CAPÍTULO XVII

Gallorini bajó del taxi cuando me vio.

—¿Está allí?

—No está aquí desde principios de noviembre, que fue cuando usted la vio.

—¿Sigue pensando que yo le hice algo?

—No. Ya sé quién es el rubio. ¿Me ayuda a comprobarlo?

Levantó las manos como para ver si llovía.

—No sé. ¿En qué forma?

—Vamos a San Carlos y le mostraré a un tipo.

—No puedo, don. Ya perdí una hora… hora y media.

—Le pago por el tiempo que le tomo.

—Así, sí.

Fui adelante y Gallorini me siguió por la ruta. Los carteles decían «vitaminas, autos importados, pediatría y psiquiatría, fucsias, depósito y mudanzas, clínica de lecturas terapéuticas, entierre a su muertos en Woodland, rejuvenecimiento, propiedades». El local estereofónico de Stanley era un agujero con frente de plástico, con discos y tocadiscos en la vidriera. Era uno de las veinte tiendas de un nuevo sector comercial de baja categoría.

Estacionamos más allá del local. Por sugerencia mía Gallorini y yo nos cambiamos las chaquetas y se sacó la gorra con visera. Le di dinero para comprar un disco.

Volvió en cosa de cinco minutos, con un paquetito cuadrado en la mano. Tenía la mirada ardiente como la de un músico.

—El hijo de puta me reconoció.

—¿Qué dijo?

—Nada. Pero me reconoció. Me di cuenta por la forma en que me miraba.

—¿Y usted lo reconoció a él?

—Él me reconoció a mí, y yo lo reconocí a él. No podía ser de otra manera, ¿no? Es él, es él. Seguro que la tiene secuestrada en alguna parte.

—Ojalá, Nick. —Sin embargo no era muy probable. Era difícil que un hombre que anduviera con Jezebel Drake pudiera manejar a otra al mismo tiempo.

Le pagué y esperé un rato. En mis gastos anoté: Transporte y testigos: $ 45.00; Música: $ 5,00. Nick había comprado Cavaleria Rusticana. Se lo regalé.

Cuando entré a la tienda, se oía sonar un disco de ruidos de tránsito desde la cabina de vidrio al fondo del local. Stanley apagó el aparato y salió de la cabina con aire de entusiasmo. Era el rubio de barbita que había visto aquella noche en la oficina de Merriman. No parecía recordarme.

—Sí, señor, ¿qué desea? —Era una voz diferente al relincho que había usado para hablarle a la señora Merriman.

—Busco a una joven.

—No creo que pueda ayudarlo. No tenemos chavalas en existencia ja, ja.

—Ja, ja. Se hacía llamar Smith, vivió un tiempo en el Conquistador el otoño pasado. Apartamento 14, al lado del suyo.

—¿Cómo sabe dónde vivo?

—Anduve preguntando.

—No entiendo. —Trataba de fingir indiferencia, pero la voz le había cambiado de barítono a tenor. También cambió su vocabulario—. ¿Por qué no se marcha de aquí? Estoy ocupado.

—Yo también.

—¿Usted es polizonte… es de la policía?

—Soy detective privado.

Sus ojos saltones se pusieron todavía más saltones. Se movió detrás del mostrador. Me incliné sobre el mostrador y le puse la foto de Phoebe debajo de la nariz.

—Tiene que haber visto a esta chica. Vivió en el apartamento junto al suyo por lo menos durante una semana en noviembre.

—¿Y si la vi? ¿Qué prueba con eso? Veo montones de gente todos los días.

—¿A quién ve por las noches?

Me miró como un gato que trata de sentirse como un león. Bajo su chaqueta italiana le abultaban los músculos, o la grasa.

—¿Alguna vez estuvo en su apartamento, Stanley?

—Y si estuve, ¿qué? —Sacudió la barbita—. Me mandó al italiano ese para que me espiara.

—Lo mandé para ver si podía identificarlo. Y pudo.

—¿Le dijo qué estaba haciendo él en la habitación de la joven? Ella estaba en la cama y él la estaba desvistiendo. Oí ruidos sospechosos a través de la pared.

—Tiene muy buen oído.

