CAPÍTULO XXIII

Puse la vieja máquina Royal en el coche y fui hasta la hostería de Boulder Beach. A las cinco menos diez de la mañana el lugar era como una catacumba. El empleado de la noche me miró en la forma en que miraban siempre los empleados de la noche, con suspicacia pero con cierta esperanza de que no habría problemas y de que yo fuera realmente un cliente.

—¿Qué desea, señor?

—¿El señor Homer Wycherly todavía está aquí?

No me contestó en forma directa.

—No podemos molestar al señor Wycherly a esta hora. Si quiere dejar algún mensaje…

—Trabajo para Wycherly. ¿A qué hora pidió que lo despertaran?

Miró su registro.

—A las ocho.

—Llámeme a mí a la misma hora, por favor. Voy a tomar una habitación. ¿Cuánto es?

Me dijo el precio.

—Quiero alquilar, no comprar.

Sonrió levemente y me pasó una lapicera. Firmé. Un botones negro surgió de las sombras y me condujo a una habitación en la parte trasera del edificio donde me quedé en ropa interior, me extendí, sin bañarme, entre las sábanas limpias, y me dormí como un tronco.

Dormí tres horas a cinco dólares por hora. Pero el viejo proyector cinematográfico que me servía de cerebro no paró. Continuó pasando escenas acuáticas en que yo me sumergía, hundiéndome como un nadador cansado en aguas frías y revueltas, pasando por zonas cada vez más profundas y frías donde los muertos se apiñaban como recuerdos, con los cabellos lacios flotando en las corrientes submarinas. La vi claramente, con la carne despellejada casi mostrando el esqueleto, y pececitos que entraban y salían por los agujeros de sus ojos.

Me desperté con el nombre de Phoebe en la boca seca y un timbre que sonaba dentro o fuera de mi cabeza. Abrí los ojos a todo el horror blanco de la mañana. Volvió a sonar el teléfono junto a mi cama. Levanté el pesado auricular de hierro que la gerencia había colocado allí.

—Son las ocho, señor —dijo una voz de muchacha.

—Debo de haber estado loco cuando pedí que me despertaran a esta hora.

—Sí, señor.

—Espere. ¿Ya llamó al señor Homer Wycherly?

—Sí, señor, hace un momento.

—Comuníquelo conmigo, por favor.

—Sí, señor.

Me incorporé apoyándome en la almohada. Me sucedió algo particular: perdí mi sentido de orientación en el espacio. La pared de enfrente se inclinó sobre mí, la cama se inclinó hacia atrás debajo de mi cuerpo. Me encontré con las piernas hacia arriba en un rincón del espacio, y el espacio se balanceaba como una silla.

—¿Quién es? —dijo el auricular de hierro con voz que parecía la de Wycherly.

Contesté con tono vacilante, hundido en medio de un horror total.

—Archer.

El espacio se acomodó un poco. Comenzó a regularizarse. Traté de colaborar inclinándome hacia adelante, pero estaba clavado en un rincón, inmovilizado por una fuerza más poderosa que la de la gravedad. No quería que Phoebe estuviese muerta. No quería tener que decirle a su padre que estaba muerta.

—¿Archer? ¿Desde dónde me llama?

—Estoy aquí, en el hotel. Tengo noticias para usted.

—¿Qué noticias? ¿La encontró?

—No. Por lo visto usted no sabe nada.

—¿No sé qué?

—Prefiero decírselo personalmente. ¿Puedo ir a su bungalow dentro de quince minutos?

—Lo espero.

Colgué. Las paredes de la habitación estaban verticales. El espacio había vuelto a estar donde correspondía, arriba, abajo, a lo largo y a lo ancho. Aproveché esta circunstancia para salir de la cama, darme una rápida ducha y afeitarme. En el espejo del baño vi mis ojos asustados como el diablo… o del diablo.

En camino al bungalow de Wycherly saqué del coche la máquina de escribir.

—¿Qué es eso? —dijo al abrir la puerta.

—Una máquina de escribir Royal, modelo como de 1937. ¿La conoce?

—Éntrela y déjeme verla bien.

Lo seguí a la habitación y dejé la pesada máquina en una mesa baja cerca de la ventana. La miró con ojos como cebollas hervidas.

—Podría ser la vieja máquina de escribir de Catherine. Por lo menos la que tenía se parecía a ésta. ¿De dónde la sacó?

—La tenía la compañera de cuarto de su hija. Phoebe se la prestó antes de irse.

Wycherly asintió.

—Ahora recuerdo. Catherine la dejó en casa, y Phoebe se la llevó al colegio el otoño pasado.

—¿Dónde estaba la máquina durante la Pascua?

—En mi casa de Meadow Farms. Catherine la tenía en su sala. Le gustaba tener una máquina a mano.

—¿Es buena dactilógrafa?

—En otra época lo era. Antes de casarse conmigo era secretaria. La máquina data de ese tiempo.

—¿En épocas más recientes hizo algún trabajo dactilografiado para usted? ¿La primavera pasada, por ejemplo?

