CAPÍTULO XXVII

Pasé parte de mi nueva información a Bobby Doncaster. Apenas podía creer que Phoebe no era culpable de la muerte de su madre. Lo dejé en el Siesta, aturdido por la alegría.

Yo no estaba del todo satisfecho con el relato de Phoebe. Preguntas sin respuesta me daban vuelta en la cabeza. Una de ellas, el hecho de si Homer Wycherly había bajado o no del barco la noche del crimen, me la podía contestar el camarero, Sammy Green.

El caso estaba articulándose, en cuanto a espacio y en cuanto a significado. La casa de Green, en la zona este de Palo Alto, estaba a sólo cinco minutos de viaje desde la carretera. Su esposa me dijo que estaba.

Green vino a la sala desde la cocina. Era un negro de movimientos rápidos que llevaba un delantal con la leyenda «Chef Principal». Su sonrisa mostraba una actitud levemente defensiva, como si lo hubiera encontrado celebrando un ritual sospechoso.

—Estoy haciendo carne asada. Siempre tarda más de lo previsto. ¿Qué desea, señor…?

—Archer —dije—. Soy detective privado, y he estado hablando con el encargado de seguridad del barco en que usted trabaja. McEachern me dice que usted atendió a Homer Wycherly durante el último viaje.

—Así es. Sí, señor. —La sonrisa desapareció, y sólo quedó la desconfianza. Lo que había sido una cara humana se convirtió en una escultura de piedra negra—. ¿Hay algún problema?

—Sólo quiero pedirle cierta información señor Green. Wycherly subió a bordo en la tarde del dos de noviembre. El barco tenía que salir a las cuatro, pero en realidad zarpó a la mañana siguiente. ¿No es así?

—Sí, señor. Salimos a la madrugada.

—¿Wycherly bajó del barco en la noche del dos de noviembre?

—Que yo sepa, no. No, señor. Por supuesto que no estuve vigilándolo toda la noche. Tenía mucho que hacer.

—¿Lo vio durante la noche?

—Sí, señor. Entré y salí varias veces de la habitación. Al señor Wycherly hay que atenderlo en la forma que él quiere. No es que me queje —agregó, con una sonrisa profesional—. Me dio una buena propina el otro día. Con cien dólares se compran muchos bistés.

—Usted dice que entró y salió de la habitación. ¿Cuántas veces?

—Una vez por hora con seguridad. O más seguido todavía. Se pasó la noche pidiendo cosas, y yo llevándoselas.

—¿Qué clase de cosas?

—Bebidas. Comida. Hablando de comida, se me va a carbonizar la carne.

—Ya la saqué del fuego —dijo su esposa desde la cocina—. Los chicos ya están comiendo, y lo nuestro lo puse en el horno para que se mantenga caliente. —Desapareció de la vista.

—Lamento molestarlos.

—No, por favor —dijo con toda formalidad—. ¿Qué más desea saber?

—Sólo esto. ¿Es posible que esa noche Wycherly haya estado fuera del barco el tiempo suficiente como para ir a Atherton y volver?

—No veo cómo. Sólo para ir y volver de Atherton tendría que haber empleado una hora y media. Y eso con muy buena suerte.

Le agradecí y me fui, con más preguntas sin respuesta en la mente. Crucé la ciudad para ir a la casa de Merriman. Mis faros iluminaron el cartel con el nombre del muerto en letras de nueve centímetros. La casa entre los árboles tenía luces encendidas. Caminé hasta la puerta y llamé. Sally Merriman contestó sin abrir.

—¿Quién es?

Rápidamente traté de recordar el nombre que le había dado.

—Bill Wheeling. Estuve hablando de casas con usted la otra noche.

Pasé directamente a la sala de estar. Estaba pobremente iluminada por un velador rebuscado que había sobre el televisor. En una mesita había un magnetofón bastante deteriorado. El diván y las sillas estaban cargados de diarios viejos.

Al fondo, unas puertas con espejo reflejaban y repetían la habitación. Me veía a mí y a la mujer, como actores representando un programa de televisión sin interrupciones comerciales.