—Sí. Oí ruidos sospechosos, corrí a ver qué pasaba y lo saqué a patadas. Era lo menos que podía hacer uno.

—¿La conocía mucho?

—No la conocía. No conozco a ninguno de los otros inquilinos del edificio. La vi varias veces en el vestíbulo. Eso es todo.

—¿Por qué le interesaba tanto lo que pasaba en su dormitorio?

—No me interesaba.

—Instaló un micrófono allí.

Su cara pasó por varios colores y se decidió por un tono lavanda con manchas. Lo agarré por las solapas y lo arrastré liada mí por encima del mostrador.

—¿Por qué puso, el micrófono, Stanley?

—Yo no lo puse —Su voz se había ido una octava más arriba.

—¿Qué se hizo de ella, Quillan?

—No sé nada de ella. No tengo nada que ver. Lárgueme.

Tenía que ver. Lo sacudí. Los ojos le saltaban como los de un pez fuera del agua. Tenía olor a pescado. Lo arrojé lejos de mí. Su cuerpo pesado golpeó contra los estantes de discos. Se apoyó en ellos, temblando.

—No tiene derecho a ponerme las manos encima. Llamaré a la policía.

—Hágalo. Iremos al Palacio de Justicia y compararemos nuestros prontuarios. Después iremos todos juntos a ver esa pared del dormitorio.

Se le fue la sangre de la cara. En medio de esa palidez sus ojos eran como burbujas eléctricas azules. Como un enfermo que extiende la mano hacia un medicamento buscó algo debajo del mostrador. La mano volvió a aparecer con una automática.

—Más vale que vuele ahora. O lo bajo como a un perro.

—¿Va a poder meter esto también en el prontuario?

—La responsabilidad es suya. Usted entra en mi lugar de trabajo y me presiona. —Abrió la caja registradora con la mano izquierda y me arrojó dinero. A mis pies cayeron billetes de un dólar como hojas secas en otoño—. Fuera de aquí ahora, o disparo. ¿Quiere que me convierta en héroe?

Pensaba que no iba a disparar, pero no podía estar seguro. Su personalidad cambiaba minuto a minuto. Era de esos seres impredecibles que recibían impulsos súbitos de la atmósfera. Algún ser invisible podía indicarle que apretara el gatillo, y él lo apretaría. Me fui.

No muy lejos. Di una vuelta por la zona comercial y estacioné en un lugar en el extremo sur desde donde dominaba la entrada y la salida de la tienda de Quillan. No tuve que esperar mucho. Salió por la puerta de atrás. Llevaba puesta una boina roja. Subió a un Alfa Romeo del mismo tono de rojo y dobló hacia el sur en camino dejando una estela de humo negro. Lo dejé adelantarse mucho, hasta que su coche se convirtió en un corpúsculo rojo en la corriente de tránsito. Lo seguí por Redwood City y Atherton, variando la distancia entre nosotros y reduciéndola gradualmente. Su coche no tenía velocidad y lo manejaba mal, cambiando de carril, acelerando y frenando.

Giró a la izquierda con luz verde en Menlo Park. Pasé frente al tránsito que se me venía encima casi al finalizar la luz amarilla. Durante más de un kilómetro y medio siguió hacia el este, pasando por el Centro de Investigación de Stanford, y entró en una zona arbolada con tantos robles que parecía un pequeño bosque. El auto rojo desapareció en una curva.

Cuando lo ubiqué nuevamente se había detenido a un lado del camino y Quillan estaba bajando. No tuve tiempo de detenerme ni de dar marcha atrás, pero Quillan no pareció advertir que yo pasaba a su lado. Se puso a andar rápidamente por un camino de piedras que llevaba a una casa de estructura parda casi escondida entre árboles y arbustos. Bajo el rústico buzón había un cartel iluminado por un reflector que decía, en grandes letras: «Merriman».

Aparqué en la siguiente curva, tomé el magnetofón. Regresé caminando a la casa parda. La luz del atardecer caía atemperada por las ramas cruzadas de los árboles. Era uno de esos lugares intocados que se encuentran a veces en la península, testigos de un pasado secular en que todo era bosques de robles.

