Era una mala noche, y no mejoró. A eso de las tres llegué al lado norte de Boulder Beach, donde los letreros luminosos de los moteles derramaban su frío atractivo en la oscuridad. Salí de la ruta para entrar en el área de la universidad. Sus edificios parecían un cementerio bajo el ectoplasma de la niebla que venía del mar. La luna tenía un halo. Las cortinas del apartamento de Oceano Palms, que Phoebe había compartido con Dolly Lang, dejaban filtrar la luz. Todavía no quería ver a Dolly. Llamé a la puerta de la señora Doncaster.
Contestó con sorprendente rapidez, casi como si hubiera estado esperando mi llamado. Se oyó tenuemente su voz a través de la madera.
—¿Bobby? ¿Eres tú, Bobby?
Llamé otra vez, más suavemente. La puerta se abrió algunos centímetros, trabada con una cadena. La señora Doncaster espió por la abertura.
—¿Puedo entrar? —dije—. Tengo noticias para usted.
—¿De Bobby?
—Sí. Tienen que ver con su hijo.
Soltó la cadena y dio un paso hacia atrás. La tragó la oscuridad.
—Voy a prender la luz. Estaba sentada en la oscuridad.
Encendió una lámpara de pie. Llevaba una bata de cama gastada, el pelo atado en trenzas que caían sobre su pecho plano; se la veía vieja e indefensa. En voz baja, que trataba mágicamente de negar lo que creía, dijo:
—¿Bobby tuvo un accidente?
—Podríamos llamarlo accidente. Siéntese, señora Doncaster. Tenemos cosas de que hablar.
Se recostó en una silla ante la presión de mis ojos. Dejó escapar el aliento mientras se sentaba.
—Lo mataron.
—No es a Bobby a quien mataron.
—Dígame qué pasó. Tengo derecho a saber.
Me senté cerca de ella en el taburete del piano.
—Tal vez usted sepa mejor que yo lo que pasó. Encontraron el cadáver de Phoebe Wycherly en el mar, cerca de Medicine Stone, al norte de aquí. Esta noche la hemos identificado. Su coche había sido empujado o manejado hasta caer por un acantilado de doce metros de altura, con su cuerpo dentro de él.
La señora Doncaster miró la fotografía de su marido. El hombre de bigotes en el marco negro sonreía junto a la luz de la lámpara. Al enfrentarse con todo el brillo de la luz parpadeó como si le hubiera dado un golpe en los ojos.
—¿Qué tiene que ver esto con mi hijo?
—Lo vieron conduciendo el auto de Phoebe en Medicine Stone la noche del dos de noviembre. Usted me dijo que había pasado ese fin de semana en casa, en cama.
—Así fue.
—Los dos sabemos que no fue así.
Tragó saliva.
—Puedo haberme equivocado. A lo mejor se constipó el fin de semana siguiente.
—¿Está dispuesta a cambiar su versión?
Asintió con lentitud. Sus trenzas se movieron como agonizantes serpientes grises sobre su pecho. Mientras hablaba se tocaba una de ellas.
—Salió solo ese fin de semana. No me dijo dónde. Me llamó por la mañana desde la estación de autobús… me pidió que fuera allá a buscarlo. Eso hice. El pobre muchacho estaba como la ira de… —miró a su icono en el marco negro— …como la ira de algo.
—¿Cuánto hacía que se había ido?
—Sólo desde la noche anterior.
—¿Le preguntó dónde había estado?
—Por supuesto que le pregunté. Se lo pregunté muchas veces, y si había estado con esa joven… con Phoebe. Todas las veces lo negó. —Lo terrible de la situación la acalló. Se retorció las manos y dijo con voz entrecortada:
—Hice por él lo que pude. Para criarlo sin la guía de un padre. ¿Qué puede hacer una cuando le mienten?
—Puede evitar mentir usted misma.
—Es mi único hijo, usted no tiene pruebas de que Bobby haya tenido que ver con su muerte. No puede tenerlas. Él ni la habría lastimado. La quería, la quería demasiado.
