Volví a la península. Estaba cansado hasta los huesos, a pesar de mi sueño de quince dólares. Sin embargo me sentía reconfortado por una sensación de gente, lugares y significados que se iba juntando, con esa especie de alegría que tiene el matemático que está por encontrar la cuadratura del círculo. Cuando piensa que está por encontrarla.
Después de algunos circunloquios el gerente de la compañía de teléfonos de Palo Alto admitió que el número desde donde habían llamado a Bobby Doncaster pertenecía a un teléfono público de una cabina que había en una gasolinera en la esquina de Bayshore y Cedar Lane.
En Cedar Lane no había cedros, ni árboles de ninguna clase. La avenida principal, asfaltada y llena de tránsito, entraba en una zona de viviendas que se estaba convirtiendo en arrabal, y terminaba abruptamente en la carretera. La gasolinera de Harry (Regalamos calcomanías) estaba en la esquina. Observé la cabina telefónica de vidrio y metal, aislada como la casilla de un centinela, en un extremo del terreno de Harry.
Detuve el coche junto a los tanques de gasolina, y un hombre rápido, de cabello gris, salió corriendo de la oficina. Parecía muy activo y algo torpe, como un boxeador retirado o un mecánico de la Marina fuera de servicio. Tenía el nombre Harry bordado en el peto de su mono blanco.
—Sí, señor —dijo.
Mientras llenaba el depósito bajé y fui a mirar el número del teléfono en la cabina. Davenport 93489. Volví al coche y a Harry. Limpiaba el parabrisas como si tuviera la compulsión de la limpieza.
—¿Necesita cambio para hablar por teléfono?
—No, gracias. Soy detective y estoy trabajando en un caso de asesinato.
—¡Qué le parece! —No se sabía si era irónico o ingenuo.
—Uno de nuestros sospechosos recibió un llamado telefónico anoche desde esa cabina. Fue poco antes de las seis. ¿Usted estaba trabajando?
—Sí, y creo que sé de quién se trata. Usted no es el primero que pregunta por ella.
—¿Era una mujer?
—Seguro. —Hizo movimientos sinuosos con las manos, que agitaron por el aire el trapo que usaba para la limpieza—. Una rubia grandota vestida de rojo. Yo le di cambio.
—¿Cambio para qué?
—Para que pudiera hablar a larga distancia. Me dio un billete de cincuenta dólares.
—¿De dónde venía?
—Caminando. —Harry señaló Cedar Lane en dirección a Palo Alto—. Andaba con dificultad, como si le dolieran los pies.
—¿Caminando?
—Sí. Eso también me pareció raro. Por su aspecto era una señora de dinero.
—Descríbamela.
La describió. Era la Wycherly.
—¿Está seguro de que fue la que hizo el llamado telefónico?
—Segurísimo. En la mitad de la conversación, mientras hablaba, me llamó desde la cabina. Quería saber el nombre del motel más próximo. Es el Siesta. Le dije que no le iba a gustar. Ella dijo que no habría problemas.
—¿Y no lo hubo?
—No podría decírselo. Se fue renqueando en esa dirección después de colgar el auricular.
—¿En qué dirección?
—Hacia San José. Queda a unos cuatrocientos metros, desde aquí se ve el cartel. Es un lugar muy malo, como traté de explicarle. Pero me hizo callar y siguió hablando por teléfono.
—¿Oyó lo que dijo?
—Ni una palabra. No escuché.
—¿Cómo se comportaba?
—¿Que cómo se comportaba?
—Quiero decir si estaba sobria o había bebido… ¿parecía consciente de lo que hacía?
—El otro tipo me preguntó lo mismo. —Harry se rascó la cabeza con uñas negras—. Hablaba bien, caminaba bien. Lo que sí se veía es que estaba muy nerviosa. Eso mismo le dije al otro tío.
—¿Un muchacho grandote, pelirrojo?
—No, no era grandote, y ni era pelirrojo. Creo que era médico, o algo así. Tenía la pegatina en el coche.
—¿Qué coche era?
