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En su momento, al ser botado en Gdansk, las cuatro superestructuras del Estrella Polar eran de un blanco deslumbrante, y las plumas de carga y las grúas estaban pintadas de color amarillo caramelo. Las cubiertas se hallaban despejadas, había cadenas plateadas enroscadas en los chigres, y la fachada de las superestructuras formaba un ángulo atrevido. En su momento, de hecho, el Estrella Polar parecía un buque.

Veinte años de agua salada lo habían repintado de orín. En las cubiertas superiores se habían acumulado tablones de madera, barriles llenos de aceite lubricante y otros barriles vacíos para el aceite de pescado, redes y flotadores. De la chimenea negra con su franja roja, el color de la bandera soviética, surgía el humo oscuro de un diésel en mal estado. Ahora, visto desde lejos, al observar los costados maltrechos por los golpes de los pesqueros de arrastre que descargaban sus capturas en pleno temporal, el Estrella Polar, más que un buque factoría, parecía una combinación de fábrica y almacén de chatarra que había sido lanzada al mar, y, aunque costara creerlo, avanzaba entre las olas.

A pesar de todo, el Estrella Polar pescaba con eficiencia, de día y de noche. Mejor dicho, los que pescaban eran los pequeños arrastreros que luego entregaban sus redes al buque factoría para que en él preparasen el pescado: cortar las cabezas, sacar las tripas, congelar.

Desde hacía ya cuatro meses el Estrella Polar venía siguiendo a los pesqueros norteamericanos en aguas también norteamericanas, desde Siberia hasta Alaska, desde el estrecho de Bering hasta las islas Aleutianas. Era una empresa conjunta. Expresado de manera sencilla, los soviéticos aportaban los buques factorías y se quedaban con el pescado, mientras que los norteamericanos aportaban pesqueros de arrastre e intérpretes y se quedaban con el dinero, todo ello dirigido por una compañía que tenía su base en Seattle y era mixta: soviética y norteamericana. Durante todo ese tiempo la tripulación del Estrella Polar quizá habría visto el sol un par de días, pero, ya se sabe, el mar de Bering era conocido por el nombre de «la zona gris».

El tercer oficial Slava Bukovsky recorrió la cadena de tratamiento mientras los demás clasificaban la captura: el bacalao lo depositaban en una cinta transportadora que lo llevaba a las sierras; las caballas y las rayas, a la escotilla de la harina de pescado. Algunos pescados habían estallado, literalmente, al hincharse las vejigas natatorias durante la subida desde el fondo del mar, y sus fragmentos se pegaban como una mucosa a las gorras, los delantales impermeables, las pestañas, los labios.

Pasó junto a las sierras giratorias y llegó a la sección de limpieza, donde había operarios a ambos lados de la cinta transportadora. Moviéndose como autómatas, la primera pareja rajaba el vientre de los pescados hasta el ano; la segunda pareja extraía los hígados y las tripas con una manga aspiradora; la tercera pareja limpiaba la piel, las agallas y las cavidades con chorros de agua salada; la última pareja daba al pescado un postrer repaso con otra aspiradora y colocaba el limpio y pulcro resultado en otra cinta que lo transportaba a los congeladores. Durante el turno de ocho horas, la limpieza del pescado levantaba una neblina de sangre y pulpa húmeda que cubría la cinta, a los operarios y el suelo. Quienes se ocupaban de aquella tarea no eran los habituales héroes del trabajo, y de todos ellos el que menos podía considerarse como tal era el hombre pálido, de pelo negro, que se encontraba en el extremo de la cadena y cargaba el pescado en la última cinta transportadora.

—¡Renko!