Los árboles eran una espesura alrededor del patio de Merriman, y pude llegar sin ser visto al costado de la casa. Pegado a la pared, y agachando la cabeza por debajo del nivel de las ventanas, di la vuelta por el fondo y pasé por un patio cubierto de piedras lisas y planas y sombreado por una jungla de laureles sin podar.

La puerta corrediza de vidrio estaba cerrada y en parte oscurecida por una celosía de varillas de bambú. Detrás de la puerta oía voces, de un hombre y una mujer. Me acosté en las piedras con la cabeza en el umbral y apreté el micrófono contra un ángulo del vidrio.

La voz de Quillan era rápida y dura.

—Quiero mosca, pero pronto.

—¿Cazo una viva, o muerta te da lo mismo?

—No estoy bromeando.

—Si vienes a pedirme dinero estás bromeando. No tengo un centavo. Empeñó hasta los muebles. Tendré que enterrarlo a plazos. Esperaba que me ayudaras con la primera cuota.

—Eso está bueno. ¿Alguna vez Ben hizo algo por mí?

—Hizo mucho, y lo sabes. Te dejó entrar en un buen negocio, te puso la tienda. Sé que el año pasado te pagaba el alquiler, vi los resguardos de los talones. Pero nunca fuiste agradecido. ¿Qué quieres ahora que él está en el depósito de cadáveres? ¿Sacarle los dientes de oro?

—¡Gratitud! —Su grito airado explotó como un rayo en el micrófono—. El generoso Ben nunca me dio un carajo en su vida. ¿Crees que me puso ese apartamento porque no podía resistir el azul de mis ojos? ¿O que por eso me hizo entrar en el negocio de Mandeville? Yo le hice el negocio a Ben.

—Sí. Sucede que sé que hacías de pantalla.

—Tú eras la pantalla —gritó, y siguió chillando desagradablemente—. Para mí eres un libro abierto, nena. Quieres las cosas que se compran con dinero, pero no quieres enterarte de dónde viene ese dinero. Dejaste que Ben y yo nos rompiéramos para conseguirte ese roñoso dinero. Una vez que le pones los pies encima se vuelve limpio como la nieve recién caída. Y todo tuyo. Pero a mí no me vas a largar sin nada. Necesito dinero para viajar, y me lo vas a dar. Aquí tienes un buen botín, y no creas que no lo sé.

—Si lo tuviera, ¿crees que me quedaría en un lugar como éste?

—Has estado en otros peores. A ver la bolsa, nena.

—No me hables así, Stanley Quillan.

—A ver la cartera, mi preciosa hermanita.

Ella probablemente se la arrojó. Oí ruido de piel contra sus manos, y después el ruidito cuando abrió el cierre.

—Está vacía. —Su voz estaba vacía—. ¿Dónde está el dinero?

—Nunca lo tuve. Tú recibiste tu parte y sabes adónde fue el resto. Reno, Las Vegas y la maldita bolsa. Entró cuando las acciones estaban arriba y bajó hasta la cloaca.

—No me cuentes esa historia, eso fue el verano pasado. Estoy hablando de ahora.

—¿De qué crees que estoy hablando yo? Desde el negocio de Mandeville no ha habido otra cosa y eso se fue como el agua. Hemos estado justos desde entonces, pagando las deudas que había hecho para empezar el asunto. Ben, el de los grandes negocios. —Su voz era áspera y sarcástica, con tonos histéricos—. Íbamos a ser ricos, nos íbamos a mudar a Atherton, íbamos a hacernos socios del Circus Club. Un verdadero circo. Siempre «íbamos a» ser ricos. Y ahora se murió.

—Qué historia conmovedora. Me conmovería mucho, si la creyera.

—Puedes creer lo que quieras, pero es la verdad. No es nada lo que sufrí, con la muerte de Ben y los polizontes ametrallándome a preguntas. —Empezó a sollozar, farfullando palabras entre los sollozos—. Mi propio hermano se vuelve contra mí.

—Vamos, hermanita, estoy de tu lado. Ben no fue una gran pérdida, y te dejó en buena posición.

—Me dejó en bancarrota.