—Un Impala celeste de 1959, de dos puertas.
—¿Le dijo su nombre?
—Tal vez sí. No recuerdo. Estaba muy ocupado en ese momento.
—¿Qué hora era?
—Hace un par de horas. Le dije lo mismo que a usted. Se fue para el Siesta.
—¿Puede describirlo?
—No sé. Tenía aspecto de médico. Usted sabe, lo miran a uno como si fuera un paciente. Lo que noté es que tenía gafas de cristales gruesos, y que estaba bien vestido. Llevaba un abrigo de tweed marrón que debe de costar una fortuna.
—¿Edad?
—Cuarenta y cinco… tal vez cincuenta. Bigote encanecido. Mayor que yo. Y más grande.
Una furgoneta con matrícula de Oregón salió de la ruta y se detuvo del otro lado de los surtidores. Tres muchachos que viajaban en la cabina posterior miraron hacia fuera con ojos cansados por el viaje, preguntándose si eso sería Disneylandia. El conductor de la furgoneta miró a Harry por encima de su mujer.
Harry me dijo:
—Son cinco con diez. ¿Quiere las calcomanías?
Le pagué.
—Deje las calcomanías. No me dé vuelto. Gracias por la información.
—Gracias a usted.
Pasó al otro lado de los surtidores, agitando el trapo.
El Siesta Motor Court estaba en un sector de tierra chamuscada, cerca de un restaurante para camioneros. El cartel anunciaba «Alojamiento Moderno». Las cabañas tenían grietas en el estuco como si algún gigante se hubiera apoyado en ellas, y no muy cariñosamente. El lugar era inferior al Champion Hotel, que tampoco era el Ritz. Me detuve frente al cuartucho que decía «Oficina», y fui hacia la puerta caminando sobre cenizas crujientes. Frente a una de las cabañas había un Ford A bastante arruinado. Me acerqué y vi junto al volante el registro con el nombre y la dirección de Bobby Doncaster en Boulder Beach. Traté de abrir la puerta de su actual domicilio. Estaba con llave. La ventana tenía una celosía verde rota, cerrada.
Detrás de mí se abrió una puerta. Una mujer gorda que llevaba un jersey de hombre sobre un vestido estampado con flores salió de la oficina y se acercó a mí con movimientos ondulantes. De las orejas le colgaban aros del tamaño y el color de los de colgar cortinas. Tenía cabello renegrido con una sola estría blanca que iba hasta el rodete, como una cicatriz.
—Vuele de aquí —dijo con voz dura—. O uso esto.
Me mostró un pequeño revólver niquelado. Jadeaba.
—No soy un delincuente, señora.
—No me importa quién es usted. Vuele de aquí.
—Soy detective. Baje ese arma.
Saqué a relucir una chapa de ayudante de la Policía de Los Ángeles que me había dado el sheriff en una emergencia. Eso la impresionó. Se metió el revólver en el escote, donde fue tragado por la apretada división entre sus pechos.
—Bueno, ¿qué quiere de nosotros? Éste es un lugar decente. Los líos que hubo el año pasado ocurrieron antes de que nosotros nos encargáramos del lugar.
Yo seguía mirando la puerta de la cabaña.
—¿El pelirrojo está aquí?
—¿Lo busca?
—No sólo yo.
Puso cara compungida.
—No nos responsabilizamos por lo que la gente…
—No hablamos de eso. ¿Está aquí?
—No creo. No lo he visto regresar.
Dije a la puerta de la cabaña:
—Sal, Babby, o entraré yo.
No hubo respuesta. Apoyé el hombro sobre la frágil puerta.
—¿Qué hace? —gritó la mujer—. No vaya a romper la puerta. Espere.
La mujer se fue y volvió tintineando un llavero. Mientras ella abría la puerta saqué el revólver. Era día de revólveres. Entré al interior oscurecido. Olía a alientos y cuerpos. En la penumbra verdosa los muebles parecían restos de un naufragio en una profundidad donde todo estaba inmóvil.
