Como si fuera un animal, la red humeante subió por la rampa hasta quedar bajo la luz de las lámparas de sodio de la cubierta de descarga. Como si se tratara de un pellejo reluciente, matas de cintas rojas, azules y anaranjadas cubrían la red: «cabellos antirroce» cuyo fin era impedir que la red se enganchara en las rocas del fondo del mar. Como un aliento apestoso, la exhalación del frío del mar envolvía los cabellos en un halo de colores propios que brillaban en la noche llorosa.
Con un sonido sibilante, el agua de los cabellos de plástico caía sobre los tablones de madera que formaban la cubierta. Los peces pequeños, eperlanos y arenques, caían libremente. Las estrellas de mar caían como piedras. Los cangrejos, incluso los que estaban muertos, caían de puntillas. En el cielo, gaviotas y pardelas revoloteaban a la luz de las lámparas. El viento empezó a soplar en otra dirección y las aves formaron un remolino de alas blancas.
Normalmente, lo primero que se hacía era descargar el contenido de la red en los vertedor es de proa, empezando por el extremo delantero y terminando por el posterior. Los dos extremos podían abrirse deshaciendo el nudo de un «abrochador», un cordón de nilón entrelazado con la red. Aunque los hombres estaban preparados para empezar a trabajar, con las palas en la mano, el capataz hizo un gesto con la mano para que se apartaran y se metió debajo del agua que chorreaba de los «cabellos» de plástico de la red, quitándose el casco para ver mejor. Las cintas de colores goteaban como pintura recién aplicada. Apartó los «cabellos» de la red y sus ojos escudriñaron la oscuridad en busca de la red más pequeña que todavía estaba en el mar, pero la niebla ya ocultaba el bote que había recogido las redes. El capataz sacó de su cinturón un cuchillo de doble filo, metió la mano entre los chorreantes cabellos de plástico y practicó un largo corte en el vientre de la red. Los peces empezaron a caer, de uno en uno y de dos en dos. Dio un último y furioso tirón al cuchillo y se apartó rápidamente.
Todo un banco de bacalao surgió de la red y fue a caer bajo la luz de las lámparas; lo habían atrapado en masa y los peces parecían monedas relucientes. Había también peces de cabeza grande y aspecto magullado; platijas rojas como la sangre en el lado del ojo, pálidas en el lado ciego; escorpinas cuyas cabezas parecían de dragón; más bacalaos, algunos hinchados como globos por efecto de la vejiga natatoria, mientras que otros habían reventado y eran ahora un mantoncito de tejido suave y mucosidad rosácea; cangrejos del coral, peludos como tarántulas. El botín del mar nocturno.
Y una muchacha. Se deslizó con las extremidades sueltas, igual que una nadadora, junto con el pescado que salía de la red. Al caer sobre la cubierta, rodó perezosamente, los brazos atravesados, sobre un montón de lenguados, un pie descalzo enredado entre cangrejos. Era una mujer joven más que una muchacha. Tenía el cabello corto y llevaba la blusa y los tejanos en desorden, empapados y sucios de arena; no estaban preparados para volver al mundo del aire. El capitán apartó los cabellos que cubrían los ojos de la mujer y vio en ellos una expresión de sorpresa, como si la niebla iluminada por las lámparas del buque fueran nubes de oro, como si hubiera subido en un bote que navegara hacia el cielo.