Estaba con una enfermera de uniforme blanco en una habitación suavemente iluminada, amueblada más o menos como la celda de una monja, con una cama, un acuario, dos sillas, una de las cuales ocupaba. Tenía la cara girada hacia la pared, y no se movió cuando entramos, pero se hizo visible la tensión en las venas de su cuello. Bajo la simple bata de hospital su vasto cuerpo aún parecía el de una bestia al acecho.
El médico dijo:
—Nuevamente debo pedirle que se retire, señora Watkins. Espere mi llamado, por favor.
La enfermera se levantó y se fue. Su actitud corporal expresaba desaprobación.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó la joven sin mirar a Sherrill—. ¿Vienen a llevarme?
—Esta noche te quedas aquí, ya te lo he dicho. Espero que puedas quedarte todo lo necesario, hasta que estés perfectamente bien.
—Estoy perfectamente bien ahora. Me siento perfectamente bien.
—Me alegro, porque quiero que hagas algo. Mira a este señor y dime si lo reconoces.
Cerró la puerta y encendió la luz de arriba. Me quedé quieto debajo de la luz. Lentamente, con el cuello tenso y como si no quisiera hacerlo, giró la cabeza hacia mí. Sin el pesado maquillaje alrededor de los ojos y en la boca, se había sacado diez años falsos de encima. Pero aun así parecía tener mucho más de veintiún años. Sus rasgos hinchados por los golpes parecían una máscara a través de la cual me miraba con ojos atemorizados.
Nos reconocimos, por supuesto. Con la menor sonrisa que pude producir, le dije:
—Hola, Phoebe.
No respondió. Se tapó la boca con un puño, como para cortar toda posibilidad de hablar.
—¿Conoces a este hombre? —preguntó Sherrill—. Se llama Archer, y es un detective privado contratado por tu padre.
—Es la primera vez que lo veo.
—Dice que se… que lo conociste en la hostería Hacienda en Sacramento, anteanoche.
—Miente.
—Alguien miente —dije—. Los dos sabemos que no soy yo quien miente. Tú me ofreciste dinero para matar a Merriman. En ese momento ya estaba muerto. ¿Lo sabías?
Me miró por encima del puño, echando chispas, dudando, sospechando, aterrada. Nunca vi cambiar tantas veces la expresión de una mirada.
—Yo lo maté. —Se volvió hacia el médico—. Cuéntele sobre toda la gente que maté.
—Me gustaría saber cómo lo hiciste. No lo hiciste a través de mí.
—No, ahí fingía. Naturalmente, sabía que estaba muerto. Lo maté con mis propias manos.
Hablaba con voz calma, casi sin inflexiones. Sherrill y yo nos miramos. Él extendió las manos y las juntó lentamente, como diciendo: «No prolonguemos esto». Pero yo estaba convencido de que la muchacha, que pertenecía a una de esas extrañas tribus de desviados que inventan confesiones de crímenes cometidos por otros. Yo también hice un poco de improvisación.
—Encontraron veneno en la boca de Merriman… suficiente como para matar a un caballo. Primero lo envenenaste y después lo mataste a golpes. ¿De dónde sacaste el arsénico?
Echó la cabeza hacia atrás y contestó suavemente, demasiado suavemente.
—Lo compré en una farmacia en la calle K en Sacramento.
—¿De dónde sacaste la escopeta con que le destrozaste la cabeza a Stanley Quillan?
—La compré en una casa de remates.
—¿Dónde?
—No me acuerdo.
—Porque nunca sucedió. A Quillan lo mataron con una pequeña pistola de mano. Que yo sepa, Merriman no tenía arsénico en el estómago. Estás confesando crímenes que nunca ocurrieron.
Me miró como si quisiera robarle algo valioso. Se pasó las manos por la cara, se echó hacia atrás el cabello teñido. Con una voz que parecía de ventrílocuo, o que llegara desde la habitación de al lado donde un niño recitaba una lección, dijo:
—Realmente los maté. No recuerdo los detalles, tengo la sensación de que todo pasó hace mucho tiempo. Pero tiene que creerme.