La gorda tiró de una cadenita que encendió una luz en el locho y reveló una cómoda desvencijada, una alfombrita del color de la tierra apisonada, una cama doble donde alguien había dormido. Las sábanas estaban retorcidas como si un par de presos hubieran pasado la noche tratando de convertirlas en sogas para descolgarse de la celda, sin haberlo conseguido. En el suelo, junto a la cama, había un bolso de lona abierto. Llevaba las iniciales R.D. y contenía una muda de ropa interior, algunas camisas y pañuelos, cepillo y pasta dentífrica y una chequera cuyo último talón mostraba un saldo de unos doscientos dólares en un banco de Boulder Beach.
Eché un vistazo a la kitchenette. Sobre la mesada había una hamburguesa mordida en un plato de papel. Los ojos tiernos de una cucaracha suficientemente grande como para comerse toda la hamburguesa me miraron desde atrás. No la maté.
Al volver a la habitación principal vi que la gorda estaba por sentarse en la cama. Los resortes crujieron bajo su peso. Su voz fue como la continuación de ese sonido.
—No sé si ha regresado o no, o si pensaba regresar. Sin embargo tiene que regresar. Dejó la maleta en el coche, y no dijeron que se iban.
—¿Con quién está?
—Con su esposa. —No pudo evitar una expresión especial mientras lo decía—. En fin, se anotaron como marido y mujer. En ese momento me pareció oler algo raro. Pero, ¿qué va a hacer una cuando tiene un negocio como éste? ¿Pedirles el libro de familia y el resultado de la Wassermann? —Su sonrisa era dura y agria como su sentido del humor—. ¿Por qué lo buscan?
—Sospechoso de asesinato.
—Qué lástima —dijo, sin que se le moviera un pelo—. Parece un muchacho decente. A lo mejor fue ella la que lo sacó de sus cabales. ¿Qué hizo el chaval, mató al marido de esa mujer, o algo así?
—Algo así. ¿Cuándo llegaron?
—Ella llegó ayer a eso de las seis de la tarde, y dijo que el marido se le reuniría más tarde. Él llegó alrededor de las once.
—¿Qué nombre dieron?
—Smith. Señor Smith y señora.
—¿Se fueron caminando?
—No, vino el viejo ese a buscarlos… a buscarla a ella. Venía en coche… un Chevy azul nuevo.
—¿Cómo era él?
—Un hombre mayor, con bigote. —Se tocó el labio superior—. Un bigote más al estilo de Adolphe Menjou que de Charlie Chaplin. Un hombre agradable, a pesar de esas gafas gruesas. Además la trató bastante bien, a pesar de la provocación.
—¿La provocación? —Miró las sábanas retorcidas, las almohadas aplastadas. Tomó una de las almohadas y se puso a enderezarla.— ¿Es el marido, no?
—No. Estoy tratando de descubrir quién es.
—¿Entonces a quién mataron?
—A la hija de la mujer.
La mujer hizo un gesto de conmiseración.
—Con razón estaba tan triste. Yo sé lo que es la tristeza. Perdí a mi marido en la segunda guerra. Ahí fue que empecé a comer. Y así seguí hasta que me casé con Spurling.
Se puso una mano en el pecho. Sus dedos eran pálidos y manchados como cierta clase de salchichas. Toda su carne era como la grasa; si uno le hundía un dedo el agujero quedaba ahí. Parte de esa grasa parecía haberse corrido como el sebo de una vela a sus tobillos y empeines.
—Volviendo al hombre del bigote, señora Spurling, ¿qué dijo cuando llegó aquí preguntando por ella?
—Sólo preguntó si estaba aquí, y la describió: una rubia grandota, platinada, con vestido rojo. Le dije que estaba aquí. Golpeó esta puerta, lo dejaron entrar y hubo gran revuelo durante quince o veinte minutos.
—¿Qué decían?
—No oí… solamente oía las voces. Pero fue un gran escándalo. Creo que ella no quería irse con él, quería quedarse acá con el pelirrojito. La vi tratando de volverse mientras él la arrastraba al coche.
