palabras eran demasiado dolorosas. Alzó los ojos hacia los estantes de libros, como si ninguna de las historias que éstos contenían pudiera ser tan vergonzosa—. El capitán es miembro del partido, por supuesto. Sin embargo, al igual que muchos capitanes de buque, tiene una naturaleza decidida, una personalidad que disfruta arriesgándose. Es sagaz para la pesca, para sortear icebergs, sencillamente desviándose a estribor o a babor. Pero la política y la personalidad humana son más complicadas, más peligrosas. Desde luego, quiere saber qué le ocurrió a la muchacha muerta. Todos queremos saberlo. Nada es más importante. Por esto es importantísimo que la investigación que llevemos a cabo se controle como es debido.
—No es la primera vez que oigo algo por el estilo —reconoció Arkady.
—Y no hiciste caso. Entonces eras miembro del partido, un funcionario importante, un hombre que ostentaba un título. Veo en tu expediente que hace casi un año que no bajas a tierra. Renko, estás prisionero en este buque. Cuando volvamos a Vladivostok, mientras tus compañeros de camarote se reúnen con sus chicas o con sus familias, a ti te recibirá la guardia de fronteras, una rama de la seguridad del Estado. Lo sabes muy bien, porque, de lo contrario, hubieses abandonado el buque la última vez que volvimos a casa. No tienes hogar, no tienes a donde ir. Tu única esperanza es recibir una evaluación muy positiva del Estrella Polar. Y yo soy el oficial encargado de redactarla.
—¿Qué quieres?
—Espero —dijo Volovoi— que me informes con detalle, discretamente, antes de presentar tu informe al capitán.
—Ah —Arkady agachó la cabeza—. Bueno, no es una investigación; se trata sólo de hacer preguntas durante un día. Yo no soy el encargado.
—Slava Bukovsky no habla inglés, de modo que es obvio que algunas de las preguntas las formularás tú. Hay que hacer preguntas, hay que averiguar la verdad, antes de que podamos llegar a una conclusión apropiada. Es importante que no se dé ninguna información a los norteamericanos.
—Haré cuanto pueda. Es lo único que está a mi alcance. ¿Te gustaría que el veredicto fuese de muerte por accidente? Ya hemos hablado de ingestión de alimentos en mal estado. ¿Qué me dices de homicidio?
—También es importante proteger el nombre del buque.
—El suicidio tiene muchas variantes.
—Y la reputación de la desdichada trabajadora.
—Podríamos declarar que todavía vive y nombrarla reina del día del pescador. Lo que tú quieras. Redacta el informe y lo firmaré ahora mismo.
Volovoi cerró lentamente la carpeta, la guardó dentro de su cartera, echó la silla hacia atrás y se levantó. Sus ojos inyectados en sangre enrojecieron un poco más a la vez que su mirada se volvía más fija, la reacción instintiva de un hombre al divisar a un enemigo natural. Arkady sostuvo su mirada y pensó: «Yo también te conozco a ti».
—¿Puedo retirarme?
—Sí —la voz de Volovoi se había vuelto seca—. Renko —añadió en el momento en que Arkady daba media vuelta para irse.
—¿Sí?
—Pienso que lo que se te da mejor es el suicidio.