Volví al acantilado. El agente apostado en la parte posterior del camión encendía y apagaba la linterna. Abajo, la cabeza de foca negra emergió del agua, y el hombre rana volvió la cara hacia el ojo de luz. El agente le hizo gestos como de cavar.
Un hombre con mono y camisa roja trepó a la cabina del camión y lo puso en marcha. Lentamente, el montacargas comenzó a enrollar el cable, que levantó al hombre rana del agua. Agarrado con ambas manos del lazo en el extremo del cable, subió el acantilado como un viajero espacial liberado de la fuerza de gravedad. Algunos de los espectadores aplaudieron mientras trepaba por el borde.
Cuando se quitó la máscara vi que era un muchacho de dieciocho o diecinueve años. Me hizo acordar de Bobby Doncaster. Era muy corpulento para su edad, con hombros de nadador exagerados por su grueso traje de goma. Tenía un tanque de oxígeno atado a la espalda. De su cinturón colgaban una bolsa de tela, un largo cuchillo en su vaina y una pequeña palanca de hierro.
El hombre del mono salió del camión y lo ayudó a quitarse el tanque y el resto del equipo. Le dijo con tono orgulloso:
—¿Esta vez te diste el gusto de estar bastante en el agua?
—No del todo, papá.
El chico no estaba agitado. Ni siquiera parecía tener frío. Se sacó las patas de rana y anduvo un rato con los pies descalzos. El agente le interrumpió el paseo.
—¿Abriste el baúl, Sam?
—Sí. Sólo encontré herramientas. No me preocupé por subirlas.
—¿El carné?
—Ni señales de él. Pero eso no quiere decir nada. La acción de las olas ahí abajo es terrorífica. Dije:
—Es un Volkswagen verde, ¿no?
—Era. Como le dije, las olas son muy fuertes junto al acantilado. Eliminaron la mayor parte de la pintura.
—¿Usted es el que sacó el cuerpo?
Se puso serio.
—Sí, señor.
—¿Estaba en el asiento delantero o en el de atrás?
—En el de atrás. Estaba tirada en el suelo entre el asiento delantero y el trasero. Tuve que sacarla de la arena. El coche está lleno de arena.
—¿Observó sus ropas?
—No tenía ropas. Estaba envuelta en una manta. ¿Tiene algún interés especial en ella, señor? —dijo el agente.
—Soy detective privado, y hace algún tiempo que buscaba a la joven. He venido con su tío, Carl Trevor. —Me volví hacia el muchacho—. ¿Puedo hacerte algunas otras preguntas, Sam?
Sam estaba dispuesto, pero intervino su padre.
—Primero deje que se ponga ropa seca.
Ayudó a su hijo a quitarse el traje de goma, bajo el cual llevaba ropa interior de lana, y le trajo un jersey y unos tejanos del camión. Había pasado el momento triunfal de Sam. Los espectadores volvían a sus coches. Seguí al agente hasta el suyo.
—¿Hay testigos del accidente?
—No hay testigos directos. —Con mal gesto, agregó—: No fue un accidente, señor.
—Ya sé. ¿Hubo testigos indirectos?
—Jack Gayley y su hijo creen haber visto el Volkswagen la misma noche en que cayó. Por supuesto hay montones de Volkswagen verdes en el camino.
—¿Dónde lo vieron?
—Más acá de la casa de Medicine Stone, en dirección hacia aquí. De esto hace unos dos meses, una medianoche. Estaban cerrando la gasolinera cuando pasó este tipo con el Volkswagen. El caso es que ambos lo conocían, o por lo menos eso dijeron. El muchacho, Sam, dice que hasta le gritó «Hola», pero el tipo no se detuvo. Sus razones tenía, si el cuerpo estaba en el asiento de atrás.
—¿Quién era?
—No saben su nombre, ni de dónde es. El verano pasado estuvo de acampada durante algún tiempo cerca de Medicine Stone. Sam lo vio un par de veces en la playa, y Jack dice que estuvo más de una vez en su cafetería.
—¿Podrían describirlo?
—Sí. El sheriff Herman va a enviar una descripción completa. Un tipo joven, pelirrojo, robusto. —Siguió con tono regañón—. Los tipos más increíbles cometen asesinatos hoy en día. Probablemente metió a la chavala en un lío y pensó que esta era la mejor forma de solucionarlo.
—Sí —dije, sin prestarle mucha atención. La descripción podía corresponder a Bobby Doncaster, que había estado en Medicine Stone el pasado agosto. Aquí la había conocido, pensé, y aquí se había separado de ella.
El agente me miró:
—¿Todo esto le sugiere algo?
Me sugería cosas fúnebres, pero no se lo dije.
Alcancé a los Gayley antes de que se fueran en el camión-grúa. Me confirmaron la historia del muchacho pelirrojo en el Volkswagen verde que había pasado por el pueblito a medianoche. El chaval dijo:
—Echando leches.
—Cuidado con ese lenguaje, Sam —acotó el padre.
—Decir que iba echando leches no es un insulto.
—No figura en mi diccionario. No creas que te has vuelto tan importante porque sabes nadar bien debajo del agua.