Arkady limpió el agua sanguinolenta que quedaba en un vientre destripado, puso el pescado en la cinta que lo llevaría al congelador y tomó el siguiente. La carne del bacalao no era firme. Si no se limpiaba y congelaba rápidamente, no sería apto para el consumo humano y tendrían que dárselo a los visones; si no era apto para éstos, lo enviarían a África para alimentar a los que pasaban hambre. Tenía las manos entumecidas de tanto manipular pescado que no estaba más caliente que el hielo, pero al menos no tenía que manejar la sierra como Kolya. Cuando el mar estaba agitado y el buque empezaba a dar bandazos, se necesitaba mucha concentración para cortar un bacalao congelado y resbaladizo. Arkady había aprendido a meter la puntera de sus botas debajo de la mesa, y de este modo evitaba que sus pies resbalasen. Al empezar el viaje y al final, limpiaban toda la factoría con amoníaco, frotando y utilizando mangueras, pero mientras tanto en la sala de limpieza todo estaba resbaladizo a causa de las materias orgánicas, y el olor era muy fuerte. Hasta los chasquidos de la cinta, el gemido de la sierra y el quejido grave y profundo del casco eran los sonidos de un leviatán que resueltamente se tragaba el mar.

La cinta se detuvo.

—Tú eres el marinero Renko, ¿no es así?

Arkady tardó un momento en reconocer al tercer oficial, que no solía visitar las secciones situadas bajo cubierta. Izrail, el capataz de la factoría, se encontraba junto al interruptor de la fuerza. Llevaba varios suéteres, uno encima del otro, y la barba negra, de varios días, le llegaba hasta cerca de los ojos, que se movían de un lado a otro, impacientes. Natasha Chaikovskaya, una mujer joven y corpulenta, envuelta en un impermeable pero con el toque femenino del carmín en los labios, se inclinó discretamente para ver mejor los zapatos Reebok y los tejanos limpios del tercer oficial.

—¿No es así? —repitió Slava.

—No es ningún secreto —dijo Arkady.

—Esto no es una clase de danza para jóvenes Komsomoles[1] —dijo Izrail a Slava—. Si quieres hablar con él, llévatelo.

La cinta se puso en marcha de nuevo y Arkady siguió a Slava hacia la parte de popa, sorteando los regueros de suciedad y aceite de hígado de pescado que desembocaban directamente por el costado del buque.

Slava se detuvo para escudriñar atentamente a Arkady, como si quisiera ver detrás de un disfraz.

—¿Eres Renko, el investigador?

—Ya no.

—Pero lo fuiste —dijo Slava—. Con eso hay suficiente.

Subieron a la cubierta principal. Arkady supuso que el tercer oficial le conducía a presencia del oficial político o a registrarle el camarote, aunque esto último habría podido hacerla sin él. Pasaron junto a la cocina, de donde salía el aroma humeante de los macarrones, doblaron hacia la izquierda en un punto donde un rótulo exigía «¡Incrementa la producción del sector agroindustrial! ¡Lucha por un incremento decisivo del suministro de proteínas de pescado!», y se detuvieron ante la puerta de la enfermería.

Vigilaba la puerta una pareja de mecánicos que lucían los brazaletes rojos de los «voluntarios del orden público». Skiba y Slezko eran dos delatores, un par de «babosas» según el resto de la tripulación. Cuando Arkady y Slava cruzaron la puerta, Skiba se sacó una libretita del bolsillo.

A bordo del Estrella Polar había un dispensario más grande que el de la mayoría de las ciudades de provincias: consultorio, sala de exploración, enfermería con tres camas, sala de cuarentena y quirófano. Slava condujo a Arkady hasta este último lugar. Cubrían las paredes armarios blancos con recipientes de vidrio en los que había instrumentos en alcohol. Un armarito rojo, cerrado con llave, guardaba cigarrillos y medicamentos, un carrito con un cilindro verde contenía oxígeno y otro de color rojo, óxido nitroso. Había también un cenicero de pie y una escupidera de latón. De las paredes colgaban esquemas anatómicos y flotaba en el aire un fuerte olor a preparado astringente. En un ángulo podía verse un sillón de dentista, y en medio de la habitación, una mesa de operaciones de acero cubierta con una sábana. La sábana estaba empapada y se pegaba a la forma de mujer que había debajo de ella. Por debajo del borde de la sábana colgaban varias correas de sujeción.