—Cambia el disco, nena, y no juegues conmigo. —Los pasos de Quillan vibraron en el suelo.

—No te me acerques —dijo ella.

—Quiero mi parte. La necesito. No eres la única a quien han interrogado. La necesito más que tú, y la voy a tomar.

—No hay dinero en la casa. Búscalo si quieres.

—¿Dónde está, entonces?

—¿Dónde está qué? —dijo ella haciéndose la idiota.

—El dinero. La mosca. Cuando Ben volvió de Sac venía bien forrado.

—¿Te refieres a la comisión de Wycherly? Se fue. La mayor parte se usó para pagarle al agente que vendió la casa: estaba en lista. El resto fue a la compañía financiera. Se estaban por llevar el coche. Además no tenías derecho a esa comisión.

—No hablo de la comisión. Hablo de… todo el valor de la casa en efectivo. Ben fue a buscarlo a Sac, y lo consiguió. Por supuesto no me lo dijo a , pero me lo contó un pajarito.

—Debe de ser un pajarito idiota. No tiene sentido. ¿Por qué iba a darle todo ese dinero la señora Wycherly?

—No puedes ser tan estúpida como tratas de parecer. Nadie es tan estúpido.

—No me pongas las manos encima —dijo ella en tono más alto—. Y no te plantes así al lado mío. Me haces acordar al viejo de tu padre.

—Tú me haces recordar a la vieja. Pero no vamos a discutir. Ando en apuros. Juro que me corresponde parte del dinero. No puedes abandonar a tu hermanito.

—Si es tan importante, puedes vender el coche, o el local.

—El coche está reventado, no me darían nada por él. De la tienda no saco ni para el alquiler. Además, no tengo tiempo para nada de eso. Necesito volar. Hoy.

—¿Otra vez te metiste en algo sucio? —En la pregunta había algo de historia familiar—. ¿Qué hiciste, Stanley?

—Ben te mantenía al margen, ¿no? Tal vez no tenía razón. Dejémoslo como está, así, si te preguntan no vas a tener nada que decir.

—¿Te persigue la policía?

—Me va a perseguir. Se me metió un detective privado en la tienda, esta tarde. Y no va a ser el último. —Rechinó los dientes—. Podría sucederme. Título de una canción.

Se oyó arrastrar una silla contra el suelo. Cuando se levantó se la oyó resoplar.

—¿Tú lo mataste, Stanley?

—No seas chiflada. —Pero por la voz parecía casi halagado.

—En serio, Stanley. ¿ lo mataste?

—Si lo hubiera matado no estaría aquí. Estaría viajando a Australia. En primera clase.

—¿Con qué? Creí que estabas en quiebra.

—No me mires así. No sé nada de eso.

—Con el dinero que él llevaba. Alguien se lo sacó.

—¿Me lo vas a jurar por Dios? ¿Que te caigas muerta?

Ella repitió la frase infantil:

—Te lo juro por Dios. Que me caiga muerta. Los de la policía dijeron que tenía cuatro dólares en el bolsillo.

—Dios mío, llevaba cincuenta mil.

—¿Cómo lo sabes, Stanley?

—Me lo dijo Jessie. No pensaba decírtelo. Pero tal vez te hago un favor.

—¿Qué pasó con él y Jessie?

—Ya te dije anoche que intentó un ligue con ella. Fue al apartamento mientras yo estaba en la tienda. La vieja Girston lo vio y me lo contó. El resto se lo tuve que arrancar a Jessie. Ben quería que ella se fuera con él. Le mostró el dinero, hasta se lo dejó tocar. Dijo que tenía cincuenta de los grandes, en efectivo, y que iba a tener más.

—¡Asqueroso! Yo sabía que me engañaba con esa puñetera.

—Lo intentó. Pero no lo logró.

—No te dejes engañar por ésa.

—Jessie no me engaña. Tuvo miedo de liarse con él. Anoche me lo dijo todo. Tuve que arrancárselo, pero me lo dijo. Tuvo miedo de que fuera dinero sucio, y de que los cogieran si trataban de gastarlo.

—¿Falsificado?

—No, legítimo, pero peligroso.