—¿Se resistía?
—No peleaba con él, si eso es lo que quiere decir. Pero discutía. Cuando él arrancó todavía estaban discutiendo, los tres. Lo raro es que el pelirrojo parecía estar contra ella.
—¿Cree que el hombre los llevaba presos?
—No me pareció. ¿Eso es lo que piensa hacer usted?
—Sí. El muchacho tendrá que venir a buscar su coche. Lo esperaré, si no tiene inconveniente.
—¿No habrá tiros?
—No creo.
Se levantó, y la cama suspiró aliviada. En su lento cerebro chocaron dos pensamientos que le hicieron temblar las quijadas.
—Dios mío, ¿usted piensa que mató a la hija de la mujer?
—Eso es lo que quiero preguntarle señora Spurling.
—¿Y ella pasó la noche con él? ¿Qué clase de mujer es?
—Eso es lo que quiero preguntarle a ella.
Cuando salió cerré la puerta y apagué la luz.
Pronto mis ojos se acostumbraron a la penumbra verde, y vi pasar las cucarachas como un pequeño ejército de guerrilla.
Retrocedieron como si contaran con una avanzada de exploración cuando Bobby entró en la cabaña. Oí sus pasos por el corredor, y cuando llegó lo esperaba a la puerta. Vio el arma en mi mano y se detuvo en seco. Tenía ojeras azules, como si esa noche y ese día le hubieran quitado la juventud.
—Siéntate, Bobby. Hablaremos.
Preparó los pies para salir corriendo. No pudo decidir hacia dónde correría.
—Entra, siéntate, y apuremos la cosa.
—Sí, señor —le dijo al revólver.
Encendí la luz y lo palpé de armas. Se estremeció como si mi contacto fuera contagioso. Casi como movimiento reflejo, sin preocuparse de mi arma, me tiró una trompada al mentón. Lo detuve con la mano izquierda y lo empujé hacia atrás. Dio dos pasos vacilantes y cayó en la cama de costado. No estaba lastimado, pero no intentó levantarse. Le dije:
—Tu madre me dio otra versión, Bobby. No tiene coartada. Sabemos que fuiste con Phoebe a San Francisco.
Guardó silencio, con la cara medio escondida entre las sábanas revueltas. Uno de sus grandes ojos verdes me miraba.
—¿No lo niegas, verdad?
—No. Pero mamá no sabía que me iba con Phoebe. Le dije que me iba a la facultad temprano, y subí al auto de Phoebe en el límite del terreno de la universidad.
—¿Qué pensabas hacer?
—Qué le importa.
—Ahora le importa a todo el mundo —dije.
—Muy bien. —Su voz se alzó, desafiante—. Nos íbamos a casar. Después de despedirse del padre íbamos a ir a casarnos a Reno. Tenemos edad para ello, no es ningún crimen.
—Casarse no es un crimen. Pero ustedes no llegaron a hacerlo.
—No fue culpa mía. Yo quería. Fue Phoebe quien cambió de idea. Por algún problema familiar. No me pregunte cuál, porque no lo sé. Abandoné la cosa y tomé un autobús de regreso a casa.
—¿Desde San Francisco?
—Sí.
—Mientes. La misma noche, o en las primeras horas de la mañana siguiente, te vieron pasar por Medicine Stone en el coche de Phoebe. Conoces el lugar. Encontraron el coche ayer, en el lugar donde tú lo empujaste sobre el acantilado. Dentro del coche estaba el cadáver de Phoebe. Estás liado, desde la cabeza hasta los pies.
No se movió ni habló. Quedó como catatónico bajo el peso de mi acusación.
—¿Por qué mataste a Phoebe? ¿No estabas enamorado de ella?
Se enderezó apoyándose en los brazos para desafiarme, aunque no con mucha firmeza.
—Usted no tiene la menor idea de lo que pasó.
—Acláramelo.
—Un hombre no debe acusarse a sí mismo.
—¿Tú eres un hombre?