—Me ayudaba de vez en cuando, sí. —Le apareció un tono de viejo resentimiento en la voz—. Cuando estaba en actitud conciliadora, y no tenía otra cosa que hacer.

—La primavera pasada usted le escribió una carta a Willie Mackey sobre algunas amenazadoras que recibía. ¿Las pasó a máquina la señora Wycherly?

—Creo que sí. Sí, efectivamente, sí. Preferí que el hecho de que contrataba a un detective quedara en la familia.

—¿Usted sabe escribir a máquina?

—No, nunca aprendí.

—¿Ni con un dedo?

—No. Jamás en mi vida he tocado esas máquinas. —Se alisó el pelo con mano nerviosa—. ¿Qué importancia tiene todo esto, al fin y al cabo?

—Ayer hablé con Mackey. A pedido mío, ya que trabajo para usted, me dejó ver esas cartas escritas por «¿Un amigo de la familia?». En mi opinión fueron escritas en esta máquina.

—¡Por Dios! —se arrojó en el sofá y se sostuvo la cara con la mano, como si estuviera por desintegrársele—. ¿Está sugiriendo que las escribió la misma Catherine?

—Los hechos lo sugieren.

—Pero usted no sabe lo que decían. Es imposible.

—En este caso nada es imposible. ¿Quién más tenía acceso a la máquina?

—Cualquiera de los que estaban, o venían, a la casa. Sirvientes, visitantes, cualquiera. Las habitaciones de Catherine estaban en un ala apartada de la casa, y ella rara vez estaba allí. En la sala tampoco se mantenía la puerta cerrada con llave. Entiéndame, no quiero defender a mi ex-mujer, pero no puede haber escrito esas cartas. La atacaban a ella.

—Hay gente que se ataca a sí misma.

—Pero, ¿con qué propósito podía haberlo hecho?

—Crear problemas, acabar con el matrimonio. No es necesario que haya tenido un motivo racional.

—¿Usted sugiere que Catherine actuaba irracionalmente?

—Actúa. La vi anteanoche señor Wycherly. No sé cuál habrá sido su estado emocional hace nueve meses. El de ahora es muy malo.

Levantó las manos y las lanzó hacia adelante, con los dedos rígidos, como si se estuviera defendiendo de las furias.

—¿Éstas son sus grandes noticias? Creí que iba a decirme algo… a darme alguna esperanza con respecto a Phoebe. —Sus brazos cayeron a los costados de su cuerpo, y tironeó de los botones del sofá.

—¿Para qué sirven estas excursiones al maldito pasado? Sé que Catherine es capaz de cualquier cosa. Incluso sospechaba que había escrito esas cartas.

—¿Por eso sacó a Mackey del asunto?

Asintió. Mantenía la cabeza baja, como si le pesara.

—¿Lo que alegaban las cartas era cierto? Concretamente, ¿tenía algo con otro hombre la primavera pasada?

—Sospecho que sí. No tengo pruebas. Tampoco tengo ganas de buscarlas. Yo la quise, ¿sabe?

No lo sabía, pero él lo dijo.

—Desde principios del año pasado pasaba mucho tiempo fuera de casa. Nunca quería decirme adónde iba, en qué lugares estaba. Decía que tenía un estudio en alguna parte, y que iba allá a pintar.

—Tenía un apartamento en San Mateo —le dije—. Es probable que lo haya compartido con un hombre, o con varios. Suponiendo que así haya sido, ¿tiene idea de quién o quiénes pueden haber sido esos hombres?

—No.

—¿Alguna vez le hizo preguntas sobre eso?

—No directamente. Con franqueza, vacilaba en hacerlo. A veces tenía reacciones tan violentas.

—¿Alguna vez habló de matar a alguien?

—Muchas veces.

—¿A quién amenazaba?

—A mí.

—Le voy a hacer una pregunta que no le va a gustar. ¿No fue usted quien preparó esas cartas de «¿Un amigo de la familia?», para satisfacer sus dudas sobre su esposa?

La señora Wycherly no era la única que tenía reacciones violentas. Wycherly se puso morado, se levantó rugiendo y agitando los puños como un chico con una rabieta.

—¡Cómo se atreve, basurero! —Me dijo algunas otras cosas. Esperé a que se le pasara. No le duró mucho. Se apagó como un petado mojado, tartamudeando—. Esto es una locura. Usted está loco.

—Entonces sígame la corriente. Contésteme la pregunta.

—No tuve nada que ver con esas horribles cartas. Fueron un golpe espantoso para mí.

—¿Cómo afectaron a Phoebe?

—Se alteró, sin grandes explosiones, como era su característica. Se toma las cosas con calma, pero la tocan profundamente.

—¿Y su esposa?

—Catherine se lo tomó con soda. Por eso le pedí que escribiera la carta a Mackey. Quería saber cómo reaccionaría.

—¿Cómo reaccionó?

—Con perfecta tranquilidad… y eso no era habitual en ella. Así siguió durante todo el asunto. Luego, después de la semana de Pascua fue a Reno, y sus abogados me plantearon el arreglo para el divorcio.

—¿A usted le sorprendió que las cosas tomaran ese giro?

