Tampoco estaba en el local. Fui a los Apartamentos Conquistador y toqué el timbre en el departamento 1. Me abrió la puerta un tipo delgado en mangas de camisa. Tenía cara larga y triste con un sentimiento de frustración que se había fijado allí como polvo endurecido.
—¿El señor Girston?
—Sí. —El tono era duro, como si le costara dar la más mínima cosa, aunque sólo fuera su identidad—. ¿Usted será el señor del que hablaba la parienta? ¿El interesado en el apartamento de arriba?
—Estoy más interesado en los ocupantes del apartamento.
—No hay nadie. Hace dos meses que está vacío.
—Ésa es una de las cosas que me interesa. —Le dije quién era—. ¿Hay algún lugar donde podamos hablar sin que nos molesten?
Me miró con suspicacia y dijo con un gemido gruñón:
—Depende de qué quiera hablar usted.
—De esta jovencita. —Le mostré la foto de Phoebe—. Ha desaparecido.
Miró la fotografía. La fotografía iba cambiando según los ojos que la miraban. Phoebe parecía extraña y remota y un poco gastada como una estatua a la intemperie.
La boca de Girston se movió levemente.
—Creo que no la conozco.
—Qué raro, su esposa la conoce. La señora Girston me dijo que ocupó el apartamento 14 durante varios días en el mes de noviembre.
—La parienta habla demasiado.
—Es una mujer honesta. Y usted es un hombre honesto, ¿verdad?
—Trato de serlo, siempre que no haya peligro de que me acogoten.
—Reconoce a la chica, ¿no es cierto?
—Creo que sí.
—¿Cuándo la vio por última vez?
—En noviembre, como usted dijo. Se mudaba, y la ayudé a bajar las maletas.
—¿Adónde iba?
—A Sacramento, a ver a su madre. Le pregunté, porque me di cuenta de que llevaba las maletas de su madre. La joven no se sentía muy bien, así que la ayudé a llevarlas. —Me miró como si esperara que le diera las gracias.
—¿Qué le pasaba?
—No sé, creo que tenía malestar de estómago. Tenía como manchas en la cara.
—¿Podría decirme la fecha exacta en que ocurrió esto?
—Veamos, fue el día en que ingresé a mi señora. Eso fue el 11 de noviembre. Estuvo ingresada dos semanas y tres días, salió el 28 de noviembre. Todavía no he terminado de pagar. —Su lento cerebro hizo una conexión—. La familia de esta joven tiene dinero, ¿no?
—Algo. ¿Cómo lo sabe?
—Por la ropa que usaba… comprada en Magnin o lugares parecidos, dijo mi mujer. Y fíjese cómo la madre volvió a amueblar el apartamento. Usted trabaja para la madre, ¿no?
—Para la familia.
—¿Hay recompensa?
—La habrá cuando aparezca la joven. Creo que puedo garantizar eso.
La actitud de Girston cambió. Asegurándome su buena voluntad me llevó por el pasillo a su oficina en la planta baja. Allí tenía una caja fuerte, un escritorio con tapa corrediza, una silla giratoria con el respaldo roto. Encendió la lámpara de pantalla verde del escritorio y me invitó a sentarme. Preferí recostarme contra el marco de la puerta desde donde se veía la entrada del edificio.
—Volviendo al día en que ella se fue de aquí —dije—, ¿cómo se fue?, ¿en taxi?
—En coche.
—¿Un Volkswagen verde?
—No, un Buick viejo, creo que era. Se fue con… con un muchacho.
—¿Alguien que usted conocía?
No contestó inmediatamente. Removió unos papeles en el escritorio, encontró un clip torcido, lo estiró cuidadosamente. A la luz de la lámpara su cara estaba verde, como el bronce antiguo. Me sentí como un arqueólogo cavando entre las ruinas de un pasado reciente.
—¿Cuánto sería el dinero de la recompensa?
—No sé, señor Girston. Una suma importante, si usted presta una ayuda importante.
—Bueno —dijo—. Lo conozco. Hacemos… hemos hecho negocios, de tanto en tanto. Estaba en el negocio de inmuebles… un tipo llamado Merriman. Vi por la televisión el lugar donde lo mataron.
—¿La joven se fue con Merriman en noviembre?
—Exacto.
—¿Ustedes eran amigos?
—Le diría que sí. Él fue quien la trajo aquí por primera vez.
—¿Cuándo?