Fijó sus ojos en la luz del techo, atusándose el bigote rosado.
—Hago todo lo que puedo por serlo.
—La hombría no se prueba matando chavalas.
Bajó la vista hasta clavarla en mí. Sus ojos eran demasiado fríos y dudosos para un muchacho de veintiún años.
—Yo no la maté. No maté a nadie. Pero estoy dispuesto a sufrir las consecuencias por lo que hice.
—¿Qué es lo que hiciste?
—Fui con el coche hasta Medicine Stone, como usted dijo. Lo llevé hasta las rocas y volví a la ruta a tomar el autobús.
—¿Por qué hiciste eso?
Paseó la vista por varios rincones de la habitación.
—No lo sé.
—Dime la verdad.
—¿Para qué? De todos modos, nadie me creerá.
—No te esfuerzas mucho.
—Ya le dije que yo no la maté.
—¿Quién la mató, entonces? ¿Catherine Wycherly?
Dejó escapar una especie de risa evasiva. No fue muy fuerte ni muy larga, pero me puso los nervios de punta.
—¿Qué pasa entre tú y Catherine Wycherly? ¿Una imagen materna que te resulta irresistible? ¿O tienen más bien una relación comercial?
—Usted no entiende —respondió—. Nunca entenderá.
—Dime qué pasó el dos de noviembre.
—Antes iré a la cámara de gas.
Su voz era aguda y entrecortada. Miró a su alrededor como si la cabaña fuera el último lugar que vería en su vida y ya estuviera aspirando los gases. Afuera se oyeron pasos pesados en el sendero.
Hubo unos golpecitos en la puerta.
—¿Todo en orden?
—Todo en orden, señora Spurling. —Todo estaba lindísimo—. En un ratito nos vamos.
—Bueno. Cuanto antes, mejor.
Se fue. Le dije al muchacho:
—Te doy un minuto más. Si no logras decirme algo razonable, seguiremos con el procedimiento de los Tribunales. Una vez que salgamos de aquí con datos en contra de ti, es casi seguro que te harán juicio. No es una amenaza, son hechos. No me parece que tengas mucha idea de la realidad.
Vi el funcionamiento de su mente en sus ojos.
—Nada de lo que usted piensa es cierto. Yo no maté a Phoebe. Ni siquiera está muerta.
—No trates de hacerme tragar eso. Encontramos su cadáver.
—Puedo probar que está viva; sé dónde está. —Se le escaparon las palabras, aunque después de decirlas se tapó la boca con la mano.
—Si sabes dónde está, llévame allí.
—No lo haré. Usted la va a maltratar, y ella no va a poder soportarlo. Ya ha soportado bastante. No va a volver a sufrir, yo me encargaré de evitarlo.
—No puedes evitarlo —le dije—. Había un cadáver en el coche. Dices que no era Phoebe. ¿Quién era?
—Su madre. Phoebe mató a su madre en noviembre. Yo la ayudé a deshacerse del cadáver. Soy tan culpable como ella.
Se enderezó, respirando profundamente, como si se hubiera sacado de encima un peso que ya no podía resistir. Sentí que el peso caía sobre mí.
—¿Dónde está, Bobby?
—No se lo voy a decir. Haga lo que quiera conmigo. A ella no la va a tocar.
Tenía una mirada de caballero andante, un aire quijotesco compuesto de idealismo, histeria y sexo sublimado. Tal vez no tan sublimado. Hice a un lado mi revólver y me puse a buscar las palabras adecuadas.
—Escúchame, Bobby. Te das cuenta de que necesito algo más que tu palabra para creer todo esto. Tengo que verla en carne y hueso. Hablar con ella.
—Lo que usted quiere es ponerle las garras encima.
—¿Qué garras? —le mostré mis manos—. Estoy de su lado, no importa lo que haya hecho. Recuerda que su padre me contrató. Me he roto los huesos tratando de encontrársela. No puedes interponerte.
—Está en buenas manos —dijo tercamente—. No quiero que la saquen de allí.
—¿Cómo se llama el médico?