Se le apagó la voz. Encorvada, con la bata de cama, tenía la cara averiada de una viejita. Sus ojos saltaban sin orden por los distintos objetos de la habitación.
—¿Dónde está Bobby esta noche, señora Doncaster?
—No lo sé. Y si lo supiera no se lo diría.
—Tira por mal camino. Se supone que usted es una mujer respetable.
Echó una mirada a su cuerpo informe.
—Él es todo lo que tengo.
Quizás ése era el problema.
Alzó lentamente la cabeza.
—Fue un esfuerzo tan grande, me he roto la cabeza tratando de servirle de madre y padre. Sé que está resentido conmigo, siempre lo ha estado. Una mujer no puede criar a un hombre. Pero yo creía que nuestra vida juntos funcionaba bien. —Aparecieron lágrimas en sus ojos—. ¿Qué puedo hacer?
—Dígame la verdad. ¿Dónde está su hijo ahora?
—No lo sé. Se lo juro. —Sacudió la cabeza, y sus lágrimas rodaron como mercurio por los pliegues de sus mejillas.
—Si logro encontrarlo y hablarle, tal vez podamos aclarar algo de este asunto.
Se agarró a la perdida esperanza.
—Usted tampoco cree que fue él quien lo hizo, ¿no es cierto?
—No quiero creerlo. El hecho de que haya desaparecido no me ayuda mucho.
—Bobby no se escapó. Sólo salió a la hora de la cena. Dijo que tenía un asunto importante que atender.
—¿Dónde?
—No quiso decírmelo. Eso es raro en Bobby. Nunca tuvo secretos con su madre. Pero esta noche, cuando traté de preguntarle, salió del apartamento y se alejó sin mirar hacia atrás.
—¿Con qué coche anda?
—La misma vieja lata. Creo que es un Ford A.
—¿Parecía asustado?
—Estaba más nervioso que asustado. Me preocupó.
—¿Por qué, señora Doncaster?
—Creo que he tomado el hábito de asustarme, por lo abatido que lo he visto estos últimos meses. Entonces de pronto recibe ese llamado telefónico, y sale disparado como un gato sobre las brasas. Apenas podía contenerse, no me pareció sano. Ni siquiera quiso quedarse a comer.
—No me había hablado de ese llamado telefónico.
—Ah, ¿no? Le iba a hablar de eso. Por eso es que salió corriendo.
—¿Quién lo llamó?
—No quiso decirme. No quiso decirme nada sobre eso.
—¿Era una llamada local, o de larga distancia?
—No tengo forma de saberlo. Quienquiera que haya sido, cometió una equivocación. Lo llamaron por el teléfono de Dolly Lang.
—¿Dolly Lang atendió el llamado?
—Sí. Después traté de sonsacarle quién había llamado. La descarada dice que no lo sabe. —Los ojos le brillaban de hostilidad. Se le habían evaporado las lágrimas. Después de un momento de vulnerabilidad, su naturaleza se cerraba y se endurecía como una cicatriz sobre una herida—. Tal vez quiera hablar con usted. Usted es hombre.
Subí por la escalera externa, sintiéndome gris y vago como mi sombra que subía por la pared conmigo. Antes de que alcanzara a golpear, Dolly abrió la puerta y miró hacia afuera ansiosamente, estirando el cuello como un pájaro.
Su ansiedad descendió al reconocerme.
—Ah, es usted.
—¿A quién esperaba?
Contestó con un aire forzadamente superficial.
—A nadie. No suelo recibir visitas a esta hora de la noche.
Todavía llevaba el jersey y los tejanos con que la había conocido. Tenía una palidez gris y grasienta. Parecía no haberse lavado ni peinado desde nuestra entrevista anterior.
—Yo no elegí la hora. Ella me eligió a mí. Se acuesta tarde, Dolly.
—Renuncié a dormir por cuaresma. Sé que falta para la cuaresma, pero me anticipo.
Era charla nerviosa. Tenía los ojos planos como monedas. En la otra habitación una chica dormida lanzó un gruñido fuerte e inarticulado.
Dolly salió y cerró cuidadosamente la puerta.