—En algún momento a principios de noviembre. Me dijo que era la hija de la señora Smith, y que su madre estaba de acuerdo en que usara el apartamento. A mí me pareció bien. —Con eso quería decir que le había parecido mal—. Él fue quien se lo alquiló a la señora Smith en primer lugar, y el contrato sólo vencía a fin de año.
—¿Cuánto tiempo se quedó la chica en el apartamento?
—Una semana, o tal vez algo más. Ni se la oía allá arriba. Creo que no salió ni una sola vez.
—¿Merriman la vio en el curso de esa semana?
—Casi todos los días entraba y salía.
—¿Había algo entre ellos?
—Eso no lo sé, señor. —Movió la boca como un camello que mastica algo. Hablando de costado, y con cierto amargo pudor, dijo—: No nos responsabilizamos de lo que hacen nuestros inquilinos en la intimidad de sus apartamentos.
—¿Cree que había algo entre ellos? Esa información puede ser importante.
—Tal vez sí. Algunas noches se quedó con ella hasta tardísimo. Solía traer comida, también. Y después salían juntos, eso algo quiere decir.
—Usted dice que fue a ver a su madre en Sacramento.
—Eso es lo que dijeron ellos.
—¿Quién de los dos lo dijo: la joven o Merriman?
—Creo que fue Merriman. Sí, él fue quien lo dijo.
—¿Alguno de los dos dijo qué iba a hacer ella después?
—A mí no.
—¿Ella parecía tener ganas de ver a su madre?
—No creo que tuviera muchas ganas de nada. Parecía estar muy triste.
—¿Y la madre? Usted conocía a la madre, por supuesto.
—Seguro. Fue inquilina aquí durante seis u ocho meses, en forma discontinua. La señora Smith es una persona muy distinta de la hija.
—¿En qué?
—Es una mujer activa. Como todos los artistas y la gente de esa clase, a veces era algo ruidosa.
—¿Es artista?
—Así dijo. Alquiló el apartamento para tener un lugar tranquilo para pintar. Sin embargo nunca la vi pintando. En realidad nunca la vi mucho. Ben Merriman se ocupaba de todo. A veces pasaba hasta un mes sin verla. Sólo venía de vez en cuando, y sus llegadas y partidas eran muy silenciosas.
—¿Sola?
—Venía y se iba sola.
—¿Nadie la visitaba?
—Creo que sí. No me la paso observando quién entra y quién sale, pero creo que sé a qué se refiere. Usted quiere saber si usaba el apartamento para estar con hombres. —Su pudorosa boca ensuciaba lo que decía.
—¿Lo hacía?
—No diría que sí ni que no.
—¿Alguna vez vio a un hombre con ella?
—No podría jurarlo. Aquí entra y sale gente a todas horas. No me ocupo de espiar a los inquilinos.
—¿El hombre que estaba con ella pudo haber sido Ben Merriman?
—Tal vez. —Miró hacia un rincón oscuro. Después volvió los ojos hacia mí—. ¿Qué le pasó a Ben, don? Por la televisión dijeron que lo habían matado a golpes.
Antes de que pudiera contestarle se abrió la puerta del frente. No era Stanley. Era una muchacha con sombrero oscuro y ropa de oficina. Cerró la puerta, se apoyó cansadamente en el marco un momento, y cuando me vio comenzó a subir la escalera. Se oyeron sus rápidos pasos sobre la oficina de Girston.
—¿Quién se la dio a Ben Merriman? —dijo Girston.
—Iba a hacerle la misma pregunta. Usted lo conocía mejor que yo.
—No éramos exactamente amigos. Nunca nos visitamos en nuestras casas. Nunca me gustaron mucho sus costumbres.
—¿Por ejemplo?
—El juego, la bebida, y sus andanzas con mujeres. Yo no uro el dinero en esas cosas, y trato de no juntarme con gente que lo hace. Sólo tenía trato comerciar con Ben, eso es todo.
—¿Qué clase de comerciante era?
—Era un vivo… demasiado vivo. Tenía sus triquiñuelas, iodos las tienen. Hace dos o tres años, cuando había escasez de viviendas, solía quedarse con la seña de posibles inquilinos. Otra cosa que hacía era usar los apartamentos para alojar provisoriamente a los candidatos a comprar casas. Les alquilaba un apartamento y se hacía cargo de anular el contrato si le compraban una casa.
—¿Hizo eso con la señora Smith?
—No. No rompió el contrato. Ella lo dejó expirar a fin de año.