El chaval sonrió sumisamente. Les dije a ambos:
—¿Están seguros de su identificación?
—Bastante seguros —dijo el muchacho. El padre asintió, y el chaval siguió hablando—. Todavía teníamos encendidas las luces grandes, le dieron en la cara. Le grité, pero no paró. Ni siquiera miró al costado.
—¿Pero con seguridad era alguien que ustedes conocían?
—Yo no diría que lo conocía. Lo vi en la playa un par de veces el verano pasado. Nos saludábamos.
—¿En qué época del verano pasado?
—Creo que en agosto.
—Sí —dijo Jack Gayley—. Fue en agosto, unas dos semanas antes del Día del Trabajo. Recuerdo que vino a la cafetería.
—Tiene buena memoria.
—Estas cosas agudizan la memoria.
—¿Alguna vez lo vio con una chavala? —pregunté.
El muchacho respondió:
—Yo sí, una vez en la playa. Estaba intentando enseñarle surf. Ella no lo hacía muy bien.
—¿Dónde queda la playa?
—Alrededor de un kilómetro y medio en esa dirección. —Señaló hacia el norte—. Hay una escollera que hace muy buenas rompientes para surf. Él acampaba cerca de allí.
—¿Pero no sabes quién era, ni de dónde venía?
Los dos hicieron movimientos negativos con la cabeza.
—¿Alguno de ustedes puede precisar la fecha en que lo vieron pasar con el coche?
Jack Gayley se apoyó en un costado del camión y miró hacia el mar iluminado por la luna.
—El oficial Carstaire nos preguntó lo mismo. No es posible asegurarlo. Creo que fue hace unos dos meses, semana más o menos. ¿Qué dices tú, Sam?
—Hace unos dos meses.
—¿Qué estabas haciendo cuando lo viste?
—Preparándome para cerrar. Esa noche estábamos atrasados porque tuvimos un llamado de urgencia. Un tipo de Candad pinchó un neumático en el camino a Terranova y tuvimos que ir a eso de las once a cambiarle la rueda. No tenía ni una herramienta en el coche.
—De todos modos —dijo Sam—, le vendiste una cubierta nueva.
—¿Llevan registro de las ventas de cubiertas, señor Gayley?
—Seguro, conservo duplicados de todas esas cosas.
—¿Con fecha?
—Sí, señor.
—Volvamos a su negocio a ver si encontramos ese dato.
Asintió rápidamente.
—Entiendo. Tal vez podamos precisar la fecha, después de iodo. Veamos, era una General de tipo tubo, negra.
Seguí al camión-grúa hasta Medicine Stone y tomé dos lazas de café mientras los Gayley revisaban el archivo del garaje. Encontraron la factura: estaba fechada el 2 de noviembre.
—¿Eso le dice algo? —preguntó Jack Gayley.
—Sí. Pero no sé qué.
Excepto que alguien mintiera, Phoebe había estado viva en San Mateo por lo menos dos semanas más a partir de esa fecha. Eso según mis testigos, el taxista Nick Gallorini, y el finado Stanley Quillan. Estaba seguro de que los Gayley no mentían.
Al pasar por Terranova me detuve en el hospital, un edificio de techo plano de una sola planta en los suburbios al sur de la ciudad. La puerta de entrada estaba sin llave, pero no había nada en el pequeño vestíbulo ni en la oficina de informes. Caminé por un pasillo suavemente iluminado donde apareció una enfermera.
Era una mujer grandota, y empleó su tamaño para bloquearme el paso.
—¿Adónde va?
—Soy amigo del señor Carl Trevor. Ingresó esta noche con un ataque al corazón.
—No puede verlo. Nadie puede verlo.
—Ya sé. ¿Cómo está?
—Bien, considerando el caso. Descansa tranquilo.
—¿Puedo hablar con el médico?
—El doctor Grundle se fue a su casa. Se lo llamará si hay algún problema, quédese tranquilo.
—¿El doctor Grundle es cardiólogo?
Respondió ácidamente.
—No estoy autorizada a hablar de los títulos de los médicos.
—Puede decirme «sí» o «no».
—Bueno, no. —Hizo un gesto impaciente—. No puedo quedarme aquí, charlando. Soy la única enfermera de guardia. —Se alejó a toda vela. Encontré una cabina telefónica en el vestíbulo y una moneda en mi bolsillo, que usé para llamar a la casa de Trevor en Woodside. Su mujer atendió al primer sonido.
—Por supuesto que pagaré la llamada. —Su voz era un chillido controlado—. ¿Qué pasa, señor Archer? ¿Qué ha sucedido?
—Lo que usted temía. Phoebe ha muerto. Su esposo tuvo que identificarla, y fue una mala expe…
Su voz cortó la mía:
—¿Tuvo otro ataque? ¿Está muerto?
—Nada de eso. Está en el hospital de Terranova, y está muy bien. Pero tal vez usted quiera que lo vea su médico.
—Sí. Llamaré en seguida al doctor.
Se hizo un silencio en la línea, que había que llenar. Dije:
—Lamento esto, señora Trevor.
—Tiene por qué lamentarlo, señor Archer.
Y me cortó.