Las portillas eran como espejos iluminados debido a la oscuridad exterior. Las 06.00 faltaba otra hora de trabajo antes de que amaneciese, y, como solía pasarle en ese momento de su turno, Arkady se sentía aturdido al pensar en el número de peces que había en el mar. Tenía la sensación de que sus ojos eran como dos portillas más.

—¿Qué quieres? —preguntó.

—Alguien ha muerto —anunció Slava.

—Eso ya lo veo.

—Una de las chicas de la cocina. Se cayó por la borda.

Arkady miró hacia la puerta y se imaginó a Skiba y Slezko en el otro lado.

—Y eso ¿qué tiene que ver conmigo?

—Es obvio. Nuestro comité sindical tiene que redactar un informe de todas las muertes, y yo soy el representante del sindicato. De toda la gente que hay a bordo, tú eres el único que tiene experiencia en casos de muerte violenta.

—Y de resurrección —dijo Arkady. Slava parpadeó—. Es algo que se parece a la rehabilitación, pero se supone que dura más. No importa —Arkady contempló los cigarrillos que había dentro del armarito; eran papirosis, tubos de cartulina con bolitas de tabaco. Pero el armarito estaba cerrado con llave—. ¿Dónde está el médico?

—Echa un vistazo al cadáver.

—¿Tienes un cigarrillo?

Pillado por sorpresa, Slava rebuscó en su camisa y finalmente sacó un paquete de Marlboro. Arkady quedó impresionado.

—En ese caso, me lavaré las manos.

El agua del grifo tenía un color pardo, pero limpió la mucosa y las escamas que cubrían los dedos de Arkady. Una de las señales de los marineros veteranos eran los dientes manchados de tanto beber agua de depósitos oxidados. Sobre el fregadero estaba el primer espejo limpio en el que se había mirado desde hacía un año. Pensó que «resurrección» era una palabra, pero acabó decidiendo que «desenterrado» lo describía mejor. El turno de noche en un buque factoría le había dejado la piel totalmente incolora. Una sombra permanente parecía cubrirle los ojos. Incluso las toallas estaban limpias. Reflexionó sobre la conveniencia de ponerse enfermo alguna vez.

—¿Dónde fuiste investigador? —preguntó Slava mientras encendía el cigarrillo para Arkady, cuyo humo le llenó los pulmones.

—¿Tienen cigarrillos en Dutch Harbor?

—¿Qué clase de delitos investigabas?

—Tengo entendido que en una tienda de Dutch Harbar los montones de cigarrillos llegan hasta el techo. Y hay fruta fresca. Y aparatos estereofónicos.

Slava perdió la paciencia.

—¿Qué clase de investigador?

—Moscú —Arkady exhaló humo. Por primera vez dedicó toda su atención a la mesa—. Y no investigaba accidentes. Si se cayó por la borda, ¿cómo la recogisteis? En ningún momento oí que las máquinas se pararan para izada. ¿Cómo llegó hasta aquí el cuerpo?

—No es necesario que lo sepas.

Arkady dijo:

—Cuando era investigador tenía que ver personas muertas. Ahora que soy un simple trabajador soviético sólo tengo que ver peces muertos. Buena suerte.

Dio un paso hacia la puerta. Fue como apretar un botón.

—La recogieron las redes —se apresuró a decir Slava.

—¿De veras? —Arkady sintió interés a su pesar—. Es extraño.

—Por favor.