—Pero dices que se lo dio la señora Wycherly.

—No se lo dio como Premio Nobel de la Paz.

—¿Ella andaba con él? ¿O qué?

—Más bien «qué».

—¿Ben la tenía cogida con algo?

—Te estás excitando.

—Tenía todo ese dinero, y no me lo dijo. Ni siquiera me lo dijo. —Poco a poco empezaba a expresar su verdadero dolor. Explotó—: ¿Quién lo cogió?

—Yo pensaba que a lo mejor tú.

—¿Crees que lo maté para eso?

—Amenazaste hacerlo muchas veces.

—Sí, pero no lo hice. Lamento no haberlo hecho. —Dejó escapar una risa que me atravesó el cerebro como un cuchillo—. Somos una pareja encantadora, Stanley, un delicioso grupito familiar. Los deliciosos gemelos…

—Escucha, hermanita…

La voz de ella cubrió la de él.

—¿Quién crees que lo cogió?

—Quienquiera que lo haya matado.

—¿Tienes idea de quién fue?

—Si no fuiste tú, no.

—Eso es una locura. Al principio pensé que era el viejo Mandeville. Estuvo chinchando bastante. Pero creo que eso también es una locura. Los de la policía dijeron que fue cosa de gamberros.

—Gamberros con suerte —dijo él con absoluta sinceridad—. Mira, nena, a lo mejor podemos recuperarlo… por lo menos una parte, aunque sea. Está la grabación que Ben guardó en la caja fuerte, en el escritorio. Si me la vas a buscar…

—No sé de qué hablas.

—No hace falta que lo sepas. Ve a buscarla. Creo que tengo un cliente.

—¿Qué clase de cliente?

—Uno que paga. Esa cinta grabada vale dinero, ¿te das cuenta?

—¿Chantaje?

—Si quieres llamarlo así.

—No quiero tener que ver con eso —dijo ella.

—No quiere tener que ver con eso. La niña es demasiado limpia, demasiado buena, demasiado pura. —Su voz era salvaje—. Vamos, nena. ¿De qué crees que viviste los últimos seis meses? ¿Del maná del cielo?

—Déjame tranquila. Puedes asustar a Jessie, pero no a mí.

Él controló la voz.

—Escucha, estoy tratando de hacer por ti lo mejor que puedo… lo mejor para los dos. No tienes que enterarte de nada. No necesitas enterarte. No quiero que te enteres. Lo único que tienes que hacer es ir a la caja fuerte de Ben y traerme la cinta. Está en un paquete redondo… ya sabes, una cinta. Tráemela y te daré la mitad de lo que salga.

—¿Y la mitad de la culpa? ¿Eso también?

—No va a haber culpa. Déjalo a mi cargo.

—Te lo dejo. Lo dejo a tu cargo.

—¿No vas a colaborar?

—No entro en ninguna cosa sucia.

—Entonces dame las llaves del escritorio y la combinación.

—La llave del estudio la tiene la policía. No sé la combinación.

—¿Ben no la tenía escrita en ninguna parte?

—Si la tenía no me lo dijo.

—¿Entonces para qué sirves?

—Para más cosas que tú, basura.

—¡No me hables así!

—Basura. Ibais a ser tipos muy importantes, tú y Ben. El gran subastador y el gran productor de películas. ¿A qué llegasteis realmente? Me he pasado la vida tratando de comprender a un par de vulgares vividores.

—«Vividor» es una palabra que no tendrías que usar.

Salió dando un portazo. Era muy bueno para dar portazos. El Alfa Romeo se alejó y no me dio tiempo a seguirlo.

Volví a Camino Real y me detuve en un estacionamiento frente a la oficina de Merriman. La pequeña construcción parecía vacía, cerrada.

Era la hora de la cena, y no había comido en todo el día. El frío de las piedras en esa noche invernal se me había metidohasta los huesos. Pedí una hamburguesa y un caté y me puse a escuchar a la generación de los más jóvenes que trataban de hablar como el submundo del hampa y lo conseguían. Nadie dijo nada muy revelador, excepto el muchacho que me trajo la hamburguesa, que me llamó «papi».

Stanley no apareció.