CAPÍTULO XX

En Leafy Acres los reflectores estaban encendidos. Helen Trevor salió de la casa cuando yo subía los primeros escalones. Cerró suavemente la puerta tras ella.

—¿Puedo hablar un momento con usted, señor Archer?

—Adelante.

—Por favor no le diga a mi marido que intervine. Estoy preocupada por Carl, muy afligida por su salud. Estoy convencida de que… no debería hacer esta excursión nocturna con usted.

—La idea es de él.

—Ya sé. —Suspiró, y se frotó la garganta. El resplandor de los reflectores le volvía los ojos gigantescos y enloquecidos—. Carl siempre se ha hecho cargo de más de lo que podía. Sé que parece un hombre muy fuerte. Sin embargo no lo es. Tuvo un ataque al corazón hace menos de dos años.

—¿Un ataque grave?

—Casi se muere. Creo que lo salvaron mis oraciones. El médico me dijo que otro ataque podría… tal vez lo mataría. Y yo no puedo vivir sin él, señor Archer. Por favor no lo deje ir con usted.

—No puedo impedírselo. No se preocupe. Conduciré yo.

—Lo que me preocupa no es que conduzca o no. Es el shock emocional que puede llegar a tener. Ya ha tenido una noche y un día de terrible tensión. Lo único que lo mantiene activo es la esperanza de que Phoebe esté viva. Si llegara a descubrir que está muerta…

Su voz se fue apagando. Apartó la cara de la luz, tal vez por el temor de lo que yo podía llegar a ver en ella. Su sombra en la puerta dibujaba una caricatura de su perfil de hacha.

Era una mujer nada atractiva y lo sabía; probablemente lo supo el día que levantó su velo nupcial para que su marido la besara. Semejante conciencia de la propia falta de belleza podía desarrollar terribles sentimientos posesivos en una mujer.

—Será mejor que lo hable directamente con su marido, señora Trevor.

—Ya lo intenté. No quiso escucharme. Me trata como a una enemiga, cuando lo único que quiero es salvarle la vida. Insiste en agitarse como un loco… eso es parte de su enfermedad.

—No lo creo. Phoebe es importante para él.

—Demasiado importante —dijo amargamente—. Más que yo…, más que su propio bienestar. Yo no pude darle un hijo, ¿sabe? Se aferró a la hija de mi hermano desde que nació. —Con un tono profundamente sentido, agregó—: Dios quiso hacerme estéril.

Sus dedos bajaron desde la garganta hasta su escaso pecho. Tenía un gesto lleno de odio y cansancio. Yo mismo empezaba a sentir algo de la furiosa tensión que le anudaba las arterias a Trevor.

—¿Puede decirle a su marido que he llegado? Le prometí venir a buscarlo no bien pudiera. Si tiene problemas con el corazón llamaré a un médico. Pero creo que exagera las cosas, señora Trevor.

—Le aseguro que no. Estaba medio muerto cuando volvió de la ciudad. Ni siquiera durmió la siesta, y estuvo levantado toda la noche.

—Puede dormir en el coche.

—¡A usted no le importa nada de él!

—Me importa de una manera diferente. Un hombre no puede dejar de hacer ciertas cosas.

—¡Ah, los hombres, los hombres!

Era una declaración de guerra. Se dio vuelta bruscamente y entró en la casa, sin invitarme a pasar. Me apoyé en la pared y miré el césped extrañamente oscurecido. Una luna más llena que la de la noche anterior se levantaba detrás de los árboles. Brillaba a través de las ramas como un pecho de mujer entre barrotes de hierro forjado.

Trevor salió rápidamente, dando un portazo. Me saludó con la cabeza y miró la luna como si el hecho de que estuviera saliendo fuera algún augurio. Los rasgos de su cara estaban más marcados. Tenía los ojos brillantes y secos.

—Tal vez usted no debiera hacer este viaje —le dije—. ¿Cómo se siente?