Arkady se aproximó a la mesa y apartó la sábana. Incluso con los brazos echados hacia atrás por encima de la cabeza, la mujer era pequeña. La piel era muy blanca, como lavada con lejía. Aún estaba fría. La blusa y los pantalones aparecían muy pegados al cuerpo, como un sudario húmedo. Un pie calzaba un zapato de plástico rojo. Unos ojos castaños, apagados, miraban hacia arriba desde un rostro triangular. El cabello era corto y rubio, pero negro en las raíces. Tenía un lunar junto a la boca. Askady le levantó la cabeza y la dejó caer de nuevo sobre la mesa. Le palpó el cuello, los brazos. Los codos estaban rotos, pero no especialmente magullados. Tenía las piernas rígidas. Despedía un olor a mar más fuerte que el de cualquier pescado. Había arena en el zapato; había tocado el fondo. En los antebrazos y las palmas de las manos se veían rasguños, probablemente causados por la red.

—Zina Patiashvili —dijo Arkady.

La mujer trabajaba en la cantina, donde servía patatas, col, compota.

—Parece diferente —observó Slava analíticamente—. Quiero decir diferente de cuando estaba viva.

Arkady pensó que la diferencia era doble. Un cambio provocado por la muerte y un cambio provocado por el mar.

—¿Cuándo cayó al agua?

—Hace un par de horas —informó Slava. Adoptó una pose de ejecutivo en la cabecera de la mesa—. Debía de estar apoyada en la barandilla y seguramente cayó al mar cuando estaban subiendo la red.

—¿Alguien la vio caer?

—No. Estaba oscuro. Y había mucha niebla. Probablemente se ahogó nada más caer al agua. O murió de la impresión. O quizá no sabía nadar.

Arkady volvió a apretar el cuello fláccido y dijo:

—Es más probable que lleve muerta veinticuatro horas. El rigor mortis empieza por la cabeza, baja hasta los pies y desaparece siguiendo el mismo camino.

Slava se columpió levemente sobre los talones, pero no a causa del movimiento del buque.

Arkady dirigió una rápida mirada hacia la puerta y bajó la voz:

—¿Cuántos norteamericanos haya bordo?

—Cuatro. Tres son representantes de la compañía; el otro es un observador del Departamento de Pesca de Estados Unidos.

—¿Saben lo que ha pasado?

—No —dijo Slava—. Dos se encontraban todavía en sus literas. El otro representante estaba en la barandilla de popa. Queda muy lejos de la cubierta. El observador estaba dentro, bebiendo té. Por suerte, el capitán del arrastrero actuó de forma inteligente y cubrió el cadáver antes de que alguno de los norteamericanos pudiera verlo.

—La red procedía de un pesquero norteamericano. ¿La gente del pesquero no vio nada?

—Nunca sabe lo que hay en la red hasta que nosotros se lo decimos —Slava se puso a reflexionar—. Deberíamos preparar alguna explicación, por si acaso.

—Ah, una explicación. Trabajaba en la cocina.

—Sí.

—¿Intoxicación por ingerir alimentos en mal estado?

—No es eso lo que quiero decir —el rostro de Slava se tiñó de rojo—. De todos modos, el doctor la examinó cuando la trajimos y dijo que murió hace sólo dos horas. Si fueses un investigador tan bueno, seguirías en Moscú.

—Cierto.

Su turno ya había terminado, así que Arkady se fue al camarote que compartía con Obidin, Kolya Mer y un electricista llamado Gury Gladky. No había ningún marinero modelo. Gury estaba en la litera de abajo hojeando un catálogo Sears. Obidin había colgado su tabardo en el armario y se estaba lavando las mucosas que se pegaban a la barba como las telarañas se pegan a un plumero. Una enorme cruz ortodoxa se balanceaba sobre su pecho. Su voz sonaba como un rugir de tripas, como sonaría la voz de un hombre que pudiera hablar tranquilamente desde la sepultura.

—Eso es la antibiblia —dijo a Kolya mientras miraba a Gury—. Eso es obra de un anticristo.