Juntó una pila de diarios de uno de los sillones y se quedó de pie con ellos en los brazos.

—Disculpe el desorden que hay aquí. Mi marido falleció, creo que usted lo sabe. No he hecho nada en la casa.

—Lo ha pasado mal.

—Sí, muy mal.

Tenía señales de eso en la cara. No había perdido su belleza, sin embargo, a pesar de la muerte y el gin, y de los problemas económicos que pesan sobre el corazón como una enfermedad crónica. Me dio vergüenza apelar a ellos.

Se enderezó con visible esfuerzo y de alguna increíble reserva extrajo una sonrisa que fijó en su cara mientras hablaba.

—No tengo la lista aquí en casa, pero puedo hablarle de algunas ofertas. Tenemos algunas ofertas muy buenas.

Las palabras no estaban bien sincronizadas con los movimientos de la boca. Me hizo una caída de ojos como si lo que estaba tratando de vender fuera ella misma. Rubia de treinta y pico, gran oportunidad, abandonada por el ocupante anterior, requiere algunos arreglos. Más de lo que yo estaba dispuesto a hacer.

Me quedé quieto de espaldas a la puerta, mirando mi imagen en el espejo. El hombre que golpea cualquier puerta en cualquier momento con cualquier clase de historia.

—Tengo que confesarle algo, señora Merriman.

El cuerpo se le puso rígido.

—En realidad no vine aquí a comprar una casa. Quisiera pedirle ayuda para algo.

—Ayuda. —Apretó los labios después de decirlo—. Yo necesito ayuda. No puedo brindarla.

—Tal vez podamos ayudarnos uno al otro. Soy detective y estoy investigando la muerta de su marido y algunos otros asuntos.

—Puede decirles a sus compañeros que ya he declarado todo lo que tenía que declarar. No tiene sentido que hable más. Ya les dije una y otra vez que mi hermano Stanley no mató a Ben. Es una infamia con un hombre muerto que ya no está…

—Estoy de acuerdo con usted.

La sombra azul que cubría sus párpados exageró su gesto de sorpresa.

—¿Quiere decir que los tío del Palacio de Justicia volvieron a sus cabales?

—Yo no pertenezco al Palacio de Justicia.

Le dije mi verdadero nombre y ocupación. La información no mejoró nuestras relaciones.

—¡Así que es un sabueso asqueroso!

—Y bastante bueno. He llegado a la conclusión de que la respuesta al interrogante de quién mató a su esposo está en la caja fuerte de su oficina.

Sus labios dibujaron el comienzo de la palabra «Cómo…» antes de que los cerrara. Era una pésima actriz.

—Creo que la respuesta está en una cinta que su hermano grabó para su esposo la primavera pasada, y que su hermano trató de conseguir ayer.

—¿Jessie Drake lo contrató para que me persiguiera?

—No, pero me gustaría liberarla de esta responsabilidad.

—¿Y usted cree que lo voy a ayudar para eso? No movería un dedo para salvarle la piel.

—¿No le interesa sabe quién mató a su marido?

—Por supuesto que me interesa.

—Entonces vayamos a su oficina y ábrame la caja fuerte.

—No sé la combinación.

—Me cuesta creerlo. Usted estaba muy metida en los negocios de su marido.

—En los legítimos. Nunca quise participar en los otros. —Entrecerró los ojos y trató de parecer astuta—. ¿Y esa cinta? ¿Realmente vale dinero?

—Sí. Y le aconsejaría no tratar de obtener el dinero que vale. Su esposo y su hermano lo intentaron. Mire lo que les pasó.

Lo pensó, y se estremeció.

—¿Los mataron a causa de esa cinta?

—A causa de eso y otras cosas.

—¿Cómo lo sabe?

—Ya le dije que soy un sabueso bastante bueno.

No sonrió.

—Usted quiere agarrarme en algo.

—¿Le faltan problemas?