—¿Por qué tenemos que creerte? ¿A quién estás encubriendo?
—A nadie. Lo hice sola. Deseo ser castigada por ello. Maté a tres personas, incluida mi propia madre.
Estaba recibiendo el castigo en ese momento. Su frente era un yelmo de dolor incoloro que le apretaba los ojos. Se los tapó con las manos.
Sherrill me tomó por el codo y me llevó al otro extremo de la habitación.
—No puedo permitir que esto continúe —dijo en un ansioso murmullo—. Hay ciertos límites que no se pueden sobrepasar cuando se interroga a la gente.
—Es que miente. No creo que haya matado a nadie.
—Ahora yo tampoco lo creo. Pero soy su médico, y no me gusta la índole de sus mentiras. Para ella son muy importantes. Si la privamos de golpe de toda esa estructura, no puedo predecir cuáles serán las consecuencias. Hace semanas que vive en un mundo en que verdad y mentira están totalmente confundidas. Es peligroso tratar de sacarla de ese mundo en una noche.
—¿Por qué?
—Probablemente usa las mentiras para enmascarar una culpa real que no puede enfrentar.
—¿O a una persona real a quien quiere salvar el pellejo?
—Quizás. No pretendo tener todas las respuestas. Ando a tientas igual que usted.
Phoebe nos miraba entre los dedos que cubrían sus ojos. Cuando la miré directamente los cerró como tenazas. Me volví hacia Sherrill.
—¿Piensa que realmente es culpable de algo?
—Creo que ella piensa que lo es. —La ansiedad lo había empalidecido. Traspiraba—. Me interesa más lo que ella piensa que los hechos reales. Eso tiene que llegarme reflejado por su mente, de otro modo no tengo acceso a ella.
—Puede hacer suposiciones sobre los hechos reales.
—Sí. Es posible que tengan que ver con esas cartas que recibió su familia. Ha pensado mucho en ellas.
—Oigo que hablan de mí —dijo Phoebe desde el otro extremo de la habitación—. No es cortés hablar de alguien en su presencia.
—Perdón —dijo el médico.
—En realidad no me importa. Si quieren hablar de las cartas, ¿por qué no hablan en voz alta?
—Muy bien. ¿Tú las escribiste, Phoebe?
—No. No tengo ese pecado en mi con… en mi conciencia. Pero yo fui la causante de todo.
Sherrill se sentó en la cama, repentinamente concentrado en su paciente:
—¿De qué fuiste causante?
—De todo este horrible problema. Le hablé a tía Helen de ellas. —Con un contenido tono melodramático, agregó—: Yo encendí la llama que provocó el incendio.
—¿Quién es la tía Helen?
—La hermana de papá, Helen Trevor. Me llevó a casa, a Meadow Farms, en Semana Santa, y en el camino le conté que las había visto. No tenía idea de lo que significaban… —Sacudió violentamente la cabeza—. Estoy mintiendo otra vez. Sí lo sabía. Tenía celos de ellos.
—¿De quiénes?
—De mamá y tío Carl. Los vi juntos una noche, tarde, cuando volvía de la ciudad con un muchacho. Nos detuvimos por un semáforo en San Mateo, y un taxi paró junto a nuestro coche. En el taxi estaban mamá y tío Carl, abrazados. No me vieron. Estaban absortos. Anduve con eso en la cabeza una o dos semanas, y cuando tuve la oportunidad se lo conté a tía Helen. No dijo una palabra. No abrió la boca en todo el camino a Meadow Farms. Pero al otro día, cuando llegó la carta, yo sabía quién la había escrito. Lo vi en su cara mientras tomábamos el desayuno.
—¿Por qué no se lo contaste a nadie?
—Tenía miedo. Siempre le tuve miedo a tía Helen. Está tan segura de sí misma, es tan pura, tan correcta. Además realmente era culpa mía. Yo sabía lo que hacía cuando se lo conté, y lo que sucedería. —Con voz áspera y dura, que no parecía suya, agregó—: Divorcio, destrucción y muerte.