—Y ni siquiera ha visto «La imagen más nítida» —dijo Gury mientras Arkady se encaramaba a la litera de arriba. En sus ratos de ocio Gury siempre llevaba gafas oscuras y una chaqueta de cuero negro, como un aviador—. ¿Sabes qué quiere hacer en Dutch Harbor? Ir a la iglesia.

—El pueblo ha mantenido una —dijo Obidin—. Es el último vestigio de la Santa Rusia.

—¿La Santa Rusia? ¿El pueblo? ¡Estás hablando de los aleutas, unos salvajes del carajo!

Kolya contaba macetas. Tenía cincuenta macetas de cartón, todas de cinco centímetros de ancho. Había cursado estudios de botánica, y oírle hablar del puerto de Dutch Harbor y de la isla de Unalaska era imaginar que el buque fondearía en el paraíso y Kolya podría pasearse a sus anchas por el jardín del Edén.

—Un poco de harina de pescado en la tierra irá bien —dijo.

—¿De veras crees que aguantarán todo el viaje de vuelta hasta Vladivostok? —A Gury se le ocurrió algo—: ¿Qué clase de flores?

—Orquídeas. Son más resistentes de lo que crees.

—¿Orquídeas norteamericanas? Serían un gran éxito, necesitarías ayuda al venderlas.

—Son iguales que las orquídeas de Siberia —replicó Kolya—. Eso es lo que importa.

—Todo esto era la Santa Rusia —insistió Obidin, como si la naturaleza se mostrara de acuerdo.

—Ayúdame, Arkady —rogó Gury—. ¿«Eso es lo que importa»? Tenemos un día en un puerto norteamericano. Mer, aquí presente, se lo pasará buscando las jodidas flores siberianas ¡y Obidin quiere rezar con un hatajo de caníbales! Explícaselo; a ti te escucharán. Nos pasamos cinco meses en pleno océano, en este orinal lleno de mierda, a cambio de un solo día en el puerto. Debajo de mi litera tengo espacio para cinco aparatos estereofónicos y quizá cien cintas. O discos de ordenador. Se supone que todas las escuelas de Vladivostok tendrán Yamahas. Digo que se supone que las tendrán. Algún día. Así que cualquier cosa que sea compatible vale una fortuna. Cuando volvamos a casa no vaya bajar por la pasarela diciendo «Mirad qué traigo de Norteamérica» y enseñando macetas con flores siberianas.

Kolya carraspeó. Era el más bajito de los hombres que compartían el camarote y se sentía intranquilo como el pez más pequeño del acuario.

—¿Qué quería Bukovsky? —preguntó a Arkady—. Ese Bukovsky me cae fatal —Gury contemplaba atentamente la fotografía de un televisor en color—. ¡Mira esto! ¡Diecinueve pulgadas! ¿A cuánto equivalen? Yo tenía un televisor Foton en el piso. Estalló como una bomba.

—Los tubos no funcionan bien —dijo Kolya con humildad—. Todo el mundo lo sabe.

—Por eso tenía un cubo de arena junto al aparato, gracias a Dios —Gury sacó medio cuerpo de la litera para mirar a Arkady—. ¿Y bien? ¿Qué quería el tercer oficial?

Entre la litera de arriba y el techo quedaba el espacio justo para que Arkady se incorporara a medias. La portilla estaba abierta y dejaba ver una tenue línea gris. Amanecer en el mar de Bering.

—¿Conoces a Zina, que trabaja con los cocineros?

—La rubia —dijo Gury.

—Es de Vladivostok —Kolya puso sus macetas en orden.

Gury hizo una mueca. Sus incisivos eran de porcelana y oro, decoración y trabajo de dentista a partes iguales.

—¿A Bukovsky le gusta Zina? ¡Pero si ella le haría un nudo en la polla y le preguntaría si le gustaban las galletitas saladas! A lo mejor le gustan.

Arkady se volvió hacia Obidin, de quien siempre podía esperarse algún juicio del Antiguo Testamento.