—Me dicen que dejó sus muebles.
—Sí, los dejó ahí, nomás. Merriman dijo que no los reclamaba. No le servían para amueblar su nueva casa.
—¿Cuándo le dijo eso?
—A comienzos de diciembre. Me llamó para decirme que la señora Smith no quería tomarse la molestia de llevarse los muebles, que podía alquilar el apartamento con ellos, si quería. Hasta ese momento yo ignoraba que ella no pensaba renovar el contrato.
—¿Vio a la señora Smith después de que su hija se fue de aquí?
—Me parece que no. Pero puede haber usado el apartamento sin que yo me enterara. Tenía derecho a usarlo hasta fin de año.
Yo no entendía nada. Por lo que parecía, la señora Wycherly se había mudado al Champion Hotel en momentos en que tenía un apartamento perfectamente bueno en la zona de San Mateo y su casa en venta en Atherton.
—¿Sabe por qué se fue de aquí, señor Girston?
—¿Quién? ¿La señora Smith? ¿La madre?
—Sí. ¿Hubo algún problema antes de que ella se fuera?
—Ahora que lo dice… sí, tuvo un problemita con el tipo del apartamento de al lado. Pero eso fue antes, durante la primavera.
—¿En qué mes?
Arrugó la frente y se la alisó con los dedos.
—Creo que en marzo. Marzo o abril. Fue una de las pocas veces que hablé con ella, porque pasó algo. Vino a gritar aquí abajo; decía que el señor Quillan la espiaba. Las mujeres mayores tienen esas ideas a veces, sobre todo cuando les hace falta un hombre. Quería que yo lo desalojara. Le dije que no podía hacerlo. Le dije que el señor Quillan no tenía más interés en ella que en el policía de la esquina. Por suerte se le pasó.
—¿Cómo lo sabe?
—Así dijo. Después de un par de días dijo que había sido un error. Que me olvidara del asunto. Le dije que ya lo había olvidado. Era imposible que el señor Quillan se interesara en ella. Tiene todas las mujeres que quiere.
—¿Qué tal es como inquilino?
—Nunca tenemos ningún problema con él. Acostumbraba poner discos muy fuerte por la noche, pero le pedí que no lo hiciera y no volvió a suceder. Es un buen muchacho, tiene tienda propia.
(Capone también la tenía).
—¿Quillan está en este momento?
—Todavía no lo he visto entrar.
Subí al apartamento de Quillan. Jessie Drake abrió la puerta, y sonrió al verme.
—¿Se decidió a alquilarlo?
—Todavía no. Quiero ver a Stanley primero.
—¿No está en la tienda?
—No, acabo de pasar por allí. ¿Puedo entrar a esperarlo?
—No me gustaría que lo encontrara aquí. —Se rascó el hombro a través del jersey—. La última vez que dejé pasar a un hombre no le gustó.
—¿Se refiere a Ben Merriman?
—Sí. —Me miró con exagerada sorpresa, abriendo los ojos y la boca, y luego cerrándolos con gesto de sospecha—. ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo dijo Stanley?
—Stanley no me dio ni la hora.
—¿Usted es poli?
—Privado. No se asuste, Jessie, no la estoy persiguiendo a usted. Ben Merriman le mostró dinero ayer.
—Yo sabía que era sucio —murmuró—. No lo toqué. No lo toqué a él ni al dinero.
—Por mí podía haberse revolcado en él. Lo que me interesa es de dónde venía. —Y adónde había ido.
—A mí también, naturalmente. Entró aquí como una exhalación y quería llevarme a México. Así nomás. En México viviríamos como reyes, dijo. Le pregunté con qué, sólo por darle conversación. Y sacó el paquete. Era como para atragantarse, tenía que llevarlo en una maleta. Cientos y cientos de billetes de cien dólares. —Tenía los ojos vidriosos.
—¿Qué clase de maleta?
—Un portafolios negro con sus iniciales. Dijo que acababa de volver de Sacramento. Había echo un negocio con una mujer… no sé con quién. Le vendió una casa que ella tenía, eso me dijo, y que ella lo quería tanto que le había dado la mayor parte del dinero en efectivo. Que le dio el efectivo, eso dijo, y que se había quedado con la comisión. No tenía ningún sentido. La gente no regala dinero, según mi experiencia, que es mucha. Lo dan con cuentagotas. Así que yo sabía que era dinero sucio. Además nadie quiere irse a vivir a México por el resto de sus días, salvo que haya hecho algo deshonesto.