—Bien. Me siento bien. ¿Helen le ha estado calentando la cabeza, por casualidad?

—Me habló de su problema de insuficiencia coronaria.

—Tonterías. Está completamente curado. —Cerró el puño y dio un golpe en el aire, para demostrar su salud—. Ando a caballo, nado. Pero ella insiste en convertirme en un pobre inválido. Vamos ¿eh?

Me llevó prácticamente corriendo hasta el coche. Cuando subimos lo oí respirar agitadamente, tratando de ocultarlo. Su mujer gritó desde el balcón:

—Carl, ¿llevas el digital?

Él gruñó algo incomprensible. La voz de ella se convirtió en un chillido de pájaro.

—¡Carl! ¡El digital!

—Tengo la porquería ésa —murmuró, y yo le hice audible su respuesta.

—Lo tiene, señora Trevor.

Nos vio partir, rígida, con la cara gris. Siguiendo las indicaciones de Trevor, giré a la derecha del sendero y entré en un camino asfaltado que corría entre los árboles negros hacia la luna.

—Le agradezco mucho que haga esto por mí, Archer. No quise decírselo a Helen, pero francamente no me sentía como para ir solo a Medicine Stone.

—No lo hago por usted. Tengo tanto interés como usted en el resultado.

—¿Por qué? Ni siquiera la conocía.

—No. Pero no he perdido todas las esperanzas de conocerla.

—¿Entonces no cree que el coche que encontraron es el de ella?

—Veremos. ¿A qué distancia está Medicine Stone?

—Unos ciento cincuenta kilómetros desde mi casa. —A medida que subíamos las colinas los árboles se hacían más grandes. El camino se convirtió en un túnel iluminado por mis faros que cortaban la oscuridad de las ramas.

Después de un rato, Trevor dijo:

—Ese asesinato que usted dijo que encontró… ¿tiene alguna posible relación con lo de Phoebe?

—Varias. En primer lugar, por el lado de su madre. ¡Qué no daría por volver a hablar con Catherine Wycherly!

—Creí que la iba a hacer buscar.

—Willie Mackey se negó a hacerse cargo de eso.

—¿Por qué?

—No tiene tiempo —dije, diplomáticamente—. Y además surgieron otras cosas. Muchas otras cosas. Mañana volveré a ocuparme de hacerla buscar.

Se volvió lentamente hacia mí. Sentía sus ojos tensos muy cerca de mi cara.

—Usted cree que Catherine mató a Ben Merriman, ¿verdad?

—Y probablemente a Stanley Quillan, el dueño de la tienda de discos.

—No lo puedo creer. ¿Qué motivo tendría?

—La seguían por su dinero. Merriman usó a su cuñado, Quillan, para comprar la casa de Mandeville por menos de lo que valía. Después se la vendieron a Catherine Wycherly por más de lo que valía.

—Que a uno lo estafen en un negocio de propiedades no es motivo para cometer un asesinato.

—No era simplemente un negocio de propiedades. Merriman volvió a vender la casa hace pocos días y obligó a Catherine a darle la mayor parte del dinero que obtuvo de ella.

—¿Cómo pudo forzarla a que le diera el dinero?

—La respuesta obvia es… chantaje.

—¿Chantaje por qué?

—No sé más que lo que me dice la gente. Hoy hablé con un hombre de San Mateo… el encargado de una casa de apartamentos llamada Conquistador. Phoebe estuvo allí varios días después de su desaparición, en un apartamento que había alquilado su madre. Quillan vivía en el apartamento de al lado. Había colocado un micrófono en el dormitorio de Phoebe. No crea que comprendo bien la situación, pero lo que pasaba no era nada bueno. Luego el encargado del edificio me dijo que Phoebe se había ido de allí en compañía de Merriman.

—¿Adónde?