—Es un pendón —sentenció Obidin y se puso a examinar los tarros colocados en línea en el fondo del ropero; en todas las tapas había un corcho y un tubo de caucho.

Destapó uno y al instante flotó en el aire el olor de las pasas en fermentación. Luego se puso a examinar un tarro que contenía patatas.

—¿Esto es peligroso? —preguntó Gury a Kolya—. Tú eres el científico. Estos gases ¿pueden provocar una explosión? ¿Existe algún vegetal o alguna fruta que Obidin no pueda usar para elaborar alcohol? ¿Te acuerdas de los plátanos?

Arkady se acordaba. El armario había olido a putrefacción, como una jungla tropical.

—Con levadura y azúcar, casi cualquier cosa puede fermentar —dijo Kolya.

—En los buques no deberían ir mujeres —observó Obidin. En el fondo del armario, colgado de un clavo, había un pequeño icono de san Vladimiro. Con el pulgar y dos dedos Obidin se tocó la frente, el pecho, el hombro derecho, el hombro izquierdo, el corazón, y luego colgó una camisa del clavo—. Rezo por nuestra liberación.

—¿De quién han de liberarnos? —preguntó Arkady, sintiendo curiosidad.

—De los baptistas, los judíos, los francmasones…

—Aunque me cuesta imaginar a Bukovsky y a Zina juntos —comentó Gury.

—Me gustó el traje de baño de Zina. Aquel día de permiso en Sajalin. ¿Os acordáis? —una corriente de aguas calientes había llegado al norte desde el ecuador, creando unas pocas horas de falso verano—. ¿Os acordáis de aquel traje de baño de malla?

—Un hombre justo se cubre el rostro con una barba —dijo Obidin a Arkady—. Una mujer pudorosa no se exhibe en público.

—Ahora es pudorosa —dijo Arkady—. Ha muerto.

—¿Zina? —Gury se incorporó a medias, luego se quitó las gafas oscuras y se levantó hasta que sus ojos quedaron al mismo nivel que los de Arkady.

—¿Ha muerto? —Kolya miró hacia un lado. Obidin volvió a persignarse.

Arkady pensó que probablemente los tres sabían más cosas de Zina Patiashvili que él mismo. De lo que más se acordaba él era del día de asueto de Sajalin, de aquel día en que Zina se había paseado en bañador por la pista de voleibol. A los rusos les encantaba el sol. Todo el mundo llevaba el bañador más pequeño posible para que su pálida piel recibiera la mayor cantidad de sol. Zina, sin embargo, tenía algo más que un bañador minúsculo. Tenía un cuerpo occidental, una voluptuosidad huesuda. En la mesa de la enfermería parecía más bien un trapo mojado, sin nada que ver con la Zina que se paseaba por cubierta y adoptaba poses apoyada en la borda, las gafas de sol negras como una máscara.

—Se cayó por la borda. La red la recogió.

Los otros tres le miraron fijamente. Fue Gury quien rompió el silencio:

—¿Y bien? ¿Qué quería Bukovsky de ti? Arkady no supo cómo explicárselo. Cada uno de ellos tenía un pasado. Gury siempre había sido un hombre de negocios, comerciando dentro y fuera de la ley. Kolya había pasado del mundillo académico a un campo de trabajo, y Obidin había zigzagueado del calabozo de los borrachos a la iglesia. Arkady había vivido con hombres como ellos desde que abandonara Moscú; nada ampliaba el conocimiento de la humanidad como el exilio interno. Moscú era una sosa colmena de apparatchiks en comparación con la variada sociedad de Siberia. A pesar de todo, se sintió aliviado al oír un golpe brusco en la puerta del camarote y ver de nuevo la cara de Slava Bukovsky, aunque el tercer oficial, el entrar, hiciese una reverencia burlona y le hablara en tono despreciativo:

—Camarada investigador, el capitán quiere verte.