CAPÍTULO XIX

Después de una pesada hora todo estaba fichado y yo conversaba con el capitán Royal en la segunda planta del Palacio de Justicia y Registros de Redwood City. El caso estaba prendido con alfileres. Se lo sugerí más de una vez a Royal, pero no se impresionó por mis críticas. Mi situación en su estudio limpio y bien iluminado estaba entre la de testigo y la de sospechoso, con más tendencia a esto último.

La teoría del capitán Royal, en síntesis, era que Stanley Quillan había matado a Ben Merriman por los cincuenta mil dólares, que Jessie Drake había matado a Stanley Quillan por los cincuenta mil dólares, y que yo tenía conocimiento, probablemente un conocimiento culpable, de ambos crímenes.

—Éste no es un caso que se abre y se cierra en cinco minutos —le dije por segunda o tercera vez—. Aun en el caso de que Quillan haya matado a Merriman, y de eso tengo mis grandes dudas…

—Él tiene sus grandes dudas —parodió Royal a un invisible tercero junto a su escritorio. A mí me dijo—: ¿Usted posee información que me oculta?

—No —mentí—. Pero sé que Merriman y Quillan eran socios.

—Los ladrones suelen pelearse. Los dos querían los cincuenta mil. Los dos querían a la Drake. Eso lo admitió ella misma.

—Pero también dijo que no quería nada con Merriman. Tuvo oportunidad de quedarse con Merriman y con el dinero.

—¿Usted cree? —Me miró con lástima y con una sonrisa que parecía una grieta en la piedra.

—Lo creo. En todo caso, no pudo matar a Quillan. Yo estaba con ella en el apartamento cuando él habló desde la tienda. Desde entonces la vigilé constantemente.

—Ya me lo ha dicho.

—Puede comprobarlo. Le daré un informe completo de sus movimientos y usted podrá comprobarlo con su declaración. Eso si quiere tomarse la molestia. Supongo que es más cómodo quedarse en la comisaría pensando en voz alta.

La sonrisa de piedra de Royal no se modificó, pero sus ojos centellearon como la mica.

—Soy una persona paciente. No abuse.

—O me meterá en una celda con Jessie Drake, sin duda.

—En otra celda —dijo serenamente—, y en otra planta. ¿Cómo sabe que fue Quillan el que habló al apartamento?

—No tengo motivos para dudarlo.

—No tiene motivos para dudarlo —dijo Royal al tercero invisible—. Puede haber sido algún otro. Quizá Quillan ya estaba muerto, y la pelirroja lo usó a usted para comprometerlo.

—Puede ser —admití sin ganas.

—Hay otras posibilidades. No descarto ninguna. ¿Conoce mucho a la Drake?

—La conocí hoy.

—¿Se la ligó?

—Llámelo así, si quiere.

—Quiero llamarlo como corresponda. ¿Qué tenía que hacer con ella?

—Preguntarle algunas cosas sobre un asunto que tengo entre manos.

Se inclinó confidencialmente sobre el escritorio.

—Cuénteme sobre ese caso.

—Prefiero no contarle.

—No es cuestión de preferencia, ¿sabe? Usted es detective privado, no abogado, y no tiene privilegios. Tiene obligación de colaborar con las autoridades constituidas. Conmigo.

—Estoy obligado a contestar preguntas en la Corte de Justicia. Su caso con Jessie Drake nunca llegará a eso.

—Veremos. —La cara del capitán estaba muy cerca de la mía. La examiné con todo el interés de un geólogo que acaba de descubrir un espécimen mineral parecido a la carne humana.

—¿Sabía que tiene antecedentes?

—Supongo que no violentos.

—Narcóticos y prostitución. Suelen conducir a la violencia. A la larga casi siempre sucede.

—No insista, capitán. Jessie Drake no mató a Quillan. Él habló al apartamento mientras yo estaba allí. Después de eso la vigilé casi todo el tiempo.

—Según los dos relatos estuvo fuera de su vista el tiempo suficiente como para matarlo.

—¿Cuándo?

—Cuando entró a la tienda.

—Yo habría oído el disparo.

—Quizás. —Royal se recostó en su silla—. El agente Snider dice que la música estaba muy alta… eso es lo que lo atrajo al lugar. Admita que la Drake tuvo una oportunidad de matarlo. Sin duda tenía motivos. Todo ese dinero.

—Pero ninguna arma.

—Usted llevaba una —dijo Royal suavemente.

—No fue disparada desde que la usé en el polígono de tiro hace más de tres semanas. A propósito, quiero que me la devuelvan. Tengo permiso para llevarla, y la necesito para mi trabajo.

—Seguro. Se la devolveremos en cuanto la vean nuestros expertos en balística… si las pruebas resultan a su favor.

—Usted sabe que ese arma no fue disparada anoche.

—¿Cómo puedo saberlo? Usted pudo haberla limpiado y recargado en el negocio.

—No tuve tiempo.

—Eso es lo que usted dice. Yo no sé cuánto tiempo estuvo allí. Y no lo conozco. Cuénteme algo sobre usted. Sobre ese caso que tiene entre manos. ¿De dónde salieron todos esos billetes de cien dólares?

—Estoy tratando de averiguarlo. —Estaba en terreno poco firme; quise fortalecerlo con una pequeña verdad.

—Evidentemente Merriman hizo algún tipo de negocio.

—¿Con alguien que usted conoce?

Evité contestar en forma directa.

—Creo que se trataba de un negocio de inmobiliaria en el que se encontraban varias personas. ¿Revisó los ficheros de su oficina, el contenido de la caja fuerte?

—Yo no, ¿y usted?