—¿La tía Helen mató a tu madre?
—No. En parte fue culpa de ella, pero más bien fue culpa mía.
—No lo hiciste tú misma, ¿verdad?
Sacudió la cabeza desordenada. Sus ojos cambiaban otra vez. Ahora parecía una joven con un secreto que no desea conservar.
—Cuando llegué allí mamá ya se estaba muriendo. La puerta estaba abierta, y oí los gemidos. —Phoebe gimió—. No quiero hablar de eso. —Pero siguió, como si se hubiera levantado una barrera en su mente—. La encontré tirada en el suelo, ensangrentada. Levanté su pobre cabeza en mis brazos. Me reconoció. No veía, pero me reconoció por la voz. Dijo mi nombre antes de morir.
—¿Dijo algo más?
—Le pregunté quién la había herido. Dijo que mi padre. Después murió. Durante mucho tiempo tuve miedo de moverme. Nunca había visto a un muerto, sólo al abuelo hace mucho tiempo. Después de un rato se me pasó el miedo. Sólo sentía lástima por ella. Por los dos. —Levantó la cara, brillante de candor—. Tuvieron una vida tan mala juntos. Y terminó de una manera tan mala.
Le pregunté:
—¿Alguna vez tu padre amenazó con matar a tu madre?
—Muchas veces.
—¿Ese día en el barco?
—Sí. —Respiraba agitadamente, con las fosas nasales muy abiertas—. Mamá dijo que papá se iba y la dejaba prácticamente sin un centavo. Él le dijo que ella tiraba el dinero y que no le iba a dar un centavo más. Ella dijo que si él no la ayudaba lo iba a difamar en toda California. Fue ahí que él amenazó con matarla, y llamó a unos oficiales del barco para que la echaran. A mí me dio lástima. Le propuse llevarla en mi taxi y traté de levantarle un poco el ánimo. Mamá quería que yo la acompañara a Atherton. Yo no podía, porque Bobby me esperaba en el hotel. Le prometí ir a verla esa noche. Pero papá llegó antes.
—¿Lo viste en Atherton? —le pregunté.
—No. Todo lo que sé es lo que ella me dijo. Recuerdo sus palabras exactas. Creo que las recuerdo. «Tu padre me hizo esto», dijo, y se murió. Le dije a Bobby que yo lo había hecho para que me ayudara. Era jugarle sucio a Bobby, pero papá estaba primero. Tenía que proteger a papá. Cuando vino ese tipo Merriman le dije lo mismo, y me creyó.
Phoebe estaba encorvada, con las manos apoyadas en las rodillas. Se apretó la cabeza con las manos como para exprimir el dolor allí metido. Sherrill y yo nos miramos largamente. Phoebe dijo:
—Lo que todavía no entiendo es cómo llegó allí papá. Ya tenía que estar en el mar. ¿Habrá usado un helicóptero?
—No fue necesario. Se postergó la salida del barco.
—¿Qué le van a hacer? ¿Lo van a ejecutar?
—No hay peligro —dije. La gente de dinero nunca vio el interior de una cámara de gas.
—Pero lo van a meter preso, ¿no es cierto? Papá es tan sensible. No soportaría una cosa así.
—Puede que no sea tan sensible. Recuerda que tres personas encontraron una muerte violenta.
—Papá no mató a esos tipos horribles. Nunca me harán creer que él lo hizo.
—Actuaste como si lo creyeras —dije—. ¿No es por eso que trataste de atribuirte los tres crímenes?
Me contestó con otra pregunta.
—¿Pero por qué iba a hacerlo? Ni siquiera los conocía. Papá nunca tuvo nada que ver con gente de esa clase.
—Tal vez se haya relacionado rápidamente con ellos en los últimos días. Lo que supongo es que se pusieron en contacto con él y trataron de extorsionarlo, tal como te extorsionaron a ti, y antes a tu madre.
—Ya veo. Eso también es culpa mía.
—Explícame eso, Phoebe —pidió Sherrill.
—No. Hay cosas que no puedo decir.
—No hay nada que no pueda decirse.