Se sorprendió.
—Nunca se lo diré.
—No necesito que me lo digas. Con lo que sabemos, la policía podrá ubicarla antes del atardecer. Pero por ahora sería mejor mantenerlos aparte.
Se sentó con la cabeza gacha. No tenía idea de lo que pasaba dentro de su joven cabeza. Salió en frases entrecortadas.
—No sería justo… usted no puede castigarla… no es responsable. No lo planeó ni nada por el estilo.
—¿Tú estabas presente?
Alzó bruscamente la cabeza. Estaba atrozmente pálido.
—En cierto sentido lo estaba. Estaba esperando afuera, en el coche. Phoebe no quiso que entrara en la casa con ella. Dijo que tenía que hablar a solas con su madre.
—¿Eso fue en la casa de su madre en Atherton?
—Sí. Yo la llevé a Phoebe allá desde San Francisco esa noche. No se sentía como para conducir. Estaba terriblemente inquieta.
—¿Cuándo fue esto?
—A eso de las ocho de la noche. Se encontró con la madre en el barco y prometió ir a verla luego. Hacía mucho tiempo que no se veían. Phoebe dijo que quería reconciliarse con ella antes de casarse. Pero no resultó. Nada resultó.
Se le quebró la voz. Esperé.
—Estuvo en la casa unos veinte minutos; yo pensaba que todo andaba bien. Después salió con… tenía ese atizador en la mano, chorreando sangre. Dijo que yo tenía que hacerla desaparecer. Le pregunté qué había hecho. Me hizo entrar en la casa y me mostró. La madre estaba tirada delante de la chimenea con la cabeza ensangrentada. Phoebe dijo que teníamos que hacer desaparecer el cuerpo y ocultar todo el asunto. —Tenía los ojos atormentados. Los cerró, y siguió hablando a ciegas—. Yo quería salvarla del castigo. No la castigue. No sabía lo que hacía.
—Yo no me ocupo de los castigos. Haré todo lo que pueda por ella. Te doy mi palabra.
—Si le digo dónde está, ¿no se lo dirá a la policía?
—No. Tendré que decírselo al padre, por supuesto. Más tarde o más temprano la policía tendrá que saberlo.
—¿Por qué?
—Porque se ha cometido un crimen.
—¿Irá a la cárcel?
—Eso depende de su estado, de la naturaleza del crimen. Puede haber sido un asesinato, o un homicidio no premeditado, o incluso un homicidio justificable. Es posible que Phoebe esté psicológicamente incapacitada para enfrentar un juicio.
—Lo está. Anoche me di cuenta de lo gravemente perturbada que está. Hablaba en forma extraña, riendo y llorando.
—¿Qué dice el médico, Bobby?
—A mí no me dijo mucho. Creía que yo la inducía a que se fuera de la clínica. Era al revés. Ella me habló cuando se escapó de allí y me pidió que nos encontráramos en este motel. —Miró a su alrededor como si esa fuera una imagen de su futuro, lamentable, desprestigiada y encerrada—. Cuando vi este lugar quise sacarla inmediatamente de aquí, pero tenía miedo de mostrarse al descubierto. Pasé la mitad de la noche tratando de convencerla de que volviera a la clínica. Hoy el doctor logró encontrarla, y entre los dos la convencimos de que volviera allá.
—Todavía no me dijiste dónde.
—No sé si se lo voy a decir.
Me miró con terca suspicacia. Como muchos jóvenes, incluso los mejores, actuaba como un marginado en el mundo de los adultos.
—Vamos, Bobby. Estamos perdiendo un tiempo valioso.
—¿Qué tiene de valioso el tiempo? Quisiera tomar una píldora para dormir y despertarme dentro de diez años.
—Yo quisiera una que actuara al revés y me despertara diez años atrás. Pero tal vez es mejor que eso sea imposible. Con toda la práctica que tengo, quién sabe si no volvería a cometer los mismos errores.
Estuve bien en decirle eso, vaya a saber por qué razón. Bobby respondió:
—Yo he cometido algunos errores terribles.