—Dios sabe que me sobran… —Se le suavizó un poco la expresión—. ¿Usted cree que el que mató a Ben fue uno de los tíos de la cinta?

—¿La escuchó, señora Merriman?

Se quedó dura, inmóvil y con ojos fijos.

—Bueno, sí. No se apure a juzgarme. Yo no estaba en el negocio de Ben y Stanley. No estaba en ninguno de los negocios de Ben. Veía entrar y salir dinero y era muy poco lo que quedaba en mis manos. Tiraba miles de dólares en las mesas de juego y no me dejó ni una casa propia. Y la poli tuvo el descaro de cortarme el acceso al dinero que había en la oficina de Ben. Creo que por derecho me pertenece.

—Olvídese de ese dinero. No le conviene asumir la responsabilidad que hay detrás de él.

—¿También es producto de extorsiones?

—Me huele a que sí. ¿Qué decía la cinta?

—No recuerdo muy bien. Los que hablaban eran una pareja, un hombre y una mujer. Parece que discutían en la cama.

—¿Cuánto hace que la escuchó?

—Anoche. Anoche la saqué de la caja fuerte de la oficina. Por la forma en que hablaba mi hermano parecía que la cinta valía dinero, como usted dice. Así que alquilé un magnetofón ya la pasé pero no sé quiénes son los que hablan. ¿Para quién vale dinero la cinta?

—Para mí.

—¿Cuánto?

—Para saberlo tendría que escucharla. ¿Está aquí, en la casa?

Se resistió unos segundos.

—Sí, la tengo aquí. La escondí en la cocina.

—Pongámosla.

Fue a la cocina, la oí mover cacerolas. Volvió con la cinta; la llevaba con tanto cuidado como si fuera de oro; prendió el magnetofón y la puso a rebobinar. Me senté en una mecedora junto a la mesita. Después de un silencio se oyó la voz de Trevor.

—Era Phoebe, ¿sabes?, en ese coche.

—Ni la vi —dijo una voz de mujer.

—Yo sí. Y ella nos vio.

—¿Es tan importante? Tiene edad suficiente como para conocer ciertas cosas de la vida. Demonios, yo la tuve a ella cuando tenía dos años menos de los que tiene ahora. Como sabes.

—Me gustaría que no usaras ese lenguaje.

—Veánlo al hombre. ¿Te estás volviendo religioso, o qué? ¿Helen te está haciendo cristiano?

—No vamos a hablar de Helen. No me gusta oír decir palabrotas a las mujeres. Especialmente en la cama.

—Te gusta que las mujeres hagan otras cosas en la cama.

—No todas las mujeres. Solamente tú. Pero vamos a tener que ser muy cuidadosos de ahora en adelante. Si Phoebe se lo cuenta a Homer…

—No lo hará. No es tan tonta.

—Pero, ¿si lo hace?

—Me importaría un rábano.

—A mí me importaría más que un rábano, si vamos a usar tu lenguaje. Tengo mucho que perder.

—Pero no me perderías a mí. —Había una ansiosa ironía en la voz de la mujer.

—Te tendría a ti, y nada más. Helen se llevaría todo el resto. Por supuesto, perdería mi trabajo. A mi edad, y con mi estado de salud, no conseguiría otro a ese nivel.

—Nos arreglaríamos. Conseguiríamos dinero de Homer.

—¿Para vivir los dos? No te hagas ilusiones. Aunque llegara a un acuerdo contigo, yo no viviría del dinero de Homer.

—Ahora vives de eso.

—Como pago de mi trabajo —contestó él rápidamente.

—Dinero, dinero, dinero. No necesitaríamos tanto dinero si realmente me quisieras. Podríamos ir a Méjico o a Tahití y vivir muy económicamente.

—Seguro, y pudrirnos mirando el paisaje. Ya hemos tenido esas fantasías románticas. No soy Gauguin, y tú tampoco lo eres.

—Supongo que esta es tu idea de un verdadero romance.

—Es todo lo que tenemos —dijo él.

—¿Pero no quieres vivir conmigo?

—Ya es tarde.