Ella lo miró de costado.
—Usted no sabe lo que hice, lo que realmente hice.
—Lo sabré si me lo dices. No ha de ser tan terrible.
—¿Ah no? —Otra vez estaba llena de culpa.
Le dije:
—¿Finalmente cediste y le dijiste a Merriman que tu padre había matado a tu madre?
Asintió casi imperceptiblemente.
—¿Cuándo se lo dijiste, Phoebe?
—La última vez que lo vi. ¿Hará tres días? De todos modos, traicioné a mi padre. Todo lo que hice fue en vano. Esos dos meses horribles fueron en vano. Le dije a ese hombre las últimas palabras de mi madre. Antes tendría que haberme cortado la lengua.
—¿Te forzó físicamente para que lo dijeras?
—No. Ni siquiera tengo esa excusa. Fue después que me pegó, cuando quiso acostarse conmigo y no lo dejé. Nunca lo dejé.
—¿Por que le dijiste que tu padre era culpable?
—Creo que porque soy una débil moral. Esa vez le largué todo. Siempre largo todo lo que sé y siembro la muerte y la destrucción, y siempre es culpa mía.
Ahora su voz tenía un ritmo histérico. Sherrill se inclinó hacia adelante y le tocó la cara.
—No te culpes, Phoebe. No puedes asumir todos los pecados del mundo. Has tenido dos meses terribles y nadie te culpa por lo que has hecho.
—Sí —dijo—. Fue terrible. Más de una vez pensé en suicidarme. Pero no podía hacerle eso al hijo que llevo dentro. Entonces me dediqué a beber. A beber y a comer. Tenía que hacer algo para no pensar en lo que estaba viviendo. En toda esa miseria. —Hizo un gesto de asco—. Era la promiscuidad lo que no podía soportar… ese apartamento horrible donde había estado mamá, y con Merriman y el cuñado vigilándome todo el tiempo. Me tenían prisionera y me hacían practicar la firma de mamá. Después en Sacramento me hicieron ponerme sus ropas y teñirme el pelo como ella.
—¿Para que pudieras cobrar los talones?
—Eso era sólo una parte. Merriman también dijo que si yo asumía su identidad nadie sabría que la habían matado. Quería mantener toda la cosa oculta hasta obtener el talón grande, el de la casa. Hasta que lo obtuvo —dijo amargamente—. Me prometió que si colaboraba y le endosaba el talón me daría dinero para que me fuera a alguna parte y tuviera mi hijo en paz. Pero no lo hizo. Pagó mi cuenta en el hotel, me dio algunos dólares para comer y listo. Dijo que por qué iba a mantener a una asesina. Ahí no pude más y le dije que no era una asesina. —Nos miró con la pureza agónica de una mártir—. Quería encontrarle algún sentido a todo ese sufrimiento, pero no podía.
—Ahora le estás encontrando sentido —dijo el médico—. Cada día le encontrarás más.
—Pero mire lo que le hice a papá.
—Se lo hizo solo, Phoebe. Es una verdad con la que tendrás que acostumbrarte a vivir. No puedes incorporar a tu padre dentro de ti. Ni a tu padre ni a tu madre. Esta tragedia no es sólo tuya. Trataste de que lo fuera, pero parte de ella, en realidad, era periférica. —Se inclinó hacia adelante, preparándose para retirarse—. ¿No creen que ya hemos hablado bastante por esta noche?
—Déjela terminar —dije—. Mañana no estaré aquí.
—Sí, déjenme terminar.
Extendió la mano en un gesto implorante. Fue el primer gesto hacia afuera que la vi hacer. Sherrill permaneció sentado en el borde de la cama. Asintió levemente con la cabeza, y la voz de Phoebe continuó como una música entrecortada que siguiera un metrónomo en su cabeza.