—¿Pensaba pasar allí el resto de sus días?
—Así me lo dijo. Pero estaba como loco. No le di mucho crédito a lo que me dijo. Nunca le creí demasiado.
—¿Le había propuesto en alguna otra oportunidad que se escapara con él?
—Escaparme, no. Técnicamente, quiero decir. Anduvo detrás de mí, eso sí. Estuvo bastante pesado conmigo en la fiesta de Año Nuevo, y en su propia casa. Sugirió que nos quitáramos la ropa y bailáramos en cueros. No me interesaba la cosa, pero es un tío insistente. Era.
—¿Cuánto hace que conoce a los Merriman?
—A Sally hace años que la conozco. A Ben casi no lo conocía, y lo habré visto tres o cuatro veces en mi vida. Pero es un tío muy listo, o por lo menos él creía eso. Probablemente por eso no vi mucho a Sally después de que se casaron.
—¿Qué hacía ella antes de casarse con él?
—Era actriz, como yo. La conocí cuando las dos hicimos la prueba para entrar de coristas en el viejo Xanadú. Yo entré, ella no. Le dijeron que era demasiado vieja. Lo pasó mal durante un tiempo, y yo la ayudé. Me devolvió dinero cuando consiguió trabajo con Ben Merriman. Después se casaron.
—¿Cuánto hace de eso?
—No sé exactamente. Cuatro o cinco años. Durante un tiempo no vi a Sally. Estuve un año en Nevada. ¿O dos?
Sonó el teléfono en la otra habitación. Saltó como si hubiera oído una alarma, y me dejó de pie en la puerta.
—Hola, Stanley —dijo.
Hubo un largo silencio mientras escuchaba y yo la escuchaba escuchar. Su cabeza giró lentamente hacia mí. Sus ojos cargados de sombra me recordaban a los de cierta clase de monos.
—Muy bien —murmuró en el teléfono—. De acuerdo, querido.
Colgó cuidadosamente, como si el teléfono fuera frágil y ella muy torpe.
—Tendrá que disculparme. Tengo que hacer algunas cosas para Stanley.
—¿Qué cosas?
—No tengo por qué decírselo, y no se lo voy a decir.
—¿Dónde está Stanley?
—Honestamente, no me lo dijo —contestó con voz deshonesta.
No traté de discutir. Bajé a la planta alta. Girston estaba de pie en la puerta de su apartamento. Me miró como un desdichado a quien yo le quitaba la esperanza de ir al paraíso. Se me tiró encima cuando pasé, clavándome los dedos en el brazo y resoplándome en la cara.
—¿Y el dinero de la recompensa?
—Si su información conduce a encontrar a la joven lo recomendaré para una recompensa.
—¿Cuánto?
—Eso lo decidirá mi jefe.
—¿No me podría dar un porcentaje ahora? ¿Aunque fuera pequeño?
Le di veinte dólares como se tira un hueso a un perro, y salí a la calle. Sobre los techos se veía un cielo manchado de verde y amarillo como un moretón. Estaba cayendo la noche. La mayoría de los coches de la ruta tenían las luces encendida. Entré en la corriente de tránsito. Desde su ventana de la segunda planta, Jessie me vio alejarme. Salí de la calle en la primera esquina, di una vuelta en redondo y aparqué a unos treinta metros de Camino por la ladera, listo para partir hacia el norte o hacia el sur. La calle estaba sombreada por árboles de grandes hojas cuyo nombre no conocía, y había chavales jugando en la semipenumbra.
Volví a la esquina caminando, desde donde pude ver la mirada del Conquistador. Ya había fumado dos cigarrillos cuando vi detenerse un taxi verde con luz intermitente en el lecho que tocó bocina frente al edificio. Salió Jessie. Llevaba puesto un abrigo. Tenía una maleta en cada mano, una marrón y una blanca. El taxista bajó para ayudarla. Un vez que ella subió, ocupó su lugar y partió hacia el norte.
La luz intermitente era fácil de seguir, a pesar de que estaba casi oscuro. Siguió por Burlingame y giró a la derecha en Broadway. Cuando pasó el puente de Bayshore, donde Phoebe había estado de pie, en la lluvia sobre la corriente de tránsito, estaba muy cerca de él. Las luces del Aeropuerto Internacional iluminaron la cabeza de Jessie a través del vidrio de atrás.