—Mi compañera de habitación duerme. No ha perdido el hábito. ¿En qué está pensando? —Hablaba con voz frágil. Parecía mayor y más agresiva, y al mismo tiempo menos segura que el día anterior.
—¿En qué piensa, Dolly?
—Mayormente en nada. Podemos hablar del tiempo.
Miró rígidamente a su alrededor, como un pájaro mecánico. La niebla subía por la calle empinada desde el océano. Era como si la misma sustancia de la noche estuviera moviéndose y disolviéndose.
—¿Qué niebla, no?
—Tratemos de aclararla un poco.
—Sería bueno. Odio la niebla. Siempre me recuerda mortajas húmedas, y cosas así. —Le dio un escalofrío. Pasó—. No me haga caso. Estoy pasada de café. Por lo de la cuaresma.
—¿Vamos a algún lugar donde podamos hablar?
—No quiero ir a un lugar donde podamos hablar —dijo con un tonito de nena en la voz—. Si tenemos que hablar, hablemos aquí mismo.
—Tenemos que hablar. Usted atendió una llamada telefónica para Bobby esta noche.
—¿Yo?
—No hagamos jueguitos de palabras. Ese llamado puede ser cuestión de vida o muerte. Para él.
Su pequeño rostro gris se inclinó junto a mi hombro.
—Eso es lo que él dijo. Le prometí no hablarle a nadie de eso.
—Yo le voy a pedir que me lo diga a mí.
—¿Por qué es tan importante? ¿Es por Phoebe?
—¿Por qué se le ocurre eso?
—Por la forma en que reaccionó. Se le iluminó la cara cuando… —Se paró en seco—. Le prometí no contárselo a nadie. Ni siquiera se lo conté a su madre, y eso que se puso insufrible.
—Yo no soy su madre.
—Ya lo sé. Pero es detective. No quiero meter en líos a Bobby.
—No puede meterlo en más líos de los que tiene. Simplemente quiero alcanzarlo antes de que lo alcance la policía.
—¿La policía? ¿Lo buscan?
—Lo buscarán desde mañana.
—¿Qué hizo?
—No puedo contestar esa pregunta. De todas maneras a usted no le gustará la respuesta. Si realmente quiere ayudarlo, y ayudarme a mí, deme datos sobre ese llamado.
—No tengo datos. Me pidió que saliera de la habitación mientras hablaba.
—¿Con quién hablaba?
—Le digo que no sé.
—¿No atendió el teléfono?
—Sí, pero a la operadora. Dijo que había una llamada persona a persona para el señor Robert Doncaster, así que fui a buscarlo.
—¿A qué hora fue eso?
Vaciló.
—A eso de las seis menos cuarto.
—¿La operadora dijo de dónde era la llamada?
—De Palo Alto. Ahí está Stanford, donde Phoebe estaba antes, y tuve la idea loca de que era Phoebe quien llamaba. Todavía no me he repuesto, pasé toda la noche despierta pensando en Phoebe. Se me ocurrió que a lo mejor había perdido la memoria y que todo lo que recordaba era el nombre y el número de teléfono de Bobby…
La interrumpí bruscamente, diciéndome a mí mismo y a ella:
—No se afane, Dolly. No era Phoebe.
—En realidad ya lo sé. Bobby dijo que no era, y a mí no me iba a mentir… no con eso.
—¿Le dio algún indicio de quién era?
—No. Dijo que eran asuntos de él.
—¿Qué más dijo?
—Me dio las gradas, muy efusivamente. Eso es todo. Unos cinco minutos después lo vi alejarse con el coche por la ruta. Iba a todo gas.
—¿Y usted dice que parecía contento, o excitado?
—Muy excitado.
—¿En el buen sentido? ¿O había fumado algo?
Meditó.
—No sé, realmente. Bobby ha estado tan deprimido todo el invierno, que es difícil decir qué es lo natural para él. Esta noche estaba muy tenso. Pero también muy feliz… como en la gloria. Como si fuera a tomar el néctar de los dioses. —Miró la luna, que ya era sólo una oscuridad dentro de otra oscuridad. Se estremeció, y cruzó los brazos sobre su pecho—. Tengo frío, señor Archer. Y ni siquiera sé qué quiere decir todo esto.