—Aparentemente iba a ver a su madre en Sacramento. Nunca llegó allí, si es que se le puede creer a Catherine Wycherly, cosa que dudo.

—Todo esto es nuevo para mí —dijo Trevor pensativamente—. Por lo menos quiere decir que Phoebe fue vista con vida después del dos de noviembre.

—De eso tengo varios testigos.

—¿Cree que después la mataron?

—Eso lo sabremos cuando tengamos la evidencia.

Esto hizo callar a Trevor, que era lo que yo quería. Habíamos empezado el largo descenso. Los árboles iban quedando atrás, se expandía la oscuridad, el mar aparecía ante nosotros, con una estela de luna entrecortada en el centro. Avanzamos hacia el sur por la ruta de la costa durante más de una hora, entre campos desiertos y playas vacías, pasando por bosques de gigantescos pinos que se recortaban contra el cielo, entre las dunas. A nuestra derecha la luna disolvía la oscuridad, y llevaba su brillo hasta la playa.

Cada tanto Trevor miraba el agua.

—No puedo creer que esté ahí dentro —dijo una vez; pero temblaba.

Medicine Stone era un vasto lugar sobre la ruta, entre los pinos. En gran parte parecía estar compuesto por una serie de hoteles de veraneo frente a los bosques. El edificio principal era una combinación de supermercado, gasolinera, motel, oficina de correos y cafetería. De la vidriera de la cafetería salía luz. Golpeé con una moneda en el mostrador de formica. De la habitación del fondo salió un viejo secándose las manos en un largo delantal blanco.

—Perdón, señores —dijo con dicción borrosa por una dentadura postiza que le andaba mal—. No puedo atenderlos. La que cocina es la señora Gayley, y no está. A mí no me permiten cocinar, porque todavía no tengo el certificado del Departamento de Salud Pública. —Las telarañas de la vejez le velaban los ojos y le torcían la sonrisa.

Trevor dijo:

—¿Dónde están todos?

—En la playa. Están tratando de sacar un coche que se cayó por el acantilado. Eso es lo que ganan corriendo con los coches. Pum. Plaf.

—¿Puede indicarnos dónde sucedió? —dijo Trevor con impaciencia.

—Veamos. ¿Usted iba hacia el sur?

—Sí.

—Entonces, segunda curva a la derecha, unos tres kilómetros por el camino. Sigan no más por el camino. Sin hacer todo el camino. —Largó una carcajada que le sacó de su lugar la dentadura postiza, lo cual le confirió un aspecto horrible, como una calavera riéndose.

—¿El coche cayó en Painted Cove?

—Eso es. Vayan hacia Painted Cove. ¿Conoce el lugar?

—Tengo una casa a mitad de camino hacia Terranova.

—Me pareció que lo conocía.

Le di una propina y retomamos el viaje por la carretera. El camino a Painted Cove era de tierra mejorada, rellenado en parte con grava. Hacía un interminable curso ondulante entre los pinos gigantescos, que colgaban sobre nosotros como pirámides sostenidas por gruesas columnas marrones. Cuando pasamos el bosque aparecieron las luces. El camino se abrió en una meseta que se cortaba bruscamente en un acantilado. En el borde estaba estacionado un pesado camión grúa. Cerca del camión había varios coches, algunos de ellos oficiales, y unas doce o quince personas que vagaban alrededor de ellos. La grúa del camión sobresalía sobre el borde del acantilado como una horca con un cable colgante.

Caminamos hacia el camión por terreno desparejo. En la cabina del camión había una leyenda pintada: «Garaje Gayley». El único hombre activo era un oficial de policía de uniforme que movía una linterna en la parte de atrás del camión. El haz de luz caía sobre el basalto del acantilado y sobre el agua agitada nueve o diez metros más abajo. Una cabeza negra como la de una foca apareció en la superficie. Era la máscara de un hombre rana, que volvió a sumergirse en seguida.

Trevor se acercó y le tocó una pierna al policía.