—Después que se fue Merriman, me quedé sentada la mayor parte de la noche. Ese día había llegado el barco de papá… lo vi en el diario de Sacramento, y me dije que iría a prevenirlo. Empecé a pensar en montones de cosas terribles que recuerdo desde que tenía tres o cuatro años y las escuchaba sentada en mi cama por las noches. Cómo se destruían uno al otro. Yo me quedaba junto a la ventana de mi cuarto; eran las tres de la mañana, o más o menos, no importa, Scott Fitzgerald dice que en la verdadera noche oscura del alma son siempre las tres de la mañana. Y los oía pelearse realmente a través de la pared y por la ventana. Mi pobre madre muerta y mi pobre padre vivo. Nunca dejaban de pelearse. Seguían peleándose el día en que mamá murió. Los veía en la ventana sucia mezclados con mi imagen. No distinguía si estaban dentro de mi cabeza, o afuera, en medio de la noche, o si yo misma no era más que una imagen en el vidrio, y lo único real eran esas palabras, «puta», «loco», «te voy a matar». Empecé a decir mi nombre en voz alta, Phoebe, Phoebe, una y otra vez. Es el nombre de la diosa Diana en la mitología griega. Y las voces se fueron.
—Escribiste tu nombre en el vidrio de la ventana —le dije.
—Sí. Para que ellos se quedaran afuera. —Sonrió débilmente, y la sonrisa desapareció cuando miró a Sherrill—. Eso se llama pensamiento mágico, ¿verdad? ¿Estoy loca?
—No. Todos lo tenemos de vez en cuando.
—Tenía tanto miedo de volverme loca.
Sherrill le sonrió.
—No estás loca.
—Pero hice tantas cosas terribles… —Me miró—. Lo peor que hice fue tratar de que usted matara a Merriman.
—Ya estaba muerto. No hiciste daño.
—Debo de haber estado loca. Había tanta oscuridad en mi mente. —Se tocó la sien con la punta de los dedos. El recuerdo de las sombras le nublaba los ojos.
—Se están yendo —dijo Sherrill—. La prueba es que estás aquí, y por tu propia voluntad.
Se sonrojó ligeramente y miró hacia otro lado.
—Tengo algo que confesar. Todavía algo más. No vine de Sacramento por mi propia voluntad. Yo no quería venir. Quería irme lejos y no ver nunca más a nadie. Pero el tío Carl dijo que estaba loca. Me hizo venir aquí con él. Me trajo ayer hasta la puerta.
—Lo importante no es cómo llegaste, sino que estás aquí.
—Puede ser muy importante, doctor. —Miré a Phoebe—. ¿Cómo hizo Carl Trevor para ponerse en contacto contigo?
—Me hizo prometerle que no se lo diría a nadie. Pero ahora ya no importa, ¿no? Vino al Champion Hotel la otra noche.
—¿Qué noche?
—Creo que fue anteanoche. Ya perdí la cuenta de los días y las noches, pero creo que fue anteanoche porque me hizo trasladar al Hacienda. Dijo que no podía seguir viviendo en un lugar como el Champion. En realidad, he vivido en lugares peores mientras estuve en Sacramento.
—¿Cómo sabía Trevor que estabas allí?
—No sabía. Creía que yo era mamá. Me abrazó y me besó, y me llamó Catherine. —Se sonrojó aún más—. Cuando vio que no era mamá, se derrumbó, y rompió a llorar. —Agregó, como sin ganas—. Tiene que haberla querido mucho.
—¿Le dijiste que había muerto?
—Sí. Me dijo que no tenía que decírselo a nadie más, nunca. —El dolor le cruzaba los ojos como puñales—. Ahora ya lo he dicho.
—Hiciste lo que tenías que hacer.
—No. No era lo que tenía que hacer. Todas mis elecciones fueron equivocadas. Cuando todo lo que yo quería era tener la posibilidad de irme y tener a mi hijo en paz.
—Tendrás a tu hijo —dijo Sherrill—. En paz.
Bebió esas palabras con la boca y los ojos.
—¿Estará bien que lo tenga? ¿Con esa herencia y todo?
—Estaría mal que no lo tuvieras.
—¿Y Bobby? ¿Puedo verlo?
—Mañana, si quieres. Es tarde, y necesitas descansar.
—Sí. Estoy muy cansada.