—A mí no me darían permiso para investigar.

Royal se levantó pesadamente de su silla. Era más alto que yo, más ancho, un poco mayor, tal vez un poco más estúpido.

—¿Qué buscaría si tuviera el permiso?

—Cualquier cosa que encontrara.

—¿Es un chiste?

—No. Usted hizo una acusación que implica asesinato, pero no cree en ella. La usa para presionar. Yo no entro en el juego.

Royal sacudió la cabeza con aire desilusionado.

—No sé cómo se las arreglan en el sur con gente como usted. Tal vez tenga influencia en sus grupos de poder. Acá no tiene influencia de ninguna clase. Medite sobre eso.

—Ya lo he pensado, y no estoy jugando. Puede encerrarme o dejarme ir.

—O retenerlo durante veinticuatro horas con una acusación. Que es precisamente lo que voy a hacer. —Apretó un botón en el comunicador que tenía en el escritorio y llamó.

—¿Thorne? Tengo otro pensionista para usted. Venga a buscarlo. —Una noche en una linda cárcel moderna era una cosa. Quedarme sentado durante veinticuatro horas mientras el caso Wycherly continuaba sin mí era otra muy distinta. Le dije a Royal:

—¿Conoce a Colton, el abogado de Los Ángeles?

—He oído hablar de él.

—¿Quiere llamarlo? El número de su casa es 3-7481. Pídale mis antecedentes.

—No me interesan. Por otra parte el Departamento no tiene fondos para llamados de larga distancia particulares. Si quiere llámelo usted mismo… tiene derecho a eso.

Un hombre grueso de uniforme entró sin llamar. Me echó una mirada práctica.

—¿Éste es el hombre, capitán?

—Éste es el hombre. Póngalo solo en un calabozo, y no se olvide de quitarle el cinturón. El señor Archer es muy emotivo.

Royal se volvió y me miró como los hombres miran a los perros.

—La situación no es un chiste, si es eso lo que quiere decir. Está adentro, viejo.

—Dijo que podía hacer una llamada.

—¿A Colton en Los Ángeles? Pierde el tiempo. Ni Colton ni ningún otro va a mejorar las cosas entre usted y yo. Acá la gente es honesta, aunque usted y sus amiguitos estén llenando todo de cadáveres.

Casi me tiro encima de Royal. Creo que es lo que él deseaba, aunque sólo fuera acabar con lo dudoso de la situación. Thorne insertó un hombro entre los dos y empujó con el codo.

—¿Me lo llevo, capitán?

—Primero haré mi llamado.

—Está en su derecho —dijo Royal con unción—. El mejor consejo que puedo darle es que llame a su jefe, si es que lo tiene, y le pida permiso para pasar toda la información que esconde. Entonces puede ser (dije «puede ser») que lleguemos a entendernos.

—Me aburriría descender a tanto.

No lo oyó, o lo dejó pasar.

—Hablaré con su jefe. Dígame quién es. —Levantó el auricular de uno de los teléfonos de su escritorio.

—Voy a hablar con Carl Trevor, de Woodside.

Thorne y Royal se miraron. Después me miraron a mí, con un principio de aprobación. La atmósfera en la habitación se tornó más cálida, como si el nombre de Trevor hubiera movido un termostato.

—El señor Trevor estuvo anoche en esta oficina. ¿Usted trabaja para él?

—Para su patrón.

—¿Por la desaparición Wycherly?

Asentí con la cabeza.

—¿Por qué no lo dijo?

—No me gusta que me apremien.

—Tendrá que admitir que se lo buscó —dijo Royal—. Venga, siéntese a mi escritorio.

La atmósfera estaba tan cálida que ya empezaba a sentirme mal. Royal despachó a Thorne, me hizo sentar en su propia silla, dijo el número de Carl Trevor por el comunicador. No tuvo que buscarlo.

Cambió unas cuantas palabras corteses con Trevor y me pasó el auricular. La voz de Trevor sonaba vieja y gastada.

—Estuve tratando de comunicarme con usted, Archer ¿Por qué no me dijo que iba a estar en Redwood City?

—No lo sabía. Me encontré con un asesinato.

—¿Otro asesinato? —dijo con voz cansada.

—Un hombre llamado Quillan, que tenía una tiendecita de discos en San Carlos.

—¿Quién lo mató?

—El capitán Royal cree que fui yo.

Royal empezó a sonreír y a mover la cabeza.

—¿Están todos locos?

—Sí —dije mirando a Royal—. Están todos locos. ¿Puede venir y aclararle las cosas al capitán?

Royal hizo un gesto de «Bueno, bueno…» con la boca e hizo ademanes de gran camaradería y comprensión tolerante.

—Hablaré con él por teléfono, será más rápido. —La voz de Trevor se quebró como si hubiera chocado contra un obstáculo—. Archer, quiero que haga un viaje conmigo. Esta noche.

—¿Adónde?

—Medicine Stone. Tengo una casa de vacaciones allí, como ya le dije. El sheriff local sabe que soy el tío de Phoebe, y me llamó hace un rato. Creen que han encontrado su coche.

—¿En su casa?

—A pocos kilómetros de allí. Sumergido, en el mar. Lo encontró un pescador el otro día, pero el sheriff Herman no está en el asunto y no pensó nada hasta que recibió el teletipo anunciando la desaparición de Phoebe. Traté de convencerlo de que lo sacara esta noche.

—¿Es un Volkswagen?

—Parece que sí.

Respiró agitadamente, como si acabara de salir del agua. Le dije que iría a buscarlo en pocos minutos. Royal bajó la escalera conmigo para devolverme mi arma.