—¿Sacaron el coche, oficial?

El hombre se volvió furiosamente hacia él.

—¿Usted lo ve? ¡Apártese del borde!

Trevor retrocedió, y por poco pierde el equilibrio. Lo tomé del brazo. Sus músculos parecían de madera; sentí un continuo temblor bajo los dedos. Traté de sacarlo del lugar. No se movió. Se sentó con la vista clavada en el agua, tratando de penetrar su superficie negra y plateada.

Un viejo robusto vino hacia nosotros. Bajo el sombrero de ala ancha, su cara parecía de madera de pino tallada.

—¡Señor Trevor!

Le ofreció la mano, que Trevor tomó después de un momento de total obnubilación.

—¿Cómo está, sheriff?

—Bastante bien. Lamento haberlo sacado de su casa para una diligencia como esta.

—Qué otro remedio. ¿No sacaron el coche?

—Todavía no. Está entre dos grandes piedras y lleno de arena. Creo que vamos a tener que usar una grúa aérea para levantarlo.

—¿Hay alguien adentro?

—Había.

—¿Qué quiere decir?

—La sacamos del auto y la subimos hace un par de horas. —Miró al mar como si fuera su enemigo personal—. Lo que quedaba de ella.

—¿Mi sobrina?

—Parece que es ella, señor Trevor. Es su coche, y ella estaba adentro. Yo no la conocía.

Trevor volvió hacia él su rostro afilado.

—¿Dónde está?

—Allí.

El sheriff hizo un gesto solemne con el brazo para señalar un bulto cubierto en el suelo en el extremo de la zona iluminada. Mientras nos acercábamos vi que era un cuerpo en una camilla, envuelto en una frazada.

El sheriff le dijo a Trevor:

—Si se siente en condiciones de verla nos haría un gran favor. Todavía no tenemos una identificación positiva.

—Por supuesto.

—No va a ser agradable. Ha estado dos meses en el agua.

—No demos más vueltas. Muéstremela.

El sheriff descubrió la cara y la iluminó con la linterna.

El cambio que le había provocado el mar era un envejecimiento rápido y horrible. Estaba golpeada, hinchada y destruida. Sentí un ardor de lágrimas y de furia en mis ojos. La gente a nuestro alrededor estaba en completo silencio.

—Es Phoebe —dijo Trevor.

Su cara tenía el color y la rigidez del hueso. Miró a su alrededor con actitud desvalida, como si sintiera los primeros estremecimientos de un terremoto que fuera a abatir el acantilado. Sus propios sacudimientos eran visibles. Cayó de rodillas junto a ella. Creo que trataba de rezar. Pero su cuerpo continuó moviéndose sin control hacia abajo hasta que su cabeza chocó contra el suelo. Rodó hasta quedar boca arriba. La cara se le ponía azul, y se destacaba el brillo de sus dientes blancos. Me arrodillé a su lado, le aflojé la corbata, le desabroché el botón del cuello. Dijo con esfuerzo:

—Digital. Bolsillo derecho de la chaqueta.

Encontré el frasco y le di una cápsula, luego volví el frasco al bolsillo. Tratando de sonreír, dijo:

—Gracias. Muy fuerte. Oxígeno.

Le toqué el lado izquierdo del pecho. El corazón le golpeaba como los duros golpes inesperados de la fatalidad. El sheriff se inclinó hacia nosotros, con las quijadas colgando de la estructura ósea de su cara.

—¿Corazón?

—Sí —dije—, no debí haberlo traído.

—Mejor lo llevamos ya mismo al Hospital de Terranova.

Es preferible que interrumpamos la operación por esta noche.

Trajo su coche hasta donde estaba Trevor. Lo ayudamos a subir. El acceso de dolor lo había dejado terriblemente flojo.

—Buena suerte —dije.

Asintió con la cabeza y trató de sonreír. El sheriff se lo llevó.