—Los veintiún años son una buena edad para cometerlos. No hay que pasarse la vida corrigiéndolos.
—Pero, ¿qué nos sucederá?
—Veremos. Mucho depende de ti en este momento. Llévame donde está ella, Bobby.
—Bueno —dijo, después de echar una última mirada a su alrededor—. Salgamos de aquí.
Cerré mi coche y partí con Bobby. La clínica no era lejos, dijo Bobby por encima del ruido del motor. Quedaba en Palo Alto y lo dirigía un psiquiatra de nombre Sherrill, a quien Phoebe había consultado en su último semestre en Stanford.
—¿Volvió a verlo por su propia cuenta?
—Seguramente. Estaba sola.
—¿Cómo llegó aquí desde Sacramento?
—No sabía que estaba en Sacramento. No quiso decirme nada de lo que hizo en estos dos meses.
—¿Cuándo volvió a la península?
—Ayer a la mañana. El doctor Sherrill dijo que volvió a su clínica alrededor de las ocho.
—¿Cuándo dejó la clínica?
—Ayer por la tarde. No importa. Ahora está segura.
Se detuvo en una luz roja y giró a la derecha saliendo de Bayshore. Pensé en Stanley Quillan escuchando música alegre en su tienda a pocos kilómetros de donde estábamos.
—¿Anoche Phoebe tenía un arma?
—Por supuesto que no. No tiene armas.
—¿Puedes asegurarlo?
—No tenía ni arma ni nada. Nada más que la ropa que llevaba puesta, y que no era de ella.
—¿Cómo lo sabes?
—No le quedaba bien. Ha engordado mucho, pero aún así el vestido era muy grande para ella. Además no la favorecía. La hacía parecer vieja. Parecía su madre cuando…
El coche hizo un brusco giro por la presión de sus manos en el volante. Estábamos en una calle tranquila, bordeada de árboles, a la que habían dado el nombre del poeta Cowper. Llevó el coche hasta el bordillo y frenó de golpe. En el parabrisas quedaron las marcas de mis manos.
—Vi a su madre muerta —siguió diciendo en voz baja—. No tenía ropa. Era grande y blanca. La envolví en una manta y la metí en la parte de atrás del auto de Phoebe. Tuve que doblarle las piernas. —Se inclinó hasta tocar con la frente el volante, al que se aferró con las dos manos. Los nudillos se le pusieron blancos—. Fue una cosa terrible.
—¿Por qué lo hiciste?
—Me dijeron… Phoebe me dijo que era la única forma. Teníamos que liberarnos del cadáver. No podía dejar que lo hiciera ella.
—Ella no estaba sola.
Volvió la cabeza, con la mejilla apoyada contra los nudillos.
—Yo estaba con ella. ¿Es eso lo que quiere decir?
—¿Quién más estaba?
—Nadie. Estábamos solos en la casa.
—Dijiste «Me dijeron». No habrá sido la muerta quien te dijo que la pusieras en el agua.
—Fue un lapsus.
—Ajá, un lapsus. ¿A quién más estás tratando de encubrir, Bobby?
—No estoy tratando de encubrirlo.
—Así que era un hombre. ¿Cómo se llamaba?
Otra vez la máscara de terquedad le cubrió la cara.
—Creo que puedo decírtelo yo —dije—. ¿Ben Merriman tomó parte en los festejos?
—No dijo quién era.
De ese nido de urracas que era el bolsillo interno de mi chaqueta extraje la octavilla con la fotografía de Ben Merriman, que ya tenía las puntas dobladas.
—¿Era este hombre?
—Sí.
—¿Por qué no lo mencionaste antes?
—Anoche Phoebe me dijo que no lo mencionara.
—¿Te dio alguna razón?
—No.
—¿Y sin ninguna razón permites que una muchacha perturbada tome semejantes decisiones?
—Yo tenía una razón, señor Archer. Ayer vi esa foto en el diario. Lo mataron a golpes en esa misma casa. Ahora también acusarán a Phoebe de eso.