El taxi dio una vuelta al sector de aparcamiento y la dejó junto con sus maletas frente a la terminal principal. Encontré lugar para aparcar y entré detrás de ella al edificio.
Tomó un ascensor para ir al principal y la perdí de vista por un momento. Volví a encontrarla después de diez minutos largos, saliendo del lavabo de damas. Pasó a un metro y medio de donde yo estaba, entre la multitud. Acababa de pintarse los labios, y le brillaban los ojos. No me vio. No parecía ver a nadie.
Se movía entre la gente como una sombra entre sombras. Los ojos de los hombres la seguían. Manteniendo distancia, la seguí hasta el quiosco y la vi comprar una revista con una cara de mujer angustiada en la tapa. Se acomodó en un asiento, cruzando las piernas. Llevaba medias y zapatos de tacón alto, y bajo el abrigo un vestido escotado que parecía de fiesta.
Compré Chronicle y me senté del otro lado del quiosco. En la tercera página aparecía la foto de Ben Merriman, la misma que había usado en octavilla. El texto que acompañaba la foto no me decía nada que no supiera. Terminaba con una declaración del capitán Lamar Royal de la oficina del sheriff del departamento de San Mateo, que decía que estaban colaborando activamente con las policías locales para encontrar a los vándalos autores del brutal asesinato, y se esperaba que en cualquier momento hubiera detenciones.
Miré a Jessie por encima del diario. Estaba leyendo la revista femenina con avidez, como si le estuviera contando la historia de sus próximos diez años. No parecía oír el rugido de los aviones que despegaban bajo las ventanas, ni el ruido de los pasajeros a su alrededor. De vez en cuando miraba el reloj.
Los minutos pasaban tan lentamente que el tiempo parecía estar por detenerse. Jessie empezó a ponerse inquieta. Volvió a mirar el reloj, se puso de pie y examinó todo el lugar; luego volvió a sentarse golpeando el suelo con el pie. Buscó un cigarrillo en su cartera y se lo puso entre los labios.
Un hombre moreno, con abrigo entallado se enderezó junto a ella, le miró las piernas y el cuerpo, y se abalanzó con un encendedor. Ella apartó el cigarrillo de la llama. No vi la forma en que lo miró, pero él se alejó rápidamente. Luego ella encendió el cigarrillo y volvió a la revista.
Esta vez no pudo concentrarse. Miró el reloj cuatro o cinco veces antes de terminar el cigarrillo. Tiró la colilla y la aplastó con el zapato, poniéndose de pie al mismo tiempo. Comenzó a dar vueltas alrededor del quiosco, mirando todas las caras de los que estaban sentados esperando. Cuando pasó junto a mí escondí la mía detrás del diario.
Volvió a su lugar en el asiento y mató algo de tiempo cruzando y descruzando las piernas. La sala estaba bastante cálida, pero ella daba la impresión de sentir frío. Se envolvió en el abrigo y hundió las manos en los bolsillos. Se quedó rígida, con la cabeza apoyada en el respaldo del asiento y miró el reloj como si esperara la hora de salida del trabajo. Los minutos se estiraban insoportablemente.
Hacía una hora y media que Stanley le había hablado por teléfono. Hacía más de una hora que estábamos sentados en el aeropuerto. Yo ya había leído hasta los avisos clasificados del diario. Había uno de un benefactor anónimo de Grant Street que ofrecía en venta o alquiler la única fotografía auténtica de Jesucristo. Estaba tan aburrido que tuve ganas de ponerme en contacto con ese hombre.
Iba a acercarme a Jessie cuando vi que se daba por vencida. Furiosa, echó una ojeada final al reloj, como si la hubiera traicionado, y tomó el ascensor para bajar. La alcancé en la parada de taxis.
—No gaste dinero en taxis, Jessie. La llevaré adonde quiera.
Retrocedió poniéndose una mano en el mentón.
—¿Qué hace usted aquí?
—Esperando a Godot.
—¿Eso es un chiste?
—Tragicómico. ¿Adónde quiere ir?
Se concentró, mordiéndose un nudillo. Se sacó la mano de la boca con cierta violencia.
—Y… al apartamento. Tenía que encontrarme con alguien, pero parece que se atrasó el avión.
—¿Godot viaja en avión ahora?
—Ja, ja, ja —dijo.
—Tengo el coche aparcado del otro lado. ¿Quiere que le traiga las maletas?
—¿Qué maletas? —Sobreactuaba, exagerando su natural estupidez.