—Yo había llegado al punto —dijo— en que nada me sorprendía. Nada de nada.

—¿Cómo se sintió Phoebe con el divorcio?

—Muy herida y alterada.

—Los hijos suelen tomar partido cuando los padres se divorcian. ¿Cómo fue eso en el caso de Phoebe?

—Estuvo de mi parte, naturalmente. Creo que ya le aclaré eso los otros días. Parece que siempre estamos yendo y viniendo sobre las mismas cosas.

Yo postergaba entrar en cosas nuevas, por temor a que el conocimiento de la muerte de Phoebe lo inutilizara para contestar más preguntas que aún tenía que hacerle.

—¿Recuerda usted el día de su partida, cuando la señora Wycherly subió a bordo?

—Para desearme buen viaje —dijo agriamente—. No creo que lo vaya a olvidar fácilmente.

—¿Advirtió que Phoebe bajaba del barco con su madre?

—Salieron juntas de mi habitación, por lo menos Phoebe la siguió. No sabía que habían bajado juntas del barco.

—Se fueron en un taxi. En ese momento parecían estar en buenas relaciones. Por lo menos Phoebe aceptó visitar a su madre esa noche en Atherton.

—¿Cómo sabe todo eso?

—Es mi oficio averiguar cosas. También es mi oficio preguntarle si usted bajó del barco esa noche.

—Por Dios, ¿sospecha de mí?

—La sospecha es uno de los riesgos de mi ocupación, señor Wycherly. No me había dicho que la partida se postergó hasta la mañana del día tres. Dejó que yo pensara que habían salido en el momento programado.

—Me había olvidado de la demora. Se me pasó.

—Cosas que pasan. Pero con seguridad recordará si bajó del barco esa noche.

—No bajé. Me molesta su pregunta. Todo este interrogatorio me molesta. Es insultante y despreciable y no lo voy a tolerar. —Me miró, cada vez más furioso. No podía contenerse. Con voz casi implorante, me dijo—: ¿Adónde quiere ir?

—Estoy tratando de llegar a una situación que condujo a una muerte. A tres muertes, en realidad, y casi a una más. ¿Cómo anda su sistema cardiovascular, señor Wycherly?

—Muy bien. Por lo menos estaba muy bien cuando me hice el último examen, poco antes de viajar. ¿Por qué?

—Carl Trevor tuvo un ataque cardíaco anoche.

—¿Carl? Lo lamento —dijo con una voz extrañamente liviana. Su expresión se volvió rara, con una curiosidad de zorro en los ojos—. ¿Cómo está?

—No sé. Es su segundo ataque, y fue grave. Lo dejé en el hospital de Terranova.

—¿Qué hace en ese tugurio?

—Se recupera. Espero. Los dos fuimos a Medicine Stone porque nos informaron que habían encontrado un coche en el fondo del mar. Resultó ser el coche de su hija, y dentro del coche había un cadáver, el cuerpo de una mujer. Trevor la identificó. Luego tuvo el ataque.

—¿Era Phoebe?

—Temo que sí, señor Wycherly.

Fue hasta la ventana y se quedó allí un largo rato mirando la mañana vacía. Algo indescriptible sucedió en su cuerpo. Mientras lo miraba me pareció que la conciencia de su dolor lo penetraba. Cuando volvió a mirarme la expresión de zorro había desaparecido de sus ojos y su boca.

—De modo que esa es su noticia. Mi hija está muerta.

—Creo que sí. Hay un elemento de duda… una discrepancia entre los datos que he recogido. Según una serie de datos, Phoebe cayó al mar la noche del dos de noviembre. Vieron pasar su coche por Medicine Stone a medianoche.

—¿Ella manejaba?

—No sé quién manejaba. Como le dije, hay una discrepancia. Según otra serie de datos Phoebe vivió en el apartamento de su madre en San Mateo durante una semana después del dos de noviembre. Le diría que una joven que se hacía llamar Smith y que coincide con la descripción de Phoebe vivía allí.

La esperanza le brilló en los ojos.

—Smith es el nombre de soltera de mi esposa. Sería natural que Phoebe lo usara. Querría decir que aún está viva.

—No sé si quiere decir eso, señor Wycherly. Su cuñado Trevor hizo una identificación positiva del cadáver. Se podría decir que su ataque al corazón la confirmó.

—Entiendo. Carl la quería mucho. —Recorrió a grandes pasos la habitación, como un gran oso enjaulado por la realidad—. No más que yo —dijo, como si eso sirviera para algo. Giró y me miró, con la cara demacrada y empalidecida por la luz—. ¿Dónde está Phoebe ahora?

—En el depósito de cadáveres, en Terranova. Sería bueno que usted fuera hoy por allí. Por favor no alimente esperanzas. No está linda ni resulta fácil mirarla, pero mucho me temo que reconocerá a su hija.

—Pero usted dijo que estaba viva en San Mateo, mucho tiempo después del que se la supone muerta. Debe de ser otra joven la que encontraron en el agua.

—Es más probable que sea otra joven la que vivió en San Mateo.