—Yo tampoco, Dolly. Pero deme un par de minutos más, ¿quiere?
—Cómo no, si puede serle útil.
—Por cierto, usted puede serme muy útil. Dígame… usted es socióloga. ¿Bobby presenta síntomas de perturbaciones neuróticas o emocionales?
—Por supuesto, es muy neurótico. ¿Quién no lo es? Phoebe y yo hemos hablado de su fijación con la madre. Es muy intensa, pero lucha contra ella.
—¿En qué forma?
—Creciendo. O sea, destentaculizándose de los tentáculos, viviendo su propia vida. Este año ha tenido peleas terribles con su madre. Las oíamos desde nuestra habitación.
—¿Con golpes?
—No, no. Sólo palabras.
—¿Él la amenaza?
—Nunca oí eso. Sólo habla de dejar el colegio y vivir solo.
—¿Cree que es eso lo que ha hecho?
—No me sorprendería.
—¿Alguna vez amenazó a alguien con hacerle daño físicamente? ¿A usted o a Phoebe, por ejemplo?
Dolly rió sin ganas.
—Por supuesto que no. Bobby siempre ha sido extraordinariamente dulce y suave. Es una de las cosas que le objetaba Phoebe. Lo llamaba «el esclavo cristiano», por eso de «Cuando yo era rey de Babilonia tú eras un esclavo cristiano».
—¿Usted lo creería capaz de llegar a la violencia?
—¿Violencia con Phoebe? —Se llevó las manos al corazón—. ¿A eso se refiere?
—Sí.
Sacudió la cabeza con absoluta seguridad.
—Jamás tocaría a Phoebe, puede estar seguro de eso. Nunca he visto a un muchacho tan enamorado de una chavala. Honestamente. —Pero me tocó el brazo para sentirse más segura—. ¿Le ha pasado algo a Phoebe?
—Creo que sí, Dolly.
—¿Está muerta?
—Temo que sí.
Retiró la mano como si se hubiera quemado. Al mismo tiempo cayó, literalmente cayó sobre mí. Me encontré sosteniéndola, acariciándole los cabellos desgreñados. No era lo que se llama algo sensual.
—Maldita sea —dijo con voz muy joven—. Dejé de rezar cuando era una niña. En cuaresma. Empecé otra vez en noviembre. Recé todas las noches durante dos meses. Y sin embargo Phoebe está muerta. Dios no existe.
Le dije que podía tener razón o no. Si había un dios, trabajaba en forma misteriosa. Como la gente. Se apartó de mí y de mis reflexiones y se apoyó en la puerta, con la frente contra la madera. Tenía la mano en el pomo. Parecía que le faltaba voluntad o fuerza para moverlo.
—Lamento haber sido el que tenía que decírselo —dije—. Sin embargo, es mejor que leerlo en los diarios.
—Sí, gracias. ¿Cómo murió?
—Todavía no lo sabemos. Pero murió hace dos meses. —Le toqué el hombro—. ¿Quiere hacer algo más por mí?
—Si puedo. No me siento bien.
—Permítame usar su teléfono.
—Pero mi compañera de habitación está durmiendo. Se enoja si la despiertan.
—Hablaré bajo.
—Está bien.
Me dejó entrar. En el diván del estudio dormía una muchacha con ruleros. El teléfono estaba en el escritorio, junto a la vieja máquina de escribir. En la máquina estaba la misma hoja a medio llenar. Me senté frente a ella y releí la frase incompleta de Dolly:
«Muchos autores dicen que en los orígenes de la conducta antisocial predominan los factores socioeconómicos, pero otros piensan que la falta de amor…».
Las «es» estaban fuera de línea. Las «es» estaban fuera de línea, y era una vieja máquina de escribir Royal. Saqué las cartas que me había dado Willie Mackey e hice una rápida comparación. Coincidían. La carta original de Homer Wycherly a Mackey, la carta amenazante y el ensayo de Dolly, habían sido todas escritas en la misma máquina: ésa.
—¿Qué hace? —susurró en mi oído.