—La blanca y la marrón que depositó hace una hora. No creo que vaya a necesitarlas.
Su furia se volcó sobre mí. Se me acercó temblando y murmurando, y me insultó de varias maneras.
—Me ha estado espiando.
—Un poquito. Deme los resguardos y le traeré las maletas. Puede esperarme en el coche.
—Ni loca voy a esperar.
Pero cuando le ofrecí el brazo vino tranquilamente. Necesitaba un brazo, mi brazo. Me fijé que la llave no estuviera en el conmutador y la dejé sentada en el asiento delantero mientras buscaba el equipaje.
Las maletas eran sorprendentemente livianas. Ninguna de las dos estaba cerrada con llave. Las abrí en un asiento cerca de la entrada. En la marrón había varias camisas deportivas de hombre, un traje azul casi raído, un conjunto de «ropa llamativa» de la que usan los que manejan autos deportivos, un traje de lino blanco y un jersey, una afeitadora eléctrica y un par de cepillos militares en un estuche de piel de cerdo con las iniciales de Stanley grabadas en oro.
La otra maleta olía a Jessie. Había puesto en ella su magro guardarropas: jerséis, pantalones y ropa interior con sus iniciales, un par de vestidos chillones, un pequeño equipo de artículos de tocador, un cartón de paquetes de cigarrillos, y el original de lo que estaba escribiendo. Comenzaba: «Siempre fui muy apasionada desde que el amante que mi madre tenía entonces me abrazó apasionadamente el día en que yo cumplía doce años». Con esas cosas sueltas de su vida entre mis manos, me sentí curiosamente aliviado de que no se hubiera realizado el viaje con Stanley. Cerré las maletas y las llevé al coche. Cuando subí Jessie me dijo:
—Stanley me plantó. Supongo que se lo habrá imaginado.
—¿Dónde iban a irse?
—Dijo que nos íbamos de aquí. Me gustaba la idea. Estoy harta de este lugar. —Miró hacia los grandes edificios iluminados.
—¿Iban a tomar un avión?
—No, íbamos a viajar en carreta de bueyes. Por eso quedamos en encontrarnos en el aeropuerto.
—¿Desde dónde la llamó Stanley?
—Probablemente desde su tienda. Oí sonar música por el teléfono.
—Puede ser que todavía esté allí.
—Sí. —Se le mejoró la voz—. Tal vez se atrasó por algún motivo.
Puse el coche en marcha. Nos metimos en el ruido de Bayshore y llegamos a San Carlos unos minutos más tarde. Atravesé la ciudad y llegué al centro comercial en Camino Real. El parking estaba casi desierto. No totalmente. El auto deportivo rojo de Stanley estaba aparcado frente a su local. Adentro había luz y se oía música.
Jessie se agarró a mi hombro con las dos manos.
—Por favor, quédese afuera. Sáqueme las maletas y váyase de una vez. Me va a pegar otra vez si me ve con usted.
—No se lo permitiré.
Por la forma en que lo dije parecía un compromiso. Sus manos se hicieron más conscientes de mi hombro; se quedaron allí con una actitud algo posesiva. Me apoyó los pechos.
—Eres bastante dulce —dijo con indulgencia.
—Siempre lo pensé.
—Engreído, también.
Me dio un ligero beso. Creo que trataba de retenerme hasta tanto se asegurara de que todavía tenía a Stanley. Bajó del coche y le alcancé las maletas. Con una en cada mano, como una señora alemana, caminó hasta la puerta de la tienda de Stanley.
Oí una oleada de música cuando abrió la puerta. Era música de comedia musical, fuerte e insistentemente alegre. La seguí amparándome en la música, que brotaba de la cabina de vidrio al fondo del local.
Stanley estaba sentado en la cabina, de espaldas a mí. Escuchaba la música con concentración. Yo no veía a Jessie, pero sus dos maletas estaban en el suelo frente a la cabina. Tomé el revólver y me acerqué a la puerta abierta.
Jessie estaba arrodillada detrás de la puerta. Recogía dinero del suelo como una gallina ante un cubo de maíz. Billetes de cien dólares que habían caído al suelo de un portafolios negro de piel. Jessie se llenaba los bolsillos.
Stanley no le prestaba atención. Estaba tirado en la silla con una bala en la frente, escuchando la alegre musiquita con ojos muy soñadores y muy muertos.
Era el momento exacto para que llegara la policía. Llegó.