—Sí, sí, siempre es tarde para ti. La cosa es que no me quieres, y solamente me usas para rascarte la espalda.

—Las personas que se quieren, se usan.

—No.

—Sí —insistió él—. Te quiero más que a nadie o a nada.

—Excepto tu maldito empleo, tu maldito sueldo, tu maldita casa, tus caballos y, por lo que sé, tu maldita esposa frígida. Hace bastante tiempo que estás pegado a ella.

—Eso es asunto mío.

Ella dejó escapar una risa mezclada con llanto.

—«Asunto» es la palabra favorita de Cully. El cuidadoso Cully, que quiere mandar todo al diablo y al mismo tiempo conservarlo.

—Puedes burlarte. No olvides que he sido pobre. Pienso conservar lo que tengo.

—¿Aunque eso signifique perderme?

—Ni pienso perderte. No peleemos, cariño. Tenemos que pensar.

—Éste es un momento y un lugar podridos para pensar.

—Son el único momento y el único lugar que tenemos.

—Y que llegaremos a tener. —Después de un momento, dijo—: Me gustaría que los dos se tomaran un avión a alguna parte y se estrellaran.

—Homer y Helen no son de esa clase. Los dos nos sobrevivirán.

—Ya sé. Casi desearía que nunca hubieras vuelto a mí, Cully. Cuando estamos separados te deseo todo el tiempo. Cuando por fin estamos juntos sólo quieres hablar de dinero y problemas.

—Yo no inventé este problema.

—¿Quién lo inventó sino tú?

—Bueno, lo creamos juntos. Eso no cambia las cosas. El hecho importante es que Phoebe nos vio esta noche en circunstancias comprometedoras.

—De modo que estoy comprometida. Otra vez.

—Parece que no te das cuenta de lo que sucede —dijo él angustiosamente—. Todo está a punto de reventar ante nuestros ojos.

—Deja que reviente.

—No —dijo él con énfasis—. Tenemos que mantener la situación como está.

—¿Por qué?

—Por todos los que están afectados por ella. No sólo por nosotros, sino también por Phoebe.

—Bueno. Yo hablaré con ella.

—¿Qué le dirás?

—Puedo decirle la verdad. Si se entera de que eres el padre, se va a quedar suficientemente consternada como para callarse la boca.

—¿Decirle que es una bastarda?

—Ésas son palabras. Yo pienso que es hija del amor. Es algo que hubiera querido decirle desde que tuvo edad para comprender. Éste parece un buen momento.

—Te lo prohíbo absolutamente —dijo Trevor—. Si se lo dices a Phoebe, si se lo dices a cualquiera, todo se descubrirá.

—¿Y qué?

—Que no se va a descubrir. Hace veinte años que vivo una vida encubierta, reprimiendo mis verdaderos sentimientos, ocultando cosas. No voy a permitir que hagas una tontería ahora.

—Quieres que ella herede el dinero, ¿verdad? —dijo suavemente.

—Es un deseo razonable tratándose de mi hija.

—Siempre el dinero. ¿Todavía no aprendiste que no es tan importante?

—Tú lo puedes decir porque lo tuviste.

—No lo tuve siempre, ni más que tú. Igual podría heredar el dinero, le diga quién es o no.

—Te equivocas. No conoces a Phoebe.

—Cómo no voy a conocerla, es mi hija.

—Es mi hija, también —dijo él—, y en algunos aspectos la conozco mejor que tú. No es capaz de guardar una mentira durante mucho tiempo…

—¿Entonces nosotros nos hacemos cargo de las mentiras?

—No voy a permitir que le digas la verdad sobre quién es su padre. Tú crees que la verdad te va a liberar, pero no es así. Cuando menos sabe la gente de la verdad, mejor. —Hablaba con una especie de angustia dura y abstracta.

—Bueno, Cully, no te afanes. No se lo voy a decir. Dejaremos estar las cosas. Las dejaremos estar. Ahora pensemos cosas lindas un ratito, ¿eh? ¿No quieres pensar en mí?