—Acabó de descubrir algo. ¿De dónde sacó esta máquina?
—Me la prestó Phoebe. Como no volvió, seguí usándola. ¿Hay algo de malo en eso?
—Hasta ahora no lo había. Pero tengo que llevármela.
—¿Para qué?
—Es una clave —le dije—. ¿Sabe de dónde la sacó Phoebe?
—No. Es una máquina vieja, debe de tener unos veinte años. La habrá comprado de segunda mano. Cosa que no es propio de Phoebe. Siempre compraba cosas nuevas.
La muchacha que dormía en el diván se dio vuelta y dijo con voz soñolienta:
—¿Qué haces, Dolly? Vete a la cama.
—Duérmete.
La muchacha se volvió hacia la pared y cumplió la orden.
—¿Qué significa la clave? —preguntó Dolly.
—Todavía ni tengo idea. —Miré su carita tensa; parecía un conejo después de una Pascua movida—. ¿Por qué no sigue el consejo de su amiga? Caliente un poco de leche y tómela, y entonces yo ya estaré por irme. Puede dormir un poco.
—Creo que vale la pena probar —dijo con voz dudosa. Fue a la cocina y se oyó ruido de cacerolas.
Llamé a larga distancia y le dije a la operadora:
—Habla Robert Doncaster. Tuve una llamada persona a persona desde Palo Alto ayer un poco antes de las seis de la tarde. ¿Puede decirme el número de Palo Alto desde donde se hizo el llamado?
—Lo siento, señor, pero no tenemos registro. Solamente registramos los números que se piden desde esta central.
—¿Tengo alguna manera de averiguar quién me llamó?
—No sé, señor, lo pondré en contacto con mi supervisora.
Hubo un clic, y una espera. Una voz femenina que revelaba mayor edad y rapidez dijo:
—Habla con la supervisora de larga distancia. ¿Qué desea?
—Buenas noches. Habla Robert Doncaster. He recibido una llamada de larga distancia de Palo Alto en este número alrededor de las seis de la tarde de ayer. Estoy tratando de averiguar el número de la persona que me llamó.
—¿Fue marcado directo? De otro modo no tengo forma de averiguarlo.
—Fue a través de una operadora —dije.
—En ese caso, tendrán registro del llamado en Palo Alto.
—¿Puede usted pedirles el número?
—No lo hacemos salvo que se trate de una emergencia.
—Se trata de una grave emergencia.
Me creyó.
—Muy bien. Lo intentaré. ¿Puede repetirme su nombre, por favor?
—Robert Doncaster.
—¿Y el número?
Se lo leí del teléfono.
—¿Desea que yo lo llame, o va a esperar?
—Esperaré, gracias.
Me quedé escuchando vagos fragmentos de conversiones casi ininteligibles; nombres de lugares: Portland, Salt Lake City; hebras de pensamiento en la gran mente vacía de la noche. La voz activa los acalló.
—Tengo su número, señor Doncaster. Es Davenport 93489, Palo Alto.
—¿De quién es el número?
—Esa información no la damos ni aun en caso de emergencia. Puede ser que se lo digan en la oficina de Palo Alto si usted ha estado en contacto personal con ellos. —Agregó—. O bien puede llamar a ese número.
—Por supuesto. ¿Me hace el favor de llamar?
A esas tempranas horas los circuitos estaban abiertos, y la llamada pudo hacerse de inmediato. En el otro extremo de la línea el teléfono sonó en su lugar desconocido. Oí dieciséis timbrazos.
—Lo siento señor, no contestan. ¿Quiere que vuelva a llamar más tarde?
—Yo llamaré luego. Gracias.
Tomé nota del número y me levanté para irme. Dolly apareció en la puerta de la cocina. Tenía una taza humeante en la mano, y bigotes de leche sobre el labio superior.
—Buenas noches —le dije—. Nada de soñar. Pero no deje de rezar.
Se puso en cuclillas; parecía una criatura maltratada.
—¿Para qué sirve rezar?
—Mantiene los circuitos abiertos. En caso de que haya alguien en el otro lado de la línea.