—Pienso en ti todos los días de mi vida.

—Eso ya me gusta más. Y me quieres, ¿no es cierto?

—Te quiero con pasión —dijo él sin mucha pasión.

—Demuéstramelo, Cully.

La cama crujió. Sally Merriman se inclinó hacia adelante y detuvo el magnetofón. Le brillaban los ojos.

—Eso es todo. ¿Quiénes son?

—Paolo y Francesca en la Edad Madura.

—¿Paolo y Francesca? No me parecían extranjeros. Creí que eran gente como nosotros. Hablaban como nosotros. Además, ella lo llamaba Cully.

No hice comentarios.

—¿Fue este Cully el que liquidó a Ben?

—No sé.

—Antes dijo que la cinta le daría una clave.

—¿Dije eso?

—Me está engañando. Usted sabe quiénes son.

—Puede ser. Uno de los dos está muerto. El otro probablemente también morirá.

—¿Cuál de ellos está muerto?

—La mujer.

Se le ensombrecieron los ojos.

—¡Pero parecía tan viva!

—Se la ve tan muerta.

Lo tomó como una amenaza personal.

—¿Todo el mundo se está muriendo?

Miré nuestras imágenes en el espejo. Estábamos muy cerca uno del otro en un pequeño espacio iluminado suspendido en la oscuridad, en medio del largo otoño.

—Más tarde o más temprano —dije.

—¿Qué edad tenía ella?

—Treinta y nueve o cuarenta.

—¿De qué murió?

—De la vida —dije.

—Me siento medio vacía.

Se quedó en silencio unos momentos, luego se levantó y se estiró, mostrándome el peso de sus pechos en el arqueo del bostezo.

—De veras me siento medio vacía. ¿Si tomáramos una copita? Tengo gin en la cocina.

Las voces de la cinta parecían haberla excitado. No sé qué sentía, pero se había puesto más linda. Sospeché que se la podía conseguir por nada.

—Gracias. Tengo que irme.

—Pero tenemos que hablar de dinero. Pensé que podíamos discutirlo mientras tomábamos una copa como buenos amigos.

—¿Qué dinero?

—Para pagarme la cinta.

—Ah, eso.

Me paré y conté el dinero que tenía en la billetera: doscientos noventa y ocho dólares. Separé cinco billetes de cincuenta y se los di.

—Aquí tiene doscientos cincuenta. Así me queda lo suficiente para volver a Los Ángeles.

Arrugó los billetes en la mano.

—¿Cómo se atreve? ¡Doscientos cincuenta miserables dólares! ¡Usted va a vender la cinta por cien veces más!

—No pienso venderla.

—¿Qué va a hacer con ella?

—Hacer ahorcar a alguien.

—¿No me irá a hacer ahorcar a mí? —se tocó la garganta con la mano izquierda—. Pensé que yo le gustaba.

—Usted me gusta, y esta es la prueba. Si quisiera que la colgaran, me bastaría con hacer un rápido llamado a la justicia. También podría llevarme esta porquería sin dejarle un centavo. En cambio le doy todo el dinero de que puedo disponer.

Mientras me miraba rebobiné la cinta, la saqué del magnetofón y me la puse en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué hago con doscientos cincuenta miserables dólares? —dijo mientras los apretaba contra su pecho.

—Puede pagar los funerales. O comprarse un pasaje para irse de aquí.

—¿Adónde?

—No soy agente de viajes —dije desde la puerta.

Me siguió.

—Usted es un hombre duro, ¿verdad? Pero me gusta. ¿Es casado?

—No.

—No sé qué hacer conmigo misma. No sé adónde ir.

Se inclinó hacia mí como si se hubiera perdido, y deseara que la encontraran.

—¿Adónde puedo ir?

Su cuerpo me tentaba, a pesar de la ahogada que flotaba ante mis ojos, a pesar de todas las viejas cicatrices que cuerpos como el de ella habían dejado en mi sistema nervioso.

A la cumbre del monte Éfeso, pensé. Pero no lo dije.